SEVEN MEN FROM NOW
El verdadero problema de Budd Boetticher son los toros, las corridas de toros. No hay nada que le guste más. Yo le preguntaba por sus películas y él me hablaba de Espartaco o de El Niño de la Taurina; yo mencionaba a John Ford y él a Carlos Arruza; yo citaba Una trompeta lejana y él me comentaba la corrida del 15 de mayo de 1966 —que había visto, mejor dicho, estudiado, en vídeo decenas de veces—, cuando Antoñete hizo aquel faenón al toro blanco. Imposible, ya digo, hablar de cine con el singular creador de algunos westerns legendarios.
Budd me había invitado a pasar el día a su casa, en Ramona, muy cerca de San Diego. Como la carretera es buena —quiero decir el freeway—, de Beverly Hills a Ramona se llega en poco más de dos horas. Budd y su mujer, la guapísima Mary Chelde (¡qué buen gusto ha tenido siempre Budd para las mujeres!: Julia Adams, Debra Paget, Karen Steele…), me ofrecieron un espectáculo de rejoneo en la pequeña placita de tienta que regentan, llamada El Cortijo Lusitano; después fuimos a comer a un restaurante especializado en carnes a la brasa y, en fin, terminamos tomando bourbon en el bonito chalet pareado, de dos plantas, que Budd y Mary tienen en San Diego Country Estates, un verdadero hogar, con buenos cuadros, muchos libros, magníficos objetos de arte y muebles de calidad. Un lugar acogedor, caliente y luminoso. Eso sí, en las paredes de los Boetticher había más carteles de toros enmarcados que afiches de películas.
Aquel cineasta de setenta y cinco años —ahora debe haber cumplido los ochenta— era un tipo lleno de energía, buen humor y cierto desencanto en la mirada. Pero la vida no le había pasado nada mal por encima. Era la primavera de 1991, atardecía con tonos anaranjados, Budd se había quitado el traje campero y llevaba ropa más cómoda, un polo de manga larga y un pañuelo de seda anudado al cuello. Me habló de su viejo proyecto, más de veinte años con él a cuestas, A Horsejor Mr. Barnum —«A western for Mr. B.», pedía yo—, ahora con Mitchum y Burt Reynolds. Y era cierto. (Una semana más tarde, tuve la oportunidad de hablar con Reynolds —en Kate Mantilini, Wilshire Boulevard— y me dijo que estaba loco por hacer la película de Boetticher.) Al final del día, a punto de despedirnos, y como le había hablado tanto de Seven Men from Now, Budd me dijo: «Está bien. ¿Qué quieres saber?».
Mientras me firmaba un ejemplar de su libro de memorias When In Disgrace —y otro para mi amigo Eduardo Torres-Dulce, uno de los grandes boettichenanos, junto con Miguel Marías, Adolfo Bellido, Chema Prado, Bazin, desde luego, y Jim Kitse—, al tiempo que me escribía con letra muy clara —y muy parecida a la de Howard Hawks—: «To my dear friend José Luis Garci, with profound respect and admiration. Siempre tu amigo», le discurseé: «Lo que siempre me ha intrigado de los westerns de la serie Ranown —de los que más me gustan: Seven Men from Now, Ride Lonesome y Comanche Station— es la incontestable humildad de su estilo. ¿El estilo es siempre una consecuencia de las limitaciones?». Boetticher me miró unos segundos, entornó sus ojos oblicuos, abombó su pecho de campeón de los semipesados y respondió: «No te quepa duda. Si no se pueden hacer grandes cosas, se trata de hacer pequeñas grandes cosas. Ni Randy Scott era Duke Wayne, ni el solar trasero del estudio Monument Valley».
Lo que me fascina de las películas B de B. B. no es la concisión y austeridad con que están filmadas, sino la absoluta correspondencia entre —y perdonen la vieja expresión— forma y fondo. Superficialmente, claro que las Ranown Movies nacen en Colorado Jim, de Tony Mann, una de las obras nodriza más decisivas de los años cincuenta, de la misma manera que Río Rojo se alimenta de la dinámica que mueve El caballo de hierro o Pasión de los fuertes. Pero lo que hace tan personales los westerns de Boetticher —o de Hawks—, lo que los convierte en películas de culto en continua progresión, además de sus estupendos guiones, de la soberbia dirección de actores, de la perfecta selección del paisaje o de la precisa planificación, es que todos esos elementos, más la fotografía, los diálogos, el vestuario, etcétera, se agrupan con una armonía inusitada, y que esos mismos elementos, uno a uno, son autosuficientes.
Una planificación que siempre se concibe en función de la propia búsqueda de los personajes.
