10

Dejamos los caballos atados en el bosquecillo y avanzamos por entre los matorrales, los últimos metros arrastrándonos sobre nuestro vientre hasta que llegamos a unos cuarenta metros del cerco y, tal vez, a unos diez metros del solitario guardia que, sentado, se ocupaba de avivar el pequeño fuego con leños y ramitas, mientras masticaba medio conejo asado; su rifle yacía en la tierra, a su lado.

Lo que vi detrás de él, en las chispas y las ondas luminosas que despedían cuatro inmensas hogueras, podría haber salido directamente de la Divina Comedia de Dante —un libro que no me había gustado mucho en mi juventud-, si Dante hubiera sido menos piadoso.

— Bueno, hemos llegado en medio de una fiesta increíble —dijo Madre.

Estaban cerrando un acuerdo comercial enfrente de nosotros.

Había aproximadamente unas treinta jóvenes que formaban fila para el examen: las mercancías de las hermanas en exhibición. Algunas simplemente encadenadas entre sí, y otras atadas a postes o a las ruedas de un carro. La ropa que vestían era una extraña mezcla de vestidos baratos: calzoncillos de hombre y pantalones; vestidos sucios y ropa interior rasgada; o harapos irreconocibles que apenas les cubrían el cuerpo; incluso había entre ellas una con un andrajoso y manchado vestido de novia. Vi rostros drogados, golpeados, semienloquecidos y recientemente lavados para exhibirlos ante los compradores. Los compradores y sus asistentes mexicanos y americanos —algunos bien vestidos, otros andrajosos y sudando por el calor de las hogueras— se movían entre ellas abriéndoles las prendas y tocándoles los pechos desnudos, la entrepierna o las nalgas, comprobando el estado de los dientes y encías, riendo y hablando entre ellos.

Vi armas de fuego por todas partes.

No íbamos a enfrentarnos a doce o quince hombres y tres mujeres. De hecho, solo veía a dos mujeres que no estaban en exhibición —según la descripción de Elena debían ser las hermanas menores: María y Lucía-, y que se movían de un comprador a otro como terratenientes en una feria de ganado; sin duda, discutiendo precios.

Pero los hombres sumaban más de dos docenas.

— ¿Qué tan bien equipados están? —preguntó Hart.

— ¿Equipados?

— Con pistolas y rifles. ¿Tiene buen equipamiento?

— Supongo que sí.

— Esperad aquí. No tardaré más que unos pocos minutos.

Se giró y volvió arrastrándose por el camino por el que habíamos venido; nadie pensó en cuestionarlo, y nos quedamos allí observando a la apiñada multitud y escuchando el chisporroteo de las hogueras.

— ¿Para qué son todas esas hogueras? —le preguntó Madre a ella-. ¿Las encienden cada maldita noche?

— Cada noche. Para ahuyentar la oscuridad. Para ahuyentar la selva y todas sus criaturas.

Madre la miró como si ella hubiera perdido la cabeza; supongo que yo también la debo haber mirado de la misma manera.

Observábamos la llanura árida y polvorienta.

— Antes, todo esto era selva. Hace muchos, muchos años. Para las hermanas lo sigue siendo.

Nos quedamos tumbados en el suelo pensando en ello, y observando, hasta que escuchamos un suave crujido por detrás de nosotros; nos dimos la vuelta y allí estaba Hart otra vez, arrastrándose hacia nosotros entre los arbustos, con una manta para cubrir caballos sobre el hombro.

— Esperad aquí. No tardaré más que unos pocos minutos.

— Ya has dicho eso —protestó Madre.

— Observa y aprende, Madre.

Se quitó el sombrero, dobló el ala hacia abajo y se lo colocó otra vez, se envolvió con la manta como si fuera un poncho, se puso de pie con absoluta tranquilidad, y avanzó lentamente como si su presencia allí fuera normal. Escuchamos el golpeteo de los dados en su mano; al igual que lo escuchó el guardia sentado junto al fuego, que rápidamente depositó el conejo mordisqueado sobre un tocón, se limpió los dedos grasosos en la camisa, cogió el rifle y se incorporó.

¿Quién es? -preguntó.

¿Qué mosca te ha picado?

— ¿Eh?

