15
LA HORA DEL FENIX
P
adre no era más que otra palabra para decir fracaso.
Encorvado sobre la mesa con una botella en la mano, envuelto en sudor viejo y licor. Medallas en la pared a su espalda, lazos brillantes y bronce sin brillo, con kanjis como VALOR y SACRIFICIO grabados en el metal. Ojos vacíos en una cara abotargada, quemada por el sol, una pátina de babas viscosas sobre los pelos de su barbilla. Un feo muñón donde solía tener la mano, el antebrazo mutilado, la piel reluciente. El pelo como el de un espantapájaros en un campo sin pájaros, los hombros hundidos bajo el peso del arrepentimiento. Los nudillos despellejados contra los dientes de la madre de los chicos. El mundo que había afuera iba derecha a la ruina mientras él bebía hasta la estupidez y culpaba al clima, a la sangre en sus venas, a los dioses, a la guerra. Pero nunca a sí mismo.
Nunca a sí mismo.
—¿Dónde has estado, Yoshi? —gruñe.
El chico está empapado en sudor, el polen empaña sus anteojos, tiene la piel cubierta de ampollas por el día pasado bajo el sol. Ni siquiera ha tenido tiempo de lavarse la cara, de beber un trago de agua, y ya ha empezado.
—¿Dónde crees? —Enseña las manos, tierra negra bajo las uñas rotas.
—Y ahora te vas al pueblo ¿eh? —balbucea su padre—. ¿A dar brincos con tus preciosos amiguitos? ¿Crees que no sé lo que haces? ¿Con quién lo haces?
—Lo que hago y con quién lo hago es asunto mío.
—Actúas como basura de baja cuna, eso es todo lo que verá la gente en ti.
—Tú sabrías qué hacer, ¿no es así, Papá?
—Yo conseguí llegar a ser algo, pequeño bastardo. Yo fui un soldado. Un héroe. De baja cuna o no. —Hizo un gesto con el brazo hacia las medallas colgadas de las paredes—. Les demostré a esos bastardos Kitsunes que no importa la sangre que fluya por las venas de un hombre. Lo importante es el corazón que late en su pecho.
—Dios, líbrame de esto...
—Ya eres mayorcito —escupe—. Ya es hora de que crezcas. Que seas un hombre. Que seas un soldado.
—Cuéntame más, Papá. Dímelo todo sobre el hombre que se supone que debo ser.
—Cuida esa boca. —Se endereza tambaleándose. Los primeros pasos de una coreografía familiar—. Te portas como una mujer, te trataré como a una.
La madre de Yoshi está en la cocina, con la cabeza gacha, los brillantes ojos azules apretados con fuerza. Hana vuelve de los campos, vestida con raídas ropas de algodón y cubierta de polen de loto. Se baja las gafas hasta que quedan colgando de su cuello y pasa la vista del uno al otro, de su padre a su hermano y a su padre otra vez. El chico lo ve en su cara. El miedo. Los ojos de su hermana brillan de miedo, rebosantes del terror que oscurece cada día de su vida. Las niñas de doce años no deberían tener los ojos así.
—Toma otro trago, héroe de guerra —dice Yoshi—. Pareces sediento.
El hombre se abalanza hacia él. Hana empieza a rogarle a su padre, a suplicarle. Su florecilla, su pequeña hijita. La única a la que quiere. Entre toda la sangre y todos los años, lo único que padre e hijo tienen en común. No conseguirá moverle ni un poquito, correrle ni un centímetro. Pero aun así lo intenta. Lo intenta cada vez.
Yoshi levanta los puños.
No va a ganar. Su padre es más grande. Muchísimo más malo. Pero el chico se hace más fuerte cada día. Más rápido. Y su padre se vuelve más gordo y más lento y más borracho. Cada día.
Yoshi no va a ganar. Esta vez no.
Pero pronto.
