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Ella nos contó que recordaba el día en que sintió todo el peso de lo que les había sucedido. No solo era por las violaciones y las humillaciones; ni por las habitaciones estrechas, malolientes y poco ventiladas; ni por el trabajo de mula en el corral con las cabras y las gallinas, o en el huerto bajo el sol implacable; ni por la agobiante lavandería o cocina; siempre realizando estas tareas atadas como caballos. Tampoco era solo por los azotes.

Ella recordaba la primera vez que entró en el rancho.

Lleva allí solamente cinco días. No ha visto a su hermana Celine en los últimos dos días, y eso también es una tortura. Está sacando un cubo con agua del pozo. Porque lo necesitan en la cocina.

María, la hermana del medio, una mujer severa y adusta, y de labios apretados, le hace señas desde el portal. «Deja eso para después», le dice: «Ven aquí». Elena deposita el cubo en el suelo y pasa junto a los restos calcinados de una hoguera, y luego de otra más. Tiene problemas para subir los escalones del portal. Con los tobillos atados solo puede subir los escalones de a uno por vez. María se impacienta. «Vamos, putita, date prisa», le dice.

Por fuera el rancho se ve viejo y deteriorado. Dentro, ella ve toda la riqueza de las Valenzura. Un corto pasillo conduce hacia una habitación inmensa con una puerta de roble de dos hojas. Arañas de oro cuelgan de los resplandecientes y trabajados techos de hojalata; chimeneas de mármol; armarios, estanterías, y columnas talladas en enebro, roble y caoba; bibliotecas pintadas; pinturas aborígenes de monos, serpientes y lagartos; máscaras de oro con la forma del sol y máscaras de jaguares; e inmensos espejos dorados. Y por todos lados, imágenes de lobos.

En estatuaria de hierro, en barro cocido y en piedra. En pinturas y en bordados.

El lobo es su nahua. El animal al cual someten su destino.

Ella sigue a María a través de la inmensa habitación que contiene estos tesoros, hasta más allá de una escalera de roble lustrado que separa dos pasillos: uno muy iluminado y lujosamente alfombrado, con cuadros en las paredes, y con florecientes cactus rojos y amarillos en macetas; el otro deteriorado, oscuro y sin muebles. El lugar al que se dirigen está al final de este último pasillo, y ella ya se siente perturbada por lo que escucha. Atraviesan seis pequeñas habitaciones -tres a cada lado del pasilloa las que les han sacado las puertas. La primera solo está ocupada por una cama pequeña con un colchón oscuro y manchado. En la segunda, una joven mexicana con un manto que le cubre los hombros solloza acurrucada en un rincón. Tiene las manos sujetas por delante con grilletes.

La tercera también está vacía, a excepción de un manojo de cadenas que cuelgan del techo. Justo enfrente se encuentra la cuarta habitación que es similar, pero está ocupada. En el centro de la habitación, el cuerpo colgado de una mujer de la edad de Elena se balancea con las manos atadas con grilletes. La mujer parece estar inconsciente, probablemente muerta. Viste un poncho mugriento rasgado por la mitad. Los pies le cuelgan a pocos centímetros del suelo y tiene la cara ensangrentada a causa de una paliza reciente.

En la quinta puerta María casi tropieza con un mexicano gordo que sale de la habitación metiéndose la camisa dentro de los pantalones. Él inclina la cabeza de manera sumisa y rápidamente se hace a un lado para dejarla pasar. Mientras ella pasa, Elena examina la habitación y ve a una mujer joven de pelo rojizo y enmarañado que solloza tumbada en la cama.

La sexta habitación es la peor de todas. Ella había escuchado los sonidos que venían de allí desde que entraron en el pasillo.

Estaban golpeando duramente a alguien.

Y aquí se encuentra con los hombres que ya conocía: Gustavo, el mestizo de cara aplanada que la trajo a este lugar, y Fredo, el gordo que trajo a su hermana. Fredo sostiene un pequeño látigo con clavos. Están de pie, uno a cada lado de una mesa. Atada a los pies de la mesa, y de espaldas a esta, hay una chica joven con el mismo color de piel y la misma contextura física que Celine. Elena se queda paralizada, segura en un principio de que se trata de Celine. Absolutamente convencida de ello, y con la ira y temor que le provoca la sangrienta matanza que tiene frente a sí, está a punto de irrumpir en la habitación a pesar de tener las piernas atadas; la amenaza de la muerte en sí misma no la detendrá; pero de repente la chica gira la cabeza y ella, al verle en el cuello un antojo morado con forma de riñón, se da cuenta de que no es Celine, sino que debe de ser la hermana de alguna otra persona condenada a sufrir.

