(Segunda Parte)
… 05 horas y 43 minutos.
Sesenta segundos después del despegue, el ordenador central —nuestro querido Santa Claus— respondió con su habitual eficacia y minuciosidad, estabilizando la «cuna» en la cota prevista (800 pies) para el inmediato y delicado proceso de «inversión de masa» de la nave que debería trasladarnos a nuestro tiempo: al siglo XX. Más exactamente, al 12 de febrero de 1973.
Eliseo y yo cruzamos una significativa mirada. Absorbidos en los preparativos para el despegue, mi hermano en aquel primer «gran viaje» y quien escribe, apenas si habíamos tenido ocasión de comentar mis últimas y desgarradoras experiencias al pie de la cruz y en las tensas horas que precedieron al amanecer del domingo, 9 de abril del año 30. Cuando, al fin, hacia las 04 horas abordé el módulo, mi rostro debía ser tan elocuente que Eliseo se mantuvo en un respetuoso y prolongado silencio.
Y una vez más me sentí aliviado y agradecido por su exquisita delicadeza.
Recuerdo que, mientras procedía a desembarazarme de las sudadas y ya malolientes ropas que me habían ayudado en mi papel como mercader griego, mi compañero, por propia iniciativa, puso en marcha la grabación registrada durante la llamada «última cena». (Como ya indiqué en otro momento del presente diario, yo no había tenido ocasión de escucharla.) Y en silencio, hasta las 05 horas, ambos nos dejamos arrastrar por la voz del rabí de Galilea: dulce, firme y majestuosa. Conociendo, como conocíamos, toda la dimensión de la tragedia que acababa de producirse, los consejos y recomendación de Jesús a sus íntimos aparecieron ante mí con una fuerza y luminosidad indescriptibles.
Como creo haber insinuado ya anteriormente, excepción hecha de Juan, el Evangelista, el resto de los escritores sagrados no acertaría a transcribir con fidelidad ni los hechos ni el sentido de aquella memorable cena de despedida.
Pero debo dominarme. Es necesario que sepa controlar mis emociones y el caudal de sucesos que se agolpa en mi cerebro y, en beneficio de una mayor claridad, proseguir mi relato bajo el más estricto orden cronológico. Espero que aquellos que lleguen a leer mi legado sepan comprender y perdonar mis continuas debilidades y torpezas…
A partir de las 05 horas —a 42 minutos del alba—, Eliseo y yo, enfundados en los reglamentarios trajes espaciales, nos entregamos en cuerpo y alma a una exhaustiva revisión de los equipos, prestando una especialísima atención a la fase crítica de despegue. Aunque, como ya señalé en su momento, los técnicos del proyecto habían programado el mencionado despegue, posterior «estacionario» de la nave y retorno de los ejes del tiempo de los swivels de forma automática, una punzante y lógica duda nos mantenía en tensión. ¿Y si fallaba cualquiera de las delicadas maniobras ya citadas? ¿Qué sería de nosotros?
Probablemente fue esta temporal pero creciente excitación la que me rescató en aquellos momentos de la profunda angustia que había anidado en mi corazón a raíz de los once y agitados días que había vivido en aquel Israel del año 30. Una angustia —lo adelanto ya— que me marcaría para siempre…
05 horas y 41 minutos…
El computador central, de acuerdo con lo programado, accionó electrónicamente el dispositivo de incandescencia de la «membrana» exterior de la nave, eliminando así cualquier germen vivo que hubiera podido adherirse al blindaje de la «cuna». Esta precaución —como ya expliqué— resultaba vital para evitar la posterior inversión tridimensional de los referidos gérmenes en uno u otro «tiempo» o marco tridimensional. Las consecuencias de un involuntario «ingreso» de tales organismos en «otro mundo» podrían haber sido nefastas.
05 horas… 41 minutos… 30 segundos.
Mi compañero y yo —pendientes de Santa Claus— captamos la rápida aceleración de nuestras respectivas frecuencias cardiacas. ¡120 pulsaciones!… ¡130!…
Estábamos a 15 segundos de la ignición.
05 horas… 42 minutos. ¡Oh, ¡Dios mío!
Nuestras frecuencias cardíacas alcanzaron el umbral de las 150 pulsaciones. El motor principal no respondía…
05 horas… 42 minutos… 3 segundos. ¡Vamos!… ¡Vamos! ¡Estamos listos!
Eliseo y yo, con la voz quebrada, empezamos a animar al perezoso J85.
Fueron los segundos más largos y dramáticos de aquella última fase de la operación.
05 horas… 42 minutos… 6 segundos… Una vibración familiar sacudió el módulo, al tiempo que mi hermano y yo conteníamos la respiración. Al fin, la turbina a chorro CF–200–2V fue activada, elevando la nave con un empuje de 1585 kilos.
05 horas… 43 minutos…
Sesenta y seis segundos después del despegue, una vez alcanzados los 800 pies de altitud, los cohetes auxiliares, también de peróxido de hidrógeno y con 500 libras de empuje máximo cada uno, estabilizaron el módulo, controlando su posición.
Aunque la primera fase del retorno —amén de los seis angustiosos segundos de retraso en la ignición del motor principal— se había consumado sin mayores dificultades, Eliseo y yo observamos con cierta preocupación que los niveles de los tanques de combustible fijaban el «tiempo máximo de funcionamiento», a partir del inicio de «estacionario», en 910 segundos.
Era preciso actuar con suma diligencia.
Y Santa Claus, «consciente», como nosotros, de la peligrosa escasez de nuestras reservas de peróxido de hidrógeno, no se demoró en la ejecución de la siguiente y no menos delicada operación.
A las 05 horas y 45 minutos de aquel 9 de abril del año 30, cuando el limbo superior del sol asomaba ya por detrás de los cenicientos riscos de Moab, en la costa oriental del mar Muerto, nuestro fiel ordenador central, que seguía manteniendo la incandescencia de la «membrana» exterior, accionó el sistema de inversión axial de las partículas subatómicas de la totalidad de la «cuna», haciendo retroceder los ejes del tiempo de los swivels a los ángulos previamente establecidos por los hombres de Caballo de Troya, correspondientes a las 07 horas del 12 de febrero de 1973. En total, un «salto» de 709 612 días, 1 hora y 15 minutos. Es de suponer que, como sucediera en la noche de aquel histórico 30 de enero de 1973, fecha del inicio de nuestro primer «viaje» en el tiempo, una fortísima explosión se dejara sentir sobre la cumbre del monte de las Aceitunas en el instante mismo de la inversión de masa. Pero, obviamente, en esta ocasión no hubo forma de confirmarlo.
Décimas de segundo después de la sustitución de nuestro primitivo sistema referencial de tres dimensiones por el nuevo tiempo —por nuestro verdadero tiempo—, una súbita claridad penetró por las escotillas del módulo.
Eliseo y yo, con el alma encogida, permanecíamos con la vista fija en los dos pares de monitores de los cronómetros «moniónicos», directamente conectados —gracias a Santa Claus— al mecanismo de inversión axial de los swivels. El vertiginoso baile de los dígitos había desembocado en una secuencia que nos devolvió la calma y que explicaba, a su vez, aquella sustancial diferencia de luminosidad entre el momento de nuestra partida del monte de los Olivos y la que ahora inundaba la nave…«07. 12-2-1973.»
(El orto o salida del sol en aquel 9 de abril del año 30 de nuestra Era se había producido, como cité anteriormente, a las 05.42 horas. «Ahora» –1943 años después—, el alba había tenido lugar a las 06.24. Nuestra súbita «aparición» sobre la Jerusalén moderna fue estimada, por tanto, a los 36 minutos del referido orto.)
Antes de proceder a una comprobación visual —y de acuerdo con el plan de vuelo— fue necesaria una nueva revisión de los sistemas que garantizaban el estacionario de la «cuna», y, muy especialmente, del mecanismo de emisión de luz infrarroja, vital para el apantallamiento de la nave. Todo parecía funcionar a la perfección.
Durante el proceso de inversión de masa, la pila nuclear SNAP-IOA había seguido alimentando el motor principal y tanto nuestra altitud como posición en el espacio no habían variado. Curtiss y el resto del equipo de Caballo de Troya debían de encontrarse a 800 pies, tan ansiosos y expectantes como nosotros.
Eliseo me recordó el nivel de combustible —limitado a 600 segundos— y asentí, tratando de tranquilizarme —de tranquilizar a mi hermano con una media sonrisa. Ambos sabíamos que no podíamos demorar el descenso sobre la mezquita de la Ascensión. El menor error, la más pequeña duda o cualquier variación por nuestra parte del estricto programa previsto para el aterrizaje podían ser fatales.
Segundos antes de abrir la conexión con tierra pulsamos nuevamente el ordenador central, solicitando información sobre el grado de absorción de las ondas decimétricas por parte de la «membrana» exterior. Si ésta fallaba, los radares militares israelitas no tardarían en detectarnos[1].
Santa Claus nos tranquilizó. De momento, suponiendo que alguna estación de rastreo —en especial la situada en el monte Hermón— hubiera captado algo anormal a 800 pies sobre el Olivete, el posible «eco», al carecer de retorno, hubiera sido identificado por los radaristas como una «zona de silencio», relativamente habitual en este tipo de operaciones.
No había tiempo que perder. Y tras una rápida localización visual del octógono y de los hangares levantados en el recinto interior de la mezquita, Eliseo y yo pusimos en marcha la última fase del programa Apolo XI. Puesto que aquellos últimos minutos del «gran viaje» hacían absolutamente necesaria la comunicación por radio entre el módulo y el nuevo «punto de contacto», los hombres de Caballo de Troya habían ideado un código idéntico al utilizado por Armstrong y Aldrin con Houston en el memorable 20 de julio de 1969, cuando el hombre pisó la Luna por primera vez. De esta forma, cualquier penetración ajena al proyecto en la banda de emisión[2] sólo serviría para confundir al hipotético intruso.
Una vez activada la «banda integrada S», Eliseo se hizo con el micro y, sin poder disimular su emoción, preguntó:
—Aquí Águila… ¿Hay alguien ahí?…
Tras unos segundos, la voz de CAPCOM —el supuesto Houston— retumbó en nuestros oídos y en nuestros corazones —por qué ocultarlo— como la más dulce de las melodías.
—Aquí Houston… Bienvenidos a casa… Os recibimos «5 X 5»…
Eliseo, responsable de las comunicaciones, inspiró profundamente y, tras chequear de nuevo el nivel del peróxido de hidrógeno, anunció:
—Roger, a la escucha… Estamos a un ocho por ciento de combustible.
La advertencia debió de sonar como un trueno entre los hombres de Curtiss.
—Aquí CAPCOM. Entendí un ocho por ciento…
—Afirmativo —respondió Eliseo, adoptando una falsa tranquilidad—. Estamos listos para aterrizar. Cambio.
—Roger, entiendo. Altitud: 800 pies… Pueden conectar el parabrisas monitorizado[3].
Santa Claus, a quien considerábamos ya de la familia, respondió a mi orden, dibujando en el monitor un «túnel» sintético y cuadrangular en cuyo centro se hallaba igualmente digitalizada la imagen de la nave. Ahora todo era cuestión de dirigir el descenso del módulo por el interior del «túnel». El fondo del mismo no era otra cosa que el reducido hangar en el que debíamos posar la «cuna».
—Roger —intervino Eliseo—, Águila dispuesta. «Túnel» en pantalla…
—Aquí CAPCOM. Ahora sólo tenéis que dejaros llevar por «mamá Curtiss».
Cambio.
—Aquí Águila… Allá vamos… 750 pies… Oscilación nula y seguimos en descenso…
—Águila, muy bien… Altitud 700 pies… descendiendo a 23 pies por segundo.
¿Podéis reducir a 20? Cambio.
—Roger, entendido… Reducimos a 20… 680 pies y 20 abajo… 610 pies… 580…
540 pies…
La voz de CAPCOM intervino súbitamente, cortando a Eliseo:
—¡Atención, Águila!… Detectamos rachas de viento a 500 pies. 045 grados y 15 nudos[4].
—Repita, Houston.
Tanto Eliseo como yo sabíamos que, en aquellas críticas circunstancias, uno de los peores contratiempos podía ser justamente éste. Una racha de viento de 30 kilómetros por hora, como las anunciadas por la estación en tierra, era capaz de desplazar el frágil módulo, sacándonos del «túnel» intético que nos servía de guía electrónica. Si esto llegaba a suceder y no éramos lo suficientemente hábiles como para hacer regresar a la nave a tan particular “ascensor de bajada», el aterrizaje podía fracasar.
—Repita, Houston —insistió mi compañero.
—Aquí CAPCOM. Estamos leyendo viento a 500. Dirección: 045 grados y 15.
—Aquí Águila. Entendí 045 grados y 15 nudos.
—Afirmativo. Águila… Afirmativo. Reducir al máximo. Reducir a nueve y agarraos fuerte hasta que haya pasado…
—Roger, Houston —señaló Eliseo, haciéndome una señal para que aumentara la potencia de los retrocohetes auxiliares—. 510 pies y bajando a nueve… 500 pies… 480 pies y manteniendo nueve pies por segundo… Tal y como nos temíamos, el viento racheado del noreste hizo cabecear la «cuna». Y a pesar de mis esfuerzos por controlar los ocho pequeños motores de posición, la imagen digitalizada del módulo terminó por atravesar las líneas amarillas que configuraban el «túnel de descenso», haciendo saltar todas las alertas acústicas y luminosas.
—Aquí Houston… Pérdida de contacto con MLS. Desvío a 225 grados.
Tranquilos, muchachos…
—Aquí Águila —respondió Eliseo, con los ojos fijos en el parabrisas monitorizado, en el que, en efecto, el módulo aparecía desviado horizontalmente unos 90 pies—. Jasón está luchando con esas malditas válvulas[5]. Estamos estabilizados en 450 pies…
—Roger, Águila… Le escuchamos. Cambio.
—Aquí Águila. Motores a máxima potencia… Inclinación del módulo, 33 grados… Repito: estabilizados horizontalmente a 450 pies y retrocediendo a MLS… 40 pies atrás… Ya casi estamos…
—Roger, Águila… —la voz de CAPCOM sonó reposada, en un intento de sosegar nuestros ánimos—. Un poco más…
—CAPCOM, lo estamos intentando, pero este maldito viento… Inclinación 35 grados y seguimos en 459 pies…
¡Rayos!, ¡Lo que faltaba…!
—Aquí CAPCOM. ¿Qué sucede ahora? Cambio.
Sometidos a un empuje máximo, los motores estaban dando buena cuenta de las cada vez más mermadas reservas de peróxido de hidrógeno. Y en esos instantes, cuando la nave había retrocedido 80 pies en su vuelo horizontal, en busca del interior del «túnel de descenso» el nivel de combustible —reducido a un cinco por ciento hizo saltar una nueva alarma.
—CAPCOM, aquí Águila… Tenemos luz cuantitativa. Alarma 1201… Lectura de combustible: cinco por ciento.
Vamos a activar la última reserva. Cambio.
—Roger, Águila. Autorizado a «tanques ON»[6].
—OK… «Tanques ON»…
—Águila, dame combustible. Cambio.
—Con la reserva, tiempo máximo de funcionamiento, 180 segundos… ¡Que Dios nos ampare!
Pero el módulo, obediente, había vencido la fuerza del viento, situándose de nuevo en el centro del «túnel». Y la voz de Houston sonó «5 X 5»:
—Aquí CAPCOM. Adelante, Águila. Restablecida la conexión MLS… Proceda a descender… —Roger, y gracias al cielo. Allá vamos de nuevo… 400 pies y seguimos bajando… 370 pies y bajando a nueve pies por segundo…
Inclinación nula aunque sigue el cabeceo…
—Roger. Parece que las cosas van bien ahora… Dame combustible. Cambio.
—OK, CAPCOM. Leo 120 segundos y bajando a nueve…
—Aquí CAPCOM. Entendí 120. Cambio.
—Afirmativo… Altitud: 220 pies y reducimos a cuatro y medio… 160 pies y cuatro y medio pies por segundo…
—OK, Águila… Vamos, un poco más… «Mamá Curtiss» está escuchando ya vuestro silbido… Cambio. El control en tierra se refería al ruido de los motores, amortiguado por los potentes silenciadores.
Aquellos últimos metros fueron para mí —responsable del aterrizaje— los más ingratos y penosos. El viento racheado —oscilando entre los 15 y 20 nudos— desplazaba la «cuna» una y otra vez contra las «paredes» del «túnel» electrónico, obligando al ordenador central y a mí mismo a una continua corrección de trayectoria.
Cuando, al fin, Eliseo anunció los últimos 90 pies, mis manos y frente se hallaban bañadas en un profuso sudor.
—CAPCOM. Aquí Águila. Descendiendo, descendiendo… 90 pies de altitud.
Podemos ver la plataforma en el interior del hangar… Abajo la mitad… 45 pies y manteniendo los tres pies por segundo. Cambio.
—Roger, Águila… Todo en orden. ¿Me das lectura de combustible?
—Aquí Águila. Tiempo máximo de funcionamiento 60 segundos… 40 pies…
Adelante, adelante… 30 pies y descendiendo a tres por segundo… Parece que recogemos algo de polvo… Abajo la mitad… 30 segundos…
—Roger, Águila. Casi os podemos coger con la mano… Cambio… —Aquí Águila… 20 pies… 15… 9 pies… ¡Luz de contacto!… ¡Gracias a Dios!
Cuando los puntales amortiguadores de choque de las cuatro patas del módulo establecieron contacto con la plataforma de «mamá Curtiss», el ordenador central procedió a la desconexión automática de los motores.
La lectura del tiempo máximo de funcionamiento nos dejó sin habla: «10 segundos.»
Eliseo suspiró aliviado, al tiempo que esperaba la orden de desactivación del «escudo» protector de infrarrojos.
—Aquí CAPCOM. Bienvenidos… Registramos parada de máquina. Cambio.
—OK, CAPCOM. ¿Autorizados derogación orden de ascenso? Cambio.
—Afirmativo, Águila. Proceder a desactivación apantallamiento radiación infrarroja e incandescencia «membrana» exterior[7]. Aquí tienen a un grupo de muchachos a punto de quedarse lívidos. Respiramos de nuevo. Muchas gracias. Cambio.
—Aquí Águila. Gracias a vosotros.
—CAPCOM. ¿Estáis bien? Cambio.
—Perfectamente. Vamos a estar ocupados durante un par de minutos…
Y el silencio reinó en el interior de nuestra querida «cuna», apenas roto por el progresivo repiquetear de los interruptores que iban siendo desconectados.
A las 07 horas y 17 minutos de aquel 12 de febrero de 1973, al abandonar el módulo, Eliseo y yo cerrábamos así el primer y más fascinante «viaje» practicado por ser humano alguno. Qué poco imaginábamos que en breve —mucho antes de lo que nadie hubiera supuesto— mi hermano y yo nos veríamos envueltos en una segunda y no menos ¡increíble aventura!
Cuando descendimos del módulo, una salva de aplausos nos devolvió a la realidad. Los técnicos de la operación Caballo de Troya, con el general Curtiss a la cabeza, se echaron materialmente sobre nosotros, abrazándonos. Durante algunos minutos, al igual que ocurriera once días antes, con motivo de nuestra partida, un nudo atenazó todas las gargantas. Y los ojos del veterano Curtiss, a pesar de sus esfuerzos, se humedecieron. Pero aquella alegría duraría poco.
Esa misma mañana, mientras los ingenieros se afanaban en un vertiginoso desmantelamiento de la «cuna», Curtiss y los directores del proyecto, sentados frente a sendas y humeantes tazas de café, iban a recibir dos noticias que cambiarían el rumbo de la operación.
De acuerdo con lo establecido, una vez concluida la misión, el trabajo de los hombres de Curtiss debía concentrarse en dos objetivos fundamentales: el ya referido desmantelamiento del módulo, permitiendo el ingreso de los técnicos israelitas en la estación receptora de fotografías procedentes del satélite artificial Big Bird y, conjuntamente con la «cuna» y el instrumental utilizado en el «gran viaje», nuestro inmediato traslado a los Estados Unidos… Concretamente, a la base de Edwards donde, siempre en secreto, había sido previsto el exhaustivo análisis de la información y material aportados por los «exploradores».
La primera noticia —la notificación por mi parte al jefe del proyecto de la pérdida del micrófono, camuflado la noche del Jueves Santo en la base del farol que alumbraba la llamada «última cena», en el piso superior de la casa de Elías Marcos— cayó como un jarro de agua fría. Una de las reglas de oro de la operación establecía precisamente que ninguno de los exploradores a «otro tiempo» podía «regresar» con objetos, manuscritos o materiales propios de dicha época. Esto era sagrado. Y, de la misma forma, los miembros de cada expedición estaban obligados a velar por su propio instrumental y equipo, no permitiendo, bajo ningún concepto, que cayera en manos ajenas o que, simplemente, se perdiera. La rigidez de nuestro código moral llegaba a tales extremos que, en el supuesto de «alta emergencia», cualquiera de los dispositivos tecnológicos manipulados en la misión que se viera gravemente comprometido debía ser destruido. Sólo aquellas piezas o enseres asociables al momento histórico motivo de la exploración —como era el caso de las esmeraldas regaladas por mí a Poncio Pilato y al comandante de la fortaleza Antonia, Civilis, o el oro en pepitas destinado a la obtención de monedas de curso legal en la Palestina del año 30— se hallaban autorizados y podían ser incorporados al flujo rutinario de dicha sociedad.
De ahí que el involuntario extravío del diminuto y sofisticado micrófono —diseñado y construido por los especialistas de la ATT (American Telephone and Telegraph) para esta misión— conmoviera los ánimos de Curtiss y del resto del equipo. Y aunque comprendieron que las consecuencias del doble seísmo registrado en las primeras horas de la tarde del viernes, 7 de abril del mencionado año 30 en Jerusalén, resultaban del todo imprevisibles para mí y para cualquier otro explorador, la sola idea de haber abandonado una pieza tan específica del siglo XX en un entorno histórico-geográfico tan remoto y ajeno a dicha tecnología, empezó a obsesionar al director de la operación.
(Sinceramente, ahora doy gracias al cielo por mi involuntario error y, sobre todo, por la obsesiva idea que germinó entonces en el cerebro del general). Y fue a lo largo de aquel primer y superficial examen de nuestra exploración cuando, casi sin querer y como consecuencia del comentario sobre el doble movimiento sísmico, varios de los directores del proyecto se mostraron especialmente interesados en la naturaleza de dichos temblores. Lógicamente, hasta que los sismogramas o registros permanentes instalados en la «cuna» no fueran enviados a Estados Unidos y descifrados por personal cualificado, nuestras apreciaciones sólo tenían el valor de simples hipótesis. Sin embargo, algo sí aparecía claro en aquellos primeros momentos: el tercer estremecimiento del módulo —cuando los sismógrafos ya habían enmudecido— sólo podía obedecer a la presencia de una onda expansiva. Este rotundo convencimiento de Eliseo, que padeció los dramáticos 63 segundos —duración estimada de ambos seísmos— a bordo del módulo, se vio refrendado por la inconfundible presencia en los sismogramas de las ondas «P», características de las explosiones nucleares subterráneas[8].
La sorpresa y el desconcierto en los hombres de Caballo de Troya, como digo, fueron tales que, en ese mismo momento, Curtiss abandonó el hangar en el que se había montado la estación receptora de imágenes y que nos servía de improvisado cuartel general, regresando a los pocos minutos con los registros analógicos y digitales. Estos últimos sólo podían decodificarse mediante ordenador. Así que, ayudado por los directores y por el propio Eliseo, Curtiss examinó las oscilaciones registradas en el papel térmico. Allí estaba, efectivamente, la serie de «culebreos» provocada por las mencionadas ondas «P» o primarias. En la segunda sacudida —valorada después por los expertos en una magnitud situada entre 6,0 y 6,9—, este grupo de ondas aparecía en primer lugar y con extraordinaria claridad.
Curtiss, sumido en un profundo mutismo, se dejó caer sobre su asiento. Supongo que sus pensamientos eran muy similares a los del resto del equipo:
¿Una explosión nuclear subterránea en pleno siglo I? ¿Y justamente en los críticos instantes en que se registraba el fallecimiento del Hijo del Hombre?
¿Cómo entender aquel absurdo?
—A no ser que nos encontremos ante otro tipo de fenómeno —murmuró el general casi para sí mismo.
—En cualquier caso —intervino acertadamente otro de los miembros del programa—, es preciso aguardar los resultados definitivos.
Todos nos mostramos de acuerdo. Sin embargo, el viejo general, en cuya mente rondaba ya una nueva y audaz idea, sugirió que tales análisis fueran practicados sin demora.
Ahora, con la perspectiva del tiempo, no resulta tan extraño o casual que en esos instantes, cuando Curtiss procedía a guardar los preciosos sismogramas, decididamente dispuesto a enviarlos a Estados Unidos ese mismo 12 de febrero de 1973, uno de sus ayudantes irrumpiera en el hangar, entregando al general un sobre cerrado. Al manipularlo, todos pudimos distinguir en el reverso el emblema de la embajada de nuestro país en Israel.
Tras unos segundos de atenta lectura, su rostro se ensombreció. Y sus ojos de halcón terminarían por clavarse en los míos, pasando después a perforar los de Eliseo. Mi hermano y yo nos miramos sin comprender. No hubo tiempo para más. Curtiss guardó el documento y, levantándose, nos rogó que le disculpásemos.
¿Qué había sucedido? ¿A qué obedecía aquel cambio en el semblante del general? ¿Por qué su mirada se había centrado en nosotros?
Aquella misiva, procedente de la embajada de Estados Unidos en Israel, contenía la segunda noticia que, como señalaba anteriormente, contribuiría —¡Y de qué forma!— al cambio de planes en la aparentemente concluida Operación Caballo de Troya.
Aquella jornada del lunes, 12 de febrero, fue especialmente intensa. Pero intentaré ordenar mis recuerdos y sensaciones…
Esa misma mañana, una vez interrumpida la reunión con el general, los directores del programa estimaron que nuestra presencia en la mezquita de la Ascensión no era necesaria y que, en buena lógica, una vez practicados los obligados y rutinarios exámenes médicos, podíamos disponer del resto del día a nuestro antojo. Si todo discurría como hasta esos momentos, para el jueves, 15, o lo más tardar el 16 de ese mes de febrero, el módulo y los equipos auxiliares se hallarían totalmente embalados y dispuestos para su traslado al corazón del desierto de Mojave. Nosotros y buena parte de los 61 integrantes del proyecto viajaríamos con el material que, supuestamente, había servido para la instalación y puesta en marcha de la estación receptora de fotografías. Los israelitas, que seguían vigilando el exterior del octógono, no daban muestras de inquietud o nerviosismo alguno. Todo, en fin, parecía sumido en una profunda calma.
