KING

Henry King hizo tantas buenas películas como los mejores —a excepción de John Ford, siempre un caso aparte, quizá porque se unen en él las cualidades de «director» y «autor» mejor que en ningún otro—, pero lo cierto es que King nunca tuvo la fama ni el prestigio de gente de la División de Honor como Stevens, De Mille, Vidor, LeRoy o Bill Wellman. Junto a sus compañeros Hawks y Walsh, Henry King vivió un increíble anonimato crítico durante muchos años. Y es curioso, porque King tuvo un éxito espectacular en sus comienzos: Tol’able David, verdadero clásico del período silencioso, una película que superaba al maestro Griffith en suavidad y armonía. King fue el alumno más amado de D. W y el que nunca, bajo ninguna presión, renunció a él. Tol’able David mostraba la vida rural del «viejo y profundo Sur» con trazos llenos de emoción y honradez. No es una de aquellas estupendas comedias caseras de James Cruze, ni tampoco una obra con especial atención por las miradas sutiles, tipo Borzage. Tol’able David es la reconstrucción de un mundo primitivo, sensible, bueno, con olor a tierra tras la tormenta. Es la oración de Gettysburg puesta en imágenes. Si Lincoln —aquel joven Lincoln de John Ford y John Cromwell, el abogado larguirucho que se ganaba a la gente de Illinois con honestidad y humor— hubiera hecho cine, ay, creo que habría filmado con la misma ilusión de King, detallando lo trivial, deteniéndose en las costumbres, mirando tras la cámara con idéntica sencillez. Andrew Sarris asegura que King está en los libros gracias a Pudovkin, a la admiración que el director soviético sentía por Tol’able David. En realidad, lo que hizo Pudovkin fue escribir un artículo en «On Films Technique» alabando el montaje de King, su respeto por la integridad de cada imagen y su claridad de relato. Los tres primeros planos de Tol’able David son: el valle, la casa, la familia, casi los mismos de Ramona. ¿Cuántas películas hemos visto que empezaban así? En cualquier caso, si Henry King vuelve a aparecer en los libros —todavía no lo ha conseguido, al menos en la forma que él merece—, creo que no será por sus películas más grandes o famosas —La feria de la vida, Ramona, Chicago, Tierra de audaces, La canción de Bernadette, Wilson, El pistolero, El príncipe de los zorros, David y Betsabé, La colina del adiós o Esta tierra es mía—, sino por unas obritas magistrales que hoy siguen olvidadas y que, por su sinceridad, simplicidad y energía, merecen un lugar de privilegio junto al mejor cine permanente. No quiero decir con esto que El pistolero —el primer western de interiores, cine casi claustrofóbico, un experimento asombroso— no sea una obra admirable, genialmente filmada, sino que El vengador sin piedad —también con Gregory Peck— tiene una intensidad mayor, una potencia «física» que sólo se da en los artistas que advierten pasar sobre ellos la erosión del tiempo. En El pistolero, excepcional blanco y negro, un forajido busca la vida tranquila, se siente cansado y —tal vez— arrepentido, desea «vivir en paz»; bien, todo esto lo «vemos». En El vengador sin piedad, en cambio, «sentimos» la demolición interna del personaje, su evolución, la descomposición de sus sentimientos. Produce asombro ver cómo los viejos maestros, cuando saben que ha llegado su ocaso, exponen, más allá de la melancolía, una sombría desesperanza en el ser humano, una negrura que asusta. En el western, es el caso de Hathaway (Del infierno a Texas), de Allan Dwan (Al borde del río), de Vidor (La pradera sin ley), de Ford (Siete mujeres, que claro que es un western), incluso de Mulligan (La noche de los gigantes) o de Richard Brooks (Muerde la bala), y un largo etcétera. Por su parte, Wilson, o las también biografías de Irving Berlin (Alexander’s Ragtime Band), de los hermanos James (Tierra de audaces) o de Stanley y Livingstone (El explorador perdido), están empapadas de observación y espontaneidad, de oficio y ritmo, son entretenidas y emocionantes. Pero todas juntas no pasan de ser un borrador de Días sin vida, la película más olvidada del cine norteamericano de los años cincuenta. Jamás el proceso de la autodestrucción de un hombre —el escritor, y hoy mito, Scott Fitzgerald— ha sido filmado con mayor educación, respeto, amor y precisión. King falló trasladando al cine el mundo de Hemingway, sus personajes y estilo de vida —Las nieves del Kilimanjaro y, sobre todo, Fiesta—, quizá porque el verdadero Hemingway «es» Casablanca o Retomo al pasado, pero con Fitzgerald el acierto de King fue total. El autor de «El gran Gatsby» llena de vida cada fotograma de Días sin vida: el encuentro con Sheilah, sus coqueteos, ese plano fantástico antes de que Scott muera, cuando mira a su compañera y los ojos de Peck parecen decirnos que cada cosa está en su sitio. Obras así abundan poco en la cultura de nuestro tiempo. King fue un director tan dotado para reflejar los amores tardíos como sabio para adentrarse en el paso del tiempo. Mi amigo el actor Cesare Danova, que trabajó con King en Suave es la noche —otra vez Fitzgerald para las antologías—, una madrugada, mientras bebíamos bourbon en su bonita casa de Encino (casa que antes había sido del también actor Misha Auer), me dijo, refiriéndose a Henry King: «Era un hombre encantador. Nos hablaba con verdadero cariño. Sentía pasión por el cine. Con los técnicos era agradable y simpático. Planificaba sin titubeos, con rapidez, pero era capaz de gastar una hora en la búsqueda de un gesto, de una mirada, de un tono especial en la voz. Era sencillo y cordial, un sabio de cine».

