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IMAGENES EN MOVIMIENTO

 

L

as palabras tienen poder.

Hay palabras que nos obligan a reír y nos hacen llorar. Palabras con las que empezar y palabras con las que terminar. Palabras que agarran los corazones en nuestros pechos y los aprietan fuerte, que hacen que nos hormiguee la piel sobre los huesos. Palabras tan bonitas que nos moldean, nos cambian para siempre, viven en nuestro interior durante todo el tiempo que tengamos aliento para pronunciarlas. Hay palabras olvidadas. Palabras que matan. Palabras enormes y aterradoras y terribles. Hay palabras Verdaderas.

Y luego hay imágenes.

Fue un proceso lento al principio. Sentados el uno frente al otro sobre la cama de metal, Yukiko empujaba imágenes al interior de la mente de Ilyitch, esperaba a que él diera forma a sus torpes respuestas. Ilyitch tenía los ojos como platos, la boca abierta, como abobado. Y aunque no tenía ni idea de cómo estaba ocurriendo todo aquello, el chico parecía lo suficientemente embelesado por el proceso como para no perder el tiempo buscando explicaciones.

Las imágenes de Ilyitch eran impresiones borrosas, pintura de dedos bajo la lluvia, que se corrían y sangraban por los bordes. En comparación, los pensamientos de Yukiko eran intrincados, llenos de luz y color. Pero encontraron un equilibrio entre los dos y Yukiko en seguida encontró el suficiente significado en la taquigrafía mental del gaijin como para entender sus intenciones. Ella intentó inyectar emoción a sus pensamientos, para hacerle sentir que era una amiga, pero no tenía ni idea de si lo estaba consiguiendo.

La nariz de Yukiko comenzó a sangrar casi tan pronto como empezaron, y le llevó un buen rato explicarle que no había que preocuparse por la sangre, que había cosas mucho más importantes en juego. Tenía la cabeza a punto de estallar, el muro que había construido una vez más para protegerse temblaba por el esfuerzo, apenas era capaz de mantener a raya el fuego del Kenning. Pero algo lo mantenía en su sitio, impedía que se derrumbara por completo, algo feroz y brillante y desesperado dentro de ella. Nacido quizás del miedo que sentía por Buruu, perdido ahí afuera en la oscuridad, o quizás de la rabia por su propia impotencia a la hora de salvarlo.

Yukiko empezó por mostrarle a Ilyitch una imagen de los ejércitos de Shima en retirada, recogiendo y volando de vuelta a casa después de la muerte de Yoritomo. Intentó enseñarle que la guerra había terminado. Que ella no era una enemiga, o al menos, no la suya.

A su vez, el joven le enseñó unos cultivos quemados y unos edificios destripados. Soldados gaijins muertos bajo banderas blancas, campos de prisioneros, niños llorando arrastrados a naves voladoras y apartados de sus gentes, para no volver a ser vistos jamás.

Ella le enseñó a Yoritomo, asesinado en la Plaza del Mercado. Un trono vacío.

Ilyitch respondió con la imagen de una mujer alta en una silla de piedra, lúgubre y terrible. Tenía el pelo rubio, los mismos ojos desparejados de Katya: uno negro, el otro de centelleante cuarzo rosa. Llevaba un traje de hierro, los hombros adornados con plumas negras, un inmenso cráneo de pájaro con un cruel pico ganchudo sobre su cabeza. A sus pies había doce estrellas desperdigadas; se las puso en el regazo, una a una.

Luego le mostró legiones de adustos gaijins, con pieles de grandes lobos y osos sobre los hombros, espadas desnudas entre las manos. Una flota de barcos, fortalezas de hierro que flotaban en un mar tormentoso, movidos por la potencia de los relámpagos que recogían del cielo.

Y por fin Ilyitch le mostró un reloj de arena, con la arena casi acabada.

Así que Yukiko se apartó de la guerra y se centró en Buruu. Formó imágenes de la gran cacería en la Hija del Trueno, del tiempo que pasaron atrapados solos en las Iishi, de su cautiverio en Kigen y de la batalla con los samuráis de Yoritomo en la arena. Ilyitch la miraba con algo parecido al asombro durante esta parte de su relato, con la boca abierta, acariciaba con los dedos la piel que le cubría los hombros.

El chico proyectó una elaborada imagen de Yukiko, con la katana en alto, la luz del sol sobre su pelo, miles de samuráis arrodillados ante ella. La imagen estaba teñida de incertidumbre.

Sus cejas arqueadas interrogantes.

Yukiko sonrió y negó con la cabeza. Le mostró el poblado Kagé en las montañas: un lugar pacífico, ella y Buruu tumbados bajo la moteada luz del sol. Una vida tranquila.

