Ni que decir tiene que aquel «prohibido el paso» estaba prácticamente de más. El único acceso al triángulo sur era por el citado portalón. Y éste, desde el amanecer de aquel miércoles, estuvo ya permanentemente vigilado por dos israelíes, cuya misión básica era identificar a cuantos entraban o salían. En la «cumbre» secreta del día anterior, los directores y oficiales judíos se habían puesto de acuerdo, entre otras cuestiones, para establecer rigurosos turnos de vigilancia interior y exterior del campamento, así como un curioso sistema de contraseñas.
Me explicaré. Cada día —mientras durase la operación—, el jefe de seguridad recibiría del Estado Mayor, y en clave, un nombre. Esta palabra era transmitida por radio a las doce de la noche y era válida hasta la misma hora del día siguiente. El invento tuvo que ser obra de alguien que conocía bien los pormenores de las anteriores excavaciones arqueológicas de Yadin. A lo largo de dichos trabajos, los miembros de la expedición —creo recordar que fue uno de los voluntarios, domador de elefantes en su vida normal— encontraron entre las ruinas[64], once pequeños y extraños ostraca o trocitos de alfarería con inscripciones, que constituían en la antigüedad un material común y corriente de escritura. (Conviene recordar que el papiro y el pergamino eran muy costosos.) Pues bien, en estos once ostracas —distintos a las 700 inscripciones halladas en Masada— aparecían sendos nombres, todos diferentes, aunque, al parecer, escritos por la misma mano[65]. Eran vocablos extraños.
Algo así como apodos o motes. Por ejemplo: «Joav» o «Joab» (un nombre poco frecuente en la época del Segundo Templo y que venía a significar «hombre especialmente valeroso»).
Otro de los nombres era el mítico Ben Yair, que, seguramente, hacía referencia al caudillo zelote: Eleazar Ben Yair… Las contraseñas manejadas en aquellos días, en definitiva, se basaron en estos apodos. De acuerdo con las necesidades del campamento, cada persona que salía del mismo recibía el santo y seña del día. Sólo el jefe de seguridad y los guardianes del portalón estaban al corriente de dicho nombre. Cualquier improbable intento de penetración de un individuo ajeno a la operación se habría visto condenado al fracaso.
Además de esta medida, los israelíes designaron de entre sus hombres libres de servicio en la «piscina» un turno permanente de diez vigilantes, responsables de la seguridad general del campamento. Nosotros, de acuerdo con los planes del Ejército, fuimos relevados de tan ingrata misión. Aunque el acceso a la cima de Masada por los acantilados oriental y occidental era casi impracticable, los judíos establecieron seis puntos de observación (tres en cada una de las vertientes citadas), estratégicamente repartidos en el interior de la casamata. Con semejante despliegue, los trabajos en la meseta se vieron continua y perfectamente protegidos. «Demasiado protegidos», lamentamos los hombres de Caballo de Troya, imaginando que aquel férreo control del campamento Eleazar sólo podría traernos «dolores de cabeza» en los decisivos momentos del despegue de la «cuna»…
Pero Curtiss no era fácil de vencer.
La rutina era casi un milagro con aquel hombre. Y una vez más nos sorprendió a todos. A las 12 horas del miércoles, 28 de febrero, cuando el primer turno de trabajo —en el que me hallaba incluido— dio por terminado su cometido en la «piscina», un sonriente y familiar rostro nos aguardaba al final de la escalerilla de acceso al foso. ¡Curtiss!
El general había regresado tan inesperadamente como se fue. Y, tal y como tenía por costumbre, no hubo demasiadas explicaciones, al menos en las primeras horas de su nueva estancia en el campamento. El personal libre de servicio le rodeó asediándole con mil preguntas. Pero, incorruptible, se limitó a interesarse por la marcha del ensamblaje de la estación. La verdad es que a raíz del suceso del Sinaí y del empeoramiento de la situación internacional, los oficiales judíos habían impreso un acelerado ritmo a las tareas de montaje.
Estaba claro que presentían algo y deseaban concluir la Operación Eleazar en un tiempo récord.
Eliseo, los directores y yo mismo apenas si intercambiamos palabra alguna con el general. Nos bastó mirarle a los ojos para comprender que ocultaba «algo» especialmente grave. Decidimos esperar. Si lo deseaba, no tardaría en hacérnoslo saber.
En efecto, así fue. Terminado el almuerzo, con la excusa de mostrarle a Charlie y las admirables instalaciones llevadas a cabo en la cisterna subterránea, los directores, mi hermano y quien esto escribe tuvimos oportunidad de conocer ese «algo».
Sinceramente, he dudado a la hora de transcribir esta parte de la operación.
¿Es que, transcurridos ya cinco años, beneficia a alguien el conocimiento de lo que aconteció en aquellos primeros meses de 1973?, quizá no. De lo que sí estoy seguro —razón que en definitiva me ha impulsado a relatarlo— es que el mundo tiene derecho a saber cómo y hasta qué extremos es manipulado secretamente por las grandes potencias. ¡Dios mío!, ¡Qué ciegos estamos!
Somos ignorantes de lo que se cuece en los despachos de los políticos y de los militares. Y lo peor es que muchas de esas «maniobras» y «operaciones» confidenciales —como en el caso que me dispongo a exponer— han llevado y seguirán llevando a la muerte, a la ruina y al caos a millones de inocentes…
Sirva, pues, de ejemplo cuanto voy a decir.
El general Curtiss nos explicó cómo fue reclamado con urgencia por el propio Kissinger. El mismo día de su llegada a Nueva York —domingo 25—, el entonces consejero del presidente Nixon le atendió en su apartamento de lujo del hotel Waldorf Astoria. En el más estricto secreto, Curtiss recibiría dos informaciones que justificaban sobradamente su precipitado viaje a USA y que, por supuesto, le hicieron temblar.
La primera se refería al derribo del Boeing 727 libio en el corazón de la península del Sinaí. Todos —ya lo expresé anteriormente— habíamos intuido que aquel suceso obedecía a «razones especialmente graves». No era normal que la Fuerza Aérea de Israel se dedicase a ametrallar aviones de pasajeros en pleno vuelo…
Los agentes norteamericanos en Jerusalén y Tel Aviv —siempre en estrecha conexión con la Inteligencia judía— habían confirmado un punto decisivo que, obviamente, jamás sería «reconocido» por el Gobierno de Golda: en el momento del encuentro de los cazas Phantom judíos con el 727, éste sobrevolaba el área de Refidim. En dicho punto, en aquellas fechas, se hallaba estacionado parte del arsenal nuclear israelí, (En octubre de ese mismo año de 1973, en el transcurso de las primeras y dramáticas horas de la guerra del Yom Kippur —cuando el Estado judío se vio sorprendido por los ataques sirio-egipcios—, el propio Parlamento de Israel llegó a contemplar la hipótesis de utilización de una de sus bombas atómicas sobre la ciudad de Damasco. Pero este tenebroso asunto nos llevaría muy lejos del verdadero objetivo del presente diario.)[66].
La desobediencia de los pilotos del avión libio, en definitiva, crispó los nervios del Estado Mayor judío, que dio la orden de «neutralizarlo». Lo que nunca se averiguó —Kissinger, al menos, parecía no saberlo— es si el 727 llegó a registrar información a su paso sobre Refidim o si, como opinaban algunos sectores del Mossad, los planos secretos de dicha base viajaban en el referido Boeing. En este supuesto, el desvío del avión podía obedecer a un afán de ratificación de lo que ya tenían. De una u otra forma, la verdad es que la caída del 727 segó de raíz ambas verosímiles posibilidades. (Hay que recordar que las últimas —incluidos los siete supervivientes— y los restos del aparato fueron controlados desde el primer instante por el Ejército de Israel). Si esto era cierto, el desacostumbrado silencio del coronel Gadafi sí estaba justificado…
Según Kissinger, este incidente resultaba demasiado sospechoso como para colgarle la etiqueta de «casual» o atribuirlo a una «desgraciada audacia» de los libios, mortales enemigos de Israel. El Mossad estaba especialmente preocupado por aquel sobrevuelo. ¿Cómo habían obtenido una información tan altamente secreta? ¿Quién estaba detrás de los mediocres servicios de espionaje de Libia?
La posible respuesta aparecía irremediablemente vinculada a la segunda información proporcionada por el consejero presidencial a Curtiss. Una información que hizo palidecer a nuestro jefe y a nosotros con él…
El bramido de Charlie era tal que Curtiss nos invitó a buscar un lugar más sosegado. Pero antes, abriendo las páginas de un ejemplar del diario New York Times exclamó, señalando el interior del rotativo:
—¡Fíjense en esto!… ¡Mao también está aprendiendo inglés!
Desconcertados por el insólito comentario nos precipitamos sobre el periódico que sostenía el general. En la página sexta, en efecto, entre otras informaciones de las agencias United Press International y Associated Press aparecía una breve y discreta reseña de una entrevista televisada en los estudios de la NBC (National Broadcasting Company), en Nueva York. Los protagonistas: Henry Kissinger y la temida periodista Bárbara Walters.
Con la excusa de su reciente viaje a China y de su entrevista con Mao Tse-Tung, Bárbara había preguntado al consejero presidencial acerca del inglés del líder chino.
—¡Lean, lean! —nos animó Curtiss—. ¡Es un diálogo que no debemos olvidar!
Nos miramos con extrañeza. ¿Qué quería decir? ¿Por qué no debíamos «olvidar» aquella trivialidad? Refiriéndose a un comentario anterior de Kissinger —en el que afirmaba que Mao «usaba algunas frases en inglés»— la periodista le formulaba la siguiente pregunta:
—¿Nos podría decir cuáles?
—Siéntese, por favor —respondía Kissinger.
—Eso es más de lo que usted puede decir en chino…
—Así es, en efecto.
Alguien del grupo interrogó a Curtiss sobre el interés de tan intrascendente diálogo. El jefe, tras carraspear banalmente, lanzó una huidiza mirada a los técnicos de mantenimiento del generador. Seguían distantes y ajenos a nuestra conversación.
—Simplemente —sentenció con autosuficiencia—, no lo olviden. Puede sernos útil en la fase «roja».
Obedecimos sin rechistar. Al cabo de unos minutos, cuando hubimos memorizado el diálogo, el general pasó un par de hojas, mostrándonos otra «sorpresa». Sobre la totalidad de la página dedicada a la habitual sección de «Business-Finance» había sido cuidadosamente pegada una hoja de papel, mecanografiada y con un encabezamiento que, en principio, no nos dijo gran cosa: «EL RAPTO DE EUROPA.»
Por lo poco que alcanzamos a leer, aquel documento —tan diestramente camuflado— hablaba de un plan secreto entre la Unión Soviética y nuestro país, los Estados Unidos. Y digo que apenas si tuvimos tiempo material de pasar del primer párrafo porque cuando Curtiss estimó que había enganchado nuestra atención, cerró el diario dejándonos en suspenso. Ascendimos los escalones de piedra, y una vez en el campamento el rostro del general sufrió una drástica transformación. Días después, con el arribo de los nuevos equipos, sus ojos volverían a oscurecerse con una amargura similar.
El sol empezaba a teñir de violeta el horizonte del desierto, y sin prisas, simulando un paseo, fuimos aproximándonos a la mitad oriental de la empalizada. Allí, sentados sobre los sacos de tierra, a prudente distancia de los atareados israelíes, tuvimos conocimiento del más sucio e inhumano proyecto que pueda imaginar hombre alguno.
Curtiss abrió de nuevo el periódico y, con voz queda y destemplada, leyó aquel documento: la segunda información —altamente confidencial—, facilitada por Kissinger… En síntesis —porque la exposición del detallado plan podría ocupar muchas páginas y no es éste mi verdadero objetivo—, tal y como habíamos leído, estábamos ante un acuerdo secreto de los dos grandes —URSS y USA— para provocar el hundimiento moral y económico de dos peligrosos «rivales» en el concierto mundial: Europa y Japón. Ambos bloques estaban poniendo en un grave aprieto los programas económicos y expansionistas de soviéticos y norteamericanos. Pues bien, semanas antes, Moscú y Washington habían trazado el llamado Rapto de Europa: Minos en clave[67] de una diabólica maniobra. Tanto el corrupto Nixon como el frío y despiadado Brézhnev sabían que la fórmula más eficaz para lograr sus propósitos era la utilización de una nueva e infalible «arma»: el petróleo. Si Europa y el imperio nipón veían cortados sus respectivos suministros de crudo, las economías de ambos quedarían violentamente frenadas. Pero ¿cómo conseguirlo? ¿Cómo hacer para que los pozos de Oriente Medio —principales «grifos» de alimentación de pujanza del mundo occidental— fueran cerrados? Y, sobre todo, ¿cómo lograr que ninguno de los «inspiradores» de este macabro proyecto se viera descubierto o involucrado directamente?
Ni que decir tiene que semejante plan sólo era conocido por los muy allegados a los citados Nixon y Brézhnev. La Operación Rapto de Europa contemplaba una siniestra solución: una cuarta guerra en Oriente Medio, así de simple y despiadado. Para ello —prosiguió el general con una voz que parecía hundirse por momentos—, siempre de común acuerdo, los «grandes» debían manipular todos los procedimientos a su alcance para «estimular y dirigir los maltrechos sentimientos patrióticos de los árabes contra el siempre odiado vencedor: Israel».
Esa guerra había sido meticulosamente planeada desde el Kremlin y el Pentágono. El documento establecía, incluso, las posibles fechas para la contienda, su duración máxima, países que deberían enfrentarse al Ejército judío, tácticas a seguir, tipo de equipos bélicos a utilizar, límites en los apoyos logísticos y de material por parte de Estados Unidos y la Unión Soviética a sus respectivos «aliados» y hasta el número de bajas estimado en las hostilidades…[68].
Entre los métodos a seguir para «elevar la temperatura de preguerra» en la zona, el plan Rapto de Europa especificaba una serie de escalonadas movilizaciones de los ejércitos árabes (desde enero de 1973, Egipto movilizaría sus reservas en 20 ocasiones), intensas campañas terroristas[69], intoxicación de la opinión mundial contra Israel, difundiendo emisiones de radio que apuntasen hacia un inminente ataque de los judíos en cualquiera de sus fronteras, falsas pistas y comunicados a la prensa extranjera en relación al «deficiente material bélico de los árabes»[70] y un pormenorizado etcétera que contribuyó aún más a avergonzarnos.
La operación concluía con un no menos exhaustivo análisis de las posiciones políticas y económicas de los países europeos y de Japón respecto a árabes y judíos y de las «casi seguras» consecuencias de dicha cuarta guerra. Unas consecuencias —como fatalmente así sucedería— que traerían la división entre los pueblos y el negro estancamiento de las economías. (Ni Rusia ni Estados Unidos dependían del crudo árabe.) En el caso del imperio nipón, por ejemplo, su consumo de petróleo desde 1971 representaba un 8 por ciento de toda la producción mundial. De ese porcentaje, el 75 por ciento procedía de los pozos de Oriente Medio…
La «trampa», en suma, era perfecta. En el fondo, el resultado de la contienda —«predibujado» por Washington y Moscú— era poco importante. La clave de la oscura operación era otra: forzar al mundo musulmán al cierre o recorte del abastecimiento de crudo. El fantasma del alza de los precios del petróleo hacía tiempo que planeaba sobre los países industrializados. Con esta «criminal jugada», Europa y Japón se verían forzados a tomar posiciones, bien a favor del dinero judío o del vital flujo del crudo árabe. La neutralidad ante la guerra era casi impensable. E, incluso en el caso de producirse, ni unos ni otros la perdonarían.
La suerte de Japón y Europa estaba echada. (Basta lanzar una ojeada a los meses que siguieron a la citada guerra del Yom Kippur para percatarse de la magnitud del diabólico plan[71]. Un proyecto que nadie se ha atrevido a desvelar hasta hoy.)
Era grotesco. Sentados sobre unos prosaicos sacos de tierra, acabábamos de conocer uno de los secretos más celosamente guardado. Pero lo más paradójico es que nosotros estábamos allí, en lo alto de Masada, en pleno corazón de Israel, colaborando en el montaje de una estación receptora de imágenes espías y, al mismo tiempo, los que se declaraban «amigos» de los judíos —los Estados Unidos de Norteamérica— fraguaban y consentían una guerra contra dicho aliado… ¿No era para enloquecer?
En opinión de Curtiss, el derribo del Boeing libio formaba parte de la campaña orquestada por Rapto de Europa para instigar y promover el odio generalizado hacia los israelíes, contribuyendo así al creciente deterioro de la atmósfera política en Oriente Medio. En este sentido, Kissinger le había «insinuado» que, según su servicio de Inteligencia, la información sobre el arsenal nuclear en Refidim había sido suministrada a Libia, siguiendo un típico y tortuoso camino que no infundiera sospechas a los receptores de tan alto secreto. La sibilina operación fue activada a finales de 1972 por el GRU[72], servicio secreto soviético, previo conocimiento y consentimiento de la CIA. Los agentes rusos expulsados de Egipto en julio de 1972 por el presidente Sadat habían logrado hacerse con preciosos y precisos detalles en torno a la ubicación y naturaleza de las bombas atómicas judías. El Mukhabarat el Kharbelyah (servicio de espionaje de El Cairo) había presionado a los asesores soviéticos para que le informaran sobre tan apetitoso asunto. Pero Moscú se negó en redondo. Como suele suceder en el tenebroso mundo de los servicios de información, los egipcios, contrariados, no tuvieron escrúpulos en canjear esta pista con los cada vez más numerosos hombres de la CIA en tierras egipcias. A cambio, la Inteligencia USA les proporcionó informes[73] de «segundo rango» y otros, «altamente secretos»…, y falsos.
El caso es que, una vez que los rusos abandonaron el país, los servicios egipcios de espionaje —y, casi simultáneamente, —los norteamericanos— se encontraron con varias sorpresas. Una de ellas, sobre todo, fue especialmente grave. Durante su estancia en Egipto, los agentes del Departamento de Tecnología e investigación del Ministerio de Defensa de la URSS habían efectuado pruebas de guerra bacteriológica en el interior de las pirámides.
Aquello conmocionó a la CIA. Por lo que le relató Kissinger a Curtiss, las sorprendentes alteraciones de radiación dentro de dichas pirámides favorecían en extremo el desarrollo de unas determinadas bacterias, altamente letales. Los egipcios no supieron qué hacer con aquella peligrosa información. Pero la CIA sí.
Aquel mismo verano de 1972, representantes del KGB soviético y de la CIA concertaron una entrevista en terreno neutral: en París. Allí, unos y otros confirmaron la veracidad de sus respectivas sospechas: los norteamericanos sabían de las actividades rusas en las pirámides y Moscú, a su vez, del arsenal atómico judío y de la asistencia técnica de Washington a los citados emplazamientos nucleares. Y, como en ocasiones precedentes, establecieron un pacto: cada parte archivaría lo que había descubierto en relación a la otra.
Ambos bandos tenían mucho que perder y, en consecuencia, el arreglo fue rápido y sencillo.
Pero, al nacer el proyecto Rapto de Europa, rusos y norteamericanos, de común acuerdo, decidieron utilizar una parte de aquella información, en beneficio mutuo.
Era un secreto a voces que Francia venía suministrando armamento —en especial aviones Mirage— a diferentes países árabes. Libia era uno de sus clientes. Pues bien, Washington y Moscú extendieron su tela de araña preparando una sutil trampa.
Casi a finales de ese año de 1972, tres agentes soviéticos en Francia —Alexei Krojin, V. Romanov y Víctor Volodin[74] —recibieron de sus superiores un dossier «altamente clasificado», con la misión específica de que terminara en manos francesas. El documento recogía una detallada y fiel información sobre la posible base nuclear en Refidim (Sinaí). Uno de los agentes rusos mencionado había organizado una red de espionaje dentro de la policía política de Francia. La «filtración» del dossier, por tanto, no fue laboriosa. Lo que ignoraban las autoridades galas, naturalmente, es que —paralelamente—, Gadafi había recibido de los propios rusos algunas «insinuaciones», dándole a entender que París disponía de una preciosa información sobre el arsenal atómico de Israel. En sus conversaciones con el coronel libio, los astutos soviéticos le aconsejaron que pagara las altas cifras exigidas por Francia para la venta de los Mirages, «siempre y cuando —en justa compensación—, los franceses «acompañaran» los cazas del valioso dossier.» El temperamental Gadafi mordió el anzuelo, frotándose las manos ante la magnífica posibilidad de obtener un secreto que beneficiaría a sus hermanos árabes. La ambiciosa Francia cedió finalmente a las pretensiones de Libia, cerrando la venta de veintiocho aviones Mirages[75].
A primeros de 1973, el documento en cuestión fue transferido al jefe de la revolución libia.
El resto de la truculenta historia es fácil de imaginar. Con una más que notable torpeza, Gadafi pudo haber encomendado a los pilotos del 727 que confirmaran la información que obraba en su poder. El resultado final —de todos conocido— «elevó la tensión en Oriente Medio», tal y como deseaban los «padres» de la Operación Rapto de Europa…
Cuando Curtiss finalizó su minuciosa y dramática exposición, un silencio de muerte cayó sobre nosotros.
No era preciso que el general nos recordara el carácter «absolutamente confidencial» de tan monstruoso plan, ni tampoco el grave riesgo que corrían las vidas de todos los presentes, en el supuesto de que alguien se decidiera a advertir a israelitas o árabes. Sencillamente, estábamos atrapados bajo la gigantesca envergadura del propio secreto.
Alguien, al fin, se decidió a hacer un comentario, lamentando que todo un presidente de los Estados Unidos fuera capaz de semejante aberración. Y Curtiss, con las pupilas fatigadas, se apresuró a responder con unas frases que resultarían proféticas:
—Nixon pagará por esto… Watergate será su verdugo.
Antes de retirarnos a las tiendas, el general hizo un último esfuerzo aconsejándonos que olvidásemos y que nos entregáramos a nuestra verdadera y secreta misión de paz. Kissinger, al interesarse por los preparativos de Caballo de Troya para el «segundo gran viaje», le había animado a ejecutarlo «lo antes posible». Si el plan de Moscú y Washington prosperaba, no habría ya otras oportunidades. La enloquecida maquinaria de la guerra estaba en marcha. Era preciso, pues, actuar con tanta cautela como diligencia.
A la mañana siguiente, jueves, 1 de marzo, durante la sobremesa, Bahat, el supervisor, más excitado que nunca, se enfrascó en una agria polémica con otros militares judíos. El motivo no fue otro que la repentina visita a Moscú del ministro de la Guerra de Egipto. El general Ahmed Ismail Ah, acompañado de representantes de todas las armas de su país, había iniciado en la capital soviética una sospechosa ronda de conversaciones al más alto nivel. Aunque esta cumbre egipcio-soviética aparecía rodeada de un impenetrable secreto, el hecho de que Ismail Ah hubiera volado en un avión especial y escoltado por altos oficiales de todos los ejércitos egipcios, infundió en Israel un especial recelo. Para algunos de los técnicos que polemizaban con Bahat, estábamos ante una peligrosa etapa de rearme egipcio. El supervisor, en cambio, iba más allá: «Aquel súbito acercamiento de El Cairo y Moscú —expuso con tanta vehemencia como razón— sólo podía ser el preludio de la guerra.»
Curtiss, en silencio, les dejaba hablar. Al escuchar la palabra «guerra», el general, sosteniendo una elocuente mirada, nos dio a entender que Bahat no iba descaminado en sus apreciaciones. Aquellos cinco días de entrevistas en la Unión Soviética no tenían otra finalidad que «poner al corriente a los egipcios de algunos de los capítulos esenciales del siniestro plan concebido por Washington y Moscú». Naturalmente, durante las cinco horas que duró la reunión entre Ismail y Brézhnev, el premier ruso tuvo especial cuidado para no levantar sospechas entre sus «amigos», los egipcios, en relación a los auténticos objetivos e inspiradores del proyecto Rapto de Europa. Cuando los enviados de Sadat regresaron a El Cairo, la cuarta guerra era ya irreversible…
Aquel inevitable sentimiento de peligro —¡Paradojas del destino!— beneficiaría nuestros secretos planes. Israel, desconfiado siempre, activó sus defensas y redes de información hasta límites insospechados. Y una de las consignas del Estado Mayor judío, como digo, nos afectó de lleno: «La estación receptora de fotografías tenía prioridad absoluta. No debían escatimarse hombres ni medios para su fulminante puesta en marcha.»
Y los militares y técnicos judíos —y nosotros con ellos— se lanzaron a una agotadora labor. La estación, ésta fue la orden, «debía iniciar sus primeras recepciones de imágenes el 1 de abril.» Ello nos proporcionaba un escaso margen de tiempo y, consecuentemente, nuevas preocupaciones. La más grave, al menos en aquellos momentos, la constituía el combustible de la «cuna». Ni los directores del programa, ni Eliseo ni yo teníamos la más leve idea de cómo y cuándo podía llegar hasta lo alto de Masada. Por supuesto, nuestras noticias respecto a la «vara de Moisés» eran igualmente nulas. Pero algo habíamos aprendido en aquella apasionante aventura: a confiar en Curtiss, así que en el transcurso de la primera semana de marzo, aunque estos interrogantes estaban en las mentes de todos, nadie exteriorizó inquietud alguna. Sencillamente, trabajamos duro y esperamos…
Aquel jueves, al tener conocimiento del asalto a la embajada de Arabia Saudita en Jartum (Sudán), por parte de guerrilleros de Septiembre Negro, el campamento sufrió una nueva conmoción. Las acciones terroristas, tal y como preveía el Mossad, seguían su imparable espiral, beneficiando así las diabólicas maquinaciones de Rapto de Europa.
