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QUÉ MIERDA DE SORPRESA ES ESTA?

Las pieles de becerro situadas sobre el suelo de la cabaña me habían parecido lo bastante grandes para tres personas la noche anterior, pero ahora parecían demasiado pequeñas incluso para dos. Me desperté con el rugido de un hombre barbudo del tamaño de un oso vestido con calzoncillos largos manchados por el sudor. Miraba fijamente a mis pies cruzados junto a su cabeza parcialmente calva. Lo que había sido simplemente una figura en la oscuridad que roncaba todo el tiempo pero de forma suave, se transformaba ahora en un rostro enrojecido por la cólera. Parecía estar a punto de arrancarme los pies y golpearme con ellos.

¿Dónde estaba Garth cuando lo necesitaba?

Entonces olí el café.

— Cálmate, Madre. El nombre de este caballero es Marion T. Bell.

Estaba de pie junto a una cocina chamuscada y ennegrecida que podría haber datado de la guerra de 1812.

— ¿Bell? Nunca he escuchado hablar de ningún maldito Bell.

Se incorporó, se colocó unos raídos pantalones grises, se subió los tiradores, y eso fue todo, ya estaba vestido. Por más que lo intentaba no podía recordar dónde había puesto mis cosas, y no quería moverme todavía. No, hasta que él se tranquilizara un poco. Observé que se dirigía hacia Hart dando fuertes pisadas, mientras este servía de una manchada cazuela de hojalata algo humeante de color marrón y casi tan espeso como el jarabe.

Repartió el brebaje equitativamente en tres tazas de hojalata y le tendió una a Madre, que se la bebió de un trago.

En ese momento no era difícil imaginarlo comiéndose un árbol de Josué en llamas.

— Pensé que nos podría ser útil una persona más.

— ¿Él? ¡Por Dios, Hart! Es un novato. ¡Míralo!

Se volvió hacia mí. Yo estaba de pie buscando mi camisa y mis pantalones. Encontré la ropa bastante rápido, perfectamente doblada sobre la única silla que había en la habitación, las botas estaban debajo de la silla. Sin duda era obra de Hart.

— ¡Eres un novato, verdad! ¡Dios mío, Hart! Me arrojas a este mocoso a primera hora de la maldita mañana y no sé qué pensar. Realmente no lo sé. A veces no sé qué demonios tienes en la cabeza, ¿sabes? Que Dios me maldiga si lo sé. Aunque supongo que otra persona nos podría ser útil allí fuera. Sí, creo que sí. ¿Sabe montar? Sabe montar, ¿no es así? ¿Sabes montar, maldita sea?

— Cabalgó junto a Win Scott cuando este entró en Ciudad de México.

— ¿Win Scott? Ese gilipollas. Bueno, ¡qué demonios! Soy Madre Nudillos, y tú eres Marion T. Bell. Encantado.

Me tendió la mano.

Fue un apretón que no olvidaré fácilmente.

No fue mi caballo sino una joven yegua de alazán la que me hicieron usar ese día, y a la que no olvidaré, porque yo no sabía nada de la naturaleza de nuestra empresa, mientras que la yegua lo sabía todo. Encontramos cinco caballos paciendo junto a un arroyo, hermosos animales, zainos y bayos —nada parecidos a las bestias peligrosas y feas que descendían de la raza española, eran caballos altos y fuertes-, y los llevamos en manada, aterrorizados por un miedo instintivo hacia nosotros, jinetes alborotadores, a través de un bañado largo y ancho directamente hacia la entrada del cañón que, según me contarían después, ya había sido utilizado muchas veces por Madre y Hart. Madre iba por la izquierda y Hart por la derecha, y la yegua Suzie y yo por el centro, la posición más fácil de mantener, ya que los caballos salvajes naturalmente habrían intentado escapar por cualquiera de los costados.

Suzie hizo todo el trabajo y lo único que debía hacer yo era aferrarme a ella —una tarea bastante complicada en sí misma, puesto que se movía rápidamente de izquierda a derecha, según el movimiento que siguieran los caballos delante de ella, y cabalgaba a una velocidad muchísimo más rápida de lo que nunca antes había necesitado hacerlo yo-. Una vez que los atrapamos, cabalgó de un lado a otro de la entrada al cañón girando rápidamente para evitar que tres de ellos echaran a correr por su libertad, mientras Hart y Madre ataban a los otros dos rodeándolos con una cuerda y atando las patas delanteras primero, y luego las traseras, para después volver a sus caballos y repetir el proceso con dos de los tres caballos zainos, hasta que finalmente Madre atrapó al quinto y último, él solo.

Para el gran tamaño que tenía Madre, era sorprendente verlo trabajar con tanta destreza y velocidad. Más o menos se podía esperar eso de Hart. Pero Madre era una revelación. Su fuerza era evidente. Su agilidad, no. Sin embargo, la tenía de manera indiscutible.

A medida que pasaban las semanas, fue él y no Hart quien me enseñó cómo hacer un nudo para enlazar los animales, cómo lanzar una cuerda, por qué y por cuánto tiempo se le debe negar agua y comida a un animal indócil, cómo secar el sudor del animal sobre sus costillas y el lomo cepillándolo hacia abajo hasta que se refresque un poco. Hart mantenía la distancia. Madre casi vivía haciendo honor a su nombre.

No puedo decir que me haya transformado en un experto en lo que hacíamos. Pero con la ayuda de Madre, tampoco hice el ridículo. Hart y yo todavía manteníamos la costumbre de ir muchas noches al Little Fanny Saloon —también Madre, ocasionalmente-, pero al tener que trabajar por las mañanas, mis hábitos se calmaron considerablemente. No querrías montar a Suzie con un punzante dolor de cabeza. Tenía dinero en el bolsillo que, más o menos, tendía a quedarse allí. Había noches en las que simplemente me quedaba en casa, en la cabaña, y me dedicaba a escribir. Mis envíos de informes a Nueva York habían crecido proporcionalmente.

Aunque fue Madre el que me enseñó el trabajo, ante todo era a Hart a quien tenía que agradecer por sacarme a flote. Y por eso, su reserva nunca me molestaba. Suponía que simplemente era su forma de ser.

Eso cambió cuando conocimos a Elena.

Entonces él empezó a preocuparme.