16-EL REGRESO DE UN ILUSTRE

En Elliot corría un sentimiento agridulce cuando hubo de regresar a la escuela de Blazeditch. Las vacaciones habían llegado a su fin, lo que significaba que dejaría de ver a Úter y Gifu por un tiempo. Por otra parte, tenía muy en mente que su relación con Sheila se había fracturado de la misma manera que un espejo mágico, es decir, aunque se recompusiera nunca podría volverse a utilizar como una puerta. Sencillamente, era lo que le sucedía a él. La herida de la traición de Sheila aún estaba sin cicatrizar, aunque suponía que el tiempo terminaría por curarla. No obstante, la gravedad del acto perpetrado por la muchacha le haría desconfiar enormemente de ella durante el resto de su vida.

Afortunadamente, su hueco volvía a estar ocupado, de alguna manera, por Eric. El mediano de los Damboury se hallaba sentado a su izquierda, tratando de mantener los ojos abiertos durante una nueva e insoportable clase de Naturaleza con la maestra Palma. Sí, él sí había demostrado ser un amigo verdaderamente fiel. Había sufrido mucho durante el anterior trimestre, pero ahí estaba, como si nada hubiese sucedido.

Especialmente significativo fue el reencuentro de Sheila con Elliot, tras las vacaciones. Cuando la mirada de la muchacha se cruzó con la de Elliot en aquella clase de Naturaleza, la primera reacción de Sheila fue de sorpresa. Sin duda, no esperaba encontrarse al chico allí. Pero después esbozó una sonrisa de alivio y de satisfacción, y respiró porque Elliot había sido capaz de escapar de las garras del Mal. El aprendiz, por su parte, dirigió una sonrisa acida a la que fuera su mejor amiga. Fue un juego de miradas, sin palabras. Cuando Elliot rompió el contacto visual, aún se lamentaba. No cesaba de pensar que era una lástima, pues en su vida había habido hueco para los dos: Eric… y Sheila.

—Mis queridos aprendices, tengo que anunciaros una novedad de cara a la próxima lección —avisó la maestra Palma a los adormecidos jóvenes cuando la clase llegó a su fin. Su rostro radiaba de felicidad y se la notaba muy excitada por la noticia—. El director Drawoc me ha permitido que la próxima lección tenga lugar fuera de la pirámide.

La mayoría de los alumnos se quedaron petrificados. ¿Significaba aquello que iban a estudiar los cactus en su hábitat natural, a más de cincuenta grados? ¿Acaso se había vuelto loca la maestra Palma? Era evidente que ésta esperaba una reacción distinta de sus alumnos, pues su rostro se contrajo ligeramente.

—He pensado que sería una buena idea… —dijo para romper el silencio que la rodeaba—. Os mostraré uno de los mejores oasis que existen en el mundo. ¡Y se encuentra muy cerca de Blazeditch!

La grata sorpresa de los jóvenes aprendices se hizo realidad al martes siguiente, cuando la maestra Palma, en lugar de dar comienzo a la lección en la recalentada aula, condujo a los muchachos por los tortuosos corredores de la pirámide hasta el gran espejo. Tras abrirse la puerta mágica, Elliot y sus compañeros se vieron transportados a un lugar maravilloso, de ensueño. Tenían que creerse a la fuerza que aquel paraje se encontraba cerca de Blazeditch porque, a priori, ninguno lo hubiese creído.

Los recién llegados no cesaron de emitir comentarios de asombro, suspiros y todo tipo de exclamaciones ante lo que consideraban el mismísimo Jardín del Edén. En verdad, era un lugar paradisíaco.

El espejo se escondía tras una espesa mata de grandes hojas como sábanas que ninguno de los aprendices supo identificar. Tras esta cortina de naturaleza se alzaban incontables palmeras cargadas de jugosos dátiles, que formaban una hermosa barrera natural. Como en cualquier oasis que se precie, el agua no podía faltar. Allí la había en abundancia; hasta tal punto que Elliot tuvo la impresión de que el lago Saint Jean se había mudado a un territorio más cálido. Toda aquella agua era fuente de vida, y por eso no era de extrañar que hubiese tanto verde a su alrededor. Fresca y suave hierba crecía aquí y allí, nutridos arbustos de todas las clases lucían impresionantes bayas de vivos colores, árboles frutales… Todo era vida. Una impresionante extensión de tierra bañada por el agua en medio del desierto.

—Bienvenidos al Oasis de Chrystal —anunció la maestra Palma sacando a sus aprendices del mundo de los sueños—, llamado así por su creadora, Chrystal Opaculus, en el siglo XVII.

—Maestra Palma… —llamó Eloise Fartet. Cuando captó la atención de la profesora, preguntó—: ¿Por qué no nos ha traído hasta ahora a este lugar? ¡Es magnífico!

Todos sus compañeros se mostraban de acuerdo con la pregunta. De hecho, les parecía tan obvia que ninguno de los presentes comprendía por qué no se les había ocurrido a ellos. Elliot, sin embargo, intuyó la respuesta. Estaba seguro de que Goryn había tenido mucho que ver con el cambio de rumbo de aquella asignatura.

