10
SAL Y COBRE
L
as pestañas de Yoshi aletearon contra sus mejillas mientras avanzaba sigilosamente por mugrientas alcantarillas sobre cuatro pies ligeros como plumas. Había imponentes torres de desechos fétidos por todas partes; tenía los ollares llenos del hedor a podrido y a muerte reciente; un cráneo fracturado goteaba sangre sobre los adoquines agrietados. Pasó a hurtadillas tras un hatajo de ratas que no dejaba de gruñir (un imponente y temible grupo, catorce en total), que se arañaban y peleaban mientras arrancaban trozos de carne de los huesos recién hallados. Chillaron y le escupieron cuando pasó escabullándose por su lado. Un aviso. Un reto. El primer botín para el que lo encuentre. Los restos para los demás. Nuestra carne. Nuestro callejón. Nuestra porquería.
Podía oler sal y cobre dulce; su estómago gruñó de deseo, un deseo resbaladizo y maravilloso, una sed de sangre caliente y pegajosa. Pero siguió adelante, subió por los estrechos y retorcidos callejones, un rancio océano de basura en el que nadar. Los bigotes se le movían involuntariamente. Tenía el pellejo sarnoso inflamado por la furiosa preocupación de una docena de pulgas gordas y negras. Hizo una pausa para rascarse con sus pequeñas uñas roñosas, deleitándose en el sangriento alivio.
Se paró en la boca del callejón enfrente del burdel, parpadeó, sus ojos eran ahora tan oscuros como el agua del río, daba latigazos con la cola. En la puerta había un grupo de hombres de aspecto peligroso, con los brazos tatuados desde el hombro hasta la muñeca. Hablaban en tono conspirador, con las voces ajadas por el loto. No llevaban tatuajes de ningún clan sobre los hombros, no, solo diseños florales y jóvenes geishas y escorpiones entrelazados que los señalaban como plebeyos. Todos ellos de baja cuna; se dedicaban al negocio fantasma que atraía a todos los hombres nacidos en los barrios bajos de Kigen. El puño y el incógnito. El humo y la piel. Una jauría de ellos. Un furioso y sofocante nido de ellos.
Yakuzas.
Pasaron los minutos. Las horas. El Dios de la Luna Tsukiyomi cayó por el cielo, tras un asfixiante velo de gases. Más hombres pintados llegaron como paseando hasta la entrada; los hicieron pasar con sonrisas desdentadas. Y por fin, mientras las horas se arrastraban y la Diosa Amaterasu solo empezaba a iluminar los cielos de levante, dos hombres salieron del edificio. El primero, un huidizo bastardo flaco como un cuchillo, con dientes amarillentos como tocones rotos en encías oscuras. El segundo, un pedazo de carne ancho y de corta estatura con ojillos de cerda y orejas como coliflores. Sobre los hombros, cada gánster llevaba un pequeño morral gastado, lleno del amortiguado repicar de monedas. Yoshi sintió cómo se le rizaban los bigotes, mostró sus dientes amarillos en lo que podría haber sido una sonrisa; le dio las gracias en un susurro al cuerpo que montaba y corrió de vuelta al suyo propio.
Abrió los ojos
el cuarto palpitaba y
temblaba doblado dentro de largas extremidades y carne sin pelo y mugrienta tela el cuerpo en el que había vivido la mayor parte
de su vida lo sintió
solo por un momento más
como algo completamente
repulsivamente
equivocado.
Jurou estaba sentado frente a él cuando por fin logró enfocar su vista temblorosa. El flequillo oscuro de su amigo colgaba sobre sus ojos húmedos por el rocío, la pipa de loto vacía, completamente apurada entre esos labios perfectos.
—¿Y bien? —dijo.
—Misma hora. Todas las mañanas antes del amanecer —sonrió Yoshi—. Es una casa de dinero seguro.
—¿Quién la maneja?
—Los Hijos del Escorpión. La banda de yakuzas más grande de la Zona Baja.
