PAL BILLY
1983. La primera vez que vi, discurseé, comí y disfruté con Billy Wilder era ya primavera alta en Beverly Hills, y eso que todavía estábamos a 9 de abril. Recuerdo aquel sábado azul De Luxe y fuego en el alma, como si fuera hoy A la una y media, pe eme, acompañado por mi amigo Cesare Danova, entré en el restaurante Le Dome, situado en la zona más sofisticada de Sunset Boulevard —¿dónde si no?— y que se hallaba absolutamente vacío…, si exceptuamos una docena de directores norteamericanos que, alrededor de la barra, tomaban tragos y chismorreaban del Sistema. Es tradicional que los jefazos de la Academia de Hollywood —¿cuál si no?— cierren al público Le Dome —les deben de hacer un buen precio— los sábados al mediodía previos a la ceremonia de entrega de los Oscar, que últimamente suele celebrarse los lunes por indicación de la cadena ABC. Le Dome es un restaurante distinguido, creo que ésa es la palabra, muy caro, bastante bueno, servicio impecable y lo justo de marchito como para atesorar ese toque de clase que rodea las comidas llenas de sobrentendidos y las cenas sin peligro, una especie del Cote Basque neoyorquino —tan admirablemente detallado por Truman Capote— trasladado a las anchuras del desierto californiano. Además de por el acento circunflejo, ambos templos de la comida y el cotilleo de altura están unidos por una penumbra plateada y una fragancia como de canela y poder. El perfume es la luz, que dijo Víctor Hugo.
Este día del que hablo, y tras la conferencia de prensa, a las once en punto, en el Samuel Goldwyn Theatre —el cine con mejor proyección que conozco—, los directores nominados a la película en lengua extranjera fuimos trasladados, cada uno con nuestro host, en limusinas negras con televisión y bar, a Le Dome. Allí, los grandes maestros del cine nos dieron la bienvenida, un apretón de manos y, a algunos, palmaditas en la espalda. Mamoulian, muy chic, con bastón, hablaba en voz baja de mujeres; George Sidney, del tráfico; Richard Brooks, en camisa blanca tipo mambo, desdentado y apoyándose en un gin tonic, se refería a la terrible persecución que padecían los fumadores; Franklin Schaffner, siempre queriendo transmitir la idea de que podía haber sido inglés, filosofaba sobre los cielos de Turner… Fue entonces cuando mi querido Robert Wise me presentó a Billy Wilder. Tras el «Nice to meet you», y con mi famoso inglés de Mangold Institute —mix con algunas palabras del francés de mi bachillerato, la perfecta doble identificación—, le descubrí al más grande escritor de películas de Hollywood que, además, él había filmado algunas de las mejores obras de los mejores directores.
«¿Cómo es eso?», me preguntó el genio, clavando sus ojillos de ratón en mi cara, exactamente como si mi rostro fuera un queso gruyere. «Verá, mister Wilder», respondí.
«Billy», dijo él.
«Billy y Bob», insistió Wise, dándome a entender que todos éramos compañeros, país, amigos sin fronteras, fellows, una gran familia, etcétera.
«Pues, mira, Billy», dije aprovechando la baza. «Yo creo que Testigo de cargo es una película del mejor Hitchcock; y Ariane, del mejor Lubitsch; y Avanti![9], del mejor Germi; y La tentación vive arriba, del mejor Tashlin; y La vida privada de Sherlock Holmes, del mejor Mankiewicz…»
«Ophüls», me rectificó Billy.
«¿Cómo?».
«La vida privada de Sherlock Holmes, y por seguir con tu juego, le corresponde a Max Ophüls. Continúa.»
«De acuerdo», dije yo. «¿Y qué me dices de Perdición? ¿No es de lo más bueno de Lang? ¿Y El apartamento? ¿No es puro Preston Sturges? ¿Y no habría firmado Stroheim El crepúsculo de los dioses?»