Vi Seven Men from Now hace casi veinticinco años, en París. El verano del 72 exactamente, en una salita de —y mis disculpas otra vez por la jerga— Arte y Ensayo, muy cerca del Boul Mich y de la librería La Joie de Lire, tan mítica para nosotros los españolitos que acudíamos a la ciudad de la luz en busca de actualidad y pasado. Asistí a dos pases de Seven Men from Now en el mismo día. Naturalmente, me sabía —incluso podría haberla memorizado— la famosa crítica de Bazin en Cáhiers du Cinema, luego recogida en el libro ¿Qué es el cine? (Rialp), así como los comentarios de Sarris sobre Boetticher en The American Cinema —B. B. aparecía en el apartado Lo esotérico expresivo, y salía muy bien librado— y los piropos que le habían dedicado los chicos de Positif. De Budd yo conocía, por el ciclo de TVE, tres o cuatro de sus películas con Scott y Harry Joe Brown, aparte de sus otros westerns —los de Julia Adams—: Horizontes del Oeste, El desertor de El Álamo y Wings of the Hawk; y Traición en Fort King. Concretamente, El desertor de El Álamo, con unos sensacionales Glenn Ford, Chill Wills, Victor Jory y, claro, Julia —luego Julie— la he gozado desde niño y sigo en ello cada vez que me la encuentro por las televisiones autonómicas. Por no hablar de La ley del hampa, que nació clásica.
Algún día habrá que hablar con el amigo Budd sólo de cine.
Seven Men from Now la recuerdo —no he vuelto a verla— llena de vigor, sombría pero irónica, mineral, muy serena, y con una extraordinaria fotografía en Warnercolor. Los cimientos del serial ya aparecían en aquellas imágenes secas y limpias. En realidad, los westerns de la Ranown son una única película. En todos ellos se encuentra esa desolación que transmite el paisaje, que es como el desierto de Marte filmado por la sonda Viking II, el deslumbramiento por la mujer, la venganza como alimento diario. Todas las películas han comenzado antes de que veamos el primer plano, un jinete cabalgando en la soledad del pedregal, como si el montador hubiera arrancado la primera —y, a veces, la segunda— bobina. El héroe es un hombre maduro, lacónico, nada simpático, un ser errante, viudo, muy dañado. En el otro lado, ellos, los otros, el resto, los villanos, los de la ciudad, un puñado de indios, la gente que vive en las estaciones donde se cambian los caballos y se recoge el correo. Y en terreno neutral, en zona de nadie, la mujer, de la que nos vamos enamorando lentamente, a medida que viajamos. Gail Russell, en Seven Men from Now, también vivía su madurez, estaba ya muy lejos de la chica que enamora a John Wayne en El ángel y el pistolero, sus labios carnosos no son tan apetecibles como en Mil ojos tiene la noche, su morbosidad de niña buena no tiene el erotismo de La venganza del bergantín, sus ojos, ay, están hinchados por el alcohol; pero cuando intuimos su baño en el río, del que sólo vemos los remolinos del agua, descubrimos que es la mujer con la que querríamos largarnos al terminar la aventura. Justo en ese mismo instante también se enamora Scott. Igual ocurre con Karen Steele que, en principio, no parece nuestro tipo. Pero al observarla cabalgar durante el día, al fijarnos en su cintura, en sus hombros, en su pecho, casi siempre de perfil, en sus ojos, despacio, muy despacio, por osmosis, va penetrando en nuestros sentidos. Y una noche cualquiera, mientras tomamos el café aguado y sin azúcar, el café de la alta sierra, a su lado, Scott y nosotros sentimos las mariposas en el estómago. Así ocurre. Intuir de espaldas un baño en un río, compartir una taza de café, adentrarnos paulatinamente en su mirada, comprobar la alegría que nos produce su boca al sonreír. Ese proceso del nacimiento del amor, esas ganas de abrazar a la mujer, el deseo de compartir todas las noches con ella, lo filma Boetticher con una majestuosidad que sólo atesoran los grandes cuando están enamorados y hechizados por el rodaje.
Seven Men from Now es una odisea pequeña, íntima, en la que el malo (Lee Marvin) tiene sus buenas razones, y donde se planifica en función de los actores y del peligro: la amenaza de los indios, alguien que puede desenfundar, los gestos imprevistos, las miradas más personales. Una planificación que siempre se concibe en función de la propia búsqueda de los personajes. La serie Ranown es hoy un valioso mineral del que se extrae oro sin dificultad. El viento, el sol, rodean conductas responsables, personas más que héroes. Peckinpah fue de los primeros en sacar pepitas (Duelo en la alta sierra) y Clint Eastwood de los últimos (Sin perdón).
Algún día habrá que hablar con el amigo Budd sólo de cine.
(1996)