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SUMAS Y RESTAS
Y
oshi despertó por el bofetón del agua fría como el hielo sobre la cara, seguido de un bofetón de verdad lo suficientemente fuerte como para hacer vibrar todos los dientes en su cabeza. Podía oír el bullicio del gentío en la distancia, los rugidos de las llamas y los motores de las naves voladoras. El olor a sudor y a loto rancio y el hedor de su propia sangre flotaba en el ambiente. Y recordó a Jurou muerto en el suelo del callejón, con los ojos roídos por las alimañas, muñones por dedos en manos y pies, y sintió el odio arder tan brillante en su interior que temió incendiarse.
Otra bofetada en la cara. Más fuerte esta vez.
—Despiértate, chico —llegó un balbuceante gruñido.
Se quitó el pelo de los ojos con un movimiento de la cabeza, parpadeó en la penumbra. Estaba colgado por las muñecas de un gancho y una cadena, justo de la longitud suficiente como para que las puntas de sus pies tocaran el suelo. Desnudo salvo por su nueva hakama, ahora ensangrentada y cubierta de mugre. El hormigón estaba pegajoso, tenía manchas oscuras. Una solitaria bombilla proyectaba un círculo de luz sobre el suelo. En la periferia, podía ver una docena de hombres y mujeres, con los brazos cruzados, que le observaban del mismo modo que las ratas comedoras de cadáveres observaban unos estertores de muerte. En cada uno de sus bíceps, en el espacio negativo entre los tatuajes, había dos escorpiones entrelazados, garra contra garra.
El corazón de Yoshi dio un vuelco en su pecho.
Vio a Hana enfrente de él, con las manos atadas, los brazos sujetos por hombres de aspecto despiadado e irezumis de cuerpo entero. Tenía el pelo desparramado por la cara, le sangraba la nariz, su ojo bueno estaba completamente cerrado, ella inconsciente.
Yoshi miró al que le había abofeteado. Delgado y duro y cruel, una avispada cara angulosa, oscuros ojos odiosos. Le reconoció de su primer atraco, el compañero del Jugador. El hombre tenía un par de largos alicates puntiagudos entre las manos.
—Levántate y espabila, gandul.
—Que te den por culo —escupió Yoshi.
—Qué gracioso —una rota sonrisa amarilla—, tu novio dijo exactamente lo mismo.
Yoshi intentó abalanzarse sobre él pero solo consiguió dar vueltas en espiral colgado de la cadena. El hombre delgado se rió, todo huesos amarillentos y desmoronados, y aliento apestoso.
—Mi nombre es Seimi. —El hombre apretó los alicates contra la mejilla de Yoshi—. Mi cara es la última cosa que verás en toda tu vida. Y por ello, tienes mis disculpas.
—Mi hermana no tenía nada que ver con esto. Dejadla ir.
—¿Nada que ver con esto? —Seimi arqueó una ceja—. Cuéntame más...
El hombre se volvió hacia una mesa de trabajo en la periferia del haz de luz. Estaba dispuesta con todas las herramientas que Yoshi podía imaginar: sierras para metal, destornilladores, cortafríos, taladros, alicates. Una botella de sake. Un bol de sal. Un soplete que funcionaba con chi. Un martillo.
Seimi lanzó agua a la cara de Hana. La abofeteó con fuerza mientras ella escupía, levantó la cabeza lentamente, el ojo deba vueltas en su cuenca magullada mientras parpadeaba e intentaba enfocar la vista.
—Hola, preciosa. —Seimi le cogió la cara bruscamente, con los dedos y el pulgar apretados contra las mejillas, apretaba sus finos labios para que hicieran un mohín.
—¿Yoshi? —Al chico casi se le rompe el corazón al oír el terror en su voz—. Yoshi, ¿qué está pasando?
—Está bien, hermanita. —Intentó que su voz no fuera agudizándose hacia la histeria—. Todo va a ir bien.
—¿Has oído eso, preciosa? —Seimi se inclinó hacia delante, la miró fijamente al ojo bueno—. El ladrón hijo de puta de tu hermano ha dicho que todo va a ir bien. ¿Hace eso que se te tranquilice el corazón?
—¡Bastardos, dejadla ir! ¡No tiene nada que ver con esto!
Hana temblaba con tanta intensidad que le castañeteaban los dientes. Forcejeó contra los hombres que la sujetaban, pero eran el doble de grandes que ella, todo músculo tatuado y sonrisas desdentadas. Seimi deslizó una mano por su cuello, le abrió la parte de arriba de la túnica. Una mirada ávida se detuvo sobre el amuleto dorado que llevaba colgado del cuello. Un diminuto ciervo con tres cuernos en forma de luna creciente. Le miraba con odio.
—Alto.
La voz era grave. Férrea.
Unas pisadas suaves. Respiración regular. Un hombre se puso bajo la luz. Bajito. Bronceado. Vestido de manera simple. Pelo gris retirado de unas cejas angulosas. Miraba a Yoshi con negros ojos vacíos.
