NADA NUEVO SOBRE MARILYN

El primer encuentro de verdad que yo tuve con Marilyn Monroe, la primera vez que la vi despacio, con detenimiento, casi saboreándola, fue ante un cartel a todo color que ocupaba media fachada de un cine de mi barrio. Yo estaba entonces en eso que se llamaba la edad del desarrollo —o del estirón—, estudiaba tercero de bachiller y mayo había brotado con fuerza. Desde por la mañana muy temprano, cuando íbamos al colegio, las calles olían a verano, o lo que era igual, a vacaciones. El único problema era que en el estómago tenías ya metidos los nervios de los exámenes finales. Un solo día, Instituto Cardenal Cisneros, diez asignaturas en jornada de mañana y tarde, ejercicios escritos y orales, según, intermedio para bocadillo de calamares y caña de cerveza en cualquier bar de Noviciado, y hala, a jugarte el curso. Exámenes, ay, tan absurdos, que no evaluaban nada; a los que acudíamos llenos de chuletas y, desde luego, cargados con las dos plumas de rigor (la nuestra, una Júnior 21, y la gorda de papá, esa casi joya Mont Blanc o Sheaffer), no fuera a ser que, horror, se nos acabara la tinta a mitad de la traducción de latín. Ah, y con el traje de los domingos, a pesar del calor, incluida la discreta corbata finita con nudo «windsor» (que nosotros llamábamos «wilson»), Había que dar una buena impresión ante el tribunal. Eso entonces se miraba mucho. Y, bueno, ésa era la cosa. La gran cosa de los exámenes mediados los cincuenta.

«Ahora es cuando hay que estudiar más», nos decían a todas horas en el colegio, en casa, en cualquier parte. «Ya pronto te examinarás, ¿no?», te preguntaba Manolo cuando ibas a su bodega a por el vino, la gaseosa y la media barra de hielo para la fresquera. «Sí, el mes que viene», contestabas sonriente y preocupado a la vez. «Pues venga, duro, aprieta fuerte, que ya es el último esfuerzo.»

Pero apretábamos poco. El cielo era muy azul al salir de clase, anochecía cada vez más tarde y se notaba como un aire de fiesta en la ciudad. Los hombres empezaban a usar zapatos blancos, las mujeres iban con trajes escotados, todo el mundo parecía más alegre en la cola del autobús, mirando escaparates o sentados en las terrazas de los quioscos —horchata, agua de cebada, limón natural— recién instalados en los bulevares de Ibiza y Sainz de Baranda. Todo esto nos producía a los chicos una indefinible sensación de alegría. Se acercaba el verano. Además, también habían abierto Sienna, la heladería italiana de Narváez, donde vendían helados de sabores, hasta entonces, desconocidos: turrón, pistacho, frambuesa…, y, en fin, que era maravilloso jugar en el barrio. Habíamos dejado ya atrás la época del tacón, de las bolas, del peón —adiós, hasta el año que viene—, y ahora nos entregábamos a las chapas en la modalidad vuelta ciclista. Aquella tarde, yo era Langarica, Fontalba hacía de Louison Bobet y Carlos Ureña de Coppi. Los Dolomitas era un tremendo conjunto de nudos de un árbol muy grande que había justo en la esquina de Ibiza con Lope de Rueda. Yo iba vestido con un pantalón corto azul que tenía gomas elásticas en la cintura y con una camisa —las llamaban mambos— que reproducía viñetas de tebeos. Mi pulida y ligerísima chapa Cinzano/Langarica se estaba portando (una, buena; dos, pica; tres, buena), y en la próxima tirada, seguro, iba a coronar en solitario el Gran San Bernardo. Me levanté para dejar sitio a la Martini Rossi de Ureña/Coppi y… entonces la vi. Ocupaba prácticamente todo el mural que anunciaba las películas de la próxima semana: «Marilyn Monroe en Niágara. Color». Debajo, en letras mucho más pequeñas: Pacto tenebroso, con Claudette Colbert, Robert Cummings, Don Ameche.