La voz de Hart sonaba aburrida y cansada, mientras que la del guardia, crispada y confundida. Luego comprendió todo cuando Hart le dio una fuerte patada en la entrepierna que le hizo caer el rifle y soltar un estridente alarido que Hart amortiguó con la palma de la mano. Lo obligó a colocarse de rodillas, cogió el rifle y le dio un durísimo golpe en la cabeza con la culata.

Arrastró al hombre cogido de un brazo hacia donde estábamos nosotros, le tendió el rifle a Madre y la manta a mí, le dio la vuelta y le quitó la pistola del cinturón.

— Una 45 Peacemaker. La dama tenía razón. Buen equipamiento.

Desenfundó su vieja pistola y le quitó las balas.

— Debería intentar revenderle esta pistola a Gusdorf, pero dudo que me dé un céntimo por ella. La debería haber enterrado junto con su abuelo.

Tiró su vieja pistola a los arbustos y enfundó la nueva.

— ¿Te sientes mejor ahora? —preguntó Madre.

— Mucho mejor.

— Me alegra oírlo. ¿Qué hacemos con este tío?

— Dormirá un buen rato.

— No lo hará —dijo Elena.

Cogió el cuchillo del cinturón del guardia, desenvainó y, antes de que ninguno de nosotros supiera qué tramaba, levantó con los dedos la cabeza del guardia y le abrió la garganta con la misma destreza con la que se degüella a un cerdo; luego giró la cabeza rápidamente hacia un costado para que la sangre que se derramaba de su yugular cayera en la tierra junto a nosotros.

— Ahora yo me siento mejor —dijo.

Nos miró desafiante, pero ninguno de nosotros tenía nada para reprocharle. Más allá de sus razones personales para hacer eso —y creo que probablemente eran muy buenas-, debía admitirse que también había cierta lógica en su conducta: un moro menos en la costa, una razón menos para cuidarnos la espalda. Hart señaló con la cabeza hacia el asentamiento.

— ¿Puede ver a su hermana en algún lugar?

— Sí. En el último grupo, un poco más allá del rancho. Celine es la que está vestida de blanco.

— La veo.

Yo también la reconocí. Una bonita joven de quince o dieciséis años vestida con una enagua y una camisola, las dos raídas y de color blanco. A pesar de que lo intentaba, desde mi posición no podía distinguir si en su rostro había una expresión de fortaleza o de miedo. Quería saber de qué madera estaba hecha la otra mitad de la familia.

— ¿Tienes alguna mínima idea de cómo lo vamos a hacer, Hart? —preguntó Madre-. Quiero decir, no podemos simplemente caminar hasta allí y darles a todos una patada en los huevos, aunque lo hayas hecho muy bien con el guardia.

— Gracias, Madre. Pero tengo una idea que podría funcionar.

Nunca llegamos a saber cuál era porque en ese momento la multitud se sumió en un inesperado silencio. Vimos que se abrían las puertas del rancho y que las atravesaba caminando —no, más bien deslizándose como si fuera una hechicera mexicana montada sobre una escoba— la mujer más vieja que haya visto jamás fuera de un lecho de enfermo: una bruja sonriente de pelos revueltos cubierta con ligeras telas de color blanco, y cuyos pechos estirados se balanceaban de un lado a otro por debajo de las vestiduras. Una calavera emblanquecida coronaba su cabeza, y tenía el rostro pintado con rayas y círculos negros sobre una base seca de color arcilla. Era Eva. Portaba una larga cuchilla negra cogida con ambas manos; el mango apuntaba hacia el suelo, la punta hacia el cielo.

Por su gran tamaño, no debería haber sido capaz de levantarla.

El hombre que venía detrás de ella también tenía el rostro pintado: una calavera en blanco y negro que brillaba ante la parpadeante luz de la hoguera. Tenía el torso desnudo, y su pecho y brazos eran enormes. Alrededor de la cintura llevaba un cinturón que parecía hecho de huesos humanos: húmero, radio, cúbito. Alrededor del cuello, colmillos o garras, o las dos cosas, no estoy seguro.

En una mano sostenía una correa de cuero grueso a cuyo extremo iba atada una joven que podría haber sido la hermana gemela de Celine de no ser por el antojo morado que tenía en el cuello. Tenía un vestido limpio de color blanco que parecía nuevo, un vestido de virgen. Avanzaba a tropezones por detrás del hombre; sus brazos y rostro se contraían nerviosamente tal vez por el influjo de alguna droga: pulque, mezcal, o alguna otra mezcla inventada por ellos, algún poderoso estupefaciente.