Kirk Douglas corta el pelo a Billy en un descanso del rodaje de El gran carnaval.
«¿Y cuál dejas para mí solo?», me preguntó Wilder, sonriéndome con una ironía digna de Wilde, por seguir con genios salvajes.
«Una de mis superfavoritas. ¿Qué te parece El gran carnaval?», indagué.
«An ace in the hole», me contestó, haciendo un juego de palabras con el título original, algo que podríamos traducir como un golazo por la escuadra.
Nos sentamos juntos a la mesa, presidida por Mamoulian. Tras un ligero silencio, Robert Wise, Bob para sus colegas, comenzó a hablar respetando meticulosamente las normas de la Academia, de la que él era entonces presidente: «My ñame is Robert Wise, I was born in the United States…». Y así, poco a poco, todos se nos fueron presentando brevemente a los directores extranjeros, contándonos cómo llegaron al cine y lo mucho que suponían para ellos las películas. Cuando llegó mi turno, apenas pude balbucear mi nombre y la sincera admiración que sentía por los presentes y su obra. Wilder, muy en su papel de Wilder, me susurró: «Eso se pasa con la edad». Y me preguntó: «¿Cuántos años tienes?». «Treinta y nueve», dije yo. «Uf, my pal, a los treinta y nueve recuerdo que yo apenas tenía veinticinco», me contestó.
Aquel sábado de caviar, langosta, carne a la brasa y soufflé de limón con crema de vainilla, my pal Billy estuvo tan brillante como se esperaba de su talento, tan mordaz y divertido como yo me lo había imaginado desde que fisgoneara, casi de niño, en sus películas en los cines de mi barrio madrileño, tan inteligente como los diálogos de sus obras maestras. Para ser sinceros, hay que decir que el resto —sobre todo, Mamoulian— casi estaba a su altura. Pero Wilder ya era Wilder. Quiero decir que estaba considerado como uno de los más grandes. Para mí, y desde hacía muchos guiones, era un patrimonio de la humanidad, como la voz de Sinatra, esa casa sobre el río de Frank Lloyd Wright o el tríptico de nenúfares de Monet. Aunque no siempre había sido así.
Andrew Sarris, en su seminal The American Cinema (1968), valoró muy a la baja a Billy, situándolo no ya en el Olimpo de los directores, sino en el penoso apartado de Menos de lo que dejan ver (Less than Meets the Eye); lo cierto es que Sarris ha rectificado últimamente y entonado el mea culpa varias veces. El gran Truffaut, por su parte, tampoco trató con generosidad el cine de Wilder en sus magníficas críticas, ni James Agee en las suyas, por no hablar de la gente de Sight and Sound o Sequence, que dudaron continua y metódicamente de su valía. Ahora —me refiero a aquel sábado azul de 1983— sí, ahora Billy era un creador que había sido descubierto y, por tanto, un hombre en posesión de todas las conocidas res: respetado, respaldado, recompensado, redimido, reivindicado, resaltado, rehabilitado, renovado, rejuvenecido y, naturalmente, retirado. En fin, que Wilder era un cineasta del tamaño de Ford o Hitch. O, para entendernos mejor, un auténtico auteur, como Fellini o Bergman, con los que, desde luego, tiene tan poco que ver. Pero sí, ya nadie ponía en duda —desde Cahiers a Film Comment, pasando por el New York Times y el Village Voice— que Billy Wilder, y a través de su cine plagado de hombres solitarios, había vapuleado como nadie el llamado Sueño Americano dejándolo en cabezadita con ronquidos en el tresillo del salón después de comer y la tele encendida ofreciendo soap operas. Durante cuarenta años, mi pal Billy ha ido mostrándonos la vulgaridad de nuestro mundo, o de nuestro tiempo —no sé, supongo que viene a ser lo mismo—, la incontrolable tendencia a exagerar que tenemos todos, la decepción que nos envuelve, la dependencia del sexo y del amor, o al revés, pero sin subrayados, nada de escribir o filmar diciendo ahí queda eso, sino con honestidad, sarcasmo del bueno, muchas horas de trabajo —que eso es algo, el esfuerzo, que olvidamos habitualmente al enfrentarnos al milagro— y romanticismo, sí, romanticismo a toneladas. No ver a estas alturas del metraje que Billy Wilder es uno de los grandes románticos del siglo es una inconsciencia semejante a no tener miedo a las películas de Peter Greenaway o de Angelopoulos. Wilder jamás ha estado sometido a las modas, a las vanguardias culturales, a las intelligentzias ni, menos aún, al señor y la señora Público. Su cine es tan comprometido —pongo en cursiva la palabra porque sé que no le gusta a Billy— como el de Godard, pero admitamos que más ameno; tan puro como el del primer Nicholas Ray; tan exacto como el de Dreyer; tan auténtico como el de Ford; tan personal como el de Ozu; tan subversivo como el de Buñuel, y tan secreto como el de Woody.
