14-EN LA OSCURIDAD
Elliot se sintió más solo que nunca. Se había quedado allí, inmóvil, sin creerse lo que acababa de suceder. En sus manos relucía tristemente la antorcha que Sheila había abandonado en el suelo y que dejaba entrever frente a él un pasillo sin fin. Un corredor que habría de atravesar si es que quería salir de aquel siniestro lugar. Antes de adentrarse en él, realizó una última revisión a la sala. Definitivamente, parecía otro lugar. Las pinturas habían desaparecido, como si hubiesen huido despavoridas; tampoco estaba el espejo, no había más vanos en la pared e incluso la palanca que había accionado Sheila se había esfumado. No tenía otra salida que el profundo corredor.
Con el corazón en un puño y desazonado, Elliot dio los primeros pasos. Sus pies se arrastraban pesadamente sobre la piedra y, por poco ruido que hiciese, éste se veía amplificado por el eco delator. Si había alguien escondido en aquel pasillo, sin duda le oiría a la legua.
Debió de avanzar una veintena de metros por la monótona galería, aunque parecieron kilómetros. Afortunadamente, ninguna criatura del abismo se cruzó en su camino, Aún así, aquel silencio, aquella desesperante calma, le ponía los pelos de punta. Elliot no tardó en darse cuenta de que allí no hacía calor. La temperatura había descendido notablemente y una acuciante humedad comenzaba a envolverle.
La antorcha dejó entrever tres opciones en su camino. A mano izquierda se dibujaban unos peldaños que claramente ascendían. A mano derecha, otras escaleras lo llevaban a la parte inferior del edificio. De frente, el corredor seguía su curso hacia el infinito.
¿Qué camino debía tomar?
Ninguno de los tramos daba la impresión de ser mejor ni peor. Hasta su posición no llegaba corriente de aire alguna que pudiese mostrarle una salida. Todo lo contrario. Lo envolvía un aire rancio y húmedo de olor poco agradable. Elliot pensó por unos instantes qué camino debía seguir y para ello decidió utilizar su intuición.
Pese a lo despistado que estaba cuando llegara a la edificación, había entrado en un lugar aparentemente pequeño. Recordaba haber descendido algunas escaleras, de modo que tenía que encontrarse bajo tierra. Si estaba en lo cierto, debía optar por ascender de nuevo.
Con paso decidido, tomó las escaleras que, supuestamente, le llevarían a la superficie. Cuando su pie se depositó sobre el quinto escalón, algo insólito ocurrió. El pie, firmemente aposentado sobre el peldaño, comenzó a descender de nivel. Pero no era sólo éste, sino la escalera entera. ¡La escalera ahora descendía y no ascendía! Angustiado, tornó la mirada a sus espaldas. Afortunadamente no se le había cerrado el camino de regreso.
Con mucho cuidado, levantó el pie para volver a su posición original. Al hacerlo, vio un pequeño y disimulado botón que sin duda había activado el mecanismo que había provocado el cambio de sentido en la escalera. No pudo evitar pulsarlo de nuevo para ver si la escalera regresaba a su posición inicial. Su reacción fue inútil, pues ésta permaneció inamovible.
—De modo que este lugar encierra unas cuantas sorpresas —masculló el muchacho—. Deberé andarme con cuidado.
Elliot no andaba muy desencaminado con sus suposiciones. Una vez se encontró en el lugar desde el que había partido, se dio cuenta de que el único camino que ahora no descendía era el del centro. No tenía más remedio que seguir de frente.
Adentrándose en el corredor, vio que a los pocos metros el camino torcía a la izquierda. Elliot dobló la esquina y hubo de detenerse en seco, pues un precipicio le impedía el paso.
—Uf… Por los pelos.
