7-TRÁGICAS NOTICIAS
Hacía ya unas cuantas horas que el sol había abandonado su posición en lo más alto del firmamento. Aun así, el calor era asfixiante, pues serían poco más de las seis de la tarde del antepenúltimo día de agosto. El clima en la zona este de Egipto, en el desierto Arábigo, no perdona y sus temperaturas son terribles en la estación veraniega.
Era tal la soledad que albergaba aquel inhóspito paraje que cualquier persona hubiese sentido miedo y escalofríos con tan sólo permanecer un minuto allí. Qué lejos quedaba la hermosura del valle y el delta del Nilo, con sus palmeras datileras, tamariscos, sicómoros, acacias y lotos. Incluso el hombre se había permitido el lujo de añadir a aquel ecosistema olmos, cipreses y eucaliptos. Sin embargo, hasta en aquella parte escaseaban incluso las malas hierbas y los arbustos espinosos. De hecho, la vida brillaba por su ausencia. Todo lo que uno podía encontrar allí era arena, arena y más arena. Si se aguzaba un poco la vista, quizá alguien acertaría a distinguir las erosionadas rocas que asomaban entre la amarillenta superficie. Sin embargo, por mucho que uno se esforzase, le sería prácticamente imposible distinguir aquella insignificante edificación en mitad de la inmensidad del desierto.
De las arenas infinitas del desierto Arábigo emergía una pequeña pirámide que apenas sobrepasaría los dos metros y medio; tres, siendo generosos. Fuera como fuera, éste era un clarísimo ejemplo para afirmar que «las apariencias engañan». Desde luego, la realidad era bien distinta, pues la edificación no era tan despreciable en lo que a tamaño se refiere. El paso de los años —un puñado de milenios, sin ir más lejos— había hecho que la fina arena fuese cubriendo aquella inmensa pirámide. En sus albores, aquella mole medía la friolera de ciento cincuenta metros de altura. Fue edificada incluso antes de que se levantara la famosa pirámide de Keops, de sólo ciento treinta y siete metros. Pero, como es natural, prácticamente nadie sabe de su existencia, pues fue construida por los elementales de la época.
En el desierto, el viento tiene la mala costumbre de juguetear con la arena. Día tras día, fue cubriendo la superficie de la gigantesca pirámide hasta envolverla casi en su totalidad. En cualquier caso, el ingeniero que la diseñó debía de ser todo un visionario, pues hizo dos entradas al monumento. Evidentemente, la de la base quedó sepultada mucho tiempo atrás. Pero ¿cómo se le ocurrió abrir un vano en la parte superior, a ciento cincuenta metros de altura? Conviene aclarar que los egipcios eran amantes de la astronomía, y es muy posible que esa abertura fuese utilizada como observatorio. Así estarían más cerca del cielo. De todas formas, no se sabe a ciencia cierta por qué motivo se dispuso una entrada ahí, pero el caso es que existe.
Ni siquiera las gruesas piedras que formaban los muros de la superestructura eran capaces de frenar el calor en el tercio más alto de la pirámide. No obstante, la labor de aislante que ejercían no era nada desdeñable, pues la temperatura en el interior sí que estaba unos cuantos grados por debajo de la que había en el exterior. Sin embargo, en las profundidades de la edificación la cosa era bien distinta. La base se encontraba unos ciento cincuenta metros bajo la arena, y allí el calor no llegaba por ninguna parte. Es más, hacía bastante frío. El ambiente también era tremendamente húmedo, merced a las corrientes subterráneas que fluían por debajo y a los lados de la pirámide.
Sin duda, la estructura resistía la presión gracias a la magia porque, de lo contrario, se habría derrumbado hacía mucho tiempo. Eran cientos los conductos que recorrían el interior de la edificación, como si de un hormiguero se tratase. Pasillos y corredores, túneles que ascendían y descendían, y escaleras que parecían no tener ni principio ni final diseñaban un trazado del que habría resultado prácticamente imposible salir sin ayuda. Más aún si se tiene en cuenta que, en el retorcido laberinto que suponía el interior de la pirámide, existían numerosos artilugios que podían modificar el sentido de dichos conductos. En definitiva, la pirámide era susceptible a cambios en su diseño si el intruso no prestaba la suficiente atención.