—Son muchas las lecciones de Naturaleza que se han celebrado aquí. Sin embargo, con la ausencia del director Pathfmder las cosas cambiaron y quedó completamente prohibido salir de la pirámide para dar clase —respondió la maestra. Nadie preguntó por qué, pues todos sospechaban de dónde procedía aquella prohibición—. Afortunadamente, el director Drawoc accedió a que estas lecciones tuviesen lugar de nuevo en el oasis, pues su microclima os resultaría reconfortante.

Aquella afirmación era completamente cierta. La abundancia de agua, árboles y vegetación motivaba que el grado de humedad fuese mucho más elevado. Sin embargo, no hacía calor, pues la sombra cubría la práctica totalidad de la verde extensión.

—¿Cómo es posible que exista semejante oasis en mitad del desierto? ¿No lo conocen los humanos? —preguntó Irina Pherald.

—La verdad es que no —informó la maestra con rotundidad—. Los humanos desconocen este lugar, porque es un refugio elemental. Pese a su larga historia, ha permanecido oculto a sus ojos durante mucho tiempo.

Un pez saltó y dejó un montón de ondas concéntricas bailando en el agua.

La maestra Palma recuperó la sonrisa y disfrutó de aquella clase tanto o más que los muchachos. Respondió gustosamente a cuantas preguntas le fueron formuladas. «¿Qué uso se le ha dado hasta ahora?» «¿Cuánta gente lo conoce?» «¿Puede alguien instalarse a vivir aquí?». Durante aquel día aprendieron mucho más que en todo el trimestre anterior. Las cuatro horas que pasaron sentados en la mullida hierba, disfrutando de una cálida y agradable brisa y escuchando las explicaciones de la maestra, se sucedieron a la velocidad de una estrella fugaz. Para los aprendices de Hiddenwood, así era como debía ser una lección de Naturaleza. Para todos los demás, aquello fue el no va más.

—¿Será nuestra próxima lección aquí, maestra Palma? —le preguntaron varios aprendices.

—Sí —confirmó—. Creo que no sería mala idea impartir las próximas lecciones en este oasis. Podéis aprender muchísimas cosas aquí y también será beneficioso para los aprendices de otros cursos.

Contentos por aquella noticia, a Elliot y a Eric se les hizo más llevadera la semana. Ni siquiera les importó que Iceheart los castigara el sábado sin salir, pues significaba que todo había vuelto a la normalidad. Volvían a ser amigos y, como tales, cumplirían el castigo juntos.

En cambio, Sheila pareció lamentar el encierro de los muchachos. Al menos, dio la impresión de que le hubiesen clavado una espina en el estómago, pues torció el gesto cuando la maestra de Alquimia pronunció su sentencia. En realidad, sentía que Elliot no pudiese visitar la ciudad durante el sábado porque quería hablar con él. Había tratado de abordarle en un par de ocasiones durante la primera semana de aprendizaje del nuevo año, pero tanto Elliot como Eric la habían esquivado.

A sus remordimientos de conciencia se unía la misiva que le había remitido Cloris Pleseck en calidad de directora de Hiddenwood y miembro del Consejo de los Elementales. En ella, se la emplazaba a presentarse ante dicho Consejo al cabo de unos días para aclarar un asunto «declarado de la máxima gravedad».

Con esa presión, tampoco le fue posible entablar conversación con Elliot en la lección de Lecturitis, ni en la sesión de estudio de Astronomía del lunes siguiente, pues requerían silencio constante.

Buscó una nueva oportunidad en la segunda lección en el Oasis de Chrystal. La maestra Palma les había puesto como tarea realizar una exhaustiva clasificación de las plantas que por allí crecían.

—Yo creo que ni ella misma sabe lo que podríamos encontrar en este oasis —aventuró Eric—. ¿Has visto cómo se pone? Recoge una flor y aspira su aroma como si nunca lo hubiese hecho.

En cierto modo, Elliot estaba de acuerdo con su amigo. Acto seguido se agachó para cortar con su hoz dorada unas cuantas ramitas.

—No hay que negar que este lugar es una maravilla —repuso Elliot, torciendo el gesto y restando importancia a sus pensamientos—. Piensa lo que ha debido de ser para ella estar tanto tiempo encerrada en la pirámide…

—Oh, oh… Me parece que tienes visita.

Elliot alzó la vista y vio que Sheila se iba acercando, haciéndose la despistada, hasta su posición.

—Ocúltate —le indicó Eric—. Conmigo no quiere hablar. Es más, seguro que huye de mí… Yo conseguiré despistarla unos segundos.

Elliot buscó un lugar a sus espaldas en el que ocultarse. Se dirigió a una zona frondosa, repleta de altas matas que, afortunadamente, carecía de espinos. Aquel lugar serviría para darle cobijo el tiempo necesario. No sabía qué querría Sheila pero, en aquel momento, le importaba un comino.

Removió unas cuantas ramas y se adentró entre la espesura. Decidió avanzar un par de metros, para quedar enteramente oculto. Cuando concluyó que ya era imposible que se le detectara desde el otro lado, contuvo la respiración para no ser oído. Fue entonces cuando sintió un rápido movimiento a sus espaldas. Ni siquiera tuvo tiempo para darse la vuelta, ni para hablar, pues una mano le había tapado la boca. Aturdido por la sorpresa, el corazón de Elliot se petrificó cuando oyó aquella voz.

—Elliot, no te voy a hacer daño —prometió la susurrante voz. Al oír su nombre, el muchacho sintió que un escalofrío le recorría la espalda—. Por favor, no hagas ruido.

