TAMBORES LEJANOS

Durante el verano del 53 yo tenía nueve años y vi la Final de la Copa del Generalísimo en el Fondo Norte de un Chamartín abarrotado y con avalanchas cada vez que se sacaba un córner (Barcelona, 2 - At. Bilbao, 1); seguí por radio las escaladas de Loroño en el Tour (me parece que se proclamó “Rey de la Montaña”, habría que mirarlo); jugué todas las noches al pañuelo, en el Retiro, con una pandilla de chicas estupendas que vivían en Menéndez Pelayo (me enamoré de una de ellas, Tony, que se parecía a Debra Paget); mis padres me llevaron tres veces al Museo del Prado, una al de Ciencias Naturales, seis a la lucha libre y al boxeo (a la Plaza de toros de Las Ventas y al Campo del Gas), y, en fin, aquel verano conocí a Gary Cooper.

Todo el año 1953 tuve que ser un buen chico, comer mucho y deprisa, deprisa, estudiar más, no darle ningún disgusto a mi madre y limpiarme a fondo los oídos todas la mañanas; si no, mi padre no me habría llevado tantas veces al cine y al fútbol, al Price en invierno, a las veladas de lucha libre —saludos, Chausson, Lambán, Henry Plata, Bengoechea y el resto, donde quiera que estéis—, a ver los entrenamientos del Madrid, al teatro… y, menos aún, al recién inaugurado hotel Hilton a una rueda de presa. Mi padre, además, trabajaba en el Palace, el hotel de la competencia. Creo recordar que le pidió el favor a un amigo que tenía en Equipajes o Cocina. El caso es que allí estaba yo, vestido de domingo, sin atreverme a respirar, en un salón precioso lleno de gente —que a mí me parecía muy importante, sobre todo por lo bien vestida— bebiendo whisky. Y allí estaba Gary, altísimo, seis pies y tres pulgadas (uno noventa), muy delgado, con unos fantásticos ojos de color azul piscina, ojos casi irreales que miraban con tristeza en medio de una educada sonrisa. También estaba su mujer, Rocky, con cierto parecido —ahora lo pienso— a la Joan Crawford de Mujeres frente al amor. Nunca he olvidado dos cosas. Cooper fumaba un Chester y no había ningún cenicero a su alcance. En vez de echar la ceniza al suelo, lo que Gary hizo, disimuladamente, fue ir dejándola caer en su otra mano. Hasta que alguien advirtió lo que ocurría y trajo un platito. La otra cosa que tengo clavada es que Gary Cooper parecía un hombre gastado; no envejecido, no: gastado. Un tipo abatido, débil, desolado. Esa persona elegantemente vestida —decían que se había hecho algunos trajes en una sastrería de la Gran Vía—, a la que hacían fotos sin parar, no era Marco Polo, ni Beau Geste, ni el sargento York, y menos todavía el heroico marshall de Solo ante el peligro. (Por cierto, a los chicos del barrio, la prestigiosa película nos pareció muy lenta y con poca acción, demasiadas caminatas por el poblado y escasos tiros, bah, unos pocos al final, aunque, eso sí, Cooper estaba fabuloso. Era una película del Oeste rara, como para gente mayor. También recuerdo que nos pasamos muchos meses tarareando y silbando el “Do not forsake, oh my Darling”). Bueno, lo que trato de decir es que Cooper, el mítico Gary Cooper, la gran estrella del cine, era un hombre como muchos otros que yo había visto, una persona normal, alguien con precauciones, con problemas, en una palabra: humano, sin aureola, sin despedir chispitas de luz, que es lo que yo creía que les pasaba a todos los astros de la pantalla.

Muchos años después supe que aquel mismo día del Hilton, quizá media hora antes de la conferencia de prensa, un amigo suyo, el columnista Radie Harris, le había dicho a Cooper: “Pat se casó ayer. Con un escritor inglés llamado Roald Dahl”. Pat, Patricia Neal, fue sin duda la relación sentimental más importante que Cooper tuvo nunca, y tuvo muchas, incluyendo a su esposa, a Clara Bow, a Lupe Vélez, a Marlene, etcétera.

Una de las Nueve Sinfonías de Raoul Walsh.