Por fin, al mediodía del sábado, 3 de marzo, nuestro jefe se decidió a hablar. Tras hacernos con la contraseña del día —«Yehohanan» (Juan)—, cruzamos el portón de salida, mezclándonos como unos turistas más con los escasos visitantes de las ruinas. El general, los directores, mi hermano y yo comunicamos a Yefet que deseábamos estirar las piernas y que estaríamos de regreso en el último servicio del aerocarril. La tensión y el esfuerzo de aquellos días habían sido tales, que los judíos lo comprendieron, no oponiendo resistencia a lo que se suponía un relajante e inofensivo paseo por el llamado «sendero de las víboras»… Y con el ánimo bien dispuesto dejamos atrás la cumbre, iniciando un pausado descenso por el zigzagueante camino de la cara oriental de Masada.
Cuando nos encontrábamos a unos cien metros de la cima, Curtiss se detuvo. Tomó asiento al filo del sendero y, con la cabeza baja, empezó a dibujar extraños signos sobre la amarillenta y calcinada tierra. Su espíritu parecía más reposado que en días anteriores. Finalmente, presa de una contagiosa excitación, nos dio a conocer sus inminentes planes:
—Dada la celeridad con que discurren los trabajos en el campamento Eleazar, es más que probable que el lunes o martes próximos nos veamos obligados a iniciar la fase secreta del ensamblaje de la estación. En ese momento —prosiguió con una burbujeante euforia— activaremos la última etapa de nuestro plan la «roja». Como sabéis, los israelíes deberán desalojar la «piscina».
El general hizo una pausa, como buscando las palabras y el tono adecuados a lo que pretendía comunicarnos—… Sé cuál va a ser vuestra respuesta —continuó, al tiempo que señalaba hacia lo alto de Masada—, pero es mi obligación preguntároslo. ¿Están los hombres de Caballo de Troya en condiciones de encajar un nuevo y considerable esfuerzo?
—¿De qué clase? —fue nuestra obligada pregunta.
—Es preciso que el módulo esté listo para la tarde-noche del viernes, 9 de marzo…
Nos miramos en silencio. Suponiendo que, en efecto, la fase secreta del montaje arrancara el lunes o martes, ello significaba un margen de tres o cuatro días…
Algunos de los directores movieron la cabeza, manifestando sus dudas.
—¿Para cuándo está previsto el lanzamiento? —intervino— Eliseo con su habitual pragmatismo.
—Para esa misma noche del 9 —respondió el general sin rodeos—, si es que somos capaces de situar la «cuna» en el centro del foso…
Creo que ninguno de los presentes dudaba de la eficacia y del espíritu de entrega del medio centenar de especialistas que nos acompañaba desde el principio de la misión. Lo que sí nos inquietaba —y así se lo expusimos a Curtiss— era la falta de noticias en torno al combustible, a la «vara de Moisés» y al resto de los equipos diseñados para la segunda exploración. Amén de todo esto, las reservas de helio —vitales para el funcionamiento de los amplificadores maser[76] —tampoco habían llegado a lo alto de la roca. El general, como nosotros, sabía que, sin las botellas de gas, los trabajos eran inviables… Pero el jefe de Caballo de Troya, como hiciera en fechas anteriores, cuando le manifestamos estas mismas inquietudes, no se alteró. Evidentemente, lo que le preocupaba en aquellos momentos, era saber si podía contar, o no, con el supremo esfuerzo que solicitaba de nuestros hombres. Cuando, al fin, arriesgándonos a asumir el sentimiento de la mayoría, le garantizamos que la «cuna» estaría lista en el lugar y momento deseados, Curtiss alivió la ansiedad general anunciándonos que, según los planes, tanto el helio como el combustible para el módulo se hallaban en camino. Ambos llegarían al campamento en la noche del día siguiente, domingo… simultáneamente.
En previsión de un posible sabotaje palestino, el suministro de helio a la estación receptora había sido planeado —siguiendo las recomendaciones del Servicio de Información Militar israelí— de acuerdo con una doble vía. Exceptuados, obviamente, los yacimientos rusos, el resto de las reservas naturales de este gas noble está localizado en Canadá, Polonia y en mi propio país: Estados Unidos. Esta circunstancia, el hecho de que USA monopolice su extracción, manipulación y distribución por medio mundo, nos proporcionaron una estimable ventaja. El abastecimiento se hallaba garantizado, tanto en volumen como periodicidad.
En cuanto a la doble vía de suministro a Masada, judíos y norteamericanos habían establecido dos puentes aéreos: uno desde Polonia y el otro desde USA. Aviones cargueros, especializados en este tipo de trasiego, debían tomar tierra en Israel en el curso de las primeras horas del domingo, 4 de marzo.
Pero un sospechoso accidente de aviación, acaecido en la noche del 28 de febrero, obligó a cambiar parte de los planes, forzando a los responsables de la Operación Eleazar a prescindir de uno de los referidos puentes de suministro:
El polaco… Esa noche del miércoles último, según las informaciones llegadas hasta Curtiss, hacia las 23 horas, un aparato de las Fuerzas Aéreas polacas, tipo AN–24, se había estrellado a unos seis kilómetros del aeropuerto de Varsovia.
Procedía de Golenion, cerca del puerto de Sczcecin, en el mar Báltico.
Aunque la visibilidad era buena, el aparato se incendió en el aire, muriendo sus quince ocupantes. El Mossad no descartaba la posibilidad de un atentado.
El Gobierno de Polonia había sido previamente advertido de las intenciones de transportar un determinado cargamento de helio a Israel —con fines puramente «industriales»: como gas portador para cromatografía— y, «casualmente», la persona que estaba al tanto de dicha transacción comercial, el ministro polaco del Interior, Wieslaw Ocieka, viajaba en dicho avión…
Como medida de seguridad, el Estado Mayor judío optó por olvidar la fuente polaca. El suministro, por tanto, procedería únicamente de los yacimientos de Estados Unidos.
El resto del paseo hasta la plataforma base del funicular discurrió en animada charla. El general había logrado contagiarnos su entusiasmo. Casi sin darnos cuenta estábamos a punto de iniciar la «cuenta atrás» de la ansiada segunda «aventura». No imaginábamos entonces que, dos días más tarde, nuestras ilusiones sufrirían un duro revés…
La consigna de Curtiss fue recibida con euforia entre la gente de Caballo de Troya: «El descenso de las botellas de helio al fondo de la «piscina» señalaría el inicio de la fase «roja».» Y todos nos dispusimos para el gran momento.
Al día siguiente, domingo, con la llegada de la noche, un estremecido resplandor rojizo y el tableteo de motores nos advirtió de la proximidad de los poderosos S-64. Dos primeros helicópteros-grúa depositaron en la cumbre de Masada un total de 360 botellas de helio-gas (N-60). Dos horas más tarde, otra pareja de Sikorsky ultimaba el trasiego con un cargamento similar.
En total, 720 botellas de 9.3 metros cúbicos cada una. Una reserva más que suficiente para garantizar el funcionamiento permanente (24 horas diarias) del criogenerador durante 30 días[77]. Lo que no podían sospechar los israelíes es que, confundidas entre dichas botellas de acero de 1,60 metros de altura y 68 kilos de peso cada una, se hallaban también otras «botellas» —idénticas exteriormente—, pero con un contenido muy diferente: ¡El combustible para la «cuna»![78]. Según nos explicaría el general, la dirección de Caballo de Troya, a causa de la mayor duración del tiempo de vuelo del módulo en este nuevo «salto», había modificado el tipo de carburante, sustituyendo el peróxido de hidrógeno por una mezcla más segura y potente. Existía, además, otra razón:
El fuerte carácter oxidante del H202 desaconsejaba su transporte por vía aérea. En la mezquita de la Ascensión, aunque la argucia para el ingreso del combustible había sido prácticamente la misma (confundido entre el helio-gas), Caballo de Troya no tuvo necesidad de enfrentarse, como ahora, a un trasiego aéreo de dicho cargamento.
Lo que contaba, en fin, es que el carburante —vital para nuestros propósitos— estaba ya en el campamento Eleazar.
Como propietarios y únicos responsables del ensamblaje de los maser, la manipulación del helio N-60 fue dirigida y ejecutada por el grupo norteamericano. Eso era lo pactado. Los judíos, respetuosos, nos dejaron hacer. Durante esa noche, bajo la atenta vigilancia del general, arriamos las 720 botellas hasta el fondo de la «piscina», depositándolas cuidadosamente, en posición horizontal, en el recinto de 20 por 2 metros, destinado a almacén.
Al alba del lunes, 5 de marzo, cuando las nueve hileras —de 80 botellas cada una— estuvieron dispuestas, Curtiss anunció a Yefet y al resto de los oficiales israelíes que estábamos listos para iniciar la fase secreta del montaje de la estación.
Así dio comienzo la última etapa, previa al lanzamiento del módulo. Pero los «problemas», como pasaré a relatar a continuación, no habían concluido.
El equipo director de Caballo de Troya supo conjugar nuestras auténticas necesidades con las de los judíos. En el protocolo previo, Curtiss había establecido, entre otros acuerdos, un tiempo máximo de dos semanas para el completo ensamblaje del instrumental «clasificado». Durante ese período —estimado como aceptable por el Estado Mayor israelí—, la presencia de técnicos y militares judíos en el campamento Eleazar se vería reducida considerablemente. Sólo una mínima parte de los cincuenta hombres permanecería en la cumbre y, naturalmente, sin posibilidad de acceso al interior de la estación. Se mantuvieron los servicios de vigilancia, así como los correspondientes de cocina y supervisión de Charlie y del tanque de almacenamiento de gas-oil.
Yefet, como jefe de campamento, fue el único oficial autorizado a seguir en la meseta, responsabilizándose de las comunicaciones. Aquella mañana del lunes, treinta y cuatro israelitas abandonaron temporalmente Masada, dispuestos a disfrutar de un merecido descanso. Su retorno fue fijado para el martes, 20 de marzo. Este era, por tanto, el margen disponible para la puesta a punto de la «cuna», para su lanzamiento y posterior regreso. Si no surgían inconvenientes, la hora cero —es decir, el despegue del módulo— tendría lugar en la noche del viernes, 9 de marzo. (Curtiss se reservó la hora exacta hasta la mañana de ese nuevo histórico día.) De acuerdo con estos planes, Eliseo y yo nos «ausentaríamos» por espacio de 10 días. La misión debería finalizar, inexcusablemente, en la madrugada del 19 al 20 del mencionado mes de marzo. Sin embargo, como había sugerido Eliseo en una de las múltiples sesiones de trabajo de Caballo de Troya, nuestra estancia real «al otro lado» no sería de 10 días. La manipulación de los swivels nos brindaba la ocasión única de «vivir» un periodo indefinido (fijado inicialmente en 40 o 45 días), pudiendo volver a nuestro presente cronológico (1973) en el instante deseado. Como también insinué, la idea tropezó inicialmente con la lógica resistencia de algunos de los directores del proyecto. No había información sobre las posibles repercusiones de esta extrema manipulación del tiempo en el organismo humano. Era probable que no sucediera nada. Pero, basándonos en esta misma lógica, tampoco podíamos ignorar lo contrario. En definitiva, nos disponíamos a llevar a efecto un experimento singular: vivir un «tiempo» —biológico y cronológico—, más prolongado y teóricamente disociado de nuestro «ahora» real. A pesar de esas comprensibles dudas, la misión resultaba tan fascinante, tanto desde el punto de vista histórico como científico, que los directores terminaron por claudicar, asumiendo, como nosotros, el posible riesgo. ¿Quién hubiera imaginado entonces que aquella genial idea de Eliseo nos conduciría a una «tercera y maravillosa experiencia»… y a la muerte?
Los hombres de Caballo de Troya, tal y como suponíamos, aceptaron entusiasmados el nuevo desafío. Disponíamos de cuatro días y algunas horas para situar el módulo en el centro de la «piscina» y proceder a su lanzamiento.
Y a las 12 horas de aquel lunes, 5 de marzo, con una cierta solemnidad, el cierre hidráulico fue activado, sepultando en el foso a medio centenar de técnicos e ingenieros, absolutamente eufóricos.
En contra del deseo general, Curtiss estableció un riguroso sistema de turnos de trabajo. No convenía despertar sospechas entre los israelíes que nos acompañaban en el campamento lanzándonos —como pretendía el equipo— a una labor conjunta y sin respiro, en la que la totalidad de la plantilla norteamericana permaneciese bajo tierra. Por otra parte, amén del necesario descanso, los hombres libres de servicio deberían vigilar estrechamente los pasos y la actitud de nuestros «aliados».
Como medida precautoria, la cubierta del foso sólo sería retirada en los minutos previos al despegue de la «cuna». Hasta ese instante, las entradas y salidas del personal se efectuarían por las dos escotillas de emergencia, practicadas en el mencionado cierre hidráulico y ubicadas en el centro del mismo, junto a los lados oriental y occidental del gran rectángulo, respectivamente. De esta forma, nuestras manipulaciones en el interior de la estación quedaban a salvo de cualquier e indiscreta mirada.
Mientras los técnicos procedían a un rápido desembalaje de los siete grandes cubos de «piedra» naranja depositados en el centro de la «piscina», Curtiss y otros especialistas se afanaron en una exhaustiva revisión de las botellas de helio. Aunque, a primera vista, todas eran iguales, pronto caí en la cuenta de lo que diferenciaba a las que albergaban el combustible. En la parte superior de éstas —en la zona de la ojiva color tabaco aparecía la etiqueta de contraste que, habitualmente, se sitúa en el cuerpo de la botella. Y junto a la indicación de presión (200 bar) podía leerse igualmente un análisis del falso contenido[79].
Era menester estar muy al corriente de lo que constituye un análisis típico del helio N–60 para detectar que uno de los componentes de dicho gas —el 02— aparecía ligeramente alterado en su proporción. En lugar de 0,15 ppm, Caballo de Troya lo había situado en 0,16. Esta ligerísima diferencia en el índice de oxígeno y la situación de las etiquetas en las cabezas de las botellas, muy próximas a los correspondientes grifos, eran las claves para distinguir unas de otras.
Pero, súbitamente, Eliseo y yo experimentamos una profunda emoción. Al retirar los paneles de color naranja —que no eran otra cosa que gruesas planchas de acero, recubiertas exteriormente por una delgada capa de piedra dolomítica—, el módulo, nuestra querida nave, quedó al descubierto. Y al acariciar las piezas, un torbellino de recuerdos y sensaciones nos invadió a ambos…
Todo discurrió con normalidad hasta poco después de aquella comunicación desde la plataforma-base del aerocarril. Hacia las cuatro de la tarde del martes, 6 de marzo, Yefet anunció al general la llegada de los dos técnicos norteamericanos que, días atrás, habían volado a USA con los estuches blindados que, oficialmente, contenían «material de laboratorio». El regreso de nuestros compañeros con la «vara de Moisés» nos colmó de alegría. Todo parecía salir a pedir de boca… Sin embargo, para Curtiss, Eliseo y para quien esto escribe, esa satisfacción se vería empañada por una de las noticias que portaban los viajeros procedentes de la base de Edwards… El propio jefe de Caballo de Troya, acompañado por algunos hombres libres de servicio, salió al encuentro de los recién llegados, trasladando al interior de la “piscina» las urnas que contenían las diferentes piezas que debían configurar mi añorada «vara» y dos voluminosos arcones de acero sobre los que podían leerse idénticos rótulos: «Frágil. Material de laboratorio.»
Los responsables de este transporte hicieron entrega a Curtis de dos sobres lacrados. Y allí mismo, ante la mal disimulada curiosidad de los técnicos, que se afanaban en la puesta a punto del módulo, el general abrió uno de ellos.
Tras ojear los documentos, terminó por pasárselos a uno de los directores. Aquella información —a la que me referiré en su momento— estaba relacionada con los nuevos equipos a instalar en la «cuna». Y aportaba igualmente una serie de instrucciones sobre las modificaciones practicadas en la «vara de Moisés» y sobre mi equipo personal. El nuevo instrumental se hallaba en los referidos arcones metálicos.
La lectura de la segunda misiva fue muy distinta. El general, atrapado por los informes, fue palideciendo por segundos. Uno de los documentos, en especial, debía contener algo sumamente grave. No satisfecho con un primer repaso, lo releyó, al tiempo que un casi imperceptible temblor apuntaba entre sus dedos, traicionándole. Maquinalmente extendió el primer informe a otro de los directores, guardándose el que le había afectado tan profundamente. Entonces, con el rostro demudado, me buscó entre los hombres, atravesándome con la mirada. En ese instante supe que la información tenía que ver conmigo y, presumiblemente, con mi hermano de expedición. Pero ¿en qué sentido? ¿Por qué había alterado al frío y veterano militar? La respuesta, desoladora, llegaría esa misma noche.
A partir de esos momentos, excusándose en un pertinaz dolor de cabeza, nuestro jefe desapareció del foso. Y, tras solicitar permiso para abandonar el campamento, se perdió en la soledad de las ruinas del sector norte de la meseta. Era evidente que necesitaba reflexionar y —¿quién podía sospecharlo entonces?— tomar una crítica decisión.
Eliseo, algunos de los directores y yo intercambiamos una mirada llena de funestos presagios. Pero las labores en la estación siguieron al ritmo acostumbrado.
Antes de retirarnos a descansar, Eliseo y yo fuimos requeridos por el equipo de directores, que nos mostró uno de los documentos: el contenido en el segundo sobre. Procedía del Centro Geológico de Colorado y era la respuesta de los expertos en terremotos a los sismogramas obtenidos en la cima del monte de los Olivos en la imborrable jornada del 7 de abril del año 30. Tal y como presumía Caballo de Troya, los análisis apuntaban hacia una «estimable explosión subterránea», como explicación más verosímil de lo que aparecía en los registros digitales y analógicos. Naturalmente, los sismólogos no habían sido informados del lugar ni de la fecha en que fueron captados dichos movimientos telúricos. Por esta razón, los especialistas en sismología —aunque fijaban la magnitud de las sacudidas, la posible energía liberada en la supuesta explosión y otros parámetros complementarios— hacían hincapié en la necesidad de conocer, sobre todo, las coordenadas de la estación sismográfica de la que procedían los misteriosos sismogramas. Con este dato y la datación exacta de los movimientos sísmicos —olvido calificado de incomprensible por los mencionados expertos de Colorado—, era posible una consulta a la red de estaciones más cercana, completando así el estudio[80]. Por supuesto, Caballo de Troya jamás les proporcionaría los informes solicitados y supuestamente «olvidados»…
Para nosotros era más que suficiente la simple ratificación de que estábamos ante una serie de temblores, provocada por una explosión y no por un terremoto común y corriente[81]. A la vista de las ondas longitudinales —del tipo «P»—, muy claras, y de las que fueron registradas a continuación —superficiales—, más pequeñas y regulares, los sismólogos habían fijado la magnitud de la segunda sacudida entre 6,0 y 6,9, inclinándose, con ciertas reservas, hacia 6,5. La energía liberada para esta última magnitud correspondía a 5,6 y 1021 ergios. En otras palabras, una detonación equivalente a unos 125 kilotones, con una intensidad, según la escala de Mercalli, de VII, aproximadamente[82].
Gracias a un concienzudo análisis de los tiempos de llegada de las mencionadas ondas «P» y de otros parámetros más complejos, Caballo de Troya tenía la certeza de que la misteriosa «explosión» había ocurrido a varios cientos de millas al estesureste de Jerusalén, quizá en alguno de los domos o cúpulas salinos o en el interior de una cavidad natural, en los depósitos estratificados de sal de los desiertos del Nafud o de Dahna. Esta verificación vino a confirmar nuestra primitiva idea: el terremoto descrito por el evangelista en los instantes que precedieron a la muerte del Hijo del Hombre no fue casual ni pudo tener un origen natural. Máxime, en una zona como Israel, de bajo índice de sismicidad. Aquél, tal y como habíamos planeado, era un motivo más para «volver». Curtiss, los directores y nosotros mismos estábamos de acuerdo en algo: una prospección en el área de la detonación podía arrojar mucha luz sobre tan increíble suceso.
Quizá la irrupción de Eliseo en mi tienda fuera providencial. Eran las nueve de la noche y el general seguía sin dar señales de vida. Preocupado, mi compañero me animó a salir en su búsqueda. No era normal que, en plena fase «roja», Curtiss se ausentara durante tanto tiempo.
La benigna temperatura de aquel martes y el rutilante firmamento de Masada invitaban a pasear, así que, provistos de sendas linternas y de la correspondiente contraseña, dejamos atrás la empalizada.
En silencio, con una creciente inquietud, como si presintiéramos algo, sorteamos el laberinto de los almacenes herodianos, dirigiéndonos al palacio del Norte. Una vez en la «proa» del «portaaviones» de piedra distinguimos al momento la negra silueta del general. Se encontraba reclinado sobre la balaustrada semicircular que cierra la terraza superior.
Al escuchar nuestros pasos se volvió lentamente. —Os esperaba —exclamó con voz inflamada.
Una familiar corriente de fuego —preludio siempre de situaciones graves o comprometedoras— me recorrió las entrañas.
—Os esperaba… —repitió con un hilo de voz. E introduciendo la mano derecha en uno de los bolsillos de su buzo de trabajo nos mostró los documentos que le habían hecho palidecer en el foso. Ni Eliseo ni yo nos atrevimos a articular palabra alguna. El general tomó entonces mi linterna, iluminando el cada vez más intrigante informe.
—Tengo malas noticias —anunció al fin con el rostro descompuesto—. Esta información, absolutamente confidencial, procede de Edwards…
—¿Y bien?
La voz de mi hermano surgió preñada de impaciencia.
—Si esto es cierto, quizá hayamos cometido un irreparable error…
Visiblemente agotado, Curtiss se detuvo de nuevo. Eliseo hizo ademán de arrebatarle los papeles, pero, sujetando su antebrazo, le supliqué calma.
—Será mejor que, como médico —reaccionó el general ofreciéndome el informe—, lo leas y opines. Así lo hice. Y después de una atropellada lectura, mi semblante también se turbó.
Eliseo, sin pestañear, esperaba mi respuesta.
—Bueno —balbuceé sin demasiada convicción—; pero esto no parece definitivo…
—¡Por el amor de Dios! —estalló mi compañero—. ¿Qué diablos ocurre?
—Los muchachos de Mojave —inicié mi explicación, buscando términos poco enrevesados— han descubierto «algo» anormal en las ratas de laboratorio.
«Algo», que al parecer, guarda estrecha relación con las experiencias de inversión de masa de los swivels. «Algo» que puede afectar también a nuestros cerebros… Ante la mueca de incredulidad de Eliseo, opté por mostrarle varias de las microfotografías que acompañaban a los documentos. En una de ellas, señalados con una flecha, aparecían los pigmentos del envejecimiento (lipofuscina), típicos del paso del tiempo en las neuronas y en otras células fijas posmitóticas o sumamente diferenciadas de los mamíferos y demás animales multicelulares. La microfotografía en cuestión mostraba el aspecto característico del referido pigmento en una neurona del cerebro de una rata de ocho meses[83]. (La imagen había sido aumentada 500 veces.) La presencia de estos pigmentos del envejecimiento —continué sin demasiadas esperanzas de que captara el dramático sentido de mis palabras— sería normal, si no fuera por un «detalle»… escalofriante: esas neuronas de las ratas de laboratorio están sucumbiendo, vertiginosamente, a raíz de haber sido sometidas a sucesivos procesos de inversión de masa. Lo que en un envejecimiento natural habría necesitado meses o años, en dichas circunstancias ha mutado en cuestión de días… No sé si me explico con suficiente claridad.
—Pero ¿por qué? —nos interpeló Eliseo, que sí intuía el alcance de aquellos descubrimientos.
—Eso no está claro —repuse señalando el informe—. Parece ser que durante la fase infinitesimal de tiempo de la inversión de los swivels «algo» afecta a las neuronas, sobreexcitándolas o estresándolas, con el consiguiente y galopante consumo de oxígeno[84]. Y eso, como quizá sepas, es un arma de doble filo.
El hombre, en su servidumbre aerobia de ser pluricelular altamente diferenciado, debe al oxígeno su vida y su envejecimiento. Estamos, en suma, ante la teoría de los llamados «radicales libres», propuesta por los doctores Harman, Nagy, Hosta y otros[85]. A Los radicales libres, para que me comprendas, no es otra cosa que el oxígeno normal, transformado y activado por las células. Pues bien, si excitamos una neurona, su consumo de oxígeno se multiplica y los R-OH (radicales libres) actúan como poderosos y corrosivos oxidantes, acelerando el envejecimiento de la misma e, incluso, su muerte. Como ves, paradójicamente, un gasto anormal de oxígeno por parte de las neuronas nos conduce, en definitiva, a una involución senil. Aunque hay toda una gama de factores ambientales y de dieta que contribuyen igualmente a la acción oxidativa de los R-OH, el estrés es, posiblemente, uno de los grandes «verdugos». ¿Te has fijado cómo y qué velocidad envejecen los estadistas o los ejecutivos?
Mi compañero cayó en un profundo abatimiento.
—Sin embargo —repuse, tratando de animarle y de animarme—, esto no puede tomarse como definitivo. A fin de cuentas, los resultados sobre animales de laboratorio no siempre son traspolables al hombre…
Curtiss y mi hermano me escucharon con benevolencia. La verdad es que ni yo mismo concedía demasiada credibilidad a tales razonamientos. En el fondo no podía comprender mi propio comportamiento. Yo, como Eliseo, era quizá víctima de un fatal error de la Operación Caballo de Troya. Y, sin embargo, en lugar de mostrarme nervioso o asustado, estaba luchando por restarle importancia al asunto. Nunca me he explicado el porqué de aquella anormal serenidad…
—Lo cierto —argumentó el general abandonando su mutismo y recuperando los documentos— es que estamos ante una grave posibilidad. Y, para confirmarla o no, sólo hay un medio: volar a casa y someteros a un minucioso chequeo.
