5

CRISALIDA

 

N

áuseas frías en la barriga bullían por encima de sus pulmones y le llegaban hasta la punta de la lengua.

Unos ojos rojos como la sangre miraban fijamente a Yukiko desde la penumbra del foso trampa, cristal pulido pegado a una cara sin boca, suave como el hueso. La membrana que cubría el cuerpo de la figura era marrón como el cuero viejo, satinada y elástica, arrugada en las articulaciones. Un mecábaco cuajado de transistores sobre el pecho y los cables que serpenteaban alrededor del cuerpo lo marcaban como un elemento del Gremio. El manojo de delgadas extremidades cromadas a su espalda completaba el horroroso retrato aracnoide.

—¿Qué demonios es eso? —musitó.

—Un Vida Falsa —contestó Kin, rascándose la pelusilla que le cubría la cabeza.

—¿Un qué?

Yukiko miró de soslayo al chico que estaba a su lado, con la mano aún sobre el mango de su tanto. Buruu acechaba cerca de su hombro, vigilaba el foso con los ojos entornados. El calor que irradiaba de su pelaje le ponía a Yukiko la carne de gallina, ese aroma a ozono y almizcle que ahora le resultaba tan familiar llenaba el aire, salpicado de electricidad.

—Crean los autómatas de carne para el Gremio —explicó Kin encogiéndose de hombros—. Los robots servidores que trabajan en los cabildos. Las voces de la ciudad que ruedan por ahí gritando las horas. Llevan a cabo procedimientos quirúrgicos, instalan implantes en los recién nacidos... ese tipo de cosas.

Cuatro pares de ojos le miraban como si estuviera hablando en gaijin.

—Construyen máquinas que emulan la vida. —Agitó una mano por el aire—. Vida. Falsa.

—Por todos los cielos —musitó Atsushi.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Isao.

—¿Tengo aspecto de poder leer las mentes? —contestó Kin.

Isao miró a Yukiko de reojo.

—Si estuviéramos solos, te diría exactamente qué aspecto tienes, Hombre del Gremio.

Kin parpadeó y abrió la boca para replicar, cuando un crujiente sonido rasposo y sibilante brotó del fondo del foso. Medio afirmación, medio pregunta, vomitado desde la barriga de algún tipo de serpiente de metal oxidada.

—¿Hombre del Gremio? —La cosa ladeó la cabeza, mirando a Kin—. ¿Eres Kioshi?

El nombre le produjo un escalofrío en las entrañas a Yukiko, resbaladizo y grasiento. Un nada bienvenido recordatorio de quién y qué había sido Kin en el pasado. El nombre de un padre muerto hacía mucho tiempo, un Hombre del Loto de alto rango y muy estimado. El nombre que había pasado a su hijo, como era costumbre en el Gremio. El nombre que había recibido Kin cuando vivía encerrado en aquella piel de metal. El nombre del desconocido. Del enemigo. Antes de que ella descubriera al chico que había bajo el latón. Antes de que él...

—¡Cierra la boca! —Isao levantó el tetsubo, aparentemente sorprendido de oír a la cosa hablar—. Cierra la boca o te hundiré el cráneo, bastardo.

El Vida Falsa levantó las manos. Siete de sus brazos metálicos se elevaron al unísono. El octavo escupió una lluvia de chispas azules y se movió espasmódicamente, quedó colgando al lado de la pierna del Hombre del Gremio.

—No tengo intención de haceros daño a ninguno de vosotros —dijo con voz sibilante —. Lo juro por el Primer Brote.

—¿Qué demonios es un Primer Brote?

—El líder del Gremio del Loto —dijo Kin—. El Segundo Brote de todos los cabildos depende directamente de él.

—¿Y la gente como vosotros jura por él como si fuera un dios?

Kin miró al chico durante un instante vacío, luego se dio la vuelta hacia la cosa que estaba en el foso.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.

—Buscarte a ti, Kioshisan.

¿Buscándole a él?

—Mi nombre es Kin.

—Tú... ¿ya no llevas el nombre de tu padre?

—Su nombre no es asunto tuyo —dijo Yukiko entre dientes—. Yo dejaría de hacer preguntas y empezaría a contestarlas si fuera tú.

El Vida Falsa apartó sus lisos ojos de cristal. Yukiko podría haber jurado que se había asustado.

