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John Charles Hart y yo nos conocimos en 1848, el año en que terminó la guerra de México, en lo que posteriormente se llamaría Arizona, en Gable's Ferry, un pueblito situado sobre la margen del río Colorado que había prosperado de manera repentina, y que lindaba al norte con los yacimientos de oro de California y al sur con México. Yo estaba borracho y tenía apenas veintiún años; Hart jugaba a las cartas con otras dos personas en Little Fanny Saloon. Lo había visto allí casi todas las noches pero nunca nos habíamos dirigido la palabra. Si no hubiera sido por el oro encontrado en enero en el molino de Sutter, en realidad ni el Litlle Fanny ni el pueblo hubiesen tenido razón de existir. Sin duda no era México lo que atraía al grueso de los peregrinos. Pero había un estrecho en el río que lo convertía en un sitio ideal para la colocación de un transbordador, así que un viejo pendenciero llamado Gable construyó uno y lo pilotaba armado de su escopeta y un par de perros bien entrenados. Era solo una barcaza primitiva con un cable, y sabías que el río se la tragaría entera en caso de que viniera una inundación. Pero hasta ese momento, cumplía con el propósito que se suponía debía cumplir, y se había corrido la voz de su existencia.

Yo había estado allí casi desde el principio. Había visto llegar barriles de whisky y mesas de billar, ropa elegante y prendas de confección, jugadores de cartas tramposos y prostitutas, cazadores, tenderos y mineros, todos caían a raudales cada día. En el término de un mes, más o menos, teníamos una taberna improvisada y una casa de putas, una tienda textil y otra taberna, una caballeriza y una tienda de alimentación. Había de todo en realidad, a excepción de iglesia, escuela o prisión.

Aunque la mayoría sostenía que solo la última era necesaria.

Los precios se habían disparado. Al otro lado del río, mineros inexpertos sacaban ciento veinticinco dólares diarios, y eso todo el mundo lo sabía. En Gable's Ferry podías montar una tienda de campaña, instalar algunos catres dentro, cobrar un dólar la noche por el hospedaje, y de seguro encontrarías muchos hombres dispuestos a pagarlo. Cerdos viejos y apestosos que quedaron de la guerra y manzanas agusanadas y resecas se vendían por setenta y cinco centavos la libra. En la tienda de Reardon una buena cantimplora te costaba diez dólares en plata. En contraste con ello, una puta del Little Fanny lo hacía por un dólar.

Yo no sabía qué diablos estaba haciendo allí.

Ganaba buen dinero con mis informes sobre la posguerra y mis ocasionales historias sobre la fiebre del oro para el New York Sun, pero no eran los mismos ingresos regulares que percibía durante la guerra, cuando el nombre de Marion Bel aparecía semanal o quincenalmente en el periódico. El dinero de las tierras de mi padre en Massachusetts no iba a durar para siempre. Con los precios que había en Gable's Ferry, me lo estaba bebiendo a una velocidad alarmante. Supongo que más que nada lo hacía para intentar olvidar lo que había visto en Ciudad de México.

Tiempo atrás, mi periódico había publicado una caricatura del general Winfield Scott, el Viejo Alborotador, en su uniforme de ceremonias sosteniendo la espada en alto y montado sobre una pila de calaveras. Eso casi lo decía todo.

Esa noche, Hart, un viejo minero alemán llamado Heilberger y George Donaldson, jugaban al póquer. A Heilberger apenas lo conocía; en cuanto a Donaldson corrían rumores de que era un ladrón de caballos y un tramposo con las cartas; la noche confirmaría al menos el último de estos rumores.

Yo estaba sentado detrás de Hart ligeramente hacia la derecha, así que podía verle las cartas, pero a él no parecía importarle. En su mano izquierda sostenía una pequeña correa de cuero con un dado en cada extremo y a estos dados se los pasaba por entre los dedos de nudillo en nudillo, por encima y por debajo, con un suave movimiento fluido, en un truco que yo no podía comprender. Tal vez el whisky tuviera algo que ver con eso. Ya iba por el quinto y el que pensaba sería mi último vaso de la noche, aunque tampoco me hacía ningún tipo de promesas al respecto.

Le tocaba apostar a Heilberger, pero se retiró, así que quedaban Hart y Donaldson.