De común acuerdo, Ureña, Fontalba y yo suspendimos el Giro, cruzamos la calle y nos plantamos ante el cartel.

“Es una chica con la que apetece hablar y pasear. A mí, tanto como las tetas, me gusta su mirada”.

“What sweet girl!… Estaba convencido de que Marilyn sabía a melocotón”.

Marilyn nos miraba sonriente, medio tumbada sobre una especie de valla de piedra, la espalda recostada en una columna; tras ella, el agua de las cataratas se precipitaba de forma tremenda. Llevaba un vestido rojo con mucho escote, muy ajustado, sobre todo en las caderas, con mangas cortas que ella había colocado casi a mitad del brazo para descubrir bien sus hombros. El pecho parecía querer salírsele, y hubiera jurado que estaba tan duro como el cemento; lo tenía alto, grande, poderoso. Daban ganas de meter la mano por el canalillo y estrujarlo con fuerza. En el retrato no se apreciaba bien si tenía la piel color helado de vainilla, como luego supe que había dicho Truman Capote. Pero era un buen retrato. Se notaba que el cartelista era un tipo honrado que se había tomado su trabajo en serio.

Una de las manos de Marilyn estaba como subiéndose un poco el vestido, hasta la rodilla, dejando ver unas piernas largas y —como se decía entonces— perfectamente torneadas. Sus zapatos eran de verano, unas sandalias de tacón alto con pulsera (o tirita de cuero) ajustando el tobillo. Era rubia, tenía la boca grande, las cejas algo arqueadas y los labios (entreabiertos) rojos. Por primera vez, sentí deseos de morder a una mujer. Estaba convencido de que Marilyn sabía a melocotón.

Total, que la próxima semana íbamos a ver Niágara. ¡Bueeno, bueeno, bueno!… Habíamos tenido mucha suerte de que fueran a ponerla en el Ibiza, donde la tabarra aquella del «no tolerada» apenas contaba. Si la hubieran echado en el Ayala, en el Alcántara o en el Salamanca, nada que hacer. En esos cines, y en el terrible Felipe II, eran implacables con lo del carnet de identidad. Aunque fueras con tus padres, aunque te bajaras bien los bombachos, aunque tuvieras algo de barba, como Ortiz, si no tenías los dieciséis años cumplidos, no pasabas. Por ejemplo, Salomé, en el Argel, nada, que nos quedamos con las ganas. Claro que lo de Salomé fue excepcional. Con esta película fueron tan duros porque se decía que a la Rita, por salir tan desnuda en lo de la danza de los siete velos, la había excomulgado Pío XII. Y eso que en España sólo se quitaba tres velos. Pero en Francia, según contaba Fontalba, que lo sabía por un tío suyo que trabajaba en la Renault, la Rita se quitaba todos los velos. «¿Todos, todos?», le preguntábamos. «Sí, sí, todos, palabra», contestaba Fontalba con una seguridad pasmosa. «Pues no me lo creo», decía siempre Abelló. «Que sí, te lo juro. Se le ve todo», insistía Fontalba con superioridad, como si lo hubiese visto él. «Jooder!», respondíamos llenos de asombro. (Lo del carnet, las chicas lo llevaban mejor. Con que se pusieran medias y tacones ya tenían resuelto el tema. Una de nuestras pesadillas era que fueses con una chica al cine y te pidieran a ti el carnet).

El caso es que allí seguíamos los tres, embobados ante la fachada del cine, mirando y mirando. «Es que está buenísima», dijo Fontalba. «Sí», contestó Ureña, y añadió: «Pero, además, me gusta por otras cosas». «¿Qué cosas?», pregunté yo. «No sé, es que es distinta, no sé…». Y Ureña no supo qué decirnos. Tampoco ahora es fácil explicar por qué Marilyn Monroe ha gustado a millones de personas, por qué ha terminado por formar parte de la memoria sentimental de una generación, por qué algunos hemos tenido la sensación de haberla conocido profundamente, incluso en otras mujeres.