“…A Wilder le daban el Irving Thalberg Award en reconocimiento a su carrera…”.
Wilder tiene más acentuada su condición de escritor convertido en director que ningún otro, más que Preston Sturges o Mankiewicz, mucho más que Huston o Schrader; pero esto no es algo vergonzoso y por lo que haya que pedir disculpas. Al contrario, con su estilo funcional o de servicio —en función o al servicio del guión, se entiende—, Wilder ha creado algunas de las imágenes más poderosas de la historia del cine. Y todo ello —más mérito aún— habitando dentro del Sistema, Paramount, United Artists, Fox, etcétera, como Hawks, Cukor, Ford, Capra, Walsh o Hitchcock. Claro que, visto con la perspectiva del tiempo, uno advierte que el Sistema eran ellos tanto como Thalberg, Zanuck, Goldwyn, Mayer o Harry Cohn. Cine de autor de mayorías, llamo yo a lo que ellos han hecho.
La comida en Le Dome terminó a eso de las cinco, tras varias copas y numerosas anécdotas; yo estaba en el Nirvana, levitación total, como se habría sentido cualquier cinéfilo de antigüedad media. Billy fue de los últimos en abandonar la mesa. Le vi meterse en su automóvil plateado —no podría decir qué marca era, no entiendo nada de ese negocio, jamás he tenido auto ni sé guiar, pero parecía un coche caro— y darle al aparca un billete de diez pavos y, tras tocarnos el claxon a Milos Forman, Brooks, me parece que a Norman Jewison, y a mí, se alejó por Sunset arriba, hacia la casa de Norma Desmond. Tenía casi ochenta años y no aparentaba más de sesenta. Ni alto ni bajo, más o menos como yo, metro setenta, ancho, fuerte, lleno de vida, rebosando desparpajo, una de las miradas más inteligentes que he visto nunca y, bueno, pues ese tipo del que te gustaría ser amigo, discípulo y, sobre todo, coguionista.
1985. Mi segundo encuentro con Billy fue en la cena homenaje que le dio el Directors Guild of America, el 9 de marzo, en el Beverly Hilton, hotel donde yo me hospedaba invitado por la Dirección General de Cinematografía. Esta vez, decidí no esperar a que me presentara Bob Wise. «Hi, Billy», le dije mientras alargaba mi mano. Él no se acordaba perfectamente de mí. Tuve que chapurrearle nuestro primer contacto en Le Dome. «¿Qué haces aquí?», me preguntó. Le comenté que habían vuelto a nominar mi última película. «That’s terrific!», dijo, y me dio un abrazo de un par de segundos.