Unos pasos enérgicos rompieron la quietud previa al amanecer; su eco resonaba por entre la asfixiada penumbra de las calles de Kigen. Una pareja de largas sombras precedían a sus propietarios por los destrozados adoquines, a través de las cortinas de humo de loto viciado por el sudor, franjas oscuras que vestían formas de hombres. Los hombres en sí llevaban pañuelos negros, sombreros de ala ancha y, sobre los hombros, unas capas oscuras para protegerse del frío del otoño. Caminaban por callejuelas vacías y calles rotas, escucharon las voces del Gremio anunciar la Hora del Fénix, y le prestaron al toque de queda del Daimyo menos atención que la que le presta la Dama del Sol al Padre Luna.
Hida caminaba ruidosamente por delante: bajo, grueso como un buey, con una cara ancha y plana, ojillos de cerdo, las orejas tan deformadas por años de peleas callejeras que parecían un juego extra de nudillos a los lados de su cabeza. Seimi le seguía de cerca: más alto, más flaco, con desmigajados escombros amarillos por dientes; las angulosas líneas de sus mejillas y barbilla denotaban una astucia salvaje, forjada en los barrios bajos. Cada hombre llevaba un tintineante morral y un tetsubo de madera cuajado de gruesos remaches de hierro. Ambas mazas tenían manchado el extremo que usaban para los negocios; oscuros manchurrones que solo un ignorante confundiría con barniz.
Un gato aulló su lujuria en alguna parte a lo lejos, un grito solitario casi inaudito en Kigen por aquel entonces. Un hatajo de ratas comedoras de cadáveres puso las orejas tiesas, oyendo más bien la campana para la cena. Un montón de ojos centelleantes y colmillos retorcidos que salieron corriendo tras su presa en medio de la asfixiante neblina tóxica.
—Tres hierros a que lo cogen —dijo Seimi.
Hida encogió los hombros, no dijo ni una palabra.
Prosiguieron por el distrito de almacenes de los muelles, tan seguros de ser bienvenidos como un novio en un banquete de bodas. Pasaron por delante de caparazones oxidados, ventanas vacías como ojos invidentes. Cuando cruzaron por encima del lento hedor a alquitrán del río Shiroi, Seimi miró hacia el sur, hacia las naves voladoras en dique seco que colgaban alrededor de las torres de atraque de los muelles como ratas despellejadas en el escaparate de una carnicería. Los flancos pentagonales del cabildo del Gremio se alzaban imponentes a su derecha; piedra amarilla manchada por lluvia negra. Seimi se quitó sombrero en dirección al edificio.
Cuando los rebeldes Kagés dejaron caer su bombazo e iniciaron los llamados «Disturbios del Inochi» hacía cuatro semanas, el Ministerio de Comunicaciones había rechazado toda acusación sobre el sistema de fabricación del fertilizante. Pero eso no quería decir que los amotinados en sí no fueran a ser castigados. Demonios, no. No habían dejado salir ni una gota de chi de la refinería de Kigen desde la revuelta. El embargo era un «recordatorio para la gente», para que recordaran a quién deberían ser leales. Y a medida que los motores se iban deteniendo, a medida que el precio del combustible subía hasta las nubes, maldita sea si lo recordaban, recordaban muy aprisa.
El racionamiento comenzó casi de inmediato. El tráfico de las naves aéreas se había ralentizado desde la muerte de Yoritomo y los trenes no habían circulado desde que su cadáver se desplomó sobre los adoquines. Productos ordinarios se convirtieron en artículos de lujo de la noche a la mañana. Mientras la ciudad temblaba con diminutas oleadas de disturbios ciudadanos, los toques de queda se hicieron más estrictos, la ley marcial se amplió. Música para los oídos de hombres que se ganaban la vida en las sombras, que nadaban en mercados que iban del gris oscuro hasta el negro tinta. Hombres que habían decidido que era su misión darles a los demás lo que deseaban. Lo que necesitaban. Siempre que el precio fuera el correcto.
Hombres como los Hijos del Escorpión.
