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La alcanzamos cuando llegaba a la cima de un cerro desde el que se veía el río Colorado. Si le alegraba vernos, no lo sabíamos.

Cruzamos el río.

Teníamos suerte de que, por la falta de lluvia, no había mucha corriente; aunque Suzie y los otros caballos prácticamente nadaban en medio del cauce, los cascos apenas tocaban el fondo, y en algunas oportunidades ni siquiera hacían pie. Cuando alcanzamos la otra orilla, desmontamos, desajustamos las cinchas y quitamos las monturas, sabiendo que los caballos necesitaban descansar un poco luego de tanto esfuerzo. Saqué mi petaca de la alforja y la pasé de mano en mano. Al cabo de un rato continuamos nuestro camino.

Al atardecer alcanzamos la cumbre de un cerro y vimos un valle sin refugios a nuestros pies; Elena se detuvo y señaló hacia el suroeste.

— Está a menos de un kilómetro —dijo.

— De acuerdo —dijo Hart-. Bajaremos al valle y esperaremos allí hasta que sea noche cerrada.

Comenzamos a descender lentamente uno detrás de otro.

— ¿Sabe dónde la tienen encerrada? —preguntó Hart.

— Podría estar en muchos lugares. ¿Acaso tiene importancia?

— Sí, a menos que quiera que nos maten.

Pareció pensar en ello durante un momento, y luego se encogió de hombros.

— No importa. Yo la encontraré.

Hart agitó la cabeza. Ella se dio la vuelta y lo miró detenidamente.

— No nos llevamos muy bien nosotros dos, señor Hart. ¿Por qué cree que es así?

— Respeto lo que quiere hacer, señorita. Se trata de un familiar, y lo comprendo. Pero está haciendo las cosas de una manera condenadamente descuidada.

— No es eso lo que le he preguntado.

— Eso es lo único que necesita saber sobre mí, y sobre cuáles son mis razones para estar aquí.

— No estoy de acuerdo.

— Escuche. Hace poco tiempo, un par de años atrás, le dedicaba la mayor parte del tiempo y de mis pensamientos a mis intentos de mataros a vosotros, para que vosotros no me matarais a mí. Me costó bastante, pero luego de un tiempo me volví muy bueno en esa tarea. Solo porque algunos hombres hayan firmado ahora un pedazo de papel que dice que es tiempo de paz, no quiere decir que yo, de repente, me sienta seguro y contento en su compañía.

— Soy una mujer, señor Hart.

— Soy bastante consciente de ello.

— Quiere decir que me ha visto desnuda.

— Exacto.

— ¿Y qué es lo que vio?

— Nada que no haya visto anteriormente, y en especial nada que pueda hacer daño a la vista.

— Vio a una mexicana. Mitad india. Vio a una enemiga, ¿no es verdad?

— Tal vez.

— Por supuesto que sí. Vio a alguien que no es como usted. A alguien que ni siquiera reza a vuestro dios cristiano.

Él sonrió.

— No pienso tan mal de usted.

— Yo no luché en la guerra.

— Nunca he dicho que lo hiciera.

— Madre me ha dicho que usted perdió un hermano.

— ¡Oh! Claro, se lo ha dicho Madre.

Le lanzó una mirada a Madre que podría haber derretido un cactus saguaro convirtiéndolo en arena ardiente. Madre, al ver la mirada, sintió la urgencia repentina de ponerse a observar el cielo.

— Sí, un hermanastro.

— Pregúnteme qué es lo que yo he perdido, Hart.

— Vale. ¿Qué es lo que ha perdido?

A ella no le gustó nada su tono de voz. No la culpaba.

— Está bien —dijo-. Al diablo con usted. No es un maldito asunto suyo.

No fue hasta que nos pusimos al amparo de la arboleda de enebros, que ella cambió de parecer.

— A mi madre —dijo-. Eso es todo, Hart. Para usted, nada más que una mujer mexicana. Muerta con un niño dentro, porque el único médico que había en ocho kilómetros a la redonda estaba, en ese momento, demasiado ocupado con los cabrones americanos heridos como usted y Paddy Ryan. Ustedes mataban a las mujeres. Cada uno de ustedes lo hacía.