PRÓLOGO
«… Y a las 03.30 horas, después de besar el suelo rocoso de la cripta, abandoné el huerto de José de Arimatea. Los soldados de la fortaleza Antonia continuaban allí, desmayados, como mudos testigos de la más sensacional noticia: la resurrección del Hijo del Hombre.
»Y a las 05.42 horas de aquel domingo “de gloria”, 9 de abril del año 30 de nuestra Era, el módulo despegó con el sol. Y al elevarnos hacia el futuro, una parte de mi corazón quedó para siempre en aquel “tiempo” y en aquel Hombre a quien llaman Jesús de Nazaret.»
Así, con estas frases, finaliza mi anterior libro Caballo de Troya. Quienes lo hayan leído recordarán quizá que, en el relato del mayor norteamericano, se adelanta lo que el propio Jasón denomina un segundo «viaje» en el tiempo.
Pues bien, la presente obra recoge esa nueva y no menos fascinante aventura, interrumpida en las líneas precedentes por razones puramente técnicas: el volumen de la documentación era tal que fue preciso dividirlo, al menos, en dos partes.
Hecha esta puntualización, antes de proceder a la transcripción de esa segunda fase del diario, entiendo igualmente que es mi deber dejar aclarado otro par de asuntos.
Primero: no sería honrado animar al lector a continuar la lectura del presente trabajo si antes no ha tenido la oportunidad de leer Caballo de Troya.
Me explico. Dado que lo que aquí se va a exponer forma parte de un todo —el diario del mayor—, con un entramado que depende en buena medida de lo ya expuesto en Caballo de Troya, el lector que se enfrentase a este volumen ignorando el ya publicado, se situaría —sin querer— en inferioridad de condiciones a la hora de comprender muchos de los detalles técnicos, planteamientos, objetivos y sucesos registrados en la llamada Operación Caballo de Troya. Todo ello me obliga, en suma, a sugerir al lector que, si no conoce mi anterior obra, aplace la lectura del libro que tiene en las manos.
Segundo: dada la naturaleza de los hechos y afirmaciones vertidos en los 150 folios que constituyen esta forzada segunda parte del diario, me atrevo a recomendar a los lectores cuyos principios religiosos se encuentren irremisiblemente cristalizados en la más pura ortodoxia que, de igual forma, renuncien a la presente información. Aunque tales sucesos y apreciaciones sobre la infancia de Jesús de Nazaret, así como sobre las apariciones del Maestro de Galilea después de su muerte y resurrección, han sido tratados por el autor del diario con un absoluto respeto, algunas de las revelaciones son —en mi humilde opinión— de tal magnitud que los espíritus poco evolucionados o de estrecha visión podrían sentirse heridos o, cuando menos, desorientados. Para aquellos, en cambio, que permanecen en la difícil senda de la búsqueda de la Verdad, los sucesivos descubrimientos que irán apareciendo ante ellos —estoy firmemente convencido— contribuirán a enriquecer su alma y a comprender mejor la figura, el entorno y el mensaje del Hijo de Dios.
Éstos, y no otros, han sido y son mis objetivos al escribir ambos libros.
Hechas estas aclaraciones, entremos ya de lleno en esta última parte del diario del mayor.