Tampoco podían faltar las salas. Había una especialmente amplia; tanto, que eran imprescindibles tres columnas de tres metros de altura para que el techo no se viniera abajo. Era más larga que ancha y sus paredes estaban iluminadas por antorchas. El titilar de éstas dejaba ver escritura jeroglífica a lo largo y ancho del habitáculo rectangular.
Mas la luz proveniente de las teas no sólo alumbraba las paredes. En aquella estancia estaba teniendo lugar un singular encuentro. Entre la penumbra se podía vislumbrar una treintena de siluetas. Eran muy altas y robustas; de hecho, alzando los brazos posiblemente alguna hubiese podido sentir el áspero tacto del techo. Aunque la verdad es que no hubiesen podido sentir nada, pues sus cuerpos estaban totalmente cubiertos por densos y deshilachados vendajes. Su pálida figura les daba un aspecto cadavérico, pero ¿qué otra cosa se podía esperar de las momias?
Todas ellas estaban en pie, silenciosas. Ni siquiera se atrevían a emitir un solo gruñido de los suyos. Estaban expectantes, aguardando a que su líder apareciese de un momento a otro.
Poco después, la desgarrada voz de Tánatos resonaba en la sala, incluso antes de poder visualizar la totalidad de su cuerpo.
—Bien, bien —dijo mientras se frotaba las manos con fruición—. Veo que el reclutamiento va dando sus frutos…
Esto último lo dijo casi en un susurro. En cualquier caso, tampoco hubiese esperado respuesta alguna, pues las momias no podían hablar.
—Leales amigas mías —pronunció alzando mucho más la voz—, nuestros caminos se unen de nuevo. Sé que os parecerá ayer cuando os llamé por última vez, pues para vosotras el tiempo apenas ha transcurrido. Sin embargo, hace más de un siglo que trabajamos juntos.
Más de una momia torció el gesto, como si tratasen de hacerse a la idea de cuántos años podían componer un siglo.
—Sí —prosiguió—. Entonces mi poder era abundante y creciente… hasta que ese asqueroso Tomclyde se inmiscuyó en mi camino a la gloria. ¡Pero ahora soy libre de nuevo y esta vez nadie va a poder detenerme! Cierto es que hay un nuevo Tomclyde pululando por ahí, el niño Elliot. Pero no es más que eso, un niño. Se las arregló para estropear mi plan en Nucleum, hace poco más de un año, aunque sólo fue un golpe de suerte. Acababa de salir de la prisión. Estaba ebrio de júbilo y muy cansado. Además, gran parte de la culpa la tuvo aquel estúpido de Helier. —Tánatos hizo una mueca de asco al recordar al estúpido carcelero que había logrado liberarle de Nucleum. No había visto a un tipo más inepto en su larga vida—. De todas formas, ya he maquinado un plan para quitar de en medio a ese entrometido aprendiz de hechicero. Sí… Muy pronto consumaré mi venganza y Elliot Tomclyde dejará de ser un problema para mí.
Los ecos de su terrorífica carcajada resonaron por toda la estancia.
—En cualquier caso, ése no es el asunto que nos ha traído hoy aquí, mis leales súbditos. El mundo mágico ha quedado debilitado tras la caída de Aureolus Pathfinder. Falta un miembro en el Consejo de los Elementales, el representante del Fuego. Durante el primer fin de semana de octubre tendrán lugar unas cruciales elecciones en Blazeditch…
Tánatos contempló los inexpresivos rostros de las momias.