Si bien es cierto que no era más que un ronco susurro, aquella voz le resultaba vagamente familiar. Todo estaba muy oscuro y cubierto de ramas, pero aquella silueta también le recordaba a…

—Camina hacia delante —le indicó la voz.

Sin saber por qué, Elliot no opuso resistencia a la orden recibida. Cuando dio el primer paso, la mano que cubría su boca se retiró entonces. Se abrió camino entre las ramas y un instante después apareció junto a un par de inmensas palmeras. Las ramas se apartaron a sus espaldas y la luz reveló a la persona que lo había encontrado.

Elliot ahogó un suspiro cuando escrutó aquel rostro minuciosamente. Sus ojos, negros como el carbón, lo miraban fijamente y, sorprendentemente, se veían humedecidos por la emoción. Tenía una nariz ganchuda y unos pómulos muy marcados. Ni siquiera aquella espesa barba morena, salpicada de canas, podía ocultar una extrema delgadez. El pelo lacio, atestado de hebras cenicientas, le caía sobre los hombros, adhiriéndose a una túnica tan descolorida que parecía de color rosa. Parecía que hubiesen transcurrido diez años desde la última vez que lo viera. Sin embargo, a pesar de su desmejorado aspecto físico, aún conservaba aquella expresión dura, de excesiva rigidez y cierta altivez que siempre lo había caracterizado. ¿Sería posible? No, sus ojos tenían que estar jugándole una mala pasada. ¿Acaso sería un fantasma? Pero había sentido su contacto… Entonces recordó que Úter podía realizar cualquier ilusión de forma corpórea. Instintivamente, levantó su mano y palpó temerosamente, como si fuese a desaparecer en cualquier instante, la raída túnica de Aureolus Pathfinder.

—No te asustes —le dijo, esbozando una ligera sonrisa. Tenía la cara tan chupada que hasta realizar aquel gesto le resultaba difícil—. No soy ningún ente espiritual. Soy de carne y hueso, como habrás podido comprobar.

—Pero, usted… —Las palabras se le atragantaban a Elliot, que seguía palpando cada vez más confiado—. Yo lo vi… No es posible…

—La vida está llena de sorpresas, ¿verdad?

Elliot aún se sentía extraño, como si un gusano le recorriera el interior del estómago. ¿Cómo era posible que Aureolus Pathfinder siguiera con vida? ¿Qué clase de magia había provocado aquello? ¿Por qué había permanecido oculto durante tanto tiempo? ¿Qué hacía precisamente allí, en el Oasis de Chrystal? ¿Seguro que no era un fantasma? No se podía decir que fuese transparente como Úter o, ni siquiera, que su piel estuviese de un pálido cadavérico, pues con el sol que hacía allí era algo impensable. Sin embargo, aún no estaba dispuesto a descartar aquella hipótesis.

Contemplar aquel rostro le hizo recordar una vez más el trágico acontecimiento que sucedió en los hielos de la Antártida.

—El… el hielo se rompió y usted… usted desapareció, señor. —A Elliot le trastabillaban las palabras; más que por la impresión, por lo raro que se le hacía hablar con Aureolus Pathfinder. Hasta aquel momento, no recordaba haber entablado nunca una conversación propiamente dicha con él.

—Sí, Elliot, es cierto que el hielo se rompió y las gélidas aguas me engulleron al instante —confirmó el gran hechicero, adoptando un tono paternalista que Elliot desconocía en él—. Cuando te vi el martes pasado, no me lo podía creer. He esperado todos estos días, viendo cómo pasaban las lecciones de los demás grupos de aprendices, ansioso por que llegase el día de hoy. Afortunadamente, habéis regresado. —Aureolus Pathfinder alzó la vista en dirección al sol y dijo—: Por la hora que es, creo que aún tenemos un buen rato para charlar, ¿me equivoco?

Efectivamente, aún tenían poco menos de tres horas por delante.

—El único problema es Eric, señor —advirtió Elliot. Como no quería decirle que huía de Sheila, al final dijo—: Lo he dejado atrás un instante. Puede que empiece a interesarse por mí…

—En ese caso, no creo que tarde mucho en aparecer, descuida.

El anterior representante del Fuego no se equivocó en su afirmación y, unos minutos después, se removieron las ramas dejando ver a Eric. Su reacción al toparse con Aureolus Pathfinder fue muy similar a la de Elliot.

—En realidad, casi prefiero que estéis los dos presentes —prosiguió el hechicero elemental poco después—. Al fin y al cabo, ambos habéis compartido cierto protagonismo últimamente. —Estas últimas palabras podía haberlas pronunciado con resentimiento, pero no fue el caso. Mientras hablaban con él, los muchachos notaban que el hechicero parecía haberse desprendido de su carácter huraño.

—¿Es él… de verdad? —preguntó Eric en un susurro, mirando de reojo a Elliot.

Un ligero movimiento de su cabeza bastó para contestar afirmativamente. Aunque no lo creyeran, era Aureolus Pathfinder.

Entonces Eric, sin poderse contener, dijo:

—Pero, si ha vuelto, ¡Deyan Drawoc no puede ser representante del Fuego!

El comentario de Eric suscitó dos reacciones en Aureolus Pathfinder.

—¿Deyan Drawoc? ¿Deyan Drawoc es mi sustituto en el Consejo? —suspiró—. Eric, mucho me temo que sí está legitimado para ocupar ese cargo… para desgracia de todos.

