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EJERCITO DEL SOL
L
os lobos casi habían conseguido derribarlos.
Michi se había quedado cerca de la barandilla en la cubierta del capitán, observando cómo se iban haciendo más grandes los focos que los perseguían. Las luces de crucero de las corbetas eran más pequeñas, más brillantes, el zumbido de sus motores tenía un tono más agudo. Creyó que podía discernir parte de su forma en el resplandor de sus focos y la insinuación de un lejano amanecer: lisas y afiladas, avanzaban a toda velocidad hacia ellos, como cuchillos lanzados por el aire.
El capitán de la Kurea seguía de pie ante el timón, de vez en cuando miraba hacia atrás por encima del hombro y escupía, con los nudillos blancos sobre los mandos. Los motores de la nave funcionaban a plena potencia, los indicadores de la temperatura oscilaban por encima de las marcas rojas, la popa vibraba por el esfuerzo. El humo salía a chorro por su tubo de escape, sus cuatro hélices hacían el mismo ruido que los truenos. Pero, independientemente de lo mucho que su capitán lo deseara, de lo ruidosamente que bramaran sus motores, simplemente no era lo suficientemente rápida como para dejar atrás a los sabuesos que le seguían la pista.
—¿Qué pasa cuando las corbetas nos alcancen? —preguntó Kaori.
—Dispararán contra nuestros motores para herirnos, para ralentizarnos lo suficiente para dar tiempo a que lleguen los acorazados. Entonces nos abordarán. Querrán cogernos vivos.
—Eso no puede ocurrir —dijo Kaori.
—Lo sé —asintió el capitán—. Lo sé.
—¿Cómo te llamas, Capitansan? —inquirió Michi.
—Me llaman el Mirlo. —Inclinó su sombrero en dirección a la chica.
Michi hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Será un placer morir contigo, Mirlosan.
Michi podía ver las corbetas claramente ahora, eran dos, a tan solo un centenar de metros de su popa. Sus lonas inflables eran aplanadas, tenían forma de hoja de haya o de cabeza de flecha, los cascos aerodinámicos para cortar a través de los vientos como cuchillos. Su pequeña tripulación estaba reunida en cubierta, con sus trajes de latón y sus ojos refulgentes; los vigilaban a través de las lentes de catalejos telescópicos. Aspiró una temblorosa bocanada de aire llena de odio al ver a los Hombres del Gremio, al recordar a Aisha encadenada a esas miserables máquinas, a esa miserable vida.
Los Kagés prepararon sus armas, Kaori fuera de sí, con el wakizashi de Daichi en la mano. La mujer más mayor miró a Michi, asintió una vez, mechones sueltos de pelo negro como el carbón azotaban su cara y sus ojos. Un sitio tan bueno como cualquier otro, supuso. Y mejor compañía, no podía esperar encontrar.
Las corbetas se acercaron peligrosamente, las cabezas como garras de los lanzadores de redes que tenían instalados a proa se abrieron como si fuesen los dedos de unas manos de hierro. Había gruesos cables de alambre colgados entre cada dedo como los hilos de una telaraña. Los artilleros del Gremio se agazapaban tras sus miras, con los pulgares apoyados sobre los gatillos.
Michi se chupó los labios, sintió el sabor del viento, cargado de hedor a chi. Bajó la vista hacia tierra, enormes extensiones de campos de loto apenas visibles en la luz previa al amanecer. Se imaginó a los granjeros soñolientos levantándose de la cama, a sus mujeres preparando el desayuno, a los hombres dirigiéndose hacia sus campos para seguir extrayendo hasta el último resquicio de vida de la tierra. Demasiado ocupados con sus diminutas vidas como para darse cuenta de lo que estaban haciendo, a quién estaban robando, a dónde llevaría la carretera por la que caminaban. Y en los cielos por encima de sus cabezas, hombres y mujeres que habían decidido levantarse, resistir, estaban a punto de morir por ellos, y ninguno de ellos sabría nunca que habían vivido siquiera.
Pensó en el pobre Ichizo. En la elección que le ofrecía. En la vida que podría haber vivido junto a él. Y luego miró a la gente que estaba a su lado, sus hermanos y hermanas, la familia junto a la que ella había elegido quedarse desafiando al Gremio y a su tiranía.
La llave incrustada entre los engranajes. El zumbido en sus oídos. La suma de todos sus temores: que no importaba cuánto acallaran, cuánto mintieran, cuántas cosas poseyeran, siempre habría personas dispuestas a desafiarlos, a mantenerse en pie erguidos, a luchar y sangrar por el bien de los desconocidos de allá abajo, las diminutas vidas, la gente que nunca sabría sus nombres, los niños aún por nacer.
Y Michi levantó su katana bien alto y gritó, una única y clara nota de desafío, imitada por los hombres y mujeres a su alrededor, hasta que la cubierta de la Kurea no fue más que bocas abiertas y dientes amenazadores y centelleantes espadas en vilo. Puños en el aire. Gritos que resonaban en el aire gélido por la altura. Cada bocanada de aire inhalada libremente a la luz del sol valía lo mismo que un millar aspiradas a la sombra de la esclavitud.
