DONEN
¿Qué rayos ha pasado con Stanley Donen en los últimos veinte años? Amigo, eso es mucho preguntar. En realidad, la cuestión sería: ¿quién demonios es Donen desde que MGM clausuró la era de los musicales o, precisemos más, desde finales de los sesenta, y por qué va por ahí haciendo películas de repertorio que nada tienen que ver con su talento?… El eclipse de Donen sólo es comparable al misterio de sus realizaciones compartidas con Gene Kelly y George Abbott. Aun así, vamos a ver. Se ha escrito hasta la intoxicación que Orson Welles hizo Ciudadano Kane con veinticinco años; en cambio, jamás he leído que Donen filmó Un día en Nueva York (con Kelly) sin haber cumplido los veinticuatro. Pero no termina aquí el impreso de solicitud de Donen al Guinness, modalidad «Genio más joven». A los veintisiete (y también con Kelly), dirigió Cantando bajo la lluvia; a los veintinueve, Tres chicas con suerte y Siete novias para siete hermanos; a los treinta, Siempre hace buen tiempo (otra vez con Kelly); y a los treinta y dos, The Pajama Game (con Abbott) y Una cara con ángel. (Por cierto, The Pajama Game es una película histórica. Broadway, la meca de las comedias musicales, posiblemente no existiría hoy tal y como la conocemos si Donen y Abbott no hubieran hecho esta obra extraordinaria, cuyo mayor mérito fue renovar la alegría y el asombro que produce siempre contemplar un buen espectáculo musical en directo. The Pajama Game fue un poco el Cantando bajo la lluvia de la escena —debido a su éxito, la gente volvió a acudir en masa a los teatros que se amontonan entre las calles 40 y 50 West, de la misma forma que Cantando bajo la lluvia permitió que muchos Estudios dieran luz verde a proyectos musicales que habían sido arrinconados—).
Como vemos, el récord de Donen no lo tiene nadie en el cine de chico-busca-chica entre canciones. Ni Cukor (con Las girls y, sobre todo, Ha nacido una estrella, la gran obra trágica de un género normalmente risueño); ni Mamoulian (con sus magníficas Summer Holiday y La bella de Moscú); ni el tándem Bacon-Berkeley y su legendaria La calle 42; ni Sandrich y sus películas con Astaire y Rogers (La alegre divorciada, Sigamos la flota, Sombrero de copa,…); ni, en fin, el gran Minnelli, autor de un par de obras maestras incontestables: Cita en San Luis y Melodías de Broadway 1955, y olvido voluntariamente las tan, para mí, sobrevaloradas Un americano en París, Brigadoon y Gigi. Creo, pues, que no hay duda de quién debe sentarse a la diestra del dios padre Arthur Freed, allá junto a las verdes colinas de atrezzo, según se sigue la neblina azulada (de la máquina de humos), a la derecha.
Sigo mirando la filmografía de Donen. Hasta Dos en la carretera, 1967, produce vértigo. Apenas dos o tres de sus películas no son realmente buenas. Las que hizo con Yul Brynner (Volverás a mí y Una rubia para un gángster) se ven hoy con dificultades, a tirones, sin ningún entusiasmo. La peor de aquel período, sin duda, fue Arabesco, donde un reparto equivocado (Greg Peck y Sofía Loren) luchaba inútilmente contra aquella epidemia del op, que, a mitad de los sesenta, esterilizó decorados, maquillajes, vestuario y, desde luego, encuadres y movimientos de cámara. Pero Donen había hecho ya media docena de obras imperecederas. A pesar de ello, no tuvo ni el respeto ni el prestigio de los auténticamente grandes. Ni los críticos clásicos ni los modernos, ni los duros ni los afeminados, colocaron a Donen a ningún lado del Paraíso. Cierta crítica universitaria le acompañó con cariño no más de un par de temporadas. Los nostálgicos de los cineclubs europeos, sí, ésos darán siempre su voto a Cantando bajo la lluvia en vez de a La ley del silencio, pero poco más. Desde mi punto de vista, el problema no está en que Donen haya compartido en ocasiones su talento con gente estupenda (el cincuenta por ciento de Donen es más que el cien por cien de Losey, Schlesinger, Lester, Robert Altman y un etcétera de medio folio), sino que triunfó demasiado pronto en un género que se murió enseguida. En otro sentido, eso le pasó también a Dashiell Hammett. Le habían dicho que era tan bueno, que se asustó, y los últimos quince años de su vida no tecleó una sola frase.