Esa noche me sentaron en la misma mesa que David Lean —que estaba nominado por la maravillosa Pasaje a la India; once nominaciones, creo, con un solo Oscar para Peggy Ashcroft—, Jack Lemmon y su mujer, Felicia Farr, Fred MacMurray y, bueno, dejémoslo, que se trata de presumir lo justo. Cuando un Wilder rejuvenecido, aparentaba cincuenta y tantos, dio las gracias muy pausadamente, contó aquella historia de los autógrafos. Una tarde, paseando con su amada Audrey, se le acercó un chico y le pidió, uno detrás de otro, tres autógrafos. «¿Por qué tres?», le preguntó Billy. «Porque por tres autógrafos suyos me dan uno de Steven Spielberg», respondió el chaval. Fue una manera muy elegante de decir adiós, que su tiempo había concluido y que aceptaba las cosas[10].
Aquella velada no pude conversar más con el maestro, solicitado por todo el mundo. Pero cuando me despedí de él, me dijo: «Nos vemos en la comida de Le Dome». Y así fue.
23 de marzo. De nuevo, los directores nominados a la mejor película en lengua extranjera fuimos llevados al restaurante amigo de la Academia. De nuevo, era sábado; de nuevo, el cielo era azul De Luxe y también parecía como si lo rubio reinara.
En la barra, los habituales. Mamoulian vestía chaqueta rojo Coca-Cola; y Brooks, la camisa blanca —ya tenía la boca arreglada—. David Lean, traje; Schaffner, también. Bo Widerberg, un polo gris. A Widerberg le conté cuánto me había gustado —Elvira Madigan— su historia de los hippies que terminaban comiendo flores. Ronald Neame, encantador. David Lean me dio recuerdos para Gil Parrondo; y Schaffner, para Gil, Ricardo Navarrete y Julián Mateos. Aprecié un cambio en la barra: casi ninguno bebía alcohol, todo lo más zumo de tomate, y a_gua, sobre todo, agua. Hasta Brooks le daba al Perrier. En una esquina del bar, Wilder hablaba con Martin Ritt. Con temor, me acerqué. «Hola», le dije a Billy. «Soy el director español que nunca recuerdas.» Pero ahora sí pareció conocerme: «Hi, pal».
Me senté entre Lean y Wilder —debe haber una foto—, y me comporté como un veterano. Cuando llegó mi turno en el protocolo de decir quién era cada uno, estuve francamente bien. Les conté que era un guionista reciclado a director que ya no sabía qué le gustaba más: si el cine, ir al cine o hacer cine. Y Wilder, mirando al resto, dijo: «Hablar de cine». Fue una comida agradable. El restaurante estaba vacío, la carne era estupenda, dejaban fumar; pero yo aprecié un ligero cambio. Bonjour, tristesse. Sí. Se podía acariciar la melancolía, la nostalgia o lo que sea eso que te invade suavemente y te quita las ganas de reír y hacer bromas.
David Lean, con amargura, nos contó los años perdidos intentando filmar la aventura de la Bounty, y las humillaciones que había padecido para poder realizar Pasaje a la India. Habló de los millones que ingresó la Columbia con El puente sobre el río Kwai y Lawrence de Arabia, y MGM con Doctor Zhivago. «Ahora», dijo textualmente, «no valgo nada. Mi nombre no sirve ni para encabezar un telefilm.» El silencio se cortaba. Wilder no abrió la boca. Quizá pensaba en cuando los BW eran los mejores vehículos de Hollywood, como antes lo habían sido los Ford-J. Esa noche, Lean nos invitó a cenar. Billy no pudo ir, tenía un compromiso anterior. En realidad, se estaba muriendo Izzy Diamond. Por ello, quizá, para ir al hospital, fue el primero en abandonar Le Dome. Le vi alejarse despacio, con firmeza, yo juraría que tarareando, pero envejecido. De espaldas, arrastrando un poco los pies, parecía un tipo gastado, como Sáenz de Heredia en sus últimas bobinas, cuando nos preparaba fabada con whisky Dyc a Luis María Delgado, Alfredo Landa y a mí en su casa del Pinar de Chamartín.