Aquí no disponemos de especialistas ni medios adecuados. Si el proceso de inversión de masa ha afectado también a vuestros cerebros, quizá aún estemos a tiempo de evitar una catástrofe…
Y el militar, levantando los ojos hacia las estrellas, suspiró ruidosamente, encerrándose en una nueva y prolongada meditación.
Un extraño temblor me invadió de pies a cabeza. Yo sabía lo que representaban las últimas frases del jefe del proyecto. Pero una súbita e importante pregunta de mi compañero vino a distraer mis temores.
—Dime, Curtiss: ¿por qué no fuimos advertidos antes del primer «salto»? ¿Es que el fallo no fue detectado en las experiencias preliminares?
Eliseo, inconscientemente, había contestado con su segunda interrogante.
El general dibujó en sus labios una amarga sonrisa. —¿Insinúas que, de haberlo sabido de antemano, Caballo de Troya os hubiera lanzado a esta aventura?
—No, supongo que no… —reconoció Eliseo, bajando la mirada.
Lo único que puedo deciros —nos reveló Curtiss, rogando indulgencia— es que, en todos los ensayos previos con animales de laboratorio, el control y seguimiento de los expertos se centraron en el comportamiento de las funciones vitales de dichas cobayas. Y jamás fue detectada una alteración grave.
Ciertamente, ahora lo sabemos, debimos insistir en las exploraciones con los scanner, a nivel cerebral, tal y como sugirió el doctor Shock, de Baltimore…
¡Dios mío! Aquella confesión trajo a mi memoria la inexplicable obsesión del general en torno a nuestra seguridad poco antes del lanzamiento del módulo en la mezquita de la Ascensión. Y aunque nunca llegaría a reprochárselo, en esos momentos tuve la certeza de que el jefe de la operación sabía «algo», mucho antes de enero de 1973. Pero ¿quién podía suponer que se registraría una alteración de esta naturaleza y en un lugar tan remoto como la colonia neuronal?
En eso, Curtiss llevaba razón. Por otra parte, la mala suerte —¿o no fue la «mala suerte»?— hizo que la mayoría de aquellos animales utilizados en las inversiones de los swivels fueran olvidados o sacrificados una vez concluidas —«satisfactoriamente»— las mencionadas pruebas. El carácter secreto y militar de Caballo de Troya, y las prisas que siempre conllevan estas operaciones, estaban reñidos, evidentemente, con una auténtica y sensata política de investigación científica… Pero nada de esto tenía ya arreglo. Era menester afrontar los hechos.
Ahora entendía la razón de la palidez del general en la «piscina» y el porqué de su anormal aislamiento en la soledad de la roca. Se sentía responsable.
Y de pronto, como un mazazo, nos anunció lo que, sin duda, era fruto de una prolongada y penosa reflexión:
—Está decidido… No habrá segunda exploración.
Quedé paralizado. Prácticamente clavado al suelo de Masada.
Y el general, sin más comentarios, hizo ademán de retirarse. De no haber sido por Eliseo, allí mismo habría concluido todo. Pero mi compañero, recuperada su habitual frialdad, se interpuso en su camino. Y posando sus manos en los hombros de Curtiss —un gesto muy «familiar» para mí—, le habló en los siguientes términos:
—Un momento. Creo que te equivocas… Cansado, le miró sin comprender.
—En todo caso —añadió Eliseo con calor—, somos nosotros quienes deberíamos tomar esa decisión. Son nuestros cerebros los teóricamente lesionados. Si el descubrimiento de Edwards no fuera con nosotros, reconoce que habríamos perdido una oportunidad única. Si, por el contrario, están en lo cierto y nuestras neuronas han sido dañadas, ésta, ¡Fíjate bien!, ésta es una ocasión que no podemos ni debemos desperdiciar…
Curtiss movió la cabeza, aturdido.
¡Escucha, viejo testarudo! Nos hallamos a un paso del despegue. Tú mismo lo has reconocido: ahora es imposible analizar nuestros malditos cerebros. En cambio, si continuamos con el plan previsto estas tercera y cuarta inversiones pueden arrojar nuevos y preciosos datos sobre el problema en cuestión. Como comprenderás, tanto Jasón como yo estimamos nuestras vidas y no nos prestaríamos a una misión mortal o irreversible. Entiendo que los médicos y especialistas podrían quizá atajar o remediar más eficazmente la hipotética alteración neuronal si contaran con una repetitiva serie de comprobaciones.
Mi hermano buscó apoyo a su dudoso planteamiento, lanzándome una mirada que jamás olvidaré. Y dejándome guiar por la intuición, terminé de acorralar el frágil ánimo de nuestro jefe.
—Estoy de acuerdo. Si de verdad estimas nuestras vidas, permítenos seguir adelante. Eso si —remaché con toda la autoridad de que fui capaz—, exigimos un minucioso control en el momento de inversión de los swivels. Como habrás observado, las condiciones físicas y mentales de tus astronautas son inmejorables. Es más —añadí sin demasiado convencimiento—, dudo mucho que nuestras neuronas estén lastimadas…
Aquella verdad a medias naufragaría en mi corazón cuando, casi simultáneamente, recordé la aparición en mi piel de las escamas y las manchas de color café. Era más que probable que tales e incipientes síntomas de envejecimiento estuvieran dando la razón a los científicos de la base de Edwards. Pero, gracias al cielo, Curtiss no fue informado.., al menos en aquellas fechas.
Eliseo y yo descubrimos un trasfondo de complacencia en la resucitada mirada de nuestro amigo.
—¿Y bien? —le animó mi hermano.
El general carraspeó, intentando ganar tiempo.
—No sé… —masculló con terquedad.
—¡Curtis! En nombre de nuestra amistad: ¡Confía en nosotros!
—No sé… Tengo que pensarlo.
Y zafándose de las manos de Eliseo nos dio la espalda, rumbo al campamento.
Segundos más tarde se detuvo. Giró sobre sus talones y, con los ojos humedecidos, susurró:
—Dios os bendiga.
Aquella noche del martes, 6 de marzo, fue, sencillamente, una pesadilla.
Supongo que Curtiss, como nosotros, tampoco pudo conciliar el sueño. En frío, en la soledad de mi tienda, la información procedente del desierto de Mojave se instalaría ya para siempre en mi vida. Los datos eran escasos y poco contrastados, pero trágicamente correctos. Yo lo sabía. En el fondo, desde mi perspectiva actual, quizá deba agradecer a la Providencia que las cosas sucedieran así. De no haber sido por la llegada de aquel sobre lacrado, ni mi compañero ni yo habríamos tomado una «decisión» como la que —afortunadamente— adoptamos en plena segunda exploración… Pero ésa es otra «historia» que deberé contar más adelante.
De momento —y en eso no habíamos mentido—, nuestros cerebros seguían funcionando con normalidad. Pero ¿Hasta cuándo? Entre las farragosas explicaciones científicas expuestas en el fatídico documento había una que, intencionadamente, soslayé en nuestra conversación en el extremo norte de Masada.
Según los neurofisiólogos, la mayor parte de las mutaciones observadas en los cerebros de las ratas se registraba en el hipocampo[86]. Y yo sabía que esa área cerebral regula el concepto y la sensación del espacio y del tiempo. En multitud de casos de demencia senil, por ejemplo, el envejecimiento del hipocampo es una realidad clara e indiscutible. ¿Qué sucedería con Eliseo y conmigo si nuestros respectivos hipocampos se veían igualmente lesionados? Y lo que era peor: ¿qué sería de ambos si dichas alteraciones neuronales se presentaban en plena ejecución de la misión? Una pérdida de memoria en tales circunstancias, por poner un ejemplo, hubiera sido el fin…
Asaltado por estos y otros no menos funestos pensamientos, terminé por saltar de la litera, abandonando la tienda. Una ligera brisa había empezado a soplar desde el norte, haciendo descender la temperatura y arrancando estremecidos e intermitentes guiños blancos y azules a las estrellas. Y comencé a caminar sin rumbo fijo. A excepción de los diez vigilantes judíos y del correspondiente turno que se afanaba en el interior del foso, el resto del campamento dormía apaciblemente. Rodeé el filo norte de la «piscina» y, buscando un rincón solitario, me dirigí al sector este de la empalizada. Cuando me encontraba a escasos metros de los sacos de tierra, la inesperada presencia de un oscuro bulto me sobresaltó. Al verme, el individuo se puso en pie, avanzando hacia mí. La oscuridad era tal que sólo cuando lo tuve a un metro distinguí la fornida silueta de Eliseo. Como en mi caso, tampoco él podía conciliar el sueño. Pero sus razones eran otras.
Sentados sobre los sacos, sin que fuera necesario presionarle, me abrió su corazón, confesándome por qué había adoptado aquella valiente e insólita postura frente al general. En cierto modo, aquel deseo de mi hermano no era nuevo para mí. Durante nuestra estancia en Jerusalén me lo había insinuado:
«Deseaba, necesitaba, ver a Jesús de Nazaret… cara a cara.» Y aquella segunda oportunidad no volvería quizá a presentarse. No podía permitir que unos malditos informes, por muy graves que fueran, arruinaran sus propósitos.
—Es más —añadió con vehemencia—, si es preciso, seguiré mintiendo y fingiendo.
—¿Mintiendo? —le interrumpí sin comprender.
—Querido amigo —manifestó como si leyera mis pensamientos—, tu destino y el mío están unidos. No nos engañemos. Sabes muy bien que no fui sincero al anteponer el interés científico de la misión a nuestra supervivencia. Me trae sin cuidado si, con las nuevas inversiones de masa, se logra atajar o no el mal que se ha instalado en nuestro organismo. Fue lo primero que se me ocurrió en aquel crítico momento y parece como si Dios me hubiera iluminado… Curtiss dudó. ¿No lo crees así?
—Por supuesto que no. El general —le dije sin tapujos— no es hombre fácil de engañar. Pero en algo sí tuviste razón y él supo captarlo y agradecerlo: la decisión de llevar a cabo la segunda exploración depende, ahora más que nunca, de nosotros.
Eliseo conocía ya mi postura al respecto, pero, con su natural candidez, me presionó para que la expresara una vez más.
—Está bien —le tranquilicé—, yo también deseo «volver». Y comparto tus sentimientos: no es la búsqueda de un remedio a nuestro mal lo que me mueve a ello. Es «Él» quien tira de mí…
Mi compañero sonrió complacido. Y aunque ambos sabíamos que la última palabra la tenía Curtiss, nos dejamos arrastrar por el entusiasmo y la esperanza, discutiendo y analizando hasta el amanecer los pormenores de nuestra segunda y todavía hipotética misión.
Y justamente al alba, nuestras dudas se verían definitivamente despejadas…
—¡Muy buenos días, muchachos!
Eliseo, perplejo, no acertó a responder al general. Tuve casi que arrastrarlo hasta la mesa en la que, en solitario, apuraba una humeante y apetecible taza de café. El rostro de nuestro jefe aparecía transfigurado. Aquel cordialísimo saludo y la abierta y sostenida sonrisa, tan opuestos al sombrío semblante de la noche anterior, nos dejó estupefactos. ¿Qué había ocurrido?
Divertido, repitió el buenos días y, tras beber un par de buches, fue directamente a lo que deseábamos oír:
—Vosotros ganáis. La misión seguirá adelante.
Poco faltó para que mi hermano saltara sobre él, abrazándole. Curtiss y yo le contuvimos, haciéndole ver que no estábamos solos en el comedor.
Sobre todo —sentenció, al tiempo que señalaba con su dedo índice los documentos que conservaba en uno de sus bolsillos—, que nadie sepa, al menos hasta que regreséis, de la existencia de este informe.
Aceptamos con un fulminante y afirmativo movimiento de cabeza. Sin embargo, mientras Eliseo, con el ánimo recuperado, despachaba a dos carrillos su desayuno, Curtiss leyó en mi mirada. «¿Qué le había hecho cambiar?»
—Supongo que tenéis derecho a saber el porqué de esta decisión.
El militar se restregó el rostro blandamente, cerrando los cansados y enrojecidos ojos. Cuando retiró las manos, la sonrisa inicial se había trocado en un rictus solemne.
—Como sabéis, los graves acontecimientos que se avecinan en Oriente Medio han sentenciado ya la Operación Caballo de Troya. Esta es, por tanto, nuestra última oportunidad de «volver». Y puesto que vosotros, mis queridos «exploradores», libre y voluntariamente, habéis antepuesto el interés histórico y científico de la misión a vuestra propia seguridad y supervivencia, no seré yo quien se oponga. Entiendo que hay momentos en la vida de todo ser humano en los que un ideal puede y debe primar por encima, incluso, de los intereses individuales o personales. Ninguno de nosotros, ahora, es demasiado consciente de la trascendencia de lo que llevamos entre manos. Será la Historia quien, en su día, juzgue a Caballo de Troya.
Y antes de retirarse, conmovido, resumió sus sentimientos con las mismas palabras que pronunciara frente al palacio del Norte:
—Que Dios os bendiga…
Tal y como imaginaba, aunque había hecho alusión al «interés histórico y científico de la misión», el general estaba al tanto de las verdaderas motivaciones que nos habían impulsado; a proseguir. Curiosamente, los tres nos habíamos convertido en cómplices de un «sueño»…
Treinta y seis horas antes del lanzamiento de la «cuna», la actividad en la «piscina» alcanzó cotas inimaginables. El renovado optimismo de Curtiss fue determinante. Todo se hallaba a punto. El módulo, definitivamente ensamblado y con los nuevos equipos a bordo, esperaba únicamente el llenado de los tanques de combustible. Pero, por estrictas razones de seguridad, el carburante no sería trasvasado hasta la mañana del día siguiente, viernes.
El resto de aquel jueves, 8 de marzo, aun arrastrando el cansancio de una tensa y dramática noche de vigilia, discurrió en un abrir y cerrar de ojos.
Las reuniones con el equipo de directores se sucedieron hasta bien entrada la tarde. Los planes de la segunda exploración fueron revisados una y otra vez, prestando una especial atención a los obligados vuelos de la nave desde Masada al monte de los Olivos y viceversa. Todos éramos conscientes de la trascendencia de dicha navegación. Cualquier fallo, bien en la ida o en el retorno a la cumbre de la roca, podía ser desastroso. Pero dejaré para más adelante los pormenores de nuestro plan de vuelo, así como la descripción de algunas de las innovaciones incluidas en el módulo y en los equipos de cara a esta fascinante exploración en el año 30 de nuestra Era. Sí deseo anotar, aquí y ahora, un hecho ocurrido esa misma noche del jueves y que, en mi opinión, vino a confirmar lo que ya sabíamos en relación a las auténticas y profundas motivaciones del general Curtiss a la hora de autorizar aquel segundo lanzamiento.
Por otro lado, estimo que —de acuerdo con mi intención de transcribir fiel y escrupulosamente cuanto vi y escuché en la Palestina de Cristo— éste es un momento idóneo para dar paso a un relato que había quedado pendiente: las conversaciones de Jesús de Nazaret con sus íntimos en la histórica «última cena» del jueves, 6 de abril. Por razones estrictamente éticas, como señalé en páginas anteriores, no me fue permitido estar presente en tan señalado acontecimiento. Pero merced a las grabaciones captadas desde el módulo y a mis diálogos con Andrés, el hermano de Simón Pedro, el importantísimo banquete pudo ser reconstruido por Caballo de Troya. Antes de entrar de lleno en la transcripción del mismo, es mi obligación recordar algo que ya apunté en su momento: por enésima vez, como inevitable consecuencia del paso del tiempo, muchas de las palabras del Maestro de Galilea en aquella «última cena» serían mutiladas, ignoradas y, lo que es peor, tergiversadas por los llamados escritores sagrados y, en última instancia, por las propias Iglesias.
Con los siglos, el maravilloso mensaje que protagonizara Jesús en aquel «jueves santo» se ha visto reducido y caricaturizado a una mera «fórmula matemática».
Fue a eso de las diez de la noche. Yo me había retirado a descansar cuando, de improviso, se presentó en la tienda uno de los vigilantes israelíes. Curtiss me reclamaba. En un primer momento imaginé que se trataba de alguna comprobación técnica. Pero al observar que nos dirigíamos al portón de la empalizada, mi curiosidad volvió a excitarse. Al proporcionarme el santo y seña, el judío me señaló en dirección al palacio del Norte, explicándome que el general y otro compañero me aguardaban junto a la terraza superior. Un tanto alarmado, dirigí mis pasos hacia el sector en cuestión. Allí, en efecto, relajados y en animada charla, encontré a mi hermano y al jefe de la operación.
Al verme, Curtiss me invitó a tomar asiento junto a ellos, sobre el suelo de la terraza. Y bajo el blanco silencio de miles de estrellas, en un tono dulce, casi suplicante, me rogó que antes de partir colmara un íntimo deseo, materialmente ahogado hasta ese momento por las circunstancias:
—¡Háblame de Él!
Ciertamente, los azarosos acontecimientos que nos habían envuelto desde que posáramos el módulo en el hangar de la mezquita de la Ascensión, sus viajes y el traslado a Masada no nos habían permitido un sereno y reposado cambio de impresiones sobre el increíble personaje, motivo de nuestro primer «salto».
Y aunque me sentí feliz al poder hablar de Jesús de Nazaret, de su rotundo atractivo humano, de sus palabras y de su fascinante personalidad, tuve especial cuidado en no mostrar una excesiva vehemencia. La sagacidad del general no tenía límite y un error en este sentido, revelando mi entusiasmo por Él y poniendo en duda nuestra obligada objetividad como «exploradores de otro tiempo», habría tenido quizá unas repercusiones más severas que las del descubrimiento de Edwards. Es más. Curándome en salud, manifesté ciertas dudas en torno a su pretendida resurrección, añadiendo, con toda intención, que «la nueva exploración podría resultar altamente esclarecedora en este sentido».
Durante varias horas, Curtiss escuchó mi exposición, sin apenas formular pregunta alguna. Pero al llegar a la noche del «jueves santo» y recordarle cómo las palabras del Nazareno y de sus apóstoles habían quedado grabadas en la «cuna», el general, con la voz quebrada por una súbita emoción, me suplicó que aguardara. Y abriendo la cremallera de su buzo, extrajo un pequeño paquete, meticulosamente envuelto en papel de periódico. Lo situó en tierra y, ceremoniosamente, procedió a descubrirlo.
Al comprobar de qué se trataba, Eliseo y yo nos miramos, intuyendo cuáles eran sus intenciones. Y un relámpago de sensaciones se propagó por mi interior nublando mi voluntad.
Curtiss pulsó el diminuto magnetófono y una añorada voz —dulce, profunda y brillante como aquel firmamento— llenó el silencio de la montaña, erizando mi piel. El dedo del general detuvo la cinta, haciéndola retroceder hasta el comienzo de la grabación. Una grabación que yo conocía perfectamente…
—Jasón. Un último favor…
No pude responder. Un nudo había cerrado mi garganta.
—Quiero que me traduzcas sus palabras.
Al no contestar, Curtiss debió de caer en la cuenta de que eran casi las dos de la madrugada e interpretando mi mutismo como un lógico síntoma de cansancio, nos rogó que disculpáramos su torpeza. Echó mano del termo que sostenía mi compañero, ofreciéndome un rebosante vaso de café. Pero no era la sed o el agotamiento lo que me agarrotaba. Mi hermano sí se percató del delicado trance por el que atravesaba, y con unos reflejos envidiables, tomó la iniciativa. Con la excusa de estirar sus doloridas piernas fue a apoyarse en mi hombro derecho, golpeando con la rodilla el humeante brebaje. El vaso rodó sobre mis muslos y el dolor me hizo reaccionar. El pequeño e intencionado incidente me devolvió a la realidad. Apuré una nueva ración de café y, más sosegado, le anuncié que estaba dispuesto.
Pero antes de que pusiera en marcha el magnetófono procedí a resumirle algunos de los sucesos previos a las conversaciones que nos disponíamos a escuchar y que, desde mi punto de vista, eran fundamentales para una mejor comprensión de lo acaecido aquella noche en el piso superior de la casa de los Marcos[87].
Conforme fui avanzando en mi exposición, el rostro del general fue reflejando la sorpresa. En cierto modo, la situación era absurda. El máximo responsable de Caballo de Troya —aunque reconozco que había sobradas razones para ello— no conocía aún muchos de los pormenores de nuestra pasada misión ni las circunstancias que rodearon los once últimos días de la vida del Cristo… De ahí que, por ejemplo, el incidente de los divanes y la negativa de los apóstoles a lavarse los pies y las manos causaran en él una especial conmoción. Ninguno de los evangelistas —como apuntó acertadamente— hacía alusión a tales hechos, Jesús creando con ello un imperdonable «vacío informativo» que mermaba la realidad histórica. La escena del lavatorio de los pies aparece en los Evangelios Canónicos como una simple iniciativa del Galileo, desvinculada de cualquier otro suceso anterior. Sin embargo, basta repasar esos textos que los cristianos consideran sagrados para observar que el Maestro no era muy amante de las iniciativas «gratuitas». Todos sus actos y palabras tuvieron siempre una razón de ser. Pero, como ya he relatado y seguiré descubriendo en próximas páginas, no fueron éstos los únicos acontecimientos escamoteados —consciente o inconscientemente— por los citados evangelistas…
El micrófono, disimulado en la base del farol que había alumbrado la mesa en forma de «U» de la «última cena», había respondido a la perfección. El sonido fue captado «5 X 5» en los instrumentos del módulo[88].
En mitad de un solemne silencio, Curtiss activó la grabación. Y mi corazón voló a tan histórica noche.
La extrema sensibilidad del micrófono había registrado hasta el chirriar de la puerta de doble hoja, empujada por los íntimos de Jesús cuando penetraron en la estancia, dispuestos a celebrar el convite.
—El Maestro —fui comentando mientras escuchábamos una serie de pasos y algunos murmullos— se hallaba en el piso inferior, departiendo con la familia de Elías Marcos…
Las voces —todas ellas en un claro arameo occidental o galilaico (la lengua hablada por Jesús),— fueron haciéndose más fuertes y nítidas, conforme los doce comenzaron a distribuirse en torno a la «U». Durante cuatro o cinco minutos, todo transcurrió con normalidad. Pero, de pronto, se hizo un brusco silencio. Segundos más tarde, la señal experimentó una considerable elevación. En una confusa mezcolanza fueron surgiendo amenazas, protestas y hasta maldiciones. Los discípulos, encolerizados, recriminaban a Judas que se hubiera recostado en el diván situado a la izquierda del puesto de honor. Aquel vocerío se incrementó aún más cuando —a juzgar por los comentarios— Juan Zebedeo hizo otro tanto, acomodándose en el diván de la derecha. La voz de Simón Pedro, más exaltado que el resto, era fácilmente distinguible. Pero, también de improviso, el ronco y poderoso tono del fogoso Pedro se esfumó.
Y entre las acaloradas acusaciones oímos unos pasos que, precipitadamente, se alejaban de la curvatura de la mesa.
—Ese es Pedro —intervine, interrumpiendo la grabación—. Está buscando el diván más bajo y distanciado, tal y como explicó su hermano Andrés…
—¿Cuál fue la distribución definitiva en torno a la mesa?, preguntó el general.
—Según mi informante, Judas Iscariote y Juan se hallaban a la izquierda y derecha del Maestro, respectivamente. Este, como sabes, ocupaba el diván de honor, en el centro de la «U». El resto se distribuyó en el siguiente orden:
Simón el Zelote, Mateo, Santiago Zebedeo y Andrés, a continuación de Judas. A la derecha de Juan, los gemelos Alfeo, Felipe, Bartolomé, Tomás y Simón Pedro en este extremo de la «U».
Al pulsar el magnetófono, y por espacio de cinco o seis minutos, las violentas recriminaciones de los discípulos se sucedieron en un más que bochornoso tono. Probablemente, años más tarde, cuando algunos de aquellos apóstoles y seguidores del Nazareno se decidieron a poner por escrito la vida y el mensaje del Hijo del Hombre tuvieron sumo cuidado en «olvidar» un incidente que, aunque humano, dejaba en entredicho la dignidad del recién nacido «colegio apostólico».
Súbitamente, los doce guardaron silencio. Los registros del módulo habían captado el leve crujir de una puerta.
—Ahí está Jesús… —exclamé, imaginando al Maestro en el umbral del cenáculo.
Cinco segundos después, rotundos en mitad de un espeso silencio, se oían los pasos del gigante, en dirección al centro de la mesa.
Un minuto. Dos… El mutismo era general, apenas roto por algún que otro embarazoso carraspeo. Poco a poco, las voces fueron brotando en la sala, algo más distendidas y cordiales.
Jesús de Nazaret seguía mudo, observando con toda probabilidad a sus amigos. Y, al fin, como si nada hubiera ocurrido, su voz se propagó dulce y conciliadora, llenándonos de una indescriptible emoción:
“—He deseado grandemente —fui traduciendo con un hilo de voz— comer esta cena de Pascua con vosotros… Quería hacerlo una vez más antes de sufrir…
Mi hora ha llegado y, en lo que concierne a mañana, todos estamos en las manos del Padre, cuya voluntad he venido a cumplir. No volveré a comer con vosotros hasta que no os sentéis conmigo en el reino que mi Padre me entregará cuando haya terminado aquello para lo que me ha enviado a este mundo”.
El Maestro guardó silencio y las conversaciones se reanudaron. Pero ninguno de los comensales hizo referencia a las proféticas palabras del rabí. Al contrario, varios de los discípulos resucitaron la agria polémica de los divanes, criticando igualmente a la familia Marcos por no haber previsto uno o dos criados que hubieran zanjado el desagradable tema de las abluciones.
Por un momento imaginé el rostro grave y quizá decepcionado del Galileo, atento a la polémica. Como me advirtiera Andrés, sus ojos buscarían las jarras destinadas al lavatorio, verificando que, en efecto, no habían sido usadas.