—¿Sabes quién soy?
—No. —Yoshi boqueó, intentando recuperar la respiración—. No, no lo sé.
El hombre se acercó, se paró amenazador a pocos centímetros del chico. Yoshi podía verle los poros de la piel, las arrugas en los bordes de aquellos ojos insondables. No había ira alguna, ni siquiera una pizca de malicia en la voz del hombre.
—Yo soy el hombre que te pagaba el alquiler. Pagaba al sastre que te hacía la ropa. Al artista que tatuó tu piel. Pagué por el loto que fumabas. Tu bebida. Soy el hombre en cuya cara escupías cada vez que gastabas una de esas monedas robadas.
—Lo siento. —Yoshi tragó saliva—. Lo siento, pero por favor, mi hermana no ha tenido nada que ver con esto, por favor simplemente...
—¿Cómo te llamas?
—... Yoshi.
—Yo soy el Caballero. —El hombre miraba al brazo sin tatuajes de Yoshi—. ¿Eres de baja cuna?
—Hai.
—Eso explica muchas cosas. —El Caballero caminó dando un largo y lento círculo alrededor de Yoshi—. ¿Sabes en qué nos diferenciamos, Yoshisan?
—No...
—Yo soy Burakumin, igual que tú. Un chico que nació con nada, sin clan, sin familia, sin nombre. E igual que tú, me vi obligado a hacer cosas terribles, solo para sobrevivir en este lugar. —El Caballero sacudió la cabeza—. Las cosas que he hecho, Yoshisan. Las cosas que haré...
El hombre dejó de andar, miró a Yoshi a los ojos.
—Pero no soy ningún ladrón. Todo lo que tengo, lo he comprado con sudor y sangre. Tuve la delicadeza de mirar a los ojos de los hombres mientras les quitaba todo lo que tenían. Esa es la diferencia entre tú y yo. Por qué yo estoy aquí de pie y tú ahí colgado. Sin tu pequeño cañón de mano. —A medida que hablaba, el Caballero iba acercando su cara centímetro a centímetro a la de Yoshi, a cada palabra que pronunciaba—. Tú. Eres. Un. Cobarde.
Yoshi no dijo nada, la cabeza le daba vueltas. Desesperado. Buscaba algo. Cualquier cosa. Algún modo de salir de ese agujero, ese foso al que la había arrastrado. Dios, Hana no, por favor...
—¿Dices que tu hermana no tiene culpa alguna? —El Caballero la miró, luego a Yoshi otra vez—. ¿Qué no sabía nada de vuestras transgresiones contra los Hijos del Escorpión?
Gotas de sudor rodaban por la cara de Yoshi, tenía los ojos inyectados en sangre.
—Nada.
—¿Y quieres que la deje ir?
—No se merece nada de esto. —Se chupó los labios—. Hazme a mí lo que quieras. Me lo merezco por lo que hice. Pero ella no merece verlo.
El Caballero le miró fijamente, con la cabeza ladeada como si estuviera escuchando voces escondidas.
—Supongo, Yoshisan, que tienes razón. No se merece ver esto en absoluto.
El alivio inundó a Yoshi, que casi rompió a sollozar, balbuceó un agradecimiento mientras el Caballero se daba la vuelta. Y mientras él miraba, el hombrecillo se acercó a Seimi y cogió los largos alicates puntiagudos de sus manos callosas, y en el espacio entre un latido del corazón y el siguiente, el Caballero se inclinó hacia delante y le sacó el ojo a Hana de la cuenca.
Su chillido llenó la habitación, más alto de lo que Yoshi hubiera creído posible. Encontró su propia voz chillando al unísono con la de su hermana, un informe rugido de odio, forcejeó contra las cuerdas que le ataban, escupió y chilló y dio golpes por doquier. El Caballero tocó a los hombres que sujetaban a Hana y estos la dejaron caer al suelo. Se llevó las manos atadas a la cara y se hizo un ovillo y chilló, chilló hasta que Yoshi creyó que se le iba a romper el corazón. Las lágrimas emborronaban la vista de Yoshi, sus captores se vieron reducidos a meros manchurrones en medio del resplandor, el olor a humo le llenaba los pulmones.
—¡Bastardo! —bramó—. ¡Jodido bastardo!
El Caballero dejó caer los alicates como si le dieran asco. Chocaron contra el hormigón con un estrépito sordo y metálico.
Sacó un pañuelo de su uwagi, se limpió la sangre de las manos mientras hablaba con una voz lenta y pausada a Seimi.
—Soltad a la chica cuando hayáis acabado. ¿Pero a este? —El Caballero miró a Yoshi de arriba abajo—. Deseo que su sufrimiento sea legendario. Deseo que Kigen sepa, de una vez por siempre, el precio de cruzarse en el camino de los Hijos del Escorpión. Si eres un artista, hermano, deja que la carne de este chico sea el lienzo sobre el que pintar tu obra maestra. Y cuando hayas acabado, le cuelgas de una pared de la Plaza del Mercado para que le vea todo el mundo. ¿Me has entendido, Seimisan?
