6-FIN DE LAS VACACIONES

Fueron casi dos horas de agónica huida. Tan pronto como la burbuja se adentró en las pantanosas aguas, los jóvenes elementales se sumieron en una absoluta e impenetrable oscuridad. De poca o ninguna utilidad era el débil resplandor de la pompa pues, rodeados de fango como estaban, era imposible atisbar algo a través de la protectora superficie.

Pudieron sentir cómo numerosos y afilados dedos trentis trataban de rasgar infructuosamente la cobertura del hechizo Bubblelap. También fue inútil la acometida de uno de los aspiretes que, desesperado, se lanzó contra la burbuja toda vez que ésta había quedado recubierta de líquido. No se equivocaba Elliot cuando pensó que bajo el pantano estarían a salvo de las criaturas del Fuego.

No llegaron a notar el impacto del aspirete, pero sí percibieron el aullido estruendoso de éste al ser torturado por su elemento antagónico.

Con gran esfuerzo mental, Elliot logró descender por debajo de los cinco metros. Supuso una labor importante, pues no era fácil conducir la burbuja en un compuesto cuya densidad y textura era muy diferente de la del agua normal y corriente. Aquella espesura prolongó la inmersión un buen rato, avanzando centímetro a centímetro muy lentamente, hasta que pudieron respirar con tranquilidad.

Cuando hubieron atravesado la espesa capa de cieno y hierbas putrefactas, la luz que irradiaba el improvisado vehículo les permitió otear el entorno grotesco que les circundaba. El fondo de aquel pantano era un desierto de arena pedregosa y sucia, donde prácticamente no crecía una sola planta. Pero si éstas escaseaban, qué decir de las criaturas que allí habitaban. Apenas se cruzaron con un par de anguilas de tres ojos y con sapos cornudos, pero poco más. No obstante, agradecieron no toparse con animales del tamaño del tiburón somnoliento gigante o el kraken.

Navegaron mucho tiempo, buscando alguna corriente submarina que les pudiese guiar hacia una eventual salida. El tiempo transcurría y Elliot desplazaba la burbuja con todas sus fuerzas por el agua estancada. Al filo de las dos horas, cuando estaban a punto de desistir, se cruzaron con una corriente subterránea.

—Tengo la impresión de que nos estamos moviendo más rápido —comentó Thomas en aquel momento—. Y el agua parece mucho más clara en esta zona.

—Sí, a mí me está costando mucho menos esfuerzo guiar la burbuja. De hecho, empiezo a notar cómo estamos siendo arrastrados —agregó Elliot, haciendo un brevísimo descanso mental.

En efecto, daba la impresión de que la pompa se había topado con una suave corriente que les hizo tambalearse levemente mientras seguían su curso. De pronto, sobrevino un brusco descenso y la velocidad se incrementó por segundos.

—¡Qué divertido! ¡Es igual que aquella atracción del parque Rock Splash! —exclamó Jurien visiblemente emocionado.

—Si es igual, creo que deberíamos ir buscando algo donde agarrarnos —recomendó Eric mientras palpaba las paredes de la burbuja con desesperación.

Sabedor de que la burbuja mágica era irrompible, Elliot centró su concentración en mantenerla enderezada y dejó que la corriente los arrastrara. Al fin y al cabo, era mejor no interferir. A buen seguro, el río subterráneo desembocaría en algún punto del inmenso lago Saint Jean, y allí podría recuperar el mando.

Ya en el lago, Elliot no se preocupó por localizar el campamento. Hambrientos y sudorosos como estaban, lo único que ansiaban era salir de la burbuja cuanto antes, por lo que el joven acercó el vehículo mágico a la orilla más próxima. Exhaustos, los muchachos se recostaron cinco minutos sobre la hierba, hasta que Jurien rompió el silencio:

—¿No deberíamos volver al campamento?

—Eso sería demasiado arriesgado —le espetó Eric—. Los trentis saben perfectamente dónde están nuestras tiendas y si…

—Pues trasladémoslo —le interrumpió su hermano mayor.

—Pero…

—No es mala idea, Eric —apuntó Elliot—. Podemos acercarnos con cuidado, sin llamar la atención. Recogemos nuestras cosas y nos marchamos cuanto antes a un lugar más seguro.

—¿Y si…?

—No pasará nada —le tranquilizó Thomas—. Además, nos vendría bien recuperar la comida. Empiezo a tener bastante hambre…

Posiblemente aquel argumento terminó por convencer a un dubitativo Eric, cuyo estómago también rugía como un tigre de bengala. Y así fue. Era aproximadamente la hora del almuerzo cuando Elliot y los Damboury arribaron al campamento base.