A poco más de un metro de distancia, sobresaliendo en la oscuridad, había una traviesa de piedra, muy ancha, sobre la que podía saltar. Hizo lo propio y aún hubo de repetir la operación dos veces más, con enorme esfuerzo, pues tras las vigas se sucedían abismos cada vez más extensos. El último salto iba a entrañar enorme dificultad ya que, para su sorpresa, la viga estaba en movimiento. Aparecía y desaparecía desde el lateral con una burlona parsimonia. Debería coordinar muy bien su ejecución para superar aquella prueba de habilidad.
No tenía prisa. Quería estar seguro de la velocidad de la viga y de cuánto tiempo disponía para efectuar el último salto que debía llevarle a la amplia repisa que había más allá. Dejó pasar el tiempo. Cuando estuvo bastante seguro de sus posibilidades, cogió todo el impulso que pudo y dio el brinco definitivo. Tuvo suerte y alcanzó el objetivo. Sintió el temblor bajo sus pies y, antes de que la viga alcanzase la pared, Elliot volaba ya en dirección a la repisa.
—Seguro que con los Aerohechizos esta prueba hubiese sido pan comido —se dijo una vez aterrizó sobre el suelo de piedra.
Desde aquella amplia repisa no tenía más remedio que subir. Elliot no tenía grandes dotes de escalador pero, visto lo visto, no iba a tener más remedio que ascender a pulso. La roca presentaba unas prominencias que podían ser aprovechadas de tal forma. Sin embargo, una alarma saltó en su cabeza: ¿habría serpientes venenosas escondidas en las oquedades? O, quién sabe, ¿y si había falsos salientes? ¿Y si se despegaban cuando se apoyase sobre ellos? En el primero no habría problema, pero en los de arriba… La caída podría resultar fatal.
Necesitaba ambas manos, de manera que se desprendió de la tea. Ya generaría una bola de fuego cuando llegase arriba. A oscuras, se llevó la Piedra de la Luz a la boca y rápidamente emitió su característico brillo azul al contacto con la oscuridad. Concienciado, el muchacho comenzó el ascenso dando un tirón en cada saliente, para evitar posibles sustos.
Afortunadamente para el chico, en el ascenso no se topó con ningún áspid. Sin embargo, fue todo un acierto el tantear antes de cargar la totalidad de su peso sobre los salientes, pues más de uno terminó por ceder. En cualquier caso, Elliot no lo achacó a una trampa preparada por una mente malintencionada, sino al desgaste producido por el paso del tiempo.
Un cuarto de hora después, Elliot llegaba a una nueva repisa. Estaba exhausto y decidió tumbarse a descansar.
¿Qué hora era? ¿Cuánto tiempo podría resistir sin agua? ¿Y sin comida? De pronto, sacudió su cabeza. Lo que en realidad debía estar preguntándose era qué hacía allí, encerrado en aquella perdida edificación bajo tierra en medio del desierto. ¿Qué le había podido suceder a Sheila? ¿Por qué lo había abandonado? Había dicho algo sobre su padre… «No espero que lo comprendas, pero lo hago por mi padre», se repitió Elliot para sus adentros. Sí, eso mismo era lo que había dicho. Pero ¿qué tenía que ver él con el bienestar de su padre? Precisamente, el padre de Sheila estaba encerrado en Nucleum por haber sido uno de los colaboradores de Wendolin. Y Wendolin había muerto… combatiendo con Aureolus Pathfinder.
El ruido fue tan estruendoso que Elliot pensó que el techo de piedra se le venía encima. Con el corazón en un puño, aún tuvo tiempo de recapacitar. No había rocas desprendiéndose, ni polvo en el ambiente. En todo caso, había sonado como un rugido o un gruñido. Sí, más bien un gruñido. Pero ¿de dónde había procedido? Había sonado bien cerca, de eso estaba seguro. Con los cinco sentidos de nuevo en órbita, Elliot se puso en pie. El descanso se había acabado.