Hida y Seimi se desviaron de la calle, atajaron por la red de mugrientas callejuelas de Kigen. Ambos eran lugartenientes de los Hijos, duros como lápidas; se movían por el caótico laberinto con la misma facilidad que un pez koi por aguas remansadas. El gato dio un agudo chillido allí cerca, bufaba, escupía. Las ratas chillaban, el sonido de cuerpos que se escabullían resonó en la oscuridad. Seimi sonrió de oreja mostrando sus dientes desvencijados.
—Lo cogieron.
El callejón era un tramo estrecho de adoquines rotos que apestaba a orines de mendigos. Apenas era lo bastante ancho para que la pareja caminara junta por él. Estaba atestado de lustrosas ratas negras tan largas como un wakizashi. Pero el atajo les ayudaba a evitar a las patrullas de soldados que discurrían por las avenidas principales, además de afeitar unos pocos minutos a su recorrido. Ya de por sí, el Caballero los iba a hacer picadillo por hacerle esperar más allá del amanecer, y ninguno de los hombres estaba realmente de humor para que le apuñalaran.
Las ratas aguzaron el oído sobre sus montones de basura, observaron a los gánsteres acercarse con ojos como canicas negras.
—¿Mei aún te está dando problemas? —preguntó Seimi.
Su camarada gruñó en respuesta; Hida nunca utilizaba una palabra cuando un ruido informe era suficiente. Podían pasar días y días sin que formara una oración completa.
—Si es tan molesta, ¿por qué te la quedas? —Seimi intentó darle una patada a una gorda rata que corría entre sus pies—. Los hermanos pequeños deberían estar lidiando con la pandilla de las Grullas Blancas, no sacándose las tripas los unos a los otros por una bailarina. Por las barbas de Izanagi, somos ninkyō dantai, no...
Seimi oyó unos arañazos suaves sobre el metal corrugado que había sobre sus cabezas. Alzó la vista y vio un pelaje gris humo, sin orejas; un enorme gato macho que le observaba con brillantes ojos amarillos. La cosa se encontraba sobre el toldo que había en lo alto, todo salpicado de sangre de rata. Seimi se retiró un poco el sombrero de los ojos.
—Vaya, apuest...
—¿Así es como os llamáis a vosotros mismos? —Una voz reverberó en el humo neblinoso que tenían por delante.
Hida se paró en seco, sus pies derraparon sobre la gravilla; levantó el tetsubo con dedos gruesos como salchichas. Seimi escudriñó la turbulenta cortina de gases de escape; logró discernir una silueta solitaria bajo un amplio sombrero de paja a la salida del callejón más adelante.
—¿Ninkyō dantai? —La sonrisa tras el pañuelo de la figura era evidente—. ¿Organización caballerosa? ¿A quién queréis engañar, yakuzas?
—¿Yakuzas? —Seimi blandió su tetsubo. Él y Hida se dirigieron decididamente hacia el desconocido—. Esa es una acusación peligrosa para ir haciendo por ahí, amigo.
—Ya te has acercado lo suficiente, amigo —avisó la figura.
Los yakuzas siguieron avanzando, con los nudillos blancos sobre las empuñaduras de sus mazas de guerra. Seimi podía distinguir a la figura un poco mejor. Su sombrero de paja tenía una raja de medio palmo por delante, como si alguien le hubiera intentado dar un tajo y hubiera fallado por poco. Incluso detrás del pañuelo negro, era obvio que el desconocido era joven. Piel pálida y sucia y grandes ojos negros. Delgaducho. Desarmado.
Seimi se rió.
—¿Sabe tu madre dónde estás, chico?
El chico metió la mano en el obi, sacó una forma chata. El artilugio emitía un débil siseo, unos chasquidos intermitentes. Hida y Seimi frenaron en seco, se pararon y miraron alucinados el cañón que les apuntaba.
—¿De dónde has sacad...
—Parece que me toca a mí cantar ahora, amigo. —La sonrisa de la voz del chico había desaparecido por completo—. Parece que a vosotros os toca acomodaros en un cojín y escuchar un poco.