Todo parecía en perfecta calma. Aun así, aguardaron unos minutos por los alrededores escondidos tras varios arbustos, para cerciorarse de que no había peligro alguno. Cuando estuvieron seguros de que no había trentis por las inmediaciones, se acercaron a toda prisa hasta sus cosas. La comida estaba bien guardada, de manera que sólo tuvieron que recoger algunas prendas de ropa, unos pocos cachivaches y las tiendas. Lo hicieron todo rápido y en silencio, siempre ojo avizor por si detectaban cualquier cosa fuera de lo normal.

En cuanto estuvieron listos, abandonaron el terreno. Decidieron seguir la orilla unos kilómetros al sur, para después adentrarse unos cuantos metros en el bosque. No era conveniente quedar al descubierto en la orilla, ya que el llamativo azul de las tiendas podía ser fácilmente detectado desde lejos.

Llegaron rendidos y sin una pizca de ganas de preparar algo de comer. En cuanto levantaron las tiendas, se dejaron caer un buen rato en su interior para recuperar el aliento tras la trepidante aventura que acababan de correr. No llevaban ni dos minutos tumbados, cuando un agitado aleteo los alarmó.

—¡Oh, Pinki! —gritó Elliot cuando asomó la cabeza y vio llegar a su loro—. ¡Estás a salvo! ¡Cuánto me alegro de verte!

—¡Ayuda! ¡Ayuda! —exclamó el exhausto animal.

—Sí, la verdad es que has sido de gran ayuda —agradeció el muchacho mientras acariciaba el cuello de su mascota. Acto seguido le dio de comer unas cuantas pipas de girasol que guardaba en el bolsillo de su deshilachada túnica—. Seguro que no era tu intención hacernos caer en aquel horrible agujero pero, al fin y al cabo, todo ha salido a pedir de boca.

Mientras Pinki degustaba su frugal aperitivo, Eric salió de la tienda. También se había asustado con la llegada del loro. No olvidaba que los trentis habían convocado a los aspiretes y el aleteo bien podía haber sido el suyo.

—Creo que lo mejor será montar una guardia esta noche —sugirió al situarse junto a Elliot.

—Me parece una idea muy sensata —aceptó Thomas desde las alturas.

Recuperados del sobresalto inicial, los cuatro campistas se conformaron con una comida fría. No querían llamar la atención prendiendo una hoguera, por lo que llenaron sus estómagos con una hogaza de pan ligeramente endurecido, carne en salazón y fruta fresca. La bebida no supuso ningún problema, pues aún disponían de agua en abundancia para saciar su sed.

Durante la comida sobrevino un momento de tranquilidad que todos aguardaban con impaciencia tras los impactantes acontecimientos que habían sucedido horas antes. Estaban ansiosos por comentar los cuantiosos detalles que les habían llamado la atención y Jurien, una vez más, fue el primero en romper el hielo:

—¡La burbuja bajo el agua ha sido fantástica, Elliot! Pero ¿por qué no has hecho tú una para escapar por el aire? —preguntó el pequeño de los Damboury a su hermano mayor.

—Hubiese sido completamente inútil —se justificó Thomas—. Las ramas de los árboles no nos hubiesen permitido pasar y hubiésemos quedado atrapados como un mosquito en un vaso de agua.

—Ah. —Jurien agachó la cabeza, lamentando no haberse dado cuenta de tan ínfimo detalle.

Pero había otras cosas que habían sucedido aquella mañana que eran de vital importancia, que habían llamado la atención de los muchachos y que apenas alcanzaban a comprender.

—¿Creéis que algo de esto tiene sentido? —preguntó Eric mientras se servía una nueva ración de carne.

—En absoluto.

—No lo creo.

Tanto Thomas como Elliot habían contestado casi al unísono, compartiendo idénticas opiniones al respecto.

—No, yo tampoco lo creo —confirmó Eric.

Permanecieron callados durante más de un minuto, con el entrecejo fruncido, pensativos.

—¿Os dais cuenta de la gravedad de todo este asunto? —preguntó Thomas retomando la conversación.

—Sí, trentis cultivando plantas carnívoras. ¿Será posible? —repuso Eric, indignado.

Thomas asintió y torció el gesto al recordar cómo su hermano había sido atacado por una de ellas.

—Es cierto, aunque yo me refería a que ahora los trentis saben cómo invocar a los aspiretes. ¡Es inaudito!

—¡Inaudito! ¡Inaudito! —repitió Pinki, orgulloso de haber agregado una nueva palabra a su vocabulario.

—¿Tendrá alguna relación el pueblo trenti con Tánatos? —inquirió entonces Jurien.