—Disculpas, Señora de las Tormentas.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? ¿Qué quieres?

Un pequeño gesto de impotencia; los plateados brazos ondearon a su espalda.

—Unirme a vosotros.

—¿Unirte a nosotros? —se burló Yukiko.

—Kioshi... —Una pausa—. Kinsan no es el único que soñaba con escapar del control del Gremio. Hay muchos de nosotros en cabildos por todo Shima que abrigamos secretas esperanzas de rebelión. Pero ninguno pensó que fuera posible. Ninguno fue lo bastante valiente como para arriesgarse —. La cosa miró a Kin, con admiración en la voz—. Hasta que lo hizo él.

—Deberíamos matarlo, Señora de las Tormentas. —Atsushi apuntó con su lanza hacia la boca del foso; la lluvia resbalaba por su afilado borde—. No nos podemos fiar de él.

—Por favor... —susurró el Vida Falsa—. He llegado tan lejos...

Kin miró a Atsushi con cara de pocos amigos.

—Cuando la piel de un Hombre del Gremio sufre un daño catastrófico, el mecábaco envía una señal de socorro con su radiobaliza. El Gremio sabrá exactamente dónde estamos.

—¿Puedes desactivar la radiobaliza? —preguntó Yukiko señalando hacia el cinturón de latón lleno de herramientas que llevaba colgado alrededor de la cintura.

—Podría. —Kin frunció el ceño—. Pero no vais a...

Yukiko se volvió hacia Isao.

—Sácalo del foso.

Dejaron caer una cuerda. Yukiko miró con cara de asco mientras el Hombre del Gremio trepaba seis metros hasta la luz. Los brazos que tenía a la espalda claqueteaban y hacían ruidos rasposos al moverse, como si cada extremidad albergara una colmena de bulliciosos insectos. El fulgor de sus ojos daba una pátina rojo sangre a su reluciente caparazón. Aunque la piel parecía húmeda, no tenía ni una mota de polvo o tierra pegada a ella.

Cuando el Hombre del Gremio alcanzó el borde del foso, Yukiko se dio cuenta de que la cosa llevaba un largo delantal cuajado de hebillas que le dificultaba mucho izarse por encima del borde. Isao agarró uno de sus brazos humanoides, lo arrastró fuera del foso y lo dejó caer sobre el suelo sin ceremonia alguna. Atsushi puso su naginata sobre el cuello de la cosa. Yukiko se echó hacia atrás, fuera del alcance de las extremidades de la araña, pero el Hombre del Gremio no hizo ningún gesto amenazador, solo levantó todos sus brazos en medio de más horripilantes chasquidos y lentamente se puso en pie. No miró a ninguno de los ahí presentes a la cara. Tiritaba. Su mecábaco permanecía en silencio, implantado sobre la curva de sus...

Por todos los cielos.

—Eso es una chica. —Yukiko frunció el ceño, mirando a Kin—. Es una chica.

—Todos los Vida Falsa lo son —contestó él encogiéndose de hombros.

—Creía que no había ninguna mujer en el Gremio.

—¿Y de dónde crees que vienen los pequeños Hombres del Gremio? —preguntó con una pequeña sonrisa avergonzada.

Yukiko frunció aún más el ceño e hizo un gesto hacia el mecábaco de la Vida Falsa. El artilugio parloteó, las cuentas chasqueaban de un lado al otro por la superficie de relés, disipadores térmicos y relucientes transistores.

—Desactívalo.

Kin dio un paso al frente, dubitativo. Sacó un destornillador y unos alicates de su cinturón de trabajo. Con pinta de estar un poco avergonzado, colocó sus manos sobre el pecho de la Mujer del Gremio. Esta mantuvo los ojos bajos mientras Kin aflojaba un puñado de tornillos. Docenas de cables con aislante se desparramaron cuando retiró la placa delantera.

—Um. —Levantó la cubierta—. ¿Puedes sujetar esto?

La Vida Falsa obedeció en silencio, sus brazos de araña se estremecieron cuando sus verdaderos brazos cogieron el metal. Yukiko sintió cómo se le revolvía el estómago; tragó con fuerza, la boca le sabía a vómito. Le temblaban las piernas. Le lloriqueaban los ojos. Unos gorriones piaron en la lejanía, el sonido parecía más un chillido que una canción. Tres monos se reunieron en los árboles por encima de sus cabezas, rugían y sacudían las ramas. El calor la envolvía. Tenía los puños cerrados.