Los chequeos médicos, no excesivamente rigurosos dado lo precario de las instalaciones, apenas si llamaron la atención de los médicos. Yo acusaba un grado de agotamiento ligeramente superior al de Eliseo, pero dentro de los límites previsibles en una operación de aquella naturaleza. Y aunque mi aspecto físico dejaba bastante que desear —fruto, sin duda, de la tensión y de la falta de sueño—, los especialistas me despidieron con una amplia sonrisa. En realidad, y según lo programado por Caballo de Troya, las pruebas médicas «en profundidad» sólo tendrían lugar en la base de Edwards, días más tarde.
Ahora, al redactar este diario, me estremezco al pensar qué habría sucedido si esos análisis médicos hubieran llegado a practicarse en las fechas previstas inicialmente… Pero el destino, una vez más, tenía otros planes.
Fue entonces, al quedarme solo en mi habitación del hotel Ramada Shalom, en la discreta zona de Beit Vegan, cuando toda la angustia acumulada en mi corazón empezó a aflorar, hundiéndome en un confuso océano de sensaciones, recuerdos y sentimientos. No podía engañarme a mí mismo. A pesar de mi escepticismo inicial y de todo mi entrenamiento, el contacto con Jesús de Nazaret y, sobre todo, su terrorífica muerte, me habían marcado para siempre.
Yo sabía que a partir de aquel «encuentro» con el Maestro de Galilea, nada en mi vida sería ya igual. Mi condición humana, mis debilidades y mis múltiples errores no iban a cambiar. Sin embargo, mi forma de ver la vida y mis sentimientos más íntimos ya no fueron como antaño. ¿Qué me estaba sucediendo? ¿Por qué mi alma se sentía tan abatida? ¿Por qué la figura, las palabras y hasta los silencios de aquel Hombre me asediaban? Yo sólo era un explorador. Un simple observador… ¿Por qué toda mi inteligencia y pragmatismo parecían flaquear?
Durante horas, en el silencio de mi habitación, busqué soluciones. Traté de razonar conmigo mismo. Fue inútil. En el centro de mi existencia, y para siempre, se había instalado un nombre: Jesús de Nazaret. Y al descubrirlo lloré desesperadamente. Lloré como nunca lo había hecho: con miedo, alegría, rabia y la amargura del que sabe que jamás podrá volver a repetir una experiencia tan singular. Una vez más me equivocaba…
A primeras horas de la tarde —gracias al cielo— una llamada telefónica me rescató de tan sombríos y atormentados pensamientos. Era Curtiss. El tono de su voz me tranquilizó. Deseaba cenar con nosotros.
Y a las 19.30 horas un taxi se detenía frente al restaurante Shahrazad, en la carretera de Jerusalén a Bethlehem, muy cerca de la famosa tumba de Raquel.
Curtiss nos presentó al propietario, Michael Klair, un árabe tan discreto como excelente cocinero. El general había degustado ya las delicias de la casa y deseaba compartir con Eliseo y conmigo unas horas de sosegada y relajante tertulia. Poco a poco iríamos descubriendo que las intenciones del jefe del proyecto eran otras. Mientras saboreábamos los primeros platos —a base de ensaladas árabe y turca—, el viejo zorro se interesó por nuestra salud, insistiendo sospechosamente en aspectos y detalles muy concretos. Pero ni Eliseo ni yo habíamos apreciado en nuestros respectivos organismos alteraciones como las insinuadas por Curtiss. Era la segunda vez que el veterano oficial, con sus velados interrogantes, dejaba entrever que aquel «salto» en el tiempo podía acarrear, quizá, serios trastornos psíquicos o fisiológicos. Esta vez no pude o no supe contenerme. Y, abiertamente, le supliqué que hablara con claridad.
¿Qué estaba ocultando? ¿Qué clase de repercusiones podía tener nuestro «gran viaje»?
Pero el general, echando marcha atrás, adoptó un tono falsamente jovial, rogándonos que disculpáramos a aquel «solemne aguafiestas». La operación —según sus palabras— había sido un éxito y el propio doctor Kissinger, consejero entonces del presidente Nixon, le había telefoneado esa misma mañana, interesándose por el proyecto y felicitándole por los resultados. Aquél fue un nuevo error de nuestro buen amigo…
—¿Kissinger? —le acorraló Eliseo con su proverbial descaro—. Tengo entendido que el día 10 voló a Hanoi… Curtiss dudó.
—Díganos, general —presionó mi compañero—, ¿qué está pasando? ¿Qué relación guarda esa llamada telefónica con la misiva recibida por usted esta misma mañana?
Antes de que el confundido jefe del programa acertara a reaccionar, apoyé las preguntas de Eliseo con un comentario que me sorprendió a mí mismo:
—Escuche, general. Además de contar con nuestra absoluta discreción, debe saber que, tanto mi compañero como yo, estamos dispuestos a «regresar»…
Eliseo me miró de hito en hito, adivinando mis intenciones.
—No me pregunte cómo, pero, desde la reunión de esta mañana en el hangar, sé que acaricia usted una idea. Una idea —remaché con todo el poder de convicción de que fui capaz— que aplaudimos y que hacemos nuestra. Es preciso «volver» y recuperar ese micrófono…
Curtiss, gratamente sorprendido, se limitó a dibujar una amplia sonrisa, asintiendo con la cabeza.
—Y ahora, por favor, responda a las preguntas de mi compañero. ¿Qué está pasando?
—Está bien —suspiró el general—, quizá vuestra intuición facilite las cosas. Me explicaré. Durante el desarrollo de la operación se han producido algunos acontecimientos… digamos que preocupantes. A primeros de enero, como recordaréis, me vi obligado a viajar a Washington, en busca de una solución a la difícil situación creada por la DIA[9], y por el entonces director de la CIA, Helms. Los servicios de Inteligencia habían detectado la existencia de nuestro proyecto y exigían, a toda costa, que se les pusiera al corriente. Por sugerencia expresa del doctor Kissinger, el propio Nixon «aconsejó» la dimisión de Helms, siendo sustituido por James Schlesinger. Este hombre de confianza de Nixon tomó posesión de la dirección de la CIA el pasado día 6. Justamente cuando vosotros os encontrabais al «otro lado».
Pues bien, Schlesinger, que procede de la Oficina de Presupuestos del presidente Nixon, se ha propuesto agilizar la maldita Agencia Central de Inteligencia, multiplicando sus hombres y medios en Oriente Medio[10].
—No vemos qué relación…
El general nos rogó tranquilidad.
—Desgraciadamente la tiene —prosiguió en un tono grave—. Schlesinger es un hombre frío y astuto. De momento ha pedido calma a ese «nido de serpientes», y la CIA, aparentemente, parece haberse olvidado de nosotros. Pero la realidad es otra. Desde hace unas horas, el número de agentes al servicio de esa rata, tanto en Israel, Ammán como en Teherán, se ha duplicado. Están en todas partes y lo husmean todo. Pero eso no es lo peor. Esta mañana, como sabéis, y a través de nuestro embajador, he recibido un comunicado urgente. Debía personarme de inmediato en la sede de la embajada. Allí, ante mi sorpresa, me han puesto en comunicación con Kissinger.
Justamente para hoy, 12 de febrero, y como medida complementaria de «distracción» que contribuyese a un más cómodo y seguro retorno del módulo, Kissinger había orquestado el ansiado primer canje de prisioneros de la guerra de Vietnam. Y así ha sido. Durante horas, la atención mundial ha estado dirigida a muchas millas de aquí.
El canje ha tenido efecto en tres lugares distintos, y un total de 115 norteamericanos han sido liberados. El doctor Kissinger sale esta misma noche de la base de Clark, en Filipinas, rumbo a Washington. Pero antes, mañana mismo, para ser exactos, hará escala en Atenas. Y allí deberé sostener con él una entrevista que, no os lo oculto, puede ser decisiva. Mientras Curtiss apuraba su segunda copa de vino del Hebrón aproveché para interrogarle sobre algo que no alcanzaba a comprender.
—¿Por qué dice usted, mi general, que el cerco de la CIA no es lo peor?
—Mi conversación telefónica ha sido breve. A mi vuelta de Atenas quizá pueda responder a esa pregunta con precisión. Sin embargo, a juzgar por lo que me ha insinuado el consejero presidencial, sí estoy autorizado a comunicaros que la estación receptora de fotografías del monte de los Olivos se encuentra gravemente amenazada.
El general se adelantó a nuestros pensamientos y añadió:
¿Amenazada por qué o por quién? Sólo os diré una cosa: el tema es lo suficientemente serio y urgente como para que Kissinger, que debía permanecer cuatro días en Hanoi, haya adelantado su vuelta a Estados Unidos.
—¿Lo sabe el Gobierno de Golda Meir?
—Lo ignoro —respondió Curtiss con un gesto de impotencia—. Esa será otra de las cuestiones a tratar en Atenas. Lejos de tranquilizarnos, las revelaciones del director del proyecto añadieron nuevas dudas a nuestros corazones. ¿Qué clase de amenaza flotaba sobre la estación receptora de imágenes del Big Bird? Pero, sobre todo, ¿cómo conjugar aquel maremágnum de intrigas con la idea, implícitamente aceptada por el general, de «regresar» al tiempo de Cristo?
Aquella madrugada, mientras le acompañábamos al aeropuerto internacional Ben Gurión, en Lod, una sensación muy familiar me recorrió el vientre. Era el preludio —casi me atrevería a afirmar que un aviso— de una inminente cadena de acontecimientos.
Curtiss, con su proverbial prudencia, eligió un vuelo regular de la compañía judía El Al para volar a Grecia. Y antes de partir, impulsado por quién sabe qué fuerza oculta o misteriosa, dejó en el aire una petición que a mí, personalmente, me hizo concebir ciertas esperanzas…
—No sé si debo —susurró deteniéndose frente a la pequeña escultura levantada en memoria del piloto Dan Heymann—, pero, aunque sólo sea por una vez en mi vida, quiero seguir mi intuición…
Acarició la delicada estatuilla que simbolizaba a un ser humano con alas, ligeramente echado hacia atrás y en actitud de emprender el vuelo, conmovido sin duda ante el curioso «encuentro» con una imagen tan próxima a nuestros más íntimos deseos.
—… Si no se produce un milagro —añadió—, nuestro regreso a Edwards puede demorarse indefinidamente. Aceptando en principio tal circunstancia y contando con vuestra absoluta discreción, ¿puedo encomendaros algo?…
Aquella innegable muestra de confianza nos llenó de satisfacción. Y, como un solo hombre, le animamos a que continuase.
—Quiero que tracéis un plan de trabajo… —el general parecía arrepentirse de aquella espontánea decisión, pero tras unos segundos de áspero silencio, concluyó— destinado a la recuperación de ese micrófono. Por supuesto, todo esto es tan provisional como confidencial… ¡Ah!, y olvidaros de la fase de lanzamiento. Quiero únicamente —subrayó con énfasis— las líneas maestras de una posible segunda «exploración»… ¡Suerte! Nos veremos a mi regreso.
Mudos e inmóviles como postes vimos desaparecer a aquel hombre imprevisible. Ya no había tiempo de formularle ni una sola de las muchas preguntas que empezaban a agolparse en nuestros desconcertados cerebros.
El viaje de vuelta a Jerusalén fue muy significativo. Ninguno de los dos pronunciamos palabra alguna. Sin embargo, nuestros pensamientos —así me lo confirmaría Eliseo esa misma mañana del 13 de febrero— giraron en torno a la misma inquietud: la increíble posibilidad de un segundo «gran viaje»…
Buscando apaciguar nuestros respectivos ánimos, nos concedimos un tiempo de reposo. A las 13 horas volveríamos a reunirnos y cambiaríamos impresiones. Inútil pretensión. A la media hora de introducirme en la cama, presa de una creciente excitación, volví a vestirme y llamé a la puerta de la habitación de mi hermano. Eliseo, tan alterado como yo, ni siquiera había intentado conciliar el sueño. En aquellos instantes no podía comprender por qué mi organismo —después de más de 48 horas de vigilia— no acusaba cansancio alguno.
El caso es que, con un entusiasmo febril, nos enfrascamos en la elaboración de una serie de posibles planes de trabajo. Al cabo de dos intensas horas terminamos por claudicar. Una y otra vez, a pesar de la infinidad de parámetros manejados, los esquemas y borradores se estrellaban siempre ante dos incógnitas fundamentales. Por un lado, ¿de cuánto tiempo real íbamos a disponer, en el supuesto de que la segunda exploración se llevara a efecto? Por último, ¿cuáles podían ser los puntos de lanzamiento y contacto?
Sin esta información previa, nuestras ideas y buena disposición resultaban poco menos que estériles.
—Además —insinuó Eliseo con razón—, ¿por qué forjarnos esperanzas cuando no hay nada seguro? Será mejor que nos olvidemos del asunto… Durante un tiempo permanecí en silencio, sopesando la aplastante lógica de mi compañero. Pero, gracias al cielo, terminé por revolverme contra el sentido común, animando a Eliseo a proseguir en aquel aparente absurdo.
—Si nosotros —le planteé con todo mi entusiasmo—, que hemos vivido tan extraordinaria experiencia, no somos capaces de avivar los deseos de Curtiss, ¿quién crees que está en condiciones de hacerlo?
Y tras una estudiada pausa, colocando mis manos sobre sus hombros y mirándole fijamente, añadí:
—Tenemos que lograrlo. Yo deseo, necesito, volver…
Al percatarme de que, inconscientemente, había adoptado una de las típicas costumbres de Jesús de Nazaret cuando hablaba o se dirigía a alguien a quien apreciaba, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Eliseo debió notarlo y, por primera vez, entreabrió su corazón, confesándome algo en lo que no había reparado en nuestra permanencia en la Palestina del año 30…
—Sí, ésa es también mi obsesión. Y no olvides que yo no tuve ocasión de verle… Quedé paralizado y, al mismo tiempo, humillado por mi descarado egoísmo.
Durante los once días de la exploración, mi fiel y querido compañero, en efecto, no había abandonado el módulo un solo instante.
A partir de aquella inesperada confesión, una loca idea empezó a madurar en mi corazón. Pero tiempo habrá de volver sobre ella.
La ilusión, finalmente, prendió de nuevo en Eliseo y, soslayando las dificultades ya mencionadas, nos volcamos en el único plan aparentemente viable.
Puesto que el objetivo básico de esta segunda exploración era la recuperación de la pieza perdida —ese fue, al menos, nuestro planteamiento inicial—, el nuevo «salto» en el tiempo debía ubicarse, necesariamente, en las horas próximas al 6 de abril, Jueves Santo. Sin embargo, al fijar el instante concreto para la inversión de masa, ambos estuvimos de acuerdo en que resultaba mucho más práctico e interesante reanudar la exploración en las horas previas al amanecer del domingo, 9 de abril del citado año 30. Ni él ni yo, además, nos sentíamos con fuerzas para «revivir» las amargas jornadas de la Pasión y Muerte del Hijo del Hombre…
Tras un detallado estudio convinimos, pues, que el «salto» debía producirse alrededor de las 03 horas del Domingo de Resurrección y, a ser posible, localizar el «punto de contacto» de la nave en las coordenadas utilizadas en la misión anterior. Es decir, en la cota máxima del monte de los Olivos. Ello facilitaría un rápido acceso al lugar donde suponíamos podía hallarse el farol: uno de los barrios artesanales —quizá en la ciudad alta— de Jerusalén. Después, de acuerdo con el tiempo concedido a la misión, cabía la posibilidad de investigar otro fascinante y oscuro capítulo de la «vida» del Cristo: sus apariciones después de muerto y resucitado.
Aquella jornada y la siguiente fueron decisivas. Mucho más de lo que podíamos imaginar entonces…
Absortos en la puesta a punto del audaz proyecto, del equipamiento y de un sinfín de detalles técnicos necesarios, apenas si fuimos conscientes del paso de las horas.
Y al fin llegó el 15 de febrero.
Aquella mañana del jueves, una llamada del recepcionista del Ramada Shalom precipitaría los acontecimientos. Minutos más tarde, a las 10 horas, un vehículo oficial de la Embajada USA nos dejaba frente al número 53 de la calle Rabiah Aldawieh, a treinta pasos de la capilla de la Ascensión.
Al descender del automóvil nos llamó la atención un notable despliegue de seguridad, montado por el ejército israelita, responsable, como ya mencioné, de la vigilancia del exterior de la plazoleta que albergaba el octógono y los improvisados hangares. Aquel súbito reforzamiento del dispositivo de cerco de nuestro cuartel general nos alarmó. Algo grave debía suceder para que en cuestión de horas —nosotros habíamos abandonado el recinto en la mañana del lunes— el número de soldados se hubiera triplicado. Por un momento, mientras cruzábamos los controles, llegué a pensar lo peor: ¿habían descubierto los judíos la existencia de la «cuna»?
Nuestros ánimos recuperaron su tono habitual cuando, al ascender los ocho peldaños de piedra que conducen a la «ante sala» de la capilla, divisamos a Curtiss junto a la pequeña puerta de acceso. Presentaba un rostro demacrado, como si no hubiera dormido desde nuestro último encuentro en Lod. Así era. Mientras salvábamos los doce metros que separaban la referida puertecilla del centro de la plazoleta, nos confesó que —«dada la gravedad de la situación»— había regresado de Atenas en la misma noche del lunes, 12 de febrero.
Eliseo y yo cruzamos una mirada, sin comprender. Pero el general, con voz cansada, nos rogó que entráramos con él en el hangar donde había tenido lugar la primera e interrumpida reunión. Allí, entre las sofisticadas consolas Thomson-CSF, destinadas a la recepción de imágenes del Big Bird, aguardaban los directores del programa, silenciosos y expectantes.
Al tomar asiento alrededor de la pequeña mesa central, nadie hizo el menor comentario. Todas las miradas estaban fijas en Curtiss.
—Bien, señores —arrancó al fin, después de extraer una pequeña carpeta de piel negra de un maletín depositado frente a él y que, si no recordaba mal, había constituido su único equipaje en el reciente vuelo a Grecia—, —imagino que estarán haciéndose algunas preguntas… Trataré de ir por orden… Y, sin prisas, repasó una serie de notas manuscritas. Al levantar de nuevo la vista, Curtiss captó al instante la creciente inquietud general. Y forzando una sonrisa, exclamó:
—No se alarmen. Lo que han visto ahí afuera —su dedo índice izquierdo señaló al exterior del octógono— no guarda relación con los auténticos objetivos del programa. Eso creo, al menos…
Y volviendo a sus documentos hizo una nueva y desesperante pausa.
—No importa cómo —prosiguió finalmente—, pero el caso es que hasta la Agencia Central de Inteligencia y Seguridad de Israel, el Mossad, ha llegado una información…, alarmante: el movimiento guerrillero palestino tiene conocimiento de la operación conjunta que estamos desplegando con el Gobierno de Golda Meir. Me refiero a la instalación de la estación receptora de fotografías al satélite.
Los rostros de todos los presentes reflejaron una extrema gravedad. La Inteligencia Militar israelí, en especial a partir de la guerra de los Seis Días, en 1967, era considerada como la más eficaz y afilada del mundo, sobre todo en asuntos vinculados con el Oriente Medio. Ninguno de los asistentes ponía en duda tal revelación.
—… Es más que seguro —continuó Curtiss— que, a estas alturas, tanto la OLP[11] como los servicios secretos egipcios, sirios y, naturalmente, soviéticos, estén al corriente y hayan adoptado las medidas oportunas.
En aquellos dramáticos momentos nadie se percató de una sutil y supongo que involuntaria revelación del general. ¿Por qué al referirse a los servicios secretos había mencionado, única y exclusivamente, a Egipto, Siria y la URSS? Días más tarde tendríamos ocasión de conocer la razón de esta triple alusión.
—… Durante el pasado martes y en el más estricto secreto, tuve oportunidad de entrevistarme con el doctor Kissinger…
Los directores del proyecto se miraron atónitos, asociando, sin duda, aquella reunión con la repentina partida del general de aquel mismo hangar. Pero ninguno comentó el hecho, dejando que Curtiss prosiguiera.
—… El consejero presidencial disponía de información de primera mano. Sus órdenes han sido tajantes: por nada del mundo debemos arriesgar la vida de nuestros hombres ni el instrumental que nos ha sido confiado.
No hacía falta que diera más explicaciones. Al referirse a la palabra «instrumental», todos sabíamos de qué estaba hablando realmente.
—… Pues bien, por expreso deseo de Kissinger, y contando siempre con el beneplácito del Gobierno de Israel, la estación receptora de fotografías debe ser desmantelada de inmediato… Curtiss se hizo de nuevo con los documentos depositados en su carpeta y, dirigiéndonos una mirada de complicidad, aclaró:
—Esto implica una sustancial variación de nuestros primitivos planes. De momento, salvo que los jefazos de Washington no dispongan otra cosa, el retorno a la base de Edwards queda pospuesto. Ayer mismo, a mi regreso de Atenas, celebré una reunión urgente con el «gabinete de cocina» de Golda[12].
El único asunto sobre la mesa, como habrán intuido, fue éste: ¿qué hacer con la estación receptora? Estuvieron presentes la primer ministro, Golda; el viceprimer ministro, Alón; el ministro de la Defensa, nuestro siempre zozobrante Moshé Dayán; el jefe del Estado Mayor, teniente general David Eleazar; el jefe del Departamento de Investigación del Servicio de Inteligencia, general de brigada Arié Shalev y el jefe del Servicio de Inteligencia, general Zeira. Tras hora y media de intenso debate y por razones que, de momento, no estoy autorizado a revelarles, el Gobierno de Israel se ha mostrado conforme con el referido y fulminante desmantelamiento de las instalaciones, acordando su traslado a otro lugar secreto…
(Como ya relaté en las primeras páginas de este diario, en un minucioso estudio elaborado en Washington por el CIRVIS[13], con la estrecha colaboración del Departamento Cartográfico del Ministerio de la Guerra de Israel, se había establecido que la instalación de la red receptora de imágenes del satélite artificial Big Bird debía efectuarse en un plazo máximo de seis meses, a partir de la fecha de llegada del instrumental a la ciudad de Tel Aviv.
Esto ocurrió en enero de 1973. Los especialistas, en una primera fase, buscarían el asentamiento idóneo y definitivo. Para ello, los militares judíos habían designado tres posibles puntos: la cumbre del monte de los Olivos, los altos de Golán —en manos israelitas desde la contienda de 1967—y los macizos graníticos del Sinaí.) Los directores del proyecto rompieron su mutismo lanzando sobre el general una atropellada oleada de preguntas: «¿Cuándo tendría lugar el desmantelamiento?», «¿Cuál de los puntos alternativos —altos del Golán y Sinaí— había sido elegido?», «¿Qué iba a ocurrir con la «cuna» y con todos nosotros?»
Curtiss recobró su perdida sonrisa y solicitó orden y calma.
—Esto es lo que puedo adelantarles… por el momento: las previsiones y evaluaciones de la Inteligencia judía estiman que la situación general en Oriente Medio tiende a una peligrosa agravación. Y les ruego que no pregunten por qué. Lo que importa y nos importa es que, por decisión del Gobierno de Golda, la estación receptora es ahora más vital que nunca y los militares judíos están ya buscando otro asentamiento… distinto a los previstos inicialmente. Ellos y nosotros disponemos de un plazo máximo de tres días para localizar ese lugar y ejecutar el traslado. El doctor Kissinger considera que nuestra presencia en esta nueva etapa del proyecto es absolutamente necesaria. No podemos ni debemos levantar sospechas. Para los judíos somos los propietarios y responsables de los equipos y así seguirá siendo… Pero hay algo más —anunció Curtiss, adoptando un tono solemne—. Algo con lo que no habíamos contado y que, bien mirado, podríamos calificar como un nuevo y apasionante desafío.
El corazón me dio un vuelco. E instintivamente busqué la mirada de Eliseo. No sé cómo pero yo sabía lo que el general estaba a punto de comunicarnos.
Por primera vez en los años que llevábamos juntos percibí un ligero temblor en las manos de Curtiss. Y su voz se vio empañada por la emoción. Nunca olvidaré aquella rotunda afirmación:
—Señores, ¡Regresamos!
Obviamente, los directores del proyecto no comprendieron el significado de aquellas dos simples palabras. Y uno de ellos, interrumpiéndole, le recordó que, si no había entendido mal, el regreso a casa había sido pospuesto.
Los ojos de Curtiss chispearon maliciosamente.
—Señores —insistió, remachando cada sílaba—, «re gre sa mos»…
En segundos, los miembros del equipo cayeron en la cuenta y, levantándose de sus asientos, estallaron en una calurosa ovación. Todos sabían de la pérdida del micrófono y todos, en lo más profundo de sus corazones, habían contemplado y deseado una segunda oportunidad.
Pero, superados los primeros minutos de lógico entusiasmo, los fríos y racionales directores del programa despertaron a la cruda realidad, planteando una interminable cadena de dudas… Algunos de aquellos obstáculos técnicos ya habían sido valorados por nosotros en las densas horas de reflexión y enclaustramiento en el hotel. Curtiss escuchó pacientemente. Por último, fijando su mirada en nosotros, formuló una escueta pregunta:
—¿Qué tenéis que decir vosotros?
—Hay una posibilidad…
Pero, antes de que prosiguiéramos con el plan trazado en el Ramada Shalom, el general dio por finalizada la reunión.
—De eso —abrevió ante la curiosidad general— hablaremos en su momento.
Ahora urge el total desmantelamiento del módulo y el embalaje completo de los equipos. ¡Señores, manos a la obra!
A partir de esa decisiva reunión, los hombres de Caballo de Troya nos afanamos en una agotadora labor de desmontaje general. La mayoría de los técnicos, ajena a los hechos que acabábamos de conocer, se preguntó una y otra vez el porqué de aquellas extrañas prisas y del reforzamiento de las medidas de vigilancia y seguridad exteriores. Fue el propio general quien, en mangas de camisa y como uno más en la frenética labor, les insinuó discretamente que existía el riesgo de un posible atentado terrorista contra la estación y que nos disponíamos a su inmediato traslado.