— Ryan —dijo Elena.

— ¡Joder! —dijo Madre-. No puedo creerlo. Nunca lo habría reconocido.

— Yo sí lo habría reconocido —dijo Hart.

Por un instante lo único que escuchamos fue el chisporroteo de las hogueras. Luego las hermanas comenzaron a cantar. La misma lengua de chasquidos sibilantes que le había escuchado utilizar a Elena, solo que más estridente en esta oportunidad. Parecía como si el aire nocturno se llenara de grillos.

— Eso es nahua -dijo ella-. Es una plegaria. La última vez que vi a esa muchacha estaba atada a una cama gritando. Creo que ya no gritará más.

— ¿Es esto lo que creo que es?

— Sí. Lo hacen para demostrar obediencia. A las hermanas, a los antiguos dioses y tradiciones. Para mostrarles a los compradores exactamente lo que están comprando y lo que sucedería si fueran lo bastante tontos como para traicionarlas.

— ¿Por qué esta chica?

— No lo sé. Tal vez haya causado problemas. Quizás era muy indócil. Posiblemente no sea tan valiosa para ellos por la mancha que tiene.

Las otras dos hermanas, María y la de cara aplanada, Lucía, aparecieron por detrás de ellos, cantando, mientras Eva y Ryan conducían a la muchacha por entre los guardias y compradores hacia la resplandeciente colina de la que salían nubes de humo alquitranado. Incluso los matones que había entre la multitud parecían más serios y silenciosos ahora. Una vez en la cima, Ryan hizo girar a la muchacha para que quedara de frente a la multitud, desabotonó el vestido por delante y lo abrió. Eva le tendió la larga cuchilla obsidiana a la joven y gritó hacia la multitud:

— ¡Por Tezcatlipoca!

La muchacha vacilaba, mirando fijamente la cuchilla en sus manos en una especie de aturdimiento nervioso causado por el horror. Después Ryan dio un paso adelante y le susurró algo al oído; hasta el día de hoy no puedo imaginar qué pudo haberle dicho, pues el rostro de la muchacha se ablandó adoptando una expresión de derrotada indiferencia a la par que apuntaba la cuchilla hacia sí; la sostuvo por un momento, y luego se la enterró en el estómago. Sus párpados se abrieron a causa del impacto y del dolor, y sus manos intentaron maquinalmente tirar de la empuñadura. Eva apartó las manos de la joven, cogió la cuchilla, y comenzó a serrar hacia arriba, al esternón —al hacerlo, las fibras musculares de sus brazos resaltaron por entre la carne como si fueran serpientes reptando-. Y por fin, extrajo la reluciente cuchilla del cuerpo de la muchacha.

Ella comenzó a caer; la sangre le manaba de la herida abierta y los intestinos empezaban a salirse del cuerpo, pálidos y rojos. Ryan la tomó por los hombros.

¡Haz el resto! -gritó-. O te devolveré a ellos ahora mismo. Y te devolveré viva.

La muchacha parpadeó ligeramente y su cuerpo se estremeció como si lo hubiera golpeado una ráfaga helada. Entonces vimos, aturdidos y asombrados —menos Elena que, creo, ya debía saber todo lo que estaba por suceder-, cómo la muchacha introdujo la mano en la sangrienta cavidad que Eva le había abierto y arrancó su propio corazón vivo y humeante que sostenía en su mano temblorosa. Eva se lo arrebató, como un águila que se lanza sobre un ratón, cortó las arterias con un solo y rápido golpe de cuchilla, y lo enseñó a la multitud al grito repetido de «¡Tezcatlipoca!». Ryan le soltó los hombros a la chica que cayó de rodillas. Yo me giré y vomité el mendrugo y el café entre la maleza.

— Creo que este es tan buen momento para actuar como cualquier otro —opinó Hart-. ¿Madre?

Él asintió.

— Vamos, Bell —dijo Madre.

Me levantó por el cuello; yo sentía mis piernas gomosas y débiles; y dimos un rodeo al campamento. Eché un vistazo y vi que Ryan llevaba en sus brazos a la muchacha muerta en dirección al foso en llamas; tenía los pantalones y el pecho desnudo cubiertos de sangre. Vi que Ryan la levantaba por sobre su cabeza como si no pesara más que un perro, mientras Eva colocaba el corazón ensangrentado sobre el altar junto a ellos. Luego, eché a correr.