6
Algunos días nos iba bien, y otros no obteníamos como recompensa más que cantimploras vacías y polvo entre los dientes. En este atardecer en particular en el que la oscuridad se aproximaba velozmente, lo único que habíamos obtenido cabalgando entre el monte eran dos mustangs rechonchos que venían cojeando detrás de nosotros. Nos habíamos alejado mucho y podíamos escuchar el río detrás por encima del clic, clic, clic de los dados de Hart.
Madre cabalgaba detrás de nosotros conduciendo a los mustangs y masticaba un pedazo de tasajo que había sacado de la alforja. Hart y yo manteníamos el silencio acostumbrado, pero esta vez decidí romperlo. Había estado reflexionando sobre algo durante un tiempo.
— La noche que me trajiste aquí, Hart —dije-, la de la pelea con Donaldson en el bar. Donaldson estaba listo para dispararte. Y tú simplemente te quedaste sentado.
— ¿Y? ¿Adónde quieres llegar?
— A que estaba preparado para matarte. Es la cosa más increíble que he visto en mi vida.
— Imagino que podría haberlo hecho, ¿no?
— ¡Hart, estabas muy tranquilo!
— Supongo que sí. Al menos bastante tranquilo. No soy un hombre muy imaginativo, Bell. Por lo general, intento estar preparado lo mejor que pueda. Y luego confío en la suerte, eso es todo.
Me pregunté si parte de mi problema de estar aquí, en vez de en Boston, o Cambridge, o Nueva York, era que yo sí era un hombre imaginativo. Imaginaba que había serpientes de cascabel debajo de la cama, o escorpiones dentro de mis botas, y por eso cada mañana con suma diligencia hurgaba debajo de la cama con un palo y agitaba mis botas. Había mil maneras de morir allí y había visto muchas de ellas muy de cerca en Puebla, Churubusco y Ciudad de México durante la guerra. No era muy difícil imaginar que mi propia muerte me rondaba.
El Oeste no era como en Nellie, la hija del trapero, ni tampoco como en has aventuras de Pecos Bill. Que no son para nada terribles. El oeste era gangrena y sed, y ríos rojos de sangre, y cielos tan grandes que podrían aplastarte como a un gusano.
— ¿Tienes familia, Bell? —dijo-. Nunca te lo he preguntado.
— Un hermano. Tal vez un par de sobrinos a estas alturas. Nunca nos escribimos. ¿Por qué?
No contestó, se limitó a asentir.
— Es una buena cosa, la familia —dijo.
Atravesábamos un monte tupido cuando de repente los caballos comenzaron a espantarse. Hart detuvo su yegua y escuchó sentado. Yo lo imité. Madre se acercó lentamente por detrás.
— ¿Qué sucede, John? —preguntó Madre.
— Hay algo allí. Tal vez sea un gato salvaje.
Hart sacó su Winchester de la funda, lo amartilló y lo dejó cruzado sobre la montura; podíamos oír claramente que algo, a unos siete metros de distancia, se movía hacia nosotros. Permanecimos sentados escuchando, hasta que Hart se bajó abruptamente de su montura y dijo: «No es ningún maldito gato», entonces Madre y yo también lo escuchamos: un quejido y una respiración forzada; y cuando Hart avanzó hacia los arbustos con el rifle preparado, ellas aparecieron repentinamente y tropezaron con él: dos siluetas oscuras; una intentaba sostener a la otra sin éxito; las dos cayeron al suelo delante de Hart.
Lo vi retroceder maquinalmente, y entonces, por vez primera, vi claramente a las dos mujeres. En la penumbra era difícil saber si era mugre o sangre lo que las cubría, pero las dos estaban desnudas; eso lo notamos enseguida.
Me apeé del caballo, al igual que Madre.
— ¡Maldición! —dijo.
Al acercarnos pudimos ver que una de ellas era una chica de no más de dieciséis años: una delgada pelirroja que tenía el rostro pálido cubierto de sangre e inundado de dolor, y que respiraba dificultosamente dando profundas inhalaciones entrecortadas.
La otra me dio un susto de muerte.
Su mirada era feroz.
No había otra palabra para definirla. Estaba de rodillas y con la chica americana en sus brazos; levantó la vista hacia nosotros y pudimos ver que era bonita y a la vez aterradora; había algo en sus ojos, que eran fríos y brillantes como los de una serpiente, o feroces como los de un lobo con la pierna atrapada en una trampa. Se podía ver la sangre india en sus pómulos prominentes, pero había algo más aparte de eso, algo mucho más ancestral y primitivo. En su mirada casi se podía ver la totalidad de otro mundo.