El ardor de la discusión fue decayendo, siendo sustituido por el inconfundible sonido del vino al ser escanciado en los recipientes de cristal. Era el ritual de la primera copa. Dos minutos más tarde, cumplida la ceremonia de la mezcla del agua y el vino, Tadeo volvió a su lugar y la voz de Jesús de Nazaret —más severa que en la anterior ocasión— llenó nuevamente el recinto.
Tras dar las gracias, exclamó:
«—Tomad esta copa y divididla entre vosotros. Y cuando la hayáis compartido, pensad que ya no beberé con vosotros el fruto de la vid… Esta es nuestra última cena…»
Eliseo, Curtiss y yo captamos una sombra de tristeza en aquella breve pausa.
«—… Cuando nos sentemos otra vez —concluyó el Maestro— será en el reino que está por llegar.»
Un nuevo silencio cayó sobre la sala. Como ya cité, la tradición judía establecía que, una vez apurada esta primera copa, los comensales debían levantarse, procediendo al formulismo de las abluciones. Pero, tal y como había referido el jefe de los apóstoles, los registros sonoros no detectaron movimiento alguno entre los doce. Mejor dicho, sólo grabaron el roce de las vestiduras de un hombre que se levanta de su asiento y unos pasos —los del Nazareno—, rodeando la «U» en dirección a las jofainas. Acto seguido, desde aquel rincón de la cámara, escuchamos el borboteo de un líquido —el agua de una de las jarras— al ser vertido en una vasija ancha y metálica. Después, tres o cuatro nuevos pasos, el golpe seco de una de las jofainas al ser depositada en el piso y otro impacto —de naturaleza desconocida— sobre el suelo de la estancia. (Posiblemente, el ruido producido por el Galileo al dejarse caer de rodillas sobre el entarimado.) Apenas un par de segundos más tarde, el micrófono nos hacía llegar una confusa y aparatosa mezcla de sonidos: copas depositadas sobre la mesa, algunas exclamaciones de sorpresa y cuerpos que se erguían con precipitación. Eran los doce, levantándose de sus bancos, aturdidos al descubrir las intenciones de su Maestro. Y por espacio de varios y prolongados minutos, silencio. Un total y elocuente silencio… Nadie parecía dispuesto a reconocer la infantil y torpe actitud general. El final de aquel dramático vacío corrió a cargo de Pedro. Con una voz temblorosa e insegura, preguntó:
«—Maestro, ¿realmente vas a lavar mis pies?». Jesús debió de levantar su rostro hacia el impetuoso y decepcionado pescador porque, a renglón seguido, se le oyó decir:
“—Puede que no comprendáis lo que me dispongo a hacer… de ahora en adelante, conoceréis el sentido de todas estas…
Un profundo suspiro escapó de la garganta de Simón Pedro. «—Maestro —se le volvió a oír—, ¡Nunca me lavarás los pies!»
Un tímido siseo acompañó a esta imperativa resolución del discípulo. Estaba claro que los once aprobaban las palabras de su compañero, rechazando lo que calificaban de penosa humillación.
Cómo deseé haber estado presente en aquella escena y, ¡Sobre todo haber escrutado el rostro del Iscariote!
¿De verdad compartía aquel sentimiento?
«—Pedro —replicó Jesús en un tono que no dejaba lugar a dudas—, en verdad te digo que, si no te limpio los pies, no tomarás parte conmigo en lo que estoy a punto de llevar a cabo.»
—Silencio. Quince, veinte, treinta segundos de angustioso silencio. No era difícil imaginar los atónitos ojos de Simón. Y, finalmente, otra de las típicas explosiones del buen galileo:
«—Entonces, Maestro, no me laves sólo los pies… También manos y la cabeza»
Nadie en la sala parecía respirar. Sólo el chapoteo del agua revelaba que el rabí había iniciado el lavatorio.
«—Aquel que ya está limpio —intervino de nuevo el Maestro— sólo necesita que se le lave los pies. Vosotros, que os sentáis conmigo esta noche, estáis limpios…»
Se produjo una pausa. «—… Aunque no todos.»
Aguzamos los oídos, tratando de captar alguna pregunta en relación a la alusión del Cristo. Pero quizá aquellos hombres no supieron valorar la velada acusación del rabí…
Y la voz de Jesús, entremezclada con el ruido del agua, continuó así:
«—… Deberíais haber lavado el polvo de vuestros pies antes de sentaros a tomar el alimento conmigo. Además, quiero hacer este servicio para ilustrar un nuevo mandamiento que voy a daros.»
No hubo más comentarios. Durante el tiempo que el Galileo permaneció lavando los pies de sus íntimos –36 minutos en total—, sólos sus pasos, el sucesivo arrodillarse en torno a la «U» y el chapoteo del agua en la jofaina fueron los únicos registros grabados en el módulo.
Concluida la operación, Jesús de Nazaret retornó a su diván.
El crujir de la madera bajo sus pies fue, en esta ocasión, más lento y reposado. Como si el lavatorio le hubiera relajado.
Al poco, su potente voz sonó clara y cálida: «—¿Comprendéis lo que os he hecho?» Silencio.
«—Me llamáis “rabí» —añadió en un tono condescendiente— y decís bien, pues lo soy. Entonces, si el Maestro ha lavado vuestros pies, ¿Por qué os negábais a lavaros los unos a los otros?… ¿Qué lección debéis aprender de esta parábola en la que el Maestro, tan gustosamente, ha hecho un servicio que vosotros os habéis negado mutuamente? En verdad, en verdad os digo que un sirviente no es más grande que su amo. Ni tampoco es más grande el enviado que aquel que le envía. Habéis visto cuál ha sido la forma de mi servicio en vida.
Bendito sea quien tenga la graciosa valentía de hacer otro tanto. Pero ¿por qué sois tan lentos en aprender que el secreto de la grandeza en el reino del espíritu nada tiene que ver con los métodos del mundo de lo material? Cuando llegué a esta habitación, no sólo rehusabais lavaros los pies unos a otros sino que, además, discutíais sobre quién debe ocupar los lugares de honor en torno a mi mesa. Esos honores los buscan los fariseos…, y los niños. Pero no será así entre los embajadores del reino celestial. ¿Es que no sabéis que no puede haber lugar de preferencia en mi mesa? ¿No comprendéis que os amo a cada uno de vosotros como al resto? El lugar más próximo a mí puede no significar nada en relación a vuestro puesto en el reino de los cielos. No ignoráis que los reyes de los gentiles tienen poder y señorío sobre sus súbditos y que, incluso, son llamados benefactores. En el reino de los cielos no será así. Si algunos de vosotros quiere tener la preferencia, que sepa renunciar al privilegio de la edad. Y si otro desea ser jefe, que se vuelva sirviente. ¿Quién es más grande: el que se sienta a comer o el que sirve? ¿No se considera al primero como al principal? Y, sin embargo, observad que yo estoy entre vosotros como el que sirve…
«En verdad, en verdad os digo que si así actuáis, haciendo conmigo la voluntad de mi Padre, entonces sí tendréis un lugar, a mi lado, en el poder.»
Cuando Jesús hubo terminado detuve la cinta, alertando al ensimismado general sobre las escenas que nos disponíamos a escuchar y que arrojan una nueva luz en torno a las confusas explicaciones de los evangelistas acerca de Judas y de su traición.
Hacia las ocho de aquella noche del jueves, 6 de abril del año 30 de nuestra Era —a la hora, más o menos, de iniciada la histórica última cena—, los sensibles receptores instalados en la «cuna» registraron una serie de pasos y el agudo lamento de los goznes de la puerta de doble hoja al ser abierta. Aquellos sonidos correspondían a la primera salida de los discípulos del cenáculo. Eran los gemelos, Santiago y Judas de Alfeo, que descendían a la planta baja para recoger parte del menú. Recuerdo muy bien sus rostros, desacostumbradamente tristes… El retorno a la cámara quedó igualmente marcado por un segundo chirriar de la puerta, nuevos pasos sobre el entarimado, el entrechocar de los platos y el alegre borboteo, aquí y allá, del agua y el vino al ser escanciados nuevamente.
Por espacio de breves minutos, Curtiss asistió —entre divertido y escandalizado— a una inconfundible «sinfonía» de sonidos. Aquellos hombres rudos no se distinguían, precisamente, por su delicadeza a la hora de deglutir los manjares o de sorber las bebidas…
Era evidente que los apóstoles tenían hambre. Durante cinco o diez minutos, nadie hizo el menor comentario. Pero, poco a poco, mediado este segundo plato, empezaron a surgir algunas bromas acerca del cordero asado. El Galileo, recuperado su característico y habitual buen humor, intervino también, haciendo un encendido elogio de la jaróser: una mermelada a base de vino, vinagre y frutas machacadas, confeccionada por la madre del pequeño Juan Marcos y cuya misión era aliviar el riguroso sabor de las obligadas yerbas amargas. Así, progresivamente, la conversación fue haciéndose más alegre e intrascendente. Como si nada hubiese ocurrido. Pero el Maestro tenía aún muchas cosas que decir. Y su voz volvió a sonar, «5 X 5», anunciando, pública y oficialmente, la traición del Iscariote:
«—Ya os he dicho cuánto deseaba celebrar esta cena con vosotros…» Jesús de Nazaret parecía turbado.
«—… Y sabiendo en qué forma las demoníacas fuerzas de las tinieblas han conspirado para llevar a la muerte al Hijo del Hombre, tomé la decisión de cenar con vosotros, en esta habitación secreta y un día antes de la Pascua…»
Los discípulos, a juzgar por los esporádicos chasquidos de sus lenguas, el golpeteo de los huesos al ser arrojados sobre los platos y algún que otro generoso eructo, seguían comiendo, más atentos, al parecer, a las exquisitas viandas que a las proféticas frases del rabí.
«—… ya que, mañana, a esta misma hora, no estaré con vosotros.»
El dramático anuncio del Cristo sí debió ser captado por algunos de los apóstoles porque, de pronto, el trasiego de la cena decreció. Y el silencio se hizo más intenso.
«—… Os he dicho en repetidas ocasiones —continuó el Nazareno— que debo volver al Padre. Ahora ha llegado mi hora, aunque no era necesario que uno de vosotros me traicionase, poniéndome en manos de mis enemigos.» Tras estas palabras, la ausencia de sonidos fue tal que Curtiss llegó a insinuar si se había producido algún fallo en la transmisión. Negué con la cabeza. Por primera vez, los íntimos del Galileo —alertados por el propio rabí— empezaban a tomar conciencia de la existencia de un renegado en el seno del grupo.
Aquello fue tan grave e inesperado que necesitaron varios minutos para reaccionar. Al fin, uno tras otro, con temor, formularon la misma pregunta: «—¿Soy yo?»
Con toda intención, con el propósito de que el general advirtiera lo que estaba a punto de acontecer, fui sumando e identificando el origen de las sucesivas interrogantes. Al llegar al undécimo «¿soy yo?» —todos ellos sin respuesta por parte del Nazareno—, detuve la cinta.
—Habrás notado —le comenté— que el único que no ha preguntado ha sido Judas…
—Es obvio —replicó Curtiss—. El Iscariote, aunque traidor, no era necio.
—Pues observa lo que viene a continuación…
Activé la grabación y, tras el referido y undécimo «¿soy yo?», surgió la voz del Cristo, repitiendo parte de lo ya expuesto con anterioridad:
«—Es necesario que vaya al Padre. Pero, para cumplir su voluntad, no era preciso que uno de vosotros se convirtiera en traidor. Esto es fruto de la maldad de uno que no ha conseguido amar la Verdad… ¡Qué engañoso es el orgullo que precede a la caída espiritual! Un viejo amigo, que incluso, ahora, come mi pan, está deseoso de traicionarme. Incluso ahora —reiteró el Galileo, dando un especial énfasis a sus palabras—, que hunde su mano conmigo en el plato…»
Esta nueva alocución fue seguida de murmullos y de algún que otro y repetitivo «¿soy yo?». Pero el Maestro no respondió.
Los comentarios entre los discípulos se generalizaron y ésta, casi con toda seguridad, fue la razón de que ninguno de los once prestara atención a un inmediato y lacónico coloquio entre el Iscariote y Jesús.
En mitad de aquel maremágnum de opiniones, Judas —reclinado a la izquierda del Maestro— preguntó a su vez, aunque en un tono difícilmente perceptible para el resto:
«—¿Soy yo?»
A petición mía, durante las horas que precedieron al despegue del módulo y en las que tuve ocasión de escuchar esta grabación por primera vez, Eliseo había neutralizado el ruido de fondo, amplificando al máximo aquel breve diálogo y los escasos sonidos que parecían proceder del centro de la curvatura de la «U».
Gracias a este milagro de la técnica fue posible reconstruir un detalle que, como digo, no aparece del todo claro en la exposición de los evangelistas.
Una vez formulada la pregunta de Judas, el rabí hundió un trozo de pan en el plato de hierbas que tenía frente a él, ofreciéndoselo al traidor. Segundos después de percibir el crujido del pan al quebrarse contra el fondo de madera del plato, Jesús —también a media voz— respondió con su fatídico… «¡Tú lo has dicho!»
No hubo silencio o síntoma alguno que, tras la escueta conversación entre el Iscariote y el rabí, revelaran que los otros once habían escuchado la definitiva confirmación de la traición. Normalizados los registros, la cinta sólo ofreció una continuación de los atropellados y confusos comentarios de los apóstoles, discutiendo afanosamente sobre la identidad del hipotético renegado. Por pura lógica, si uno solo de los que se sentaban junto al Galileo le hubiera oído, la polémica habría muerto. Prueba de ello es que, al poco, Juan Zebedeo —tumbado a la derecha del Maestro—, y en un nivel de audición sumamente bajo —como si la pregunta hubiera sido formulada casi al oído (el propio San Juan, al referir este episodio, especifica que «se recostó sobre el pecho de Jesús»)—, le plantearía:
«—¿Quién es?… Debemos saber quién es infiel a su creencia.» Y el rabí —en un tono igualmente confidencial— respondió:
«—Ya os lo he dicho: incluso, aquel a quien doy la sopa…»
No hubo respuesta de Juan. La costumbre por parte del anfitrión o del invitado de honor de ofrecer pan mojado en una salsa era tan usual en aquellas celebraciones que, muy probablemente, ninguno de los once —en el caso de haberlo advertido—, debió conceder demasiada importancia a tan específico gesto. En aquellos momentos previos a la segunda exploración dudamos, incluso, de que Juan, tan próximo a la escena en cuestión, hubiera captado la «señal» de Jesús. (Este era otro de los muchos puntos a aclarar en el inminente «regreso» al año 30.) Jesús de Nazaret permaneció callado. En la sala proseguía la batalla dialéctica.
Y, de improviso, desde uno de los extremos de la mesa, una excitada e inconfundible voz eclipsó a las demás. Era Simón Pedro.
«—¡Pregúntale quién es!… O, si ya te lo ha dicho, dime quién es el traidor.»
Por la dirección del sonido, parecía probable que la sugerencia del nervioso galileo hubiera sido dirigida a Juan. Sin embargo, éste no tuvo oportunidad de satisfacer la curiosidad de Pedro. (Suponiendo, claro, que lo supiera en esos instantes.)
Los cuchicheos y las peregrinas hipótesis de los apóstoles fueron zanjados de golpe por Jesús.
«—Me apena —les manifestó— que este mal haya llegado a prosperar. Esperaba, incluso hasta esta hora, que el poder de la Verdad triunfase sobre las decepciones del mal. Pero estas victorias no se ganan sin la fe y un sincero amor por la Verdad. No os hubiera dicho esto en nuestra última cena, de no ser porque deseo advertiros y prepararos acerca lo que está ahora sobre nosotros…»
A pesar de la nitidez de sus palabras, Curtiss, Eliseo y yo estuvimos de acuerdo en algo: «aquellos once toscos judíos no parecían comprender el verdadero alcance de tales manifestaciones». Como ya relaté anteriormente, los sucesos registrados en las horas que siguieron a dicho convite nos darían la razón.
«—… Os he hablado de esto porque deseo que recordéis, después que me haya ido, que sabía de todas estas malvadas conspiraciones y que os advertí de la traición. Y lo hago sólo para que podáis ser más fuertes frente a las tentaciones y juicios que tenemos justamente delante.»
Concluidas estas advertencias, el Nazareno, en un tono imperativo y lo suficientemente alto como para que todos pudieran oírle, se dirigió a Judas, comunicándole:
«—Lo que has decidido hacer… hazlo pronto.»
Eran las nueve de la noche. El Iscariote no abrió la boca. Se levantó de su asiento y el precipitado crujir de la madera bajo sus sandalias de cuero nos reveló que se dirigía hacia la puerta y hacia lo inevitable…
En esta ocasión, Juan Zebedeo llevaba razón. Ninguno de los presentes —ni siquiera el propio evangelista— entendió el sentido real del mandato de Jesús.
Entre otras razones porque, como expliqué en anteriores páginas, suponían que Judas seguía como administrador del grupo. (El Iscariote, como es sabido, hacía horas que había traspasado la bolsa común a David Zebedeo, el jefe de los emisarios.) Todos dieron por hecho que el encargo del Maestro —«lo que has decidido hacer…, hazlo pronto»— guardaba relación con su cotidiano menester como pagador o «habilitado».
Cuando Judas Iscariote hubo abandonado la sala, Curtiss hizo un interesante juicio. Una observación que ha provocado ríos de tinta y punzantes polémicas a lo largo de la Historia:
—Entonces es cierto que el traidor no llegó a comulgar…
Mi respuesta —una inmediata e irónica sonrisa— le dejó perplejo.
—No te comprendo —añadió en un tono de lógico reproche.
—Lo entenderás en seguida —repliqué—. Prepárate a oír algo que nada tiene que ver con lo que han escrito tres de los cuatro evangelistas y, muchísimo menos, con la posterior interpretación de las Iglesias…
—¿Es que no hubo institución de la Eucaristía?
Me negué a responder. Pulsé de nuevo la grabación, invitándole a que prestara toda su atención.
Como decía, los discípulos no concedieron demasiada importancia a la precipitada salida del Iscariote. Es más, la discusión sobre la identidad del traidor se prolongaría por espacio de algunos minutos. Es casi seguro que Jesús hiciera alguna señal porque, de improviso, la polémica cesó. Se escucharon unos pasos que se aproximaban al diván del rabí y, acto seguido, el ruido del agua y el vino —a partes iguales—, al ser vertidos en la copa del Maestro. El discípulo encargado de esta ceremonia —conocida como la «tercera copa» o «de la bendición»— retornó a su puesto. El Galileo se puso en pie e, inmediatamente, el resto hizo otro tanto. Tras una breve pausa —posiblemente, de acuerdo con la tradición y con su propia costumbre, Jesús bendijo la copa—, su voz llenó de nuevo el silencio de Masada:
«—Tomad esta copa y bebed todos de ella… Esta será la copa de mi recuerdo. Esta es la copa de la bendición de un nuevo designio divino de gracia y verdad. Este será el emblema de la otorgación y del ministerio del divino Espíritu de la Verdad.»
De la solemnidad, el rabí pasó a la tristeza.
«—… Ya no beberé con vosotros hasta que no lo haga en una nueva forma, en el reino eterno de mi Padre.»
Los apóstoles parecían sobrecogidos. Una vez que hubieron bebido, la copa de cristal fue depositada sobre la mesa. En ese instante, el suave roce de las vestiduras de Jesús reflejó que estaba inclinándose hacia la «U». Tomó algo y, después de dar las gracias, se escuchó el crujido del pan al ser troceado. El micrófono multidireccional captaría igualmente un movimiento generalizado.
Como si los discípulos distribuyeran los trozos entre ellos.
«—Tomad este pan y comedlo —les anunció el Maestro—. Os he manifestado que soy el pan de la vida, que es la vida unificada del Padre y del Hijo en un solo don. La palabra del Padre, tal como fue revelada por el Hijo, es realmente el pan de la vida.»
Cuando hubieron comido se reclinaron sobre los divanes, haciéndose de nuevo el silencio. Parecía como si el Galileo —no sé si sus hombres también— hubiera entrado en una profunda reflexión.
A punto estuve de intervenir. Ardía en deseos de comentar aquellas últimas frases sobre el vino y el pan, tan distintas a las que figuran en los escritos de Mateo, Marcos y Lucas. Pero, con buen criterio supongo, lo dejé para el final de la grabación.
Al fin, Jesús rompió su mutismo:
«—Cuando hagáis estas cosas, recordad la vida que he vivido en la Tierra y regocijaos porque continuaré viviendo con vosotros. No luchéis para averiguar quién es el más grande entre vosotros. Sed como hermanos. Y cuando el reino crezca hasta alcanzar numerosos grupos de creyentes, no luchéis tampoco por esa grandeza o por buscar el ascenso entre tales grupos. Y tan a menudo como hagáis esto, hacedlo en memoria mía. Y cuando me recordéis, primero mirad atrás: a mi vida en la carne. Y recordad que una vez estuve con vosotros. Entonces, por la fe, percibid que todos cenaréis alguna vez, conmigo, en el reino eterno del Padre. Esta es la nueva Pascua que os dejo: la palabra de la eterna verdad, mi amor por vosotros y el derramamiento del Espíritu sobre la carne…»
A una señal del Maestro, los once se levantaron y entonaron el Salmo 118:
«—¡Aleluya!»
«¡Dad gracias a Yavé, porque es bueno, porque es eterno su amor…!»
La voz del Cristo, recia y sostenida —envidia de cualquier buen barítono— se impuso desde el principio, eclipsando y conduciendo las de sus hombres.
“… Yavé está por mí, no tengo miedo,
¿qué puede hacerme el hombre?…”
Sentí un nuevo escalofrío. Hasta las estrofas parecían especialmente escogidas para aquel momento…
“La piedra que los constructores desecharon,
en piedra angular se ha convertido;
ésta ha sido la obra de Yavé…“
Finalizado el cántico, algunos de los discípulos comentaron la necesidad de volver a Getsemaní. La cena había terminado, y, obviamente, se hacía tarde.
Pero Jesús les indicó que se sentaran.
«—Recordáis bien cuando os envié sin bolsa ni cartera e, incluso, os advertí que no lleváseis ropa de repuesto…» Los apóstoles, con monosílabos, respondieron afirmativamente.
«—… Todos recordaréis que nada os faltó. Sin embargo, ahora los tiempos son difíciles. Ya no podéis depender de la buena voluntad de las multitudes. Por tanto, en adelante, aquel que tenga bolsa, que la lleve. Cuando salgáis al mundo a proclamar este evangelio, haced provisión para vuestro sustento, como mejor os parezca. He venido a traer la paz pero, por un tiempo, ésta no aparecerá.»
«Ha llegado el tiempo en que el Hijo del Hombre será glorificado y el Padre, en Él…» Su voz volvió a turbarse.
«Amigos míos: voy a estar con vosotros sólo un poco más. Pronto me buscaréis, pero no me hallaréis, pues voy a un lugar al que, esta vez, no podéis venir. Cuando hayáis terminado vuestro trabajo en la Tierra, al igual que yo he concluido el mío, entonces vendréis a mí en la misma forma en que yo me preparo ahora para ir al Padre.»
Los solapados comentarios de varios de los discípulos evidenciaban que no terminaban de entender a su Maestro. Pero Jesús, como si no los hubiera oído, continuó:
«—En muy poco tiempo voy a dejaros… Ya no me veréis en la Tierra, pero todos me veréis en el tiempo venidero, cuando ascendáis al reino que me ha dado mi Padre.»
Herida por la tristeza, su voz se vino abajo. Y los once, aunque sin demasiada decisión, se enzarzaron en una nueva disputa, pujando por desvelar el misterioso significado de aquellas frases… Jesús de Nazaret les dejó hablar y, al cabo de unos minutos, incorporándose, les dirigió unas palabras que, al igual que otras muchas, han sido pésimamente transmitidas.
“—Cuando os referí una parábola, señalando cómo debéis estar deseosos de serviros los unos a los otros, os dije también que deseaba daros un nuevo mandamiento. Lo haré ahora ya que estoy a punto de dejaros.
Conocéis perfectamente el mandamiento que ordena amaros recíprocamente y a vuestro prójimo como a vosotros mismos…”.
Jesús hizo una estudiada pausa.
«—Sin embargo, no estoy del todo satisfecho, incluso con esta sincera devoción por parte de mis hijos. Deseo que hagáis mayores actos de amor en el reino de la hermandad de los creyentes. Por eso, he aquí mi nuevo mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado.»
La expresión «como yo os he amado» fue reforzada con una clara elevación del tono de su voz. «—Si así lo hacéis, los hombres sabrán que sois mis discípulos.»
Acto seguido, el Nazareno se refirió a algo que tampoco ha sido recogido en su totalidad. Ni siquiera por Juan, que se hallaba a su diestra.
«—… Con este nuevo mandamiento no cargo vuestras almas con un nuevo peso. Al contrario: os traigo nueva alegría y hago posible que experimentéis un nuevo placer, al conocer las delicias de la donación, por el amor, hacia vuestro prójimo. Yo mismo estoy a punto de experimentar el supremo regocijo (aun cuando soporte una pena exterior), con la entrega de mi afecto por vosotros y por el resto de los mortales.»
“Cuando os invito a amaros los unos a los otros, tal y como yo os he amado, os presento la suprema medida del verdadero afecto. Ningún hombre puede alcanzar un amor superior a éste: el de dar la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos y continuaréis siéndolo si tan sólo deseáis hacer lo que os he enseñado. Me habéis llamado Maestro, pero yo no os llamo sirvientes. Si os amáis los unos a los otros como yo os estoy amando, entonces seréis mis amigos y yo os hablaré alguna vez de aquello que mi Padre me ha revelado. No sois vosotros quienes me habéis elegido, sino yo. Y os he ordenado que salgáis al mundo para entregar el fruto del servicio amoroso a vuestros semejantes, de la misma forma que yo he vivido entre vosotros y os he revelado al Padre. Ambos trabajaremos con vosotros y experimentaréis la divina plenitud de la alegría si tan sólo obedecéis este nuevo mandamiento:
«Amaros unos a otros como yo os he amado.»