—¿Por qué, señor? —saltó Elliot con ímpetu. Nunca se había llevado bien con aquel hechicero, pero había algo en su interior que le decía que el mundo elemental estaba mucho mejor con él que con su sustituto en el Consejo de los Elementales—. ¿Por qué no puede recuperar su puesto ahora que ya está aquí? ¿Por qué no regresó antes? —Entonces Elliot soltó todas las preguntas que se aglomeraban en su mente. Salieron disparadas como un resorte, sin poderse contener, hasta que Aureolus Pathfinder hubo de tranquilizarle.

—Muchacho, no vayas tan deprisa —le espetó—. Está claro que soy yo quien os debe brindar más de una explicación.

Como si se preparasen para una larga clase, los aprendices se sentaron junto a la base de las gruesas palmeras.

—Cuando el hielo comenzó a quebrarse, pensé que todo estaba perdido —reconoció Aureolus Pathfinder, iniciando su relato—. Wendolin prefería verme morir antes que salvar su propia vida. Por esta razón, incluso cuando el hielo desapareció bajo nosotros, Wendolin siguió disparando. Ni siquiera empleó su magia para poder salvarse…

—Pero usted sí —aventuró Eric.

El hechicero negó con la cabeza.

—No, bastante tenía yo con defenderme de sus disparos. Más de uno llegó a alcanzarme, lo que empeoró la situación. En cualquier caso, tal como estaban las cosas, sabía que si no eran los hechizos de Wendolin, el agua acabaría conmigo. Estaba a una temperatura bajísima. Traté de asirme a cualquier trozo de hielo flotante, pero Wendolin siguió disparando. De pronto, desapareció bajo las aguas. Yo también me desmoroné. Herido y sin fuerzas, pues la túnica empapada dificultaba mis movimientos enormemente, me dejé llevar por la corriente.

»Estaba a punto de perder la consciencia cuando sucedió algo asombroso. Me sentí envuelto en una manta, bien caliente, como si estuviese a salvo. Al principio pensé que era una reacción al frío y a la muerte que se avecinaba, pero no era así. Estaba siendo rescatado.

—¿Rescatado? —preguntaron los muchachos al unísono—. Pero si no había nadie allí, más que los miembros de la Guardia del Abismo…

—Obviamente, no me refiero a los esbirros de Wendolin —indicó Aureolus Pathfinder—. La ayuda vino bajo el agua… Fueron ninfas —se apresuró a puntualizar, ante las miradas de sorpresa de Elliot y Eric—. Bajo el agua, su magia es poderosa. No obstante, poco después me desmayé.

—¿Y Wendolin? ¿También ella fue rescatada? —preguntó Elliot con preocupación.

—No, ella murió —confirmó el hechicero con pesar—. Es cierto que las ninfas también acudieron en su busca. Sin embargo, ella prefirió invertir sus últimas fuerzas en repeler su ayuda. Al final, la abandonaron a su suerte… y la hipotermia la venció.

—¿Qué sucedió entonces? —preguntó ansioso Elliot—. ¿Cuánto tiempo permaneció con las ninfas?

—Aunque no te lo vayas a creer, debí de estar poco más de cuatro meses —respondió el interpelado, echando una mirada atrás en el tiempo. Las caras de los muchachos reflejaron incredulidad ante tal afirmación—. Sí, es mucho tiempo. Demasiado, diría yo. Sin embargo, la gravedad de mis lesiones exigieron todo ese tiempo de reposo. No os voy a contar todo mi proceso de recuperación, pero se ha hecho muy larga la espera.

—Ha dicho que se quedó cuatro meses en el reino de las ninfas…

—No estoy seguro de que fuese el reino, pero sí uno de sus territorios —confirmó Aureolus Pathfinder. Espero que algún día me lo aclare el bueno de Magnus…

—¿Qué hizo después? Hace más de seis meses que desapareció… —insistió Eric, haciendo gala de que sabía que las fechas no terminaban de cuadrar.

—Viajé —dijo sin más el gran hechicero—. Fue un largo y agotador viaje hasta llegar aquí. Y, antes de que me lo preguntes, no pude utilizar ningún espejo. Las ninfas son criaturas mágicas y no elementales. Por lo tanto, no disponen de espejos para practicar nuestro fantástico hechizo. Sin embargo, tuvieron la amabilidad de acercarme hasta la costa africana. Eso sí, después tuve que caminar hasta llegar aquí, lugar en el que apenas llevo diez días subsistiendo a base de dátiles y unas deliciosas bayas. —Hizo una pausa, antes de cambiar de tema—. Bien, creo que ha llegado el momento de que me contéis algo vosotros. ¿Qué sucedió tras mi, digamos, desaparición?

Elliot se quedó pensativo unos instantes, antes de comentar todo lo sucedido con Scunter, el rescate de sus padres y de Gemma, la mujer de Magnus Gardelegen. Esta última información alegró bastante a Aureolus Pathfinder.

—¡Ah! ¡También descubrimos el Limbo de los Perdidos! —dijo de pronto Elliot.

Aureolus Pathfinder escrutó el rostro del muchacho con seriedad. Decía la verdad.

—¿A qué te refieres exactamente con «descubrimos»? —preguntó finalmente.