En octubre del 54, apenas iniciado el curso —hay fechas que no se olvidan nunca—, vi Tambores lejanos en el cine Alcántara. Literalmente, me dejó febril. Siempre ha sido una de mis películas favoritas de aventuras…, pero la interpretación de Coop me pareció más lacónica de lo habitual, menos vigorosa. ¿Estaba Cooper tan triste como yo le veía o era producto de mi experiencia del Hilton? Entonces yo no sabía que la cámara puede capturar un estado de ánimo, un brillo o un no brillo especial de la mirada, fatiga en el caminar, el más pequeño gesto de desencanto. Eso es lo que yo creía ver —y sentir— en Tambores lejanos. Melancolía, desilusión, algo que no podía pertenecer ni al guión ni a la dirección de Raoul Walsh.

Cuando Gary Cooper se fue a Florida en 1951 a filmar aquellas estupendas peleas con los indios semínolas, los mosquitos, las serpientes y los pantanos, se encontraba en el peor momento de su carrera. Su salud no era buena. Las secretas operaciones de hernia empezaban a preocupar seriamente al actor. Anímicamente estaba K. O. Lleno de remordimiento por haber abandonado su casa y, más aún, a su hija María. Pero sin atreverse tampoco a vivir abiertamente con Pat Neal. Cooper se había instalado en el Bel-Air Hotel, aunque la relación de ambos —que había nacido durante el rodaje de El manantial, la extraordinaria película de King Vidor— era ya de dominio público. Aún así, Coop insistía en vivir el clásico backstreet affair. (Hay en El manantial un beso entre Pat y Gary que podría ser la radiografía de su turbulento romance, y que, además, es uno de los más apasionados y sinceros que jamás se ha visto en pantalla.) Pero el gran problema era que, por primera vez en quince años, el nombre de Gary Cooper no aparecía en las listas de los diez actores más taquilleras. Sus últimos trabajos habían pasado sin ningún entusiasmo (Puente de mando, El rey del tabaco, Dallas, ciudad fronteriza,…), y lo peor es que los buenos guiones siempre se los ofrecían a sus amigos antes que a él. Así, Tracy cogió El padre de la novia; Duke Wayne, El hombre tranquilo; Bogie, La reina de África; Jimmy Stewart, Winchester 73… Y, bueno, no conviene olvidar que Solo ante el peligro era un western B, y que su productor, Stanley Kramer, se lo ofreció antes a Heston, Wayne y Brando. Por suerte para Coop, que obtendría su segundo Oscar, todos rechazaron el excelente guión de Carl Foreman.

Por primera vez en quince años, el nombre de Cooper no aparecía en las listas de los diez actores más taquilleros.

Si es como yo la recuerdo —tristeza de Cooper aparte—, vale por una película maravillosa. Además, siempre quedará en mi retina como esa obra en la que yo descubrí que una cámara no sólo era capaz de retratar a las personas, sino que podía meterse dentro de ellas. En fin, una de las Nueve Sinfonías de Raoul Walsh, junto a The Roaring Twenties, Pasión ciega, El último refugio, Murieron con las botas puestas, Gentleman Jim, Objetivo: Birmania, El mundo en sus manos, Juntos hasta la muerte y Al rojo vivo.

Los Everglades, Coop afeitándose con un cuchillo de los que usaba Jim Bowie, la lucha final con el jefe indio bajo el agua, Arthur Hunnicutt mascando tabaco (nunca existirá mejor guía o explorador que él), un color verde esmeralda iluminándolo todo, cine en estado puro, un clásico. Claro que, como muy bien dice David Mamet, las cosas cambian.

(Ah, las escenas se sucedían unas a otras por medio de una especia de cortinilla que salía de los lados. Es decir, veías la escena que venía a continuación sin que desapareciera del todo la que estabas mirando. Eso también lo hada De Mille en El mayor espectáculo del mundo, y muchos más, claro. Era un bonito procedimiento que, junto a los fundidos, encadenados, etcétera, se llevaron los primeros vientos de los sesenta —la nouvelle vague, sobre todo Godard y su Al final de la escapada— a punta de montaje de cortes secos).

(1989)