Él frunció el ceño entonces, como si no entendiera muy bien.

Yukiko proyectó una imagen de Buruu, sangrando y retorcido sobre las rocas. Una aguja de brújula apuntando al norte y la torre eléctrica que había visto cerca de Buruu en su sueño.

Ilyitch sacudió la cabeza, le transmitió una versión infantil del mapa que había visto en la pared del piso de abajo. Docenas de torres eléctricas, instaladas por todas las islas de alrededor de la granja de relámpagos. No todas estaban conectadas directamente, la mayoría de los cables pasaban por múltiples torres de vuelta al eje central, como los hilos de una deformada tela de araña. Si la imagen que ella le había enseñado era correcta, Buruu estaba atrapado al final del todo de aquel entramado de cables.

A kilómetros de distancia.

Yukiko utilizó una de las imágenes del chico: el reloj de arena quedándose sin arena. Una imagen de comida. El esqueleto de un arashitora sobre rocas negras.

Intentó estirar el brazo, las correas de cuero se tensaron alrededor de su muñeca, estiró los dedos hacia los de Ilyitch en vano. Él frunció el ceño, le dio la mano. Ella se la apretó con fuerza.

—Por favor —imploró con los ojos anegados de lágrimas—. Por favor.

Ilyitch suspiró, miró de reojo a la entrada de la habitación detrás de él. Sin mirarla a los ojos, el chico se puso en pie, señaló a Rojo y le dio una orden firme. Rojo se tumbó en el suelo y movió la cola.

—Es-spera. —Yukiko se enderezó un poco y frunció el ceño—. ¿Dónde vas?

El gaijin pronunció un puñado de palabras, levantó ambas manos y le hizo un gesto instándola a estarse quieta. Luego dio media vuelta y salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

¿Dónde va, Rojo?

no sé yo quedo aquí soy perrobueno

Yukiko escuchó alejarse las pisadas de Ilyitch por el pasillo. No tenía ni idea de si le había convencido, ni una pista de si iba en busca de algo para ayudarla, o si iba a delatarla a Danyk. Pero por primera vez desde que había llegado a aquel lugar, estaba sola con Rojo.

Así que fuera como fuera, no iba a esperar a averiguarlo.

El perro había roído una de las correas que ataba sus muñecas y estaba a medio camino de la segunda cuando Yukiko oyó pisadas sigilosas en el pasillo. Miró a Rojo, quieto con los dientes sobre el cuero, una oreja apuntando al cielo. Empezó a mover la cola.

¿Es Ilyitch?

El perro parpadeó.

¿Tu Chico? ¿Es tu Chico el que se acerca?

... no

Yukiko hizo fuerza contra la debilitada correa y acabó de romperla. Forcejeó con las ataduras de sus tobillos mientras las pisadas llegaban hasta su puerta. La chica estaba en pie y oculta entre las sombras cuando el pomo giró y la puerta se abrió de par en par.

Una figura entró cojeando en la penumbra y ella atacó, enroscó la sábana alrededor de su cabeza y le dio una patada en la corva. La figura cayó al suelo con un gemido de pistones y un ahogado grito de dolor. Yukiko agarró el artilugio que llevaba el hombre en el cinturón y lo arrancó de su funda. La figura se quitó la sábana enredada de la cara y se giró para mirarla. Yukiko reconoció a Piotr, pálido como la sábana en la que le había envuelto, con las manos levantadas hacia el techo.

—¡Detente! —Su único ojo bueno estaba fijo sobre el aparato que la chica tenía entre las manos—. ¡No lo hagas!

Yukiko se dio cuenta de que el hombre estaba borracho, el hedor a licor en su aliento y su piel era tan intenso que se podría haber bañado en él. Apuntó el artilugio hacia su cabeza, con el dedo apoyado en lo que esperaba que fuera el gatillo.

—¿Qué estás haciendo aquí? —gruñó.

—Por favor. —Hizo un gesto hacia la entrada—. Por favor. Estoy necesitando a ti.

—¿Por qué? ¿Qué quieres de mí?

—Usarte. —Se chupó los labios, la examinó con los ojos de arriba abajo—. El cuerpo. Usarte para el cuerpo.

—¿Mi cuerpo?

Piotr levantó las manos, se las puso sobre los hombros, las deslizó por sus pechos. Yukiko dio un paso atrás, haciendo una mueca de asco.

—Por favor. —Piotr la miró de arriba abajo, se puso un dedo en los labios—. Necesitándote. Ven para mí. Debemos venir.

—Bastardo enfermo —gruñó la chica.

—¿Enfermo? —El hombre frunció el ceño—. No enfermar, es...