Los hombres oyeron unas pisadas suaves a su espalda, vieron una figura descender del tejado y cortarles la retirada. Otro chico por la pinta, sombrero de paja y ropas oscuras, una maza salpicada de clavos para techados.
Seimi no se lo podía creer.
—¿Sabéis quiénes somos?
—Ni noción, yo —respondió el chico—. Ahora tirad los morrales, Hijos del Escorpión.
Hida abrió las piernas, empezó a balancearse adelante y atrás sobre los talones. El chico que estaba en la boca del callejón apuntó al pecho del yakuza con el lanzador de hierro, tirando muy ligeramente del gatillo.
—¿Jugador? —El chico ladeó la cabeza—. Yo mismo soy partidario de una partidita, de hecho.
—No seáis estúpidos —gruñó el que tenían detrás—. Marchaos u os llevamos por delante. En cualquier caso, nos quedamos esos morrales.
—Al diablo con ellos. —El chico de los ojos grandes puso el arma a la altura de la cabeza de Hida—. Digo que simplemente nos los carguemos. Dos disparos no es molestia. Un chico de mi edad tiene muchos más en la pipa, después de todo...
—Está bien, pequeños bastardos. —Seimi dejó caer su tetsubo, levantó las manos—. Tómala.
Deslizó el morral de su hombro, se lo tiró a la figura que tenía detrás.
—¿Y tú, Jugador? —El chico arqueó las cejas hacia Hida.
Hida se quedó perfectamente quieto, la cara impasible como una pared de ladrillo. Los miró durante un largo minuto, abajo hacia el cañón del lanzador de hierro, arriba a los tranquilos ojos negros que acechaban detrás de él. Frunció el ceño, miró a su compañero, dejó caer el morral de su hombro y se lo lanzó al ladrón que tenía a su espalda.
—Muy acertado, amigo.
El chico del lanzador de hierro esperó hasta que su colega se escabulló en la niebla; los yakuzas y el ladrón se miraban fijamente los unos a los otros. El brazo del chico era sólido como el de una estatua, mantenía el arma apuntando a la cabeza de Hida. El yakuza asintió, un pequeño gesto, apenas perceptible. Su voz era suave como la gravilla.
—Te veré pronto, Amigo.
El chico saludó con el sombrero.
—Sin duda.
Desapareció en la neblina tóxica como una aleta dorsal bajo el agua negra.
El Caballero había matado a su primer hombre cuando tenía trece años.
Una pelea entre bandas en algún solar abandonado de Kigen, una riña sangrienta por una franja de hormigón y ladrillos sucios menor que media manzana de la ciudad. Se había metido de cabeza en la melé, ansioso por demostrar su valía a los pandilleros más veteranos. Había fichado al otro chico entre la multitud, olió su miedo al instante. Así que vadeó a través de la muchedumbre, cuchillo en mano, y se lo clavó al otro chico en la tripa.
Todavía recordaba la calidez y el olor de la sangre chorreándole por las manos. Viscosa, cuprosa, mucho más oscura de lo que esperaba. Aún podía ver la mirada en la cara del chico mientras extraía el cuchillo y se lo volvía a clavar unos pocos centímetros más arriba. Empujó a través de las costillas, lo retorció por el camino, sintió cómo crujían los huesos al romperse. El chico le sujetó del hombro mientras el Caballero le miraba a los ojos, brillantes por el dolor, sacó el cuchillo y se lo volvió a clavar otra vez. Y otra vez. No por necesidad ni por sed de sangre. Simplemente porque quería saber lo que se sentía. Al tomar lo que nunca podría devolverse.
El Oyabun de los Hijos del Escorpión no era el hombre más aterrador de mirar en toda la isla; a decir verdad, tenía un aspecto completamente anodino. Pelo canoso peinado hacia atrás, dejando al descubierto unas cejas picudas. Ojos oscuros, piel morena. De hablares suaves, siempre cortés. Incluso sus enemigos le llamaban «el Caballero». Su nombre verdadero había hecho el mismo camino que los osos pandas de los bosques de bambú de Shima, que los tigres que habían merodeado por la isla en la oscuridad del pasado. Desaparecido. Casi olvidado del todo.