“Henry King fue quizá la más preciada joya de Twentieth Century Fox”.

Y, además, tuvo tanta clase que se murió haciendo creer a sus amigos que se sentía feliz por la acogida que tuvieron sus películas. Es lamentable que todavía no sepamos distinguir una pieza tan magistral como Días sin vida (la estupenda Generación perdida, de John Byrum, ha bebido en los trazos precisos y luminosos de King) de tanta falsificación como hay en el cine «personal» de los ochenta y setenta. Y más lamentable resulta aún que siga ignorándose esa comedia genial titulada Cómo la conocí, que se podía alinear junto a La fiera de mi niña, El diablo dijo no o Las tres noches de Eva. Con un color tan extraordinario como el de El hombre tranquilo, un diseño de decorados que empequeñece My Fair Lady y un pulso narrativo similar al de McCarey en La picara puritana, Henry King evoca en Fox unos pueblerinos años veinte llenos de encanto, atrapando por las solapas —con suavidad— el eco de aquel tiempo. Fue la primera película de teenagers, un American Graffiti de los buenos tiempos de la Coca-Cola, Es grande ser joven diez años antes. Jeanne Crain, en su desván cambiante, no había acumulado cosas viejas, sino ese tipo de recuerdos que ayudan a vivir a los que vienen detrás. Si esa historia de la chica que en los peores momentos perdía sus «pantys» la hubiera firmado alguien con más «prestigio» que King, hoy la tendríamos en la lista de las mejores comedias de la historia. (Creo que Fernando Méndez-Leite comparte mi pasión por esta obra).

Chicago se ve hoy peor que San Francisco, pero eso sólo se debe a un problema de guión y a un exceso de canciones. En cambio, el incendio de Fox supera el terremoto de Metro porque está mejor contado. Tyrone y Ameche pierden a los puntos con Gable y Tracy, mientras Alice Faye y la MacDonald están a la par en cuanto a insipidez. La película tuvo un coste, en 1938, de dos millones de dólares. El incendio de Chicago, en 1871, ocasionó pérdidas por bastante menos.

Ah, si alguien conoce una película de piratas más bonita que El cisne negro o una de aviones más sincera que Almas en la hoguera, que levante el brazo ahora o calle para siempre.

(1989)