Elliot procedió a narrar con pelos y señales la aventura que les llevó a Úter Slipherall y a él al corazón de la Montaña Desprendida, donde se escondía el legendario Limbo de los Perdidos. Explicó cómo el lamento de los que allí permanecían atrapados era el causante del desprendimiento de aquellas rocas, y cómo hubo de practicar magia muy avanzada para liberar a aquellas personas.

—Aunque no tuve la oportunidad de verlos —confesó Elliot—. ¿Cree que serán fantasmas, como Úter?

Aureolus Pathfmder se pellizcó el labio inferior.

—Mucho me temo que, después de tanto tiempo allí prisioneros, es lo más probable… Por casualidad, no sabrás dónde habrán ido a parar, ¿verdad?

Elliot negó con la cabeza.

—Según Úter, habían quedado en libertad.

—Comprendo —concluyó al cabo. Sin embargo, su mente estaba maquinando algo—. Por casualidad no verías un brillo especial en el cielo o algo por el estilo…

Elliot lo miró sin comprender.

—No, todo fue normal.

—Ya… Entonces en algún lugar tienen que estar —dijo casi para sus adentros. En cualquier caso, lo que estaba pensando no se lo reveló a los muchachos, pues, rápidamente, cambió el tema de la conversación—. ¿Cómo fueron las elecciones? Por lo que habéis comentado, Deyan Drawoc es el nuevo representante del Fuego, ¿no? Extraña elección…

—Así es —confirmó Elliot, tomando la palabra—. La gente prácticamente no tuvo otra opción…

Aureolus Pathfmder contempló estupefacto a los muchachos, esperando una aclaración a sus últimas palabras.

—Desde luego, Deyan Drawoc se niega a admitirlo, pero es muy posible que las elecciones fueran saboteadas —advirtió Eric. Entonces, los muchachos le contaron a Aureolus Pathfmder todo lo que sabían sobre los ataques que recibieron los candidatos y la misteriosa desaparición de uno de ellos.

—Y los votantes únicamente pudieron escoger entre dos candidatos —finalizó Elliot.

No tardaron en verse inmersos en una discusión sobre las absurdas decisiones de Deyan Drawoc y su descerebrado proyecto de cambiar de lugar la capital. Aureolus Pathfmder tuvo que morderse la lengua en numerosas ocasiones para no hablar mal del que ya era su sucesor.

—Pero usted podría…

Aureolus se adelantó a las palabras de Eric.

—No, muchacho. Ya no me corresponde el cargo de representante del Fuego. Se celebraron elecciones, y ese cargo lo ostenta otra persona. No importa lo bueno o malo que sea. Sencillamente, el cargo le pertenece a él.

—¡Pero ningún hechicero elemental sabía que usted estaba vivo! —exclamó Elliot, indignado, sorprendiéndose a sí mismo.

—Cierto, pero la normativa elemental está ahí. El mundo de los elementales no puede permanecer mucho tiempo sin uno de los miembros del Consejo por el bien del equilibrio. No había más remedio que celebrar esas elecciones y seguir adelante.

Los muchachos no comprendían cómo el hechicero se tomaba las cosas con tal entereza. Ellos no parecían dispuestos a digerir aquella noticia así como así.

—En cualquier caso, ¿por qué se ha ocultado en este lugar? Aunque no pertenezca ya al Consejo, siempre puede ser mucho más útil acercándose a él. —Entonces Elliot se acordó de alguien que así lo hacía—. Úter Slipherall ayuda así…

—¿Aún no lo comprendéis? —dijo entonces el hechicero—. No, me temo que no.

Los muchachos lo miraron con el entrecejo fruncido.

—Debo permanecer oculto —les confesó. Elliot hizo ademán de decir algo, pero Aureolus Pathfinder prosiguió—: Por el bien de todos, debo hacerlo. ¿Os imagináis el caos que se podría organizar si la gente supiese que permanezco vivo? A tenor de lo que me habéis contado, mucha gente iniciaría movimientos para repetir las elecciones. Otros considerarían la elección no válida. Otros querrían que yo siguiese al frente, generando un cisma. Otros serían partidarios del actual representante… No —dijo al cabo—. Sería el momento de debilidad que espera Tánatos. Vosotros, mejor que nadie, sabéis que Tánatos gobierna en el Caos. Es lo que él busca. Yo tan solo podría volver en el caso de que Deyan Drawoc falleciese… o renunciase a su actual cargo —sentenció.

Tanto Elliot como Eric agacharon sus cabezas, pues sabían que aquello era muy poco probable. El director Drawoc era una persona vanidosa y disfrutaba con la ostentosidad de su puesto. Por otra parte, las palabras de Aureolus Pathfinder le honraban, cierto. Sin embargo, habían despertado en ellos la crítica situación por la que atravesaban en aquellos momentos.

—Pero… ¡le necesitamos! —exclamó Eric—. Las momias están cobrando fuerza…

—Yo mismo las vi con mis propios ojos.

—¿Que viste qué? —Los ojos del hechicero se desorbitaron por un instante. Él las había visto pero ¿cómo era posible que los muchachos también?—. ¿En qué clase de embrollo os habéis metido en esta ocasión? —les reprochó, recuperando su antigua expresión severa.