A lo largo de uno de los breves períodos de descanso, Curtiss nos puso en antecedentes de otros sucesos íntimamente relacionados —siempre según el Mossad— con la grave amenaza que se cernía sobre la estación receptora de fotografías. Los agentes israelitas infiltrados en Beirut, Ammán y Roma habían descubierto un plan para asesinar al rey Hussein de Jordania, que en aquellas fechas —primeros días de febrero— realizaba una visita semioficial a los Estados Unidos[14]. El grupo guerrillero palestino Septiembre Negro proyectaba apoderarse de diversos edificios gubernamentales de Ammán, haciendo prisioneros a varios ministros jordanos. Al parecer, las intenciones de Hussein de negociar la paz con Israel no gustaba a los palestinos y, aprovechando la ausencia del monarca, habían logrado infiltrarse en territorio jordano, haciéndose pasar por turistas de los Estados del golfo Pérsico.
Alertados por el Mossad, los servicios de contraespionaje de Jordania detuvieron a un buen número de activistas, incautando un total de 20 automóviles. Entre los guerrilleros que habían penetrado por vía aérea, procedentes de Europa, se hallaban dos individuos recientemente liberados por las autoridades italianas —Ahmed Zaid, estudiante de Irak, y Adnah Hasem, jordano—, acusados de intentar el derribo de un avión de la compañía judía El Al[15]. En los interrogatorios que siguieron a estas detenciones, los jordanos fueron informados de algunos de los proyectos inmediatos de las diferentes facciones guerrilleras palestinas. Entre los más importantes destacaban «la toma de una embajada árabe en un indeterminado país del continente africano»[16], «la creación de un arsenal e infraestructura para el ataque a aeronaves comerciales judías en Europa»[17] y el «asalto de un comando suicida a la mezquita de la Ascensión». Era obvio que este último proyecto terrorista sólo podía estar inspirado en una exacta información de lo que USA e Israel llevaban entre manos en relación con el Big Bird.
Tan graves acontecimientos —ajenos por completo a nuestra verdadera misión— sólo vinieron a enturbiar los corazones del equipo, que se entregó hasta el límite de su capacidad a la delicada operación de «limpieza» de los barracones.
Dos días después —el sábado, 17 de febrero—, con algo más de veinticuatro horas de adelanto sobre lo previsto, la «cuna» había sido desmontada y puesta a buen recaudo en tres contenedores blindados.
Al coincidir con el día sagrado de los judíos, Curtiss, astutamente, se apresuró a comunicarles que podían franquear el recinto de la mezquita. Pero, como era de esperar, declinaron el ofrecimiento, demorando su participación en los postreros trabajos de evacuación hasta la puesta de sol. Aquella providencial coincidencia nos proporcionaría un precioso margen de casi seis horas en el que la casi totalidad de las consolas y equipos electrónicos de la estación propiamente dicha fueron «echados abajo» y mezclados y confundidos con los cajones metálicos que contenían el módulo y demás instrumentos auxiliares.
Minutos después del ocaso —hacia las 17.45 horas—, los técnicos y oficiales israelíes entraban en la plazoleta, iluminada ya por potentes reflectores, colaborando con nuestros hombres en el desmantelamiento final.
Al alba, la operación había concluido. Todo se hallaba dispuesto para el traslado. Pero ¿adónde? ¿Cuál era el punto elegido?
Por elementales razones de prudencia —y siguiendo las órdenes del general de brigada Arié Shalev, jefe del Departamento de Investigación del Servicio de Inteligencia israelí—, los arqueólogos (o supuestos «arqueólogos») deberían permanecer en el interior de la capilla de la Ascensión hasta cuarenta y ocho horas después de la definitiva salida del material. Los árabes, propietarios y custodios del santuario, atentos a todos nuestros movimientos, podrían haber sospechado algo si los mencionados «expertos» de la Universidad de Jerusalén, de la Escuela Bíblica y Arqueológica Francesa de la Ciudad Santa y del Museo de Antigüedades de Ammán —integrantes de la «división especial» encargada por el Gobierno de Golda Meir de las excavaciones y reparación de los cimientos de la cara este de la inolvidable mezquita, supuestamente dañados por el simulacro de atentado protagonizado por los agentes de Daván— hubieran evacuado la zona al mismo tiempo que la carga. Esta, según las escasas informaciones que llegaron hasta nosotros en aquellos días, desaparecería del lugar durante la noche y de forma gradual, con el fin de levantar un mínimo de sospechas. La gran pregunta que nos hicimos en tan tensas jornadas, y que Curtiss no pudo o no supo clarificar, encerraba una decisiva importancia en el planeamiento de la primera fase de la aventura que nos aguardaba: «¿Cuál era el asentamiento elegido para la estación receptora del Big Bird[18]?» Como ya hice alusión anteriormente ese nuevo y ansiado despegue del módulo y quizá buena parte de la segunda exploración estaban sujetos al exhaustivo conocimiento del punto donde debería ser levantada la estación receptora. Lógicamente, al abandonar el monte de los Olivos, ese misterioso emplazamiento tenía que estar ubicado lejos del que, en principio, ya constituía para nosotros el «punto de contacto» de la nave: la referida cumbre del monte que ahora estábamos a punto de dejar. Para salvar este inconveniente, los directores del proyecto —reunidos con Eliseo y conmigo durante todo el domingo, con el fin de planificar al máximo los pormenores del segundo «gran salto»— establecieron dos únicas soluciones. Si la distancia entre el nuevo asentamiento y el monte de las Aceitunas era considerable, una vez efectuado el despegue y la inmediata inversión de masa, la «cuna» debería salvar esas millas en un vuelo horizontal. Esto complicaba aún más las cosas. Entre otras razones, por el lógico consumo extra de combustible. Un peróxido de hidrógeno, por cierto, que debía llegar, y secretamente, desde los Estados Unidos…
Si los kilómetros que nos separaban del “punto de contacto“, por el contrario, no eran muchos, quizá lo más prudente fuera variar la zona de descenso, cubriendo a pie el camino hasta Jerusalén. En este caso, dado el indudable riesgo que suponía una marcha de estas características, la estrategia debería ser variada sustancialmente.
Por expreso deseo de Curtiss, a quien prácticamente no vimos hasta el martes, 20 de febrero, el reducido equipo que dirigía Caballo de Troya vivió aquellos días única y exclusivamente para la segunda gran aventura. En nuestro afán por calibrar hasta el último detalle de tan apasionante y —¿por qué negarlo?— peligrosa misión, contemplamos incluso, en los primeros momentos, la posibilidad de que los altos del Golán o los macizos del Sinaí pudieran ser reconsiderados por el Gobierno israelí como una de las plataformas para la definitiva instalación de la estación. El general nos había advertido que, dada la situación en Oriente Medio, ambos emplazamientos habían sido desechados por el Estado Mayor judío. Y no tuvimos más remedio que rendirnos a la evidencia cuando, en esos días, la prensa de Jerusalén publicó dos noticias registradas el jueves último y justamente en las áreas en litigio. En el golfo de Suez, muy próximo al Sinaí, un avión egipcio y otro judío habían sido alcanzados en un duelo aéreo entre reactores de ambos países. En cuanto a las alturas del Golán, tropas sirias habían destruido dos carros blindados y una excavadora israelitas cuando éstos cruzaron la línea de alto el fuego con el fin de construir una carretera en la zona desmilitarizada.
La tensión entre Israel y sus vecinos árabes seguía incrementándose de forma alarmante, amenazando incluso nuestros objetivos. Pero las horas más amargas estaban aún por llegar…
En la mañana del lunes, 19 de febrero, aprovechando una obligada interrupción en nuestras sesiones de trabajo, y casi sin quererlo, mis pasos me condujeron a un lugar que había evitado hasta esos instantes: la Ciudad Vieja de Jerusalén. Mientras Eliseo y los directores se ocupaban en la sede de la embajada norteamericana de la tramitación para el envío por valija diplomática de los sismogramas obtenidos en la primera exploración y que debían ser estudiados, con prioridad absoluta, por el Centro Geológico de Colorado y la Administración Nacional del Océano y de la Atmósfera (NOSA), ambos en mi país, yo me dejé arrastrar por una necesidad casi imperiosa: caminar lenta y pausadamente por los mismos lugares de la Ciudad Santa donde —«siglos antes»—, había vivido tan increíbles y traumatizantes experiencias.
Quizá no debí hacerlo. En el fondo, yo sabía lo que me aguardaba. Pero mi espíritu pujaba por «encontrarle» o encontrar el menor vestigio que me recordara su presencia.
Ahora, después de tanto tiempo, estoy seguro que hice bien en ocultar a Curtiss y a la dirección del proyecto mí profunda angustia y el obsesivo deseo de «volver», fruto de una compleja mezcla de admiración por Él y de una ardiente necesidad de conocerle mejor. Nadie, en mis muchos años de vida, había llegado tan certera y hondamente a mi atormentado corazón. Y una y otra vez me hacia la misma pregunta: ¿por qué yo? ¿Por qué un individuo ruin, impuro y eternamente dubitativo como yo se veía envuelto en semejante situación? ¿Qué tenía aquel Hombre para lograr transformar tan violentamente una vida —la mía—, llena de vacío?
Como digo, si hubiera informado a Caballo de Troya de mi debilidad por Jesús de Nazaret —porque de eso se trataba en realidad—, tan flagrante parcialidad y entusiasmo por el personaje motivo de la segunda expedición me habrían descalificado sin remedio. La objetividad y frialdad en los exploradores eran condiciones básicas para el desempeño de una misión de aquella naturaleza. Y aunque mi compañero y yo compartiéramos estos sentimientos creo que a la hora de la verdad —tal y como se verá más adelante— supimos respetar esta regla de oro de la operación, manteniéndonos siempre, y en ocasiones con serias dificultades—, en una posición distante al margen del curso de los acontecimientos.
Al cruzar bajo el arco de la puerta de Jafa, en el extremo occidental de la Ciudad Vieja de Jerusalén, el frío uncial de aquella mañana había empezado a remitir. Unos tibios rayos de sol templaron mi intensa palidez, alegrando el ocre de las piedras de la Ciudadela. Un abigarrado gentío daba vida a la corta calle que separa los barrios armenio y judío, al norte, del cristiano y musulmán al sur. Aunque yo había paseado en numerosas oportunidades antes del «gran viaje» por aquel mismo sector de la Ciudad Santa ahora era diferente. Muy diferente…
Al llegar al final de la Str. of the Chain dudé. ¿Hacia dónde me dirigía? A mi derecha, a corta distancia, se encontraba el muro de las Lamentaciones: último y único vestigio del imponente Templo construido por Herodes el Grande. E instintivamente tomé aquella dirección. Al desembocar en la gran explanada existente a los pies del muro occidental del antiguo Templo, cientos de personas, la mayoría turistas, deambulaban de aquí para allá, curioseando y tomando fotografías. Me aproximé despacio a la muralla. Era increíble que, de aquella monumental construcción que yo viera en nuestro primer «salto», sólo quedase en pie un reducido paño de sillería de doce escasos metros de altura y poco más de setenta de longitud[19]. Numerosos rabinos y fieles judíos, entre los que destacaban niños y jovencitos, rezaban o leían los rollos de la Ley, con los rostros materialmente pegados a los gigantescos y erosionados bloques cenicientos. La devoción y respeto de aquellos israelitas, cubiertos con sus mantos blancos y típicos sombreros negros y con las filacterias sujetas a la frente, eran sobrecogedores.
Levanté los ojos, recorriendo minuciosamente las once hileras de piedra que aún resistían el paso de los siglos, descubriendo cómo algunas cosas no habían cambiado en el venerable muro. Entre los huecos y ranuras de los imponentes bloques seguían floreciendo manojos de hierbas silvestres, cobijando a buen número de palomas y pajarillos. Y entre el susurro de aquellas plegarias aparecieron en mi memoria las palabras que pronunciara Jesús de Nazaret en el atardecer del martes, 4 de abril del año 30:
«¿Habéis visto esas piedras y ese templo macizo? Pues en verdad, en verdad os digo que llegarán días muy próximos en los que no quedará piedra sobre piedra. Todas serán echadas abajo.»
Impulsado por una extraña fuerza me acerqué a una de las moles de piedra. Mis manos acariciaron la rugosa superficie y mi rostro, lenta y suavemente, fue a tocar aquella segunda hilera. Cerré los ojos, intentando captar la formidable energía que, sin lugar a dudas, almacenaba aquella reliquia. Mi alma necesitaba desesperadamente una señal, un simple recuerdo, quizá el fugaz perfume de unas piedras que habían sido mudos testigos de la presencia del Cristo… Un llanto dulce y sosegado fue la única respuesta.
Cuando aquella lacerante tristeza estaba a punto de ahogarme, una mano fue a posarse sobre mi hombro derecho. Por un instante me negué a abrir los ojos, imaginando que aquel gesto —tan típico de Jesús— estaba sucediendo en «otro tiempo»… Pero al dirigir la vista hacia el hombre que tenía a mi lado, un destello verdoso me devolvió a la trágica realidad. Era un paracaidista del Ejército judío, con su uniforme de camuflaje y una metralleta colgada del hombro izquierdo y con el cañón apuntando hacia tierra. En torno a su cuello presentaba el más singular manto de oración que yo hubiera visto frente al muro de los Lamentos: dos cananas, con un brillante enjambre de balas, relampagueando al tibio sol de la mañana.
El joven —quizá se trataba de un judío ortodoxo que cumplía su servicio militar— me miró en silencio. Y tras dibujar una sonrisa, hizo un solo comentario:
—Hermano, el espíritu divino está siempre presente en estas piedras. Aunque no seas judío, reza, pídele a Dios… Tus deseos se verán satisfechos.
No sé ciertamente si correspondí a su sonrisa. El caso es que me sentí aliviado y, siguiendo su consejo, recé en silencio y con toda la fuerza de mi mermado corazón. Al hacerlo, otras inolvidables palabras del Maestro brotaron en mi cerebro:
«Ninguna súplica recibe respuesta, a no ser que proceda del espíritu. En verdad, en verdad te digo que el hombre se equivoca cuando intenta canalizar su oración —sus peticiones hacia y el beneficio material propio o ajeno. Esa comunicación con el reino divino de los seres de mi Padre sólo obtiene cumplida respuesta cuando obedece a un ansia de conocimiento o consuelo espirituales. Lo demás, las necesidades materiales que tanto os preocupan no son consecuencia de la oración, sino del amor de mi Padre»[20].
En esos momentos comprendí que buena parte de mi angustia nacía de un deseo egoísta: sólo pretendía saciar mi curiosidad e instintos más íntimos. Y allí mismo pedí perdón, suplicando al Padre que, si nuestra segunda «aventura» llegaba a materializarse, me diera luz y fuerza para vivirla y aprovecharla, con el único fin de beneficiar a las generaciones futuras.
Algo más calmado, me alejé de aquel lugar, dirigiéndome hacia el extremo derecho del muro: el lugar destinado a las mujeres. Bordeé la barrera metálica que separa ambos sectores y, tomando mi viejo cuaderno de notas, escribí tres palabras: «Volver con Él.»
Aquélla era, y es, una de las costumbres más extendidas entre las personas que visitan el muro de las Lamentaciones: escribir en un papel alguna oración o deseo particular y, tras doblarlo, introducirlo en alguna de las ranuras existentes entre los grandes sillares de piedra[21]. La tradición popular asegura que tales peticiones siempre se cumplen. Dado que ningún hombre puede entrar en el citado sector femenino, supliqué a una turista que depositara mi «mensaje» en la muralla. La mujer, complaciente, lo hizo al momento. Y allí quedó —y allí supongo que estará aún— el breve, sincero e intenso ruego. Hoy puedo dar fe que, al menos en mí caso, la creencia popular está en lo cierto…
El resto de mi paseo por la Ciudad Vieja no contribuiría precisamente a levantar mi ánimo. Todos los lugares por los que acerté a caminar se hallaban irreconocibles. No guardaban prácticamente parecido alguno con aquella Ciudad Santa del año 30. Era lógico. Si la memoria no me falla, desde el año 587 antes de Cristo, fecha de la destrucción de Jerusalén y del Templo por Nabucodonosor, la Ciudad Santa había padecido 16 invasiones, siendo arrasada y vuelta a edificar en más de una decena de veces[22].
Era absurdo que pretendiera ver y reconocer en la actual explanada del Domo de la Roca el magnífico Segundo Templo o, en el barrio musulmán, el primitivo trazado de las callejuelas que había recorrido…
Al entrar en el gigantesco rectángulo donde antaño se había levantado el magnífico templo de Herodes, un guía, a media voz, explicaba a un nutrido grupo de curiosos y respetuosos turistas ingleses cómo muchos rabinos y judíos de Mea Shearim (el barrio religioso de la ciudad) sólo aceptan caminar descalzos o incluso, se niegan, a pisar la explanada sobre la que nos encontrábamos. Según estos estrictos observadores de la Ley judía, «allí se encuentra sepultada la famosa arca de la Alianza, siendo aquél, por tanto, un lugar sagrado».
A decir verdad, mientras me dirigía a las mezquitas que ocupan hoy el terreno del Segundo Templo —la de El-Aksa y la conocida como el Domo de la Roca— tuve que reconocer que aquél era uno de los escasos puntos donde los humanos no han caído aún en el lamentable tráfico comercial existente en lo que los cristianos llaman «santos lugares». Allí todo es silencio y recogimiento. La venta o el trapicheo de recuerdos más o menos santos o religiosos están prohibidos terminantemente.
Frente a la mezquita Lejana o de El-Aksa[23], situada al sur del gran rectángulo, mi espíritu volvió a estremecerse. Por detrás y a la izquierda de su cúpula de plata se distinguía buena parte del monte de los Olivos y, en su falda occidental, Getsemaní. El súbito descubrimiento de la colina y de la ladera por la que había trepado y descendido en tantas ocasiones desencadenó en mí una casi violenta reacción. Y, dando media vuelta, me retiré a grandes zancadas, rumbo a la hermosa mezquita de Omar o del Domo de la Roca[24].
Apenas si me detuve unos instantes junto a la «Octava Maravilla del Mundo». Aquél, en mi opinión, es el lugar exacto donde hace dos mil años, se levantaba majestuoso el Santuario propiamente dicho. Allí mismo, muy cerca de algunas de las caras del octógono de 60 metros de diámetro que constituye el exterior de la mezquita —quizá en las orientadas al sur o suroeste—, se hallaron en otro tiempo las escalinatas de acceso al Templo, en las que yo había visto y escuchado al rabí de Galilea.
Allí, en aquella explanada, yo había asistido al insólito espectáculo de un Jesús firme y seguro, látigo en mano, abriendo los portalones del sector norte del llamado atrio de los Gentiles y provocando la estampida de los animales destinados a los sacrificios sagrados. Durante segundos, en el silencio del lugar, pude escuchar los mugidos de los bueyes, el griterío de los cambistas de monedas y el estruendo de las mesas y tenderetes al ser volcados por el ganado. ¡Qué lejos y qué cerca parecía todo!
A treinta o cuarenta metros hacia el noroeste, en lo que es actualmente el límite norte del monte del Templo, imaginé por un momento la casi inexpugnable y orgullosa fortaleza Antonia. Y nuevos y vivos recuerdos acudieron a mi mente. Del formidable «cuartel general» romano no queda casi señal o vestigio alguno. Todo ha desaparecido[25].
Mejor dicho, todo no… Yo había tenido ocasión de visitar, tiempo atrás, el convento de las Hermanas de Sión, donde se venera por los cristianos el famoso litóstrotos o patio pavimentado por grandes losas, perteneciente, al parecer, a la primitiva fortaleza Antonia[26].
Para algunos, éste fue el sitio donde el Cristo fue juzgado por Poncio Pilato y presentado a la multitud después de la flagelación. Otros arqueólogos y exégetas, más prudentes, no están tan seguros.
Tras descender por unas breves escalinatas situadas en la esquina noroccidental del monte Mori y dejar a mi derecha —en lo que fuera el corazón de la fortaleza Antonia— un recoleto paseo, flanqueado por jóvenes cipreses, me introduje sin más dilación en el convento de las Hermanas de Sión, en pleno barrio árabe. Mi espíritu volvió a inquietarse. Aunque comprendo que, a veces, estas cosas son necesarias o irremediables, no pude evitar un sentimiento de rechazo. Nada más cruzar bajo la pequeña puerta del santuario apareció ante mí un luminoso establecimiento, cargado hasta los topes de toda clase de recuerdos de la capilla de la Flagelación o del venerado litóstrotos: desde medallas y escapularios hasta camisetas, ceniceros, artesanía, postales, bustos policromados de escayola de María o de su Hijo, réplicas de la columna de la flagelación y un interminable etcétera, por no hablar de los juguetes japoneses o refrescos. —Aquel lugar, como otros muchos, por no decir la mayoría, se había convertido en un excelente negocio… a costa de Jesús de Nazaret y de sus padecimientos. Y otras frases del Cristo, pronunciadas en la madrugada del lunes, 3 de abril, en la casa de Lázaro, en Betania, acudieron a mi mente:
«… Mi alma sufre por los hijos de los hombres, porque están ciegos en su corazón; no ven que han venido vacíos al mundo e intentan salir vacíos del mundo. Ahora están borrachos. Cuando vomiten su vino, se arrepentirán.»
Quizá lo más doloroso de aquel «cambalache» es que, al igual que sucediera con Anás y los restantes sacerdotes —propietarios del negocio de los intermediarios en el atrio del Templo—, ahora, dos mil años después, los que se dicen sacerdotes o religiosos al servicio del Hijo de Dios siguen consintiendo o participando en transacciones comerciales, que nada tienen que ver con lo que Él deseaba y pretendía. Y esto, precisamente allí, escenario de tan trágicos momentos, empaña considerablemente la grandeza del lugar. Mientras caminaba hacia la sala abovedada donde se exhibe el litóstrotos me pregunté qué habría sucedido si el rabí de Galilea hubiera expresado el menor deseo de que sus ropas, objetos personales, etc, fueran conservados y reverenciados…
Por fortuna conocía bien la debilidad de la naturaleza humana y tuvo sumo cuidado de no cometer semejante error. A pesar de ello, los cristianos, lejos de practicar las enseñanzas de la religión de Jesús, cayeron desde los primeros tiempos en lo que, justamente, no deseaba el Maestro: una religión, una forma de ser y unos ritos «a propósito» de Jesús…
Al ver las lajas rectangulares, que se supone cita Juan en su Evangelio, sentí un escalofrío. Algunas de las enormes y desgastadas losas —estriadas para evitar que los caballos resbalasen— eran parecidas a las de caliza dura que había visto y hallado en el patio central de Antonia. La pulcritud de las religiosas responsables del litóstrotos rotos y el paso de los siglos las habían transformado en cierta medida, proporcionándoles un especial brillo. Pero aquel pavimento no correspondía al del gran patio adoquinado a base de cantos rodados y situado en el sector norte de la fortaleza, en el que se había congregado la multitud la mañana del Viernes Santo. Sólo el enlosado de la terraza situada frente a dicha explanada y en la que se celebró el debate entre Poncio y los sacerdotes judíos, guardaba semejanza con lo que tenía ante mí.
A decir verdad, Juan el Evangelista no cometió error alguno al comentar que el Maestro fue llevado ante Pilato, «en el tribunal» en el sitio llamado «litóstrotos». Lo que sí puede ser craso error es asociar este pavimento del convento de las de Sión con el «tribunal» en el que se sentaba el procurador romano. La justificación al margen de mi propio testimonio, y que debería ser contemplada por los exégetas y arqueólogos bíblicos, está grabada precisamente en algunas de esas losas. En ellas se aprecian un conjunto de rayas, practicadas con espadas u objetos punzantes, que todos los expertos han identificado como una especie de juego de rayuela o «juego del círculo» —del que habla Flavio—, y al que eran muy aficionados los legionarios romanos.
Como ya hice referencia en otra parte de mí diario, sobre una de las lajas del patio central pude distinguir un círculo y una raya tortuosa que discurría entre diversas figuras (una corona real y una «B»). Los soldados, uno tras otro, lanzaban cuatro dados marcados con letras y números, cantando jugadas como la de «Alejandro», la de «Darío», «el Efebo» o la que remataba la partida: la del «Rey». Por pura lógica, un divertimento de esta índole —que obligaba a marcar y dañar un enlosado— difícilmente hubiera tenido como escenario un lugar tan solemne como el litóstrotos, donde Poncio impartía justicia.
Si, en cambio, el patio porticado del cuartel romano, punto de confluencia de los hombres francos de servicio y en el que no tenían lugar demasiados actos oficiales.
Cuando me disponía a salir de la cámara, el susurro de otro guía turístico, comentando los detalles y pormenores del citado «juego del Rey», me retuvo.
«Según la tradición —explicó el hebreo—, si un reo aceptaba jugar, y ganaba la partida, podía salvar la vida… En el caso de Jesús —concluyó el buen hombre con una sonrisa—, los legionarios romanos no aceptaron porque sabían que el Galileo podía ganar…»
Algo reconfortado por la ingenuidad de aquel guía dejé atrás el convento de las Hermanas de Sión, adentrándome en la llamada por los cristianos vía Dolorosa (barrio Al-Mujahedeen), que forma parte de un intrincado laberinto de callejas estrechas, malolientes y, en ocasiones, cubiertas, en pleno mercado oriental. Como en la Jerusalén del año 30, aquel sector —hoy ocupado por musulmanes— así conservaba un cierto parecido con lo que yo había conocido: pasadizos y calles a cuál más angosto, precariamente empedrados en la mayoría de los casos, surcados de canalillos pestilentes y, a ambos lados, un sinfín de tenderetes y diminutos establecimientos infectos en los que se guisaba, vendía o comerciaba con todo lo inimaginable. Confundido, abriéndome paso con dificultad entre aquella marea humana —mezcla de turistas, árabes arreando asnos cargados con voluminosos fardos, mujeres con el rostro cubierto por velos y balanceando grandes cántaros de arcilla sobre sus cabezas, religiosos de todas las confesiones y algún que otro rabino presuroso, luciendo su tradicional indumentaria: levita larga y negra como la noche y sombrero de ala ancha y terciopelo igualmente azabache, con luengas barbas y patillas acaracoladas cayendo desde las sienes— logré acceder al fin a otro de los santuarios de la Ciudad Vieja. Sin duda, el más santo para el cristianismo: la iglesia del Santo Sepulcro.