— Vamos —dice María-. Puta.

La sigue con dificultad -las ataduras le raspan los tobillos-; suben por una escalera trasera que tal vez antiguamente utilizaba la servidumbre, y entran en un segundo pasillo. Los sonidos que ahora escucha no son precisamente gritos, pero son quejidos angustiosos de mujeres. María espera delante de ella en la entrada de la primera puerta a la que llegan, e irritada le hace señas para que entre; ahora ella escucha también el inconfundible llanto de un bebé. Elena entra detrás de María.

La habitación está iluminada con más de una docena de velas perfumadas. Vero no llegan a tapar el olor de la carne lacerada, del sudor, y de la orina que emana de la mujer tirada en la cama. La mujer acaba de dar a luz, y Eva, la vieja bruja, sostiene a la criatura que llora en sus brazos. Está envuelta en una fina toalla blanca. Eva le hace muecas dejando al descubierto su boca desdentada; y Elena piensa que así cualquiera lloraría. Lucía, la hermana con cara de cerdo, recoge las secundinas. Detrás de ellas, Paddy Ryan permanece en las sombras.

— ¿Varón o mujer? —pregunta María.

Lucía se encoge de hombros. «Varón», responde.

— Como predijo Eva —dice María-. Qué lástima.

Se gira hacia Elena. «Cógelo», ordena. Elena no tiene ninguna gana de acercarse a esa criatura inmunda o al niño, pero hace lo que le dicen, y se las arregla para cogerlo sin tocar las garras amarillentas de la vieja. «¿Estás listo, Ryan?», pregunta María.

— Lo estoy —contesta él.

Ella se gira otra vez hacia Elena: «Vete con el señor Ryan».

Ryan le hace desandar el camino por el que vino, y, ahora, ella se niega a mirar en las habitaciones, a pesar de los gritos de la mujer y del chasquido del látigo. El llanto del niño es constante, y parece que ella no puede hacer nada para detenerlo. Él la conduce a través del patio hacia la árida colina, y comienzan a subirla. Nunca antes había estado en esa colina pero ya sabe cómo la llaman: the Devíl's Mouth, la Garganta del Diablo. Ella ya ha visto las negras columnas de humo ondeando continuamente con el viento.

Se acercan a la cima; ella se detiene para recuperar el aliento y echa un vistazo hacia atrás, al rancho. Las tres hermanas les observan desde el portal. El bebé por fin ha dejado de llorar. Ryan ha desaparecido de su vista en la meseta de la cima. El sol cae a plomo. Ella sigue su camino.

En la cima se encuentra con él, que la está esperando apoyado sobre un muro con forma de pirámide hecho de calaveras ennegrecidas. El muro es casi tan alto como Ryan.

El aire es denso, y un humo alquitranado emana por detrás del hombre.

Algunas de las calaveras son muy pequeñas, pero todas son humanas.

Ella comienza a llorar.

— Tráelo aquí.

— ¡No puedes hacer esto! —dice ella.

La voz del hombre es tranquila y fría. Al sonreír, la cicatriz en su mejilla se contrae: «Claro que puedo. Tráelo aquí. O si no vais los dos. Tú decides».

— Es un niño.

— Aquí un niño no nos sirve de nada. Así son las cosas —desenfunda el arma y hace girar el tambor-. Tú decides.

Ella se aproxima a la fosa y se coloca a unos dos metros, y mira hacia dentro; puede ver un fuego plomizo ardiendo en el interior. Ve una larga cuchara de hierro tirada a un costado. Cierra los ojos cuando Ryan le quita el bebé de los brazos y lo escucha llorar de nuevo, quizás porque lo separan de ella. También se pone a llorar, y él le dice que puede volver a su trabajo. Ya se encuentra en mitad de la cuesta cuando el llanto del bebé cesa abruptamente. Ahora lo único que escucha es el viento en las colinas, y el balido de las cabras en el corral.

Durante todo el día, su llanto cesa y vuelve a empezar, una y otra vez. Ella siente como si hubiera perdido a su propio hijo, o a un hermano. Y solo se detiene por la noche cuando ya tumbada en su litera mira por entre los erosionados listones de madera de la pared de la habitación, y puede ver a Celine, junto a otras personas, echando arena en una de las hogueras. Su hermana pequeña luce cansada, magullada y golpeada. Vero viva.