—¿Estás seguro que quieres empezar por algo tan grande? —¿Recuerdas alguna vez en que el viejo Yoshi hiciera las cosas a medias, Princesa?
—Simplemente no estoy...
Yoshi puso un dedo sobre los labios de Jurou, frunció el ceño en dirección a la puerta.
—Ha vuelto Daken. Hana también.
Yoshi se arrellanó sobre un montón de cojines en el rincón; Jurou se acomodó contra su pecho desnudo. Sorbió los posos de su vino de arroz, sintió como se acercaba el gran gato, lo sintió del mismo modo que se debía sentir un imán al acercarse el hierro. Se hundió aún más en el almohadón, con las piernas despatarradas, la mano enredada en el pelo de Jurou cuando la llave de Hana giró en el pestillo. Se apartó el sombrero del ala sajada de los ojos y le dedicó una sonrisa torcida a su hermana pequeña.
—Esta es la parte en que improviso alguna broma sobre lo que el gato trajo...
Hana entró rápidamente en la habitación, más pálida que de costumbre, con la piel cubierta de una película de sudor fresco. Detrás de ella, emergió imponente uno de los hombres más grandes sobre el que Yoshi hubiese puesto los ojos jamás. Un sombrero de paja bien calado le cubría casi toda la frente; llevaba un andrajoso abrigo negro sobre ropas raídas por el uso. Hombros anchos como una puerta, una mandíbula sobre la que te podías romper los nudillos, a poca distancia de poder considerarse guapo, la verdad sea dicha, al menos por lo que Yoshi podía ver. Caminaba con una pronunciada cojera.
—Vaya, vaya —sonrió Jurou—. ¿Has seguido mi consejo, chica?
Hana, avergonzada, musitó un puñado de groserías. Pasó arrastrando los pies por delante de la pareja como un chiquillo desobediente ante el Gran Juez; le hizo un leve gesto al gigante que aún esperaba a la entrada, ocupándola por completo. La chica habló tan deprisa que las palabras se tropezaban las unas con las otras en la carrera hacia sus dientes.
—AkihitoesteesmihermanoYoshiysuamigoJurou.
La sonrisa de oreja a oreja de Jurou era como la de Kitsune en un gallinero, dirigida directamente a Hana, aunque le dedicó un rápido vistazo al recién llegado.
—¿Qué tal?
Los ojos de Yoshi no se habían apartado del hombretón. Asintió una vez. Tardó un siglo.
—Akihitosan se va a quedar aquí unos días —dijo Hana.
—No me digas —contestó Yoshi con el ceño fruncido.
—Solo unos pocos.
—No sueles tener invitados, hermana mía. —Miró de soslayo al grandullón—. ¿Sabe cocinar? No tiene pinta de bailar muy bien.
—Yoshi, por favor... —pidió Hana con voz suave y expresión suplicante.
¿Quién coño es este, Daken?
El gato había retomado su posición habitual en el alféizar de la ventana, se limpiaba las patas con una lengua tan áspera como una lija de hierro. Sus pensamientos, en cambio, eran suaves como el terciopelo, un ronroneo susurrante que rodaba por la mente de Yoshi como humo azucarado.
... amigo...
Yoshi sorbió con la nariz. Entornó los ojos. Hizo un esfuerzo por encontrar algo que criticar pero acabó con las manos vacías. Hana nunca había traído a nadie a casa antes, pero ya era mayorcita. Lo que hacía, con quién lo hacía, era asunto suyo. Se inclinó, besó a Jurou en la frente y encogió los hombros.
—Está bien, hermana mía.
Ella se giró y le hizo un gesto al tipo grande.
—Vamos.
Con un gesto culpable en dirección a Yoshi, el hombretón cojeó por delante de la pareja y entró en el dormitorio de Hana. La chica iba camino de reunirse con él cuando Yoshi se aclaró suavemente la garganta.
—¿No olvidas algo?