—No tengo intención de presentarme como candidato —aclaró, aunque no hubiese hecho falta. Las momias tampoco tienen mucha capacidad para discurrir. Únicamente actúan conforme a lo que se les ordena—. No, tengo una meta mucho más suculenta y ambiciosa. ¿Por qué gobernar cuatro cuando puede hacerlo uno solo? Ciertamente es mucho mejor, ya lo creo.
»En cualquier caso, esa vacante que hay en el elemento Fuego podría facilitarme mucho las cosas si la ocupa la persona adecuada —hizo una pequeña pausa, mientras iba de un lado a otro—. En un principio pensé en colocar a alguien de mi confianza; corrupto y maleable, alguien con intereses oscuros y leal a mí. Pensándolo bien, no hubiese surtido efecto. Os preguntaréis por qué —se dijo para sí mismo—. La razón es muy sencilla. En el Consejo de los Elementales, su voto apenas habría tenido validez. Tan pronto Gardelegen, Flessinga y Pleseck se hubiesen percatado de sus tendencias, cualquiera de sus decisiones hubiese sido rebatida. No, tengo algo mejor…
»Desde luego, es fundamental deshacerse del candidato más fuerte y más peligroso para mis intereses. Y ahí es donde entráis vosotras en acción, mis leales amigas.
Ahora sí resonó en el ambiente un gruñido que claramente denotaba emoción entre las momias.
Cuatro horas más tarde, el perverso plan de Tánatos estaba en marcha.
La localidad de Burnington Village, perdida en medio del desierto del Sahara junto a un espléndido oasis, vivía una tranquila noche de verano. En su día comenzó como una pequeña colonia de elementales del Fuego, todos ellos angloparlantes. Sin embargo, eso fue en sus inicios, pues rápidamente creció hasta transformarse en una pequeña ciudad elemental. No obstante, aunque se incorporaron elementales de las más diversas procedencias, siempre conservó su peculiar apelativo de origen inglés.
Burnington Village tomó como centro el oasis y fue creciendo a sus alrededores. Sus casitas de adobe, todas ellas pintadas de un blanco deslumbrante, se arracimaban en torno al agua que saciaba su sed. Y es que, sobre todo durante el verano, el calor era verdaderamente insoportable. Aunque era una comunidad mágica, tenían prohibido tomar medidas al respecto, pues podrían afectar al equilibrio reinante.
Pese al calor que hacía, los habitantes de aquella modesta ciudad eran bastante felices. Precisamente allí se encontraba Adnold Dowanhowee, uno de los candidatos para la próxima elección del sucesor de Aureolus Pathfinder como representante del Fuego. Era su ciudad natal y no había querido desaprovechar la oportunidad de poder realizar un poco de campaña electoral.
Dowanhowee estaba hospedado en la que fuera su humilde casa cuando era un crío. Hasta hacía escasamente media hora, había estado sentado a la luz de las velas, en su rústico escritorio de toda la vida. Preparaba un convincente discurso para el día siguiente que, a buen seguro, le reportaría numerosos apoyos en la votación. Ahora, dormía a pierna suelta con la ventana abierta de par en par.
Pese a tener un oasis próximo, había bastante sequedad en el ambiente. Esto, sin duda, propiciaba que la mayoría de los habitantes de Burnington Village roncasen por las noches, y Dowanhowee no iba a ser menos. Acostumbrados a los ronquidos, los habitantes de la modesta ciudad del Fuego no se percataron de que tenían visitantes inesperados en su aldea. Eran las momias de Tánatos.
Incluso sin el rumor de los ronquidos, hubiese sido difícil su detección. Se movían muy sigilosamente, arrastrando sus enormes pies por las dunas del desierto. Conviene aclarar que hasta Burnington Village únicamente se habían desplazado tres de ellas. De haber ido en masa, verdaderamente hubiesen podido llamar la atención. No ya sólo por el ruido, sino porque alguien podía haberlas descubierto a simple vista.