El hombre se cubrió el puño e hizo una reverencia.
—Oyabun.
Una explosión lejana desgarró el aire. Botas que marchaban. Acero y gritos.
—Si me disculpáis, hermanos, tengo una esposa y un hijo que atender.
El Caballero le dedicó una última mirada a Hana, que sollozaba en medio de un charco de sangre. El hombre tenía los labios fruncidos, las manos cruzadas detrás de la espalda. Hubo un breve destello, el más diminuto momento de piedad en su mirada insondable. Pero parpadeó y desapareció, la luz de una única vela ahogada en un insondable océano de negrura. Hizo un gesto hacia los Hijos del Escorpión que esperaban al borde del haz de luz, salió caminando de la habitación y se llevó a ocho yakuzas con él. Yoshi oyó pesadas puertas abrirse y cerrarse, el caos de las calles allá afuera iba en constante aumento, el olor del humo se hizo aún más fuerte.
Seimi le observaba con los ojos entornados.
—Tienes pelotas, basura de alcantarilla, eso lo admito.
El yakuza se dirigió a la mesa, cogió el soplete de chi, con una ligera sonrisa.
—Pero no por mucho tiempo.
Yoshi cogió aire.
Lo aguantó para siempre.
Y allí en el suelo, entre la angustia y la sangre y la agonía del lugar en donde solía estar su ojo, Hana se quedó hecha un minúsculo ovillo y sollozó.
Y tembló.
Y recordó.
La botella cayó, cayó como una guadaña, dibujó un largo arco asesino que acabó en el cuello de su madre y en un chorro de sangre, espesa y caliente y brillante. Y Hana hizo lo que cualquier niña de trece años hubiera hecho en ese momento.
Yoshi embistió a su padre, bramaba palabras informes y daba puñetazos a diestro y siniestro. Le dio en la mejilla, la mandíbula, cayeron juntos sobre la mesa y la hicieron añicos. Hana se puso de pie y chilló ante el cuerpo de su madre, le latía la cabeza como si pudiera reventar, mientras miraba ese cuello abierto y sonriente y aquellos preciosos ojos azules, vacíos ahora y para siempre.
Su padre apartó a Yoshi de un bofetón, con la cara morada, sudor y venas y saliva y dientes.
—Pequeño bastardo, te mataré —gruñó.
Papá levantó la botella de sake rota con su mano buena, se inclinó sobre la forma descompuesta de Yoshi. Sangre sobre el cristal. Sangre sobre sus manos. La de su madre. ¿Ahora la de su hermano también? Demasiado pequeña para detenerle. Demasiado pequeña para cambiar las cosas. Pero en ese momento, Hana se encontró rugiendo de todos modos, sin pensar, haciendo caso omiso de la realidad, se lanzó sobre su espalda, le golpeó con sus puños diminutos, chillaba «No, no, no», como si todas las tormentas del mundo vivieran dentro de sus pulmones. Y él se giró sobre sí mismo con el horror grabado en la cara, como si no pudiera creerse que ella se volviera contra él. No su Hana. No su florecilla.
—Dios mío —dijo él—. Tu ojo...
Apuntó hacia su cara con la botella empapada de sangre, con las facciones retorcidas por la angustia.
—Por todos los dioses, no. No, tú no.
Yoshi saltó sobre la espalda de Papá con un rugido, envolvió los brazos alrededor de su cuello. Padre lanzó un codazo, le dio a Yoshi en la mandíbula. Sus dientes castañetearon. Sangre. Su hermano cayó entre los trozos de mesa, inerte y sin sentido.
Papá se volvió hacia Hana y la abofeteó, la hizo girar como una peonza. La chica cayó de rodillas y él se abalanzó sobre ella, se sentó sobre su pecho y le inmovilizó los brazos con los muslos. Pesaba tanto. Tanto que Hana no podía respirar. Sollozaba. Suplicaba.
—No, Papá. ¡No lo hagas!
El apretó su brazo mutilado contra el cuello de la niña, aún sujetaba la botella rota con la otra mano.
—Debí darme cuenta —bufó entre dientes—. Debí darme cuenta de que estaba dentro de ti. Ella te ha envenenado.
Señaló a la madre de los niños, los iris vidriosos como el cristal de mar, del color de la seda de los dragones.
—Está dentro de ti —decía su padre—. Basura gaijin. Los demonios blancos están dentro de ti. Pero puedo verlos. Puedo sacártelos...
Sostuvo la botella ante la cara de su hija, a centímetros del ojo derecho de Hana, el cristal roto se reflejó en su iris.
—¡Papá, no! —sacudió la cabeza, cerró los ojos con fuerza—. ¡No, no!
Entonces él hincó la botella.
—Puedo sacártelos...