«Si compartís el regocijo del Maestro, debéis compartir su amor. Y compartir su amor significa que habéis compartido su servicio. Tal experiencia de amor no os libra de las dificultades de este mundo. Pero, ciertamente, hace «nuevo» al viejo mundo…»
A continuación, Jesús de Nazaret pronunciaría unas frases —una de ellas en especial—, que, de haber sido conocida, quizá hubieran modificado algunos de los incongruentes conceptos religiosos sobre el «sacrificio».
«—Recordad: es lealtad lo que yo pido. No sacrificio. La conciencia de sacrificio implica la ausencia de ese afecto incondicional, que hubiera hecho de dicho servicio amoroso una suprema alegría. La idea de deber u obligación significa que, mentalmente, os convertís en sirvientes, perdiendo así la poderosa sensación de practicar vuestro servicio como amigos y para los amigos. La amistad trasciende el significado del deber y el servicio de un amigo hacia otro jamás debe calificarse como sacrificio. El Maestro os ha enseñado que sois los hijos de Dios. Os ha llamado hermanos y ahora, antes de partir, os llama sus amigos».
El Cristo optó por abandonar su diván. Y, mientras caminaba de un extremo a otro del salón, les dirigió la siguiente parábola:
“—Yo soy la verdadera cepa y mi Padre, el labrador. Yo soy la vid y vosotros los sarmientos. Mi Padre sólo pide que deis mucho fruto. La viña sólo se poda para aumentar la fertilidad de sus ramas. Todos los sarmientos que brotan de mí y que no dan fruto, mi Padre los arrancará. En cambio, aquellos que lleven fruto, el Padre los limpiará para que multipliquen su riqueza. Ya estáis limpios, a través de las palabras que os he dirigido, pero debéis continuar limpios. Debéis morar en mí y yo en vosotros. Si es separado de la cepa, el sarmiento morirá. Así como la rama no puede llevar fruto si no mora en la viña, así vosotros no podéis rendir los frutos del amor si no moráis en mí.
Recordad: yo soy la verdadera cepa y vosotros los sarmientos vivientes. El que vive en mí, y yo en él, dará mucho fruto y experimentará la suprema alegría de la cosecha espiritual. Si mantenéis esta conexión viviente y espiritual conmigo, vuestros frutos serán abundantes. Si moráis en mí y mis palabras en vosotros, podréis comunicaros libremente conmigo. Entonces, mi espíritu viviente os infundirá de tal forma que podréis solicitar lo que queráis. El Padre garantizará nuestra petición. Así es glorificado el Padre. Que la cepa tenga muchas ramas vivientes y que cada sarmiento proporcione mucho fruto. Cuando el mundo vea esas ramas vivas y cargadas de fruto (es decir, a mis amigos que se aman como yo les he amado), los hombres sabrán entonces que sois en verdad mis discípulos. Como mi Padre me ha amado, así os he amado. Vivid en mi amor, al igual que yo vivo en el del Padre. Si hacéis como os he enseñado, moraréis en mí y, tal y como he prometido, en su amor”.
Los discípulos seguían sin comprender. El Maestro guardó un par de minutos de silencio, pero siguió paseando por la estancia, escuchando —como nosotros— las dispares opiniones de sus hombres sobre el mensaje de la cepa y los sarmientos. Finalmente, deteniéndose frente a la puerta, solicitó silencio, insistiendo una vez más sobre su inminente partida:
“—Cuando os haya dejado, no os desalentéis ante la enemistad del mundo. No decaigáis cuando creyentes de débil corazón se vuelvan, incluso, contra vosotros y unan sus manos a las de los enemigos del reino. Si el mundo os odia, recordad que me odió a mí antes que a vosotros. Si fueseis de este mundo, entonces el mundo amaría lo suyo propio. Pero, como no lo sois, el mundo se niega a amaros. Estáis en este mundo, pero vuestras vidas no deben ser de este mundo. Os he escogido de entre el mundo para representar el espíritu de otro mundo. Recordad siempre mis palabras: el sirviente no es más grande que su amo. Si se atreven a perseguirme, también os perseguirán a vosotros. Si mis palabras ofenden a los no creyentes, también las vuestras ofenderán a los sin Dios. Os harán todo esto porque no creen en mí ni en el que me envió. Por eso sufriréis muchas cosas en nombre de mi evangelio.
Pero, cuando soportéis estas tribulaciones, recordad que yo también sufrí antes que vosotros en el nombre de este evangelio del reino celestial”.
«Muchos de los que os asalten son ignorantes de la luz del cielo. Esto, en cambio, no es así para algunos que ahora nos persiguen. Si no les hubiésemos enseñado la Verdad podrían hacer cosas extrañas, sin caer en la condena. Pero ahora, puesto que han conocido la luz y se han atrevido a rechazarla, no tienen excusa para su actitud. El que me odia, odia a mi Padre. No puede ser de otro modo. Del mismo modo que la luz os salvará, si es aceptada, os condenará si, a sabiendas, resulta rechazada.»
“¿Y qué he hecho yo para que estos hombres me odien con tanto ahínco?
Nada, salvo ofrecerles la hermandad en la Tierra y la salvación en el cielo. ¿Es que no habéis leído en la Escritura. «Y me odiaron sin una causa»?
«Pero no os dejaré solos en el mundo. Muy pronto, después que me haya ido, os enviaré un Espíritu ayudador. Tendréis entonces con vosotros a uno que tomará mi lugar. Uno que continuar enseñando el camino de la Verdad y que, incluso, os consolará.»
«No permitáis que se turben vuestros corazones. Creéis en Dios. Continuad creyendo también en mí. Aunque yo debo dejaros, no estaré lejos de vosotros. Ya os he dicho que en el universo de mi Padre hay muchos lugares donde quedarse. Si esto no fuera verdad, no os hubiese hablado repetidamente sobre ello. Voy a volver a esos mundos de luz: estaciones en el cielo del Padre, a las que alguna vez ascenderéis. Desde estos lugares vine a este mundo y ahora ha llegado el momento en el que debo volver al trabajo de mí Padre en las esferas de lo alto.». «Por tanto, si voy antes que vosotros al reino celestial del Padre, tened la seguridad de que enviaré a por vosotros para que podáis estar conmigo en los lugares que fueron preparados para los hijos mortales de Dios, antes de que existiese este mundo…»
—Extrañas palabras —musitó Curtiss, refiriéndose a los «mundos de luz»—. Muy extrañas…
—Sobre todo para aquellos hombres del año 30… —remaché con toda intención.
«Aunque deba dejaros —continuó Jesús ante la lógica incomprensión de los atentos discípulos—, seguiré presente en espíritu. Finalmente, estaréis conmigo, en persona, cuando hayáis ascendido hasta mí, en mi universo, así como yo estoy a punto de ascender a mi Padre, a su universo mayor[89]. Y lo que os digo es eterno y verdadero, aunque ahora no lo comprendáis del todo. Yo voy al Padre y, aunque ahora no podáis seguirme, ciertamente lo haréis en épocas venideras.»
Los pasos del Galileo se dirigieron a su diván. Y, una vez reclinado, uno de los apóstoles se puso en pie, poniendo de manifiesto su peculiar sentido práctico. Era el pragmático Tomás:
«—Maestro —le dijo—, no sabemos a dónde vas. No conocemos el camino. Pero, si nos lo muestras, esta misma noche te seguiremos…»
Aquellas palabras resumían a la perfección el desconcierto y el amor de los once por su rabí. La respuesta del Maestro no se hizo esperar:
«—Tomás, yo soy el camino, la Verdad y la vida. Ningún hombre va al Padre si no es a través mío. Todos los que encuentran al Padre, primero me encuentran a mí. Si me conocéis, conocéis el camino hacia el Padre. Y vosotros me conocéis porque habéis vivido conmigo y ahora me veis.»
Jesús quedó en suspenso, como buceando en los corazones de sus amigos. Pero, como se verá a continuación, sus razonamientos eran demasiado profundos. Tomás tomó asiento de nuevo y, en mitad de un significativo silencio, sólo se escuchó un lejano intercambio de opiniones entre dos de los discípulos.
Eran Felipe y Bartolomé. El primero, atendiendo quizá un ruego o a una sugerencia del segundo, se incorporó y, dirigiéndose al rabí, habló así: «—Maestro, muéstranos al Padre y todo cuanto has dicho quedará claro.»
El Nazareno replicó en un tono de evidente decepción:
«—Felipe, ¿he estado tanto tiempo contigo y aún no me conoces? De nuevo os declaro: quien me haya visto a mi ha visto al Padre. ¿Cómo puedes decir entonces «muéstranos al Padre»? ¿No crees que yo estoy en el Padre y Él en mí? ¿No os he enseñado que las palabras que yo hablo no son mías sino del Padre? Yo hablo por el Padre y no por mi mismo. Estoy en este mundo para hacer su voluntad y eso es lo que he hecho. Mi Padre mora en mí y actúa a través mío. Creedme cuando digo que el Padre está en mí y que yo estoy en Él. O, si no, creed al menos en nombre de la vida que he llevado y en nombre de mis obras.»
Los once, con más buena fe que otra cosa, se enzarzaron en una nueva discusión. Y nosotros percibimos cómo el Maestro se levantaba de su asiento, dirigiéndose hacia el lugar en el que se hallaban las vasijas y las jarras de agua. Escuchamos entonces un chapoteo —como si alguien procediera a refrescarse el rostro— y, a continuación, las pisadas del rabí, retornando a su diván. La polémica fue encrespándose y, en mitad de aquel laberinto de voces, se impuso de nuevo el vozarrón de Simón Pedro. Al parecer se disponía a lanzarse a la aventura de un extenso discurso. Sus palabras fueron cortadas en seco por el Galileo.
«—Cuando haya ido al Padre —intervino de nuevo Jesús— y después que Él acepte el trabajo que he hecho en la Tierra para vosotros y yo reciba la soberanía final de mi propio dominio, entonces diré a mi Padre: habiendo dejado a mis hijos solos sobre la Tierra, de acuerdo con mi promesa, les envío otro enseñante. Y cuando el Padre lo apruebe, yo verteré el Espíritu de la Verdad sobre toda la carne. El Espíritu de mi Padre está ya en vuestros corazones y, cuando llegue ese día, también me tendréis a mi con vosotros, así como ahora tenéis al Padre. Este nuevo don es el Espíritu de la Verdad viviente. Los no creyentes no escucharán sus enseñanzas, pero los hijos de la luz lo recibirán con agrado y con todo su corazón. Y conoceréis a este Espíritu cuando venga, de la misma forma que me habéis conocido a mí. Y recibiréis este don en vuestros corazones y Él morará en vosotros. ¿Os dais cuenta, por tanto, que no voy a dejaros sin ayuda y sin guía? No os dejaré en la desolación. Hoy sólo puedo estar con vosotros en persona. En los tiempos venideros estaré con vosotros y con el resto de los hombres que deseen mi presencia, donde quiera que estéis y con cada uno al mismo tiempo.
¿No os dais cuenta que es mejor para mí que me marche y que os deje en la carne para que pueda estar con vosotros en espíritu?».
«Dentro de unas pocas horas, el mundo no me verá más. Pero continuaréis conociéndome en vuestros corazones hasta que os envíe al nuevo enseñante: al Espíritu de la Verdad. Así como he vivido con vosotros en persona, así viviré entonces en vosotros: seré uno con vuestras experiencias personales en el reino del espíritu. Y, cuando haya llegado el momento de que esto suceda, sabréis ciertamente que yo estoy en el Padre y que, mientras vuestra vida está oculta con el Padre en mí, yo también estaré con vosotros. He amado al Padre y mantenido su palabra. Me habéis amado y mantendréis mi palabra. Así como mi Padre me ha dado de su espíritu, así os daré yo del mío. Y este Espíritu de Verdad que yo otorgaré sobre vosotros os guiará y confortará y, finalmente, os conducirá a toda la Verdad.»
«Os digo estas cosas para que podáis prepararos mejor y soportar las pruebas que están ahora frente a nosotros. Cuando ese nuevo día llegue, seréis habitados por el Hijo y por el Padre. Y estos dones del cielo trabajarán siempre el uno con el otro, al igual que el Padre y yo hemos forjado sobre la Tierra, y ante vuestros ojos, al Hijo del Hombre como a una sola persona. Este Espíritu amigo os traerá a la memoria todo cuanto os he enseñado.»
Aquéllas, sin duda, difíciles palabras terminaron por confundir los ya diezmados ánimos de los discípulos. Nadie replicó. ¿Quién podía asociar la profundidad de dicho mensaje a las arraigadas ideas de un Mesías político y libertador del yugo romano? Necesitarían tiempo y la irrupción de ese Espíritu de Verdad para empezar a vislumbrar la grandeza de lo que Jesús acababa de anunciarles. Pero no adelantemos acontecimientos.
El caso es que, en medio de tanto silencio y confusión, uno de los más tímidos apóstoles —el gemelo Judas de Alfeo— se atrevió a levantarse y a preguntar:
«—Maestro… siempre has vivido entre nosotros como un amigo. ¿Cómo te conoceremos cuando ya no te manifiestes a nosotros, sino a través de ese espíritu? Si el mundo no te ve, ¿cómo estaremos seguros de ti?
¿Cómo te mostrarás a nosotros?»
«—Hijitos míos —la voz del Cristo era sumamente cordial—, yo me marcho. Vuelvo al Padre. Dentro de muy poco ya no me veréis como lo hacéis ahora, como carne y sangre. Y en muy poco tiempo os enviaré a mi Espíritu, que es igual a mí, excepto por este cuerpo material. Este nuevo enseñante es el Espíritu de la Verdad, que vivirá con cada uno de vosotros, en vuestros corazones. Por tanto, todos los hijos de la luz serán uno. De esta forma, tanto mi Padre como yo podremos vivir en las almas de cada uno de vosotros y también en los corazones de los otros hombres que nos aman y que hacen realidad ese amor, amándose unos a otros como yo, ahora, os estoy amando.»
Por espacio de algunos minutos, Pedro, los hermanos Zebedeo y Mateo se dirigieron al Maestro, formulándole preguntas sobre el misterioso Espíritu de la Verdad y sobre su no menos incomprensible partida. Jesús de Nazaret pasaría a responder a todas ellas en lo que, evidentemente, era su discurso de despedida.
«—Os digo todo esto —repitió por enésima vez— para que podáis estar preparados frente a lo que os aguarda y no caigáis en el error. Las autoridades no se contentarán con arrojaros fuera de las sinagogas. Os aviso: se acerca la hora en que aquellos que os maten crean que están haciendo un servicio a Dios. Os harán todo esto porque no conocen al Padre. Y han rehusado conocerle porque han rehusado recibirme. Y ellos rehúsan recibirme cuando os rechazan. Os cuento estas cosas por adelantado para que, cuando os llegue la hora, como ha llegado ahora la mía, podáis reconfortaros al recordar que todo me era conocido y que mi Espíritu estará con vosotros en todos vuestros sufrimientos.
Era con este fin por el que he estado hablando tan claramente desde el comienzo. Incluso os he advertido que los enemigos de un hombre pueden ser los de su propia casa. Aunque este evangelio del reino nunca deja de traer gran paz al alma del creyente, no traerá paz a la Tierra hasta que el hombre se muestre deseoso de creer en mi enseñanza con todo su corazón, estableciendo la práctica de hacer la voluntad del Padre como el propósito principal de toda vida mortal.»
«Y ahora que os dejo, viendo que ha llegado la hora en que estoy a punto de ir al Padre, estoy sorprendido de que ninguno de vosotros me haya preguntado: «¿Por qué nos dejas?»»
«De todas formas, sé que os hacéis estas preguntas en vuestros corazones. Os hablaré con claridad. Como un amigo a otro…»
El silencio se hizo más denso. Señal inequívoca de la expectación despertada por el Maestro.
«—… Es en verdad provechoso para vosotros que yo me marche. Si no me fuera, el nuevo enseñante no podría venir a vuestros corazones. Debo ser despojado de este cuerpo mortal y restituido a mi lugar, en lo alto, antes de que pueda enviar a ese espíritu enseñante. Y cuando mi Espíritu venga a morar en vosotros, El iluminará la diferencia entre el pecado y la rectitud y os hará capaces de juzgar sabiamente.»
El cansancio debía estar haciendo estragos entre sus hombres porque, de pronto, Jesús hizo alusión a ello:
«—Aún tengo mucho que deciros, aunque veo que ya no os tenéis en pie. Cuando el Espíritu venga, Él os conducirá finalmente a toda la Verdad, haciéndoos pasar por las muchas moradas del universo de mi Padre. Este Espíritu no hablará de sí mismo. Os mostrará lo que el Padre ha revelado al Hijo e, incluso, las cosas venideras. El me glorificará, así como yo lo he hecho con el Padre. Él viene después de mí y os revelará mi verdad. Todo lo que el Padre tiene en este dominio es ahora mío. Por tanto, este nuevo enseñante tomará de lo que es mío y os lo manifestará.»
«Dentro de muy poco os dejaré, aunque por poco tiempo. Después, cuando volváis a verme, yo estaré ya camino de mi Padre. Entonces, incluso, no me veréis por mucho tiempo.»
Como era de esperar, los apóstoles resultaron nueva y profundamente confundidos. Y aprovechando el silencio del Maestro, empezaron a preguntarse unos a otros:
«—¿Qué es lo que nos ha contado?… ¿En breve voy a dejaros y, cuando me veáis, será por poco tiempo, pues estaré camino del Padre? ¿Qué puede querer decir con ese «dentro de muy poco» y con el «aunque por poco tiempo», No podemos comprender lo que nos está diciendo…»
Las respuestas a estas obvias preguntas —fácilmente comprensibles para los que saben de la resurrección del Hijo del Hombre— no tardarían en producirse.
Pero los fatigados discípulos necesitarían semanas para asimilarlas en su totalidad.
«—¿Os preguntáis qué quise decir cuando hablé de que dentro de muy poco no estaría ya con vosotros y que, cuando me vieseis otra vez, estaría de camino a mi Padre? Os he hablado claramente —insistió Jesús—. El Hijo del Hombre debe morir, pero se volverá a levantar. ¿Es que no podéis discernir el significado de mis palabras? Primero os apenaréis. Más tarde, cuando estas cosas hayan sucedido, os regocijaréis con todos aquellos que lo comprendan. Una mujer está verdaderamente afligida a la hora del parto. Pero, una vez libre del hijo, olvida de inmediato su angustia ante la alegría de saber que ha traído un hombre al mundo. Y así estáis: a punto de afligiros ante mi partida. Pero pronto os volveré a ver y, entonces, vuestra tristeza se convertirá en regocijo. Y recibiréis una nueva revelación sobre la salvación de Dios. Una revelación que ningún hombre podrá arrebataros. Y todos los mundos serán benditos en esta misma revelación de vida, al llevar a cabo el derrocamiento de la muerte.
Hasta ahora habéis hecho todas vuestras peticiones en nombre de mi Padre. Después de que volváis a verme, también podréis pedir en mi nombre y yo os oiré.»
«Aquí abajo os he enseñado en proverbios y os he hablado en parábolas. Lo hice así porque sólo erais niños en el espíritu. Pero ha llegado el tiempo en que os hablaré claramente con respecto al Padre y a su reino. Y lo haré porque el mismo Padre os ama y desea ser plenamente revelado a vosotros. El hombre mortal no puede ver al Padre espíritu. Por eso he venido al mundo: para mostrároslo. Cuando el crecimiento del Espíritu os perfeccione, entonces veréis al mismo Padre.» Ante nuestro asombro, algunos de los discípulos replicaron con frases como éstas:
«—Mirad, realmente nos habla con claridad. Seguramente, el Maestro ha venido de Dios. Pero ¿por qué dice que debe volver con el Padre?»
A pesar de sus reiterados esfuerzos, saltaba a la Vista que no le comprendían. Aquellos rudos galileos estaban muy lejos de captar el glorioso y esperanzador sentido de sus palabras. Pero, curiosamente —e invito a los cristianos a que lo comprueben por si mismos—, ninguno de los evangelistas reconoce esta humana limitación de sus cerebros en aquellos dramáticos momentos.
Finalizado lo que podríamos calificar de discurso de despedida, el Nazareno se separó de su diván. Algunos de los apóstoles le imitaron y, durante quince o veinte minutos, departieron amistosamente, rememorando algunas de las experiencias de su vida en común. Después, todos ocuparon sus respectivos puestos.
—Jesús se dispone a impartir los últimos consejos —advertí al no menos fatigado general. Pero Curtiss me hizo un gesto tranquilizador. Estaba dispuesto a escuchar hasta el final. Cuando los once volvieron a reclinarse en sus divanes, el Maestro, en pie, les habló así:
«—Mientras permanezco con vosotros, bajo la forma de carne, no puedo ser más que un individuo en medio del mundo. Pero, cuando haya sido liberado de esta investidura de naturaleza mortal, podré volver como Espíritu y morar en cada uno de vosotros y en los otros creyentes en este evangelio del reino. Así, el Hijo del Hombre se volverá una encarnación espiritual en las almas de todos los creyentes verdaderos.»
«Cuando haya vuelto a vosotros en Espíritu podré guiaros mejor a través de esta vida y de las muchas moradas de la vida futura, en el cielo de los cielos. La vida en la eterna creación del Padre no es un descanso, una ociosidad sin fin…»
Aún no sé por qué lo hice. El caso es que detuve la grabación, rebobinando parte de la misma. Curtiss y Eliseo me miraron sorprendidos. Pero no preguntaron.
«—… a través de esta vida —volvió a escucharse la voz de Jesús— y de las muchas moradas de la vida futura, en el cielo de los cielos. La vida en la eterna creación del Padre no es un descanso, una ociosidad sin fin o una egoísta comodidad, sino una incesante progresión en gracia, verdad y gloria. Cada una de las muchas moradas en la casa de mi Padre es un lugar de paso, una vida diseñada para que os sirva de preparación para la siguiente. Y así, los hijos de la luz seguirán de gloria en gloria hasta que alcancen el estado divino (en el que serán espiritualmente perfectos), al igual que el Padre es perfecto en todas las cosas.»
—¡Dios mío! —estallé sin poder contenerme—. ¿Habéis oído lo mismo que yo? ¡Es la promesa más clara y rotunda, no de una, sino de muchas «vidas» en continua y progresiva perfección…! Pero ¿Qué pueden ser esas «moradas»?
—He aquí otra maravillosa razón para volver —remachó mi compañero, clavando su mirada en Curtiss. El general asintió en silencio.
Acto seguido, el Maestro haría una sutil recomendación. Una insinuación que, cuando se analiza detenidamente, pone en tela de juicio el empeño de muchos cristianos en imitar en todo al Hijo del Hombre.
«—Si me seguís cuando os deje, poned vuestros más ardientes esfuerzos en vivir de acuerdo con el Espíritu de mis enseñanzas y con el ideal de mi vida: hacer la voluntad de mi Padre. Haced esto en lugar de intentar imitar mi natural vida en la carne…»
«El Padre me envió a este mundo, pero sólo unos pocos han elegido recibirme en plenitud. Yo verteré mi Espíritu sobre toda carne, pero no todos los hombres elegirán recibir a este nuevo enseñante como guía y consuelo de su alma. Sin embargo, los que lo reciban se verán iluminados, limpios y confortados. Y este Espíritu de la Verdad se transformará en ellos en un pozo de agua viva, manando a la vida eterna.»
«Y ahora, puesto que estoy a punto de dejaros, quiero transmitiros palabras de consuelo. Os dejo la paz. Mi paz os doy. Y doy estos dones, no como los da el mundo, por medidas. Doy a cada uno de vosotros todo lo que seáis capaces de recibir. No permitáis que vuestro corazón se turbe, ni que se muestre temeroso. Yo he superado al mundo y en mí, todos triunfaréis por la fe. Os he advertido que el Hijo del Hombre será muerto, pero os aseguro que volveré antes de ir al Padre, aunque sólo sea por un poquito. Y después que haya ascendido al Padre, con seguridad enviaré al nuevo enseñante para que habite en vuestros mismos corazones. Y cuando veáis que llega el momento en que todo esto ocurre, no os consternéis. Creed. Tanto más cuanto que lo sabíais con antelación. Os he amado con gran afecto y no os dejaría, pero es la voluntad del Padre. Mi hora ha llegado.»
«No dudéis de estas verdades, aunque os halléis dispersos en el extranjero a causa de las persecuciones o abatidos por muchas penas. Cuando os sintáis solos en el mundo, yo sabré de vuestra soledad, de la misma forma que vosotros sabréis de la mía cuando dejéis al Hijo del Hombre en manos de sus enemigos. La diferencia es que yo nunca estoy solo. El Padre siempre está conmigo. Incluso en esos momentos rogaré por vosotros. Os he dicho todas estas cosas para que podáis tener paz y la tengáis abundantemente. En este mundo tendréis tribulaciones, pero estad de buen humor. Yo he triunfado en el mundo y os he mostrado el camino hacia la eterna alegría y hacia el servicio eterno. No dejéis que se turbe vuestro corazón… ni le dejéis tener miedo.»
Aquellas hermosas palabras pusieron casi punto final a la llamada «última cena». Sólo restaba un postrero y emotivo capítulo: el de las despedidas personales…
Uno… dos pasos. El Maestro fue a situarse frente al diván ocupado por Juan Zebedeo. Éste se levantó al punto. Y el Galileo, en un cálido y entrañable tono, le dirigió las siguientes palabras de despedida:
«—Tú, Juan, eres el más joven de mis hermanos. Has estado muy cerca de mí y, aunque os amo a todos con el mismo afecto que un padre tiene por sus hijos, fuiste designado por Andrés como uno de los tres que siempre debía estar cerca de mi…»
Curtiss rogó que detuviera la cinta.