¿ESTÁS BIEN, HERMANA?

Estoy perfectamente.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Kin.

—Kin, no le hables —gruñó Yukiko.

Él la miró por encima del hombro.

—¿No es ese el objetivo de este ejercicio?

Yukiko le dirigió una mirada feroz y se retiró bruscamente de los ojos el pelo empapado por la lluvia. Kin se volvió hacia la Vida Falsa, desenroscó varios cables de su mecábaco, empezó a enredar en las entrañas de la máquina. Le lanzó una mirada de disculpa cuando volvió a tocarle el pecho.

—¿Cómo te llamas? —repitió.

—... El nombre de mi madre era Kei. Me lo adjudicaron cuando murió, como dicta la costumbre.

Kin hizo una pausa, miró esos anodinos ojos de cristal.

—Pero, ¿cuál es tu nombre?

Se hizo un largo silencio. Yukiko rechinó los dientes. Podía oír los ruidos de miles de niños gaijin, sollozando mientras los conducían hacia la muerte dentro de las grasientas entrañas amarillas de los cabildos. Chillidos agudos entre las crepitantes piras alrededor de las Piedras Ardientes. Gente como ella, gente con el Kenning, quemados vivos por el ridículo «Camino de la Pureza» del Gremio. La respuesta de la Vida Falsa sonó como un nido de víboras escupidoras.

—Ayane.

—¿De qué cabildo vienes?

—De Yama.

—Las tierras del Zorro están muy lejos de aquí. —Kin arqueó una ceja y se puso manos a la obra con un par de cortafríos—. ¿Cómo conseguiste llegar? Los Vida Falsa no pueden volar.

—Me colé en un buque del Gremio en el puerto de Yama y activé la cápsula de salvamento. —Dobló sus brazos de araña, una onda plateada se dibujó en el aire a su alrededor—. Volé tan lejos como pude. Luego eché a andar.

—¿Cómo sabías hacia dónde ir, dónde estábamos? —Kin alzó la vista de las entrañas, con los ojos iluminados por un estallido de chispas.

—El Gremio conoce la ubicación aproximada del bastión Kagé desde que os rescataron a los dos de los restos de la Hija del Trueno. Desde entonces, han instalado torres de triangulación por las Iishi. Cada vez que los Kagés transmiten una señal de radio, obtienen datos, se acercan más.

—Si saben tanto, ¿por qué no han enviado a su flota en masa para incendiar este bosque al completo? —espetó Yukiko enfadada.

La Vida Falsa volvió la vista al suelo, se negaba en redondo a mirar a Yukiko a los ojos.

—Gran parte de la tropa todavía está supervisando la retirada de Morcheba. Pero el Hombre del Gremio al que dejaste con vida logró llegar de vuelta a Yama con tu mensaje, Arashinoodoriko. La pérdida de tres acorazados fue suficiente para que los Brotes Mayores se lo pensaran mejor. El capitán que mataste era un héroe de guerra, ¿sabes? El Tercer Brote de Kigen. El Almirante de su flota.

—¿Y?

—Y te tienen miedo. —Tragó saliva—. A ti y a tu tigre del trueno.

Kin la miraba fijamente; el recuerdo de un centenar de Hombres del Gremio muertos nadaba silencioso en sus ojos. Yukiko se chupó los labios y sintió cómo se le ponían los pelos de punta al ver tiritar las extremidades de la Vida Falsa. Deslizó una mano por el cuello de Buruu, hundió los dedos profundamente en el calor de sus plumas.

No me fío de ella.

SENSATA.

Sería demasiado bonito para ser cierto que hubiese más como Kin.

FRANCAMENTE, ESA PARTE DE SU HISTORIA ES FÁCIL DE CREER.

¿Una rebelión dentro del Gremio? No, simplemente nos están diciendo lo que queremos oír.

LOS MIEMBROS DEL GREMIO NACEN EN ÉL. NO TIENEN ELECCIÓN. NO TIENEN NINGÚN CONTROL. NO ES TAN DIFÍCIL IMAGINAR QUE A ALGUNOS PUEDA MOLESTARLES ESE YUGO.

No me creo que uno de ellos simplemente saliera de puntillas de un cabildo y recorriera todo este camino para encontrar a Kin. Probablemente solo sea una superviviente de la flota que quemamos. Mintiendo para salvar el pescuezo.