Manos callosas en torno a una pequeña taza; dio un sorbo de sake rojo. Las botellas venían de Danro, la capital Fénix, de una calidad que era difícil de encontrar en Kigen en noches como aquella. Saboreó la punzada, el calor que se extendía por su lengua. Pensó en la mujer que le esperaba en casa: manos suaves y muslos calientes. Su hijo se habría ido a la cama hacía mucho rato para cuando él regresara de las calles inundadas de humo neblinoso. Pero ella le esperaría despierta, incluso después del amanecer. Ya había aprendido a no decepcionarle.
¿Dónde están...
Su oficina era un lugar modesto: viejas mesas de madera de arce, montones de papeleo pendiente, un ventilador de techo que funcionaba a cuerda y daba vueltas claqueteando en el creciente frío otoñal. Perezosas moscas del loto zumbaban alrededor de un pequeño bonsai que sufría en silencio en medio del hedor a loto. Un visitante cualquiera bien podría haber tomado la habitación por la oficina de un verdadero hombre de negocios, un hombre que se ganara la vida vendiendo muebles o alfombras o motores de resorte.
El contable del Caballero, Jimen, estaba sentado en la otra mesa. Cabeza recién afeitada, delgado y rápido, ojos oscuros y sabios. El hombrecillo estaba colocando monedas en columnas, paraba después de construir cada torre para deslizar una cuenta de un lado al otro del antiguo ábaco que descansaba sobre la mesa a su lado. Su uwagi sin mangas dejaba al descubierto unos tatuajes que le cubrían por entero ambos brazos. Dos escorpiones se batían en duelo en el espacio negativo sobre su hombro derecho, con las garras entrelazadas, los aguijones levantados.
—Los libros tienen buena pinta. —Jimen agitó un abanico de bambú delante de su cara, a pesar del ambiente fresco—. Los beneficios han aumentado un diecisiete por ciento este trimestre.
—Recuérdame que le envíe una nota de agradecimiento a nuestro aspirante a Daimyo —murmuró el Caballero—. En papel del bueno.
Levantó la botella de sake con una ceja interrogante.
—Nunca he visto el mercado negro tan animado. —Jimen asintió y levantó la taza aceptando el ofrecimiento—. El Gremio levantará el embargo pronto. Si este cachorrillo de Tigre se asegura el puesto de Daimyo, puede que incluso vuelva a poner en marcha los trenes para permitir a la gente asistir a su maldita boda. Así que más nos vale sacar el máximo provecho mientras dure. —Jimen frunció el ceño—. Y las Grullas Blancas aún son un problema.
—No por mucho tiempo —dijo el Caballero—. La Zona Baja es nuestra ahora. Los muelles serán los siguientes.
—Hijos del Escorpión. —Jimen alzó su vaso—. Los últimos en quedar en pie.
—Banzai —asintió el Caballero, dando otro sorbito.
Mientras tragaba el sake, el Caballero oyó la madera del suelo crujir en el exterior de la oficina, seguido casi de inmediato por una suave llamada a la puerta. Una respiración trabajosa. El olor a licor barato y sudor. El tintineo de los remaches de un tetsubo contra unos anillos de hierro. Hida y Seimi.
—Pasad —dijo.
Sus lugartenientes entraron en la habitación, mirando al suelo. El Caballero alzó la vista, preparado para reprocharles la tardanza, pero se tragó las palabras cuando vio la cara que traían. El Caballero tomó nota mental de sus pasos vacilantes. De sus manos entrelazadas delante del cuerpo.
Sus vacías manos entrelazadas delante del cuerpo.
—¿Habéis tenido una mañana interesante, hermanos?