No fue fácil desembarazarse de la chiquillería que, desde el instante en que pisé la supuesta vía Dolorosa[27], asaltan prácticamente al viandante extranjero o con aspecto de turista, metiéndole por los ojos toda clase de mercancías. Recuerdo con desolación cómo uno de los viernes, a las tres de la tarde, cuando me encontraba en pleno adiestramiento, acerté a pasar por la mencionada vía Dolorosa, coincidiendo con una tradicional y semanal procesión que organizan los padres franciscanos. Aquel espectáculo me conmovió. Mientras los religiosos y fieles avanzaban lenta y pausadamente por las calles, ora de rodillas, ora cargando grandes cruces, a uno y otro lado, los propietarios de los comercios seguían pregonando sus artículos y suvenirs, ajenos y sin el menor respeto hacia aquellos devotos cristianos.
Pero aquel descarado e irritante negocio se ve eclipsado ante lo que, para mí, constituye una de las más negras y frías afrentas que pueda concebirse en un lugar tan sagrado y especial como el del Santo Sepulcro…
Ahora me pregunto si no debería haber omitido estas nada edificantes experiencias. Pero es preciso que sea fiel a mis propios sentimientos y absolutamente claro y sincero.
La verdad es que tampoco tiene mayor trascendencia que la roca del Gólgota —casi oculta bajo la basílica del llamado Santo Sepulcro— estuviera, o no, unos metros más al norte o al sur de su actual y pretendida ubicación. Lo que importa es que éste sí fue el paraje real y concreto donde se desarrollaron las dramáticas horas finales del Nazareno. Ni siquiera la circunstancia de que la tumba de Cristo haya sido marcada por la religión y las tradiciones a tan escasa distancia del lugar de ejecución debería revestir problema alguno.
(Como también especifiqué con anterioridad, la propiedad de José de Arimatea —una pequeña finca de recreo y descanso— se hallaba relativamente retirada del Gólgota.) No era habitual, ni lógico, que este tipo de propiedades fuera fijada prácticamente al pie de un lugar tan tétrico como el de las ejecuciones públicas. A mi «regreso» de la Jerusalén del año 30, tras consultar mapas y recorrer la zona, estoy convencido que la gruta que albergó el cadáver de Jesús se encuentra en algún punto del extremo nororiental del actual barrio árabe. Concretamente, entre la iglesia de Santa Ana y el Museo Rockefeller; este último, fuera del citado barrio. Quizá algún día, si se practican excavaciones en dicho sector, el mundo pueda descubrirlo[28].
Lo que sí me pareció indigno del lugar que se pretende venerar fue un hecho que me tocó vivir en aquella agitada mañana Durante un buen rato deambulé sin rumbo fijo por las oscuras y recargadas capillas, absurdamente divididas entre los griegos ortodoxos y los católicos romanos[29], descendiendo incluso a una de las criptas donde, según la tradición, Santa Elena había hallado las tres cruces, arrojadas a una especie de basurero por los soldados romanos, una vez concluidas las crucifixiones”[30].
En otra de las dependencias volví a encontrarme con la «columna de la flagelación»: un delicado y costoso mojón de mármol rojo, de unos cincuenta centímetros de altura y con un mimado basamento. No pude por menos que sonreír. Aquella especie de millar jamás pudo ser utilizado para atar caballerías. Era demasiado caro y exquisito… Y de pronto me encontré frente a un grupo de turistas, que hacía cola para visitar la no menos supuesta tumba del Galileo[31]. Aquél era uno de los santuarios que yo me había negado a inspeccionar durante mi etapa de entrenamiento. Creo haberlo mencionado ya: tanto la dirección de Caballo de Troya como yo mismo consideramos que, para determinadas fases de la misión, era mejor prescindir de las informaciones ya existentes. Ello nos proporcionaba un mayor grado de objetividad. De ahí que, al unirme al paciente grupo, sintiera una inevitable curiosidad. Era del todo imposible que la gruta que sirvió de enterramiento a Jesús de Nazaret se hallara tan próxima al Calvario. (Apenas veinte o treinta metros en el interior de la iglesia.) Pero decidí echar un vistazo.
El monumento que cubre y protege en la actualidad dicha sepultura, excesivamente recargado y con una gran cúpula de estilo ruso, es tan sumamente angosto que sólo permite el paso de cuatro o cinco personas a un tiempo. A gran velocidad, casi mecánicamente, los turistas que me precedían fueron entrando y saliendo de la tumba. Cuando me tocó el turno, sinceramente, quedé horrorizado. En un estrechísimo cubículo de apenas dos metros de largo por uno de ancho y otros dos de alto puede contemplarse, a la derecha de la estancia, una laja de mármol que no supera el metro y setenta centímetros de longitud. Era imposible que el cuerpo del Cristo con su 1,81 metros de estatura, hubiera encajado en posición horizontal sobre dicho banco de piedra. Pero estas apreciaciones, insisto, eran lo de menos. Lo que me exasperó fue la actitud del pope griego que permanecía en pie al lado de la cabecera de la dudosa tumba. Su principal, yo diría que única, misión consistía en hacerse con los billetes —si eran divisas tanto mejor— que cada visitante se veía casi forzado a regalar. La «operación» por parte de los codiciosos griegos ortodoxos era perfecta. Al entrar en la reducidísima cámara, los cuatro o cinco emocionados y temblorosos fieles se ven abordados por un «ayudante» del hierático pope, quien, mostrándoles un puñado de finas velas negras y sin casi pronunciar palabra alguna, les da a entender que lo correcto es dejar una buena «limosna». Por si el sorprendido visitante duda o no sabe qué cantidad de dinero debe dejar, los astutos «propietarios» de la tumba van depositando los billetes más fuertes (dólares, marcos alemanes, etc.) Al pie de uno de los cirios situados en la citada cabecera, junto al vigilante sacerdote. El «abordaje» es tan descarado y fulminante que son muy escasas las personas que se niegan a participar en semejante «cambalache». Y lo más doloroso es que, una vez consumado el «asalto» no hay tiempo para nada más. Ni siquiera para musitar un apresurado padre nuestro. (Es preciso que recuerde que la inmensa mayoría de los que desfilan por la tumba de Cristo está convencida que aquélla es la roca sobre la que reposó el cadáver del Salvador. Algo tan grande y emotivo como para, al menos, poder orar o meditar durante unos minutos. Pero hasta eso está sutilmente «prohibido» por los modernos Anás y Caifás…)
Una vez prendidas las velas, el grupo es invitado —casi empujado— a abandonar el lugar, con la excusa de que son muchos los fieles que todavía aguardan en el exterior. En eso tienen razón, aunque las verdaderas intenciones de los griegos-ortodoxos apuntan en otra dirección. Si tenemos en cuenta que a lo largo de cualquier Semana Santa visita dicha cripta un promedio de 46000 individuos y que la media de dinero donado por persona es de unos cinco dólares USA, no hace falta ser muy despierto para intuir cuáles son esas «intenciones»… Como dicen los israelitas, la tumba de Jesús de Nazaret es una «fuente de oro».
¿Qué negocio de esta índole reporta un beneficio medio y diario de 15000 dólares?
Fue quizá un momento de debilidad. Pero, ante semejante abuso, no pude contenerme. Por supuesto, no entregué un solo centavo. Y encarándome con el impasible pope, le recriminé lo que consideraba un deshonesto «alquiler» de la tumba del Nazareno. El griego acarició sus negras y desaliñadas barbas y, mirándome con displicencia, argumentó:
—Nadie le obliga, hermano…
—Claro…
No hubo tiempo para más. El «ayudante», obedeciendo una significativa y estudiada mirada del sacerdote, hizo presa en uno de mis brazos y, suave pero firmemente, me arrastró hacia la salida.
Dolorido e indignado no me detuve hasta alcanzar la muralla sur de la Ciudad Santa. ¿«Ciudad Santa»? ¡Dios mío!, que poco han cambiado las cosas…
Una ligera brisa me recibió bajo el arco de la puerta de Sión, al final del barrio armenio. Me detuve, buscando serenar mi espíritu. En el fondo, ¿quién puede cambiar tan drásticamente las tendencias y debilidades humanas? Quizá algún día —como profetizó el Maestro— «el mundo salga del invierno materialista para entrar en la primavera espiritual…». Pero eso parece aún lejano.
Al abordar la calzada de Hativat Etzioni, entre las murallas de la Ciudad Vieja y el monte Sión, el instinto fue mi único guía. Al cabo de unos minutos me hallaba en el filo de las profundas barrancas del valle del Hinnom, donde, antaño, estuviera ubicado el basurero de la Jerusalén bíblica: la Gehenne mencionada en los Evangelios canónicos. Aquella tortuosa depresión, salpicada de rocas y peñascales, no había variado demasiado. El principal y más agudo recuerdo de aquel desfiladero era la ansiosa búsqueda, en la mañana del sábado, 8 de abril del año 30, en compañía del joven Juan Marcos, del desaparecido Judas. Traté de orientarme, en un absurdo afán por reconocer el punto exacto sobre el que se había despeñado el infeliz apóstol. Recordaba muy bien que el cuerpo yacía en el fondo de aquella garganta, a unos cuarenta metros de profundidad. Retrocedí hacia el oeste, bordeando la zona donde se levantan hoy la tumba de David y el Cenáculo. Fue inútil. Las sucesivas edificaciones y cambios en la orografía habían borrado parte de la antigua y abrupta depresión. Quizá la iglesia de San Andrés, al borde de la Derech Hevrón, sea el rincón más aproximado. Pero no podría asegurarlo. Resulta triste que la Cristiandad —a pesar de haber sido un traidor— no haya erigido un simple y modesto monumento a la memoria de un personaje tan importante y —¿por qué no?— tan cercano al Maestro. Ojalá estas líneas muevan a alguien a emprender la caritativa —no sé si justa— empresa de plantar una cruz en el fondo o en el filo del valle del Hinnom, en memoria del Iscariote. Por mi parte, tras recoger en una de las laderas de la barranca un puñado de primerizas margaritas y arroparlas en un manojo de verdes y brillantes mirtos salvajes, muy abundantes entre los roquedales, arrojé el improvisado ramillete al corazón del desfiladero. Nunca logré explicarme satisfactoriamente el porqué de aquel sincero gesto. Quizá, en ocasiones, me sienta más atraído por los hombres derrotados o equivocados que por los justos o intachables. «Él», después de todo, también había amado a Judas. Y en cierta ocasión había dicho: «… Dios es tan liberal que permite, incluso, que te equivoques… Cuando llegue el caso, pide explicaciones a tu hermano, pero nunca le odies. Solo cuando miréis a vuestros hermanos con caridad podréis sentiros contentos.»
Eché una última mirada a mi modesta ofrenda, confundida entre los abrojos y arbustos que crecen dolorosamente en las grietas rocosas del fondo y, reconfortado, deshice el camino que serpentea paralelo sobre el Hinnom, tomando las calzadas de Malchisedek y Ha Ofel. Bajo el famoso pináculo del Templo, en el extremo más oriental de la Ciudad Vieja, decenas de palomas —como hace dos mil años— se acurrucaban en los huecos de la orgullosa muralla.
Pero mi atención se vio desviada por la falda oeste del monte de los Olivos. El paso de los siglos y la construcción en dicha ladera de las conocidas iglesias y santuarios de Getsemaní, Dominus Flevit[32], la tumba de la Virgen María, la de Santa María Magdalena[33] y la de las Naciones[34]. entre otras, han trastocado el primitivo y genuino perfil del monte sagrado. A excepción de algunos y aislados corros de olivos, el resto es igualmente irreconocible.
Caminé lentamente, siguiendo el curso de la muralla oriental del desaparecido Segundo Templo, haciendo continuas paradas. Pero, salvo los precipicios que van configurando la vieja torrentera del Cedrón y los cuatro monumentos funerarios que todavía se levantan en el nacimiento de aquella ladera del monte de las Aceitunas —atribuidos a Absalón, Josafat[35], Santiago y Zacarías—, nada conserva su antiguo aspecto. Los viejos caminos que discurrían de una a otra parte, salvando el valle, y que el Galileo había frecuentado en sus idas y venidas desde Betania o desde el campamento de Getsemaní, habían sido borrados o sustituidos por modernas carreteras y vías asfaltadas.
Un viento frío empezó a soplar desde el noreste, arrastrando negras y amenazadoras nubes sobre Jerusalén. Apenas si quedaban tres horas de luz y, consciente de que nuestra próxima reunión en el Ramada Shalom había sido programada para las 18 horas, aceleré el paso. Tampoco en aquellos momentos sabía lo que buscaba. ¿Quizá algún escondido o remoto vestigio del lugar donde el Maestro acostumbraba a plantar su campamento?
Conforme fui aproximándome al jardín de Getsemaní, aquel empeño iría debilitándose. Como dije, ni siquiera el templo que recuerda el lugar del prendimiento del Galileo está correctamente emplazado. Durante algunos minutos ascendí por la estrecha carretera que se empina hacia la cumbre y que desemboca en la mezquita de la Ascensión. Y tomando como referencia la puerta Dorada del muro este del Templo (ahora tapiada hasta «el fin de los tiempos»), giré a la izquierda, saliendo de la calzada. Si no me equivocaba, no muy lejos de allí había vivido los intensos momentos de la «oración del huerto» del proceso sanguinolento o «hematohidrosis» de Jesús y en una cota inferior, en el viejo y extinguido sendero, la llegada de la tropa romana y levita y el accidentado prendimiento del Maestro. No tardé mucho en desistir.
Tras una corta incursión en un reducido campo en el que crecían unos jovencísimos olivos, una serie de modernas fincas me cortó el paso. Todo había sido arrollado por el progreso. Una vez más, perdido en mi propio presente, lamenté que los seres humanos no hayan sabido o querido respetar un entorno tan entrañable y sagrado como aquel. Sé que es un sueño imposible, pero ¿no hubiera sido más emotivo y auténtico conservar, tal cual eran, los lugares donde vivió el Cristo sin iglesias ni santuarios? Después de estas decepcionantes vivencias, comprendo mejor a los seguidores del rabí de Galilea que eligen rememorar su recuerdo, alejándose de los tradicionales «santos lugares» y buscando aquellos parajes —montañas, desiertos, playas de Galilea o campiñas— que siguen vírgenes y sin transformación alguna… Poco faltó para que, al descender hacia la transitada carretera de Derech Yericho —la que pasa frente a la iglesia de Getsemaní—, siguiera mi camino, en busca de un taxi que me devolviera al hotel. Pero «algo» inexplicable, esa especie de «fuerza» interior que me acompaña desde entonces, me obligó a detenerme frente a la puerta del Holy Place: el jardín donde se conservan y miman ocho venerables olivos que, según la tradición, fueron los mismos que cobijaron al Maestro. Tras sortear a los inevitables vendedores ambulantes y a los árabes que se empeñan en montar a los turistas en sus camellos, penetré en el silencioso y sosegado recinto. Empezaba a llover y la mayoría de los escasos visitantes se precipitaba hacia la salida. Al ver los ancianos y enroscados olivos sentí un estremecimiento. Algunos de aquellos vetustos y gruesos ejemplares sí eran idénticos a los que crecían en la propiedad de Simón «el leproso». Aferrado a la cerca de hierro que los separa y protege del público y absorto en la contemplación de aquellos posibles testigos mudos del paso de Jesús de Nazaret durante sus caminatas por la falda del Olivete no me percaté de la intensa lluvia que me empapaba. Hasta que, providencialmente, casi como una aparición, vi surgir de debajo de uno de los frondosos olivos, a un personaje menudo que, a buen paso, se situó frente a mí. Con una luminosa sonrisa, el franciscano me devolvió a la realidad, recordándome que estaba lloviendo. Y sin más protocolos me hizo cruzar la verja, conduciéndome al pie del gigantesco árbol del que le había visto separarse segundos antes. Era el padre José Montalverne. Casualmente, jardinero de excepción y una de las autoridades mundiales en el asunto de los añosos olivos de Getsemaní. Bajo las brillantes hojas verdiblancas del improvisado «paraguas» se estableció entre ambos una viva corriente de simpatía. Cuando le interrogué acerca de la antigüedad real de aquellos ocho ejemplares, el religioso sonrió maliciosamente, como si aquella pregunta fuera habitual entre los peregrinos que les visitan a diario. El amable y paciente franciscano me explicó entonces que habían sometido una porción de un tronco abatido en 1954 a las pruebas del carbono 14. Pues bien, según las tablas de Nieh-Bohr, aquella madera se remontaba a 200 años antes de Cristo. Al replicarle que los romanos habían ordenado la tala de todos los árboles que rodeaban Jerusalén[36], Montalverne, sin inmutarse, me aconsejó que si deseaba mayor información sobre los olivos no dudase en consultar con el profesor Shimón Lavee, director del Volcani Agriculture Centre, en Betá Dagan. Lavee es considerado como el más grande especialista del mundo en olivos. Y según este científico, «cualquier olivo de Israel que tenga una circunferencia en su base de seis metros, tiene, al menos, dos mil años». El franciscano señaló entonces el rugoso y atormentado tronco del árbol que nos resguardaba de la lluvia, añadiendo:
Y éste, querido amigo, tiene 11,80 metros. La verdad es que no necesitaba de tantas explicaciones. Pero fueron bien recibidas. Saltaba a la vista que algunos de los venerados olivos del huerto de Getsemaní sumaban dos mil años o más.
Y movido por un íntimo deseo, tomé una de las ramas entre mis dedos, aproximándola a los labios. El buen franciscano, conmovido quizá por aquel espontáneo beso, se apresuró entonces a cortar un manojo de hojas, entregándomelo. Yo sabía que aquello estaba prohibido. Una de las justificaciones de la cerca metálica que rodea los ocho olivos es precisamente ésta: evitar que el exceso de celo de los peregrinos asole los árboles[37]. Y agradecí doblemente su generosidad. Hoy, las espigadas, todavía verdes y queridas hojas son el único recuerdo físico de mi paso por Israel[38].
Entre las sombras del ocaso, con mi preciado «tesoro» entre las manos, regresé finalmente a nuestro cuartel general: el Ramada Shalom. Eliseo me aguardaba nervioso e impaciente. «Algo» muy grave estaba sucediendo.
La preocupación de mis compañeros era más que justificada. Durante su permanencia en la embajada USA en Jerusalén había circulado un rumor —confirmado esa misma mañana— que podía precipitar la ya precaria situación. Las autoridades jordanas habían detenido al jefe de los servicios secretos de la organización guerrillera palestina Septiembre Negro, Abu Daoud, cuando se disponía a pasar en automóvil a Jordania desde la vecina Siria. Con él fueron capturados otros veinte terroristas. La información, debidamente comprobada por el Mossad y el Agaf[39], era correcta y no tardó en llegar a los servicios de Inteligencia norteamericanos destacados en Ammán y, casi simultáneamente, a los de Israel. Al día siguiente, 20 de febrero, el diario Davar confirmaría los hechos, pronosticando el recrudecimiento de la «guerra fría» entre Libia —defensora a ultranza de los movimientos guerrilleros palestinos— y Jordania. Aquello, insisto, podía perjudicarnos seriamente. De todos era conocido que cuando el Mossad Lemodiin Vetafkidim Meiujadim (el célebre Instituto de Informaciones y Operaciones Especiales o Mossad) o el Ejército judío asestaban un golpe a la resistencia palestina, ésta respondía con tanta violencia como rapidez, eligiendo —a veces de manera suicida— los objetivos más a mano.
Y «nosotros» —la estación receptora de fotografías, desmantelada y oculta en el interior de la mezquita de la Ascensión— éramos un más que hipotético objetivo «militar» de las facciones palestinas.
Aquella noche del 19 de febrero fue especialmente tensa. Temíamos por la seguridad de la «cuna», pero, salvo mordernos los puños e intentar la búsqueda de Curtiss, no conseguimos gran cosa. El general, de acuerdo con las informaciones que obraban en nuestro poder, debía hallarse —desde la mañana del domingo, 18 de febrero— en plena «batalla» con el Estado Mayor del general Eleazar, pujando y presionando, suponíamos, para averiguar el nuevo asentamiento de la estación y el «operativo» que permitiera el transporte de los equipos.
Hacia las once de esa noche, al fin, sonó el teléfono de la habitación de Eliseo, donde nos hallábamos concentrados. Era el director del proyecto. Sus órdenes fueron breves y rotundas: debíamos poner en marcha la fase «azul» del programa. A pesar de nuestras insinuaciones, Curtiss se negó a hablar. «Mañana en Lod —fue su respuesta—. Todo está dispuesto. El árabe estará ahí a las 08 horas. Suerte».
Eliseo comprendió que no había nada que hacer y colgó el auricular. La fase «azul» —nombre en clave que solo conocían Curtiss, los directores y nosotros— era en realidad la primera de las tres etapas en que había sido dividida la segunda «aventura». Pero no me referiré, de momento, a las siguientes fases: la «verde» y «roja». La que debíamos ejecutar al día siguiente era vital, de cara a la «exploración» que nos suponíamos. Como simple adelanto informativo diré que, según el programa previsto por Caballo de Troya, uno de mis «trabajos» al «otro lado» —suponiendo que todo funcionase correctamente— debía consistir en el análisis de la naturaleza y composición atómica y molecular del llamado por los cristianos «el cuerpo glorioso» de Cristo. Suponiendo, naturalmente, que tales «apariciones» evangélicas, después de muerto y resucitado, fueran ciertas…
Para ello, mi querida y familiar «vara de Moisés» —tan útil en las comprobaciones médicas durante la Pasión y Muerte de Jesús— debería sufrir ciertas modificaciones, a las que haré alusión en su momento. Uno de los dispositivos, en especial, era básico para el desempeño de la referida misión de investigación del misterioso «cuerpo glorioso». Y aunque el acoplamiento en el interior de la «vara» no ofrecía demasiadas dificultades técnicas, la escasez de tiempo disponible y el obligado traslado de la sofisticada «herramienta» a los Estados Unidos, nos preocupaba. En esto, como digo, estribaba la fase «azul»: en el envío a nuestro país de los equipos susceptibles de modificación o de cambio. Dadas las agrias circunstancias por las que atravesábamos —endurecidas aún más con la detención de Abu Daoud—, lo que en condiciones normales hubiera sido un trámite sin complicaciones, se presentaba como una operación comprometedora. Me explicaré. En vista de los azarosos acontecimientos vividos en los últimos días, y por razones de seguridad, Curtiss había preferido que la «vara de Moisés» permaneciera con el resto de los equipos, en la mezquita. Ahora había que sacarla de allí y, debidamente embalada y camuflada, transportarla lo más rápido y seguro posible a USA. Con los israelitas, en principio, no parecía haber demasiados problemas. El general, a lo largo de sus contactos con el Estado Mayor, se había encargado de dejar en claro que, de cara a un segundo ensamblaje de la estación receptora de fotos, «parte del instrumental» debía ser revisado y renovado por los expertos de la USAF. Los judíos lo comprendieron y aceptaron, ofreciendo toda clase de facilidades para el traslado. Pero la amenaza palestina contra el octógono de la Ascensión obligaba a adoptar medidas «suplementarias». Ahí entrábamos nosotros, siempre «de la mano» y convenientemente «cubiertos» por los astutos israelíes…
El sencillo plan para sacar la «vara» era perfecto y sin complicaciones aparentes. A la mañana siguiente, martes, 20 de febrero, a las 08 horas, un potente automóvil —un Subaru, con placa amarilla[40], numeración 22–552–84— frenaba frente a la puerta del hotel. Eliseo y yo, de acuerdo con lo establecido, ocupamos la parte posterior y el automóvil arrancó sin perder un segundo. Al volante y en el asiento contiguo —silenciosos como tumbas— viajaban dos individuos absolutamente desconocidos para nosotros. Vestían a la usanza árabe: sendos abbo o albornoces de lana de color marrón oscuro y, cubriéndoles las cabezas, otros tantos pañuelos a cuadros blancos y rojos, sujetos al cráneo con dos vueltas de gruesa cuerda negra. Uno de ellos, el que conducía, a juzgar por su mostacho, perilla y piel caoba, debía ser un auténtico musulmán. Quizá un beduino. El otro, en cambio, más joven, blanco, de nariz prominente y ojos claros, presentaba unas características muy típicas de los sabras[41]. Ambos, por descontado, debían ser miembros del Ejército judío o, nunca lo supimos, quizá de alguno de los servicios de Inteligencia de Israel. Pero lo importante es que estaban allí para ayudarnos.
Veinte minutos más tarde, el Subaru aparcaba frente al restaurante The Tent. Los controles montados por los soldados israelíes alrededor de la mezquita de la Ascensión —situada a veinte metros del referido restaurante— impedían el paso a cualquier vehículo no autorizado. Y el nuestro, al parecer, no lo estaba.
Aquello me extrañó. Horas después, Curtiss nos explicaría el porqué de tan anómala y, hasta cierto punto, absurda situación. Nada más descender del coche, el «árabe» de piel blanca se dirigió al oficial responsable, mostrándole un documento en el que sólo acerté a descifrar un par de palabras en inglés. El resto se hallaba escrito en caracteres orientales. Y de pronto empecé a intuir…
Aquel organismo oficial —Santa Custodia— me dio una idea de lo que habían tramado las «altas esferas». Desde que se iniciaran los trabajos de restauración de los supuestamente dañados cimientos del octógono, los miembros de la Santa Custodia de los Lugares Sagrados —responsables también de la mezquita— venían controlando la labor de los arqueólogos y especialistas… Aquella visita, en consecuencia, podía ser tomada como una rutinaria gira de inspección por cualquier hipotético «observador» del recinto.
Lo que no sabíamos entonces es que el teniente que se había hecho cargo del documento estaba al corriente de la maniobra y, obviamente, de la verdadera identidad de nuestros acompañantes. Esto explicaba por qué en tan delicados momentos —con la amenaza de un atentado palestino—, el oficial judío apenas si nos prestó atención. Tras simular un registro de nuestras ropas, dio orden de que nos acompañaran hasta el muro que rodea la capilla. Los supuestos «árabes» nos precedieron y una vez en el interior cerraron la pequeña puerta metálica, haciéndonos una señal para que procediéramos.
Durante el tiempo empleado en la localización y recogida de los dos estuches blindados —de algo más de un metro de longitud cada uno y en los que fueron rotuladas las frases «Frágil. Material de Laboratorio»—, que contenían las diferentes piezas en que había sido desmontada la «vara de Moisés», nuestros protectores no se movieron del citado acceso.