(La cena con David Lean fue magnífica. Hablamos de Almería, de Madrid —del Hotel Richmond, donde escribió tantas páginas con Robert Bolt—, de Jockey, su restaurante favorito, y de los amaneceres de Granada, mejores todavía, me dijo, que los del desierto).
1988. La cuarta y última vez que estuve con el maestro también tuvo lugar, cómo no, en Le Dome. El sábado 9 de abril. Mismo cielo, misma temperatura, misma barra y misma camisa de Richard Brooks, que volvía a estar desdentado. Schaffner, Arthur Hiller, Louis Malle, Gabriel Axel —que ganó el Oscar con El festín de Babette a la mejor producción extranjera—, Delbert Mann, siempre George Sidney, Irvin Kershner, Neame… y Billy, que volvió a no saber perfectamente quién era yo, con una camisa de cuadritos azules y chaqueta de entretiempo color tierra, sin corbata. Como Mamoulian había muerto —desde entonces, ay, han muerto muchos más—, el encargado del protocolo («My name is…») fue Richard Brooks. «Soy un escritor que hizo películas», dijo. Aun con este patético principio, la comida fue alegre y luminosa, llena de carcajadas. Billy nos confesó que se volvía loco por el cine en blanco y negro con subtítulos, más aún si la acción se desarrollaba en la nieve, porque entonces, decía, logras no leer una sola palabra. Louis Malle, al que se veía muy seguro con su excelente Au revoir les enfants —mi favorita era La familia, de Ettore Scola—, nos confesó que rodar en Estados Unidos había sido una experiencia inolvidable, y que las posibilidades de hacer un buen film en Hollywood eran mayores que en ningún otro lugar. Desde luego, Atlantic City es extraordinaria. «Antes, eso antes», dijo lacónicamente George Sidney. Dos días después se celebraba la entrega de los Oscar. A Wilder le daban el Irving Thalberg Award en reconocimiento a su carrera. «Lo que quiero es que me den una película», comentó. Entonces yo les conté, con mi inglés lleno de faltas de ortografía, la historia del escritor Julio Camba, que, cuando le ofrecieron un sillón en la Real Academia Española, respondió: «¡Y para qué quiero yo un sillón, si lo que necesito es un piso!». (Camba vivía en el Hotel Palace, de Madrid, gracias a la generosidad de los March).
“Billy Wilder pasea por los alrededores del decorado de Les Halles (Irma, la Dulce)”.
Levantamos el campo a eso de las cuatro. Jewison me dijo que le habían invitado al festival de Gijón. «Vete», le animé, «te tratarán estupendamente.» Wilder se despidió de mí, sonriente como siempre, con un «Hasta el próximo año en Le Dome». Le fallé. Pero si llegara una cuarta nominación, ojalá, me gustaría que Billy estuviera en la barra de ese restaurante donde he sido feliz, y que volviera a desconocerme, y que me diera un abrazo de dos segundos, y que siguiera llamándome pal y, más que ninguna otra cosa, que intentara convencerme de que el béisbol es muchísimo más divertido que el fútbol.
Me cuentan algunos amigos que Billy —ya tiene los noventa— no está bien, que la cabeza se le marcha a lugares desconocidos y que, a veces, olvida incluso cuál fue su oficio. Gracias a Dios, millones de personas eso no lo olvidarán nunca. Hasta que a mí se me vaya la mía, y espero que aún se quede a mi lado algunos años, siempre recordaré esa puerta que se abre al revés y tras la que estará eternamente Barbara Stanwyck; y a Shirley repartiendo cartas en el apartamento («Shut up and deal!»); y a Holden bailando la Nochevieja con Gloria; y a Lemmon tumbado desnudo en una roca de Ischia con Juliet Mills; y a Kirk explicando lo que es el periodismo en una redacción de Albuquerque («Bad news sells best because good news is no news»); y a Audrey en el andén, corriendo tras Coop; y a Sherlock enfermo de soledad y amor…
(1998)