El trío llevaba un paso lento, con su característico andar apelmazado y torpón. Tan pronto como atisbaron las primeras casitas de adobe, supieron a la perfección hacia dónde debían dirigirse. Era como si una mano invisible les fuese indicando constantemente el camino. Por el momento, lo único de lo que debían preocuparse era de no ser vistas. Pero ¿quién iba a estar despierto a tan intempestivas horas en un lugar donde nunca sucedía nada interesante?
Las momias habían dejado atrás las tres primeras hileras de casas. Adnold Dowanhowee vivía en la cuarta agrupación de viviendas, contando desde el oasis. Todo estaba muy tranquilo, con los ronquidos resonando en una y otra morada, y con algún que otro coyote aullando en la lejanía de vez en cuando.
Las abominables criaturas no tardaron en encontrarse frente a la endeble puerta de madera que protegía la casa de Dowanhowee. En realidad, casi cualquier puerta hubiese resultado un ínfimo obstáculo para las momias. Prácticamente sin esfuerzo, como si fuese una cartulina, sacaron la hoja de la puerta de sus goznes. Únicamente se pudo oír un leve crujido cuando tiraron de ella hacia fuera. Sin embargo, este ruido pasó completamente desapercibido para los durmientes habitantes de Burnington Village.
Ni un susurro, ni un gruñido. Las momias no necesitaban nada para comunicarse. Daban la impresión de actuar por puro instinto. Una cruzó el umbral de la puerta, mientras las otras dos montaban guardia en el exterior. Justo en el momento de adentrarse, un brillo plateado delató por qué entraba precisamente esa momia y no sus compañeras de viaje. Esta sostenía en su manaza derecha un frasco de cristal de muy bella factura que contenía un extraño líquido amarillento.
La momia no tuvo más que ir en la dirección de la que provenían los sonoros ronquidos del aspirante a representante del Fuego.
Unos segundos más tarde, la inmensa criatura asomó la cabeza por el dormitorio de Adnold Dowanhowee. Su respiración era tan rítmica y pausada que estaba claro que se encontraba profundamente dormido. Por ello, la momia no se detuvo siquiera a observar. Sencillamente, penetró en la habitación y, con mucho sigilo, se aproximó a la cabecera de la cama.
El aspirante a representante del Fuego ni se inmutó. Ni siquiera la abultada sombra que cubrió su rostro le causó el más mínimo efecto. Entonces, la momia hizo alarde de una coordinación y una delicadeza impensables en un ser de semejante envergadura. Cualquiera hubiese puesto la mano en el fuego afirmando que se trataba de un ente soberanamente estúpido y patoso. Sin embargo, pese a sus grotescas manos, se las apañó para abrir el diminuto frasco y deslizar unas cuantas gotas en los entreabiertos labios de Dowanhowee.
La momia no esperó a que el fluido se colase por la garganta del hechicero. Sabía que su misión estaba cumplida, y nada más debía hacer allí. Por lo tanto, con el mismo sigilo, abandonó la estancia y se reunió con las otras dos criaturas.
Aún estaban atravesando las últimas callejuelas de Burnington Village, antes de regresar a las arenas del desierto, cuando un estruendoso alarido rasgó el silencio. Hasta las momias, que tenían que salir cuanto antes de la ciudad, no pudieron evitar detenerse un par de segundos.
Jamás se había oído algo igual. Los vecinos de Adnold Dowanhowee salieron de sus casas a la velocidad del rayo. Al oír tan desmesurado grito, se levantaron de sus camas y se acercaron hasta la vivienda del anciano elemental.
—¿Se encuentra usted bien, señor Dowanhowee? —preguntó uno de los primeros vecinos que habían llegado.
Pero no obtuvo respuesta alguna. Todo lo que llegó a sus oídos fue un extraño forcejeo y el romper de unos cuantos platos. Todo aquello sucedió antes de ver el resplandor anaranjado en el tejado y una delatora columna de humo.
—¡Fuego! —gritó otro de los recién llegados, como si ninguno se hubiese percatado del asunto.
—¡Rápido, debemos entrar! —indicó un tercero.