—Tiene toda la pinta —afirmó Elliot, llevándose la mano al mentón—. Por lo que sé, cuando Tánatos era poderoso, logró muchas alianzas con criaturas de todos los elementos. ¿No fue así? —preguntó esperando la confirmación de sus amigos—. No sería de extrañar que los trentis hubiesen decidido incorporarse a las filas del Caos. Pero ¿qué ganarían con ello?

—¿Una poción resucitadora? —respondió Eric con una nueva pregunta.

—En serio, ¿piensas que Tánatos daría semejante poder a unas criaturas tan insignificantes y estúpidas? —Era Thomas quien había intervenido. Se había puesto de pie y andaba de un lado a otro con denodado nerviosismo—. Yo no lo creo. Debe de ser otra cosa. Algo que…

—Pero tú también lo viste, Elliot —le interrumpió Eric—. Viste cómo se levantaba aquel trenti de la camilla.

—Sí, es cierto que se levantó —corroboró su amigo—. Aunque no sabemos si tan sólo estaba herido. Quién sabe, tal vez estuviese dormido. No lo sé, de verdad.

Eric se sintió un poco decepcionado por el comentario de Elliot. Esperaba su apoyo aunque, por otro lado, era consciente de que tenía razón. No tenían la certeza absoluta de que la criatura hubiese fallecido.

—Lo que sí es cierto es que ahora los trentis pueden tocar el agua sin problemas —apuntó Jurien, despertando de nuevo el interés de los demás.

—¡Es cierto! —exclamó Thomas—. ¡Has dado en el clavo, Jurien! ¡Tánatos les ha dotado de esa cualidad a cambio de sus servicios!

—Sus servicios… —repitió Elliot rascándose la cabeza.

—¡La Piedra de la Luz! —gritó de pronto Eric—. Tánatos habría ordenado a los trentis que se hicieran con ella. Eso serviría de reclamo para que fueses en su busca y recuperarla y, una vez estuvieras lo bastante cerca, te entregarían a los aspiretes. Al fin y al cabo, te odia y siempre ha deseado atraparte con vida —dijo después de tragar saliva—. ¡Todo encaja a la perfección!

—La verdad es que es una teoría interesante —comentó Thomas, esbozando una sonrisa irónica—. De todas formas, tiene un pequeño fallo: Tánatos no sabía que íbamos a venir de acampada a este lugar.

—El tiene espías por todas partes —se apresuró a justificarse Eric—. No creo que suponga muchos problemas para alguien de su categoría enterarse de dónde se encuentra Elliot…

—Si estuvieras en lo cierto, los aspiretes ya se nos habrían echado encima —insistió su hermano mayor.

—O no…

—Es igual —intervino Elliot, frenando la discusión que se había generado entre ambos hermanos—. Tanto si es cierto como si no, creo que todos estamos de acuerdo en que la aparición de los aspiretes es una clara evidencia de que Tánatos ha tenido alguna aproximación con el Reino Trenti.

—Sí.

—Cierto.

—Está claro.

—Y también me parece que el hecho de que los trentis puedan entrar en contacto con el agua supone una importante alteración del equilibrio, ¿no? —prosiguió Elliot, como si estuviese pensando en voz alta.

—Pues ahora que lo dices, sí —estuvo de acuerdo Thomas—. Ha modificado la conducta de una raza. Podría ser incluso más importante de lo que nos parecía al principio.

—¿Y si lo hace con otras criaturas? —sugirió Eric.

—Exacto —afirmó Thomas—. Las cosas no pintan muy bien a tenor de lo visto.

Durante casi toda la tarde no se movieron del nuevo campamento en el que se habían establecido. Allí permanecieron los cuatro muchachos y Pinki, discutiendo qué podía traerse entre manos Tánatos. Merendaron unas chocolatinas y almendras garrapiñadas —Pinki se tuvo que conformar con una nueva ración de pipas de girasol—, aunque no dejaron de hablar ni un instante.

A medida que el sol se desplazaba y el cielo se iba preparando para un nuevo ocaso, discutieron si debían encender una hoguera para la noche. Aunque a ninguno le hubiese disgustado una cena caliente a base de truchas recién pescadas a la brasa o manzanas asadas, decidieron que era un riesgo que no convenía asumir. Al fin y al cabo, no habían transcurrido ni doce horas desde que se enfrentaran a los trentis y los aspiretes.

—Haber trasladado el campamento no significa que estemos enteramente a salvo —dijo finalmente Thomas.

—Quién sabe si están rastreando el bosque. Podrían seguir nuestros pasos —comentó Elliot.

—Es posible. Aun así, no creo que hacer una guardia nocturna sea una tontería —convino Eric—. Deberíamos hacer turnos.