Hana hizo una mueca, metió la mano dentro de su kimono de sirvienta, sacó el lanzador de hierro. Se agachó y lo depositó en la palma de la mano de Yoshi, susurrando solo para sus oídos.
—Explicaciones después.
Yoshi miró de reojo a Daken, que ahora se serraba las partes bajas con su larga lengua rosa.
... no preguntes los suyos no cuento los tuyos...
—Como digas. —Agitó el lanzador—. Por cierto, no te puedes llevar esto al trabajo esta noche. Lo necesitamos.
—¿Para qué?
—Explicaciones después.
La curiosidad que brillaba en el ojo de Hana retrocedió a regañadientes. Hizo un pequeño gesto de asentimiento, se metió en su cuarto. Daken la siguió sigiloso y ella cerró la puerta con cuidado. Jurou tenía una gran sonrisa en la cara como si fuera él el que estaba a punto de hacer botar el colchón. Se estiró y encendió la caja de música, subió el volumen para darles algo de privacidad, con pinta de estar a punto de hacer el pino puente.
—Bien por ella —sonrió de oreja a oreja.
Yoshi levantó el lanzador de hierro y lo olisqueó. El cañón olía a algún producto químico quemado, como combustible de generador y hedor a refinería. Parecía solo un poco más ligero que la víspera. Como si tuviera solo un poco menos de muerte dentro.
Se caló bien el sombrero de la suerte, hasta cubrirse los ojos.
—Sin duda...
Akihito se apostó cerca de la ventana, miraba hacia fuera a través de los cristales sucios cuando Hana cerró la puerta del dormitorio con un leve chasquido. El apartamento estaba en el cuarto piso, con una vista decente de la calle a sus pies, claustrofóbica y envuelta en gases de escape. Pero incluso desde esa posición ventajosa en lo alto, seguía sintiéndose completamente desnudo, temblaba lleno de nerviosa energía, su estómago daba volteretas. Pensó en Lobo Gris, en Carnicera y en los demás. Rezó porque hubiesen logrado ponerse a salvo o hubiesen muerto luchando. Había visto lo suficiente de la cárcel de Kigen para saber que no era el sitio ideal para morir.
Pobre Kasumi...
Metió la mano en un bolsillo de su obi y sacó un viejo escoplo y un trozo de madera de pino; empezó a tallar la superficie, con los ojos fijos abajo en la calle. No se veía ni un soldado ahí afuera, solo unos pocos golfillos callejeros jugando a los dados en una esquina, dos adictos al loto jugando a pasarse la pipa. Pero aun así, todavía tenía los nervios más tensos que los muelles de un reloj al que se le ha dado demasiada cuerda; el mango del escoplo estaba resbaladizo bajo sus dedos empapados de sudor.
—Eso es muy bonito —dijo la chica señalando su talla—. ¿Qué es?
—Regalo —murmuró—. Para una amiga.
—Bueno, ¿qué crees que pasó? ¿Cómo nos encontraron?
Akihito echó un vistazo a la puerta, hacia los chicos que estaban en el salón tras ella. Los preciosos acordes de un shamisen salían a raudales de la caja de música, les llegaban ligeramente amortiguados por los cinco centímetros de agrietada escayola que había entre el dormitorio y el salón. No podía quitarse de encima la sensación de que algo iba mal. De ser observado. Vulnerable.
—No es seguro hablar aquí. Podrían oírnos.
—Solo son mi hermano y su novio.
—¿Y tus vecinos? He conocido mendigos con pulmón negro que no eran tan delgados como estas paredes.
La chica hizo un mohín, se sopló un mechón perdido de delante del ojo. Akihito la estudió con una mirada pausada: flaca como una niña desamparada, barbilla puntiaguda, una vieja cicatriz le recorría la frente y la mejilla, un parche de cuero escondía lo peor de ella. Una rebelde melenita de pelo seco como la paja, negro como la tinta de un calamar. Dura, decidió él. El tipo de dureza que se adquiría sobre el hormigón roto, con la barriga vacía y unos puños ensangrentados. ¿Lista? ¿Lo suficientemente lista como para que todo esto sea un largo juego? ¿Estaba jugando con él?