Dos de los vecinos se encaramaron a la puerta y empujaron con todas sus fuerzas. Tan preocupados estaban por el incendio, que ninguno de los dos se sorprendió por lo fácil que les había resultado derribar la puerta. Los dos valientes hechiceros entraron en la casa en llamas.
—¿Señor Dowanhowee? —llamaron.
Se disponían a dar un paso al frente, cuando sendas bolas de fuego salieron disparadas desde una de las habitaciones.
—¡No podréis conmigo! —gritó una voz desde el interior de la casa—. ¡Fuera, allanadores de moradas!
Los dos vecinos se miraron con cara de extrañeza y corrieron hasta la habitación de la que habían salido los proyectiles.
Allí se encontraba Adnold Dowanhowee, de espaldas a la puerta, lanzando hechizos de ataque contra una lámpara y un espejo. Ninguno de los dos comprendió nada.
—Señor, la casa está en llamas —anunció uno de ellos.
—Debe abandonarla antes de que sea demasiado tarde —apuntó el otro.
Entonces Dowanhowee se dio la vuelta. Los lacios cabellos grises le caían por su desencajado rostro. Sudaba intensamente y respiraba con dificultad. Pero lo que más llamó la atención de los dos vecinos fueron sus ojos. Estaban como perdidos, mirando hacia ninguna parte. Aun así, uno de ellos fue lo suficientemente avispado para gritar Scudetto cuando vio venir un nuevo ataque contra sus personas.
Hubieron de entrar dos hechiceros más, con sus respectivos escudos protectores. Pese a todo, tardaron más de una decena de minutos en reducirle, ya que Adnold Dowanhowee era un poderoso elemental.
Inconsciente, pues hubieron de lanzarle dos hechizos aturdidores, entre varios lo llevaron a una de las casas más próximas. Allí lo tumbaron en una cama y, después de curarle las quemaduras con los pertinentes ungüentos, lo ataron firmemente. De aquella forma, al despertar no causaría nuevos destrozos.
Un día más tarde, a muchísimos kilómetros de allí, en Gan Fogong sucedía otra desgracia. Esta localidad se encontraba en el extremo oriental del desierto del Gobi. Hasta allí se había desplazado otra reducida comitiva de momias para seguir adelante con el pérfido plan de Tánatos. Valiéndose de la puerta abierta en uno de los espejos, no tardaron nada de tiempo en encontrarse en el territorio deseado.
Sin embargo, los habitantes de Gan Fogong eran bastante menudos y sus espejos no eran lo suficientemente grandes como para ser atravesados por una momia, ni siquiera de rodillas. Por esta razón, el viaje tuvo una mayor duración que el primero.
En Gan Fogong vivía Kyung Cheming, otro de los candidatos para suceder a Aureolus Pathfinder. La noche en la que aparecieron las temibles criaturas era bastante tranquila, al igual que en Burnington Village. Por el contrario, sus habitantes no tuvieron alarmas y gozaron de unas buenas horas de descanso. Sin embargo, a la mañana siguiente el sobresalto fue mayúsculo.
El tejado de la vivienda de Kyung Cheming se había desplomado en el transcurso de la noche. Tan pronto como lo descubrieron, el asombro y la desesperación se adueñaron de los vecinos del poderoso elemental. Nadie se creía lo que había sucedido y trataban de buscar cualquier explicación lógica. La casa era bastante vieja, cierto, pero no comprendían cómo había podido fallar el hechizo de sujeción que tenían los maderos.
En cualquier caso, después del desescombro, encontraron inconsciente al bueno de Kyung Cheming. Por si fuera poco, su salud estaba bastante deteriorada. A pesar de todo, la gran mayoría confiaba en que, con el tiempo, la magia elemental lo sanaría completamente. No obstante, y en eso todos los vecinos coincidían, Kyung Cheming había dicho adiós a sus aspiraciones a resultar electo miembro del Consejo de los Elementales.