En la ciudad de Kigen, una única kouka de hierro te permitía comprar a una mujer para toda la noche. No un desecho barriobajero de la Zona Baja, ojo. Una prostituta de calidad: el tipo de dama que podía recitar la poesía de Fushicho Hamada, debatir sobre temas teológicos o políticos, y rematar la noche con una actuación que haría enrojecer a un caminante de las nubes. Te permitía comprar una noche en una buena posada con una comida caliente, un baño frío y una cama con un cociente extraordinariamente bajo de piojos por centímetro cuadrado. Te permitía comprar una bolsa de loto decente, una botella de vino de arroz (local, por supuesto, no de Danro) de las que se guardan en la estantería de arriba, o la promesa de discreción de un posadero con respecto a los hábitos nocturnos de sus invitados.
Yoshi miraba anonadado a más de un centenar de ellas.
Desperdigadas por el colchón de su dormitorio, iluminadas por un resquicio de luz solar que entraba por la mugrienta ventana. Jurou estaba en cuclillas a su lado con una sonrisa tan ancha como el Mar de Eastborne, la pipa seca colgaba del borde de su boca.
—Por las barbas de Izanagi, ¿cuánto calculas que hay aquí?
—Lo suficiente. Eso es todo lo que necesitamos saber por ahora, Princesa.
El sombrero de Yoshi reposaba sobre el colchón al lado de los montones de koukas. Jurou jugueteaba con la raja de medio palmo que atravesaba el ala.
—Me pregunto si será «suficiente» para que te agencies un shappo nuevo.
—Ese es mi sombrero de la suerte. Te vendería a ti antes de venderlo a él.
Jurou hizo una mueca, musitó algo incomprensible.
Los chicos se acurrucaron a la luz del sol del amanecer, escucharon los himnos de las calles que se despertaban allá afuera. El sudor de su carrera a través de la ciudad aún se estaba secando sobre su piel, las sonrisas aún se amontonaban en sus ojos. Había sido muchísimo más fácil de lo esperado. Muchísimo más limpio. A pesar de su pinta de matones, los yakuzas se habían derretido como la cera. Como la maldita nieve. Todo gracias a un pequeño bulto de hierro en la palma de una pequeña mano...
—¿Yoshi? —La voz adormilada de Hana desde el otro lado de la puerta del dormitorio—. ¿Estás de vuelta?
—¡Mierda! —exclamó entre dientes, tirándose en plancha a por una almohada mientras su hermana golpeaba suavemente con los nudillos y abría la puerta. Yoshi se lanzó junto con su fino escudo relleno de plumas sobre su botín; un estrangulado «¡uuf!» se le escapó de entre los labios al sentarse Jurou sobre él. La pareja atraía más la atención hacia las monedas que si las hubiesen prendido fuego.
Daken entró detrás de Hana en la habitación, miró fijamente a Yoshi con ojos centelleantes.
... tranquilo, chico...
—¿Qué demonios? —musitó Hana, abriendo de par en par los ojos pegados por las legañas—. ¿De dónde habéis...
Yoshi rodó sobre la cama, se puso en pie de un salto y tiró de ella hacia dentro. Echó un vistazo por del salón, a la puerta del dormitorio de su hermana. Luego cerró la suya, deprisa y en silencio. Hana estaba completamente despierta ahora, su ceño se iba haciendo más marcado y su cabeza empezaba a echar humo.
—¿De dónde ha salido todo este dinero, Yoshi?
—Un kami amistoso me lo dio —susurró—. Quizás si cantas más alto, volverá revoloteando con la propina.
Le observó fijamente con esa mirada furibunda de su único ojo.
—Lo digo en serio.
—Yo también —dijo él entre dientes, mirando de reojo a la puerta cerrada—. Baja el volumen. A no ser que quieras que el mamotreto que te sirve de colchón nos oiga.