Los españoles —grandes y chicos— descubrimos a Marilyn en Niágara. Antes la habíamos visto con Groucho Marx en Amor en conserva, pero sólo un momentito. Nada más aparecía en una escena. Balanceando sus caderas de aquella manera inimitable, entraba en el despacho de Groucho (que interpretaba a un detective), y éste, al verla, decía: «¿Qué puedo hacer por usted?». Antes de que Marilyn respondiera, Groucho miraba a la cámara (es decir, a nosotros) y susurraba: «¡Como si yo no lo supiera!». Luego, volvía su rostro a la mujer y repetía: «¿Qué le ocurre?». Marilyn contestaba: «Oiga, señor, protéjame, me sigue un hombre». Algo que, tanto a Groucho como a nosotros, nos parecía absolutamente normal. La réplica de Groucho era: «¿Sólo uno?»… Después volvimos a ver a Marilyn en La jungla de asfalto, haciendo de amante de Louis Calhern, aunque Calhern siempre la presentaba como su «sobrina» Angela. «Tío Lon», decía ella con gesto perturbador, «me voy a la cama», mientras se levantaba perezosamente del sofá donde estaba tendida. Y Calhern respondía «No me llames tío Lon. Ya sabes que no me gusta», al tiempo que seguía los lentos movimientos de la mujer camino del dormitorio con una mirada majestuosamente sensual. El prodigioso Calhern, casi para sí, añadía: «What sweet girl!», que fue traducido en el doblaje por «¡Qué portento de criatura!».

Pero bueno, lo cierto es que gracias a Niágara muchos millones de españoles tuvimos la oportunidad de descubrir dos maravillas juntas: las cataratas y Marilyn. Para los de mi curso, existió un «antes» y un «después» de Niágara. «Antes» de Niágara no hubo más, me parece, que el bayón de Ana («… hasta que pudo salvarse, todos los peligros se dieron cita en la vida de Ana», decía la publicidad); un poco La Madonna de las siete lunas, melodrama de alta tensión donde una misma mujer, que había sido violada en su infancia, tenía varias vidas, siendo amante, esposa y madre a la vez, y, en fin, los muslos en Technicolor y tostados por el Pacífico, suaves, limpios y con olor a cloro de Esther Williams, sin ninguna duda los mejores muslos de nuestra vida, junto a los de Julia Adams en La mujer y el monstruo. (También entonces me gustaban mucho los labios de Coleen Gray, Debra Paget y Corinne Calvet. En realidad, estaba enamorado de las tres. Durante muchos años, he buscado sus bocas en docenas de chicas; sus pómulos, sus cuellos, el brillo de sus ojos y la especial manera que tenían de sonreír. Y sé que esto que voy a decir es una terrible confesión, pero las veces que tuve suerte en la búsqueda, nunca supe realmente si besaba los labios de la mujer con la que salía o, gracias a un inexplicable y maravilloso milagro, los de Coleen Gray, porque ambas bocas eran iguales: amplias, como afrutadas, equilibradamente carnosas por arriba y por abajo, cálidas y con la humedad justa, flexibles y tersas, compactas y tiernas. Pero sigamos.) «Después» de Niágara, ya cambió todo. Empezamos a hablar seriamente de mujeres, de besos en la boca —a tornillo—, culos, tetas y de eso.

El cura que teníamos en el colegio —aunque el mío era seglar, las clases de Religión nos las daba un Padre, así como las de Formación del Espíritu Nacional eran cosa de un señor de Falange, de bigote finito—, bien, pues don Hipólito, el cura, nos citaba muchas veces a Marilyn. Decía que aquella artista era poco menos que la encarnación del mal y la perdición. Que si era una desvergonzada, que si los divorcios, que «¡imaginaos que una hermana vuestra fuera así!…». A nosotros, claro, aquello nos parecía de lo más apasionante. Me acuerdo que cuando el cura mentaba el nombre de Marilyn, todos —incluso Ayuso, el chivato—, y sin saber bien por qué, nos mirábamos y dejábamos escapar una risita de complicidad. «¿De qué te ríes, imbécil?», preguntaba entonces don Hipólito.