Las malas noticias no se hicieron esperar en Blazeditch. Después de brindar los primeros auxilios a ambos candidatos, los vecinos de Burnington Village y Gan Fogong comunicaron tan terribles desgracias a los miembros de la Comisión Electoral Elemental.
Al llegar el primer comunicado, saltaron las alarmas entre los presentes. Cuando sonó la campanilla de Buzón Express, ninguno podía imaginar el contenido que albergaba aquella carta. Sin embargo, todos se temieron lo peor cuando vieron palidecer notablemente al señor Damboury. Apenas había finalizado la lectura, hubo de ser Jeremy Puckett quien la leyera en voz alta, pues él se sentía incapaz.
A quien corresponda:
Enviamos malas nuevas desde Burnington Village. La pasada noche sucedió una tragedia en el hogar de Adnold Dowanhowee. Los habitantes de esta villa nos levantamos sobresaltados pasadas las dos de la madrugada cuando oímos los gritos provenientes de su casa.
Dos valientes vecinos se adentraron en su vivienda cuando vieron arder el techo. Se encontraron a Adnold Dowanhowee completamente fuera de sí, hablando a las paredes y disparando bolas de fuego a enemigos imaginarios. Desgraciadamente, hubo de ser reducido con hechizos de aturdimiento, pues agredía a todo aquel que trataba de ayudarle.
El señor Dowanhowee ha despertado hace pocos minutos y sigue delirando, pues ve enemigos por todas partes. Solicitamos la presencia de algún miembro de la Comisión Electoral Elemental para evaluar su estado de salud mental. Desgraciadamente, creemos que no va a estar capacitado para afrontar las elecciones a representante del Fuego. Reciban un cordial saludo.
Autumn Dimuzio, alcalde de Burnington Village
Un par de horas más tarde, llegaba una segunda misiva, y su remite claramente mostraba que procedía de Gan Fogong. No fue el señor Damboury quien abrió la carta en esta ocasión, sino uno de sus compañeros. Sin embargo, la reacción de este fue idéntica a la del padre de Eric, si no peor. Sabedores de la baja de Adnold Dowanhowee, ni mucho menos podían esperarse una segunda merma en la campaña electoral. Enterarse de que Kyung Cheming había quedado sepultado tras desprenderse el tejado de su vivienda supuso un fuerte golpe a la moral de los miembros de la Comisión Electoral Elemental. Si bien es cierto que ellos no tenían preferencia por candidato alguno, pues no habrían de votar ya que ninguno era hechicero del Fuego, sabían lo mucho que se jugaba la comunidad mágica con aquellas elecciones.
—¡Por los cuatro elementos! —exclamó un señor de muy baja estatura, regordete y con una prominente calva—. ¡Dos bajas en menos de dos horas!
—¡Sí que es mala suerte! —proclamó el señor Damboury, poniéndose en pie de lo nervioso que estaba.
—¿No creéis que es demasiada casualidad? —preguntó suspicaz el que había leído la carta procedente de Gan Fogong.
—Insinúas una conspiración… —dedujo de pronto el señor Damboury.
—No, no es posible. Son grandes elementales; poderosos, me atrevería a afirmar. ¿Quién osaría atacarlos? Pienso que la mala suerte se ha cebado con ellos —comentó el señor Pucket.
—No sé —dijo el hombre bajito—. Lo de Kyung Cheming puede que sea mala suerte. Pero ¿qué pasa con Dowanhowee? Nadie se vuelve loco así como así, de la noche a la mañana.
—Podría haber bebido licor de dátil… más de la cuenta, quiero decir —aventuró el señor Puckett.
—Una seta equivocada en el menú podría causar efectos alucinógenos… —comentó otro de los presentes, que no había abierto la boca hasta entonces. A tenor de su comentario, sin duda, pertenecía al elemento Tierra.
—Puede que tengáis razón, compañeros —dijo finalmente el señor Damboury—. Sin embargo, estando Tánatos en libertad cualquier cosa es posible. Este asunto me da mala espina.