No tiene mucho sentido. Pero quizás...
Hana se sentó en medio de su mugroso colchón. Echó una mirada a la puerta. A él. A la puerta otra vez. Un atisbo de sonrisa asomó torcida en su cara, curvándole los labios.
—Ohhhh —suspiró, temblando.
Akihito frunció el ceño. Sus manos se detuvieron sobre su talla. Cogió aire para hablar cuando otro gemido sordo de la chica cortó en seco las palabras en sus labios.
—Ohhhhhh, Dios.
El hombre se sentó un poco más tieso, ligeramente desconcertado, con la boca abierta. Observó a la chica ponerse a cuatro patas, pasearse a gatas por las sábanas. Buscó por la habitación otra cosa a la que mirar, encontró al gato sentado a sus pies, con la cabeza ladeada, le miraba fijamente con grandes ojos amarillos como el pus.
Parpadeó. Blink. Blink.
Apoyándose contra la puerta del dormitorio, la chica gimió, gutural y sin aliento, como si estuviera inmersa en la dulce agonía de la primera noche de pasión. Plantó ruidosamente una mano sobre el marco de la puerta, golpeó el suelo con los talones.
—Ohhh —ronroneó—. Ohh, por favor.
—¿Qué demonios...
Hana se llevó un dedo a los labios, silenciando su protesta, y continuó con su actuación contra la madera delgada como el papel. La amortiguada maldición de su hermano se coló por debajo de la puerta, un ruego al gran y benéfico Dios Izanagi para que le volviera sordo como una tapia, o si eso fallara, para morir rápida y misericordiosamente. Akihito oyó lo que sonaba como risas y aplausos del otro chico.
—Oh. Dios mío. Dio-o-o-o-os —gimió Hana.
La caja de música emitía un ruido estridente en la habitación de al lado, habían subido el volumen a tope para amortiguar los rezos de Yoshi, los diminutos altavoces sonaban ahora forzados y crepitantes por el esfuerzo.
La música estaba lo suficientemente alta como para ahogar los gemidos de la chica. Lo suficientemente alta como para ahogar sus gritos, la verdad sea dicha. Hana se dejó caer otra vez sobre el colchón, remetió los pies debajo del cuerpo con una sonrisa satisfecha.
—¿Suficientemente seguro ahora?
Akihito no pudo evitar reírse un poco.
—Bonito.
—Tendrás que disculpar a mi hermano. —Hana empezó a pasarse los dedos por el mal cortado pelo negro como el carbón—. No suelo traer amigos... a dormir.
—¿Siempre ha sido así?
—¿Quieres decir un pequeño bastardo sabihondo y mal hablado? —se rió Hana—. Siempre.
—No, quiero decir así.
Hana parpadeó, tardó unos momentos en procesar la pregunta.
—Ohhhh... Quieres decir, ¿si siempre le han gustado los chicos?
Akihito musitó una serie de palabras incomprensibles.
—¿Por qué? —Una ceja trepó en la frente de la chica—. ¿Qué más te da?
—No, si me da igual. —Akihito parecía mortificado por la sugerencia—. Simplemente, es que no estoy...
—Acostumbrado a ese tipo de cosas.
—No.
—Bueno, pues no te preocupes. —Hana sonrió con la boca torcida y empezó a hacerse trenzas en el pelo—. No eres en absoluto su tipo. Demasiado, demasiado viejo.
Akihito sintió cómo se ruborizaba. La risa de la chica resonó contra las paredes, los vacíos ojos de cristal de mar miraban hacia las calles asfixiadas por la tóxica neblina. La forzada caja de música llenaba el vacío, ahogaba el murmullo y el zumbido del exterior. Hana le observó durante un buen rato, sin decir una palabra, haciéndose trencitas por toda la cabeza.