—¿Qué significa esto? —me interrogó, dando por hecho que conocía la respuesta— ¿De qué designación habla? Por supuesto, yo tampoco tenía una explicación. La enigmática elección de Andrés, el jefe de los apóstoles, debía ser un suceso acaecido mucho antes de nuestra primera exploración.
Ciertamente —como había tenido oportunidad de comprobar en la oración del huerto de Getsemaní—, Jesús de Nazaret parecía más próximo a tres de sus hombres que al resto. En otros muchos pasajes de los textos evangélicos —pasajes siempre de una especialísima trascendencia—, Juan, su hermano Santiago y Simón Pedro se hallaban siempre muy cerca de la figura del rabí.
Todos los exégetas y comentaristas bíblicos han atribuido este hecho a una concreta predilección del Maestro por dichos hombres. Al no existir una sola referencia en los Evangelios y demás Escritos Sagrados a esta específica designación de Andrés, era lógico suponer que la continua presencia de los «elegidos» junto al Nazareno tuviera un origen puramente emotivo. Sin embargo, cuando se conoce y estudia en profundidad la vida y el comportamiento del Hijo del Hombre, resulta difícil aceptar que el Cristo hiciera distinciones personales, provocando así hipotéticas y nada aconsejables situaciones de envidias o celos entre los que le rodeaban a diario.
Aunque en aquellos momentos lo ignoraba todo sobre la aludida designación, la sospecha de que ésta hubiera sido cosa, precisamente, de los propios apóstoles y no del Maestro, empezó a ganar terreno en mi corazón.
¿Y si la elección de aquellos tres galileos obedeciera a un afán puro y simple de proteger a la persona del Maestro? Esto, al menos en teoría, sí podía encajar con la forma de actuar del Cristo y, sobre todo, con la general y pacífica aceptación de: los mencionados «guardaespaldas» por parte del grupo. De la misma forma que Felipe y Judas Iscariote habían sido nombrados intendente y administrador de los fondos comunes, respectivamente, los hermanos Zebedeo y Pedro podían haber tentado también la responsabilidad de la seguridad de su líder. Con la excepción del Iscariote, el resto de los discípulos jamás se había mostrado disconforme con esta permanente «escolta» en torno a Jesús. Síntoma inequívoco de que habían participado en dicha designación o, cuando menos, de que daban su aprobación a la decisión de Andrés. Quizá ahora, con el paso de los siglos, cuando las figuras de los apóstoles han adquirido un natural halo de santidad y elevación espiritual, resulte difícil imaginar a estos hombres empeñados en la tarea de designar todo un servicio de protección. Pero, en honor a la verdad, no debemos olvidar que, durante buena parte de sus vidas, sus reacciones y pensamientos no fueron tan santos como hoy nos inclinamos a creer. Una buena prueba de lo que digo, por ejemplo, es el hecho de que fueran armados…
Naturalmente, tanto Eliseo como yo prometimos al general que aquél sería otro de los misterios a desvelar en nuestro ya inminente «salto» en el tiempo.
Lo que no podíamos imaginar entonces eran las «circunstancias» en las que llegaríamos a obtener esta información. Pero prosigamos con el «adiós» de Jesús de Nazaret al joven Juan:
«—… Además de esto has actuado por mí mismo y debes continuar así, trabajando en favor de los asuntos relacionados con mi familia en la Tierra. Yo voy al Padre, Juan, teniendo plena confianza en que seguirás velando por aquellos que son míos en la carne. Cuida que su presente confusión, respecto a mi misión, de ninguna manera te impida darles toda la simpatía, consejo y ayuda que, lo sabes, yo les daría si debiese permanecer en la carne.»
«Y ahora, mientras entro en las horas finales de mi carrera en la Tierra, permanece cerca, a mano, para que pueda dejar cualquier mensaje a mi familia.»
En esta ocasión fui yo quien interrumpió la grabación. Deseaba que el jefe del proyecto captara la especial importancia de aquella última frase del rabí.
«… permanece cerca, a mano, para que pueda dejar cualquier mensaje a mi familia.»
Esto daba cumplida explicación al casi permanente seguimiento de Juan Zebedeo durante las horas del prendimiento, interrogatorios y crucifixión y muerte del Galileo. Como ya comenté en otro lugar de este diario, el joven y audaz discípulo se uniría al pelotón que detuvo al Maestro en las afueras de la finca de Getsemaní, no separándose ya de Él, con excepción de los trágicos momentos de la paliza durante uno de los descansos en el simulacro de juicio por parte de Caifás, en el interior de la fortaleza Antonia, en la no menos dramática flagelación y a lo largo del camino hacia el Gólgota[90].
Aunque habrá tiempo de comentarlo, nunca pude entender por qué Juan ni el resto de los evangelistas no refieren estas despedidas en sus respectivos escritos. En el primer caso, la constatación de la orden del Galileo —pidiendo a Juan que no se apartase de su lado— hubiera ahorrado múltiples y peregrinas explicaciones exegéticas sobre las «razones» del Zebedeo para permanecer al lado del Maestro. Como vemos, las cosas casi siempre son más sencillas de lo que creemos.
Por lo que respecta a mi obra, puesta en mis manos por Jesús—, está terminada, con excepción de mi muerte en la carne. Y estoy preparado para beber esta última copa.
«En cuanto a las responsabilidades dejadas por José, mi padre en la Tierra, así como yo las he atendido durante mi vida, ahora dependo de ti para que actúes en mi lugar, resolviendo estos asuntos. Y te he elegido para que hagas esto por mí, Juan, porque eres el más joven y, por tanto, es probable que sobrevivas a los otros apóstoles.»
Esta insólita revelación de Jesús de Nazaret —ignorada también por los evangelistas— venía a corroborar mis sospechas sobre lo anteriormente expuesto. La designación de Juan como «custodio» de sus asuntos familiares —incluido el cuidado de María, su madre— no obedecía a razones sentimentales o de especial simpatía hacia el Zebedeo. Todo lo contrario. A juzgar por estas palabras del Nazareno, eran de lo más pragmáticas: Jesús «sabía» o «intuía» que, al ser el de menor edad, su estancia en el mundo de los vivos tenía que ser más prolongada. Y no se equivocaría. Juan el Evangelista debió fallecer en la década de los años noventa de nuestra Era. Quizá cerca del cien.
«—Una vez te llamé a ti y a tu hermano hijos del trueno. Comenzaste con nosotros con una mente recia e intolerante. Pero has cambiado mucho desde que me rogaste que hiciera caer fuego del cielo contra los ignorantes e irreflexivos no creyentes. Y aún debes cambiar más. Tienes que llegar a ser el apóstol del nuevo mandamiento que os he dado esta noche. Dedica tu vida a enseñar a tus hermanos a amarse los unos a los otros como yo os he amado.»
Cuando hubo terminado, un incontenible gimoteo empañó el silencio de los allí reunidos. Juan estaba llorando. Y con la voz entrecortada, respondió:
«—Y así lo haré, Maestro. Pero ¿cómo puedo aprender a amar a mis hermanos?»
«—Aprenderás a amar más a tus hermanos —replicó solícito Jesús— cuando aprendas a amar primero a su Padre del cielo y cuando llegues a estar verdaderamente interesado en el bienestar de todos ellos.., en el tiempo y en la eternidad. Y todo este interés humano se ve favorecido con el servicio generoso, con la comprensión, con la simpatía y con el perdón ilimitado.
Ningún hombre despreciará tu juventud. Pero te exhorto a que siempre la debida consideración al hecho de que la vejez representa, normalmente, experiencia. Y nada en los asuntos del hombre puede reemplazar a la auténtica experiencia. Esfuérzate en vivir apaciblemente con todos los hombres. En especial con tus amigos en la hermandad del reino celestial. Y recuerda siempre, Juan: no luches con las almas que podrías ganar para el reino.»
Sin poder contener su llanto, Juan procedió a sentarse. Los pasos del Galileo rodearon entonces su propio diván, en dirección al otro brazo de la «U». Pero al llegar a la altura del asiento que había ocupado Judas, se detuvo. Y permaneció allí, inmóvil y en silencio, durante veinte o treinta segundos. No hubo comentario o señal que nos permitiese reconstruir el semblante o actitud de Jesús ante el vacío diván del traidor. (Más adelante de «regreso» a la Palestina del año 30, Andrés me definiría aquellos críticos instantes como de «suma tristeza para el Maestro».
El único pensamiento que cruzó entonces por las mentes de los once fue la anormal tardanza del Iscariote. «Habían sucedido tantas cosas desde que Judas desapareció de nuestra vista —añadiría el jefe de los apóstoles— que llegamos, incluso, a olvidarnos de él.»)
Al cabo de ese breve período de reflexión, Jesús de Nazaret siguió avanzando, deteniéndose frente al aguerrido Simón el Zelote. Una vez en pie, el posible miembro o simpatizante del grupo guerrillero, escuchó las siguientes palabras:
«—Tú eres un verdadero hijo de Abraham. ¡Pero cuánto tiempo he tratado de convertirte en un hijo del reino celestial!… Te quiero y también todos tus hermanos. Sé que me amas, Simón, y que amas también el reino, pero continúas intentando que este reino sea de acuerdo con tu gusto. Sé muy bien que, finalmente, comprenderás la naturaleza espiritual y el significado de mi evangelio y que realizarás un valiente trabajo en su proclamación. Pero estoy preocupado por lo que pueda ocurrirte cuando me vaya. Me alegraría saber que no dudarás. Sería feliz si pudiese saber que, después que vaya al Padre, no dejarás de ser mi apóstol y que te comportarás aceptablemente como embajador del reino celestial.»
El ardiente patriota no dudó en su respuesta:
«—Maestro, no temas por mi lealtad. He vuelto la espalda a todo para poder dedicar mi vida al establecimiento de tu reino en la Tierra y no fallaré. Hasta ahora he sobrevivido a todas las decepciones y no te abandonaré.»
Estas manifestaciones del Zelote eran de suma importancia para entender mejor el grado de frustración de algunos de los seguidores del Galileo, convencidos hasta el último momento del papel político y terrenal de Jesús. Pero tiempo habrá de profundizar en este espinoso asunto, tan escasamente contemplado por los evangelistas…
Al oír tan vehemente afirmación, el Maestro replicó con cierta crudeza:
«—Es realmente refrescante oírte hablar así en un momento como éste. Pero, mi buen amigo, todavía no sabes de lo que estás hablando. Ni por un momento dudaría de tu lealtad o devoción. Sé que no vacilarías en ir adelante en la lucha y en morir por mí, como lo harían éstos…»
Un murmullo general de aprobación interrumpió las palabras del Cristo.
«—… Pero no se requerirá eso de vosotros. Os he dicho repetidamente que mi reino no es de este mundo y que mis discípulos no lucharán para llevar a cabo su establecimiento. Os lo he dicho muchas veces, Simón, pero no queréis enfrentaros a la verdad. No estoy preocupado por vuestra lealtad hacia mí o hacia el reino. Pero ¿qué haréis cuando me marche y despertéis al fin y os deis cuenta que no habéis comprendido el significado de mi enseñanza y que tenéis que ajustar vuestros conceptos erróneos a otra realidad?»
Simón intentó hablar. Pero Jesús prosiguió:
«—Ninguno de mis apóstoles es más sincero y honesto de corazón que tú, pero ninguno estará tan abatido y perturbado como tú después que yo me vaya. Durante tu desaliento, mi espíritu morará en ti y éstos, tus hermanos, no te abandonarán. No olvides lo que te he enseñado sobre la relación entre los ciudadanos del mundo y la «ciudadanía» de los otros hijos: los del reino de mi Padre. Medita bien todo lo que te he dicho sobre dar al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios y a mí lo que es mío. Dedica tu vida, Simón, a mostrar cuán aceptablemente puede el hombre mortal confundir mi precepto referente al reconocimiento simultáneo del deber temporal para con los poderes civiles y el servicio espiritual en la hermandad del reino. Si eres enseñado por el Espíritu de la Verdad, nunca habrá conflicto entre las obligaciones que impone la ciudadanía de la Tierra y las de ser hijos del cielo…, a no ser que los dirigentes temporales pretendan de vosotros el homenaje y adoración que sólo pertenecen a Dios. Y ahora, Simón, cuando veas finalmente todo esto, te hayas sacudido la depresión y salgas adelante, proclamando con gran poder este evangelio, nunca olvides que yo estaba contigo, incluso en toda tu época de descorazonamiento y que continuaré contigo hasta el mismo fin. Siempre serás mi apóstol y, cuando llegues a ver con el ojo del Espíritu y sometas plenamente tu voluntad a la del Padre del cielo, entonces volverás a trabajar como mi embajador. A pesar de tu lentitud en comprender las verdades que te he enseñado, nadie te quitará la autoridad que te he dado. Así, Simón, te aviso una vez más: los que luchan con la espada, mueren con la espada. Sin embargo, los que trabajan en el Espíritu consiguen la vida eterna en el reino y la paz y la alegría en la Tierra. Cuando la misión encomendada a tus manos haya sido terminada en el mundo, tú, Simón, te sentarás conmigo en mi reino. Y verás realmente el reino por el que has suspirado. Pero no será en esta vida. Continúa creyendo en mí y en lo que te he revelado y recibirás el regalo de la vida eterna.»
A continuación, el Maestro se situó frente a Mateo Leví.
«—Ya no te corresponderá cuidar de la caja del grupo apostólico. Pronto, muy pronto, todos os dispersaréis. No os será permitido disfrutar siquiera del reconfortante y continuo apoyo de uno solo de vuestros hermanos. Cuando vayáis predicando este evangelio del reino tendréis que buscar nuevos compañeros. Os he enviado de dos en dos durante el tiempo de entrenamiento pero, ahora que os dejo, después que os hayáis recuperado del golpe, iréis solos y hasta los confines de la Tierra, proclamando esta buena noticia: que los mortales vivificados en la fe son los hijos de Dios.»
Mateo, con su habitual calma y sentido práctico, preguntó a su vez:
«—Pero, Maestro, ¿quién nos enviará y cómo sabremos a dónde ir? ¿Nos enseñará Andrés el camino?»
«—No, Leví —respondió Jesús, confirmando así lo que yo ya sabía y que dejé bien claro en relatos precedentes: la jefatura del hermano de Simón Pedro—, Andrés ya no os dirigirá en la proclamación del evangelio. En verdad, continuará como vuestro amigo y consejero hasta el día en que llegue el nuevo maestro. Entonces, el Espíritu de la Verdad os guiará al extranjero para que trabajéis por la ampliación del reino. Muchos cambios han sobrevenido sobre vosotros desde aquel día, en la casa de aduanas, cuando, por primera vez, empezasteis a seguirme. Pero muchos más deben ocurrir antes de que podáis contemplar la visión de una hermandad en la que gentiles y judíos se sienten en asociación fraternal. Pero seguid adelante en vuestras prisas por ganar a vuestros hermanos judíos. Cuando estéis totalmente satisfechos, volved entonces con fuerza hacia los gentiles. De una cosa puedes estar seguro, Leví:
Has ganado la confianza y el afecto de tus hermanos. Todos te quieren.»
Un nuevo y colectivo murmullo de aprobación, subrayó las últimas palabras de Jesús.
«—Leví, sé de tus ansiedades, sacrificios y trabajos para mantener llena la caja. Tus hermanos no lo han sabido. Y me siento contento de que, aunque el que lleva la bolsa no está, el embajador del tabernero esté aquí, en mi reunión de despedida, con los mensajeros del reino. Ruego porque puedas discernir el significado de mi enseñanza con los ojos del espíritu. Y cuando el nuevo maestro llegue a tu corazón, sigue adelante. Él te guiará. Y muestra a tus hermanos y a todo el mundo lo que el Padre puede hacer con un odiado recaudador de impuestos, que se atrevió a seguir al Hijo del Hombre y a creer en el evangelio del reino. Incluso desde el principio, Leví, te quise como quise a estos otros galileos. Sabiendo entonces muy bien que ni el Padre ni el Hijo tienen en cuenta a las personas, mira de no hacer esas distinciones entre los que lleguen a ser creyentes en el evangelio a través de tu ministerio. Y así, Mateo, dedica toda tu vida de servicio futuro a mostrar a los hombres que Dios no tiene en cuenta la posición de las personas. Que, a la vista del Padre en la hermandad del reino, todos los humanos son iguales, todos son hijos de Dios.»
Santiago Zebedeo, el hermano de Juan, aguardaba en pie al Maestro. Este se encaminó hacia él, diciéndole:
«—Santiago, cuando tú y tu hermano pequeño llegasteis una vez hasta mí, buscando preferencias en los honores del cielo y os respondí que esos honores eran otorgados por el Padre, os pregunté si seríais capaces de beber mi copa. Los dos respondisteis que sí. Aunque ni entonces ni ahora estéis preparados para ello, pronto estaréis dispuestos para tal servicio, a causa de la experiencia que estáis a punto de atravesar. Por aquel comportamiento reñiste a tus hermanos. Si todavía no te han perdonado del todo, lo harán cuando vean que bebes mi copa. Tanto si tu ministerio es largo o corto, conserva tu alma en paz. Cuando el nuevo maestro venga, deja que te enseñe el equilibrio de la compasión y esa amable tolerancia que nace de la sublime confianza en mí y en la perfecta sumisión a la voluntad del Padre. Dedica tu vida a demostrar afecto humano y dignidad divina combinados. Y todos los que vivan así revelarán el evangelio, incluso en la forma de su muerte. Tú y tu hermano Juan iréis por distintos caminos y uno de vosotros puede que se siente conmigo en el reino eterno mucho antes que el otro…»
Sutilmente, Jesús de Nazaret estaba anunciando a Santiago que su muerte ocurriría mucho antes que la de su hermano.
«—Os ayudaría mucho saber que la verdadera sabiduría comprende discreción y coraje a un mismo tiempo. Aprenderéis sagacidad, para que acompañe a vuestra agresividad. Llegarán supremos momentos en los que mis discípulos no dudarán en dar sus vidas por este evangelio. Pero, en las demás circunstancias, en las ordinarias, será mejor aplacar la ira de los no creyentes para que podáis vivir y continuar predicando las buenas noticias. Mientras tengáis fuerzas, vivid largamente para que vuestra labor sea fructífera en almas ganadas para el reino celestial.»
Terminadas sus palabras de despedida a Santiago, Jesús caminó hasta el final de la mesa. Allí se encontraba Andrés, su fiel ayudante. Sus frases relacionadas con la jefatura del apóstol no dejaron lugar a dudas:
«—Andrés, me has representado con fidelidad como cabeza de los embajadores del reino celestial. Aunque hayas dudado muchas veces y en otras ocasiones hayas manifestado una clara y peligrosa timidez, así y con todo, siempre has sido sinceramente justo en tus relaciones con tus compañeros. Desde tu ordenación y la de tus hermanos como mensajeros del reino has sabido gobernarte a ti mismo en los asuntos administrativos del grupo. En ningún otro asunto temporal he actuado para dirigir o influir tus decisiones. Y lo hice así para enseñarte, con vistas a tus deliberaciones en los grupos futuros. En mi universo y en el universo de los universos de mi Padre, a nuestros hijos-hermanos se les trata como individuos en todas sus relaciones espirituales. Pero en las de grupo procuramos que exista una dirección. Nuestro reino es un reino de orden y, donde dos o más criaturas actúen en cooperación, siempre existe esa autoridad.»
«Y ahora, Andrés, puesto que eres el jefe de tus hermanos por la autoridad de mi nombramiento y puesto que así has servido, como mi representante personal, ya que estoy a punto de marcharme e ir a mi Padre, te libero de toda responsabilidad en lo concerniente a los asuntos temporales y administrativos. De ahora en adelante puedes no ejercer jurisdicción sobre tus hermanos, excepto la que hayas ganado por tu capacidad como líder espiritual y que ellos reconozcan libremente. Desde este momento puedes no ejercer ninguna autoridad sobre tus hermanos, a no ser que ellos te la restauren. Pero esta liberación como cabeza administrativa del grupo de ninguna manera disminuye tu responsabilidad moral para hacer todo lo que esté en tu mano respecto al mantenimiento de la unión de todos éstos en el periodo de prueba que se avecina. De ahora en adelante sólo ejerceré autoridad espiritual sobre y entre vosotros.»
«Si tus hermanos desean retenerte como consejero, te digo que debes hacer todo lo que puedas para promocionar la paz y la armonía (tanto en los asuntos temporales como espirituales) entre los grupos de sinceros creyentes en el evangelio. Dedica el resto de tu vida a impulsar los aspectos prácticos del amor fraterno. Sé amable con mis hermanos en la carne. Manifiesta una devoción amorosa e imparcial a los griegos del oeste y a Abner, del este. Aunque éstos, mis apóstoles, van a ser esparcidos muy pronto por los cuatro confines de la Tierra para proclamar la buena nueva de la salvación, debes mantenerles unidos durante el tiempo de prueba que se avecina. En esa época debéis aprender a creer en este evangelio sin mí presencia personal. Y así, Andrés, aunque no recaigan en ti las grandes labores que ven los hombres, conténtate con ser el maestro y consejero de los que las hacen. Sigue adelante con tu trabajo en la Tierra (hasta el final) y así continuarás este ministerio en el reino eterno. ¿No te he dicho muchas veces que tengo otras ovejas que no son de este rebaño?»
La siguiente despedida fue para los gemelos Alfeo. En pie, entre ambos, les anunció:
«—Hijitos míos. Vosotros sois uno de los tres grupos de hermanos que eligió seguirme…»
Al no conocer con exactitud cómo se produjo la elección de los doce, aquellas palabras nos desconcertaron.
¿Es que sólo la mitad de los discípulos —los hermanos Alfeo, Andrés y Simón Pedro y los también hermanos Juan y Santiago de Zebedeo— eligió seguir al Maestro? ¿Y los otros seis? Los motivos que justificaban nuestro «regreso» seguían multiplicándose.
«—… Los seis —prosiguió Jesús— habéis trabajado bien y en paz con vuestra propia carne y sangre. Pero nadie lo ha hecho mejor que vosotros. Se avecinan tiempos duros… Puede que no comprendáis todo lo que va a suceder, pero no dudéis que una vez fuisteis llamados para la tarea del reino. Por algún tiempo no habrá multitudes a quienes dirigir. Pero no os descorazonéis. Cuando vuestro trabajo en esta vida haya concluido, os recibiré en lo alto y allí, en la gloria, hablaréis de vuestra salvación a los ejércitos seráficos y a las multitudes de los altos Hijos de Dios. Dedicad vuestra vida a engrandecer las tareas triviales. Mostrad a todos los hombres y a los ángeles cuán alegre y valiente puede llegar a ser el hombre mortal. Y tras vuestra época al servicio de Dios, volved a las labores de los días pasados. Si, por el momento, veis concluido vuestro trabajo en los asuntos exteriores del reino, volved a las faenas cotidianas. Y hacedlo con la nueva luz de la experiencia de saberos hijos de Dios. A vosotros, que habéis trabajado conmigo, todo se os ha hecho sagrado. Toda labor terrenal ha llegado a ser un servicio al Dios Padre. Y cuando oigáis noticias de los hechos de vuestros anteriores compañeros apostólicos, regocijaros con ellos y continuad vuestra labor diaria como los que esperan en Dios y sirven mientras esperan. Habéis sido mis apóstoles y siempre lo seréis y os recordaré en el reino que ha de llegar.»
Era la primera vez que Jesús de Nazaret daba por hecho que varios de sus hombres más cercanos no desempeñarían la labor de evangelizadores una vez que Él hubiera desaparecido. La verdad es que, con la excepción de unos pocos discípulos, las actividades apostólicas del resto del grupo apenas si han quedado reflejadas en los escritos y tradiciones de los cristianos.
Felipe fue el siguiente. En pie, como el resto, escuchó atentamente a su rabí:
«—Felipe, me has formulado muchas y locas preguntas. Y he hecho lo posible para responder a todas ellas. Ahora contestaré a la última que ha surgido en tu muy honesta aunque poco espiritual mente. Todo el tiempo he estado acudiendo a ti, mientras te preguntabas: «¿Qué haré si el Maestro se marcha y nos deja solos en el mundo?» ¡Oh, tú, hombre de poca fe! Y así y con todo, tienes casi tanta como muchos de tus hermanos… Has sido un buen sirviente, Felipe. Nos fallaste pocas veces. Y uno de los fallos lo utilizamos para manifestar la gloria del Padre…»
—¿A qué puede referirse? —intervino Curtiss.
Tampoco supe responderle. Sabía que Felipe era el sable de la intendencia general del grupo pero, en esos momentos, no podía imaginar de qué hablaba el Galileo. ¿Quién podía suponer que yo mismo contemplaría el «fallo» en cuestión? No adelantemos acontecimientos…
«—… Tu oficio de servidor está a punto de concluir, deberás hacer el trabajo para el que fuiste llamado: la predicación de este evangelio. Felipe, siempre has querido que se muestren las cosas. Pronto verás grandes hechos. Puesto que has sido sincero, incluso en tu visión material, vivirás para ver cumplidas mis palabras. Y entonces, cuando seas bendecido con visión espiritual, sigue adelante en tu trabajo, dedicando tu vida a la conducción de la Humanidad hacia la búsqueda de Dios y de las realidades espirituales, pero con los ojos de la fe; no con los de la mente material. Recuerda, Felipe, tienes una gran misión en la Tierra. El mundo está lleno de hombres que miran la vida como tú lo has hecho. Tienes un gran trabajo por hacer, y, cuando esté terminado, vendrás a mí, en mi reino y tendré gran placer en enseñarte lo que no ha visto el ojo, escuchado el oído ni concebido la mente mortal. Entretanto, sé cómo un niño pequeño en el reino del Espíritu y permíteme, como Espíritu del nuevo maestro, guiarte hacia el reino espiritual. De esta forma podré hacer mucho por ti: lo que no pude llevar a cabo cuando permanecí contigo como un mortal. Y recuerda siempre, Felipe: quien me haya visto, ha visto al Padre.»