Las cosas estaban mucho peor de lo que Aureolus Pathfinder podía haberse imaginado. Si lo que viera en su día no era un hecho aislado y las momias se estaban organizando, el poder de Tánatos se encontraba muy cerca de la cúspide. Las sombras y el caos estaban estrechando el cerco sobre el mundo elemental. El hechicero sabía que, desgraciadamente, las cosas pronto pintarían mucho peor.

Prácticamente habían consumido la totalidad del tiempo de la lección de la maestra Palma, de manera que tuvieron que despedirse del antiguo director de la escuela de Blazeditch.

—Por favor, no olvidéis contarme cualquier tipo de novedad que surja. Sea lo que sea —les pidió.

—Descuide.

—Ah —añadió antes de que se marcharan—, ya que habéis mencionado que Deyan Drawoc es un hombre de buen paladar, si pudieseis hacerme llegar un poco de comida decente os estaría eternamente agradecido. Aunque están muy buenas, empiezo a estar un poco cansado de estas bayas.

Durante la tarde de aquel martes, el corazón de ambos aprendices latía intensamente. Se habían acercado al vestíbulo principal, dando un paseo tranquilamente por el interior de la pirámide. ¡Aureolus Pathfinder estaba vivo! Sin duda, los muchachos no estaban de acuerdo con que el anterior representante del Fuego ocultase su retorno a los miembros del Consejo. Aunque, por el contrario, agradecían la confianza que había depositado en ellos. De alguna manera, habían pasado a ser sus confidentes y eran responsables de hacerle llegar cuantas novedades surgiesen en el mundo elemental. Pero, por encima de todo, no tragaban el hecho de que permitiese que Deyan Drawoc permaneciese al frente del elemento Fuego sin hacer nada para echarle.

—¡Si es un incompetente! —exclamó Eric—. Estaríamos mucho mejor sin él…

—Pero mejor que con Iceheart —le recordó Elliot, motivando que su amigo le diese toda la razón.

Una voz fría y rechinante resonó en el ambiente, dejándolos helados.

—¿Hablando mal de los maestros a sus espaldas? ¡Castigo!

Elliot y Eric se dieron la vuelta muy lentamente. El color tostado de la piel se les había aclarado tan rápido como si se hubiesen untado la cara con nata. Cuando los dos esperaban temerosos encontrarse con la desagradable maestra de Alquimia, se llevaron una buena sorpresa. Allí estaban Eloise Fartet y Susan Fosatti riendo de tal forma que casi terminaron llorando.

—No ha tenido gracia —les espetó Eric, tan impulsivo como siempre.

—Ya lo creo que sí —repuso Eloise, secándose los ojos—. Has estado genial, Susan.

Tanto Elliot como Eric contemplaron a las dos chicas de brazos cruzados, hasta que por fin se les pasó el efecto de la broma.

—Se lo tienen merecido —apuntó Susan, haciendo que los dos muchachos enarcasen las cejas. Estaba claro que no sabían por qué—. Sobre todo Eric… Desde que estáis juntos, no nos hacéis ni caso.

Eric se quedó sopesando una respuesta. No podía negarles que tuviesen razón. Durante los meses en los que Elliot y él habían dejado de hablarse, tanto Susan como Eloise le habían apoyado mucho. Fue toda una suerte conocerlas el año anterior en Bubbleville.

—No sabía que fueseis tan bromistas —les dijo Elliot, ya más tranquilo.

Huelga decir que habían picado el anzuelo y el susto que se habían pegado había sido morrocotudo.

—Me gusta imitar voces —reconoció Susan.

—Y lo haces demasiado bien —añadió Eric.

—Tu loro también es muy bromista —dijo Eloise, refiriéndose a Pinki—. Es muy simpático. ¿Dónde está?

—En las profundidades de la pirámide —contestó Elliot poniendo una voz tenebrosa que hizo reír a todos. Imitar voces no era su fuerte, así que añadió en su propio tono—: En Refugio de Mascotas, con el señor Humpow.

—Y no es un loro —corrigió Eric—. Es un multimorfo.

—¿Un multimorfo? —preguntaron Eloise y Susan a coro—. ¿En serio?

Salieron de la pirámide y se sentaron a la sombra formando un divertido corrillo. Mientras jugueteaban con la arena, Elliot contó la historia de cómo se había encontrado a Pinki en el crucero y el sinfín de aventuras que habían vivido hasta que descubrieron la verdadera naturaleza de la mascota. De vez en cuando, Eric hacía someras interrupciones para hacerse con su pequeña porción de gloria. La tarde fue avanzando entre la emoción y divertidos comentarios. Cuando Elliot llegó a la parte de la historia que trascendía en territorio antártico, acudiendo en ayuda de Sheila, misteriosamente perdió la voz. Entonces decidieron que se había hecho tarde y debían ir a cenar.

Aquella noche, Elliot concilio el sueño como no lo había hecho en mucho tiempo. El hecho de sentirse arropado de nuevo por un grupo de amigos rellenó el socavón que había dejado Sheila unas semanas atrás. Había recuperado la felicidad y, por eso, a la mañana siguiente se levantó repleto de energía para recibir una nueva lección de Heliohechizos.

—Buenos días —saludó Elliot al llegar a la sala de los chicos. Allí aguardaba Eric, leyendo un pequeño papiro.

—Buenos días —le respondió éste, sin levantar la mirada del escrito.

—¿Hay alguna noticia interesante?

Eric le tendió el papel.