La rodilla de Yukiko colisionó con su entrepierna a media frase, su codo con su mandíbula. La cabeza del hombre dio un latigazo sobre sus hombros, un chorro de saliva y sangre salió entre sus labios entreabiertos, los ojos se le pusieron en blanco cuando golpeó el hormigón con un sordo ruido mojado. Rojo saltó de la cama y olisqueó la cara del hombre, lamiéndole la nariz con un esperanzado meneo de la cola.

¿mataste?

No, no le he matado.

Yukiko se masajeó el dolor de los nudillos, miró al gaijin con un desprecio absoluto.

Aunque, debería haberlo hecho. Maldito pervertido. Es lo suficientemente mayor para ser mi padre.

Una rápida búsqueda por las ropas y bolsillos del hombre. Encontró su pipa tallada de pez, una bolsita de la extraña hoja que todos los gaijins parecían fumar, y un aro repleto de llaves de hierro. Yukiko estaba examinando la extraña arma que tenía en la mano cuando Rojo oyó los pasos de Ilyitch en el pasillo. Se puso de pie y apuntó el artilugio hacia la puerta, no sabiendo cómo iba a reaccionar su benefactor al ver a su camarada inconsciente.

Ilyitch se detuvo en el umbral de la puerta, frunciendo el ceño. Cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra, vio a Yukiko y el aparato que tenía sujeto entre las manos. Arqueó una ceja, dejó caer al suelo los tres sacos que llevaba. Cuando vio a Piotr tirado en el suelo al lado de la chica, fue hacia él arrastrando los pies y con las manos levantadas. Se puso en cuclillas a su lado y le buscó el pulso. A continuación, vino una parrafada de palabras sin sentido, bufadas entre dientes, acompañadas de furiosos gestos con las manos.

Yukiko empujó la imagen del intento de agresión de Piotr a su mente, la foto de sus manos sobándole los pechos. El chico se quedó callado, miró a su camarada caído con una expresión incómoda. Le puso una mano consoladora sobre el hombro, pero ella se apartó e Ilyitch dejó caer el brazo. Se volvió hacia las bolsas que había traído consigo, se arrodilló y rebuscó dentro de la más grande. Le lanzó a Yukiko un sucio mono rojo, unas pesadas botas y un chubasquero de goma amarillo. Sin que tuviera que decírselo, Yukiko se metió en el mono y el chubasquero (demasiado grande), se sentó en la cama y se ató las botas (también demasiado grandes). Se cubrió la cabeza con la capucha y tiró de los cordeles para apretarla tan fuerte como pudo.

Ilyitch tenía dos rollos de cuerda gruesa colgados de los hombros. Se quitó uno y se lo colgó a Yukiko del cuello, cogió una de las sacas y le dio a ella la otra. La bolsa era pesada, apestaba a pescado crudo. Supuso que era la cena de Buruu y se sintió momentáneamente conmovida, llena de gratitud hacia este extraño chico con ojos de plata sin brillo.

Se acercó a él y le dio un beso en la mejilla, con cuidado de no hacerle daño en el hinchado cardenal morado. Su piel estaba suave y salada bajo sus labios.

—Gracias, Ilyitch —dijo.

El gaijin le dedicó una bonita sonrisa, se rascó la nuca y se sonrojó. Yukiko se agachó para acariciar a Rojo, le dejó lamerle la nariz.

Tú te quedas aquí, ¿vale?

¿no puedo ir contigo?

No, a menos que puedas volar.

volé aquí

¿Lo hiciste?

desde casas en el agua

¿Casas?

¡tantas! ¡tan ruidosas!

—Yukiko.

Oír a Ilyitch pronunciar su nombre la arrancó de la mente del perro. El chico asintió en dirección a la puerta, le hizo un gesto para que le siguiera.

Adiós, Rojo. Siento mucho lo de antes. Haberte obligado a ser malo.

Le rascó con cariño detrás de las orejas.

Eres un perrobueno. Siempre,

tú chicabuena también

Una débil sonrisa triste.

No tan buena.

Con la capucha hasta los ojos, siguió al gaijin fuera de su celda.

 

—¡No puedes ir en serio!

Un aullante vendaval arrancó las palabras de su boca, arrastrándolas a ahogarse en la lluvia que caía en horizontal. Habían subido con pies sigilosos por una escalera auxiliar próxima a la sala de captación y de allí al tejado. La tormenta era tan cerrada que parecía que se había hecho de noche; el resplandor del mugriento tungsteno era todo lo que se interponía entre ellos y la oscuridad casi tan negra como el carbón.

Nubes negras retumbaban sobre sus cabezas, los atronadores fogonazos de los relámpagos capturaban el mundo en fotogramas congelados. Por todas partes a su alrededor, agujas de cobre se alzaban hacia el cielo, cables gemelos tan gruesos como sus muñecas se perdían en la oscuridad. Yukiko podía oír el océano allá abajo, las olas estallando contra la estructura, haciéndola temblar contra sus amarras. Los cables zumbaban en el viento, un solitario y metálico canto fúnebre por encima de la percusión de los tambores de Raijin.