Hart se estremeció al encontrar la mirada de la muchacha; yo apenas podía creer que algo le pudiera causar eso a él, hasta que comprendí cuál era, probablemente, la causa de la ferocidad de esta mujer.
Le habían cortado el rostro con un cuchillo desde la mejilla hasta el mentón. Tenía marcas de azotes en su espalda y muslos. En la parte interior de su muslo izquierdo distinguí la marca de la letra V casi cicatrizada. Sus muñecas y tobillos estaban lacerados como si la hubiesen atado repetidas veces y por largo tiempo. La puñalada que había recibido en la parte baja de su espalda chorreaba sangre.
Y sin embargo era ella la que había ayudado a la chica americana.
— Dios mío —dijo Madre.
Se dirigió hacia la muchacha, se agachó y le tendió la mano.
— Está a salvo ahora —dijo-. Tómeselo con calma. Tranquila.
Los ojos de la mujer abandonaron los de Hart, que ya no le apuntaba con su rifle pero se mantenía inmóvil. Era como si no pudiera acercarse a la mujer a pesar de que estaba gravemente herida; pero no era momento para entrar en consideraciones sobre el comportamiento de Hart. La mirada de la mujer se posó directamente en Madre, que estaba frente a ella. Aunque estuviera desnuda y desarmada me parecía peligrosísima. La muchacha apretaba a la joven contra su pecho.
Madre miró a Hart y frunció el ceño; luego me miró a mí.
— Échame una mano con esto, Bell. —Y a ella le dijo-: Tiene que soltarla ahora, mujer. Tiene que dejar que nosotros nos ocupemos de ella. La cuidaremos bien. Se lo prometo. Las cuidaremos bien a las dos.
Su mirada siniestra parecía suavizarse poco a poco. Finalmente, asió la mano de Madre, dejó caer suavemente a la joven sobre mis brazos y permitió que Madre la cogiera a ella, algo que él hizo con tanta facilidad como si se tratara de una niña. La transportó hasta su caballo y la dejó un momento a un costado, mientras desenganchaba su manta y la envolvía con ella.
Yo no sabía cómo manejar la parte que me tocaba a mí de todo esto. La joven parecía tan frágil que tenía miedo de que el simple acto de alzarla bastara para matarla; podía ver la profunda herida de cuchillo en el tórax que le sangraba sin parar y el tajo vivido que le cruzaba la frente. Finalmente, Hart me sacó el problema de las manos.
— Dámela —dijo.
Me tendió su rifle y la tomó en sus brazos.
Nos llevó unas buenas tres horas llegar a la cabaña; para entonces ya brillaba la luna llena. Yo había venido cerrando la marcha arreando los mustangs. Elena, la mujer mexicana, cabalgaba sobre el lomo del caballo de Madre, a sus espaldas; sus brazos apenas podían rodear la enorme cintura de Madre. La joven de pelo rojo iba sobre la montura, de frente a Hart, que la rodeaba con un brazo apretándola contra el pecho y manteniendo la manta alrededor de ella, mientras que con la otra mano sujetaba las riendas.
Me separé del grupo para meter a los mustangs en el corral, y luego espoleé a Suzie para reunirme con ellos en la cabaña. Madre ya había sentado a Elena en los desvencijados escalones del frente. Vi cómo se estiraba para coger suavemente a la joven de los brazos de Hart y vi cómo lo había dejado a este todo ensangrentado. Su camisa y sus pantalones estaban empapados y lanzaban destellos de color negro.
La joven tenía la cabeza echada hacia atrás, los brazos colgando, el rostro pálido como el mármol y los ojos grandes y vacíos. Una sangre oscura se había derramado por sus labios y su mentón.
— Parece como si hubiera muerto hace rato —dijo Madre.
— Así fue.
— Deberías haber dicho algo.
— Lo hice —dijo Hart-. Le dije adiós.
Se bajó del caballo, lo ató, pasó junto a Elena cuyos ojos parecían culparlo personalmente por la muerte de la muchacha, y entró en la cabaña.
Fue Madre quien la enterró. Fue Madre quien limpió y vendó las heridas de Elena.
Hart no se acercaría a ella.
Había algo entre ellos dos, como si se conocieran de antes, aunque cuando le pregunté a él acerca de ello, lo único que hizo fue reírse, y yo no le di más importancia al asunto.
Para cuando Madre terminó con el entierro, nosotros ya nos habíamos ocupado de los caballos y Elena estaba dormida envuelta en mantas, aunque constipada y sudando por la fiebre. Nadie podía saber si lograría pasar la noche. Madre atravesó la puerta de entrada y dejó la pala a un costado; y yo le tendí una taza de café. Él caminó hacia Hart que se dedicaba a acomodar los leños en el fuego.