—Me parece una buena idea —apuntó Thomas, al tiempo que recolectaba cuatro ramitas a su alrededor—. Podemos echarlo a suertes con el tradicional sistema de los palitos. El que saque la pieza más pequeña, realizará la primera guardia. El que tenga la segunda más pequeña, será el segundo, y así sucesivamente.

Fueron tentando a la suerte y, cuando hubieron terminado, Thomas enseñó su ramita.

—Estupendo —dijo entonces—. Si no me equivoco, me corresponde el último turno.

—Eso parece —aceptó Eric de buen grado—. Elliot lo hará en primer lugar. Después, Jurien y tercero, yo.

—Entonces, si me disculpáis, me retiro a dormir —se despidió el mayor de los Damboury—. Que paséis buena noche. Elliot, no dudes en avisarnos si oyes cualquier cosa.

Qué más hubiese querido. Las dos siguientes horas fueron tan aburridas que Elliot estuvo a punto de quedarse dormido. Tan pronto se retiraron sus amigos, cada uno a una tienda, Pinki alzó el vuelo y se escapó en una de sus innumerables fugas nocturnas. ¿Qué haría el loro por las noches? A Elliot le hubiese gustado seguirle, pero no podía abandonar el campamento.

Se acurrucó junto a la base de un árbol y se quedó contemplando el cielo, pensando en cuánto había cambiado el mundo elemental desde su llegada. Pasada la medianoche, el muchacho se aproximó a la tienda de Jurien para que iniciase su turno de guardia.

Hubo de darle unos cuantos empujones para despertarle, pues el menor de los Damboury dormía profundamente. Con los ojos a medio abrir, Jurien salió de la tienda y Elliot se fue a descansar.

—¡Pero si estáis aquí! —exclamó una voz que resultaba vagamente familiar.

El sol brillaba radiantemente cuando Elliot asomó su adormecido rostro por las aberturas de la tienda. Sus ojos fueron a parar directamente a la figura de Coreen Puckett, que contemplaba sonriendo a Jurien. El más joven de los Damboury se había quedado dormido junto a la base de una joven haya, y aún seguía roncando plácidamente pese al saludo del recién llegado.

Al verlo, Thomas no tuvo ningún reparo en hacer volar un cubo rebosante de agua hasta la cabeza de su hermano pequeño y vaciarlo hasta la última gota. El frescor del agua espabiló a Jurien al instante.

—¡Te has dormido! —le espetó su hermano mayor.

Jurien, que aún no sabía ni dónde se encontraba, sacudió la cabeza. Ya despierto, la cordura no tardó en llegar a su mente.

—Vaya, yo… Lo siento.

Thomas frunció el entrecejo y cruzó sus brazos, mostrando su enfado.

—Podían habernos atacado y…

—¿Estabais haciendo guardia? —preguntó Coreen con cierto asombro.

—Sí —confirmó Eric, que dejó escapar un sonoro bostezo—. Al menos eso pretendíamos.

Casi eran las diez de la mañana y, gracias a la somnolencia de Jurien, los muchachos habían dormido de un tirón, hasta que apareció Coreen Puckett.

—Qué gracioso… Sois los únicos a los que se os ocurre montar guardia, ¡y no os habéis enterado del alboroto que se ha armado esta noche en el bosque!

—¿De qué estás hablando? —inquirió Thomas, deseoso de conocer más detalles.

Pinki apareció no se sabe de dónde y fue a posarse sobre el hombro de su amo. No tardó en picotear la oreja de Elliot, pidiendo su ración de desayuno.

—Un par de árboles quemados, una piedra desintegrada junto a éstos… —explicó Coreen—. Al parecer, han pasado una noche bastante agitada en un campamento de humanos que hay al otro lado de la orilla. Según ellos, los restos de roca pertenecen a un pequeño meteorito…

—¿Un meteorito? —preguntó Elliot, arqueando una de sus cejas.

—Sí, eso creen. —Coreen se llevó un dedo a la sien derecha, en un gesto que venía a confirmar que los humanos no andaban muy cuerdos—. Al principio pensé que podría haber sido un aspirete… ¿Os lo imagináis? Un aspirete incendia dos árboles y sus espíritus salen en su defensa en un combate sin igual.

Los muchachos abrieron los ojos como platos.

—Claro que no tiene mucho sentido. ¿Qué haría un aspirete suelto en esta zona? Según tengo entendido, hace poco más de un año aparecieron con motivo de la Fiesta de Florecimiento. Pero ahora… ¡sería absurdo!

—La verdad es que sería bastante extraño… —musitó Elliot, que no pudo evitar dirigir su mirada a Eric. Ambos acababan de recordar cómo los miembros del Consejo derrotaron a aquella horda de aspiretes mientras ellos trataban de salvaguardar la Flor de la Armonía en su primer año de aprendizaje. La magia empleada por los hechiceros motivó que las criaturas del Fuego se petrificasen. ¿Poseerían la misma capacidad los espíritus de los árboles?