Cuando Donen filmó su hoy envejecida Dos en la carretera apenas había cumplido cuarenta y un años. Este musical sin música es el gran estudio anatómico de la pareja de la década prodigiosa —Audrey Hepburn y Albert Finney—; tenía una envoltura sofisticada, casi light, pero por dentro, ay, era tan amarga como un pomelo temprano. En cualquier caso, hay que decir toda la verdad. Donen siempre necesitó de buenos guiones, como la mayoría de los maestros, claro, pero él más. Huston, por ejemplo, se las apañó siempre para trabajar con escritores de primera a quienes, por cierto, les persuadía para que le dejaran firmar con ellos. Es un arte. Donen no lo ha tenido. El guión de Dos en la carretera (de Frederick Raphael) era tan bueno como los del pasado, de Comden y Green, etcétera, y Donen lo puso en imágenes como si fuera un chico de la “nouvelle vague”. Ese creo yo que es —hoy— el fallo. Y, sobre todo, que habían llegado otros tiempos. Los escritores empezaron a dirigir sus historias: Woody, Coppola, Benton, Schrader, Oliver Stone… David Mamet.
Stanley Donen en plena filmación de Página en blanco.
Un día en Nueva York sólo tuvo una semana de rodaje en Manhattan. Fue suficiente para abrir una ventana que se llevó por el aire los musicales de Estudio y blanco y negro de los años treinta y cuarenta. Jamás una cámara se había movido, al ritmo de la música, con mayor elegancia, humor y alegría. Se salía del cine con más vida que se entraba. En Cantando bajo la lluvia se aplaudía en la sala cuando Kelly se alejaba chapoteando, y todavía más: una nada abstracta corriente de afecto te unía al compañero de butaca. La versión del rapto de las sabinas en el Oregón de 1850 —Siete novias para siete hermanos— unía por igual a niños, padres y abuelos. Y no era una película de Disney. Mientras unos tipos levantaban un granero o se lamentaban enfermos de amor, la sala entera se llenaba de energía, fluido o lo que fuera, que hacía realmente felices a los espectadores. Una cara con ángel fue el techo. Todos supimos que jamás se podría igualar aquello. París, la moda, la alta costura, Astaire, Audrey empleada en una librería, luminosidad… Un prodigioso musical hecho sólo por Donen, y no en MGM sino en Paramount. Luego, otra vez Audrey, envuelta en Givenchy y Mancini y con la muerte en los talones, nos dejó boquiabiertos. Charada. La primera película de diseño que se conoce. Grant y Audrey formando un equipo que iguala en complicidad y clase al de Tracy y Kate. Sternberg se llevó la raya del pelo de Cary Grant de la izquierda a la derecha, todo un hallazgo, pero Donen consiguió que se duchara vestido y, más aún, nos enseñó cómo se afeitaba el hoyito de la barbilla. Charada. Eso sí es un homenaje a Hitchcock y no lo que luego ha hecho Brian de Palma. Charada. Zumo de cine que siempre se echará a perder en un televisor.
Y después, ¿qué diablos ocurrió después? La escalera, El pequeño príncipe, Los aventureros de Lucky Lady, Saturno 3… todas películas equivocadas, fuera de lugar, en otro tiempo. Movie, Movie es una obrita de culto menor. Y Lío en Río recuerda el Diez de Blake Edwards: el enredo se alarga tanto que termina por aplastar la historia. En cambio, me encanta Página en blanco, que tiene un reparto fabuloso: Grant, Deborah, Mitchum —más neutro que de costumbre—, Jean Simmons. Es una comedia de tresillo, salón y diálogos brillantes entre gente rica. Tiene clase a toneladas, encuadres mágicos y un ritmo misterioso. Es cine. Hay alegría de filmar. Es una de las últimas buenas comedias que se han rodado en un decorado. El solo hecho de que alguien se siente a tomar un té irradia cultura, ética, civilización o como rayos se llame.
Ahora, en 1989, Stanley Donen tiene sólo sesenta y cuatro años. Vive encerrado en el jardín de su casa con un guión en las manos. De vez en cuando, toma el coche y viaja quince minutos hasta su club de golf. Es un clásico vivo, un lujo que el cine de hoy no puede permitirse. Estamos hablando de una persona que a los diez años bailaba sobre los escenarios y que a los dieciséis ayudaba a Gene Kelly a montar en Broadway «Pal Joey». Un tipo que ha tenido tras su cámara movediza a estrellas como Audrey y Grant, Sinatra y Burton, Ann Miller y Vera Ellen, Cyd y Liz, Fred y Gene, Rex Harrison y Bob Fosse, Ingrid Bergman y Deborah Kerr… Hay que recuperarle. Aunque sólo sea para que haga los videoclips más elegantes, imaginativos y alegres de nuestros Sonys. Como lo fueron aquellos llamados «Good morning», «Prehistoric man» o «Think pink».
(1989)