Y su grito recibió contestación.
Un grito estridente, un agudo chillido de viento invernal, alto y fiero. Un segundo se unió a él, subrayado por el retumbar de un trueno a través de los cielos otoñales. Y a Michi se le pusieron los pelos de punta y se le abrieron los ojos como platos, y contuvo el aire en los pulmones cuando su corazón empezó a cantar en el interior de su pecho.
—Yo conozco ese sonido... —murmuró.
La forma blanca salió volando de entre las nubes, descendió por el costado de estribor de la Kurea; dejó el retumbar de una tormenta a su paso. Alas tan grandes como una casa, plumas tan blancas como la nieve de las Iishi. Una segunda forma bajó a continuación por el costado de babor, los focos lanzaron destellos sobre un metal iridiscente, destacaron la figura encaramada sobre su lomo: una chica pálida vestida de negro luto, un oscuro lazo de pelo daba latigazos en el viento a su espalda. Y Michi volvió a chillar, chilló a voz en grito, los ojos llenos de lágrimas cuando el arashitora pasó atronador por su lado, dio media vuelta hacia atrás y se abalanzó hacia las naves del Gremio como relámpagos lanzados por las manos del Dios de las Tormentas.
—¡Yukiko! —gritó—. ¡Yukiko!
Las cubiertas de las corbetas bullían de actividad, como colmenas de insectos volteadas de sus ramas, los Hombres del Gremio corrían de acá para allá mientras el pánico se apoderaba de la situación. Señalaban hacia las formas que se lanzaban en picado hacia ellos, las pesadillas que los despertaban sudando en la oscuridad. Asesina de Shōgunes. Destruidora de imperios.
La Chica a la que Temían todos los Hombres del Gremio.
Los lanzadores de redes dispararon, bobinas de metal silbaron por el aire, los arashitoras se movían como poesías entre los gemidos de los cables. Buruu y Yukiko volaron a toda velocidad por debajo de la quilla de la corbeta de la derecha, ascendieron por su costado de babor y arrancaron su motor en medio de una brillante estela de violentas llamas. La nave voladora giró sobre su eje, se escoró peligrosamente hacia un lado, su tripulación caía hacia la oscuridad, sus mochilas cohete zigzaguearon en la cada vez más iluminada noche mientras la nave caía en picado hacia tierra. El segundo arashitora voló por encima de la lona inflable de la corbeta hermana, estiró sus garras de ébano y rasgó la loneta; la despegó de su esqueleto como la piel hinchada de un cadáver. El hidrógeno silbó agudo mientas escapaba hacia la oscuridad, la corbeta cayó del cielo como un pájaro roto, giraba en espiral hacia su fin, los Hombres del Loto huían de sus restos entre ráfagas de llamas blanco azuladas.
Los Kagés rugieron triunfantes, levantaron las armas hacia el cielo mientras aquellas formas blancas danzaban en el aire y volvían a los flancos de la Kurea. Yukiko iba erguida, levantó una mano bien alta en el aire, con los dedos cerrados en un puño. Docenas de puños se levantaron en respuesta, Akihito se inclinó por encima de la barandilla y bramó el nombre de Yukiko, con una mano estirada. Buruu rugía como unos truenos en colisión, el segundo tigre del trueno le hacía los ecos en el costado de estribor, mientras la luz de la Dama del Sol terminó de remontar el horizonte de levante e hizo arder los cielos.
Michi envainó la katana de sierra en su cintura, agotamiento y alivio y una amarga pena negra; la muerte de Aisha pesaba como una losa en su corazón. Pero al oír los vítores de los Kagés, ver la alegría que brillaba en la cara de Akihito, los puños que se levantaban en el aire a medida que las naves del Gremio se quedaban atrás, se dio cuenta de que una leve sonrisa asomaba a sus labios. La respiración le resultaba un poquitín más fácil. Contenta, por un solo instante, de estar viva, en el espacio en el que la muerte había surgido amenazadora solo unos momentos antes. Cuando todo había parecido estar perdido. Cuando habían perdido toda esperanza.
El segundo tigre del trueno bramó con la suficiente fuerza como para hacer vibrar todos los remaches de la Kurea. Descendió en una ancha espiral alrededor de la nave, los ojos de los Kagés relucían asombrados. Y cuando Yukiko y Buruu pasaron volando como una exhalación por detrás de la popa entre sus gritos triunfales, los dedos cerrados con fuerza y el puño levantado hacia el cielo, cuando sus ojos se encontraron en medio de esa aullante estela de humo negro azulado y Yukiko gritó su nombre, Michi se encontró sonriendo de oreja a oreja y levantando su puño también en el aire.
Y juntos, los arashitoras y la Kurea giraron hacia el norte, hacia la sombra de las Iishi en el horizonte, bañada en la luz de un amanecer que llegaba con mucho retraso.
No era una victoria. Ni siquiera algo cercano a ella.
Pero quizás...
Michi asintió.
Quizás pronto.