A las 09 horas, una vez depositado el «cargamento» en el maletero del coche, éste partía a toda velocidad en dirección norte. Veinte minutos después, en el aeropuerto de Jerusalén, un helicóptero de la Fuerza Aérea judía nos trasladaba a Tel Aviv. A las 10,05 horas, tras 16 minutos de vuelo, tomábamos tierra en la zona militar del aeropuerto internacional de Lod. Allí, a pie de pista, aguardaba sonriente el general Curtiss. El mismo se hizo cargo de las urnas metálicas, confiando su custodia a los dos hombres de Caballo de Troya que debían depositarlas en la base de Edwards, en Estados Unidos. A media mañana, un vuelo regular de la TWA despegaba, vía Roma, con nuestro preciado instrumental. La fase «azul» estaba casi concluida.
Bastante más relajados, de regreso a Jerusalén, el viejo zorro se interesó por el desenlace de nuestra visita a la mezquita de la Ascensión. Cuando le pregunté por qué el Subaru no había sido provisto de la lógica autorización oficial para aparcar al pie de la plazoleta, simplificando así las cosas, Curtiss nos hizo la siguiente observación: la «comedia», preparada, en efecto, por la Inteligencia israelí, buscaba un fin primordial: despistar a los posibles informadores de la guerrilla palestina, muy atenta, según el Mossad, a todos los movimientos, dentro y fuera de la mezquita. En este sentido, la sutileza judía había llegado al extremo de utilizar un automóvil similar al del árabe encargado de vender los souvenirs en el oscuro interior del octógono. Con falsificación incluida de placas… En definitiva, dada la estrecha vinculación de este musulmán —cuya identidad silenció por razones obvias— con la Santa Custodia, lo aconsejado por los servicios secretos para dicha misión fue suplantar al referido encargado de la mezquita con automóvil y todo. Si el «rescate» de la «vara» —concluyó el general— hubiera sido efectuado «a cara descubierta» por el Ejército judío o por personal norteamericano, su transporte se habría visto permanentemente amenazado. El Mossad lo advirtió con toda claridad, no haciéndose responsable de la seguridad del instrumental si no se aceptaban su plan y sus métodos.
Aunque lo intentamos, una vez concluidas estas explicaciones, Curtiss no hizo más comentarios. El resto del viaje, de los 62 kilómetros que separan Tel Aviv de Jerusalén, transcurrió en un denso silencio. Sabíamos que el general disponía de nuevas informaciones. Pero respetamos su mutismo, impacientes, eso sí, por conocer el desenlace de la misión.
Aquello era nuevo. Curtiss nos observó divertido, pero no dijo nada. Cuando finalmente tomamos asiento en la habitación de Eliseo, el general, refiriéndose a los tres hombres de paisano que habíamos saludado en el corredor, junto a las puertas de nuestras respectivas estancias, aclaró:
—No os alarméis. Son cosas de la embajada… Abajo, en el hall, lo digo para vuestro conocimiento, hay más.
Era la primera vez que se tomaban tan excepcionales medidas de seguridad y, francamente, nos alarmamos. Evidentemente «algo» no marchaba bien. Pero el sonido del teléfono nos obligaría a posponer algunas de las muchas preguntas que, en mi opinión, teníamos derecho a plantear. El resto del equipo esperaba en el comedor del hotel.
Al salir de la habitación, Curtiss cruzó unas breves palabras con uno de los funcionarios, y al momento dos de ellos se unieron a nosotros. Apenas iniciado el almuerzo —siempre bajo la discreta vigilancia de los guardaespaldas, sentados en una mesa cercana—, el general se adelantó a mis pensamientos e intenciones.
—Os supongo enterados de la detención de ese guerrillero… ¿Cómo se llama?
—Abu Daoud —intervino uno de los directores del proyecto.
—Eso es —asintió Curtiss con un gesto de preocupación—. El Gobierno de Golda teme una represalia palestina. No os extrañe por tanto —comentó bajando el tono de la voz y señalando disimuladamente a los funcionarios— que se hayan adoptado medidas especiales. Personalmente creo que este incidente puede beneficiarnos…
Ante la lógica consternación de los presentes, redondeó así su exposición:
—Ese peligro latente ha obligado a los israelitas a acelerar el trasvase de los equipos al nuevo asentamiento.
—Entonces —le interrumpió Eliseo—, ya se sabe el lugar…
Curtiss esbozó una maliciosa sonrisa. Todos esperábamos la ansiada respuesta. Pero no fue así.
—Desde hace 48 horas. Justo desde la mañana del domingo, poco después que la red del Mossad fuera informada de la presencia de Daoud en Jordania.
—¿Y bien? —le presionamos.
—Lo siento. Os pido un poco de paciencia. A las 07 horas del próximo jueves, día 22, quizá esté autorizado a revelaros el lugar…
Curtiss percibió el desagrado y la desilusión en nuestros rostros. Éramos sus hombres de confianza… ¿Por qué entonces aquella absurda postura?
Comprendedlo —insistió, tratando de salir al paso de la indudable decepción colectiva—. Son órdenes del Estado Mayor israelí… Lo que sí puedo adelantaros es que la Operación Eleazar dará comienzo al anochecer de mañana…
«¿Eleazar? ¿Mañana? ¿Qué demonios había querido decir?»
Curtiss, siguiendo su costumbre, nos dejó hablar. Cuando los ánimos parecían calmados tomó de nuevo la palabra, haciendo dos únicas advertencias.
Primera: «El Ejército judío llevaría a cabo esa noche del día 21 un ataque preventivo, que marcaría el comienzo de la Operación Eleazar.»
Segunda: «A las 06.45 horas del jueves, todos nosotros —con equipajes incluidos— deberíamos encontrarnos en el vestíbulo del hotel.»
—¡Ah!, se me olvidaba —concluyó Curtiss, recobrando su tranquilizadora sonrisa—, y con aspecto de esforzados arqueólogos…
Ninguno de los presentes insistió. Conocíamos al veterano militar y no valía la pena. «Algo» decisivo —eso estaba claro se había maquinado en los despachos del Estado Mayor judío. Pero ¿qué? ¿Hasta qué extremo peligraba la seguridad de la estación receptora de fotografías como para que el Ejército hubiese planeado un ataque preventivo? ¡Dios mío!, todos conocíamos la dureza de esos «golpes de mano» israelíes y empezamos a sospechar que no tardaría en correr la sangre. Aquella funesta idea —tan alejada de lo que yo había aprendido junto al Maestro— no me abandonaría en las siguientes y tensas horas.
Curtiss cambió de tema, interesándose por los detalles del aparentemente próximo «salto». Examinó muy por encima el informe redactado por el equipo y, después de guardarlo en su maletín, prometió estudiarlo esa misma noche.
Varios de los directores del programa, lógicamente preocupados por un sinfín de problemas técnicos, le acosaron a preguntas. Pero el general sólo respondió con cierta concreción a una de ellas: la referente al necesario stock de combustible. Sin esa reserva de peróxido de hidrógeno —que debería llegar desde los Estados Unidos— la nueva y fascinante «aventura en el tiempo» era inviable.
—Está en marcha —anunció, al tiempo que se levantaba, dando así por finalizada la comida y la reunión—. Mañana, a las ocho, volveremos a vernos. Para entonces quizá pueda despejar algunas de las incógnitas que me habéis planteado. Entre tanto, por favor, seguid trabajando en el plan… Me preocupa, sobre todo, el nuevo equipo de Jasón y el tiempo real de permanencia en el «otro lado». Por cierto —añadió, haciéndome un gesto para que le acompañase—, tengo un «trabajo» extra para ti…
Mientras nos acercábamos a la puerta del hotel, Curtiss abrió de nuevo su maletín y sacó un pequeño paquete. Y antes de abordar el vehículo oficial que le esperaba, me susurró casi al oído:
—Confío en tu total discreción… Quiero que estudies esto. Os será de gran utilidad. Pero, por favor, ni una palabra a nadie. Al menos hasta que yo te lo autorice personalmente…
Asentí con la cabeza. Segundos después me perdía en la soledad de mi habitación… Aquel misterioso encargo del general había excitado nuevamente mi curiosidad.
El paquete contenía cuatro libros no muy voluminosos. Todos en torno a un mismo tema. Curtiss, al seleccionar a los autores —Flavio Josefo, Adolfo Schulten, Yadin y el colectivo formado por Avi-Yonah, N. Avigad, Y. Aharoni, L. Dunayevsky y S. Guttman— había perseguido, como siempre, la máxima eficacia.
Al informarme, a través de aquellas páginas, de las sucesivas expediciones arqueológicas protagonizadas y dirigidas por los referidos autores (con excepción, naturalmente, del judío-romanizado Flavio Josefo), empecé a comprender. «Aquel» lugar, descrito con todo lujo de detalles en las obras que me había entregado el general, tenía que ser el misterioso asentamiento de la estación receptora de imágenes…, y de la «cuna». Si esto era así, la no menos intrigante Operación Eleazar del Ejército judío también comenzaba a tener un indudable e inteligente sentido…
Permanecí embebido en el estudio y lectura de aquellos textos, mapas y fotografías hasta bien entrada la noche. Mi máxima preocupación entonces fue la estimable distancia existente entre dicho «monumento» de la historia de Israel y el «punto de contacto» que habíamos elegido, en principio, para el descenso del módulo. Esta circunstancia, como dije, podía multiplicar los riesgos de la misión. Pero, justo es decirlo, también la supuesta futura «base» de operaciones reunía considerables ventajas[42]. Cuando Eliseo me reclamó a través del hilo telefónico caí en la cuenta que había olvidado a mis compañeros. El equipo se hallaba concentrado, desde hacía horas, en la habitación contigua: la de mi hermano. No tardé en sumarme a ellos para reanudar las exhaustivas revisiones del plan. Nadie me preguntó nada. Sin embargo, al observar mi rostro grave y preocupado, Eliseo me traspasó con la mirada. Dos días después —en pleno desarrollo de la Operación Eleazar— me recordaría aquel momento y cómo presintió que yo estaba al corriente de «algo» importante. Poco faltó para que, al retirarnos a descansar —bien entrada ya la madrugada—, hiciera participe a mi entrañable compañero de lo que Curtiss había puesto en mis manos. Pero el sentido de la disciplina se impuso y dejé que los acontecimientos siguieran su curso natural.
Al contrario de lo que debió suceder con los directores del programa y con Eliseo, la tensión nerviosa me traicionó. Fue una noche difícil. Cargada de presagios. Angustiosa. Después de revolverme una y otra vez en el lecho, opté por levantarme, enfrascándome nuevamente en los libros del general. Aquella información me obsesionó. Pero las largas horas de vigilia no resultaron del todo infructuosas. Había llegado, al menos, a una conclusión que sería de indudable utilidad en el desenlace de la futura exploración: una vez consumada la inversión axial de las partículas subatómicas del módulo, éste debería efectuar un vuelo horizontal y manual, hasta el «punto de contacto» en la cima del monte de los Olivos. Esa sería mí definitiva propuesta…
A las ocho de la mañana del miércoles, 21 de febrero, tras una prolongada y relajante ducha, me reuní en el hall con los directores y con el puntual Curtiss.
Y quiero anotar un hecho que descubrí aquella misma mañana, justamente cuando me disponía a asearme y que entonces no valoré en su justa medida.
Se trataba de una serie de pecas en las que no había reparado anteriormente y que salpicaban amplias áreas de mis hombros, tórax, brazos, antebrazos y dorso de las manos. Pero lo que más me sorprendió fue la presencia de escamas, no muchas, en las piernas (caras anteriores) y en las zonas dorsales de los antebrazos. Jamás me había ocurrido nada semejante y, la verdad, en esos momentos tampoco le concedí demasiada importancia.
«Quizá el prolongado uso de la «piel de serpiente» —pensé— ha provocado estas alteraciones en la epidermis…»
Por fortuna fui olvidando el incidente, sin llegar a comentarlo siquiera con mi hermano ni con el resto de los hombres de Caballo de Troya. De haberlo hecho, y teniendo en cuenta el fatal «descubrimiento» de Curtiss poco antes del lanzamiento, la misión quizá hubiese naufragado allí mismo… Una vez más, la suerte estuvo de nuestro lado.
El general, tal y como prometió, había revisado a fondo el proyecto elaborado y redactado por los directores de la operación y por nosotros mismos. Pero, lejos de aclarar dudas, fue él quien dedicó buena parte de la mañana a interrogarnos. La discusión se centró, como era previsible, en el tiempo de permanencia del módulo y de sus tripulantes en el «otro lado». Para algunos jefes del proyecto, lo ideal era una exploración que no sobrepasase los tres días. Es decir, lo necesario para recuperar el micrófono. Los demás, prácticamente la mayoría, estimamos que se trataba de una ocasión única para intentar desvelar lo sucedido en los cuarenta días que, según los escritos evangélicos, transcurrieron entre la muerte y la supuesta ascensión a los cielos de Jesús de Nazaret. La nueva misión había sido concebida de forma que, además de hacerse con la pieza perdida, los «exploradores» tuvieran ocasión de verificar algunas de las misteriosas «apariciones» del Maestro de Galilea y, sobre todo, como ya mencioné, analizar la naturaleza del discutible y discutido «cuerpo glorioso». De hecho, la «vara de Moisés» iba a ser acondicionada para ello…
Este último criterio —el de los cuarenta días— encerraba, no obstante, un serio inconveniente que todos reconocimos. Con suerte, alargando al máximo el periodo de montaje del instrumental secreto de la estación receptora de imágenes, Caballo de Troya podía disponer de un margen de quince a veinte días para el lanzamiento de la «cuna», desarrollo de la misión y vuelta a la base. Un tiempo insuficiente a todas luces…
La posible solución —que sorprendió a todos— llegó esta vez de la mano de Eliseo. Después de escucharnos pacientemente planteó lo que él llamó una «vía intermedia». Consistía básicamente en lo siguiente: la «ausencia» física del módulo, desde el instante de la inversión de masa hasta el «regreso», podía establecerse en los quince o veinte días mencionados. Pero, una vez «situados» en el domingo, 9 de abril del año 30, los expedicionarios ejecutarían su trabajo por un periodo de tiempo indefinido. Una vez concluida la exploración, sólo sería cuestión de manipular los swivels, forzando sus ejes al instante elegido para dicho retorno y descenso… en el siglo XX. Aunque los «astronautas» vivieran física y realmente esos cuarenta días, o más, en el pasado, la referida manipulación de los swivels hacia viable el «salto» hacia el futuro, justo al momento «cronológico» fijado para el final de la operación[43]. Se «jugaba», en consecuencia, con dos términos y realidades aparentemente «superpuestos» —el tiempo «cronológico» que «fluía» en 1973 y el de idéntica naturaleza que había «fluido» en «otro ahora»: el del año 30 de nuestra Era—, pero que, merced —a nuestra tecnología, resultaban independientes entre sí. Otra cuestión era el tiempo «biológico». Los científicos saben y han demostrado que éste obedece a unos parámetros que en multitud de ocasiones nada tiene que ver con los del citado tiempo «cronológico». Un ser humano «ve» o «siente» pasar «su» tiempo «cronológico» y, a la vez, sus órganos pueden experimentar otra clase de envejecimiento —el «biológico»—, que no tiene por qué guardar relación alguna con aquél. Esta fue nuestra gran incógnita. La sugerencia de Eliseo era técnicamente viable. Sin embargo, en las experiencias efectuadas en el desierto de Mojave jamás se había manipulado el tiempo hasta esos extremos. Ignorábamos, por tanto, qué consecuencias podía provocar en el organismo humano. Y ello, evidentemente, nos preocupaba a todos. Este hecho acarrearía a quien escribe y a mi hermano gravísimos e irreversibles daños…
El polémico asunto quedó finalmente aparcado, en espera de un estudio más detallado. Curtiss, nervioso ante los acontecimientos que se avecinaban y que, lamentablemente, eran de una naturaleza más prosaica, tenía prisa por terminar la reunión.
Antes de desaparecer del Ramada Shalom nos dio las últimas instrucciones: Al día siguiente, a las 07 horas, un vehículo especial, al mando de un oficial judío, pasaría a recogernos. Hasta ese momento «era aconsejable» que no nos moviéramos del hotel.
—Sobre todo, eviten la mezquita de la Ascensión…
(Al parecer, la Operación Eleazar daría comienzo esa misma noche, con el transporte de los containers allí depositados.)
—La hora H —añadió— coincidirá con un ataque preventivo israelí. Este «golpe de fuerza» busca una doble finalidad: desviar la atención de los palestinos y del pueblo en general en una dirección opuesta a la que seguirían los convoyes de la citada Operación Eleazar. El general hizo una pausa.
En cuanto al segundo objetivo, mañana os enterareis por la prensa. Yo no estaré en vuestro transporte especial. Mi misión ahora es velar por la integridad de los equipos. Marcharé al frente de uno de los dos convoyes. Nos veremos en la nueva «base». Suerte.
Una vez más nos dejó sumidos en la incertidumbre. ¿Qué había querido decir con lo de la prensa?
Aquél fue uno de los escasos momentos divertidos de la aventura en la que estábamos inmersos. Cuando, poco antes de las siete de la mañana del jueves, 22 de febrero, los directores del proyecto, Eliseo y yo coincidimos en el hall del hotel, no pudimos por menos que estallar en una solemne y colectiva carcajada. Nuestros respectivos atuendos podían corresponder a cualquier profesión menos a la sugerida por Curtiss: la de arqueólogo. Aunque, dicho sea en nuestro descargo, ¿quién demonios podía saber cuál es la vestimenta más usual entre estos esforzados profesionales? El caso es que dejándonos llevar por el puro instinto o por lo que cada uno recordaba de las novelas y películas relacionadas con estos menesteres, varios de mis colegas se tocaron con rudimentarios sombreros de paja (nunca supe dónde los habían conseguido), gruesas cazadoras de paño —en los más estrambóticos y chillones colores que pueda imaginarse—, altas y pesadas botas militares y, ¡cómo no!, cámaras fotográficas y pipas de dudosa utilidad. (Ahorraré una descripción de mi ropaje, que no se distanciaba gran cosa del de mis compañeros.)
Nuestro regocijo terminaría pronto. A las 07 horas, de acuerdo con lo previsto, un microbús blanco, con placa amarilla (60–609–72) y unos ventanales negros, situados a considerable altura del suelo —unos dos metros—, frenaba suavemente frente al Ramada Shalom. Al punto, un teniente con las insignias de la División de Zapadores del Ejército de Israel saltaba a tierra, saludándonos. El conductor, otro oficial de Ingenieros, se hizo cargo de los equipajes y, sin más demoras, a las siete y quince minutos partíamos con rumbo desconocido. Como si todo hubiera sido meticulosamente planeado, sobre cada uno de los asientos que debíamos ocupar se hallaba un ejemplar del diario matutino Jerusalem Post. Y, recordando las palabras del general, nos lanzamos con avidez sobre sus páginas. El teniente, sentado al lado del conductor, parecía esperar esta reacción colectiva. Pero no hizo comentario alguno y se limitó a espiar nuestros rostros.
¡Dios mío! En primera página y con grandes caracteres pudimos leer dos noticias que nos estremecieron. La primera, tal y como había pronosticado Curtiss, correspondía al ataque preventivo judío…
«Fuerzas de tierra, mar y aire —rezaba la información— atacaron la noche pasada varios campamentos palestinos en el Líbano. Ha sido una de las incursiones más profundas en territorio libanés. Al parecer, hay numerosas víctimas. Los objetivos militares fueron los campos de guerrilleros y bases terroristas contra Israel en las proximidades de Trípoli, al norte del Líbano, a unos 190 kilómetros del punto fronterizo israelí más cercano. Dos unidades de la Marina lanzaron un intenso bombardeo contra el campamento de Nahar el Bard, al norte de la citada ciudad de Trípoli. Simultáneamente, helicópteros judíos tomaron tierra en un paraje próximo al campamento Badawi.»
No pude remediarlo. Al leer la escueta y trágica información me sentí cómplice de aquella masacre. Días después, al repasar los periódicos norteamericanos atrasados que llegaron a la «base», pudimos confirmar nuestras sospechas iniciales. Según un télex de la agencia palestina Prensa Wafa, «gran número de mujeres y niños habían sido muertos o heridos en aquel «golpe» del Ejército judío en territorio libanés». Según los palestinos, el número de muertos era superior a veintiuno. La organización guerrillera Al Fatah, por su parte, sostenía que los servicios jordanos e israelíes de espionaje estaban de acuerdo en la lucha contra la causa palestina.
Naturalmente, la prensa de Jerusalén «justificaba» dicho «ataque preventivo» como «una medida necesaria ante los planes terroristas de los palestinos, descubiertos a raíz de las detenciones en Jordania de Abu Daoud y de sus seguidores». Éste era el segundo objetivo al que había hecho mención el general Curtiss. Del primero, en cambio —la maniobra de distracción para sacar los equipos de la mezquita—, no se decía una sola palabra.
Como digo, me sentí deprimido. Eliseo y los demás experimentaron idéntica sensación. No eran aquellos nuestros propósitos. Todos éramos científicos y hombres de paz… Estábamos seguros de que tenía que haber otros «métodos» menos violentos para procurar un seguro y eficaz transporte del material.
La segunda noticia, tan desoladora como la que acababa de leer, decía así:
«Aviones israelíes derribaron ayer un avión comercial libio Boeing 727, con 83 pasajeros, al ser localizado sobre la península del Sinaí y negarse a admitir las órdenes de que aterrizara.»
Las primeras y confusas informaciones hablaban de setenta pasajeros muertos y trece sobrevivientes.
«El avión —seguía el periódico— había caído a unos veinte kilómetros al este del canal de Suez, en la zona del Sinaí. Helicópteros judíos han trasladado a los heridos al hospital de Tel Hashomer, en Tel Aviv. El Boeing 727 realizaba un vuelo regular de Bahréin —en los emiratos árabes— a Alejandría, en Egipto.»
La única «explicación», en aquellos momentos, a tan lamentable suceso fue la siguiente:
«El avión, al parecer, perdió la ruta debido a las malas condiciones meteorológicas, entrando en el espacio aéreo de Israel.»
Tanto a mis compañeros como a mí, este «razonamiento», de la prensa judía se nos antojó extraño. Habría que esperar nuevas informaciones —en especial de los periódicos árabes— para saber qué había ocurrido realmente sobre la península del Sinaí. Nadie en el equipo podía suponer entonces las gravísimas repercusiones que iba a entrañar el triste y casual (?) incidente libio-israelí.
Tanto para las ya tensas relaciones de Israel con sus vecinos como para nuestra propia misión. Curtiss había hecho veladas insinuaciones sobre el agravamiento de la situación de «no guerra, no paz» existente entre Egipto, Siria e Israel. Sin embargo, a decir verdad, el plan de paz —en tres fases—, presentado el lunes, 19 de ese mismo mes de febrero, por Hafiz Ismaíl, entonces consejero de seguridad nacional egipcio[44], nos había hecho concebir esperanzas sobre una probable y paulatina mejora de las cosas. Pero, de pronto, con el derribo del Boeing 727 de Libia, todo se oscurecía.
El microbús enfiló la carretera de Jericó. Ninguno de los componentes de la expedición parecía dispuesto a hablar. En parte, debido a la atenta vigilancia del oficial judío y, supongo, abrumados también por los trágicos acontecimientos que acabábamos de conocer.
Durante largo rato permanecí con la mirada extraviada en un cielo tormentoso, que azotaba el asfalto y los ventanales ahumados del vehículo con furiosas ráfagas de lluvia. (Era admirable. La minuciosidad de los israelíes llegaba a extremos insospechados. En aquel microbús, por ejemplo, los cristales ahumados —en realidad se trataba de vidrios semirreflectantes— permitían la visión de dentro afuera, pero no al contrario. Esto, unido a la considerable y calculada altura de tales ventanas, hacía poco menos que imposible que un hipotético observador distinguiera quién o qué viajaba en dicho vehículo.) Por espacio de algunos minutos luché por apartar de mi mente los negros presagios que planeaban sobre la futura misión, fijando la atención en detalles como los del microbús, el creciente temporal o el paisaje. Pero fue inútil. A cada instante, como fogonazos. Se presentaban en mi cerebro las sangrientas escenas de los bombardeos o del derribo del avión de pasajeros. La vieja angustia afloró entonces y formó un nudo en mi garganta. En esos momentos la mano de Eliseo —sentado a mi izquierda— presionó mi antebrazo. No hicimos comentario alguno. Mi rostro debía ser un libro abierto… Hacia las 07.45 horas, el microbús dejó atrás el pedregoso desierto de Judá. Y los amarillos carteles indicadores, en hebreo e inglés, empezaron a confirmar lo que ya sabía. En las proximidades de Almog giramos a la derecha, dejando la estrecha carretera que conduce a la frontera con Jordania. Al avistar la plácida y verdosa superficie del mar Muerto. Mi compañero me hizo una señal indicándome en un mapa de carreteras que aquella ruta conducía al Sinaí. A punto estuve de sacarle de sus dudas, dibujando el lugar —justo frente al famoso mar que ahora costeábamos— donde, si no me equivocaba, debería concluir el viaje. Pero me arrepentí y, con una sonrisa de circunstancias, devolví el lápiz al bolsillo de mi pesado chaquetón. Aquella calzada, en efecto, llevaba hasta la ciudad más meridional de Israel: Eliat, a orillas del golfo del mismo nombre y en las puertas del desierto del Sinaí.
El conductor redujo la velocidad. A intervalos, desde la escarpada pared rojiza que se levantaba a nuestra derecha, se precipitaban pequeñas y blancas cascadas de agua que invadían el asfalto, dificultando la circulación. Las torrenteras, que irían aumentando en número y caudal conforme fuimos aproximándonos a nuestro objetivo, terminaban indefectiblemente en las saladas aguas del mar Muerto (situado a cuatrocientos metros por debajo del nivel del Mediterráneo).
A las 08 horas, cuando la contemplación de las famosas cuevas de Qumran —donde los beduinos descubrieron los célebres Rollos del mar Muerto— había logrado distraer en parte nuestra tristeza, el rotor de un helicóptero del Ejército nos devolvió a la realidad. Procedía del norte y venía costeando, a baja altura, sobre los escasos trescientos metros de dunas que nos separaban de la orilla del gran lago. Todos, instintivamente, clavamos las miradas en el teniente. Pero el oficial, impasible, se limitó a echar una ojeada al aparato. Este, tras inmovilizarse unos segundos frente al microbús, levantando oleadas de arena y agitando sin piedad las masas de juncos y retamas, reemprendió el vuelo en dirección sur. Aunque aquella zona, desde el extremo noroccidental del mar Muerto, se encontraba alambrada y sembrada de carteles en los que se recordaba la prohibición de bañarse y el carácter militar de dicha franja. Todos tuvimos el mismo sentimiento: aquel helicóptero no se hallaba precisamente en un vuelo rutinario. Y el hecho de haber efectuado un estacionario frente al vehículo aumentó nuestras sospechas. No había duda. La marcha del microbús estaba siendo vigilada.