Guardó la Piedra de la Luz y pronunció las palabras de generación de la bola de fuego. Cuando terminó de susurrarlas, miró a sus manos esperando a que apareciese el intenso resplandor del fuego, pero nada sucedió. Volvió a ejecutar el hechizo sin suerte alguna. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Se habían debilitado sus poderes elementales? ¿Acaso no era posible hacer magia allí? Recordó que desde que entró en aquel lugar, no lo había intentado. Sheila y él se habían valido de una antorcha para iluminar el camino. No habían precisado de magia alguna… Así pues, resignado, hubo de sacar de nuevo la valiosa Piedra de la Luz. El brillo que emitía era penetrante e iluminaba sobradamente el lugar. Sin duda, iba a delatar completamente su posición pero, en aquellas circunstancias, prefería tener a la vista cualquier criatura tenebrosa antes que ser atacado de improviso.
Tras avanzar unos metros, el camino se presentaba bastante angosto. Hasta tal punto que, a partir de un tramo, Elliot hubo de andar prácticamente de lado. En aquellas circunstancias, era toda una suerte que el chico no sufriese claustrofobia. A duras penas consiguió avanzar, arrastrando su espalda contra la pared. Por un instante tuvo la impresión de que el estrecho corredor se cerraba más y más. Apenas podía ver la salida como un minúsculo hilo de luz vertical.
Sin saber cómo, llegó al otro extremo. Su faz estaba amoratada de haber contenido tanto la respiración.
—Por lo menos —se dijo jadeando—, ninguna criatura grande podrá seguirme. No creo que muchas personas sean capaces de atravesar esta grieta.
Satisfecho por haber superado una nueva prueba, Elliot se concentró de nuevo. Acababa de adentrarse en una enorme sala con forma de tubo. El suelo, para su sorpresa, estaba completamente cubierto con blanca arena del desierto. A ambos lados de la grieta había sendas ánforas de cerámica. El muchacho, sin moverse de su sitio, analizó las paredes que recorrían la larga estancia. Curiosamente había unas cuantas teas encendidas que hacían que las figuras dibujadas en la pared cobrasen vida. Elliot se sintió observado. ¿Y si las pinturas estaban vivas en realidad? ¿Y si saltaban de la pared y se le tiraban al cuello? Seguro que aquello era posible en el mundo elemental… Tenía que salir cuanto antes de aquel lugar.
Fue a dar el primer paso cuando se fijó de nuevo en el suelo. Era de arena; fina y blanca arena. Hasta el momento todas las habitaciones y corredores que había recorrido tenían el suelo de piedra. ¿Y si había una trampa escondida bajo ésta? ¿Caería a un oscuro abismo sin salida? Sus ojos se clavaron en uno de los jarrones que había a su lado y se le ocurrió una idea. Un arqueólogo lo despellejaría vivo si se enterase de lo que pretendía hacer, pero su seguridad primaba por encima de todo.
Sin pensarlo dos veces, tomó el ánfora de la derecha y la tumbó en el suelo. Dándole un suave empujón, la hizo rodar unos metros. El jarrón avanzó lentamente y no cayó por ningún precipicio. Sin embargo, unos fugaces silbidos resonaron por delante de Elliot.
—¡Dardos! —exclamó el muchacho, mientras la prácticamente invisible munición surcaba la penumbra sin cesar.
Envenenados o no, suponían un peligro elevado. Recibir varios aguijonazos como aquellos podía causarle numerosas heridas. Afortunadamente, Elliot tenía la solución a su alcance. ¿Qué mejor que emplear el Escudo Protector para aquella prueba? Su poderosa envergadura y su velocidad de acción serían vitales en esta ocasión.
—Scudetto! —pronunció sin más dilación.
Elliot esperó a ver al gigante protector a su lado, pero no apareció nada. Ni siquiera una voluta de humo. No se molestó en volver a realizar el conjuro. Estaba claro que, por el motivo que fuese, la magia no era efectiva en aquel lugar.
Tal como estaban las cosas, sólo le cabía seguir adelante. El camino que había dejado a sus espaldas no daba muchas más opciones y no era recomendable regresar. Aun a riesgo de ser alcanzado por uno de esos dardos, tenía que atravesar la estancia sin ayuda mágica. Con esa inseguridad, Elliot dio el primer paso sobre la inestable arena.