—Es una carta de mi madre —confirmó con el rostro serio—. No sé cómo se habrá enterado…

Elliot, que no sabía a qué se refería su amigo, leyó:

Querido Eric:

¿Se puede saber a qué jugáis Elliot y tú? ¿Cómo se os ocurre adentraros en el desierto, sin compañía de ningún tipo? Hay muchísimos peligros acechando, y vosotros ahí, tan tranquilos. ¡Sois unos inconscientes! Me habíais prometido que no buscaríais problemas y no creo que estéis cumpliendo vuestra palabra.

Tu padre llegó ayer del trabajo preocupadísimo, pues han encontrado a Shafiga Wyckoffa más de doscientos kilómetros de donde desapareció. Al parecer ha ingerido la misma poción que Adnold Dowanhowee, pero se encuentra mucho peor. No saben si podrá recuperarse del todo.

Como vuelva a enterarme de algún indicio de que te metes en líos, hablaré con Cloris Pleseck para que te lleve de vuelta a Hiddenwood.

Te quiere,

Tu madre

Cuando Elliot terminó de leer la carta, comprendió a qué se refería Eric. Había llegado a oídos de la señora Damboury que el último día antes de las vacaciones de Navidad ellos habían estado en el desierto.

—De todas formas, me parece que no sabe qué es lo que hicimos exactamente —dedujo Elliot, mientras se adentraban en el corredor que llevaba hasta el comedor. En el ambiente flotaba un delicioso olor a desayuno recién preparado.

—Sí, creo que tienes razón. De haberlo sabido, ya estaríamos en Hiddenwood. Al menos yo sí…

—¿Qué opinas de la reaparición de Shafiga Wyckoff? —preguntó Elliot, que no se sentía cómodo cuando se hablaba de lo acaecido aquel día.

—O mucho me equivoco, o está relacionado con la locura de Adnold Dowanhowee.

—Yo también lo veo así.

—¡Hola, chicos!

Eran Susan y Eloise, que en ese preciso instante llegaban al comedor.

—Parece que nos hemos puesto de acuerdo para llegar al mismo tiempo, ¿verdad? —dijo Susan.

Se sirvieron sus respectivos desayunos y se sentaron juntos. A Elliot aquellas gachas le supieron a gloria.

—No olvides coger comida para… Ya sabes quién —le susurró Eric cuando las chicas se levantaron para coger una pieza de fruta.

—Creo que le gustará más que le enviemos platos cocinados —dijo Elliot—. Ya sabes: pollo, pescado, verdura…

—¿Y cómo pretendes enviarle eso?

—Había pensado en Pinki…

—¿Ese loro glotón?

Elliot sabía que Eric tenía razón. Aún recordaba aquella vez que dejó a Pinki en casa de Úter y, al llegar, descubrió que había abierto un tarro de galletas. Cuando se transformaba en mono y había comida de por medio, era temible.

—Tienes razón, aunque tengo una idea. —Pero Elliot no dijo de qué se trataba, ya que Susan y Eloise acababan de regresar a la mesa.

Los días siguientes, la amistad entre Eloise, Susan, Eric y Elliot fue arraigando paulatinamente. Las lecciones, ahora que el curso estaba en plena ebullición, eran cada vez más interesantes. Y, sobre todo, aprender rodeado de amigos resultaba mucho más divertido.

Elliot ni siquiera se fijaba en las miradas cohibidas que le dirigía Sheila una vez superada la sorpresa inicial, o el odio que parecía emanar de Emery Graveyard cada vez que se veían. A decir verdad, desde el día en que la muchacha lo abandonase a su suerte en la pirámide, no había vuelto a prestarle atención. Ni a las gemelas Pherald.

Para las lecciones de Heliohechizos, Robichaux solía pedir que se pusiesen en parejas para practicar los ejercicios, por lo que entre los cuatro se alternaban para formarlas. También las burlas y las reprimendas de Iceheart eran mucho más llevaderas cuando uno estaba acompañado. Incluso se juntaban para realizar las tediosas traducciones que les encomendaba Lecturitis. Aunque durante ese segundo trimestre estudiarían runas, les enviaba traducciones jeroglíficas para que no se les olvidase esta escritura.

Inseparables como estaban los cuatro amigos, Sheila tuvo que aprovechar la oportunidad que se le brindó el domingo por la noche, justo cuando terminó la sesión práctica de Astronomía.

Era la primera lección de observatorio del año. Aunque ya llevaban dos clases de estudio, hasta aquel día la maestra Cassiopea no había dicho nada sobre la ausencia de Sheila y Elliot en la última lección del año dejado atrás. Pasadas las dos de la madrugada, cuando no transcurrían diez segundos seguidos sin oírse un bostezo, la maestra dio por finalizada la lección.

—Nos vemos la semana que viene… Ah, y no os molestéis en recoger los telescopios. Vuestros compañeros Sheila y Elliot tendrán la amabilidad de hacerlo.

La mayoría de los presentes no perdió el tiempo en preguntar. Huyeron del aula antes de que la maestra decidiese cambiar de opinión. Los únicos que aguardaron, rezagados, fueron los amigos de Elliot.

—Pero maestra… —protestó el enojado aprendiz. Las palabras de Cassiopea habían despertado al somnoliento muchacho, dejándolo confundido.