El conductor aceleró, dejando atrás el oasis de Em Gedí. Y a las 08 horas y 20 minutos, ante la curiosidad general, abandonaba la ruta general, tomando un desvío situado a la derecha. En mitad del inesperado cruce, un enorme cartel nos «gritó» el nombre de nuestro inminente destino. Un destino que, efectivamente, me había sido adelantado por el general Curtiss…
¡«Masada»!
Un murmullo rompió el silencio del grupo, fascinado ante la repentina aparición por el oeste de la histórica y altiva roca. En poco más de ocho minutos, el microbús salvó los escasos tres kilómetros de curvas que unen la base de la gran montaña truncada con la orilla del mar Muerto. Con el paso de los siglos, las torrenteras como en aquellos tormentosos momentos habían ido esculpiendo extrañas y casi mágicas formas entre las dunas y montículos ocres y amarillentos que acorralan casi en su totalidad la formidable «meseta» de Masada.
El lugar no podía ser mejor ni más acertado. Tanto para el montaje de la estación receptora de fotos como para nuestros verdaderos objetivos. Y ello por dos motivos. El primero, por las características físicas de la aislada montaña, que, en su cara este, descolla 1 300 pies sobre la superficie del mar Muerto, y por su privilegiada ubicación: a unos cien kilómetros al sur de Jerusalén y a cientos de millas de los dos focos de fricción (los altos del Golán, en la frontera con Siria, y el Sinaí). Aquel «coloso» de roca dorada por el ardiente sol del vecino desierto de Judá, con su «cima» plana y en forma de «cubierta de barco», de 1 900 pies de longitud (de norte a sur) y otros 650 (de este a oeste), prácticamente cortada a pico a todo su alrededor, era una «base» segura. Casi inaccesible e ideal para una operación como la que nos proponíamos.
El segundo motivo resultaba más íntimo e importante para los judíos que para nosotros, los hombres de Caballo de Troya. En la extensa documentación que me había facilitado el general se detallaba la insólita y emocionante historia de aquel gigantesco promontorio. Masada había sido el escenario de uno de los más dramáticos y simbólicos sucesos de la siempre agitada vida de Israel. En el año 66 de nuestra Era, el pueblo judío volvió a levantarse en armas contra el Imperio romano, Aquella guerra duraría cuatro años. Al fin, en el 70, el general romano Tito conseguiría vencer la resistencia de los defensores de Jerusalén, destruyendo la Ciudad Santa.
Pero un último foco de valerosos israelitas se refugiaría en lo alto de Masada, resistiendo el cerco romano hasta la primavera del 73[45]. En el año 72, el gobernador romano Flavio Silva tomó la decisión de aplastar este último y molesto reducto de los levantiscos judíos.
Y se dirigió a Masada con la Décima Legión, tropas auxiliares y miles de prisioneros israelitas. En total, alrededor de 15000 hombres. Tanto los sitiados como los sitiadores se prepararon para un largo asedio.
Silva mandó construir ocho campamentos alrededor de la montaña, así como una muralla que circunvalase Masada, cortando cualquier intento de fuga. En vista de los escarpados acantilados que forman las paredes de la roca, los romanos llevaron a cabo una faraónica obra en la cara occidental de la gran meseta: una rampa, a base de piedras y tierra blanca prensada. Cuando dicha rampa —que todavía se conserva— estuvo terminada, Silva levantó en el extremo de la misma una torre de ataque, provista de un formidable ariete, logrando abrir una brecha en la muralla. Aquella noche —previa a la definitiva conquista de Masada por la legión romana—, los 960 zelotes que integraban el núcleo de resistencia judía tomaron una heroica decisión. En un discurso memorable —relatado por el historiador Flavio Josefo[46]—, el jefe de los «revolucionarios», Eleazar Ben Yair, ante lo apurado de la situación, resolvió «que una muerte con gloria era preferible a una vida con infamia, y que la resolución más generosa era rechazar la idea de sobrevivir a la pérdida de su libertad». Josefo escribe:
«Antes de ser esclavos del vencedor, los defensores –960 hombres, mujeres, ancianos y niños— se quitaron la vida allí mismo con sus propias manos. Cuando los romanos llegaron a la cima, a la mañana siguiente, no encontraron más que silencio…». «Y así encontraron «los romanos» —concluye Josefo su dramático relato— a la multitud de los muertos, pero no pudieron alegrarse de ello, aunque se tratara de sus enemigos. Ni tampoco pudieron hacer otra cosa que admirarse de su valor y resolución, y del inconmovible desprecio a la muerte que tan gran número de ellos había demostrado, llevando a cabo una acción como aquélla.»
Sólo dos mujeres y cinco niños se salvaron del suicidio colectivo, escondiéndose en una cueva. Fueron ellos quienes, según el historiador judío romanizado, relataron los hechos a los romanos.
Masada, desde entonces, ha sido y sigue siendo todo un símbolo para el pueblo de Israel. Un monumento al heroísmo y a los hombres que prefieren la muerte a la falta de honor y libertad. Esa heroica resistencia de Eleazar Ben Yair y de sus zelotes hizo exclamar a un poeta judío: «¡Masada no volverá a ser conquistada!»
Era fácil entender por qué el Gobierno de Golda Meir —permanentemente amenazado por sus vecinos, los árabes— había elegido la cumbre de Masada como el asentamiento ideal para un equipo de técnicos y un instrumental que debían velar por la seguridad y, en definitiva, por la libertad de todo un pueblo. Allí, la Operación Eleazar adquiría un profundo y simbólico significado, que nosotros supimos respetar. Por otros motivos, aquel baluarte también iba a representar para Caballo de Troya un histórico e inolvidable «símbolo»…
Al pie de Masada, en su cara oriental, los israelitas habían acondicionado las pésimas tierras formadas por depósitos de greda sedimentada, construyendo un incipiente pero prometedor complejo turístico orientado a explotar las «antigüedades» de la cumbre de la gran meseta— Desde que el eminente arqueólogo judío Yigael Yadin, catedrático de Arqueología de la Universidad Hebrea, concluyera sus excavaciones y trabajos de restauración (entre los años 1963 y 1965) en la fortaleza rocosa, los curiosos y visitantes habían ido en aumento. Pero sólo a partir de 1970, cuando la compañía suiza Willy Graf, de Mellen, instaló un sistema de funiculares cerca de la base de la roca, el flujo de turistas empezó a ser considerable. El aerocarril resultaría de vital importancia para nuestros trabajos en la cima.
Hacia las 08.30 horas de aquel jueves, 22 de febrero, el microbús se detenía definitivamente en una amplia explanada, muy cerca de la base del mencionado funicular y de unas todavía modestas instalaciones turísticas. Un fuerte y racheado viento del sureste nos empapó de lluvia y de un penetrante perfume salitroso, procedente del cercano mar Muerto. Curtiss, de paisano y protegido por un grueso capote de agua, nos dio la bienvenida, invitándonos a seguirle hasta un albergue juvenil situado a poco más de cien pasos. El general parecía satisfecho. Y aquello infundió en el equipo notables esperanzas.
Desde el momento en que descendimos del microbús nos llamó la atención la presencia en el lugar de cuatro vetustos y casi destartalados camiones, cargados con enormes bloques de piedra de una bellísima tonalidad naranja. Alrededor, formando un cerrado cerco, observamos también varios vehículos militares y un nutrido grupo de soldados armados. Sinceramente, en un primer momento, no asociamos aquellos camiones de cajas verdes y sin toldo con la Operación Eleazar. Pero los judíos iban a sorprendernos nuevamente…
Al entrar en el frío albergue juvenil, dos oficiales del cuerpo de Ingenieros del Ejército judío, que esperaban sin duda nuestra llegada, se pusieron en pie saludándonos militarmente. A sus espaldas habían sido dispuestos varios mapas y grandes fotografías aéreas; todos ellos de la cumbre de Masada.
Fue Curtiss quien, tras desembarazarse del chorreante capote verde oliva, fue sirviéndonos unas reconfortantes tazas de café, invitándonos a que tomáramos asiento frente a los referidos planos.
—Bien, señores —manifestó el general con una frialdad a la que nunca llegué a acostumbrarme del todo—, como saben, la Operación Eleazar está en marcha.
Parte de los equipos (el primer convoy, para ser exactos) se encuentra desde hace horas en este mismo lugar… Curtiss hizo una fugaz alusión con su dedo índice derecho a «algo» que debía hallarse en el exterior, en la explanada. Pero ni mis compañeros ni yo acertamos a identificar el citado convoy. Ante las incrédulas miradas de algunos de los directores del programa, el general sonrió y, señalando a los silenciosos oficiales israelíes, aclaró:
—Comprendo vuestra extrañeza. Nuestros amigos y aliados, con su habitual eficacia, se las han ingeniado para transportar ese instrumental en los camiones que quizá han visto al bajar del autobús. —Curtiss, siguiendo una vieja costumbre, nos trataba de tú o de usted, según su estado de ánimo o la gravedad del momento—. Pues bien, ahora no tiene sentido seguir ocultándolo.
Ese tipo de transporte civil, el único autorizado a cruzar la frontera jordana y llegar a Ammán, ha sido el camuflaje perfecto para sacar los equipos de la mezquita de la Ascensión y trasladarlos a Masada…
—Pero —intervino Eliseo— esos camiones sólo están cargados de grandes bloques de piedra naranja…
El general no respondió. Se limitó a intercambiar un guiño de complicidad con los judíos, prosiguiendo su exposición en los siguientes términos: —Como les iba diciendo, la Operación Eleazar, en memoria de aquel Eleazar Ben Yair, se encuentra en marcha. Hoy mismo se incorporará el resto de los hombres y el sábado, Dios mediante, llegará el segundo convoy. El transporte del instrumental a la cima de la montaña dará comienzo a las diez horas. Es decir… —Curtiss consultó su reloj—, en poco más de cincuenta y cinco minutos.
Las órdenes son claras y precisas. Una vez concluido el trasvase de material desde la base a la cumbre nos instalaremos en lo alto de la roca. Repito: todos, sin excepción, acamparemos en Masada…
El énfasis puesto en aquellas últimas palabras nos alarmó. ¿Qué quería decir? ¿Qué era lo que nos aguardaba en la brumosa y desafiante meseta?
—Y ahora, por favor, presten atención. Curtiss cedió la palabra a uno de los oficiales.
—Mi nombre es Bahat. Estoy encantado de estar a su servicio como supervisor de la Operación Eleazar. «Oficialmente» somos una nueva expedición arqueológica, patrocinada y dirigida por la Universidad Hebrea de Jerusalén, la Sociedad de Exploración de Tierra Santa y el Departamento de Antigüedades del Gobierno de Israel.
«Mi compañero, el capitán Yefet, es el jefe del campamento. Al concluir esta breve reunión informativa se les facilitarán los documentos que les acreditan como miembros de dicha operación… Mientras permanezcamos en Masada, sus nombres y profesiones serán los que figuran en esos documentos.»
Minutos después, cuando el capitán Yefet repartió las falsas tarjetas de identidad, mis compañeros no cayeron en la cuenta de un detalle que reflejaba la sutileza de los servicios secretos israelitas. Al ignorar los pormenores de las anteriores expediciones arqueológicas a Masada —dirigidas por el general y arqueólogo Yadin entre 1963 y 1965—, los hombres de Caballo de Troya no descubrieron que, al menos 34 de aquellas filiaciones y profesiones, correspondían a arquitectos, arqueólogos, restauradores, supervisores y personal administrativo que, efectivamente, habían sido miembros de las expediciones dirigidas por Yadin.
Los nombres de Bahat y Yefet, por ejemplo, aparecen en los relatos de aquellas históricas expediciones como «supervisor» y «jefe del campamento», respectivamente. Imagino que los judíos no sabían que yo lo sabía. Aunque dudo también que eso les preocupase…
Les mostraré ahora el nuevo asentamiento.
El supuesto Bahat —nunca supimos si aquél era su verdadero apellido— señaló una de las enormes fotografías aéreas de la cumbre de Masada.
—Observen que se trata de una considerable meseta, en forma de romboideo de «cubierta de barco». Mide alrededor de 633 metros, de norte a sur, y 216, de este a oeste. Algo más de la mitad norte de esta plataforma natural se encuentra «ocupada» por las ruinas de los palacios, almacenes, sinagoga, etc, edificados por Herodes el Grande, los zelotes y los monjes bizantinos que tomaron posesión de Masada con posterioridad. El resto, algo menos de la mitad sur, carece prácticamente de edificaciones, a excepción del «baño ritual», el acceso a una cisterna subterránea, la llamada «laguna grande» y, por supuesto, los restos de la muralla que rodeaba la totalidad de la cumbre…
Con el fin de simplificar las descripciones del diario del mayor, incluyo en estas páginas una fotografía aérea de la mencionada cumbre de Masada. (N. de J. J. Benítez.)[47].
El oficial iba indicando en la fotografía cada una de estas reliquias arqueológicas.
—Pues bien, después de estudiar el terreno y nuestras «necesidades», la zona elegida para el asentamiento de la estación receptora de imágenes del satélite Big Bird ha sido ésta: el sur de la meseta.
Bahat se dirigió entonces a uno de los mapas topográficos que reproducía a escala la mencionada cumbre, completando su exposición:
—Notarán que el asentamiento guarda semejanza con un triángulo isósceles casi perfecto Ahí nos moveremos. Las dimensiones son más que suficientes para nuestros propósitos: noventa metros en la base y cien de altura. En total, algo menos de 4 500 metros cuadrados, si descontamos la superficie de las ruinas que les he mencionado anteriormente.
El oficial dedicó algunos minutos más a diversos aspectos relacionados con la seguridad del campamento Eleazar —y a los que me referiré en breve— pasando de inmediato al capítulo de preguntas En realidad, las dudas de los allí presentes se hallaban centradas, sobre todo, en asuntos que nada tenían que ver con aquel montaje judío. De forma que las preguntas fueron tan escasas como simples. Sin embargo, uno de los interrogantes, formulado por uno de los directores del proyecto, sí entrañaba una cierta importancia para nuestros secretos objetivos:
—Si la cima de Masada continúa abierta al turismo, ¿con qué grado de seguridad se llevará a cabo la Operación Eleazar?
El oficial israelí parecía esperar la pregunta… —Se ha meditado mucho esta cuestión —explicó—. En un primer momento, los responsables de nuestro Gobierno contemplaron la posibilidad de cerrar Masada al turismo y a los visitantes en general. Pero las evaluaciones de la Inteligencia variaron esta alternativa. Es más «seguro» e «inteligente» que todo siga su curso normal. En estas fechas, la afluencia de curiosos no es muy alta.
Por otra parte, como comprenderán en cuanto se trasladen a la cima, se han adoptado todas las medidas posibles de seguridad. Aunque sólo formamos un «esforzado grupo de arqueólogos», entre el personal del campamento Eleazar habrá una dotación permanente y secreta, encargada de la vigilancia interior y exterior.
Adoptando un tono tranquilizador, Bahat añadió:
—No deben alarmarse. Tal y como sucedió en el primer emplazamiento, en la mezquita de la Ascensión, nuestro Gobierno no regateará medios para que su trabajo se desarrolle con un mínimo de comodidades y tranquilidad. Aquella seguridad del oficial judío me hizo temblar. ¿Qué habían preparado en lo alto de la montaña?
—Por supuesto —concluyó, al tiempo que Yefet se hacía con los documentos de identidad, dispuesto a entregárnoslos en cuanto su compañero diera por finalizada la conferencia—, en estos días, hasta que el último container no sea depositado en el campamento, Masada permanecerá cerrada. Estimamos que para el próximo domingo la situación se habrá normalizado. De acuerdo con nuestras previsiones, el mal tiempo reinante nos ha favorecido. Es más que probable que, entre hoy y mañana, las violentas torrenteras que ustedes han tenido ocasión de contemplar en su viaje desde Jerusalén, «obliguen» a sucesivos y «lamentables» cortes de la carretera… Ello hará más sencillo el obligado cierre temporal de las ruinas arqueológicas. Creo que me explico con claridad…
La intencionalidad de algunas de las palabras pronunciadas por Bahat, y que he entrecomillado, no dejaban lugar a dudas. Las intensas lluvias de febrero provocaban en aquella zona frecuentes y habituales desprendimientos o inundaciones. No era extraño por tanto que la ruta hacia el sur del mar Muerto, Em Hatzeva, Em Yahav y Elat se viera afectada por las avenidas de agua procedentes del escarpado desierto de Judá.
Finalizada la reunión, el jefe de campamento repartió los falsos documentos de identidad, así como gruesos capotes de agua requisando la totalidad de nuestras cámaras fotográficas. Y siguiendo las instrucciones de Curtiss, le acompañamos hasta la plataforma-base del funicular. La lluvia había cesado momentáneamente, pero no así el viento. Eran casi las diez de la mañana… Al cruzar la explanada advertimos que los camiones no se hallaban en el lugar.
Tampoco observamos movimiento alguno de turistas o visitantes. La explicación a la misteriosa desaparición de los camiones no tardaría en llegar.
Los responsables de la Operación Eleazar los habían alineado a los pies de la casamata que servía de refugio a la pareja de cabinas del aerocarril. Mediante una poderosa grúa instalada en un transporte militar, los bloques de piedra naranja habían empezado a ser trasladados y depositados sobre unas reducidas bases cuadradas o rectangulares provistas de ruedas, que eran rápidamente introducidas en el interior de cada una de las cabinas del funicular.
Previamente, la puerta corrediza de cada módulo había sido desmontada, facilitando así el acceso de los aparentemente pesados sillares. El lugar se hallaba rodeado por el pelotón de soldados que habíamos visto poco antes junto a los camiones. Mis compañeros y yo empezamos a comprender…
Uno tras otro, una vez cargados con los bloques, cada funicular abandonaba la base, ascendiendo en dirección a la cumbre de Masada. La laboriosa operación —como pudimos experimentar personalmente en el transporte del último cargamento— encerraba un indudable riesgo. Muy especialmente si el viento alcanzaba los 60 kilómetros/hora. En ese caso, la cabina podía sufrir un peligroso balanceo. Y una caída desde 262 metros hubiera sido fatal…
Esta circunstancia obligó a un buen número de pausas en el trasvase de los bloques de piedra. A cada instante, los militares israelitas destacados en la cima de la montaña establecían conexión por radio con sus compañeros en la base del funicular, informando sobre las variaciones de los anemocinemógrafos[48].
El conocimiento preciso de la intensidad y dirección de los vientos era vital. Si éstos eran nulos o inferiores a los mencionados 60 kilómetros a la hora, el funicular emprendía el ascenso.
A las 13 horas, aprovechando el transporte de los últimos bloques, la avanzadilla del equipo de Caballo de Troya (doce de los sesenta y un miembros) fue embarcando en las cabinas, rumbo a la cumbre. Yo lo hice con Curtiss y con tres oficiales judíos. El funicular que nos tocó en suerte —el rojo— se hallaba prácticamente ocupado por la última de las veintiséis misteriosas «piedras» que ya habían sido enviadas a lo alto de la roca. Nunca olvidaré aquellos tensos momentos…
Cuando habíamos recorrido la mitad de los 799 metros del tendido, sonó el telefonillo del conductor. El militar que sustituía al vigilante y «chofer» habitual de dicho funicular respondió con un seco y preocupante ¡de acuerdo!
¡Paramos!
Y la cabina quedó inmóvil en el vacío, a unos 780 pies de altura. Quizá la expresión «inmóvil» no sea la correcta. Porque el viento racheado comenzó a silbar entre los cables, zarandeándonos como una pluma.
Los judíos revisaron los anclajes de la piedra, y al descubrir mí palidez, sonrieron burlonamente.
Sujeto a las barras horizontales de sustentación, evité mirar al abismo, centrando mi atención en la escasa decoración de la frágil cabina.
«Carga máxima: 40 más 1 personas o 2600 kilos.» «No fumar.»
«¡Dios mío! ¿Resistirían los garfios aquella tensión?» El viento del sur seguía golpeándonos, haciendo crujir la metálica que une el techo del funicular con la gruesa maroma de acero.
Instintivamente desvié la mirada del segundo letrero: «262 metros: caída vertical.»
—¿A quién se le ocurriría colocar allí tan macabro aviso?
«Capacidad hora: 640 personas.»
La cabina continuaba bamboleándose, comprometiendo nuestro ya precario equilibrio. E intenté mitigar el miedo —¿por qué ocultarlo?— enfrascándome en un inútil cálculo mental.
«Si la longitud del tendido es de casi ochocientos metros y la capacidad máxima por viaje es de 41 personas… eso significa un total de quince viajes a la hora o, lo que es lo mismo, un desplazamiento cada cuatro minutos… Si estamos, poco más o menos, a mitad de camino, nos quedan aún dos minutos o más para pisar esa maldita cima…»
«Llegeman-Harris C.O.N. York.»
«Ese debe ser el fabricante —pensé—. ¿O serán los suizos?»
Era lo mismo. Lo único que deseaba es que los materiales resistieran. Sin darme cuenta, estaba practicando uno de los sistemas de «descongestión mental» para situaciones de emergencia, enseñado a todos los astronautas en el instituto de la Fuerza Aérea norteamericana en Ohio. Se trataba, sin perder de vista el problema principal, de desviar la atención del piloto hacia otros asuntos, evitando así una caída emocional… El general debió de adivinar mi situación y pensamientos. Y señalando las fotografías de unos muchachos y una pequeña maceta, con un clavel —todo ello sobre el panel de mandos del conductor—, bromeó con los oficiales preguntándoles si aquello (propiedad, sin duda, de alguno de los conductores oficiales) «formaba parte también de la Operación Eleazar».
Los militares israelíes aceptaron con gusto el relajante comentario, olvidando por unos momentos nuestra delicada situación. Lo cierto es que los minuciosos judíos corrigieron el pequeño descuido al llegar a la cumbre, haciendo desaparecer de la cabina los retratos y la flor.
El viento amainó al fin y el repiqueteo del telefonillo fue la esperada señal para continuar el ascenso.
Hacia las 14 horas —después de soportar diez largos minutos de «violenta inmovilización» sobre el abismo—, la cabina número 2 quedaba anclada en el muelle terminal de la montaña, a sesenta pies por debajo de la cumbre. En pocos momentos de mi vida he deseado con tanta vehemencia pisar tierra firme…
Los ingenieros militares judíos y el resto de nuestros amigos nos aguardaban con impaciencia. Y sin demora alguna, los técnicos desengancharon la piedra naranja, haciendo rodar la plataforma hasta el angosto pasillo de tierra existente entre la terminal del funicular y la mencionada pared rojiza de Masada.
Las barreras de hierro que habitualmente delimitan los caminos de entrada y salida de los pasajeros a las cabinas habían sido igualmente desmontadas, facilitando así el movimiento de los bloques. Quedé perplejo. Por encima de nuestras cabezas, en el filo mismo de la cima, los israelitas habían ensamblado una grúa —tipo pluma— que, en cuestión de minutos, comenzó a izar la carga.
De esta forma se salvaba el incómodo desnivel que separa la terminal de la meseta propiamente dicha. Al recorrer los 120 metros de cornisa que asciende por la cara este de Masada —único acceso a la cumbre desde la base del aerocarril—, comprendí igualmente que el transporte de los sillares por aquel pasillo de tres metros de anchura hubiera sido tan penoso como ineficaz. Al final de dicho sendero, una reducida casamata de cemento, que hacía las veces de control y lugar de venta de mapas de las ruinas, habría imposibilitado igualmente el paso de las piedras.
Cuando, al fin, pisamos la cumbre, una mezcla de emoción y curiosidad se apoderó de todo el equipo. El viento seguía azotando aquella increíble plataforma natural, empujando desde el sur largos jirones de niebla que se arrastraban lentamente sobre el polvo y la tierra reseca de la cima. Aquél, si no se producían cambios, iba a ser nuestro «punto de lanzamiento». La árida y majestuosa belleza de Masada iría cautivándome minuto a minuto… Al oeste se recortaban las suaves lomas y los acantilados amarillentos del desierto de Judá, milagrosamente vivos y en «movimiento», merced a las decenas de cascadas y a los vados serpenteantes que, colmados por las lluvias, corrían incontenibles hacia la orilla occidental del mar Muerto. Durante mi estancia en Masada comprendí cómo aquellos «vadi» habían alimentado con sus turbulentas aguas las ciclópeas cisternas excavadas en la roca virgen por Herodes el Grande.
Frente a la montaña, en dirección este, a tres kilómetros escasos, las aguas verdiazules del mar Muerto espejeaban aquí y allá. Los rayos del sol perforaban en ocasiones las negras y bajas formaciones nubosas, cayendo sobre el lago salado en bellísimos celajes. Y a lo lejos, a orillas de este mar, el oasis de Fin-Gedí. Curtiss me sacó de estas primeras observaciones. El equipo de Caballo de Troya se encaminaba ya siempre en compañía del jefe del campamento y de Bahat, el supervisor, hacia la zona sur de la meseta.
¡Era asombroso! Junto a la grúa se apilaban buena parte de los bloques de piedra que habían sido trasladados por el aerocarril. Varios tractores oruga cargaban los sillares transportándolos sin interrupción por el centro del irregular romboide, en dirección a una larga empalizada de madera que separaba el sur de Masada del resto de la meseta. Pero ¿cómo habían logrado situar aquellas pesadas máquinas en lo alto de la roca? Por supuesto, era imposible que hubieran subido por sus propios medios y tampoco cabían en los funiculares. La explicación llegaría esa misma noche…
La empalizada —porque de eso se trataba en realidad— había sido levantada por los judíos a base de gruesos troncos, sólidamente hundidos en el terreno.
Alcanzaba la suficiente altura —unos cuatro metros— como para que nada de lo que pudiese acontecer al otro lado fuera detectado desde las ruinas del sector norte.
Al cruzar el ancho portalón por el que entraban, incansables, los tractores, un insólito espectáculo apareció ante mí. A la derecha del mencionado y único acceso, pegadas a los restos de la muralla del filo oeste de Masada, el Ejército israelí había plantado diez grandes tiendas de campaña, alineadas en una doble hilera. A continuación, siguiendo también la línea de la casamata herodiana, los judíos habían dispuesto dos barracones.