Nada ocurrió.
Todo sucedió con vertiginosa velocidad. Tan pronto Elliot dio su segundo paso, un par de dardos salieron disparados desde la pared derecha. El muchacho únicamente pudo oírlos, pero se sintió aliviado al no notar los aguijonazos. Con cierto alivio, Elliot dio los siguientes pasos agachándose todo lo que podía. Procuró no detenerse a pensar. Si se paraba, seguro que uno de esos dardos…
¡ZAS!
El pinchazo dejó la mente de Elliot en blanco. Fue como sentir la mordedura de una cobra real. Rápida, certera y eficaz. Elliot se llevó las manos al muslo derecho, donde había recibido el impacto, y notó el pincho que tenía clavado. Tiró de él con rabia y lo desprendió de la carne. Fue tal el dolor que sintió que en aquel momento notó que le flaqueaban las fuerzas.
Sudoroso y con los ojos enrojecidos por el dolor, miró al frente. Estaba a un par de metros del final de la estancia. A duras penas pudo distinguir que presentaba un extraño arco apuntalado a modo de salida. Sin duda se trataba de un estilo poco habitual para el arte egipcio. «Tal vez sea de una época posterior, una adaptación moderna», pensó Elliot. Evidentemente, aquello significaba que debía de haber trampas de diseño novedoso en el camino que seguía a continuación. Respiró hondo y rezó cuanto supo para lograr salir de allí sin recibir un nuevo impacto.
Armado de valor, volvió a dar un paso sobre la arena traicionera. Nuevos silbidos sonaron a su alrededor. Sabía que los dardos estaban pasando muy cerca, tal vez demasiado. Afortunadamente, consiguió atravesar la salida cojeando ostensiblemente, pero sin recibir nuevos impactos.
Los siguientes metros se le hicieron eternos. La pierna le dolía muchísimo y el sudor comenzó a acrecentarse. ¿Estaría subiendo la temperatura? Resultaba extraño que, pese a todo, sintiese frío. Alzó la Piedra de la Luz tratando de vislumbrar lo que tenía al frente, pero tenía la vista nublada. Un ligero mareo comenzó a invadirle la mente.
Temeroso por esa debilidad y por lo que pudiera encontrarse más adelante, los pensamientos comenzaron a fluir con mayor libertad. Esta vez se acordó de Eric; su buen amigo Eric. ¿Qué habría sido de él? ¿Recuperaría algún día su amistad? ¿Volvería a ser todo como antes? El corazón de Elliot se comprimió, como si se lo hubiesen estrujado. Sabía que todo había sido culpa suya. Se había obcecado con Sheila y había dejado de lado las advertencias de su fiel amigo. Fue Eric quien se preocupó por él avisando al señor Humpow y el que le habló de las peligrosas amistades de su amiga. Sheila también debió de advertir el peligro que entrañaba Eric pues, desde el primer día en Blazeditch, había tratado de dinamitar su amistad con el alegre muchacho.
—¡Cómo he podido ser tan tonto! —gritó lleno de rabia.
Su grito obtuvo una rápida y estremecedora respuesta. Un nuevo gruñido, esta vez muy próximo, desgarró el silencio circundante. Elliot se detuvo al instante.
Oteó a un lado y a otro, esperando detectar cualquier tipo de movimiento. Le dolía la cabeza y sudaba intensamente. Se palpó la frente con el dorso de la mano y la notó ardiendo. Tenía fiebre. De pronto, su corazón comenzó a latir con gran intensidad. Acababa de atisbar una sombra a lo lejos, en el corredor ascendente en el que se encontraba. Tragó saliva y contuvo la respiración. Comprendió que de nada serviría preguntar quién andaba ahí, pues el intruso era él.