SOLO DEJAMOS A UNO CON VIDA, YUKIKO. LO SABES.

Esto no tiene ningún sentido, maldita sea. Eso está mintiendo.

QUIERES DECIR «ELLA» ESTÁ MINTIENDO.

Quiero decir «eso».

Miró a la Vida Falsa de arriba abajo, con una mueca de asco.

—¿Es esa la razón por la que vuestros líderes están apoyando a Hiro? ¿Porque ahora son demasiado débiles para venir aquí en persona? Prefieren arriesgar las vidas de hombres con esposas e hijos en la batalla para derrocarme, ¿no? Mejor que mueran ellos que algún otro de sus valiosos Shateis.

—Yo soy de Yama. —Sus nueve brazos funcionales al completo se ondularon como una ola y Yukiko se quedó horrorizada al reconocer el gesto como un encogimiento de hombros—. No conozco la política de la Primera Casa, ni por qué el Primer Brote le pide al Shateigashira Kensai que apoye al chico Tora. Pero sí sé que el setenta por ciento de nuestra Secta de las Municiones fue requisada por Kigen hace cuatro semanas.

Yukiko la miró sin comprender.

—La Secta de las Municiones construye máquinas que requieren control humano —explicó Kin—. Calesas a motor, máquinas trituradoras, motores para las naves voladoras y cosas así. Como solía hacer yo.

Yukiko entornó los ojos.

—¿En qué están trabajando ahora?

—No lo sé, Señora de las Tormentas —dijo con otro grotesco encogimiento de hombros multibraquial.

—No la llames así. —Kin extrajo tres transistores del mecábaco —. Su nombre es Yukiko.

El chico cortó el último grupo de cables, recogió las tripas del artilugio y las volvió a meter apelotonadas en su receptáculo. Cerró y selló el aparato con unos pocos tornillos que fijó apresuradamente. Dio un paso atrás.

—Hecho.

La Vida Falsa miró la espada de Atsushi apoyada contra su cuello. El chico modificó el agarre, a una sola palabra de desencadenar un baño de sangre. Kin la observaba con ojos implorantes. Yukiko miró a ambos durante un largo momento cargado de significado, con los brazos cruzados, los ojos entornados.

La lluvia caía con más fuerza; pesados goterones cristalinos golpeaban ruidosamente las hojas a su alrededor y estaban calándolos a todos hasta los huesos.

A todos excepto a la Vida Falsa, evidentemente.

—Nunca había visto lluvia que no fuera negra. —Giró las palmas de sus manos hacia el cielo. Los goterones repicaban sobre su cuerpo, se arremolinaban y resbalaban como el mercurio—. Es preciosa.

Los ojos de Yukiko estaban fijos sobre la hoja que relucía en la mano de Atsushi. Las gotas de lluvia centelleaban sobre el acero como joyas pulidas.

Deberíamos sacarle toda la información posible y luego enterrarla.

Buruu gruñó.

¿Y QUÉ PASA SI ESTÁ DICIENDO LA VERDAD?¿QUÉ PASA SI ES LO QUE DICE SER?

Nadie deja el Gremio. Todo el mundo lo sabe.

EXCEPTO TU KIN.

No le llames así.

YO TAMPOCO ME FIABA DE ÉL, ¿RECUERDAS? PERO SIN ÉL, NINGUNO DE NOSOTROS ESTARÍA AQUÍ.

Ya lo sé.

ENTONCES SABES QUE NO PODEMOS ACABAR CON ESTA CHICA BASÁNDONOS EN MERAS SUPOSICIONES.

Yukiko bufó, se frotó los ojos con los puños. El dolor de cabeza producido por el Kenning avanzaba sigilosamente con pies ligeros como los de un zorrillo. El ruido. El calor. Acechaban persistentes en la parte de atrás de su cabeza con manos de plomo y sin respirar.

—Quítate la piel —le dijo.

—¿Qué? —Kin levantó una ceja—. ¿Para qué?

—Si nos lo vamos a llevar de vuelta, no nos traeremos un dispositivo de rastreo con nosotros. Se quita la piel y el mecábaco y los enterramos aquí.

—El mecábaco no volverá a funcio...

—Ese es el trato, Kin. Enterramos su piel o enterramos a esa cosa.