Al terminar, Felipe volvió a reclinarse. Y los pasos del Maestro se dirigieron al siguiente diván: el de Bartolomé o Natanael. Éste se había puesto en pie pero Jesús le indicó que se sentara. Al momento, el rabí hizo otro tanto, acomodándose a su lado. Y le habló así:
«—Natanael, has aprendido a vivir por encima de los prejuicios y a practicar una tolerancia cada vez mayor, puesto que te hiciste mi apóstol. Pero aún hay mucho que aprender. Has sido una bendición para tus compañeros, siempre amonestados con tu sinceridad. Cuando me haya ido, puede que tu franqueza interfiera en las relaciones con tus hermanos, tanto con los antiguos como con los nuevos. Debes aprender que incluso la expresión de un buen pensamiento tiene que ser modulada de acuerdo con el nivel intelectual y el desarrollo espiritual del que escucha. La sinceridad es más útil en las tareas del reino cuando se casa con la discreción.» «Sí aprendieses a trabajar con tus hermanos podrías finalizar muchas más cosas. Pero si te encuentras a ti mismo en la búsqueda de aquellos que piensan como tú, en ese caso, dedica tu vida a demostrar que el discípulo conocedor de Dios puede llegar a ser un constructor del reino, incluso cuando esté solo y separado de sus hermanos creyentes. Sé que serás fiel hasta el final. Y algún día te daré la bienvenida al amplio servicio de mi reino, en lo alto.»
Bartolomé se dirigió entonces al rabí, preguntándole:
«—He escuchado tus enseñanzas desde la primera vez que me llamaste al servicio de este reino. Pero, honestamente, no puedo comprender todo el significado de lo que nos dices. No sé qué más debemos esperar. Y creo que la mayoría de mis hermanos están perplejos, al igual que yo, aunque dudan en confesar su confusión. ¿Puedes ayudarme?»
«—Amigo mío —respondió el Cristo al instante—, no es extraño que te encuentres perplejo en tu intento por comprender el significado de mis enseñanzas espirituales. Arrastráis el preconcepto de la tradición judía y os empeñáis en interpretar mí evangelio de acuerdo con las enseñanzas de los escribas y fariseos. Os he enseñado por la palabra de mi boca y he vivido mi vida entre vosotros. He hecho lo posible para alumbrar vuestras mentes y liberar vuestras almas, pero lo que no habéis conseguido hasta ahora por mis enseñanzas, debéis adquirirlo de la mano de ese maestro de maestros: la experiencia real.
En esa nueva andadura, yo iré por delante y el Espíritu de la Verdad estará con vosotros. No temáis. Lo que ahora no podéis comprender, el nuevo maestro, cuando haya venido, os lo revelará en esta vida y en vuestro aprendizaje en el tiempo eterno.»
Jesús dirigió entonces su voz hacia el centro de la mesa:
«—No os turbéis porque no podáis asimilar todo el significado del evangelio. No sois más que hombres finitos y mortales y lo que os he enseñado es infinito, divino y eterno. Sed pacientes. Tened valor. Tenéis las edades eternas ante vosotros. En ellas continuaréis vuestra progresiva perfección, así como vuestro Padre del Paraíso es perfecto.»
Curtiss, Eliseo y yo nos miramos. Los tres nos vimos asaltados por el mismo sentimiento. Parecía como si aquellas últimas frases del Maestro —dirigidas al centro de la «U», al punto donde se encontraba el micrófono— no hubieran sido destinadas únicamente a sus íntimos…
Jesús se incorporó y caminó hasta la posición de Tomás. Y se le oyó decir:
«—Tomás. A menudo te ha faltado la fe. Sin embargo, a pesar de esos momentos de duda, nunca has carecido de coraje. Sé muy bien que los falsos profetas y maestros no te engañarán. Después que me haya ido, tus hermanos apreciarán mucho más tu forma crítica de ver y enjuiciar las enseñanzas. Y cuando todos os disperséis por los confines de la Tierra, recuerda que aún eres mi embajador. Dedica tu vida a la gran obra de mostrar cómo la mente crítica material puede triunfar sobre la inercia de la duda intelectual, cuando se enfrenta con la demostración de la manifestación de la verdad viva.». «Tomás, estoy contento de que te hayas unido a nosotros. Y sé que, tras un corto período de perplejidad, seguirás adelante, en el servicio del reino. Tus dudas han confundido a tus hermanos, pero no a mí. Tengo confianza en ti e iré delante tuyo a los más remotos lugares de la Tierra.»
Y Jesús, lentamente, fue a situarse frente a uno de sus hombres más difíciles y queridos: Simón Pedro. Estábamos a punto de asistir a otra profética alocución…
En el caso de Pedro, como se verá, los reproches del Maestro fueron más duros.
«—Pedro, sé que me amas. Y sé que dedicarás tu vida a la proclamación pública de este evangelio del reino a judíos y gentiles. Pero estoy apenado… Tus años de tan firme asociación conmigo no te han ayudado lo suficiente a pensar antes de hablar…»
Fue una lástima no haber estado presente en aquella reunión. Estoy seguro que la expresión de Pedro debía de ser un libro abierto.
«—… ¿Qué experiencia debes vivir para que aprendas a ser cauteloso con tu boca? ¡Cuántos problemas nos has dado por tu irreflexión y por tu presuntuosa confianza en ti mismo! Y estás destinado a crearte muchos más si no dominas esa debilidad. Sabes que, a pesar de ese defecto, tus hermanos te aman. Y debes entender igualmente que esa debilidad de ningún modo disminuye mi afecto hacia ti. Pero te resta eficacia y multiplica tus problemas…»
El tono de Jesús se hizo menos severo.
«—… Sin duda, la experiencia que pasarás esta noche te será de gran ayuda. Y lo que ahora te digo, Simón Pedro, sirve también para todos los aquí reunidos:
Esta noche correréis grave peligro de tropezar conmigo. Sabéis que está escrito: «El Pastor será castigado y las ovejas esparcidas fuera.» Cuando esté ausente habrá el riesgo de que algunos de vosotros sucumbáis ante la duda y tropecéis por lo que a mí me suceda. Pero ahora mismo os prometo que volveré por un corto tiempo y que, entonces, entraré en Galilea.»
El fogoso Pedro no tardó en replicar:
«—No importa si todos mis hermanos sucumben ante la duda por tu causa. Prometo que no tropezaré con nada que tú puedas hacer. ¡Iré contigo! Y, si es necesario… ¡Moriré por ti!»
El estremecido y voluntarioso apóstol aguardó la respuesta de su Maestro. Y ésta llegó como un jarro de agua helada.
«—Pedro, en verdad, en verdad te digo que esta noche no cantará el gallo antes de que me hayas negado… tres o cuatro veces.»
—¿Tres o cuatro veces? —exclamó el general que, obviamente, no conocía aún nuestra versión sobre lo acaecido esa madrugada del jueves al viernes.
—Afirmativo —me apresuré a responder—. Fueron tres negaciones públicas y una, prácticamente en privado.
«—… De esta forma —continuó Jesús—, lo que no has conseguido aprender de tu pacífica unión conmigo, lo asumirás entre problemas y penas. Y cuando hayas entendido esta necesaria lección, deberás reconfortar a tus hermanos y seguir adelante, llevando una vida entregada a la predicación de este evangelio. Aunque puedas ir a prisión y, quizá, seguirme, pagando el precio supremo por el amoroso servicio en la construcción del reino del Padre.»
Simón Pedro, como el resto, no entendieron entonces el trágico alcance de aquellas proféticas palabras.
«—Pero recuerda mí promesa: cuando haya resucitado, me quedaré con vosotros un tiempo antes de ir al Padre. Incluso esta noche haré súplicas para que os fortalezca ante lo que debéis soportar. Os amo a todos con el amor con que el Padre me ama y, por tanto, de ahora en adelante, debéis amaros los unos a los otros como yo os he amado.»
El grupo se puso en pie y, dirigidos por Jesús de Nazaret, entonó un nuevo cántico.
Hacia las 22.30 horas de aquel jueves, 6 de abril del año 30, los pasos y los murmullos de los doce se perdían hacia el piso inferior de la casa de Elías Marcos. La «última cena» había concluido.
Los tres caímos en un prolongado silencio. En efecto, había demasiados puntos sobre los que meditar. Y aunque dejo al hipotético lector de este diario el derecho a sacar sus propias conclusiones, estimo que es mi obligación dar cuenta de algunas de las apreciaciones y comentarios que se vertieron aquella madrugada en la soledad de la cumbre de Masada.
Para el general —mucho más afectado que nosotros por lo que acabábamos de oír— resultaba del todo incomprensible que los evangelistas no hicieran mención, entre otras cosas, de los incidentes de los divanes y del lavatorio y de las once últimas despedidas del Galileo. Sólo uno de los escritores sagrados —Lucas—, deja entrever que «algo» raro sucedió entre los apóstoles: «Entre ellos hubo también un altercado sobre quién de ellos parecía ser el mayor» (22, 24).
¿Por qué ninguno de los otros tres habla de ese extraño «altercado»?
Para Eliseo, como para mí, la posible respuesta —siempre a título de hipótesis de trabajo— estaba justamente en el denominador común de las mencionadas tres situaciones. Tanto en la citada polémica sobre quien debía ocupar los puestos más cercanos al rabí, como en la orgullosa postura de no querer lavarse los pies mutuamente y en las despedidas, los apóstoles no salían muy bien parados. Como hemos visto, en cada «adiós» del Maestro flotaba una considerable carga de reproches. Jesús, una vez más, llamó a las cosas por su nombre, sacando a la luz los principales defectos de sus íntimos. Y esto, insisto, con el paso de los años, no debió considerarse como «constructivo» por el «colegio apostólico» o por los responsables de las respectivas redacciones evangélicas. Tampoco es el único caso en los Evangelios Canónicos…
Abundando en este mismo sentido, resulta altamente extraño, por no decir sintomático, que sólo uno de los evangelistas, Juan, recuerde en sus escritos el bellísimo gesto de Jesús al lavar los pies de sus discípulos.
¿Por qué Mateo, Marcos y Lucas se olvidan por completo de un suceso tan aleccionador? ¿No sucedería que, a la hora de redactarlo, se vieron en la obligación moral de contar los hechos tal y como ocurrieron, eligiendo finalmente el «silencio» al posible menoscabo de su imagen individual y colectiva? En defensa de la objetividad informativa de los evangelistas —aunque hay demasiadas fisuras para creer en ella— cabe alegar también que, quizá, las actuales versiones de los textos de Mateo, Marcos y Lucas no corresponden a lo verdaderamente escrito en sus orígenes. El primer documento sobre la vida y enseñanzas del Cristo —al menos del que se tiene noticia— fue obra de Mateo. La tradición asegura que este Mateo fue uno de los doce. Sin embargo, los cristianos no disponen de una prueba irrefutable en este sentido. Concediendo incluso que el Mateo Leví, autor de dicho evangelio, fuera el apóstol, nos encontramos con otro hecho demoledor: el texto primigenio, redactado en lengua aramea, se ha perdido. Nos queda, eso sí, un evangelio de Mateo, en griego, que no es otra cosa que una refundición —plagada de posibles modificaciones— del genuino Mateo. Para colmo de males, la actual versión, en griego, debió de ser confeccionada alrededor de los años sesenta de nuestra Era. Es decir, unos treinta años después de la muerte del Salvador. Un tiempo, aunque históricamente corto, demasiado largo para poder recordar con exactitud los extensos y profundos discursos de Jesús. Yo añadiría que los diez o veinte años que pudieron transcurrir desde la desaparición del Galileo hasta la mencionada redacción del primer evangelio —el Mateo arameo— son demasiados para intentar memorizar y retener con pulcritud los cientos de miles de palabras que salieron de la boca del Maestro. En cuanto a los otros evangelistas —Marcos y Lucas—, la situación aún se ensombrece más. El primero fue quizá aquel adolescente —Juan Marcos— que, en efecto, conoció y convivió con el Galileo[91]. Pero su permanencia junto al Maestro fue muy espaciada y esporádica. Es más que seguro que a la hora de poner por escrito sus recuerdos e investigaciones sobre el Cristo tuviera que recurrir a las fuentes ya existentes: Mateo y otros documentos que circulaban entre las comunidades cristianas. Al no estar presente en la última cena, Marcos tuvo que fiarse de versiones ajenas. Y, o bien el «altercado» de los divanes y el tema del lavatorio ya habían sido censurados o, de mutuo acuerdo con los apóstoles sobrevivientes, estimó como más prudente el ignorarlos. La verdad es que nunca sabremos las razones de este triple vacío informativo.
El caso de Lucas resulta más lógico. Los expertos han demostrado que su evangelio fue escrito, basándose —en buena medida— en los textos de Mateo y de Marcos[92]. El evangelista copió, modificó y suprimió un sinfín de pasajes, de acuerdo con su criterio y, sin duda, con los de los que le rodeaban. Su versión, en consecuencia, deja mucho que desear, aunque, como he dicho, cometió un «desliz» al insinuar lo del «altercado»…
Pero quizá el capítulo más delicado es el de la institución de la Eucaristía. No me andaré con rodeos. Desde mi punto de vista, Jesús de Nazaret no instituyó ninguna Eucaristía, tal y como hoy entienden los cristianos este sacramento. Y una prueba importante de lo que afirmo está justamente en el único testigo —con total seguridad— que vivió y escribió sobre dicha cena: Juan. Si el Cristo hubiera pronunciado en verdad esas conocidas palabras —«tomad, éste es mi cuerpo» o «ésta es mi sangre»—, el joven discípulo, que se encontraba a su derecha, no las hubiera ignorado. El hecho, de haber sido así, reviste una importancia tal que, por si solo, eclipsa muchos otros pasajes de la vida del Galileo. ¿Por qué entonces no aparece en la narración de Juan el Evangelista?
Algunos exégetas intentan parchear el suceso, alegando que la misión de Juan al escribir su evangelio era tan sólo la de completar las lagunas de los otros tres. La hipótesis resulta muy endeble. Si ésa hubiera sido en realidad la intencionalidad del Zebedeo, ¿por qué repetir tantos pasajes que figuran ya en los evangelios de sus compañeros? ¿Por qué insistir, por ejemplo, en la muerte y resurrección?
A todo lo largo de su vida, el Hijo del Hombre jamás dejó un sólo legado o consigna que no fuera su mensaje y su actitud ante la vida. Fue tan sutil que, incluso, no dejó nada por escrito. Ni siquiera nos han quedado sus restos mortales. ¿Por qué razón iba a arriesgarse a cristalizar en unas palabras algo que, con el paso del tiempo, podía ser motivo de interpretaciones y definiciones que limitasen sus grandes verdades espirituales? Era más lógico que, bajo el simbolismo del pan y del vino, hablara a sus discípulos de una simple cena de recuerdo. Esta, en mi opinión, pudo ser su verdadera intención: que supiéramos y tuviéramos conciencia de que, cada vez que se reúnen los creyentes, Él está presente. Pero lo está siempre, sin necesidad de «fórmulas mágicas o matemáticas» que, en definitiva, constituyen hoy la Eucaristía. Una vez más, sus palabras e intenciones han sido sometidas y enclaustradas por los falsos y pueriles juicios del hombre, que siente una especial atracción por los dogmas. Cuando se produce una reunión de fieles creyentes, no es necesario asociar la presencia divina a un trozo de pan o a una copa de vino. El Espíritu viviente del Hijo de Dios —tal y como Él repitió— se hace físicamente presente en cada uno de los espíritus de los congregados.
«Tomad esta copa y bebed de ella. Ésta será la copa de mi recuerdo…»
La manipulación del hombre, una vez más, ha sido total. Dudo mucho que Jesús deseara destruir el concepto individual de la divina comunión, estableciendo una fórmula tan precisa y extraña a sus habituales maneras como la que hoy practican los cristianos. Su estilo no fue precisamente el de limitar la imaginación espiritual del creyente acorralándola con formalismos.
«Tomad este pan y comedlo. Os he manifestado que soy el pan de la vida, que es la vida unificada del Padre y del Hijo en un solo don. La palabra del Padre, tal como fue revelada por el Hijo, es realmente el pan de la vida.»
¿Qué relación guardan estas frases con las que nos han transmitido los tres evangelistas? En mi opinión, ninguna. Ni en la letra ni en el espíritu.
Desafortunadamente, de todas sus parábolas y enseñanzas, ésta, quizá, ha sido la más manipulada y «estandarizada». Pero como se verá más adelante, no es el único suceso deformado o ignorado…
En consecuencia, considerando que no hubo transformación del pan y del vino en el cuerpo y sangre del Galileo, tal y como hoy dicta la creencia de los cristianos, tampoco puede polemizarse sobre si Judas llegó a «comulgar» o no.
El trozo de pan mojado en la salsa fue, sencillamente, una costumbre y una señal. Una «pista» que tampoco fue captada por sus discípulos. Tal y como hemos visto, ni siquiera Juan —que se hallaba reclinado a la derecha del rabí— se percató del breve diálogo entre el Maestro y el traidor. Es obvio, por tanto, que el llamado «anuncio de la traición de Judas», que escribe Juan, fue un hecho «descubierto» por el Evangelista, no en los momentos en que se produjo, sino a posteriori. Con seguridad, los once salieron del cenáculo ignorantes de las maquinaciones del Iscariote. Fue después cuando se enteraron.
Por último —ya que la revisión de la «última cena» nos llevaría muy lejos—, ¿por qué los textos evangélicos no dicen una sola palabra sobre la jefatura de Andrés, el hermano de Simón Pedro? ¿Por qué no dedican más espacio a las hermosas y esperanzadoras revelaciones de Jesús sobre «su universo» y el «universo de los universos de su Padre» o sobre las «moradas» o «lugares de paso» en el más allá? ¿Es que el universo del Hijo del Hombre es uno y el de su Padre otro?[93]. ¿Es que no interesaba dejar constancia de todo ello o, simplemente, que no lo comprendieron?
Imagino que la lectura de algunas de estas apreciaciones personales puede herir o inquietar el ánimo de los cristianos menos evolucionados. No es ésa mi intención. Pocas personas en este mundo profesan una fe en el Cristo como la que me ha sido regalada. Pero ello no tiene por qué significar una esclavizante sumisión a dogmas o rituales que no me satisfacen y que, sobre todo, no hubieran sido deseados por el Maestro…
Nuestras discusiones terminaron con el amanecer. Y no por falta de temas o de interés. Simplemente, por agotamiento. Curtiss, comprendiendo que se había extralimitado, nos recomendó que durmiéramos hasta nueva orden. Y así lo hicimos.
A eso de las dos de la tarde de aquel viernes, 9 de marzo de 1973, Eliseo me sacó de un profundo y reparador sueño. Su rostro aparecía feliz. Iluminado.
—Vamos —me susurró sin disimular su emoción—. Todo está dispuesto.
El tiempo había cambiado bruscamente. Negras y amenazadoras nubes se levantaban por el norte, empujadas por un fuerte viento. Mi compañero percibió mi inquietud y, empujándome hacia el comedor, me rogó que olvidara la meteorología.
Poco después, tras un frugal almuerzo, descendimos al foso. La febril actividad de la jornada anterior había decaído sensiblemente. El formidable esfuerzo de los hombres de Caballo de Troya empezaba a dar sus frutos. En el centro de la «piscina» —reluciente y majestuoso— aguardaba el módulo, con sus casi 23 pies de altura. En esos instantes, al rodearlo, un escalofrío me sacudió de pies a cabeza. Y creo que fue a partir de ese momento cuando intuí que «algo» extraordinario e inimaginable nos esperaba al «otro lado».
El carburante —la dimetilbidracina y el tetróxido de nitrógeno— habían sido ya trasvasados a los tanques. En total, 16400 kilos, más que suficiente para nuestros propósitos. Con aquellas casi 16 toneladas y media disponíamos de un margen máximo de vuelo de 5 horas y 14 minutos.
En esta oportunidad, como consecuencia de los nuevos equipos y de la mayor duración de la misión, el peso de la «cuna» había aumentado considerablemente, hasta alcanzar las 25 toneladas. De éstas, como queda dicho, casi 17 correspondían a los depósitos y a los mencionados propelentes.
El general nos hizo una señal, invitándonos a que nos uniéramos a la reunión con los directores del proyecto. Allí, al fin, tuvimos noticia de la «hora cero». El lanzamiento, salvo imprevistos, tendría lugar a las 01 horas del sábado, 10 de marzo.
Cuando nos interesamos por las medidas de seguridad que debían arropar ese crítico momento, Curtiss, sin perder la sonrisa, esquivó la cuestión.
—No hay problema —se limitó a responder—, será como un paseo.
—Pero ¿y los vigilantes? —presioné alarmado.
El jefe de la operación ni siquiera me escuchó. Y siguió enfrascado en los detalles de la exploración.
Por unanimidad, la inclinación de los ejes de los swivels había sido fijada a las 01 horas del domingo, 9 de abril del año 30. De esta forma, una vez practicada la inversión de masa del módulo, tendríamos tiempo suficiente para alcanzar la cima del monte de los Olivos antes de las tres de la madrugada de ese mismo día. La razón era simple: yo debía estar en el jardín, propiedad de José de Arimatea, justo cuando se produjera la primera de las supuestas apariciones del Resucitado. Como ya señalé, la «vara de Moisés» había sufrido ciertas modificaciones. Una de ellas —que describiré en su momento— consistía en la incorporación de un revolucionario sistema basado en «transductores de helio», que, en opinión de los científicos, podía resultar de gran utilidad a la hora de analizar el misterioso cuerpo «glorioso» de Jesús de Nazaret. Pero las cosas no iban a ser tan sencillas…
El general y los directores se mostraban especialmente preocupados por la falta de datos concretos sobre las referidas «apariciones» del Maestro de Galilea. Éstas, insisto, constituían uno de los objetivos básicos de la misión.
Pero, a la hora de trazar un plan, las múltiples contradicciones de los evangelistas —nuestra principal fuente informativa— sólo contribuyeron a complicar las cosas. Mientras Mateo y Lucas, por ejemplo, sólo hablan de dos apariciones, Marcos cita tres y Juan, el más fiable, cuatro[94].
Uno de los pocos puntos coincidentes en los cuatro evangelios era el de la fecha de la primera aparición: «el primer día de la semana». Es decir, el domingo. No sucedía lo mismo, en cambio, con la hora. Para Mateo, las mujeres que acudieron al sepulcro —sobre cuya identidad y número tampoco están de acuerdo los escritores sagrados— lo hicieron «al alborear» el día. Marcos, como hemos visto, habla de «a la salida del sol». Lucas es más impreciso: «muy de mañana». Finalmente, Juan, más minucioso, nos ofrece un dato importante:
«de madrugada…, cuando todavía estaba oscuro».
—Para nosotros, aunque disponíamos de la hora exacta en que se registraron los enigmáticos sucesos que rodearon a la supuesta resurrección, el hecho de poder determinar con precisión el momento en que las mujeres irrumpieron en la propiedad de José de Arimatea era de especial interés. Si teníamos en cuenta que el orto solar en dicha fecha se había producido sobre Jerusalén a las 05 horas y 42 minutos, la tendencia general entre los hombres de Caballo de Troya se inclinaba por la versión de Juan el Evangelista. Pero habría que verificarlo «sobre el terreno».
En lo que concierne al famoso «terremoto» que cita Mateo —ignorado por los otros tres escritores—, nuestro escepticismo fue casi total. Las vibraciones y el zumbido que acompañaron o precedieron —porque este punto no estaba del todo claro— a la «desaparición» del cadáver del interior de la gruta, nada tenían que ver con lo que hoy interpretamos como un seísmo. En cuanto a la piedra que cerraba el sepulcro, las contradicciones eran igualmente palpables. Mateo «culpa» al Ángel del Señor que bajó del cielo. Marcos, Lucas y Juan, prudentemente, coinciden en que, cuando las mujeres llegaron al lugar, la citada piedra ya había sido desplazada. Pero ¿cómo o por quién?
Posiblemente, como yo mismo tuve ocasión de escuchar desde el palomar, el movimiento, no de una, sino de las dos losas, obedeció a alguna fuerza o entidad invisibles a los ojos humanos.
Respecto a los «jóvenes» o «ángeles» de vestiduras blancas y resplandecientes que fueron vistos por las mujeres, el asunto se complicaba hasta límites insospechados. Mateo y Marcos hablan de uno solo. Para el primero, fuera del sepulcro. El segundo, en cambio, lo sitúa en el interior de la cripta. Lucas y Juan citan a dos, respectivamente…
¿Con qué versión nos quedábamos?
El primero de los evangelistas —Mateo—, cuando refiere la aparición a las mujeres, entra de nuevo en flagrante oposición con Juan. Mientras aquél afirma que Jesús salió al encuentro de dichas mujeres y que éstas, «acercándose, se asieron a sus pies y le adoraron», el Zebedeo asegura algo muy diferente: que María Magdalena «se volvió —estando aún junto al sepulcro— y vio a Jesús». Es más: llegó a confundirlo con el jardinero, rogándole que le dijera dónde había dejado el cuerpo del Maestro. Cuando, finalmente, la de Magdala reconoce al Galileo, éste le prohíbe que le toque, «ya que aún no ha subido al Padre».