Marilyn Monroe era tan famosa que también se hablaba de ella en casa, y con los vecinos, y con la parentela cuando nos reuníamos en algún santo. Nuestros padres la descubrieron yo creo que con una mezcla de asombro y temor. Les imponía respeto. Su idea de Marilyn iba mucho más allá del «apaño» exótico o de la «querida» sublime y divinizada. Marilyn significaba como un pasaporte —imposible de conseguir, por descontado— hacia mundos de placer, mejor lujuria, que existían (que debían existir) lejos, muy lejos, lejísimos. Nuestros padres, en conversaciones «de hombres», hablaban y no paraban, en voz baja, de que había unas fotos de ella en un calendario que… ¡buenoooo! (Unas fotos que, naturalmente, nadie había visto entonces.) Nuestras madres, sin embargo, estaban como por encima, en muy señoras. Así y todo, a veces se les escapaba esa oculta envidia que le tenían. Y si nuestros padres, por ejemplo, comentaban que Marilyn tenía más delantera que el Real Madrid, ellas contraatacaban argumentando que para qué tanto, que eso era una exageración, una enfermedad como otra cualquiera.

El día antes de ver Niágara, y al darnos don Hipólito su pelmaza charla religiosa de los viernes por la mañana (don Hipólito también era conocido por nosotros como «San Juan Guarrista», por su perpetuo tufo a rancio, una aromática mezcla de sudor, incienso y pies); bueno, pues «el cucaracha», mientras nos largaba su tedioso rollo semanal, no dejó de advertirnos que de ir a ver a Marilyn, nada de nada. Que si queríamos ir al cine, que fuésemos al Narváez, que echaban Flecha rota y Con destino a la luna, las dos en colores, las dos muy bonitas, las dos toleradas. «Niágara tiene», nos dijo, «mucho regodeo erótico para que la veáis vosotros.» Hizo una pausa. Parece que le estoy viendo. Encendió con su Zippo de gasolina uno de aquellos Ideales amarillos, y añadió: «Esto va también para los de quinto y sexto. El que se atreva a ver la película, que se atenga a las consecuencias. Ya veréis cómo me entero de quién va o no va». (Por supuesto que sería Ayuso, una vez más, el que le iría con el soplo cuando le ayudara a misa el domingo.) Luego, tras rezar en pie la Salve, don Hipólito nos dejó con su despedida habitual: «Y si os viene la tentación, sobre todo a los mayores, pues ya lo sabéis: chorrito de agua fría al miembro».

“Marilyn nos miraba sonriente, medio tumbada sobre una especie de valla de piedra, la espalda recostada en una columna. Tras ella, el agua de las cataratas se precipitaba de forma tremenda”.

Vi Niágara, con mis padres, el sábado por la noche, con el Ibiza a tope. Y vi, también, al día siguiente, Con destino a la luna, que tenía unos efectos especiales maravillosos y, sobre todo, una secuencia inolvidable cuando el Pájaro Loco explicaba —en un dibujo animado— a la tripulación de la nave destinada a la Luna (y de este modo, a nosotros), todo el problema de la gravedad, cómo contrarrestarlo, lo que ocurría una vez fuera de la órbita de gravitación, etcétera, por el procedimiento de disparar una escopeta contra el suelo. Fantástico. De dejarte con la boca abierta. También era fenomenal Flecha rota, la historia de dos «hermanos de sangre»: Cochise/Jeff Chandler, el gran jefe de los apaches chiricahuas, y Tom Jeffords/James Stewart, el hombre que selló la paz entre dos pueblos que no conocían otra ley que la del más fuerte. Por cierto, Flecha rota fue la primera película donde yo vi que los indios eran tratados con dignidad y respeto. Todo un programa doble.