Uno, a escasa distancia de las negras y cuadradas tiendas, servía ya de comedor a los técnicos y militares que, a juzgar por lo que tenía ante mí, llevaban algún tiempo en aquel paraje. El otro, mucho más pequeño, estaba situado a una veintena de metros del primer barracón y prácticamente pegado a la llamada «laguna grande», una de las escasas ruinas arqueológicas que —como nos informó el oficial— quedaba dentro del triángulo isósceles que constituía el campamento Eleazar.
Pero lo que llamó la inmediata atención del grupo fue una considerable excavación —ya concluida— abierta en el centro geométrico del triángulo. Tenía 50 metros de longitud por 30 de anchura y 10 de profundidad. La impresionante «piscina» nos dejó atónitos.
En aquellos momentos ignorábamos si el general estaba al tanto del enigmático y audaz vaciado. Pero al asomarnos y descubrir en el fondo algunos de los bloques de piedra anaranjada, empezamos a intuir la verdadera finalidad del foso. Otra potente grúa, anclada en el borde norte de la excavación, procedía a la toma de los sillares, depositándolos en el lecho de la «piscina». Tanto las paredes como el reducido fondo habían sido meticulosamente cimentados y chapeados a base de un material aislante. En la esquina suroeste, un grupo de trabajadores iluminaba el fondo del supuesto estanque con las deslumbrantes y azuladas llamaradas de las soldaduras autógenas.
Algunos de los directores del programa cruzaron con Eliseo y conmigo unas significativas miradas buscando una explicación a semejante obra. Pero nadie se atrevió a formular hipótesis alguna. A nuestras espaldas, al pie de la empalizada, se apilaban cientos de sacos que, supuse, debían contener las toneladas de tierra extraídas del enorme socavón.
Los oficiales judíos nos dejaron curiosear, silenciosos y divertidos. Al cabo de unos minutos, amablemente, Yefet, el jefe de tan extraño campamento, nos invitó a pasar al comedor. El almuerzo estaba listo. Allí, por fin, saldríamos de dudas.
Aunque el barracón carecía de calefacción, la abundante comida y el vino del Hebrón templaron pronto los ánimos, haciéndonos olvidar, momentáneamente, el tropel de interrogantes que había ido acumulándose en nuestras mentes desde que pisáramos Masada. A la hora del café, cuando los últimos y rezagados ingenieros y militares judíos hubieron finalizado sus almuerzos y se reincorporaron a sus faenas, Bahat, el supervisor, cerró con llave la puerta del salón. En esta ocasión fue el general Curtiss quien se dirigió al equipo.
—Sé que están formulándose un sinfín de preguntas —comentó en tono reposado—. Parte del material, como les dije, está ya en el campamento…
El viejo zorro hizo una pausa, escrutando nuestros rostros.
—Supongo que me tomaréis por loco —añadió, acrecentando intencionadamente el halo de misterio que rodeaba todo aquello y, de paso, la curiosidad general—. Aquí sólo hay piedras, me diréis, sólidos bloques de roca dolomítica y anaranjada… Si y no. Siguiendo un estricto plan israelí, los dos tercios del instrumental de la estación de fotografías han sido transportados hasta la cima de esta montaña, camuflados en el interior de los aparentes sillares de piedra…
Como saben, esos camiones y ese tipo de cargamento son los únicos autorizados a cruzar la frontera con Jordania, llegando habitualmente hasta Ammán. Era difícil que alguien llegara a sospechar de los supuestos macizos cubos pétreos… En cuanto al resto de los equipos —prosiguió, dirigiéndose a la pareja de militares israelíes que compartía nuestra mesa—, si no hay inconvenientes, estará en lo alto de la roca en la mañana del sábado… siguiendo otro «tipo de vía». Bahat y Yefet asintieron.
—Hasta esa fecha —continuó el jefe de Caballo de Troya—, nuestra misión será muy sencilla: esperar. Mañana, quizá a esta misma hora, el grupo electrógeno entrará en funcionamiento…
—Así está previsto —manifestó el jefe de campamento, como si buscara nuestra indulgencia—. Hoy mismo será desembarcado. Les rogamos disculpen el retraso.
«¿Desembarcado? ¿A casi 1400 pies de altitud? ¿Cómo?»
Los judíos son capaces de todo, así que nadie se atrevió a indagar sobre el particular.
—… La inmediata y lógica pregunta —continuó Curtiss— es dónde y cuándo será ensamblada la estación receptora. Por razones de seguridad y siguiendo igualmente las instrucciones del Gobierno de Golda, esta vez no habrá hangares al aire libre.
El general percibió nuestra extrañeza. Y echando mano de su inseparable maletín, extrajo un sobre blanco con la inconfundible estrella azul de seis puntas, emblema del Estado de Israel. Al desplegar su contenido apareció un plano del campamento Eleazar. Y en él, un pormenorizado esquema del foso que habíamos contemplado una hora antes.
No fueron necesarias muchas explicaciones. Curtiss, con su dedo índice derecho apuntando al centro de la «piscina» —así la llamaríamos en el argot de Caballo de Troya—, nos invitó a echar una ojeada. La excavación, tal y como habíamos intuido, no era otra cosa que el receptáculo de la estación de fotografías.
La casi totalidad de la mitad norte de dicho foso (20 de los 50 metros disponibles) albergaría el grueso de los equipos: consolas autónomas operacionales (números 1 y 2), paneles de mando (de distribución y alimentación eléctrica), pletinas telefónicas y de radio, armarios de telecomunicación y conversión digital de las señales del satélite[49], receptores especiales, transmisores en banda «5», monitores de televisión, subpatrones de tiempo, climatizadores y un largo etcétera… Los 30 restantes metros de la «piscina» se hallaban divididos en dos sectores: a lo largo de la pared sur (ocupando una superficie de 2 X 10 metros) habían sido dispuestos los laboratorios de revelado fotográfico y una sección auxiliar de telemetría, armarios para grabadoras de cintas magnéticas (para unidades de bandas ancha o estrecha) e impresoras ultrarrápidas, capaces de leer e imprimir datos a razón de 80000 dígitos por minuto. El resto de la franja sur (de 20 X 2 metros) aparecía como almacén de helio.
El espacio situado entre estas «baterías» de instrumentos se encontraba prácticamente vacío. En total, 28 metros. Aquélla era otra de las «novedades» de la Operación Eleazar. Éste casi cuadrado (28 X 25 metros) en el centro de la «piscina» sería destinado a una antena parabólica orientable de 26 metros, capaz de seguir automáticamente al Big Bird y recibir sus señales desde cientos de kilómetros[50]. El GSFC[51] había recomendado, desde el principio de la operación, la utilización de este tipo de antenas. Sin embargo, por razones de espacio, no fue viable en la mezquita de la Ascensión. La verdad es que el inesperado y vertiginoso desmantelamiento de las instalaciones no había permitido siquiera el ensamblaje de las antenas «buscadoras», de barrido de fase, que debían sustituir a la aconsejada por el Centro de Vuelos Espaciales Goddard.
Una vez concluido el montaje de la estación, la «piscina» quedaba cerrada con un ingenioso sistema —accionado eléctrica o manualmente— que ocultaba el gran foso. Los israelitas nos ampliaron algunos detalles al respecto. La cubierta o cierre, que se recogía por el procedimiento de tambor en la cara norte, había sido diseñada a base de una doble lámina de vidrio plastificado, de gran dureza y ductilidad, que permitía el paso de las señales radioeléctricas procedentes del Big Bird. Esto, en especial durante las transmisiones diurnas, favorecía el camuflaje de la estación. En el caso de recepciones nocturnas, la cubierta podía ser retirada, dejando al aire la superficie ocupada por la antena parabólica. Esta, pintada de negro, era prácticamente invisible para cualquier hipotético avión de reconocimiento enemigo.
Cuando el ensamblaje del instrumental hubo concluido, quedamos maravillados. La astucia y meticulosidad de los israelitas llegarían al extremo de pintar el referido cierre del mismo color de la tierra ocre amarillenta que cubría la totalidad de la meseta. Aquí y allá, con una paciencia benedictina, los ingenieros militares fueron pegando sobre dicha cubierta un sinfín de piedrecillas recogidas de la zona norte de la cumbre, que proporcionaron a la falsa superficie un mimetismo envidiable.
Con la caída del sol, encendiendo de rojo el desierto de Judá, los trabajos en el campamento Eleazar se interrumpieron— La falta de suministro eléctrico hacía difícil y peligroso el movimiento de los tractores y de la grúa. Para colmo, las lluvias y el fuerte viento seguían martirizando la cumbre de Masada. Así que, de común acuerdo, nos retiramos a las tiendas que nos habían sido asignadas.
Cada uno de aquellos incómodos albergues, de recia lona negra, daría cobijo en lo sucesivo a diez miembros de la supuesta operación arqueológica.
Astutamente, los judíos procuraron que uno o dos de sus hombres compartieran con nosotros los respectivos refugios de campaña. De esta forma podían estar al corriente de nuestras conversaciones y propósitos. Tal circunstancia provocaría en el equipo de Caballo de Troya algunos momentos de tensión. Sin embargo, supimos contrarrestar este sutil espionaje…
Bajo la tenue luz de la botella de gas que colgaba del techo de la tienda, con el agudo ulular del viento entre las lonas, mis pensamientos, una vez más, volvieron a mí. No cabía duda: su imagen y sus palabras formaban ya parte de mi propio ser. Y una dulce melancolía fue invadiéndome. Sólo de vez en vez, con no pocos esfuerzos, conseguía regresar a la realidad. Entonces, un puñado de dudas oscurecía aquel extraño sentimiento. Una, en especial, me impedía conciliar el sueño: «¿Cómo nos las arreglaríamos para lanzar la «cuna» desde aquel foso?» La antena parabólica —aunque podía ser desmontada— constituía un serio obstáculo…
De pronto, a eso de las nueve de la noche, un ensordecedor estruendo sacó al campamento de su obligado reposo. Como un solo hombre, los ocho norteamericanos y dos israelíes que dormitábamos en aquella tienda, nos precipitamos hacia la salida.
Una inusitada agitación se había apoderado del medio centenar de hombres que ocupaba la base en aquellos momentos. En mitad de la oscuridad y de la implacable lluvia, a poco más de diez o veinte metros sobre nuestras cabezas, cuatro potentes reflectores iluminaban el extremo sur del campamento Eleazar.
El bramido de los motores y los pilotos rojos y verdes, intermitentes, nos hizo comprender que se trataba de dos poderosos helicópteros. Se hallaban en estacionario entre el foso y las escaleras de piedra que conducían a la cisterna subterránea ubicada en las proximidades de la cara sureste de Masada. Al aproximarnos, gracias a la extraordinaria iluminación de los cuatro focos instalados en las panzas de los aparatos, comprobamos cómo de los CH-47 Chinook —helicópteros de transporte utilizados por la Marina israelí— colgaban sendos y enormes bultos. Poco a poco, siguiendo las indicaciones del personal de tierra, las cargas fueron arriadas. Y al instante, cumplida su misión, los Chinook apagaron sus faros, redoblando la potencia de los rotores y desapareciendo hacia el norte entre las temibles rachas de viento y agua. A la mañana siguiente, al conocer el peso, volumen y la naturaleza de lo transportado, no pude por menos que admirar a aquellos audaces pilotos judíos.
Calados hasta los huesos volvimos a las tiendas, esperando el nuevo amanecer con impaciencia. Y, verdaderamente, aquel viernes, 23 de febrero de 1973, iba a ser una jornada cargada de sorpresas.
La primera llegó con el alba. Hacia las 06.45 horas, después de una noche desasosegada en la que apenas si pude conciliar el sueño, al asomarme a la puerta de la tienda fui testigo de un inesperado espectáculo. Como un milagro, amplias zonas de la superficie del campamento y del resto de la cumbre aparecieron alfombradas de flores de todos los colores. Era admirable. En cuestión de horas, fruto de las torrenciales lluvias, la meseta había florecido, adornándose con millares de brillantes y olorosas flores amarillas, verdes y rojas. En las áreas más bajas —también hay que decirlo—, el temporal había formado inmensos charcos, convirtiendo el terreno en un lodazal. A pesar de la extrema sequedad de Masada y de su entorno —con el mar Muerto a la derecha y el desierto de Judá a la izquierda—, la realidad que tenía ante mis ojos venía a confirmar las palabras de Flavio Josefo cuando, 1900 años antes, había descrito estas salvadoras lluvias[52].
La segunda sorpresa se produjo al entrar en el barracón habilitado para duchas, letrinas y aseo en general. Como ya comenté, había sido levantado casi pared con pared con la pieza rectangular conocida como la «laguna grande». Aquél fue otro de los múltiples detalles que pasaron inadvertidos para mí durante la primera jornada en el campamento.
Amén de la falta de energía eléctrica en lo alto de la roca, uno de los principales quebraderos de cabeza, a la hora de preparar el asentamiento de la estación receptora de imágenes, fue la ausencia de agua. Ciertamente, según nos irían explicando los técnicos judíos, ambos problemas podían haber quedado resueltos —siempre a medias— practicando las correspondientes tomas de las instalaciones situadas al este de la montaña, en el emplazamiento del aerocarril. Pero ello, con los kilométricos tendidos de cables y tuberías, resultaba tan complicado como «escandaloso». El suministro eléctrico, además, hubiera sido claramente insuficiente para el alto consumo de la estación. De ahí que, después de estudiar exhaustivamente ambos asuntos, el Gobierno israelí se decidiera por el transporte hasta lo alto de Masada de un grupo electrógeno, salvando el segundo obstáculo —el del agua— de idéntica forma a como lo resolvieran las expediciones de Yadin en los años 1963 al 1965. A unas cuatro millas al oeste de la montaña existía una red de tuberías que había sido propiedad de la compañía Nafta Oil y que fueron utilizadas en su momento para prospecciones. Pues bien, por encargo del Ejército judío, la Mekorot (Compañía Nacional de Aguas) había instalado una tubería más delgada, que solucionó los problemas de Yadin y, ahora, ocho años después, los nuestros. Dicha tubería ascendía hasta lo alto de Masada, corriendo paralela a la rampa romana. En el punto donde terminaba —en el extremo noroccidental—, los ingenieros empalmaron varios cientos de metros de nuevas tuberías, ocultos bajo el suelo de tierra de la casamata o muralla de doble muro que corre por dicho filo oeste de la meseta. Al mismo tiempo, el interior de la «laguna grande» había sido aprovechado para el montaje de unos depósitos, con una capacidad de 120000 litros. Por último, los judíos habían procedido a camuflarlos cubriendo la «laguna grande» a base de cañizos. De esta forma el suministro de agua potable al campamento y a los complejos sistemas de refrigeración o de alimentación de los equipos quedaba sobradamente cubierto. (En el supuesto de una avería, el tanque escondido entre las paredes rectangulares de la «laguna» podía satisfacer las necesidades de la estación —siempre prioritaria— por espacio de seis o siete días.)
Concluido el desayuno, Curtiss y el resto del equipo se brindaron a colaborar con los técnicos israelíes en las faenas que estimaron oportunas. Pero Yefet, después de agradecer nuestra sincera y excelente disposición, se negó, argumentando que aquéllas no eran las órdenes. El sol flotaba ya sobre los azules cerros de Moab, rumbo a un cielo transparente. El viento había cesado y la jornada, en fin, parecía presentarse tibia y apacible. Minutos antes del desayuno, los oficiales destacados en la base del funicular habían establecido contacto por radio con el campamento, informando al general sobre las razones del retraso del medio centenar de hombres que completaba la expedición de Caballo de Troya y que, según Curtiss, debería de haber llegado a Masada la noche anterior. Al parecer, el autocar que les trasladaba desde Jerusalén se había visto obligado a dar media vuelta, como consecuencia de los cortes en la carretera.
«Su incorporación al campamento Eleazar —concluyeron los militares— se producirá a lo largo de esta misma mañana.»
Nosotros ignorábamos entonces las «malas nuevas» que portaban aquellos compatriotas y compañeros…
Dado que nuestras obligaciones eran casi nulas, cada cual se dedicó a lo que creyó más conveniente. Curtiss y varios de los directores se encerraron en la tienda que hacía las veces de estación de radio y el resto optó por descansar o curiosear por la cima de la roca, siempre bajo la discreta vigilancia de algunos de los judíos, que se ofrecieron, «encantados», como improvisados guías turísticos.
Eliseo y yo, de común acuerdo, ocupamos buena parte de la mañana en un meticuloso reconocimiento del perfil y de la topografía del triángulo que constituía nuestra base. Desde el amanecer, el campamento había recuperado su intenso ritmo de trabajo. Los tractores oruga, situados en lo alto de la meseta por los helicópteros, continuaban el febril trasvase de las piedras anaranjadas, que eran situadas por la grúa en el fondo de la «piscina». Buena parte de los ingenieros y técnicos judíos dedicaba todo su esfuerzo y atención a los dos gigantescos cajones de acero, arriados por los Chinook. Uno de ellos contenía un potente grupo electrógeno, de continuidad, perfectamente despiezado. Se trataba del «corazón» del campamento. Sin aquel generador de corriente eléctrica, todo habría sido inútil.
Los israelíes lo sabían y se dieron especial prisa en retirarlo de la superficie de la roca, transportando el motor, el alternador, la bancada, los cuadros de mando, los sistemas de filtrajes, etc, al fondo de la cisterna subterránea. Hasta en esto tuvieron suerte los judíos e, indirectamente, Caballo de Troya. La ubicación del generador había constituido un arduo problema. Por elementales razones de seguridad no podía quedar a la vista y tampoco ser emplazado en la «piscina», junto a los delicados instrumentos de la estación receptora. Las continuas vibraciones, amén del rugido del motor, habrían interferido en los equipos, causando un sinfín de molestias innecesarias. De ahí que al estudiar el subsuelo y la configuración de la zona sur de la meseta, los expertos no dudasen en elegir la citada cisterna subterránea como el escondite ideal para el grupo electrógeno y para el correspondiente tanque de diario de gas-oil. La gigantesca cisterna —horadada en la roca por Herodes el Grande— tiene una capacidad de 140000 pies cúbicos. Se trata de una formidable «sala» de ocho metros de altura a la que se accede por unos escalones, igualmente ganados a la piedra. Allí, en fin, fue trasladado y montado el flamante generador —tipo 16 cilindros (y), de la serie 149, fabricado por la General Motors—, con una potencia de 1200 KVA o 1300 HP y un voltaje de salida de 30000 voltios.
(Con semejante «monstruo» se hubiera podido alimentar las principales instalaciones de un aeropuerto de tipo medio.) Fue asombroso. Aquellas diez toneladas —«en seco», es decir, sin el agua y el aceite— quedaron armadas y listas para entrar en acción en 24 horas. La pericia de los ingenieros, especialmente a la hora de la decisiva operación de alineación del motor y alternador, fue total.
Por último, un abanico de cables, enterrados a un metro de profundidad y especialmente aislados, fue distribuido por el campamento, dispuesto a «dar vida» a los diferentes servicios. Aprovechando dos grandes aberturas en el techo de la referida cisterna subterránea —por las que antaño penetraba el agua y que son visibles sobre el acantilado sureste de la montaña—, los especialistas israelíes montaron igualmente un poderoso sistema de extractores y ventiladores, proporcionando así una continua y excelente renovación del aire[53]. Aunque Charlie —así bautizamos al generador— apenas producía humos, tanto la tubería de escape de gases como el resto del complejo de aireación fueron dotados de sendas rejillas de filtrado. Si llegaba a producirse una fuga de humos o de cualquier fuente de calor, un hipotético enemigo habría sabido que «algo» anormal estaba ocurriendo en las entrañas de Masada.
El segundo cajón depositado por los helicópteros sobre el campamento Eleazar era de idéntica y vital importancia. Contenía alrededor de 350 láminas de acero, de un metro de lado cada una, destinadas a la construcción de los dos depósitos de combustible del grupo electrógeno: el de diario y el de almacenaje. Charlie consumía unos 160 gramos de gas-oil por caballo hora.
Ello exigía la presencia de un tanque de diario con una capacidad mínima de 5420 litros. (Este fue el consumo medio y diario del grupo electrógeno.) Como era lógico, resultaba más práctico, rentable y seguro instalar en la roca un tanque de aprovisionamiento o almacén que efectuar cada día el correspondiente trasvase de combustible. Un trasvase que, dada la situación de Masada, sólo podía practicarse con rapidez y comodidad desde el aire. En este sentido, los helicópteros cisterna del Ejército de Israel jugarían un destacado papel. Una vez cada treinta días, varios de aquellos gigantescos Sikorsky 5–64 (tipo CH–54 Tarhe), previamente modificados, volaban durante la noche hasta lo alto del campamento, colmando la capacidad del citado tanque de almacenamiento: 162600 metros cúbicos. Este segundo depósito —de 5 metros de ancho por 15 de largo y 3 de alto— fue montado en una de las cuevas que se alinean en el ya mencionado acantilado sureste de la montaña, muy próxima a la cisterna subterránea[54]. Con la ayuda de la grúa y a base de cuerdas, los israelitas, en un alarde de «alpinismo», fueron transportando las piezas de acero desde la cima a la boca de la gruta natural, jugándose el tipo en un acantilado de más de 1000 pies de altura. Creo que nunca les estaremos lo suficientemente agradecidos. En la mañana del sábado, una vez rematada la operación de ensamblaje y soldadura del tanque, los ingenieros pusieron a punto las bombas de trasiego, uniendo ambos depósitos —el de almacenaje y el diario— con una tubería que fue anclada y camuflada en la referida pared suroriental de Masada. Dicho conducto penetraba en la cisterna subterránea a través de uno de los orificios de ventilación.
Mis conocimientos sobre la historia de Masada, de sus edificios y de los castros romanos que la rodean —todo ello fruto de la documentación facilitada por el general— resultarían muy útiles cuando, siguiendo nuestro plan de reconocimiento del terreno, nos dirigimos al norte de la meseta. Mi hermano y yo quedamos maravillados por la audacia y belleza del palacio del Norte, con sus tres terrazas escalonadas. Y sentimos una especial emoción al recorrer el laberinto formado por los restos de los almacenes que mandara construir Herodes y que sirvieron de despensa a los heroicos zelotes. Asomados desde aquella especie de «proa», en el punto más alto de Masada, comprendí por qué el rey Herodes había edificado, justamente allí, su palacio colgante. Aquel vértice de la gran roca —en especial las terrazas central e inferior— es el único punto resguardado del ardiente sol y de los temibles vientos del sur que, en ocasiones, superan las sesenta millas por hora. «De no haber sido por este apretado complejo de ruinas (palacios, almacenes, baños, edificios administrativos, puestos de guardia, etc.), el campamento Eleazar —nos explicó uno de los inseparables «guías»— habría sido dispuesto aquí mismo.»
Aquellos incómodos vientos del sur y sudoeste, tan frecuentes en Masada, iban a constituir una auténtica pesadilla para los hombres de Caballo de Troya; en especial, en los decisivos minutos del despegue y ulterior descenso del módulo. (Espero que Dios me conceda las fuerzas suficientes para llegar a ese punto del presente relato.) En los estudios meteorológicos de la estación de Kalya, al norte del mar Muerto, las estadísticas elaboradas en base a los datos recogidos en 1972 por los tres centros de observación[55] arrojaban, sin embargo, para febrero, una frecuencia e intensidad de los vientos relativamente bajas o soportables: la estación número 20 apuntaba un porcentaje de 18,9 para el viento sur y sólo un 4 por ciento para el suroeste. Por su parte, las estaciones números 21 y 22 —para los mismos vientos— fijaban unos índices de 18,9 y 7,9 y de 14,7 y 5,6, respectivamente. En los tres casos, las velocidades de dichos vientos oscilaban en torno a los 12–19 kilómetros por hora. Sólo las estaciones 20 y 21 preveían vientos entre 50 y 61 kilómetros por hora, pero en un tanto por ciento muy bajo (0,1). Naturalmente, la cumbre de Masada se encuentra a más de mil pies de altitud y ello se notaba.
Pero el lugar que más nos impresionó —quizá porque se conserva tal y como la dejaron los legionarios de Silva— fue la rampa de tierra y piedra prensadas que se empina desde las profundidades hasta casi tocar el filo noroccidental de la meseta[56]. Aquel terraplén de asalto es, sin lugar a dudas, una de las estructuras o «fórmula» de asedio del ejército romano más interesante del mundo. La verdad es que, se encuentra francamente bien conservada. La blancura de la rampa —cuya tierra fue extraída del llamado «promontorio Blanco», justo en el nacimiento de la misma— es deslumbradora. Durante algunos minutos quedamos sobrecogidos y ensimismados ante la contemplación del terraplén y del campamento de Flavio Silva. Ahora, 1900 años después de aquella lucha por la soberanía y libertad de un pueblo, el Estado de Israel había vuelto a Masada, precisamente, como ya insinué, para velar por esa seguridad…
Pulse en el siguiente enlace para ver el mapa de la superficie de la meseta de Masada (N. del Editor eBook)[57].
Nuestro paseo por las ruinas de Masada se vio gozosamente interrumpido cuando, a media mañana, los funiculares depositaron en la cumbre a los cincuenta rezagados especialistas de Caballo de Troya. Al igual que hiciera con nosotros, Curtiss les había puesto en antecedentes de «algunos» de los detalles de la secreta misión. Y todos, como era previsible, se mostraron entusiasmados con aquel segundo intento. Su permanencia en el campamento Eleazar fue, en consecuencia, tan discreta y eficaz como era de esperar. Pero aquellos amigos no eran portadores de buenas noticias precisamente…
Por encargo de Curtiss habían hecho acopio de una amplia muestra de la prensa internacional de aquellos días. Tanto el general como el resto del grupo intuíamos que el reciente derribo del Boeing 727 libio sobre la península del Sinaí podía arrastrar pésimas consecuencias en el ya deteriorado panorama político de Oriente Medio. No nos equivocamos. Los comentarios y reacciones de medio mundo fueron unánimes: el ametrallamiento del avión de pasajeros y la muerte de 104 de sus ocupantes fueron condenados sin paliativos. Los países árabes se mostraron especialmente agresivos, caldeando aún más la atmósfera de preguerra hacia su vecino, Israel. La lectura de aquellos periódicos ingleses, norteamericanos y egipcios, como digo, nos llenó de confusión e incertidumbre.