A duras penas logró que sus ojos enfocasen el camino que tenía frente a sí, clavándose en los múltiples vanos que surgían a ambos lados de aquel túnel. De nuevo, un fugaz movimiento le llamó la atención. La criatura estaba en el límite de luz que emitía la Piedra de la Luz, a más de una docena de metros de distancia. Elliot no sabía qué era, pero su tamaño era grande. Desde luego mucho más grande que él. Tampoco distinguía bien el color, pero su claridad resaltaba sobre el oscuro horizonte.
Elliot entornó un poco los ojos, por si la figura se dibujaba más claramente en su mente, cuando todo se volvió oscuro. Los dardos debían de contener un veneno que actuaba debilitándole los sentidos poco a poco. Sacudió la cabeza como pudo, tratando de despejarse.
¿Qué debía hacer ahora? ¿Podría enfrentarse a aquella criatura? ¿Qué o quién era? Oía perfectamente cómo se estaba desplazando en su dirección. Incluso tenía la impresión de que eran más de uno. Unos segundos más tarde percibió un ruido diferente en el aire. No veía absolutamente nada, pero lo había captado perfectamente. Había sido un chillido ultrasónico acompañado de un aleteo. ¿Serían más dardos? Pero ¿acaso los dardos tenían alas?
Una vez más, recuperó el sentido de la vista y los alrededores cobraron un aspecto fantasmagórico a la luz de la piedra. Con la iluminación, Elliot divisó con total claridad las siluetas de las criaturas que le acechaban. De tamaño ciclópeo, andar torpe y completamente envueltas en lino, aquellas criaturas eran…
—¡Momias! —escupió Elliot.
Al menos había cuatro y se encontraban a poco más de cinco metros de su posición. Elliot dudaba si echar a correr o practicar algún hechizo sin acordarse de lo inútiles que resultaban, cuando el aleteo volvió a resonar a sus espaldas. Instintivamente, el muchacho levantó la piedra para ver mejor.
Deslumbrada, la criatura voladora perdió el control y fue directa a la cabeza de Elliot, quedándose enganchada a su revuelta mata de pelo. El grito de Elliot asustó incluso a las momias, que se detuvieron al instante. Un murciélago de medio metro le acababa de dar un susto de muerte.
Elliot se sacudió la cabeza numerosas veces, gritando todo tipo de incoherencias. Estaba histérico. Sin embargo, el asqueroso bicho no se movía de allí. La primera vez que Elliot lo tocó, el tacto le provocó un escalofrío, pues parecía áspero y viscoso. Pero, en la segunda ocasión, Elliot palpó un ala plagada de plumas. ¿Desde cuándo los murciélagos tenían plumas?
—¡Ayuda, ayuda!
El agudo grito resonó en su oído de tal forma que le dejó sordo durante un buen rato, mas su cerebro no se detuvo.
—¿Pinki? ¿Eres Pinki? —preguntó casi sin creerse lo que decía.
La Piedra de la Luz no engañaba. Sobre su hombro acababa de posarse el simpático loro de Elliot. Su verde plumaje brillaba más hermoso que nunca. Elliot se alegró de veras de tener a su mascota allí.
—¡Puedes transformarte en murciélago! —Elliot no cabía en sí de gozo—. Pero ¿cómo has llegado hasta aquí?
—¡Ayuda, ayuda! —repitió Pinki una vez más.
—Ya lo creo, amigo. Necesito tu ayuda para salir de aquí —confirmó Elliot sin pensarlo dos veces.
No hubo tiempo para volver a preguntar de dónde había salido. Las momias, recobradas tras el inesperado grito de Elliot, habían reanudado su andadura hacia el muchacho. Por su parte, Pinki volvió a transformarse en murciélago, aunque a Elliot no le pareció tan horrible en esta ocasión.
El agudo chillido de Pinki resonó por las paredes y su cuerpo se introdujo por el primer vano que había a la derecha. Elliot no perdió ni un segundo y, haciendo acopio de todas sus fuerzas, siguió a su mascota dejando atrás a la horda de momias. Sus gruñidos pronto quedaron en el olvido, pues Elliot estaba más preocupado por no perder de vista a Pinki.