La pareja se enzarzó en una silenciosa competición de miradas, en la que Yoshi acabó por rendirse. Hana palpó la zona de alrededor del parche, se tocó la frente, deslizó las yemas de los dedos por la piel pálida y mugrosa. Cogió el diminuto espejo que había sobre el desvencijado tocador de Yoshi e hizo el numerito de estudiar su reflejo con atención, palpándose aún la frente.
Jurou frunció el ceño y la miró.
—¿Qué demonios estás haciendo, chica?
—Oh, lo siento. —Volvió a mirar a Yoshi furiosa—. Simplemente creía que alguien había tatuado «idiota» sobre mi frente mientras dormía. ¿Os lleváis el lanzador durante la noche y da la casualidad de que os encontráis una fortuna en hierro digna de un Daimyo?
—Estaba decidido a preguntarte lo mismo ayer cuando recordé de quién son los asuntos de los que se supone que me debo ocupar.
—¿A mí? —Hana se sacudió el pelo de la cara—. Un orinal es más o menos el tamaño de mis asuntos.
—Debe haber cosas marrones aterradoras en ese palacio, si tienes que ir por ahí disparándolas. —Yoshi cruzó los brazos—. ¿O crees que no me iba a dar cuenta de que el lanzador era un disparo más ligero? ¿Y quién demonios es ese trozo de carne que está en tu cuarto? En toda tu vida, no te he visto traer a nadie a casa para un revolcón, y ese lisiado lleva aquí dos días del tirón.
—No hables de él de esa manera.
—No me digas cómo tengo que hablar, hermanita. Yo soy el hombre en este agujero.
—Sigue dándole cuerda a esa boquita y vas a despertar a una dama, hermano mío.
Yoshi no pudo evitar sonreír de oreja a oreja.
—Muy bien. Tú guárdate tus secretos. Pero este dinero es mío. Yo airearé mis esqueletos cuando tú decidas que tienes alguno. Hasta entonces, no se hacen preguntas. Yo me estoy ocupando de nosotros. De todos nosotros. La sangre es la sangre. Esa es más o menos la cantidad de información que tienes que saber.
Hana frunció el ceño, miró a Jurou buscando su apoyo pero recibió solo un gesto de impotencia. Masculló una maldición, dio media vuelta y salió a paso airado del cuarto. Daken se quedó rezagado, meneando lo que quedaba de sus orejas. El gato olió el aire y arrugó la nariz con desdén.
... esta habitación apesta, chico...
Yoshi echó un vistazo por el mugriento cuartucho, luego hacia el salón. Con todo ese dinero, se podían permitir algo en alguna parte agradable de la ciudad, lejos de la zona en la que los Hijos del Escorpión hacían negocios. Unos pocos atracos más y tendrían suficiente para ir a donde quisieran. No tendrían que volver a gorronear, ni llevar a cabo más pequeñas estafas. Hana ya no tendría que tirar más mierda de los hombres ricos. No tendrían que mirar hacia atrás nunca más, ni que preguntarse de dónde podría salir la siguiente comida.
Hizo un gesto afirmativo hacia Daken.
Todo este lugar apesta, hermanito. Tú solo sigue ayudándome a hacer lo que hay que hacer y nos escabulliremos de este agujero sin siquiera mirar atrás.
... ¿Hana ayuda? Siete ojos mejor que seis...
Hana no puede saberlo, ¿me oyes? No puede saber nada de esto. Su jodido sermón no acabaría nunca. Yo soy el hombre de esta familia. Yo me ocupo de nosotros.
... no entiendo...
Ni falta que hace. Si ella te pregunta, no le digas nada de nada.
... ¿cuánto tiempo funcionará?...
Yoshi se asomó a la diminuta ventana, miró hacia fuera, hacia el creciente bullicio y agitación de la ciudad. Podía oír a Jurou contando las monedas, sentir el cosquilleo de la mirada de Hana sobre la piel. El peso de un puñado de hierro a la altura de los riñones. La tintineante promesa de las monedas en las palmas de las manos.
Libertad.
El tiempo suficiente, amigo mío.
Cerró la puerta del dormitorio.
El tiempo suficiente.