Pero Niágara era mucho Niágara. «A raging torrent of emotion that even nature can’t control!».

Durante varios días, en clase (todos la habíamos visto, incluido Ayuso), no se habló más que de Marilyn y de la película. Teníamos grandes discusiones. No había manera de ponernos de acuerdo en lo del regodeo erótico. ¿Qué era eso exactamente? Más importante: ¿dónde estaba? ¿en qué escenas?… Todos habíamos buscado con ahínco, pero nada. Fontalba mantenía que el regodeo erótico tenían que ser las palpitaciones del cuello de Marilyn cuando besaba. «¿No os fijasteis? Era como si el cuello estuviese vivo.» (Ni Fontalba ni ninguno, claro, sabíamos que un director de cine, Billy Wilder, había dicho que algunas mujeres tenían carne que daban en la pantalla como carne; mujeres ante las que sentías que podías alargar la mano y tocarlas.) Luis Vilches, que quería ser marino mercante, aseguraba que el regodeo erótico era la especial forma de andar que tenía, el cómo se meneaba (nuestras madres comentaban que parecía coja. «Sí, sí, coja», pensábamos nosotros).

Una cosa estaba clara: Marilyn hablaba de otra manera, miraba de forma distinta —¡cómo parpadeaban sus ojos!—, y su boca, casi siempre entreabierta, ¿no era también diferente?… Cuando ponía aquel disco —«Kiss», se llamaba, y gracias a él aprendimos a decir beso en inglés, mira por dónde—, supimos que habría de pasar mucho tiempo para ver a una mujer poner un disco así. Porque esa mujer estaba desnuda bajo su vestido rojo. Otra cosa. Su marido, Joseph Cotten, ¿por qué estaba siempre tan desasosegado este hombre?… Total, como nadie se atrevía a preguntar en casa qué demonios era el regodeo erótico («Yo no es que tenga miedo a preguntárselo a mi padre», decía Martos, el que mejor jugaba al fútbol, «es que estoy convencido de que él tampoco lo sabe»), bueno, pues nada, al final decidimos que estaba en aquella escena cuando la cámara seguía a Marilyn, de espaldas, retratándola sólo desde la cintura hasta las rodillas. Lo único que se veía, junto al paisaje, eran unas caderas, un culo, unas nalgas monumentales. Uf. En cambio la escena que llamaban «del adulterio» nos defraudó bastante: ella y su amante entre las rocas, bajo las cataratas, el ruido del agua, sí, bien, pero iban vestidos con los impermeables amarillos.

Como siempre, lo más interesante lo dijo Ureña. Nos confesó que, nada más terminar la película, le pareció bien que Marilyn muriese y que Jean Peters se quedara a salvo con Casey Adams, el estúpido de su marido. Pero que más tarde, ya en casa, solo en la cama, únicamente pensó en Marilyn. A todos nos pasó como a Ureña. Nuestra obtusa moral del Ripalda hizo que contempláramos a Marilyn, aparte de con fascinación, con una cierta sensación de culpa, de pecado. Estábamos programados para que nos gustara más Jean Peters, que por cierto estaba guapísima en La mujer pirata y en Un grito en el pantano. En principio, aceptábamos —no con mucho entusiasmo— que Marilyn pagara su delito. Así nos parecía que quedábamos como más a salvo. Pero era engañarse. Quien de verdad nos atraía era aquella rubia llamada Rose Loomis, que, sin metáforas de ningún tipo, brillaba mágicamente en la oscuridad de nuestros dormitorios.