No sé cuánto dinero había sobre la mesa, pero era mucho. Esa noche el Little Fanny estaba repleto de mineros irlandeses y alemanes, además de los empresarios locales aquí y allá, y por supuesto, las prostitutas; y cuando Donaldson apostó treinta, uno de los mineros silbó por lo bajo aunque con la suficiente fuerza como para que se escuchara por sobre la borracha interpretación de violín de Sam Perkins.

Mientras Hart se lo pensaba, Donaldson se lió un cigarrillo y cerró la bolsita de tabaco tirando de la correa con los dientes, y cuando alzo la cerilla allí estaba: la jota de diamantes que sobresalía entre la camisa andrajosa y la chaqueta de lana. La vi, y Hart la vio; y probablemente también Heilberger. Supongo que, al igual que yo, Hart no podía creer lo que veía.

¡Joder! —dijo-. Al menos podrías ser un poco más cuidadoso, ¿no?

No parecía enfadado, tan solo un poco molesto con Donaldson, pero de todas maneras sacó su pistola —una antigüedad inmensa y gris quién sabe de qué año-, y la depositó sobre la mesa, y cuando Donaldson vio esa monstruosidad apuntando en su dirección comenzó a hurgar en busca de su propio revolver. Hart le dijo: «No lo hagas», lo que lo detuvo por un momento, pero luego volvió a tantear su arma, como un estúpido dejándose arrastrar por el pánico, y Hart dijo: «¡Maldita sea, George! No lo hagas», pero a esas alturas Donaldson ya había sacado el revólver, así que Hart no tuvo otra opción que apretar el gatillo.

Uno esperaba mucho de un revólver tan grande, y la gente que estaba detrás de Donaldson se apartó rápidamente, pero lo único que se escuchó fue un clic.

— Mierda —dijo Hart-, maldito percutor.

El rostro de Donaldson pasó de la palidez a la sonrisa. No era una sonrisa amable. Sin duda alguna, era mi turno de quitarme de la línea de fuego pero, maldita sea, no podía. Me quedé petrificado en mi asiento viendo a Hart que jugueteaba con el dado entre los dedos, por encima y por debajo de los nudillos, como si todavía estuviera considerando la mano de naipes que le había tocado y nada más que eso. Donaldson disparó. Por una fracción de segundo tampoco sucedió nada.

Luego el arma le explotó encima y lo arrojó hacia atrás haciéndolo volar de su silla.

Se retorcía y chillaba tirado en el áspero entarimado, con la camisa en llamas y la cara y la mano con la que sostenía el arma gravemente quemadas, hasta que Jess Ake, el barman, le echó un cubo de agua encima.

Ese fue el tiroteo que hubo en el Little Fanny Saloon.

Hart, Heilberger y yo agitábamos las manos para ventilar el humo de la pólvora; luego Hart recogió sus ganancias de la mesa.

— Apuesto a que compró el arma en la tienda de Gusdorf —dijo-. Deberían arrestar a ese hombre.

Estaba asombrado por su completa calma. Yo tenía el estómago revuelto por whisky y bilis en iguales proporciones, y eso que no había sido el tío al que apuntaban con la pistola, sino que simplemente estaba sentado detrás de alguien al que sí le apuntaban.

Suponía que Hart tenía más o menos cincuenta años, aunque era difícil saberlo. Me preguntaba, y no por primera vez, qué clase de fuerzas habrían moldeado a algunos de los hombres que se podían encontrar allí.

O eran completos dementes, como E. M. Kelly, el Indio, que se dedicaba a tallar en silencio una lápida para la señorita Nellie Russell, una de las putas de Ginny Smalls en Fairview; o —los mejores de ellos— poseían una mezcla de locura y coraje que les servía como amuleto de la suerte.

Recuerdo al Viejo Bill Cooney, que una mañana se encontró un oso negro olfateando en su saco de granos de café de diez dólares, y se puso tan furioso que, descalzo, persiguió al oso durante un kilómetro sin tener ningún arma, por si acaso el oso le hacía frente, más que una botella de cerveza y una brocha.

¿Cómo Hart podía haber adivinado este desenlace?

La respuesta es que no pudo. Simplemente estaba en su naturaleza, supongo, esperar y ver qué sucedía. Una especie de paciencia fatalista y una presencia de espíritu que yo ni siquiera podía imaginar.