No fue una tarea fácil la de seguir al murciélago. Como éste iba volando, no tuvo ningún problema con las trampas que se activaban por contacto físico o con los falsos suelos que albergaban en sus bajos incontables serpientes venenosas y escorpiones negros.
Sin duda aquel lugar había sido construido para no salir de él. Pero los arquitectos no habían previsto la existencia de los multimorfos capaces de transformarse en murciélagos. La habilidad de Pinki en la oscuridad resultaba asombrosa. Fue entonces cuando Elliot, entre escalofríos y tiritonas, comprendió por qué el loro abandonaba siempre su habitación por las noches: los murciélagos eran criaturas nocturnas. Con sus agudos chillidos, iba reconociendo el camino que había seguido para llegar hasta Elliot. Con una facilidad pasmosa, Pinki cruzaba la salida media hora después de rescatar a su amo de las momias.
Cuando Elliot asomó la cabeza al exterior, contempló un cielo anaranjado, casi rojo, que despedía el último día lectivo del año. Fue tal el alivio que sintió al volver a respirar aire puro, que sus fuerzas le flaquearon y cayó desplomado. Unas manos lo sujetaron cuando ya se derrumbaba, pero no pudieron evitar que perdiese el conocimiento.
Un agradable chorro de agua lo devolvió a la realidad instantes después. Elliot abrió la boca, esperando tragar cuanta agua pudiese. Estaba muy débil y bastante deshidratado.
—¿Qué tal te sientes? —le preguntó una voz que, aunque le sonaba, parecía venir del más allá.
Cuando el agua terminó de manar, su mirada se clavó en la persona que lo había sostenido. Entonces sus ojos se abrieron como platos.
—¿Eric?
Aunque lo viese algo borroso, pudo comprobar que el muchacho tenía sobre su hombro a Pinki y sonreía afablemente. Elliot se incorporó ligeramente y miró con incredulidad a su amigo.
—Sí, soy yo. No soy ningún fantasma —contestó Eric.
El muchacho se quedó mirando a Elliot. Su faz estaba colorada en exceso. Vio que apretaba los dientes y se llevaba la mano al muslo herido. Estaba completamente entumecido.
—¿Estás bien? No tienes buena cara…
Elliot balbució unas palabras antes de poder pronunciar con claridad:
—Yo… yo… lo siento.
—No te preocupes —le dijo su amigo—. En serio, ¿qué ha pasado ahí dentro?
—Un dardo… envenenado… en la pierna —respondió Elliot haciendo un gran esfuerzo para ponerse en pie.
—Tenemos que regresar a Blazeditch cuanto antes —contestó Eric, ayudando al desvalido Elliot a dar los primeros pasos.
Torpemente, se adentraron en el desierto. Tenían un largo camino de vuelta hasta llegar a la escuela.
—Me he comportado como un estúpido y no te he tratado como merecías —se sinceró Elliot, mediado el trayecto—. Merecería que me dejases de hablar y muchas cosas más.
—La verdad es que estás peor de lo que me imaginaba. Ese veneno debe de ser tremendamente fuerte.
Elliot miró asombrado a su amigo. No parecía guardarle ni un ápice de rencor después de cómo se había comportado con él. La gente se sorprendería si supiese cuántas cosas pueden perdonar los amigos de verdad.
—Pero ¿cómo…? —La pregunta de Elliot se perdió entre las dunas del desierto.
—Bueno… Debo reconocer que me alarmé cuando vi que Sheila y tú no asistiríais a la clase de Astronomía. Algo no marchaba bien, así que simulé encontrarme enfermo y pedí permiso a Cassiopea para ir al boticario. Elliot enarcó las cejas.
—¿Quieres decir que me… que nos…?
