15

Esta vez cruzamos en el transbordador de Gable. Eso significaba que para cogerlo debíamos ir bastante al norte, pero no queríamos arriesgarnos a cruzar el río con la carga que llevábamos. El viejo Gable había contratado un ayudante que ahora conducía el transbordador y que no estaba muy contento de vernos: heridos como estábamos y cargando dos cadáveres. Algunas de las chicas del asentamiento venían con nosotros. El muchacho parecía disfrutar mucho más de su compañía que de la nuestra.

Yo no estaba en forma como para cavar, ni tampoco Celine, así que fue Elena quien los enterró detrás de nuestro corral. Un sitio arbolado sobre una pequeña colina en donde el viento silbaría en las tardes de otoño. Marcamos las tumbas con dos cruces que cortamos de la madera del mismo corral, puesto que lo había construido Madre. También fue Elena quien las colocó y las martilló bien profundo en la fresca tierra revuelta.

— ¿Quieres decir algo, Marion Bell?

Pensé durante unos instantes.

— No sé qué decir. Eran mis amigos. Los mejores que conocí jamás. Es lo máximo que puede pedir un hombre, creo. Así que supongo que es eso lo que diré. Eran mis amigos.

Ella miró a Celine.

— Hombres valientes. Buenos y generosos. No los olvidaré —dijo Celine.

Entonces, Elena hizo algo sorprendente. Sacó una Biblia destrozada de los pliegues de la falda que se había hecho para la ocasión. Reconocí la Biblia de Madre.

Nunca había visto a Madre leerla, o siquiera abrirla.

— «Vosotros sois la luz del mundo —leyó-; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelabro, y alumbra a todos los que están en casa. Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.» Evangelio según san Mateo. Amén.

Lloré y, más tarde, cuando se marcharon, me senté a escribir.

FIN