Observamos cómo cuatro de los mineros cogieron a Donaldson por los brazos y piernas y lo arrastraron afuera; con qué destino no podría asegurarlo. El doctor Swinlon sin duda estaría borracho a estas alturas, pero había un dentista y un veterinario que probablemente no lo estarían tanto. Hart me dirigió la mirada:

— Parece como si estuvieras a punto de vomitar —dijo.

— Creo que tienes razón —respondí.

— Te llevaré fuera.

Me ayudó a incorporarme y me condujo hacia la calle sin perder un segundo.

— No deberías beber, Bell, ¿sabes?

— Lo sé.

— Entonces, ¿por qué lo haces? Te veo cada noche allí dentro.

— Supongo que eso significa que tú también pasas allí muchas noches, ¿no?

Solo un borracho le hubiera hablado de esa manera, pero borracho era como yo estaba.

— Yo puedo controlarme —dijo-. Tú no. —Y se encogió de hombros-. Diablos, olvídalo. No es asunto mío. Solo he pensado que quizás tendrías algo mejor que hacer.

— No soy ningún maldito buscador de oro, Hart —dije.

Allí estaba, alzándole la voz otra vez. Supongo que cierta parte de mí se sintió ofendida por la crítica. Debería haberme sorprendido que se fijara en mí entre tanta gente, sin mencionar que además sabía mi nombre. Y también estar agradecido de que me hubiera ayudado a salir de allí. He observado que los borrachos no suelen ser muy agradecidos.

— ¿Y? Yo tampoco —dijo.

Comenzó a alejarse.

— ¡Maldita sea, Hart!

— Qué.

No sabía qué. Solo sabía que quería detenerlo. Yo, Marion Bell, tambaleándome en una calle que no cesaba de dar vueltas. Me miró como si examinara a un perro callejero que pudiera serle de utilidad.

— ¿Tienes caballo, Bell?

Había alquilado un viejo bayo en la caballeriza de Swenson a los precios mensuales en curso.

— Por supuesto que tengo.

— ¿Te gustaría hacer algo útil, para variar?

— No lo sé. ¿Qué es lo que tienes en mente?

— Te ayudaré a montar. Hablaremos durante el viaje.

Media hora más tarde atravesábamos un campamento en el lado sur del pueblo; las linternas resplandecían en algunas de las tiendas de campaña, pero la mayoría de ellas estaban a oscuras; un borracho cantaba una desafinada versión de Annie Laurie, y en la misma tienda una puta chillaba. Hasta ese momento Hart no había dicho una sola palabra. La correa le envolvía el dedo corazón de la mano izquierda y no cesaba de golpetear los dados una y otra vez; para ese entonces se me había pasado la borrachera al punto de poder darme cuenta de que el ritmo de los dados era el mismo ritmo del andar de su caballo.

Espero hasta que hubiéramos pasado a través de las tiendas de campana y luego lió y encendió un cigarrillo y me habló:

— ¿Conoces a un señor que se hace llamar Madre Nudillos?

— ¿Un tío corpulento?

— ¿Corpulento? Tienes el don de la mesura, Bell.

— Sé quién es.

— ¿Le has dado alguna vez una razón para no caerle bien?

— Nunca nos hemos conocido.

— Eso es bueno. Porque ahora lo conocerás. De vez en cuando salimos a capturar algunos caballos mustang con Madre. Hay muchísimos buenos caballos por ahí que quedaron abandonados después de la guerra; y nosotros vamos tras ellos. Los mustang son descendientes de los antiguos caballos españoles que no hace mucho tiempo atrás solían pertenecemos, pero aquellos aún son más salvajes que el diablo. Si eres amable con Madre quizás te deje que nos eches una mano.

— Nunca he capturado ningún caballo.

— Por ahora lo único que tienes que hacer es cabalgar. Nosotros nos encargaremos del resto. Sabes montar, ¿verdad?

No me iba a dignar siquiera a responder a esa pregunta. De todos modos, dudo que él esperara una respuesta.

— ¿A qué te dedicabas, Bell? Si no te molesta que te lo pregunte.

— Era corresponsal de guerra para el New York Sun. Fui con las tropas de Win Scott hasta Ciudad de México.

Asintió. No podía saber si estaba impresionado por el hecho de que yo fuera un escritor, o si la idea le aburría, o qué.

— Scott —dijo-. Ese gilipollas.

Y eso fue todo lo que me dijo hasta que llegamos a la cabaña.