—En fin, yo debo despedirme ya —anunció Coreen al cabo—. Estaba aprovechando para dar un último paseo antes de regresar. Mis tíos han dado por concluidas sus vacaciones…

—¿En serio?

El muchacho asintió.

—Si alguno de vosotros opta por realizar su intercambio por Blazeditch, allí nos veremos.

—¿Vas a Blazeditch? —preguntaron Elliot y Eric interesados.

—Desde luego. Pienso que conocer algo sobre el elemento Fuego será un buen complemento en mi aprendizaje.

—Es una opción… —dijeron ambos.

—Bien, hasta la vista, amigos —se despidió Coreen finalmente—. Y andaos con ojo por si caen nuevos meteoritos del cielo —bromeó, haciéndoles un guiño. Acto seguido, se alejó tranquilamente por donde había llegado.

Aquella tarde los Damboury no estaban por la labor de dar muchos paseos. Después de comer —y tras haber hecho bien la digestión—, decidieron darse un baño en las siempre frías aguas del lago Saint Jean. Elliot, que recordaba muy bien la última vez que las había testado, prefirió adentrarse un poco en el bosque.

—No se te ocurra meterte en problemas —le recomendó Eric, a punto de empezar a tiritar, pues el agua le llegaba ya al ombligo.

—No sin nosotros —añadió Thomas de pronto, riendo, antes de zambullirse definitivamente.

—Descuidad —Elliot esgrimió una tímida sonrisa—. Tomaré otra dirección. Además, me acompaña Pinki.

—¡Ayuda! ¡Ayuda! —gritó el loro al darse por aludido.

—No, amigo. Espero que esta vez no tengamos que pedir ayuda a nadie —le contestó su amo.

Elliot dejó atrás los chapoteos de sus amigos mientras se adentraba en las silenciosas inmediaciones del nuevo campamento base. Nadie se hubiese atrevido a afirmar que allí, en lo más profundo de los árboles, se escondían los fornidos espíritus protectores de éstos. Así pues, se respiraba vida auténtica. En cierto sentido, Elliot se sentía protegido en aquel mágico ambiente.

Iba tan ensimismado que, para cuando se dio cuenta, las risas y salpicaduras producidas por los hermanos Damboury a orillas del lago se habían perdido definitivamente. No obstante, sí se percibía con claridad el fluir del agua en algún punto por delante de él. También su mascota parecía haberse alejado más de la cuenta.

—¿Pinki? —llamó Elliot, sin elevar excesivamente el tono de voz—. ¿Dónde te has metido, pequeño truhán?

Sin embargo, el loro —qué raro— no contestó. En cualquier caso, Elliot ni se inmutó. Tenía una mascota tan original e independiente que sabía cuidarse perfectamente sin ayuda ajena. Y si no, ya sabía cómo encontrarle. Resultaba cuando menos curioso que siempre apareciese a las horas clave, es decir, cuando había comida de por medio.

El muchacho decidió proseguir su errante caminar en la dirección en la que corría el agua. Eso sí, en cuanto llegase a la vera del riachuelo iniciaría el camino de vuelta. A la luz de los acontecimientos recientes, no quería alejarse en exceso del campamento ni de sus amigos.

Hacía un rato que la espesura del bosque se había dispersado notablemente, habiendo más separación entre los robustos árboles y, por lo tanto, más luz. Asimismo, el sonido del agua fluyendo llegaba cada vez con mayor nitidez. Tanta, que el joven elemental no tardó en toparse con las características plantas que crecían en las inmediaciones de las orillas y que tan eficientemente les había enseñado Elysa Nymphall en sus lecciones de Naturaleza Marina durante el curso anterior.

El lugar era un remanso de paz y sosiego, en el que a escasos dos metros del agua crecía un gigantesco álamo que se prestaba para un apacible descanso. «No creo que al espíritu que alberga en su interior le vaya a molestar que me apoye un rato», pensó Elliot. Así pues, se acercó y se quedó recostado en la base del tronco mientras oía el fluir del caudal. Jugueteó un rato con unas ramitas que por allí crecían y, cuando se disponía a dejar correr libremente los pensamientos por su sobrecargada mente, una voz le heló la sangre.

—Al parecer, los Tomclyde tenéis una especial predilección por este emplazamiento —comentó la voz, melodiosa y dulce como si estuviese acompasada por la música de un arpa.

Elliot no pudo evitar tornar su cabeza en la dirección de la que había salido tan sorprendente afirmación.

