UN VIDEO PARA ESCULAPIO
Vamos a ver: yo digo que ningún otro arte ha hablado más y mejor de la vida que el surgido de aquel cacharro de los Lumière que luego Méliès y Griffith se encargaron de perfeccionar. El cine ha sido la gran aventura de nuestro siglo. Las películas han conseguido que rompamos definitivamente con los dioses. Ya desde las primeras obras maestras del mudo —La culpa ajena, Una mujer de París, Esposas frívolas, Varieté, La ley del hampa, Amanecer, etcétera—, el mundo deja de ser pequeño e inaccesible. Dreyer, Eisenstein, Vidor y el resto de los geniales muchachos aventureros, no sólo nos muestran problemas y esperanzas, a un puñado de fotogramas por segundo, sino que nos acercan tanto los conflictos que, por primera vez, los vemos. Resulta que la vida, plasmada en una tela blanca, te da menos miedo, tiene un hechizo especial y proporciona salidas para todo. Las clases de geografía, presididas por el fabuloso mapamundi, se hacen menos emocionantes. Y es que todo está allí, dentro de la sábana santa de Hollywood: tierras exóticas, mares lejanos, selvas misteriosas, personas increíbles. Por eso, en todos los colegios, las ciencias naturales bajan veinte enteros en la cotización del asombro. La era de las tarjetas postales desaparece, quizá —opinan los semióticos del tercer imperio— porque los libros de ética comienzan a venderse con ilustraciones. Ya no se habitan países, ni siquiera lenguas (aunque Dios, más adelante, hablará en inglés): se habitan imágenes. Y todo gracias a un nuevo arte nacido directamente de la mejor cultura: la vida misma, de la que bebe a sorbos largos y con las propias manos. O sea, que es verdad: las películas también son un conjunto extraordinario de fenómenos físicos y —más todavía— químicos que logran desarrollar eso que llamamos seres humanos. Y encima, el invento te hace saber que no estás tan abandonado, que basta un solo plano, apenas un flash en tu memoria, para dejar el mundo, para irte con la imagen (y la música) a otra parte. ¿Hay quién dé más? Salvo Sócrates y su equipo, que yo sepa, nadie. Y eso fue hace mucho tiempo, muchas películas.
Vida y sueños. De eso se ocupa el cinematógrafo. Ésa es la cultura que Centauros del desierto, Boudu salvado de las aguas, Te querré siempre o Ciudadano Kane visten con una suerte de magia. En los viejos tiempos de la otra Academia, y a pesar de los enriquecedores banquetes en casa de Agatón (siempre me dijo Santiago Amón que allí se comía muy mal y que las raciones eran escasas) o de los creativos paseos hasta las tantas por «Atenas la nuit» —con la obligada parada y fonda en todas las casas de masajes—, nunca llegaron a contarse historias tan arrebatadoras, tan confidenciales y tan desoladas como las de Buñuel, Jean Vigo, Ozu, Nicholas Ray o Fritz Lang. No es que estuvieran mal las películas de Platón, sobre todo la de la caverna (Oscar a los mejores efectos especiales), pero a Heráclito o a Parménides Blade Runner o La noche del cazador les habrían dejado pillados un par de cursos.
Amanecer, de Murnau, una de las grandes obras del cine mudo.
Amor, conocimiento, amistad. Por estos rumbos navegan siempre las películas —a bordo de dramas y comedias—, trazando la perfecta geometría de todo nuestro siglo. Enarbolando, eso sí, bandera corsaria para tomar prestado, cuando hace falta, lo mejor de la literatura, de la música o de las plásticas. No hay que leer a Metz y demás pelmazos para saber —para sentir— que una película es un acto de cultura. Y las buenas, las que te dejan una expresión desconocida en la cara, las que te acompañan varios días en el trabajo o en la cama antes de dormirte, ésas, bueno, ésas pueden crear una complicidad indestructible entre dos seres. Hay obritas B con una potencia didáctica que ya querrían para sí los tipos de tos fina que dictan en Yale. Y es que el cine empezó siendo educación, además de espectáculo; enseñanza y diversión; mayéutica y seducción; frivolidad y seriedad de la buena. En las películas eternas que yo recuerdo aprendías, por ejemplo, a manejar el Winchester 73 casi tan bien como John Wayne, o el Colt 45 en el más puro estilo Randolph Scott. En aquellas películas irrepetibles, ay, Mitchum te enseñaba a caminar adelantando el pecho, en total estado de neutralidad; Bill Holden era el mejor para explicarte cómo había que mirar a una chica pasada la medianoche, y no hubo nadie como Gable para adiestrarnos en el complicado arte de regentar garitos. Esas películas permanentes nos repasaron una y otra vez la lección: en Casablanca siempre hay que beber champán Cordon Rouge; en los billares de Nueva York, whisky JTS Brown, y para los lluviosos fines de semana en el cottage, nada como un buen vaso de leche caliente para tu intranquila esposa. La Bacall, en la Martinica, profundizó en aquello de cerillas, sí; mechero, no. Y Tracy, el tipo que mejor ha comido helados delante de una cámara, nos solucionó una noche en Malaca el gran tema: amigo, nunca se llega a conocer a una mujer tanto como se la ama.
En el buen cine de antes, cuando la gente fumaba y bebía y los besos eran fugaces y tenían sabor a precipitación, nos instruyeron lo mismo para doblar cabos tormentosos que para rechazar —con la clase y la serenidad de Atticus Finch, el abogado sureño de traje color verano— cualquier tipo de intolerancia e injusticia. Ningún experto en sociología, ningún antropólogo de la escuela dura, nos enseñará jamás a descifrar tambores lejanos de semínolas o a despistar de un volantazo a un asesino profesional en cualquier esquina de la avenida Madison. Ni a calafatear como Bernard Miles en No me abandones, ni a abrir un boquete en el suelo de una celda como Jean Keraudy. Nadie nos ha contado mejor que Woody eso de que hay que tener un poco de fe en las personas, mientras el sol se ocultaba despacio en el cielo de Manhattan, y nadie, tampoco, ha tomado de la mano a su hijo con más paternidad que lo hacía Ricci en aquel otro atardecer romano después del fútbol.
Ésta es la cultura que el cine desbordaba, siempre en presente de indicativo, cada vez que la linterna mágica se ponía en marcha. Pero el cinematógrafo, como vaticinó hace años el filósofo Rossellini, se muere. Dentro de poco sus rescoldos serán adquiridos por los japoneses. Siempre nos quedará la televisión —como muy bien dijo Bogie, cuando ya el viejo Clipper estaba a punto de despegar hacia Lisboa—, la tele, sí, última edición de las mil y una noches, que nos alimentará de historias al menos hasta el próximo siglo.
Hubiera querido hacer una buena defensa cultural del cine. No lo es, claro. Pero os digo esto: si el mundo se despertara un día sin películas después de un largo sueño, así como lo oís: todos seríamos analfabetos.
Me parece que le debemos algo más que un vídeo a Esculapio.
(1988)