—Sí, os seguí —completó Eric, encogiéndose de hombros. Sabía que debía seguir hablando para mantener a Elliot despierto. Notaba cómo se iba debilitando a cada paso que daba—. Al principio pensé que iríais a Blazeditch, a pasar la mañana en lugar de ir a clase. Pero cuando me di cuenta de que Sheila te llevaba por un camino diferente, comprendí que algo raro pasaba. Entonces, decidí seguiros. Siempre anduve a cierta distancia, oculto tras las dunas, pero donde os tuviese a la vista. De pronto, os acercasteis a esa pequeña pirámide… Yo creo que es una pirámide subterránea, ¿sabes?
—Puede que tengas razón… —confirmó Elliot, que hacía lo posible por escuchar la totalidad de la historia de su amigo.
—¿Por dónde iba? Ah, sí. Os vi entrar. Cuando salió Sheila sola un rato después, me temí lo peor. Se marchó corriendo y no volvió la mirada atrás.
—¿En serio? Eric asintió.
—Entonces me acerqué a toda prisa. En cuanto me topé con las escaleras que descendían y todo se volvía oscuro, supe que necesitaría ayuda. Volví corriendo a Blazeditch.
—¿No te encontraste con Sheila por el camino? —preguntó Elliot, con curiosidad.
—Ahora que lo dices, no. De todas formas, iba tan rápido que debí de dejarla atrás en cualquier momento. Mientras regresaba, supe que Pinki podría sacarte de allí. El se mueve como pez en el agua en la oscuridad.
—¿Tú sabías que Pinki… podía transformarse en un murciélago gigante?
Eric volvió a asentir con vehemencia. Estaba feliz.
—Me lo contó el señor Humpow el otro día —confirmó el muchacho—. Nada más llegar a la escuela, bajé a Refugio de Mascotas. La mayoría de la gente estaba regresando ya a sus casas por Navidad. Afortunadamente, me crucé con el señor Humpow y le dije que me llevaría a Pinki a Hiddenwood. No puso ninguna objeción.
—¿Te dejó que te llevaras a Pinki sin preguntar? —inquirió Elliot extrañado—. Pensaba que cuidaba mejor de las mascotas.
—Bueno, en realidad, le dije que ya te habías marchado a casa y que te habías olvidado de él… Como últimamente sólo prestabas atención a Sheila…
—Ah, eso lo explica todo —gruñó Elliot con el entrecejo fruncido, aunque se apresuró a sonreír haciendo una mueca de sufrimiento.
—El resto de la historia, ya te la puedes imaginar. Regresé aquí en cuanto recogí a Pinki… y él te guió hasta la salida, ¿no?
—Así es. Llegó… en el momento más oportuno. —Elliot apretó los dientes con fuerza. Prácticamente tenía inutilizada la pierna dolorida—. Unos segundos más tarde, y no sé qué me hubiese ocurrido.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Eric intrigado.
—Es una historia muy larga… Creo que… deberíamos regresar cuanto antes a… Hiddenwood. Si no me equivoco… estamos de vacaciones.
—Sí, pero antes deberás recuperarte… ¿No me vas a anticipar nada?
—Después de todo… te lo has ganado.
—¡Galleta, galleta! —pidió Pinki entonces.
—Lo lamento, Pinki, pero ahora no tengo ninguna galleta para darte… —dijo Elliot, al que las fuerzas le iban abandonando poco a poco—. Pero te prometo que… tan pronto lleguemos a Hiddenwood… te daré un plato repleto de galletas. Tú también te lo has ganado.
El loro, que pareció comprender las palabras de su amo, revoloteó alegremente sobre sus cabezas. Poco después, Elliot perdía el conocimiento.
—¡Elliot! —exclamó Eric visiblemente preocupado—. ¡Despierta, Elliot!
Pero su amigo permaneció tan quieto como una estatua. Eric le palpó el rostro y el cuello: estaban fríos. Como no podía cargar a Elliot sobre su espalda como si fuese un fardo, entre Pinki y él lo llevarían a rastras. Tenía que llegar a la escuela de Blazeditch cuanto antes. Afortunadamente, desde su posición ya atisbaba la gran pirámide a la que debía dirigirse.