Al principio el muchacho pensó que la voz procedía de la nada —cosas más extrañas había llegado a ver—, pues sus ojos no distinguieron a nadie a su alrededor. Sin embargo, cuando entornó un poco los párpados, se percató de un leve movimiento al otro lado de la acequia. Sin duda se trataba de una bellísima mujer que, como si de un camaleón se tratase, se camuflaba entre la espesura del bosque. Lucía una original túnica que parecía tejida con cristal líquido, pues reflejaba todo cuanto había a su alrededor y daba a la mujer la extraña sensación de pertenecer a aquel frondoso paisaje. Cuando Elliot captó su silueta, vio que su oscura y rizada melena caía como una cascada por su espalda.

—El Oráculo —susurró Elliot, casi sin dar crédito a lo que estaba contemplando. Instintivamente cerró sus manos en sendos puños y se frotó los ojos por si estuviese viviendo un sueño.

—Curiosamente, Finías Tomclyde tuvo una reacción muy similar a la tuya —declaró la mujer con su habitual parsimonia—. No cabe la menor duda de que eres descendiente suyo.

Transcurrieron unos minutos mientras los dos se contemplaban mutuamente, aunque Elliot tuvo la impresión de que apenas habían sido un par de segundos. En cualquier caso, fue el Oráculo quien rompió el silencio definitivamente:

—Llega un nuevo curso y volvemos a encontrarnos por estas fechas, Elliot.

—Eso parece —confirmó el muchacho casi sin necesidad de hacerlo, pues era algo que resultaba bastante evidente. El año anterior el encuentro tuvo lugar unos días antes de empezar las lecciones en Bubbleville.

—Y también da la impresión de que, vayas por donde vayas, te persiguen los problemas —comentó la máxima autoridad del mundo elemental.

¿Acaso se había enterado de su reciente incursión en el Reino Trenti? ¿Habría venido para castigarle? No había hecho nada malo; más aún, fueron los trentis quienes le habían sisado la Piedra de la Luz. Elliot estuvo a punto de justificarse, pero fue el Oráculo quien volvió a tornar la palabra.

—No te preocupes, no te estoy reprochando nada —dijo, aliviando notablemente el estado de ánimo del chico—. Para serte sincera, estoy sorprendida y muy satisfecha por cómo se han sucedido los acontecimientos.

—¿Lo está? —preguntó Elliot enarcando las cejas. Elliot aún pensaba en la supuesta nueva alianza de Tánatos con los trentis. ¿O serían imaginaciones suyas? En cualquier caso, no podía comprender que estuviese tan contenta habiéndose perpetrado el regreso del hechicero más malvado de todos los tiempos.

—Lo estoy, Elliot, lo estoy —el Oráculo hizo una breve pausa antes de iniciar su verdadero discurso—. Quizá no llegase hasta ti, pero en el mundo elemental se produjo una alarma generalizada cuando corrió la voz anunciando la masiva desaparición del pasaje del Calixto III en el que viajabas tú con tus padres. Todo cotilleo auguraba un trágico desenlace para tan desdichada historia. Sin embargo, supuso una grata sorpresa para todos cuando Úter Slipherall te encontró aún a bordo. Una vez más, una pequeña travesura tuya te alejaba de las garras del mal.

Elliot sonrió. Recordaba tan bien aquellos momentos como la vez que se encaramó a la cúpula del Claustro Magno en Hiddenwood para poder seguir de cerca el florecimiento de la Flor de la Armonía. Si no hubiese estado allí, no hubiese podido acudir a rescatar la Flor a Nucleum.

—Más tarde, conseguiste salir vivo del Laberinto de la Eternidad —siguió recordando la mujer—, lograste la liberación de tus padres, la de tu amiga Sheila…

El Oráculo se calló tan súbitamente, que pareció que una mano invisible le había tapado la boca. Resultaba obvio que había recuerdos que se clavaban en su corazón como afiladas dagas.

—Es mucho el bien que has logrado para la comunidad mágica en tan poco tiempo, comparado con las ínfimas trastadas que has perpetrado. Desde luego no te voy a felicitar por haber desobedecido determinadas normas, aunque hay que reconocer que la fortuna te ha sonreído hasta el momento… y no conviene abusar de ella —recomendó entonces—. De todas formas, hay quien dice que la suerte hay que buscarla… —musitó finalmente.

Elliot aún seguía pensando en que la mujer se sentía «muy satisfecha por cómo se han sucedido los acontecimientos». Apenas hizo esfuerzos por retener las palabras que se le agolpaban en la punta de la lengua.

—Pero… ¿Y Tánatos? ¿Y Aureolus Pathfinder? —Elliot estuvo a punto de enumerar más problemas, pero cambió de idea al comprender que aquellos dos tenían suficiente envergadura.