Hasta hicimos una encuesta. ¿A quién le gustaría tener por novia a Marilyn?… Todos nos echamos atrás. Nos gustaba, nos gustaba muchísimo, pero no como novia. Marilyn no era una dulce muchachita tipo Pier Angeli en Mañana será tarde o Teresa. «Para novia», decía Vázquez Brull, el primero de la clase, «prefiero a Ann Blyth». Otros hablaban de June Allyson (en la Jo de Mujercitas), de la Jean Simmons de La isla perdida…, hasta que Ureña dijo: «Pues yo me casaría con ella». «¿No te importa?», le preguntó Ayuso. «A mí no, ¿por qué?», le respondió. Ayuso sonrió mirándonos, como dando a entender, y después dijo: «¿Y la fama que tiene? ¿Y lo que dicen de ella?…» Ureña, muy seguro, le cortó, diciéndole: «Ayuso, eres un gilipollas. Una cosa son los papeles que hace y otra cómo es ella de verdad». Y dirigiéndose a todos, continuó: «A mí me gusta mucho. Pero no sólo porque es guapa y está como un tren. Creo que tiene que ser muy simpática; es una chica con la que apetece hablar y pasear. No es nada falsa. Te mira a la cara. A mí, palabra, tanto como las tetas, me gusta su mirada». Durante un momento, Ureña me pareció el Garrón de «Corazón» de Edmundo De Amicis.

Aquel año casi todos aprobamos el curso. Y al año siguiente olvidamos las chapas por los billares. Y pasó el tiempo. Y fuimos creciendo mientras veíamos a Marilyn en muchas películas, la mayoría en CinemaScope —ah, el CinemaScope, «un nuevo milagro que usted presenciará sin gafas»—; incluso en alguna llegamos a ver sus bragas blancas (La tentación vive arriba, que llegó con mucho retraso), hecho histórico que acaeció en Manhattan, entre la calle 52 y Lexington Avenue; hay lugares que no se olvidan nunca. De cualquier forma, no volvimos a tener un impacto tan fuerte como el de Niágara, uno de los films más húmedos que yo recuerdo. Según crecíamos, el mundo —también aquí, aunque menos— fue cambiando. Y un día, casi todos llegamos a la conclusión de Ureña. Pues sí. Aquella «rubia tonta» —de tonta, nada— podía ser nuestra novia, esa chica con la que uno podía casarse, la que se presentaba en casa y caía tan bien a nuestros padres, igual que Pier Angeli. Pero ese día se murió.

Ha pasado mucho tiempo desde que Ureña, Fontalba, el resto de la clase y yo vimos Niágara. Y muchos años también desde que Marilyn murió. Veinticinco. Y se notan, se notan en uno esos veinticinco años. Se notan, a veces, demasiado. Cuando ahora recuerdo la primera aparición en Vidas rebeldes de aquella mujer capaz de deshelar Alaska, ante un espejo, pintándose los labios, reconozco en su mirada una pureza emocionante, una terrible soledad, una patética indefensión. Es la misma mirada que supo ver Ureña a sus doce o trece años. La mirada, no de un mito, no de un sex-symbol, no de una extra con frase en películas B de la Fox, no de una putita barata para viajantes de Kansas City que se pinta las uñas de los dedos de los pies al rojo vivo, sino la mirada de un ser humano. Caramba, Ureña, qué listo eras. Otra vez me dijiste, ya en Preu, me parece que después de ver Bus Stop («Hola, amigo. ¿Puede invitarme a un trago? Tengo la boca tan seca que escupo algodón») en uno de aquellos inolvidables programas dobles del Cine Azul: «¿No ves que se pasa toda la película pidiendo perdón por lo guapa que es?».

Precisamente en Bus Stop, Joshua Logan supo adivinar que en Marilyn, además de una persona, había una actriz brillante. Creo que nunca estuvo mejor que en aquel personaje inventado por William Inge (autor de la obra), George Axelrod (guionista) y Logan (director). Marilyn era realmente Cherie, la pueblerina que deseaba triunfar en Hollywood. Había mucho de ella misma en esa pálida muchacha procedente de los Ozarks, que cantaba calamitosamente «Esa vieja magia negra» ante un público de cowboys en el destartalado y bullicioso club nocturno de Phoenix, Arizona, y que en un arrugado mapa había trazado, con su barra de labios, una línea recta entre su pueblo natal y Hollywood, «¡ese maravilloso lugar donde a una la descubren, la prueban y le puede pasar todo!».