—Ella no es una «cosa» —dijo Kin frunciendo el ceño—. Su nombre es Ayane.

Isao hizo una mueca de desagrado, sacudió la cabeza. Yukiko se volvió hacia la Vida Falsa, con los ojos y la voz fríos como el acero.

—Tú eliges. Y no quiero sonar cruel, pero podré dormir en cualquiera de los dos casos.

La Vida Falsa echó un vistazo al arma de Atsushi, luego a Kin. Sin decir una palabra, empezó a girar las palometas de los pernos que salpicaban su traje. Estiró los brazos humanoides hacia atrás y jugueteó con la esfera plateada que llevaba adosada a la espalda, el huevo del tamaño de un melón del que brotaban las patas de araña. Hurgó torpemente durante unos instantes, y emitió un suave silbido.

—¿Puedes ayudarme, por favor, Kinsan? Es difícil hacer esto sola.

Vacilante, Kin se puso detrás de ella, giró cada palometa de las que le recorrían la columna, manipuló varios cierres siguiendo las direcciones de la Vida Falsa. Yukiko oyó una leve serie de sonidos de succión por todo el reluciente cuerpo resbaladizo de grasa, seguidos por la húmeda entrada de aire al romperse el vacío. La piel se aflojó, como si ahora fuese una talla demasiado grande. La cosa tiró de una cremallera que subía hasta la base de su cráneo, otra que bajaba hasta los riñones. Mientras Atsushi e Isao miraban, asqueados y fascinados, la Vida Falsa se dobló por la cintura y, como una mariposa que emerge de su capullo, que pasa de crisálida a imago, se deshizo de su concha externa.

Por debajo, la cubría una membrana de redecilla semitransparente. Su piel era tan pálida que era casi traslúcida. Tenía la cabeza completamente desprovista de pelo: sin pestañas, sin cejas, nada. Extremidades largas y finas de dedos ahusados, suaves curvas salpicadas de fijaciones de bayoneta de metal negro y reluciente. Diecisiete años, quizás dieciocho, como mucho. Sus labios eran llenos y protuberantes, como si le hubiera picado algo venenoso, sus facciones frágiles y perfectas; una muñeca de porcelana en su primer día al sol. Guiñó los ojos, levantó una mano para protegerse de la luz.

Inexplicablemente, Yukiko sintió que se le caía el alma a los pies.

Es preciosa.

Kin frunció el ceño hacia los boquiabiertos chicos, se quitó el uwagi y lo deslizó sobre los pálidos hombros de la chica. Yukiko podía ver las mismas fijaciones de bayoneta sobre la piel de su amigo, estropeando las suaves líneas de firmes músculos, incrustadas exactamente en los mismos sitios: muñecas, hombros, pecho, clavícula, columna. La esfera plateada aún estaba adosada a la espalda de la chica, las extremidades de araña seguían ondeando, todavía hacían ese horrible sonido inhumano. Yukiko señaló con el dedo.

—Quítate esas también.

—No puedo. —La voz de la chica sonó suave y dulce ahora que estaba fuera de su piel, rematada por un leve y tembloroso temor—. Son parte de mí. Están arraigadas en mi columna vertebral.

—No me mientas.

—Por favor, no estoy mintiendo. —La chica se retorció las manos, guiñando aún los ojos. Unos ojos de un rico marrón terroso, con las pupilas tan contraídas que eran meros lunares—. Me resultaría igual de fácil quitarme las piernas.

ESTÁ FUSIONADA CON LA MÁQUINA. QUÉ LOCURA.

Yukiko frunció el ceño al mirar aquellos ondulantes dedos plateados, afilados como agujas, que tenían los nudillos inflamados y relucían con las gotas de lluvia. Bajó la vista hacia los pies de la Vida Falsa, hacia los dedos que se incrustaban en la tierra oscura y mojada, y sintió náuseas. El dolor de cabeza se trasladó hacia sus sienes y apretó la base de su cráneo. Un susurro. Una promesa.

—Átale los brazos —dijo, mirando a Atsushi de reojo—. Todos ellos.

Kin parecía ligeramente herido por la sugerencia.

—Yukiko, no necesitas hacer eso.

—Por favor, no me digas lo que necesito, Kin.