—Ah, ya veo. Sin duda son terribles contratiempos —confirmó ella, con el rostro ensombrecido—. No voy a negar que nuestro querido mundo está atravesando una etapa de crisis; te estaría mintiendo si me pronunciase en sentido contrario. Mas no todo es tan oscuro como parece.

—¿No lo es? —inquirió el chico, preguntándose a su vez cómo serían las cosas el día que pintasen verdaderamente mal.

—Elliot —dijo el Oráculo adoptando un espíritu maternal—, te ha tocado vivir dos sucesos de extraordinaria dureza y complejidad. No me preguntes por qué razón, pero el destino te reservó ambos testimonios. Hace poco más de un año estuviste presente en el retorno de Tánatos y, recientemente, viste cómo Aureolus Pathfinder lo dio todo por rescatarte.

Era cierto. El máximo responsable del Fuego se enfrentó a Wendolin en una batalla que dio con sus huesos en las profundidades de las aguas antárticas.

—Aureolus pronto estará de nuevo con nosotros en el Claustro Magno de Hiddenwood —confirmó el Oráculo.

Elliot alzó la cabeza, sorprendido. «¿Cómo podía haberlo olvidado?», se reprochó el muchacho. No tardó en recordar la extraña conversación que mantuvo con la estatua de Bonifacius Sandwip, antes de que le encomendase su primera gran aventura. Y es que en aquella inmensa sala redonda se encontraban los bustos de los miembros que, a lo largo de la Historia, habían destacado de una u otra manera en el Consejo de los Elementales. «Sin duda, a Aureolus Pathfinder le corresponderá uno de los lugares más destacados en la sala», se dijo Elliot.

—En cualquier caso y, cambiando de tema, debo decirte que estoy muy orgullosa de ti y muy contenta por cómo está transcurriendo tu aprendizaje. Llevas dos años en nuestro mundo y aprendes muy rápidamente. Incluso, y es curioso, tienes más facilidad cuanto más tiempo pasa. Sin duda, la Madre Naturaleza es sabia.

Elliot no pudo más que echar una mirada atrás en el tiempo y comprobar que se le daba estupendamente el Ilusionismo, aunque en gran parte se lo debiese a Úter. También se defendía muy bien en Geohechizos y Acuahechizos. Gracias a sus aventuras, conocía un buen número de criaturas mágicas, tanto del Agua como de la Tierra, por no mencionar a los aspiretes del Fuego. Aunque, por otra parte, había disciplinas como la de Naturaleza o Geología en las que aún notaba ciertas carencias.

—Cierto es que el curso anterior fue muy duro en todos los sentidos —prosiguió el Oráculo—, aunque pienso que fue todo un acierto que pasaras las tardes en Hiddenwood repasando unas cuantas materias. Tengo entendido que Úter Slipherall ya te considera un maestro en Ilusionismo.

—Eso me dijo, pero yo…

—Si lo dijo Úter, es que eres francamente bueno. Hubo un breve lapso de silencio en el que Elliot se sintió muy orgulloso por las palabras de la mujer. —También tienes buenas dotes para Meteorología, Hechizos… Estás adquiriendo una buena formación y eso es lo que más me importa —completó al final el Oráculo—. Y, ya puestos, de formación quería hablarte yo. Verás, Elliot, después de que realizaras tus pruebas tuve muy claro el orden en que deberías llevar a cabo tus estudios de magia elemental. Dos años atrás, debías iniciarte en el elemento Tierra y proseguir tu aprendizaje con el Agua. El tercer año asistirías a la escuela de Windbourgh, para adentrarte en los entresijos del Aire y terminar tu formación con el elemento más peliagudo de todos, el Fuego —reveló para asombro del chico—. Digo peliagudo porque, precisamente, es el fuerte de Tánatos. El Fuego entraña energía y destrucción, pero también calor y vida, no lo olvides. Elliot asintió, sintiendo una pequeña punzada en su corazón. No podía olvidar que este curso era el tercero, lo que significaba que los aprendices estaban en disposición de realizar un intercambio, escogiendo la escuela donde poder seguir su aprendizaje. ¿Acaso le iban privar de este derecho? A buen seguro, y éste fue el verdadero motivo de su desazón, Sheila realizaría sus estudios de tercer curso en Blazeditch, pues allí vivía su tía. ¿Por qué no iba a poder él estudiar el Fuego también?