En Bus Stop están los mejores primeros planos del rostro de Marilyn —la escena de amor en la terminal de autobuses, junto a la chimenea—: encuadres de cejas a boca, al viejo estilo de los de Garbo o Marlene, pero aquí en CinemaScope, que dejaban al descubierto su timidez, su inocencia y su fragilidad en la profundidad de aquellos ojos grandes y miopes. Toda una declaración de amistad por parte de Logan. Es por ello, posiblemente, por lo que en la escena final de Bus Stop, cuando Cherie se pone el chaquetón de piel de Don Murray, antes de subir al autobús, está el mejor instante interpretativo de toda la carrera de Marilyn. Aunque también en Vidas rebeldes hay una escena mágica. Después de haber pasado la noche juntos, Gable prepara el desayuno. Roslyn/Marilyn se sienta a la mesa. Es una mujer feliz, llena de ilusión, un poco asustada de ese bienestar que siente por dentro, pero está tranquila. Como si por primera vez sintiera que cada cosa —que su vida— está en su sitio. Es mi favorita entre todas las escenas de Marilyn. Quizá porque siempre que la veo pienso en Ureña con ella. Cuando nos dijo que le gustaría ser novio de Marilyn, cuando trató de convencernos de que era una chica igual que las que paseaban su tedio las tardes de los domingos por las calles de nuestro barrio.

(También Marilyn fue una actriz enormemente dotada para el género musical. Sus «números» de «Diamonds are a girl’s best friend» y «My heart belongs to Daddy», de Los caballeros las prefieren rubias y El multimillonario, respectivamente, han vencido al tiempo y, cada año, nos parecen más frescos, más llenos de humor, más brillantes. La voz de Marilyn —terciopelo— y sus movimientos —sensualidad que nace espontánea— han sido tan importantes como sus labios o su sonrisa).

Cuando Marilyn Monroe murió (¿asesinada?) en Hollywood, en su casa de Brentwood, durante el verano del 62, a los treinta y seis años de soledad, se habló mucho del fin de una época, del Nembutal, del insomnio, del se acabó el star-system, del adiós a la era del plexiglás; se escribió que nacía un tiempo nuevo, una década prodigiosa, una flamante sensibilidad, una vertiginosa sociedad de consumo (realmente la imagen de Marilyn viva, muerta, viva otra vez, ha sido como un anuncio, como una valla publicitaria que anunciaba los sesenta); pero, que yo sepa, sólo mi amigo Ureña, en aquel agosto de «La ciudad y los perros» de Vargas Llosa, del «Love me do» de los Beatles, de las latas de sopas Campbell de Andy Warhol, de los cosmonautas soviéticos que dieron la vuelta al mundo, del follón de la talidomida, del inicio del Vaticano II; sólo mi amigo Ureña, insisto, me comentó una noche mientras tomábamos el fresco en una terraza de la Plaza de España, después de salir de un cine de la Gran Vía, esto: «¿Has visto? Nadie parece darse cuenta de qué además de haberse muerto una estrella, una actriz, una pin-up, una foxie-blondie, un mito, también se ha muerto una mujer».

«Marilyn Monroe dead, pills near star’s body are found in bedroom of her home on coast/Police say she left no notes; Official Verdict Delayed», fueron los titulares del «New York Times».

«El público es el único hogar con el que pude soñar», dijo una vez la rubia.

(Ah, Norma Marilyn es el nombre de una de mis hijas. A Ureña le he perdido la pista. La última vez que supe de él, a finales de los setenta, andaba por Estados Unidos, me parece que en Boston, dando clases en una universidad).

(1987)