— Alguien la había marcado —dijo.
— Lo sé. A esta también.
— ¿Qué diablos piensas de todo esto?
— No sé qué pensar, Madre.
— Yo tampoco. La herida de cuchillo fue lo que la mató. Eso es seguro. Eché un vistazo a la herida y era muy profunda. Me sorprende que la pobre haya podido permanecer con vida tanto tiempo.
— La juventud tiende hacia la vida.
Madre dio un sorbo a su café caliente y echó un vistazo alrededor de la cabaña.
— ¿Cómo quieres hacerlo? —preguntó.
— ¿Hacer qué?
— ¿Adónde quieres dormir?
— En el suelo. Deja que ella se quede con las pieles junto al fuego. Deja que lo sude todo. Tenemos suficientes mantas para nosotros.
Madre examinó a Elena. Parecía como si le diera vergüenza.
— Nunca ha entrado una mujer en mi casa —dijo-. Jamás.
— Ahora tampoco. Es mexicana.
— ¿Eso piensas?
— ¿Tú no?
Madre la miró de nuevo.
— No, Hart. No puedo decir que esté de acuerdo contigo. Me preguntaba, ¿ella, por casualidad, te recuerda a alguien?
Ahora fue Hart quien la miró.
— No —dijo-, a nadie.
Nunca había escuchado su voz tan apagada y fría como ahora.
Pensé que él tampoco era bueno para mentir.
Al principio creí que había sido el solitario aullar de los coyotes lo que me despertó por la noche, pero me equivocaba. Era la voz de Elena; los coyotes solo le brindaban un acompañamiento apropiado a cualquiera que fuera el extraño idioma que estuviera hablando, que no era inglés, ni español, sino una lengua que nunca antes había escuchado, ni tampoco hubiera querido escuchar. Era un susurro violento, un canto casi desprovisto de vocales largas y sonoras que más bien se caracterizaban por ser cortos y entrecortados intervalos entre las explosivas y predominantes consonantes que se parecían a chasquidos, silbidos y ladridos provenientes directamente de la naturaleza, de lo salvaje, de la selva. Pero aquí no había selva, solo el cascabelear y reptar de las serpientes venenosas, el zumbido de una colmena de abejas, el aullido de los coyotes, el silbido de las hojas, todo esto entremezclado y repitiéndose continuamente mientras ella, arrodillada, se mecía desnuda delante del fuego al que alimentaba echando pequeños trozos de madera. El sudor le caía por su larga espalda llena de cicatrices. Junto a ella, contra los troncos, había un pequeño crucifijo hecho de ramas atadas con tiras de tela. A su lado, había un plato de hojalata con harina de maíz, otro con granos de café, y un tercero que contenía dos huevos rotos.
Silenciosa como un fantasma, nos había robado nuestras provisiones.
Y en esa luz resplandeciente uno podía creer que era un fantasma de carne y hueso. Como si estuviera poseída por un antiguo demonio indio.
Habían pasado trescientos años desde Cortés. Aztecas, mayas, toltecas, mexicas. Todos desaparecidos. ¿O existirían todavía?
Recordé su mirada salvaje cuando la vimos por primera vez.
Me preguntaba qué transmitirían esos ojos ahora.
Se inclinó para coger el plato con harina de maíz y lo echó al fuego. Entre el olor a humo de la madera pude distinguir el olor a pan de maíz. Comenzó a temblar. Depositó el plato en el suelo, cogió el que tenía granos de café y también lo arrojó al fuego; y sentí el olor a café de la mañana. Los temblores aumentaron. Su cabeza se balanceaba de un lado a otro. El balanceo se convirtió en un movimiento ascendente-descendente. Sus cánticos eran más rápidos. Se estiró en busca del otro plato.
No me sorprendió sentir el olor a huevos fritos.
Abrió sus piernas y la repentina carga erótica me tomó por sorpresa, porque con ese único movimiento todo lo que estaba viendo y escuchando se aclaraba; ahora sabía que estaba invocando una fuerza vital allí mismo, junto al fuego; yo podía imaginar que había un hombre tendido debajo de ella y que en ese preciso instante la penetraba, silencioso e invisible, mientras ella se agitaba.
Algo me hizo girar y mirar de soslayo a Hart y Madre. Madre estaba durmiendo de cara a la pared.
Hart tenía los ojos abiertos y observaba.
Ella gimió, se estremeció y se sumió en el silencio. Su cabeza cayó hacia delante, y luego su cuerpo, y por unos instantes se quedó descansando en cuatro patas y respirando agitadamente; después se dejó caer hacia un costado sobre las mantas. Cerré los ojos y fingí dormir.
Pero conciliar el sueño no me resultaría tan fácil.