La prensa de El Cairo, por ejemplo, calificaba el hecho de «asesinato premeditado» y de un «nuevo y bárbaro crimen contra civiles árabes». El diario egipcio Al Ahram recogía también las declaraciones de un portavoz del Gobierno de Sadat en las que, entre otras cosas, aseguraba que «el sionismo israelí, que vive de la agresión, la usurpación y el delito, pagará cara esta acción y recibirá su justo castigo, de manos de los árabes».
Por su parte, los más prestigiosos diarios de Nueva York y Washington se pronunciaban en los siguientes términos:
«La incursión israelí en el Líbano y el derribo de un avión de pasajeros sobre el Sinaí despertaron en el mercado de valores de Nueva York el miedo a que la situación en Oriente Medio empeore. Ello hizo caer en picado los precios de los valores.»
«Nixon y el secretario de Estado USA, William P. Rogers, enviaron mensajes de condolencia a Muamar Gadafi y al presidente de Egipto.»
En un editorial titulado «Tragedia en el Sinaí», The Times decía que el incidente no era sólo otro desgraciado hecho de guerra, sino una matanza de civiles sin consideración. Y, como tal, injustificada, si no totalmente premeditada.
El Daily Telegraph calificaba la acción judía de brutal, asegurando que «la matanza de civiles suponía un duro golpe a los intentos de Nixon para lograr un acuerdo sobre el canal de Suez».
Por último, porque la lista sería interminable, el Finantial Times escribía:
«Después de un período de cinco años de “no paz, no guerra Israel no quiere arriesgarse a negociar un verdadero acuerdo de paz.»
En todo aquello, sin embargo, se percibía algo extraño. Por más que repasamos los periódicos, en ninguno encontramos una sola reacción o declaración del vehemente coronel Gadafi. El Boeing siniestrado era de su país y, además, 55 de los 104 pasajeros fallecidos eran libios… ¿Por qué guardaba un mutismo tan anormal?
¿Es que tenía algo que ocultar a la opinión pública? ¿Por qué el avión se había desviado cientos de millas de cualquiera de las dos rutas habituales de vuelo desde Bahrain, en los Emiratos Árabes, a su aeropuerto de destino, en Alejandría?[58].
No disponíamos en aquellos momentos de los datos meteorológicos de la zona en la jornada del 21 de febrero —fecha del siniestro—, pero se nos antojaba difícil de creer que «las malas condiciones climáticas»(razón esgrimida en un principio por la prensa judía) hubieran forzado al Boeing a violar el espacio aéreo de Israel, justamente sobre un sector militar. Era, cuando menos, sospechoso…
Las tímidas y escasas noticias procedentes de Tel Aviv tampoco arrojaron demasiada luz sobre lo ocurrido en el centro del Sinaí. En una conferencia de prensa celebrada en El Cairo, los periodistas aseguraron haber escuchado la voz del comandante del Boeing 727, gritando: «¡Se nos dispara! ¡Se nos dispara desde el caza!» Naturalmente, como era de esperar, la prensa judía acusaba al piloto de desobedecer las órdenes de los interceptores. El copiloto, Jean Pierre Llure, uno de los siete supervivientes, aseguró «que estaban aterrorizados y que no siguieron las instrucciones de los cazas israelíes, decidiendo escapar».
A las pocas horas del incidente, el jefe supremo de la Fuerza Aérea israelí, general Mordekai Hod, y dos pilotos de Phantom cuyos nombres no fueron revelados, celebraron otra rueda de prensa con el fin de informar sobre el gravísimo asunto. Según los militares judíos, “se hicieron desesperados esfuerzos para obligar a aterrizar al Boeing.
Uno de los cazas incluso se aproximó lo suficiente como para hacer señas con las manos a la tripulación del avión libio para que descendiese. Pero el 727 huyó —informaron los oficiales judíos—, para evitar un conflicto diplomático”.
Algún tiempo más tarde, la propia prensa de Israel lanzaría otra no menos extraña explicación; «Temían que el Boeing viajara en misión de sabotaje a Tel Aviv.» Y aunque, en efecto, las amenazas de los guerrilleros de bombardear la mencionada ciudad fueron reales, en el fondo, nadie dio crédito a ninguna de las «justificaciones». Ni a las judías ni tampoco a las árabes…
Días más tarde, a su regreso de Estados Unidos, Curtiss nos informaría sobre la verdadera «razón» de aquel lamentable derribo. Una causa que si era suficientemente grave para los israelitas y que jamás admitirían «oficialmente»…
Nada digno de mención sucedería ya en aquel viernes, 23 de febrero. El equipo, intranquilo por aquellos sucesos, se hizo mil preguntas. Pero, por el momento, todas sin respuestas. ¿Cómo podía afectar el envenenamiento de las relaciones judío-árabes al desempeño de nuestra misión? Si todo desembocaba en nuevas hostilidades o, lo que era aún peor, en una cuarta guerra, ¿qué papel iba a jugar aquel medio centenar de norteamericanos, perdido en lo alto de una solitaria montaña?
Al atardecer, poco antes de que los funiculares dejaran de funcionar, sometiéndonos así a un forzoso aislamiento, Curtiss se las ingenió para rodearse de varios de sus directores de proyecto y, en un apacible paseo por las ruinas del sector norte —esta vez sin «guías» ni intrusos israelíes— impartió las «consignas» a tener en cuenta al día siguiente, sábado:
—Debíamos estar atentos a la llegada del resto de los equipos. Una vez en lo alto de la meseta, Caballo de Troya pondría en marcha la fase «verde» de la operación.
Esta, como ya señalé, consistía, fundamentalmente, en el proceso de montaje de la estación y, a partir de un determinado momento, de la «cuna». Esta última parte de la fase «verde» había sufrido sustanciales modificaciones, en relación a su gemela de la mezquita de la Ascensión era la cumbre del monte de los Olivos.
La especial configuración de la «piscina» y del campamento Eleazar exigía otro tipo de táctica para mantener alejados a los judíos durante el proceso de ensamblaje de los scanners ópticos y del resto del instrumental «clasificado». El pacto inicial de Curtiss con el Gobierno de Golda Meir, por el que el personal israelí debería abandonar la estación mientras durasen los mencionados y secretos trabajos, seguía en pie. Pero nadie estaba al tanto de la argucia planeada por Curtiss.
Cuando uno de los directores se interesó por la «vara de Moisés» y por el imprescindible combustible para el módulo —en especial por la fórmula elegida para introducirlo clandestinamente en Masada—, el general se limitó a repetir:
—Calma. Todo está previsto.
El ocaso puso punto final a los febriles trabajos de los israelitas.
Excepcionalmente, dada la urgencia y naturaleza de la Operación Eleazar, los turnos de montaje de Charlie y del tanque de almacenamiento fueron liberados de la sagrada obligación de guardar el sábado. Apoyados por grandes pantallas alimentadas a base de gas, los técnicos encerrados en la cisterna subterránea y en la gruta prosiguieron sus faenas toda la noche. El resto del campamento quedó sumido en una casi total oscuridad, apenas rota por las mortecinas botellas instaladas en el interior de las tiendas y del comedor. Por obvias razones de seguridad, el Ejército había prohibido la utilización de reflectores en la superficie de la meseta. Ni siquiera cuando el grupo electrógeno entró en funcionamiento se quebró esta rígida norma. La integridad física de la estación y del centenar de hombres que formábamos el campamento así lo requería.
Éramos una «simple y pacífica expedición arqueológica» y, en consecuencia, la presencia de focos en el triángulo sur de Masada sólo habría servido para levantar sospechas.
Al clarear del día siguiente, cuando nos disponíamos a desayunar, echamos en falta a Curtiss y a varios de los oficiales jefes del campamento. Bahat, adivinando nuestras preguntas, nos invitó a que echáramos un vistazo desde el filo oriental de la roca. Y hacia allí nos encaminamos, presa de una notable curiosidad— Sinceramente, en aquellos momentos nadie recordaba las palabras del general sobre la llegada del último tercio del material.
Desde el portón de entrada del llamado «camino de serpiente o de las víboras» —una zigzagueante y angosta trocha que asciende hasta lo alto de Masada por su cara este—[59] surgió ante nosotros una visión difícil de olvidar: muy cerca de la base del aerocarril, ocupando prácticamente la explanada contigua, se agrupaba una estimable manada de camellos o dromedarios (desde aquella distancia era difícil precisar).
El grupo entró en una encendida polémica en torno a las posibles razones de la presencia en Masada de aquellos animales del desierto. ¿Es que el cargamento había llegado a lomos de los mismos? Y si era así, ¿por qué?
El debate terminó con la llegada de unos de los militares judíos. Se nos reclamaba junto a la estación de radio. Minutos más tarde una veintena de hombres de Caballo de Troya embarcaba en el funicular, rumbo a las instalaciones de la base.
El insólito y multicolor espectáculo que nos aguardaba al pie de la roca nos dejó sin habla. Curtiss y varias decenas de israelíes se afanaban en la descarga de una serie de voluminosos bultos, ayudados en todo momento por los miembros de aquella caravana beduina. Alrededor de cuarenta o cincuenta dromedarios los famosos «barcos del desierto»— se apretaban nerviosos frente a la plataforma del aerocarril. De sus gibas colgaban —por ambos costados— unos fardos enmallados que contenían arcones, enseres domésticos y hasta pequeños corderos. A cierta distancia, entre las dunas, permanecían otras seis u ocho bestias, portando grandes baldaquines descubiertos en los que se distinguían mujeres y niños. Los nómadas, ataviados con largos albornoces negros de lana, sin mangas y con las cabezas cubiertas con gorros de pelo de camello y airosos pañolones rojos y blancos, desenganchaban las banastas, que eran trasladadas de inmediato al interior de las cabinas del aerocarril. Por un momento me pregunté para que necesitábamos en el campamento todo aquel ajuar, con los corderos incluidos. Los beduinos habían obligado a los dromedarios a arrodillarse, manteniéndolos en esta más asequible posición gracias a una cuerda que unía las cabezas de los animales con una o ambas rodillas.
Terminada la operación, los dromedarios fueron desatados y uno de los voluntariosos árabes —el que parecía el jeque o jefe de la tribu— se despidió del oficial de máxima graduación con un seco «Salaam aleikum» («La paz sea contigo»). El israelí correspondió con otra leve inclinación de su cabeza, respondiendo «Aleikum as salaam» («Que contigo sea»).
Y beduinos y dromedarios tomaron la dirección de las dunas, uniéndose al grupo de las mujeres.
Me hallaba tan fascinado por aquellos increíbles ejemplares humanos que, de vuelta a la roca, casi no presté atención a las explicaciones del general sobre los fardos que acababan de ser descargados y sobre su insólito periplo.
Al parecer, si no recuerdo mal, tres días antes, la caravana en cuestión se había hecho cargo del citado último tercio del instrumental, perfectamente camuflado en los bultos. La recogida del cargamento tuvo lugar la noche del 21, miércoles, en un punto al noroeste de Qumrán, en pleno desierto de Judá.
Aquella zona era frecuentada desde tiempo inmemorial por las caravanas de beduinos que iban y venían de Arabia. Muchas de estas tribus traficaban con armas o cambiaban vino por mujeres, cruzando con libertad la frontera de la antigua Jordania. Supongo que, por un alto precio, aquella tribu o clan de los nobles shammar[60] había aceptado la misión de transportar hasta Masada lo que, oficial y aparentemente, sólo era un prosaico conjunto de cacharros y enseres domésticos, «necesarios en todo campamento» Los beduinos se volvieron mudos y sordos ante la generosa recompensa de los israelíes…
Verdaderamente el plan de la Inteligencia judía funcionó a la perfección.
¿Quién hubiera imaginado que entre los fardos de aquella austera caravana viajaba un sofisticado equipo de recepción de fotografías vía satélite?
Siempre distantes de las carreteras y de los núcleos de población, los shammar habían caminado de noche —descansando durante el día— por una intrincada red de cañadas y senderos, en pleno desierto, que conocían y frecuentaban desde hacía siglos.
Pero la misión de los beduinos no había terminado. Aquel mediodía, correspondiendo a una invitación del jeque de la tribu para participar en el siempre complejo ritual de la preparación y degustación del café, Curtiss tendría la oportunidad de maquinar un nuevo y astuto plan. Una estratagema que nos «cubriría las espaldas» en el crítico momento del lanzamiento del módulo…
Aquel trabajo fue bien venido. El aislamiento en lo alto de nuestro «portaaviones» de piedra, sin suministro eléctrico ni distracción alguna y con medio centenar de hombres, mano sobre mano, empezaba a preocuparnos. Así que, espontánea y voluntariamente, el grupo de Caballo de Troya se ofreció a transportar los fardos y a depositarlos —con el resto de los bloques de color naranja— en el fondo de la «piscina». Oficialmente, la fase «verde» acababa de ser inaugurada…
Curtiss, que, como decía, fraguaba algo en su cerebro, nos pidió que apartásemos la media docena de corderos. Y el personal lo hizo encantado, sujetándolos a uno de los vientos de la tienda del general. Algunos de los muchachos, compadecidos por los lastimeros balidos de las frágiles crías, se erigieron en improvisadas «nodrizas», diezmando las reservas de leche de la cocina. La verdad es que no hubo malas caras entre los cocineros israelíes. Allí, lo único que sobraba era comida y aburrimiento.
(Cada mañana, puntual y religiosamente, el funicular nos abastecía de pan caliente, leche y de aquellas viandas que empezaban a escasear en las despensas del barracón.)
Hacia las dos de la tarde, el general tomó sus seis corderillos y, acompañado por Bahat, el supervisor, cruzó el portalón de la empalizada dirigiéndose a la plataforma del aerocarril. El paciente Curtiss encajó con deportividad las chanzas de judíos y norteamericanos, divertidos ante la poco usual estampa de todo un general de la USAF pastoreando un rebaño. Cuando interrogué a Eliseo sobre las intenciones del jefe de la operación, mi hermano se encogió de hombros. Nadie en el campamento Eleazar tenía la menor idea de por qué se había hecho cargo de los animales. La posible explicación debía de estar en el interior de la larga tienda negra de lana de cabra que habían levantado los shammar aquella misma mañana sobre las amarillentas dunas que se extienden al noreste de la montaña, a un tiro de piedra de los restos del campamento romano «B»[61]. Era evidente que los beduinos tenían intención de permanecer en el lugar, al menos por algún tiempo. Pero esta circunstancia no parecía inquietar a los militares israelíes. De todas formas, nos equivocamos cuando dimos por hecho que, a su regreso a la cumbre, Curtiss nos aclararía el misterio. Entre otras razones, porque el general no volvería a Masada. Hacia las cuatro de esa tarde del sábado, el funicular dejó en la meseta a Bahat. Traía el encargo de recoger las escasas pertenencias del general y bajarlas a toda prisa a la plataforma base. El supervisor fue muy parco en explicaciones. Un coche oficial aguardaba a Curtiss, había sido reclamado con urgencia por la embajada USA. Horas más tarde, los oficiales encargados de la radio recibirían una comunicación del propio general. Se hallaba en Tel Aviv a punto de despegar hacia los Estados Unidos. Todo aquello conmocionó a los hombres de Caballo de Troya. En los planes del jefe de la operación —al menos que nosotros supiéramos— no figuraba aquel repentino viaje. ¿Qué estaba pasando?
Las últimas palabras del mensaje de Curtiss, sin embargo, parecían tranquilizadoras: «Empiecen sin mí. Regresaré a tiempo.»
El resto de la jornada transcurrió casi sin sentir. Los hombres se refugiaron en las tiendas o en el comedor, discutiendo y polemizando sin cesar sobre tan inesperada partida.
Bien entrada la tarde-noche, las encendidas tertulias fueron momentáneamente interrumpidas por la presencia en la cumbre de los Sikorsky.
De acuerdo con el programa previsto por los israelitas, una vez finalizado el montaje de los depósitos de combustible, éstos serían llenados en el transcurso de dos noches consecutivas: las del sábado y domingo. Para la mayor parte del campamento, aquel trasiego de gas-oil constituyó uno de los peores suplicios de toda la operación. Por razones de seguridad, los gigantescos helicópteros-grúa israelíes —a cuyas panzas habían sido acoplados sendos tanques de 10 toneladas cada uno— sólo podían sobrevolar Masada en plena oscuridad y, a ser posible, sin luces. El tronar de los rotores principales, con sus seis palas, fue, como digo, una pesadilla.
Cada hora, puntuales como relojes, una pareja de Sikorsky tomaba tierra en el filo suroriental del triángulo, vaciando sus cisternas. Fue inútil intentar conciliar el sueño.
Impacientes por verificar el buen funcionamiento del generador, los judíos —una vez colmados los 5500 litros del tanque de diario— activaron a Charlie. Los sistemas respondieron a la perfección y los técnicos, lógicamente, se felicitaron mutuamente.
Hacia las cinco de la madrugada del lunes, 26 de febrero, el último S-64 despegaba de la cumbre, alejándose hacia el sur: a la base de Etzion. El laborioso trasiego de casi 170000 litros de combustible había concluido. Un mes más tarde, si todo seguía su curso normal, los helicópteros repetirían la operación de llenado del tanque de almacenamiento. Pero antes, mucho antes, tendrían lugar «otros» acontecimientos…
Mucho antes del amanecer del domingo, 25 de febrero, más de la mitad del campamento Eleazar se hallaba en pie, desvelado por el incesante bramido de los helicópteros. De común acuerdo, aunque los rostros de los hombres denotaban un profundo cansancio, consecuencia de una noche de vigilia, los oficiales judíos y los directores de Caballo de Troya fijaron aquella misma mañana para el inicio del ensamblaje de la estación receptora de imágenes. Sin embargo, la mayor parte de la jornada fue destinada a labores preliminares, apertura de los falsos bloques de piedra y de los fardos y, muy especialmente, a una exhaustiva serie de pruebas del cierre eléctrico que debía cubrir la «piscina». Cuando los técnicos de ambos bandos quedaron satisfechos, el «techo» de la futura estación fue cerrado, iniciándose, como comentaba, las labores previas de desembalaje.
Judíos y norteamericanos, hombro con hombro, nos empeñamos con ardor en lo que, para las dos partes, significaba una misión de «vital importancia». Para ellos en un sentido y para Caballo de Troya, naturalmente, en otro muy diferente…
Solo siete de los veintiséis cubos de «piedra» naranja —previamente marcados con un círculo negro— fueron respetados. Para nuestros «amigos», aquella parte contenía el instrumental «clasificado», que sólo podía ser abierta y manipulada por nosotros. Prudentemente, con el fin de evitar desagradables «confusiones» a la hora de manejar el material, los siete «cajones» en cuestión fueron aislados en el centro del foso y convenientemente precintados. Al establecerse los turnos de trabajo —el plan preveía cuatro de seis horas cada uno—, los directores norteamericanos designaron a tres de los diez especialistas USA (cada turno estaba formado por dos brigadas —judía y norteamericana— de diez hombres por brigada) que integraban las respectivas «partidas», con el solapado fin de que «no perdieran de vista» tales bloques. Merced a este sutil procedimiento, la «cuna» estuvo protegida día y noche.
Conforme fueron pasando los días y la estación empezó a tomar forma, Eliseo y yo caímos en la cuenta de otro «detalle», magistralmente planeado por el equipo de directores. Como ya dije, una de nuestras muchas preocupaciones, desde que ascendiéramos a Masada, había sido la inevitable antena parabólica, prevista en el centro de la estación. Nuestra torpeza no tuvo perdón. Al situar los siete bloques de «piedra» en mitad del foso, Curtiss, astutamente, imposibilitó el inicio del ensamblaje de la referida parábola, que, en condiciones normales, podía simultanearse con el levantamiento del resto de los equipos. Esta «maniobra» nos beneficiaría considerablemente. (El asentamiento del módulo, como iremos viendo, fue fijado en el área que debía ocupar la parábola de 26 metros de diámetro.) Por otra parte, en buena lógica y con la finalidad de no entorpecer la labor de los técnicos, los israelitas se mostraron conformes con la propuesta de sus aliados: la instalación y las pruebas de la parábola se llevarían a cabo en el último momento.
Hasta el martes, 27 de febrero, no se iniciaría el ensamblaje propiamente dicho de la estación receptora de fotos del Big Bird. El lunes, finalizada la operación de trasiego de gas-oil, los israelitas, siempre minuciosos y desconfiados, colaboraron en el desembalaje de los equipos pero sus esfuerzos y máxima atención se centraron en la infraestructura que debía «mover» aquella compleja red de instrumentos e instalaciones. Buena parte de sus hombres permaneció bajo tierra, verificando y probando una y otra vez los sistemas de aireación, suministro de combustible, tendido eléctrico, etc.
Recuerdo que la llegada de la prensa —hacia el mediodía de dicho martes— trajo una prudente relajación en el campamento. Aunque las reacciones contra el derribo del 727 libio seguían siendo extremadamente duras[62]. Las tranquilizadoras declaraciones de Hafiz Ismail, consejero de Seguridad Nacional de egipto —bautizado como el Kissinger egipcio— arrojaron algo de luz sobre el tormentoso presente en Oriente Medio.
«A pesar del incidente en el Sinaí —decía Ismail en Washington—, aún hay esperanzas de paz.»
Al mismo tiempo, Dayán pedía un teléfono rojo para unir Israel con otras capitales árabes, a fin de evitar sucesos como el del Boeing.
Pero, lo que causó un especial impacto fue el súbito viaje de Golda a Estados Unidos. Según los periódicos judíos, la primer ministro llegaría esa misma noche del martes, 27 de febrero, a USA. Fuentes oficiales adelantaban que «la visita tenía como objetivos prioritarios la celebración de conversaciones con el presidente Nixon y otras altas autoridades y, presumiblemente, la negociación de la compra de aviones de combate Phantom».
Si teníamos en cuenta que el sábado, día 24, el ministro israelí Galill había declarado al Jerusalem Post que la referida visita de Golda a los Estados Unidos se produciría a principios de marzo[63], ¿podíamos interpretar semejante cambio de planes?
Instintivamente, los hombres de Caballo de Troya asociamos este inesperado vuelo de la primer ministro judía a Washington con el no menos repentino viaje de nuestro jefe, el general Curtiss. «Algo» especialmente grave sucedía…
Era curioso y significativo. Por más que buceamos en la maraña de noticias no logramos hallar una sola que hiciera alusión al pensamiento o intenciones del coronel libio Gadafi. Habían pasado seis días desde el derribo del 727 e, inexplicablemente para los observadores políticos, el mesiánico y polémico líder de la revolución libia seguía mudo. Horas antes, en Bengasi, durante los funerales por las víctimas del Boeing, miles de libios habían estallado, gritando: «¡Venganza, Gadafi, venganza!» Portaban carteles en los que se leía:
«Las almas de los mártires del Sinaí sólo descansarán con la venganza» y «Ojo por ojo y diente por diente».
El tumulto alcanzó tal grado de histerismo y violencia que Gadafi se vio obligado a escapar de las masas en un Land-Rover, pero, como digo, el dirigente libio no hizo manifestación alguna.
Los egipcios, por su parte, también se habían lanzado a las calles, clamando venganza y coreando un grito que nos llenó de espanto: «¡Guerra, guerra, Sadat!»
¡Dios mío! ¿En qué podía desembocar todo aquello? Quizá la mejor síntesis fue hecha por el entonces ministro de Asuntos Exteriores de Egipto, Mohamed Hassan el Zayyat: «Oriente Medio —declaró el lunes, 26 de febrero— está próximo a estallar. Nuestro país debe emprender todos sus esfuerzos nacionales, tanto políticos, militares como económicos, para finalizar la actual situación.»
Estas manifestaciones —formuladas después de la reunión de los embajadores árabes en El Cairo para tratar sobre el incidente del Sinaí— conmovieron muy especialmente a los militares judíos del campamento Eleazar.
Pero, prudentemente, guardaron silencio, negándose a hacer comentarios. Las medidas de seguridad en torno a nuestra base y en las instalaciones del aerocarril, eso sí, fueron discretamente intensificadas. Noticias procedentes de Damasco —donde había tenido lugar una reunión de guerrilleros palestinos, presidida por Yasser Arafat, líder de la OLP (Organización para la Liberación de Palestina)— advertían de un inminente recrudecimiento de los atentados terroristas contra Israel, «en todo el mundo y a todos los niveles».
Aquella tarde, a petición de los israelíes, se celebraría en el campamento una reunión secreta y urgente en la que participaron nuestros directores, en calidad de representantes de Curtiss. Al día siguiente, el centenar de hombres tendría ocasión de conocer y experimentar algunas de las medidas «especiales» adoptadas por nuestros superiores…
Finalizada dicha reunión, la tienda que albergaba la radio experimentó una inusitada actividad. Los oficiales judíos entraban y salían de la misma impartiendo órdenes al personal a su cargo. A raíz de una de aquellas sigilosas comunicaciones con la estación de la plataforma base del aerocarril, la grúa y los tractores empezaron a ser desmontados a gran velocidad. Hacia las diez de la noche, el eco del motor de un helicóptero, golpeando como una gigantesca maza la pared oeste de Masada, nos sacó de los albergues. A los pocos minutos otro poderoso Sikorsky (S-64) hacía estacionario a tres metros de la cumbre. Y allí permaneció, sin tocar tierra, hasta que el container, con el material despiezado, fue convenientemente asegurado a las poleas de su panza. Después se perdería como una sombra, recortándose entre las estrellas.
De acuerdo con el Estado Mayor judío, las ruinas arqueológicas de la montaña fueron definitivamente abiertas al público en la mañana del miércoles, 28 de febrero. El tiempo había mejorado en los últimos días y, por expresa recomendación del Mossad, no convenía levantar sospechas manteniendo cerrado el acceso a la cumbre. Si, como se esperaba, las acciones guerrilleras volvían a multiplicarse, una parcial «normalidad» en Masada podía ser una excelente fórmula para desviar la atención de los palestinos. La presencia de turistas, aunque escasos, entrañaba también algunos riesgos. Pero la Inteligencia judía y los militares del campamento Eleazar supieron resolverlo satisfactoriamente. Desde aquella misma mañana, todo recobró su ritmo habitual, tanto en el funicular como en las ruinas del sector norte, los soldados «desaparecieron», y frente al portalón de la empalizada fue levantado un enorme cartel (en hebreo e inglés) en el que podía leerse:
OBRAS DE RESTAURACIÓN DE
LA CIUDADELA OCCIDENTAL.
UNIVERSIDAD HEBREA DE JERUSALÉN.
SOCIEDAD DE EXPLORACIÓN DE TIERRA SANTA.
DEPARTAMENTO DE ANTIGÜEDADES
DEL GOBIERNO DE ISRAEL.
SE PROHÍBE EL PASO.