La chica dobló sus brazos metálicos a la espalda; aquellas extremidades funcionales se enroscaban hacia arriba como las patas de una araña moribunda, el brazo roto colgaba cerca de su espinilla, inerte como un pez muerto. Atsushi la ató con una cuerda: la pasó alrededor de su cuerpo e inmovilizó todos sus brazos. Ayane respiró hondo, hizo acopio de valor, levantó la mirada y miró a Yukiko a los ojos por primera vez. Su voz casi inaudible bajo el susurro de la lluvia.

—Gracias por confiar en mí —dijo.

—No confío en ti.

—Entonces... gracias por no matarme.

—Llevémosla de vuelta —ordenó Yukiko haciendo un gesto a los chicos—. Isao, entierra la piel tan hondo como puedas. Atsushi, ven con nosotros. Necesito hablar con Daichi.

Isao asintió, empezó a retirar las hojas muertas de una zona. Atsushi dio un empujón a la chica en la espalda con el extremo de su nagamaki, lo suficientemente fuerte para hacerla trastabillar. Kin alargó la mano y la sostuvo antes de que se cayera.

—Muévete —gruñó Atsushi.

Yukiko se adentró en la maleza con Buruu; tenía la carne de gallina, un dolor punzante en la cabeza. Miró hacia atrás y vio que Kin había colocado una mano sobre los nudos a la espalda de Ayane, la sujetaba y la ayudaba a avanzar por el irregular terreno. Atsushi los seguía con pasos pesados, el ceño fruncido y una oscura mueca en la cara.

Ayane mantenía los ojos hacia el suelo, la voz baja. Pero estaba hablando. Furtiva y claramente asustada. Yukiko se estiró hacia las mentes del bosque a su alrededor, se bañó en una cascada de dolor, y pudo oír cada palabra que pronunciaba la Vida Falsa. Verla a través de cien pares de ojos, sentir el pulso y los latidos de cien corazones.

Empezó a salirle sangre por la nariz.

—Gracias, Kinsan —susurró Ayane.

—No tienes por qué darme las gracias —dijo el chico, sacudiendo la cabeza—. Aquí arriba hacemos lo correcto. Yukiko es buena persona. Simplemente desconfía del Gremio. Ha perdido mucho por su culpa y por la del gobierno. La mayoría de la gente que hay aquí lo ha hecho.

—Su padre.

—Amigos también.

—¿Me van a odiar? Los Kagés, quiero decir.

—Probablemente. —Kin miró de reojo a Atsushi y su nagamaki—. No se fían de los de nuestra especie... quiero decir, de la especie a la que pertenecíamos antes.

—Entonces, ¿por qué te quedas?

Pasó un buen rato antes de que Kin contestase; un espacio sin palabras, llenado por el lejano tamborileo de la lluvia sobre la cubierta del bosque, como si un ejército estuviese golpeando la tierra con palos huecos de bambú en la distancia. Yukiko podía ver a Kin observando a la chica, caminaba delante de él, con Buruu a su lado. Kin miró el bosque, que lentamente iba adquiriendo una tonalidad oxidada, acunado entre las manos del frío del otoño. Y al final encogió los hombros.

—Porque aquí hay cosas que amo. Porque soy parte de este mundo y he pasado demasiado tiempo sentado, viendo cómo se desintegraba, con la esperanza de que otra persona lo salvase.

—¿Y ahora pretendes salvarlo tú, Kinsan? ¿Tú solo?

—Yo solo no —dijo, negando con la cabeza—. Todos estamos juntos en esto. Necesitamos que más gente se dé cuenta de ello. Más gente dispuesta a ponerse en pie y decir «basta». No importa lo que cueste.

Ayane miró a Kin de reojo y sonrió, y sus ojos centellearon como el rocío sobre la piedra pulida. Por debajo del temor, había una fuerza en su voz, tan vieja como las montañas que se cernían amenazantes a su alrededor, profunda como la tierra bajo sus pies.

—Basta —dijo.

El dolor escaló y se avivó, caliente y cortante, demasiado intenso, demasiado duro. Yukiko apartó su mente de ellos, se deslizó de vuelta a sus propios pensamientos como una ladrona, limpiándose la sangre de los labios. Buruu le echó un vistazo desde el lado, sin decir nada, diciéndolo todo. Yukiko sorbió el espeso líquido con la nariz, escupió el salado escarlata sobre la maleza.

Cientos de ojos los seguían mientras se alejaban.