—No me interesan vuestras excusas —le interrumpió al instante—. Si os creéis que no me di cuenta de vuestra ausencia en aquella clase, estáis muy equivocados. A mí no me tomáis el pelo, no señor… Es más, tenéis suerte de que al director Drawoc no le gusten los castigos. Si no…

Pero sus palabras se perdieron en la noche.

—Maestra, tardaremos más de una hora en recoger todos los telescopios —dijo Sheila, poniendo voz de arrepentimiento.

—Ese no es mi problema —le espetó Cassiopea—. Os perdisteis mucho más que una hora de clase. Creo que soy bastante benévola con vosotros.

No había mucho que hacer, así que Elliot hizo un gesto a sus amigos para que se fueran. Ya se acostaría cuando terminase. La profesora abandonó el aula de Astronomía, dejando a Sheila y a Elliot solos, en medio de una oscuridad insondable.

Elliot se sentía verdaderamente molesto. Consideraba que bastante tuvo que soportar en aquel lugar perdido en el desierto como para sufrir un castigo por ello… ¡a las dos de la madrugada! Sus ojos echaban chispas pero, aun así, encendió una bola de fuego y se puso a recoger los telescopios sin rechistar.

Al principio, Sheila hizo lo mismo, pero a los cinco minutos se detuvo. Quería hablar. Era su oportunidad.

—Elliot…

El muchacho la ignoró completamente. Incluso Sheila tuvo la impresión de se había puesto a trabajar con mayor intensidad.

—Elliot… —volvió a llamar.

Una vez más la respuesta no llegó.

—Siento de veras lo que sucedió en la pirámide… Lo hice… Lo hice por mi padre. —Las palabras de Sheila sonaban desesperadas, aunque sinceras—. No tenía elección.

Elliot se dio la vuelta. Su cara parecía una bombilla de color rojo a punto de explotar.

—¡Claro que tenías elección! —gritó, sin temor a despertar a nadie—. ¡Me utilizaste! ¡Te aprovechaste de mí!

Sheila se echó a llorar.

—Lo sé, y me arrepiento de ello —dijo entre sollozos—. Pero mi padre…

—¡No pongas como excusa a tu padre! —le espetó Elliot sin bajar el tono de su voz—. Fuiste tú quien se unió a Emery Graveyard, a las gemelas Pherald, a… ¡Yo que sé! Liderabas muy bien ese grupo, ¿lo sabías?

La muchacha, avergonzada, agachó la cabeza. El llanto de Sheila se hizo más pronunciado entonces.

—Por favor, Elliot, no me pongas las cosas más complicadas… Todo ha sido por culpa de Tánatos… o eso creo.

—¿Cómo que «o eso creo»? ¿Qué tiene que ver Tánatos en todo esto?

—Este verano recibí una carta muy extraña. Aunque la dirección indicada era la de mi tía, el papiro estaba a mi nombre —confesó Sheila—. Sorprendida, lo leí detenidamente y me quedé perpleja con el contenido.

La bola de fuego titilaba, iluminando el tenso rostro de Elliot.

—Si quería que mi padre fuese liberado de Nucleum, debía llevarte al punto indicado antes de que finalizase el año —le reveló la muchacha.

—¿Y no se te ocurrió denunciarlo? ¿O siquiera advertirme?

—Si lo hacía, no había trato —negó la muchacha, secándose unas lágrimas—. Aun así, mi padre sigue encerrado. Yo… cumplí. Sin embargo, hace unos días recibí otra carta en la que se me decía que, como habías escapado, no había trato. Mi padre sigue en Nucleum. Yo…

Elliot contemplaba a Sheila, aquella muchacha con la que tan gratos momentos había pasado.

—Déjalo —la interrumpió—. No necesito que me des más explicaciones.

—Pero Elliot, siento de verdad lo que hice y espero que…

—Ya nada volverá a ser como antes, si a eso te refieres —repuso en tono cortante. Elliot recordaba muy bien el año anterior. Sus padres fueron secuestrados y permanecieron muchos meses en paradero desconocido. Sin embargo, a él nunca se le hubiese ocurrido traicionar a un amigo de aquella forma por rescatarlos—. Tánatos encarna al Mal, pero no es excusa para dejarte seducir por él.

—Ojalá yo tuviese una pequeña parte de tu valentía…

Elliot no quiso hacer más sangre y prefirió dejar el asunto ahí.

—Hay otra cosa que quería comentarte… —dijo Sheila, tratando de deshacer el nudo que le atoraba la garganta—. He sido citada por Cloris Pleseck. Supongo que habrá llegado a sus oídos lo sucedido en…

—Yo no he dicho nada, si es lo que insinúas —replicó Elliot con brusquedad, aunque supuso que Úter sí lo habría hecho.

—No te estoy acusando… —lo tranquilizó la muchacha. El tono de su voz parecía del todo franco—. Supongo que seré expulsada del intercambio y regresaré a Hiddenwood, a terminar los estudios del tercer año.

Elliot sintió un ligero escalofrío. ¿Expulsada? Pensándolo fríamente, el acto perpetrado por Sheila había sido suficientemente grave como para merecerse la expulsión.

—Te deseo lo mejor, Elliot. —Las palabras de Sheila mostraban un sincero arrepentimiento.

—Yo también —contestó el muchacho.

Acto seguido, se dio la vuelta y recogió los últimos telescopios que quedaban, deseoso de marcharse a su habitación cuanto antes.