—Podríamos suspender los comicios —sugirió tímidamente el hombre regordete.
—¡De ninguna manera! —saltó el señor Puckett—. Los elementales no podemos estar sin representante del Fuego más tiempo del estrictamente necesario.
—Sí, en eso tienes razón —convino el señor Damboury al tiempo que agachaba la cabeza, abatido—. Pero…
Las palabras se quedaron atascadas en su garganta. Se frenaron en seco tan pronto sonó la campanilla de Buzón Express por tercera vez en aquella tarde. Todos miraron el receptáculo dorado con temor; casi con pavor. Ninguno de los presentes se atrevía a recoger el sobre, convencidos de que anunciaría una nueva desgracia.
Finalmente, fue el más joven de todos el que tomó la decisión de acercarse hasta el correo recién llegado.
—Vamos, no puede ser otra mala noticia —afirmó ingenuamente—. ¿Tres en una tarde? Apuesto a que alguna de las dos bajas se ha restablecido gracias a una milagrosa poción curativa. Si no es así, me como la carta.
Tan pronto los presentes vieron cómo su rostro palidecía, cómo sus manos comenzaban a temblar intensamente y sus ojos se desorbitaban, comprendieron que se podía haber ahorrado la última frase. Evidentemente, ninguno esperaba que empezase a hincarle el diente al sobre. Todos querían que leyese el texto en voz alta, pero ninguno quería oírlo. Era un sentimiento contradictorio, pues no sabían cómo habría ocurrido, pero a la vez tenían la certeza de lo que había sucedido.
El joven, con la carta temblando entre sus manos, hizo acopio de valor y leyó a sus contertulios:
Estimados miembros de la Comisión Electoral Elemental:
Amargos son los saludos que podemos enviarles desde Dracosburgo. Un lamentable incidente ha conllevado la desaparición de Shafiga Wyckoff, candidata a representante del Fuego.
Poco después del desayuno, decidió salir a dar un paseo. Hubo varias personas que se ofrecieron para acompañarla, pero su deseo era estar en soledad durante una o dos horas. Quería pensar y reflexionar una vez más sobre cómo podría mejorar el elemento Fuego.
Debo reconocer que comprendía su voluntad, pero no me agradaba la idea de que pasease sola. Así pues, cumplí su deseo a medias. Envié un hombre de mi máxima confianza para que siguiese sus pasos a una buena distancia. Debo aclarar que su objetivo no era otro que ayudarla en caso de extrema necesidad.
Hará cosa de diez minutos, volvió informándome de su desaparición. Mi hombre se encontraba a unos ciento cincuenta metros de Shafiga Wyckoff. Estaban en una zona bastante árida y de tierras rojas, por lo que la visibilidad era relativamente buena. Con toda claridad pudo apreciar cómo Shafiga Wyckoff sufría un desvanecimiento y caía rodando por la ladera de una colina. Sin perder un instante, corrió hasta el fatídico lugar… ¡y el cuerpo no estaba!
He ordenado la formación de un equipo de rescate, pero me temo que estamos completamente desorientados. Según me han informado, en el lugar de la desaparición no hay un solo rastro de Shafiga Wyckoff. ¡Es como si nunca hubiese estado allí!
Solicitamos urgente información al Consejo de los Elementales e instrucciones para proceder.
Quedo a la espera de sus prontas noticias,
Eadan Hoss, alcalde de Dracosburgo
—No es posible —dijo el señor Damboury, rompiendo el sepulcral silencio que había invadido el ambiente.
—¡Únicamente quedan dos candidatos! —exclamó el más joven de todos, como si nadie se hubiese dado cuenta.
—Si Adnold Dowanhowee y Kyung Cheming no se recuperan, cosa bastante probable, y Shafiga Wyckoff no reaparece… ¡todo quedará en un mano a mano entre Deyan Drawoc y Meredith Lowery! —confirmaron finalmente los miembros de la Comisión Electoral Elemental.