—Entonces —dijo al fin— ¿cómo nos encontraron?
—No tengo ni puñetera idea —suspiró, se quitó el sombrero y se pasó una mano por las trenzas—. Seguirían a alguien. Cogerían a alguien y le harían cantar. Además, aún no estoy cien por cien seguro de que no nos delataras tú, la verdad sea dicha.
El gato se le subió al regazo sin previo aviso, Akihito dio un grito ahogado cuando se le clavaron las uñas en la carne.
Utilizando su pierna como trampolín, el animal dio un salto hasta el alféizar y empezó a lamerse sus partes como si estuvieran hechas de azúcar en roca. El hombretón hizo una mueca de dolor, susurró una maldición, se masajeó la vieja herida y las recientes marcas de uñas de su muslo.
La chica hizo un gesto con la cabeza hacia su hakama ensangrentada.
—¿Cómo está la pierna, por cierto?
—Duele a rabiar —murmuró Akihito, mientras se frotaba la carne.
—¿Qué le pasó?
—Haces muchas preguntas.
—¿Y?
—Y, ¿cómo te sentirías si yo te preguntara qué le pasó a tu ojo? —dijo, haciendo un gesto hacia el parche de cuero.
—Te diría que mi padre era un borracho mezquino — contestó encogiendo los hombros.
—Por las barbas de Izanagi... —Un repentino sentimiento de culpabilidad le golpeó de lleno en la boca—. Lo siento.
—No, no lo sientas. Entonces, ¿cómo te la heriste?
Había pasado más de un mes desde el baño de sangre durante el rescate de Masaru de la cárcel de Kigen, pero la herida de espada no se estaba curando bien. Akihito sabía que debería haber hecho reposo, haberse cambiado los vendajes más a menudo, pero dadas las circunstancias, solo podía estar contento de que la pierna no se le hubiese gangrenado. Cuando Michi se encaminó de vuelta al palacio en busca de la Señora Aisha después de que se torciera la huida de la cárcel, le había abandonado con nada más que un torniquete y unas indicaciones vagas sobre cómo llegar a la nave voladora que se suponía que iba a llevarlos a todos fuera de la ciudad. Akihito no había llegado cojeando ni siquiera a medio camino del Paseo de las Torres cuando los soldados ya habían cerrado Kigen a cal y canto, bloqueando las torres de atraque, las playas de maniobras del ferrocarril y todo lo demás. Volvió a la casa franca de los Kagés en la que se había refugiado antes de la fuga de la prisión, se acopló con Lobo Gris y otros miembros de la célula de la ciudad. Su razonamiento era bien simple: si no podía llegar hasta Yukiko, haría todo lo que estuviera en su mano para ayudarla desde donde estaba.
Masaru lo hubiera querido así.
Kasumi también.
—Simplemente... ayudando a un amigo —dijo.
La chica asintió.
—Bueno, veré si puedo encontrar algunas vendas en el palacio mañana.
Akihito frunció el ceño, volvió la vista hacia el trozo de madera que tenía en la mano, quitó otro trozo con el escoplo. Una nave del Gremio cortó por la neblina en el exterior, sus motores hicieron vibrar las ventanas. Pensó en la emboscada en la cárcel de Kigen, en la sangre de Kasumi refulgiendo sobre el suelo. La traición que la había matado. Matado a Masaru. Casi le había matado a él también.
—¿Cómo supiste que venían esos soldados esta noche, Hana? Dijiste que tu vigía los había detectado antes que los nuestros, pero ¿quién era tu vigía? ¿Cómo consiguió comunicarse contigo?
La chica le miró con su único y oscuro ojo brillando entre desobedientes mechones de pelo. Se puso en pie despacio, cruzó en silencio la habitación para tirar de la ventana y abrirla. Una brisa levemente tóxica flotó hacia dentro; la bulliciosa canción de la ciudad quedaba casi ahogada por el ulular de la caja de música. La chica se hizo a un lado, cruzó los brazos, miró fijamente al gato encaramado en lo alto del alféizar. Por su parte, el gran gato parecía demasiado concentrado en sus partes no tan privadas como para darse cuenta.