Ilyitch se echó a reír y le entregó un aparato, cogió otro del armario de almacenaje en la base de la torre de relámpagos. Yukiko observó fijamente el artilugio que le había entregado, se le cayó el alma a los pies.

Era de hierro macizo, resbaladizo por la lluvia y la grasa. Tenía cuatro ruedas de goma ranuradas alineadas a lo largo de una barra con forma de cruz, y lo que parecían manivelas a ambos lados. Había un arnés de cuero enganchado a un mosquetón en la parte inferior de la barra. Ilyitch ya se lo estaba ajustando; Yukiko tuvo la horrible sensación de que sabía a lo que les llevaba todo esto, mientras se amarraba a su propio arnés y la tormenta arreciaba a su alrededor. Se apoyó contra la barandilla cuando el viento la zarandeó como a un juguete. Un relámpago impactó contra una torre allá en el océano, al sur, corrió por los cables hasta el tejado del edificio. Yukiko dio un respingo, se cubrió los ojos para protegerlos de la quemazón blanco azulada que ardía furiosa a través de la enorme máquina que tenían a la espalda. Se le puso toda la carne de gallina.

Ilyitch alzó la vista al cielo, luego subió corriendo por la torre de relámpagos, utilizando los rollos de cobre como escalera. Colgó el artilugio de los cables gemelos, las ruedas de goma ranuradas encajaban a la perfección alrededor de la circunferencia de cada uno de ellos. Con un impulso sutil despegó de la torre, el artilugio salió zumbando por los cables, lanzándole unos diez metros hacia la penumbra. Se quedó colgando del arnés debajo de la barra en cruz, levantó las manos hasta las manivelas y empezó a hacerlas girar como si fueran pedales. El artilugio rodó lentamente de vuelta a la torre. Ilyitch hizo girar las manivelas al revés, como para hacer una demostración, y el artilugio rodó en dirección contraria. La miró y sonrió.

Es un zorro volador.

Yukiko gritó por encima del viento.

—¿Qué pasa si un relámpago impacta precisamente contra nuestros cables?

Una ceja levantada.

—¡Relámpago! —Señaló hacia el cielo, luego al hierro, hizo su mejor imitación de una explosión.

Ilyitch levantó un dedo, luego lo enganchó en un mosquetón de metal que había en la parte delantera de su arnés. Sin hacer ni un ruido, dio un tirón, soltó el mosquetón y cayó hacia la oscuridad.

Yukiko chilló, se asomó para sujetar al gaijin que caía, aunque sabía que estaba demasiado lejos para salvarle. Pero metro y medio más abajo, una correa de cuero del arnés se tensó e Ilyitch se paró en seco. Mostró ambas manos y sonrió de oreja a oreja, giraba en la tormenta como un móvil de campanillas.

—Bastardo —masculló Yukiko.

Ilyitch trepó a pulso por la soga, se columpió hacia arriba y enganchó las piernas por encima del cable para darse la comba suficiente como para volver a enganchar el mosquetón.

La llamó con una mano, chillando por encima del viento.

Yukiko se chupó los labios, sabían a sal fresca y lluvia limpia. Tenía los nudillos blancos sobre la barandilla, el corazón le latía con fuerza contra las costillas, náuseas de puro miedo le revolvían las entrañas. Un relámpago cruzó las nubes por encima de su cabeza, y cometió el error de mirar hacia abajo. El océano era una maraña negra y revuelta, rugía y se estrellaba en torres de seis metros de altura. Pero en la décima de segundo anterior a que se apagara del todo el relámpago y la manta de penumbra volviera a caer, Yukiko vio el destello de una larga cola serpentina que cortaba entre las olas.

Dragones marinos.

Estiró la mente con el Kenning, los sintió allí abajo. Lisos como el acero pulido, fríos y avispados y hambrientos. Su forma era antigua, removían un temor primitivo en su interior, mucho más profundo que la idea de que un relámpago impactara contra los cables o del viaje que les esperaba. Su mente se echó instintivamente hacia atrás, como un niño que huye hacia la seguridad de la cama de sus padres.

Le temblaban las manos.

Pero entonces se imaginó a Buruu, solo y sangrando, en algún sitio ahí afuera, en la oscuridad. Y apretó los dientes y cogió el zorro volador, trepó a la torre de relámpagos y colgó el artilugio sobre los cables sin pensárselo dos veces.

Aguantando la respiración, con los ojos abiertos de par en par, se impulsó con los pies y se lanzó a la oscuridad azotada por el viento.