—En su día aventuré que se acercaban días difíciles y también te confirmé que no podía visualizar el futuro —prosiguió el Oráculo, ajena a lo que pudiera pasar por la mente del muchacho—. Esto significa que yo no podía prever el incidente sufrido por nuestro querido Aureolus y me veo obligada a realizar un cambio en tu plan de estudios. —El alegre sonido del agua fluyendo por el riachuelo camufló los crecientes latidos del corazón del chico—. Sí, Elliot Tomclyde, considero importante que este año asistas a Blazeditch.

—¿Blazeditch? —repitió incrédulo Elliot—. ¿Debo asistir a Blazeditch?

—Sé que puede resultar paradójico y comprendo tu reacción —se apresuró a contestar el Oráculo—. Habiendo regresado Tánatos y sin Aureolus Pathfinder, el Fuego es ahora un elemento peligroso, cuyos pilares se tambalean. Además, Blazeditch se prepara para afrontar una etapa incierta, pues cualquier periodo electoral entraña sus riesgos —afirmó—. Parece que te envío a la misma boca del abismo, pero creo que es importante que afrontes esta dura prueba. Cuanto antes adquieras conocimientos de este elemento, mejor que mejor.

Elliot asintió. Aunque no lo había exteriorizado, un gran júbilo recorría su interior.

—Eso sí, debo contar con tu consentimiento —dijo el Oráculo acto seguido—. Los miembros del Consejo no están presentes, pues se encuentran inmersos en los preparativos de las elecciones. Por esta razón, eres tú quien debe aceptar la tarea que te encomiendo. Si mal no recuerdo, en tercer curso tienes potestad para elegir con total libertad la escuela donde realizar tu aprendizaje…

—Blazeditch está… está bien —acertó a responder Elliot, quien no cabía en sí de gozo.

—¡Magnífico! —exclamó el Oráculo—. Por cierto, hay un pequeño detalle que he olvidado comentarte: el intercambio se realiza a tiempo completo. Es decir, pasarás la totalidad de tu tiempo en la capital del Fuego.

—Bien, no creo que haya problema alguno —dijo Elliot, ya con mucho más aplomo. O mucho se equivocaba, o ese año no tendría que repasar tantas asignaturas como el año anterior.

—En cualquier caso, ésas son las condiciones habituales de un intercambio… En fin, Elliot, recuerda que es de suma importancia que rindas y aprendas todo lo que puedas sobre la magia del Fuego.

Elliot asintió, aunque su cabeza ya estaba centrada en otros aspectos. Desde que supiera que su próximo destino iba a ser Blazeditch, multitud de cuestiones se le agolpaban en la mente.

—De acuerdo —contestó el muchacho por decir algo.

—Bien, no sé si querrás decir algo más —le indicó la mujer—. Por mi parte no tengo nada más que comentarte, salvo desearte que este nuevo curso sea tan fructífero como todos los demás.

—No, nada —fue la escueta respuesta. Tantas cosas pasaban por su cabeza, que no se le ocurrió nada especial que decir.

—En ese caso, cuídate, Elliot Tomclyde.

De pronto, el joven aprendiz recordó el incidente con los trentis que tanto le atormentaba al principio de la conversación. Sería interesante comentarle al Oráculo que los trentis habían cambiado sus costumbres y que estaban realizando una poción «restablecedora» —ante la duda, los muchachos habían decidido llamarla así—. Pero ¿y si era una paranoia suya? ¿Qué interés podría tener Tánatos en unas criaturas como los trentis? ¿No sonaba un tanto absurdo? Sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos, la mujer se había disipado. No le había dado tiempo siquiera a despedirse.

Los dos días siguientes transcurrieron con relativa calma en la acampada de los jóvenes. Aunque siguieron haciendo guardias por la noche —a Jurien le tocaba siempre antes del amanecer, para evitar que se durmiese—, cada vez eran más esporádicos los comentarios de la aventura vivida en el Reino Trenti. Por su parte, Elliot decidió omitir su encuentro con el Oráculo. No le gustaba alardear de aquellas situaciones.

Tal como habían prometido, los señores Damboury regresaron el viernes a mediodía. Los cuatro muchachos practicaron unas efectivas ilusiones sobre sus andrajosas túnicas, que pasaron desapercibidas a los inquisidores ojos de la señora Damboury. Deberían tirar de sus ahorros y comprar unas nuevas si no querían llevarse un buen rapapolvo. También hubieron de contar una inverosímil historia para justificar el cambio de ubicación del campamento base. Poco importaba ya a aquellas alturas, porque al señor Damboury se le había acumulado tanto trabajo en la oficina que no tenía más remedio que acortar sus vacaciones. A ninguno les importó en exceso, pues ya habían tenido suficientes sobresaltos en una semana.

Sin embargo, aún hubo tiempo de disfrutar de una última comida a orillas del lago Saint Jean, antes de recoger el campamento y regresar a Hiddenwood.