—¡Vamos! —gritó la chica al final—. ¡Ve!
El gato se desenroscó de su nudo, hizo algo cercano a un ruido ofendido y se dejó caer al alféizar inferior. Tras estirarse con languidez, le dedicó a Hana una mirada cortante como un cuchillo y terminó por salir a la luz del día. La chica volvió hacia su colchón, con pasos sigilosos. Se instaló en él con las piernas cruzadas y una mirada desafiante, y continuó trenzándose el pelo.
—¿Hace cuánto tiempo que estás con los Kagés? —preguntó Akihito con el ceño fruncido.
—Dos semanas.
—¿Qué te hizo unirte a ellos?
—La Señora de las Tormentas.
—¿Señora de las Tormentas?
La chica le miró como si fuera un ignorante.
—La chica que domó al tigre del trueno. La que lo trajo de vuelta de las Iishi ella sola. Tienes que haber oído hablar de ella. Hablan de ella en todas las emisiones de los Kagés. Alguien incluso ha escrito una obra de teatro kabuki sobre ella; la vi anunciada a la puerta de un burdel en la calle Ibitsu la semana pasada, antes de que los soldados empezaran a reventar cabezas.
—Oh, sí que he oído hablar de ella —asintió Akihito—. Es solo que aún me estoy acostumbrando al nombre, para ser sincero. Yo siempre la llamaba Yukiko.
Hana entrecerró los ojos.
—¿La conoces?
Akihito estudió a la chica que le miraba con los ojos como platos. Desafío. Sospecha. Estaba tan condenadamente delgada; dedos casi esqueléticos, pálida piel cubierta de mugre. Se centró en ese único y oscuro ojo, casi demasiado grande en su demacrada cara. Quería confiar en ella, pero no podía realmente entender porqué. ¿Era porque le resultaba familiar de algún modo? ¿Mujer? ¿Joven? ¿Cuántos años tendría, de todas formas? ¿Diecisiete? ¿Dieciocho?
Casi la misma edad que...
—Yo cazaba con su padre, Kitsune Masaru.
—¿El Zorro Negro de Shima? —La voz de Hana estaba cargada de asombro. Se inclinó hacia delante, las trenzas completamente olvidadas—. ¡La gente dejó tablillas espirituales para él cerca de las Piedras Ardientes!
El hombretón alzó la madera que había estado tallando.
—¿Quién crees que empezó a ponerlas ahí?
—Dios mío, ¿los conocías? —musitó Hana—. ¿Conociste a su tigre del trueno?
—¿Que si lo conocí? —Akihito sacó un poco de pecho—. Yo ayudé a capturar a esa maldita cosa.
—¡Oh, Dios mío! —Hana estaba otra vez sobre los pies, se cubría la boca con las manos—. Ayúdame entonces, si estás hablando por...
—Ayudé a capturarlo. En la nave voladora llamada Hija del Trueno, hasta el cuello en la peor tormenta que yo haya visto jamás. —Los ojos del hombretón lanzaban destellos—. Ryu Yamagata sabía cómo gobernar una nave, maldita sea, eso seguro. Era un buen hombre. —La luz en sus ojos se debilitó y se apagó—. Todos eran buenos hombres.
—¿Cómo es? —El ojo de Hana brillaba, su imaginación ardía en llamas—. La Señora de las Tormentas.
—Una chica lista —asintió Akihito—. Fuerte. Cabezota como la madre que la parió. Pero dulce como el azúcar. A decir verdad, se parece mucho a ti, Hanachan—. Alzó la vista hacia el alféizar en el que había estado encaramado el gato hacía pocos minutos; se rascó los pelos de la barbilla—. Se parece mucho, mucho a ti.