En fin, ¿para qué continuar? El estudio y revisión de estos pasajes sólo contribuyó a confundirnos. Era menester «reconstruir» los hechos. Y hacerlo desde el principio. De ahí que mi presencia en el jardín fuera vital. Y, a ser posible, como había planeado Caballo de Troya, desde los momentos de la supuesta resurrección. Pero el destino tenía otros «planes»…
Por el segundo de los libros atribuidos a Lucas —los Hechos de los apóstoles— sabíamos que la última de las apariciones del Maestro a sus discípulos (denominada entre los cristianos como la «ascensión a los cielos») pudo producirse a los cuarenta días de su resurrección. Es decir, hacia el 18 de mayo, jueves. Pero, lógicamente, el dato no era muy seguro. Así y con todo, aunque el tiempo destinado a esta segunda exploración quedaba por entero en nuestras manos, Caballo de Troya se preocupó de llenar la despensa del módulo con una reserva de agua y alimentos suficiente para unos doce días.
Aunque menor, ésta fue otra de las preocupaciones del general. Si la misión, como estaba previsto inicialmente, se prolongaba hasta un total de 40 ó 45 días, Eliseo y yo deberíamos suplir la falta de provisiones, acudiendo a «las fuentes naturales de nuestro entorno». Dadas las deficientes condiciones higiénicas de la época, el equipo de directores había fijado una serie de drásticas normas, de carácter preventivo, que debíamos cumplir estrictamente. Pero prefiero dejar este asunto para más adelante…
La mayor parte de las reservas alimenticias de la «cuna», al igual que sucediera en el primer «salto», había sido meticulosamente estudiada, siguiendo —¡cómo no!— las directrices y costumbres de la NASA. En el diario plan de trabajo —que afectaba sobre todo a mi hermano— se contemplaban tres epígrafes muy concretos: «desayuno», «almuerzo» y «cena». En total, Caballo de Troya había seleccionado un régimen de comidas integrado por 35 manjares distintos, todos ellos deshidratados; es decir, sin agua. La dieta diaria abarcaba desde espaguetis con salsa de carne hasta cóctel de gambas, pasando por los más variados jugos de frutas, pastel de manzana, queso, leche y un sinfín de verduras y otros alimentos ricos en glúcidos o hidratos de carbono, lípidos, vitaminas[95] y minerales. Este último capítulo recibió una especial atención por parte de nuestros expertos. Como se sabe, los minerales, al igual que las vitaminas, no suministran energía, pero tienen mucha importancia en la regulación de todas las funciones vitales. El hombre puede tolerar la falta de vitaminas durante semanas. Sin embargo, cualquier pequeña alteración en la concentración de cloruro sódico en la sangre, por poner un ejemplo, puede revestir fatales consecuencias. De ahí que las provisiones ricas en minerales —sobre todo en sodio, potasio, hierro, magnesio, calcio, fósforo, yodo, cobalto, cloro y flúor— fueran especialmente mimadas.
Aquellos alimentos que terminaban por deshacerse en migas fueron reunidos por bocados. Cada uno previamente envuelto en una capa de fécula que evitaba que se desmigajasen. La preparación del correspondiente «menú» obligaba a un tratamiento previo, a base de agua fría o caliente, dependiendo de los gustos personales y de la naturaleza de los manjares. Cada «desayuno», «almuerzo» y «cena» había sido acondicionado en sendos recipientes cilíndricos y todo ello, a su vez, herméticamente protegido en un compartimento destinado a «despensa» y ubicado en la «popa» de la nave.
Teniendo en cuenta la forma prismática de la «cuna» —con algo más de 60 metros cúbicos de capacidad—, en lo que podríamos denominar la «proa» había sido dispuesto el grueso de los equipos electrónicos, de navegación y el ordenador central: nuestro servicial y utilísimo Santa Claus. A derecha e izquierda de los asientos de pilotaje, ocupando la casi totalidad de las paredes laterales, los depósitos de carburante, agua y gases auxiliares. Todo ello, en compartimentos estancos, fabricados en una especial aleación de aluminio. Las juntas y otras zonas que podían verse sometidas a mayores esfuerzos mecánicos eran de titanio. Bajo nuestros pies, como creo haber comentado ya, el motor principal y los dos reactores auxiliares y regulables. Los otros ocho cohetes se hallaban repartidos estratégicamente en las diferentes caras del módulo. La «popa», además de la «despensa» y las literas, albergaba complejos circuitos de radio, de medición ambiental interna y externa y una batería atómica —tipo SNAP 27—, capaz de transformar la energía calorífica del plutonio radiactivo en corriente eléctrica (50 W), con una vida útil de un año.
Esta pila, especialmente blindada, era el «corazón» del módulo. Todos los circuitos e instrumentos, en mayor o menor grado, dependían de ella. No quiero ni pensar lo que hubiera sido de nosotros de producirse un fallo en el suministro eléctrico… Como medida precautoria, Caballo de Troya añadió a los nuevos equipos una batería de espejos metálicos —doce en total—, que podían ser montados en el exterior de la «cuna», aprovechando la radiación solar y pudiendo generar hasta 500 W[96].
Entre los asientos de los tripulantes se hallaba el núcleo de control de los ejes de los swivels, esencial para la inversión de masa y el retroceso en el tiempo[97]. Este enjambre de equipos era controlado por el ordenador central —Santa Claus—, del que ya he hablado[98] y cuya naturaleza nada tiene que ver con sus «hermanos», los computadores de válvulas de alto vacío o de estado sólido. La coordinación de los principales sistemas —propulsión, inversión de los ejes, barrido visual para vuelos, descensos del módulo, detección y emisión, controles del medio biológico, alimentación general de los equipos, etc—, era ejecutada mediante la técnica conocida como «control por retroacción con el auxilio de computadores»[99].
Y aunque no pretendo extenderme en las siempre difíciles y complejas características técnicas del instrumental y de los sistemas utilizados, tanto mi compañero de aventuras como yo mismo sentimos una profunda complacencia cuando, al revisar el interior de la «cuna», comprobamos que Caballo de Troya había accedido a algunas de nuestras sugerencias, de cara a la inminente exploración. En la «popa», debidamente acondicionados, se hallaban, entre otros, los siguientes aparatos y «herramientas»:
Dos microscopios. Uno del tipo Ultropack, de la casa Leilz, muy útil para la visualización de cuerpos opacos, y el segundo, más complejo, que en aquellas fechas iniciaba sus primeros pasos en el mundo de la investigación científica: el denominado de «efecto túnel» —que procuraré detallar en su momento—, y que resultaría de gran utilidad para los propósitos de la misión. El considerable peso y volumen del microscopio electrónico a escansión nos hizo desistir de su instalación en el interior de la nave.
Además, un microdensitómetro y un sofisticado «interpretador» de imágenes que contribuirían —¡Y de qué forma!— a lo que, sin duda, fue uno de los más sensacionales hallazgos de este segundo «salto».
El «grueso» del nuevo instrumental lo completaban un láser experimental, destinado a comunicaciones a larga distancia; un aparato miniaturizado de rayos X de modulaciones guiadas; material termográfico de alta velocidad y otros «dispositivos» que, como digo, iré desvelando cuando llegue la ocasión.
En uno de los compartimentos de la «despensa» —protegidos a baja temperatura— fueron incluidos también diversos reactivos y una amplia muestra de los antibióticos, sulfamidas y otros fármacos sintéticos, imprescindibles en un clima templado, en especial para combatir posibles infecciones microbianas[100]. Junto a esta generosa representación de la más moderna quimioterapia —reservada, en principio, de acuerdo con el estricto código ético de la operación, a los ocupantes del módulo—, el general Curtiss y algunos de los directores habían insistido en la necesidad de abastecer a la nave de una cumplida reserva de plantas medicinales. En total, 147 especies altamente beneficiosas y que, en caso de necesidad y de acuerdo con nuestro criterio, podían ser sacadas de la «cuna». La mayor parte de ellas, según los estudios de nuestros especialistas, se daba en aquellos tiempos en Palestina y en las regiones circundantes. Su presencia, por tanto, no rompía los esquemas o el «cuadro» evolutivo del momento. Y debo reconocer que la idea resultaría muy útil y fructífera… Cada hierba, debidamente seca, fue introducida en pequeños frascos de vidrio, etiquetados con el nombre de la planta y la fecha en que fue recolectada. Santa Claus recibió igualmente una completísima información sobre la naturaleza, origen y propiedades curativas de todas ellas.
Por último, entre las «novedades» contábamos también con unas valiosas réplicas de los «cuadrados» astrológicos utilizados por los egipcios en tiempos de Jesús, así como de una serie de astrolabios asirios —igualmente tallados en tablillas de madera policromada—, que debían «ayudarme» en mi tarea como «augur» y «adivino».
Pero lo que más llamó nuestra atención fue una caja de acero cuadrada, herméticamente cerrada, situada también a «popa» y directamente conectada con el ordenador central. Por más que inspeccionamos sus paredes —de 40 centímetros—, fuimos incapaces de descubrir una sola inscripción o pista que revelasen su contenido. Al hallarse firmemente atornillada, fue imposible valorar su peso o intuir siquiera la razón de su presencia en el interior del módulo. Eliseo y yo, de mutuo acuerdo, interrogamos a Curtiss sobre tan misterioso recipiente. El general parecía estar esperando la pregunta. Su rostro se ensombreció fugazmente y, en un tono autoritario, poco común en él, replicó:
—Lo siento. «Eso» es materia clasificada… Alto secreto.
Y dando media vuelta, se alejó en dirección a la escotilla de emergencia del foso.
Naturalmente, acatamos la orden. Pero Curtiss sabía que aquella actitud de sigilo militar sólo podía contribuir a excitar nuestra curiosidad y, tarde o temprano, a intentar desvelar la misión de tan enigmática caja…
Hacia las cuatro y media, el general retornó a la «piscina». Ocupados en la enésima revisión de los equipos de a bordo, no advertimos su llegada. Fue uno de los ingenieros quien, asomando la cabeza por la escotilla abierta en el suelo de la «cuna», nos anunció que el jefe reclamaba nuestra presencia. Al descender por la escalerilla hidráulica del módulo nos aguardaba otra sorpresa:
La totalidad del turno de trabajo y otros hombres libres de servicio se habían reunido frente a la nave. Curtiss, en primera fila y sonriente, sostenía entre sus manos un cilindro de cristal. Consultó su reloj y, derrochando satisfacción, exclamó:
—Muchachos, dentro de siete horas y treinta minutos, si todo marcha correctamente, iniciaremos la cuenta atrás… Esta vez no estaré físicamente presente. Vuestra seguridad y la de todo el equipo dependen, en buena medida, de esta ausencia mía… temporal. Pronto lo comprenderéis.
Bajó los ojos y, haciendo acopio de toda su energía, fue a plasmar en una sola frase los deseos y sentimientos de cuantos allí estábamos:
—Suerte… y que ¡Él os bendiga de nuevo!
Con la mirada humedecida extendió sus manos hacia Eliseo, haciéndole entrega del vástago de olivo que contenía la urna.
—Una última súplica —añadió—. Llevad también este retoño y plantadlo en nombre de los que quedamos a este lado… Será el humilde y secreto símbolo de unos hombres que sólo buscan la paz. Una paz sin fronteras. Una paz sin limitaciones de espacio… ni de tiempo. ¡Gracias! Y repito: ¡buena suerte!
Antes de que pudiéramos reaccionar, nos abrazó, abriéndose paso de inmediato y con celeridad entre los emocionados técnicos del proyecto, perdiéndose por la escalerilla, rumbo a la superficie de Masada.
Eliseo y yo, con los corazones acelerados, sólo tuvimos fuerzas para musitar un doble y estremecido «gracias»…
Al igual que ocurriera en el primer despegue, en la mezquita de la Ascensión, las palabras se negaron a fluir de nuestros labios.
Restablecida la normalidad en la estación, los directores nos explicaron el porqué de la inesperada ausencia del general en los últimos momentos de la fase «roja».
Días atrás, Curtiss había convencido a Qasim, el jeque beduino que había plantado su tienda a un tiro de piedra de la plataforma-base del aerocarril—, para que celebrara una típica cena nómada, justamente en la noche del viernes, 9 de marzo. Los corderos y un sustancioso «presente» —en dólares, claro—, habían sido decisivos. La finalidad no era otra que mantener a Yefet, el jefe del campamento Eleazar, alejado de la cumbre de la roca durante la apertura de la «piscina» y el posterior lanzamiento de la «cuna».
El capitán israelí y nuestro jefe eran los únicos invitados. Yefet interpretó el gesto como una manifestación de la tradicional hospitalidad beduina, aceptando encantado. Por un lado, rechazar la invitación de los shammar habría sido un insulto. Por otro, la fiesta rompía la monotonía y el duro enclaustramiento a que se hallaba sometido desde febrero.
A las cinco de esa tarde, una de las cabinas del funicular los condujo a la base de Masada. Dado que el servicio del aerocarril finalizaba con el crepúsculo, ambos deberían pernoctar en la tienda nómada. Como precaución extra, el jefe de Caballo de Troya había establecido un código en clave, a utilizar en los siguientes e hipotéticos casos: si algo fallaba en el foso y el despegue del módulo resultaba abortado, uno de nuestros hombres debería transmitir de inmediato, a la estación de radio ubicada en la plataforma-base del funicular, una de las frases de la conversación sostenida entre el doctor Kissinger y la periodista de la NBC, Bárbara Walters, a propósito del inglés que estaba aprendiendo Mao Tse-Tung:
«Siéntese, por favor.»
Si, por el contrario, Yefet era reclamado inesperadamente a la cima, viéndose obligado a abandonar la hospitalidad de los shammar antes de la una de la madrugada del sábado, Curtís tendría que ingeniárselas para salvar los doscientos metros que separaban la tienda de la estación de radio y comunicar al campamento otra de las frases que nos había recomendado memorizar durante la visita al generador:
«Eso es más de lo que usted puede decir en chino.»
—Esperemos por el bien de la misión y de todos —convinimos— que no sea necesario echar mano de ninguna de las dos ridículas frases…
Sin embargo, desde nuestro punto de vista, no todo parecía tan sencillo.
Aunque el peligroso Yefet había sido alejado de la meseta, quedaban otros veinticinco israelíes. ¿Cómo íbamos a despistarlos? Sobre todo, ¿cómo neutralizar a los veinte vigilantes? A primera vista, el plan del general era bueno. Con los dos técnicos encargados del mantenimiento de Charlie no había problema. Al encontrarse en la cisterna subterránea era improbable que vieran o escucharan nada anormal. En cuanto al resto —los cocineros y los dos grupos de vigilantes—, las órdenes eran drásticas. Poco antes de la cena, hacia las nueve de la noche, uno de nuestros hombres debía infiltrarse en la cocina, mezclando en el menú, en el agua y en el vino una dosis reducida de Nembutal, un anestésico cuya acción —dependiendo del número de miligramos— se prolonga entre 30 minutos y 5 o 6 horas. De esta forma, tanto el turno que iniciaba la vigilancia desde las casamatas oriental y occidental a las diez de la noche, como el que la abandonaba y que acudía al comedor tras el relevo, quedarían bajo los efectos del somnífero a los 45 o 50 minutos, como máximo, de haberlo ingerido.
Con el fin de no levantar suspicacias, la veintena de especialistas de Caballo de Troya, que terminaba su servicio en la «piscina» hacia las 21.30 horas, debía acudir normalmente al comedor, compartiendo con nuestros aliados la cena… y el Nembutal. Si al día siguiente, alguno de los vigilantes se decidía a confesar que se había quedado dormido en su puesto de observación —cosa poco probable—, descubriéndose quizá que el resto había corrido la misma suerte, los militares israelíes se verían obligados a reconocer que también los norteamericanos libres de servicio sufrieron idéntica «anomalía». La argucia no era mala. Sin embargo, confiamos en que la situación no llegase a tales extremos. En el campamento era un secreto a voces que, en general y a partir de las once o las doce de la noche, la mayoría de los vigilantes terminaba por acomodarse en sus improvisados catres, «echando alguna que otra cabezada…»
De no haber sido por la obligada apertura del cierre hidráulico del foso y por el silbido de los motores del módulo al despegar, quizá aquella serie de precauciones hubiera sido innecesaria. (Como ya mencioné, la «cuna» disfrutaba de un sistema de emisión de radiación infrarroja que la hacía invisible a los ojos de cualquier hipotético observador. Esta fuente energética radiaba desde toda la «membrana» que, como también expliqué, recubría la nave totalmente[101].
23 horas.
Eliseo cerró la escotilla del módulo.
—Sesenta minutos para el inicio de la cuenta atrás.
—Recibido…
La voz de los técnicos llegaba fuerte y clara. Nuestro siguiente paso fue enfundarnos los trajes especialmente diseñados para el proceso de inversión de masa, chequeando en el ordenador el nuevo dispositivo de RMN[102], alojado en las escafandras y que debería «fotografiar» los tejidos neuronales durante el cambio de los ejes de los swivels. Aquélla había sido una de nuestras «exigencias» para seguir adelante con la misión. Durante el tiempo infinitesimal de las dos «inversiones» previstas inicialmente, el sistema miniaturizado de RMN o resonancia magnética nuclear permitiría un fiel y minucioso seguimiento de la actividad de nuestras neuronas, aportando, quizá, nueva información sobre el mal que —estábamos seguros— aquejaba a nuestros cerebros.
Santa Claus verificó e interpretó aquellos primeros «cortes» de la masa cerebral, fijando el siguiente encendido automático de la RMN a las 24 horas y 45 minutos; es decir, un cuarto de hora antes del despegue. Ello permitiría —suponiendo que regresásemos— un análisis comparativo del comportamiento y posibles modificaciones de los pigmentos del envejecimiento, antes, durante y después de la inversión axial. Esta especie de «radiografías magnéticas» son totalmente inocuas. Sin embargo, el sistema fue rechazado en nuestra primera exploración. En principio debería de haber sido incorporado a la «vara de Moisés», con la misión básica de estudiar el cerebro de Jesús de Nazaret durante su Pasión y Muerte. Pero, el hecho de que la RMN provoque la orientación de ciertos átomos en la dirección del campo magnético fue estimado como una forma de alteración del organismo humano a observar. Y esto, como quedó dicho, estaba terminantemente prohibido. El sistema, además, no fue miniaturizado a tiempo y hubo que olvidarlo.
Ahora, en cambio, las cosas eran diferentes. Desde un punto de vista ético no nos pareció reprobable el intentar estudiar un cuerpo «glorioso» con la ayuda de la mencionada resonancia magnética nuclear. El empeño, lo sabíamos, tenía más de sueño que de realidad científica. Ni siquiera estábamos seguros de la existencia de ese «organismo» resucitado. Y en el caso de que fuera visible y real, ¿con qué podíamos enfrentarnos?
Pero me doy cuenta que estoy cayendo en la vieja tentación de adelantarme a los hechos…
23.30 horas.
Sentados frente al gran panel de instrumentos, mi hermano dio comienzo a la última lectura del ordenador central…
—Medidores del campo gravitatorio…
—OK.
—Indicadores de velocidad…
—OK.
—Panel de instrumentos de vigilancia de motores: temperatura de toberas…
—OK.
La revisión concluyó a las 23.40. En realidad, tanto el despegue como el vuelo y aterrizaje, así como la mayoría de las funciones de abastecimiento, pilotaje, etc., se hallaban controladas por Santa Claus. Nuestro papel, en consecuencia, era de meros supervisores o, en casos extremos, de rectificadores.
–00 horas.
—Sesenta minutos para el despegue…
El inicio de la cuenta atrás aceleró nuestra frecuencia cardiaca. Si hemos de ser sinceros, durante buena parte de aquellos interminables sesenta minutos, aunque siguiéramos mecánicamente la evolución de los parámetros de vuelo que suministraba el ordenador, nuestros pensamientos estaban fuera de la nave. Justamente en la tienda que albergaba la estación de radio. A aquellas alturas de la noche —ya madrugada del sábado, 10 de marzo—, a juzgar por las indicaciones de los técnicos que permanecían en contacto con el interior del módulo, el somnífero hacía tiempo que había surtido efecto, sumiendo al campamento en un profundo silencio. En cuanto al receptor-transmisor de radio, continuaba «maravillosamente mudo»…
E, instintivamente, imaginamos al viejo general, rodeado de beduinos y con los ojos fijos en su cronómetro.
–00 horas y 30 minutos.
—A 30 para el despegue…
Nerviosamente tecleé sobre una de las terminales de la computadora central, buscando el último parte meteorológico. Aquellas nubes y el fuerte viento que amenazaban Masada a primeras horas de la tarde seguían fijos en mi mente.
La respuesta de Santa Claus fue tranquilizadora:
«Temperatura: 11.8 grados Centígrados. Humedad relativa: 81 por ciento. Velocidad del viento: 11 kilómetros por hora…»
Respiré aliviado.
«… Dirección del viento: 270 grados…» Había amainado y rolado al oeste.
«… Nubosidad: 7/8. Cumulonimbus. Altitud: 2100 metros. Últimas precipitaciones a las 20 horas: 1.6 mm»
Eliseo miró de reojo el monitor y, tras verificar aquellos datos con las previsiones estimadas por la estación de Kalya, al norte del mar Muerto, comentó:
—Te dije que no te preocuparas… La «cuna» subirá como una bala.
–00 horas y 45 minutos.
Santa Claus activó el dispositivo de la RMN.
–00 horas y 55 minutos.
—Lista la absorción de ondas decimétricas y el apantallamiento infrarrojo… Señales de alarma en negativo…
—Controles de graduación de pre-encendido en automático…
—OK, muchachos —resonó la voz del control externo—. El cierre hidráulico ha sido retirado…
–00 horas y 58 minutos.
—¡Atención!… ¡Ignición a 120 segundos!
—¿Comprobación de silenciadores?
—Roger… ¡Ahí vamos!
—OK… os escuchamos «5 X 5». Ignición en 60 segundos y sigue la cuenta atrás.
Aquél fue otro minuto interminable. Crucé una mirada con Eliseo. A pesar del vertiginoso ritmo cardiaco —casi 130 pulsaciones—, sus ojos destellaron con una luz especial.
Me hizo un guiño y siguió pendiente del panel electrónico, absorto, como yo, del caudalímetro de carburante y del peligroso e inminente encendido del motor principal.
—… 45 segundos.
Sobre nuestras cabezas, las negras nubes de desarrollo vertical habían empezado a resquebrajarse. Y la luna —como un presagio—, apuntando el cuarto creciente, apareció brevemente, con su afilada forma de hoz.
—¡Atención, muchachos!… ¡Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno! Fueron las últimas palabras del control.
—¡Ignición!
—¡Roger!… ¡Ahí vamos!
Y el módulo, envuelto en una espesa y blanca nube, fue catapultado hacia los cielos de Masada. Los relojes marcaban las 01 horas del sábado, 10 de marzo de 1973.
La aventura había comenzado…
—¡Vamos!… ¡Vamos!… ¡Arriba!, ¡Arriba preciosa!
Los sistemas respondieron con una dulzura casi humana.
—Altitud: 300 pies sobre Masada y ascendiendo a 0,1 por segundo… 350…375…
—¡Roger, preciosa, Roger!
Nuestras voces se entremezclaban, cargadas de emoción y nerviosismo.
—¿Lectura del caudalimetro y temperatura de tobera?
—Correctas —replicó Eliseo—, quemando a 5,2 kilos por segundo… La «cuna» prosiguió su ascenso.
–700 pies… 750… A 50 para nivel de estacionario.
—OK, vigila la lectura de Santa Claus…
—¡Listos cohetes auxiliares!
—Roger… ¡800 pies!… ¡Maniobra de frenado!
—OK, vamos bien…
—Ajustado nivel de estacionario: estamos a 800 pies sobre la meseta.
—Dame combustible y tiempo de ascensión.
—Treinta segundos desde el encendido… Consumo estimado hasta nivel 8: 156 kilos. Estamos a 99,1 por ciento. Aquello significaba que contábamos con un total de 16244 kilos de carburante. Más que de sobra para los vuelos de ida y vuelta y para las maniobras de aterrizaje y despegue. Pero, aunque las comunicaciones con tierra habían sido cortadas en el instante mismo de la ignición y el módulo se hallaba apantallado, no convenía prolongar la situación de inmovilidad o estacionario. En esas condiciones, el consumo de propelentes era siempre brutal.
—Lista incandescencia «membrana» blindaje exterior…
—¡Roger!… Programada a 5000 grados… —¡Atención! Activación del sistema de inversión axial a 01 horas y 60 segundos.
—Dispositivo en automático… Dame el «WX». Quiero saber si necesitaré un paraguas…
Eliseo agradeció la broma. Aquellos segundos previos a la inversión simultánea de los ejes de las partículas subatómicas del módulo y de todo cuanto encerraba en su interior eran siempre de especial tensión. Más aún, cuando ambos sabíamos que los nuevos cambios de marcos tridimensionales podían acarrearnos funestas consecuencias neuronales.
—WX a 10 millas: visibilidad 6300 BRKN. Viento 190 grados… No hay variación de velocidad a nivel 8. En altura, por encima de los cumulonimbus, vientos en 030 a 25. Nivel: 10000 pies[103].
—OK, amigo —anuncié a mi hermano—, allá vamos.
–01 horas y 55 segundos…
—¡Suerte!
–01 horas y 60 segundos.
El computador central disparó el mecanismo de incandescencia del blindaje externo y, al mismo tiempo, el sistema de inversión de masa, «aniquilando» todo tipo de gérmenes que hubiera podido adherirse al fuselaje, «lanzándonos» a lo que podríamos calificar como «otro ahora» en el permanente fluir del tiempo[104].
Y los ejes del tiempo de los swivels fueron empujados a un ángulo equivalente al retroceso deseado: las 01 horas del domingo, 9 de abril del año 30 de nuestra Era[105].
Décimas de segundo después, el primitivo sistema referencial (1973) era «sustituido» por el nuevo «tiempo». Los cronómetros monoiónicos de la nave habían iniciado un esperado y fascinante contaje: «30–04–09, y la hora real de nuestra “aparición»: 01 de la madrugada. Y ante nosotros, un maravilloso enigma: 40 o 45 días de exploración… Habíamos retrocedido 709637 días.