10 DE ABRIL, LUNES
Embozado en el ropón no los vi. Pero sí escuché sus risas y comentarios. Me volví y descubrí junto a uno de los muros laterales de la residencia de los Marcos, a un grupo de hebreos que gesticulaba, señalando la pared entre sonoras risotadas. Al acercarme, enmudecieron, alejándose con unas sospechosas prisas. Al fijarme en la piedra me indigné, comprendiendo sus maledicencias. Alguien, aprovechando la noche, había pintarrajeado con cal unas enormes e insultantes letras, que, supuse, iban dirigidas a los seguidores del Maestro y a quienes —como en este caso— les daban cobijo. «Ladrones.»
Así decía la pintada. No era el primer graffiti que leía en las paredes de Jerusalén. Los judíos de aquella época, como los ciudadanos de Pompeya o del Palatino, eran muy amantes de esta gratuita y clandestina fórmula de protesta, que se remontaba a tiempos muy remotos. (Como vemos, no hay nada nuevo bajo el sol.)
En la base del palacio de los Asmoneos, por ejemplo, me había llamado la atención una de aquellas inscripciones, firmada incluso por su autor. «Simón y su casa arderán en el infierno.» El defectuoso arameo —obra quizá de algún albañil descontento— aparecía firmado por un tal Pampras. En otros lugares, en especial en las murallas y en los arcos de los puentecillos sobre el Tiropeón, se leían sentencias más atrevidas, casi siempre contra el yugo de los odiados romanos: «Poncio, cartívo» (Poncio, el malo), remedando el insulto que los habitantes de Capri colgaban al maligno emperador entonces reinante: Tiberio.
«Poncio, el esclavo de Sejano», «Saduc y Judas de Gamala no han muerto»[147], «Soldado (refiriéndose sin duda a los legionarios de Roma), ¿tu vida vale 10 ases?»[148].
Este, naturalmente, no era el único medio de expresión del pueblo. Además de los heraldos oficiales, las noticias «volaban» de boca en boca, merced a los vendedores ambulantes, buhoneros y mendigos errantes. La fuente o el pozo públicos, a los que acudían las mujeres y rebaños regularmente, eran otros de los focos de «información» en toda Palestina. Esta sencilla y rápida forma de esparcir las buenas y malas noticias era denominada con una muy plástica expresión: «el ala del pájaro»… Naturalmente, sospeché desde un principio que la autoría de semejante canallada —directa o indirectamente— podía estar en el sumo sacerdote y en sus fanáticos saduceos. Entre los rumores que cruzaban Jerusalén de punta a punta desde primeras horas de la mañana del domingo, había uno que presentaba una especial afinidad con el graffiti en cuestión: el que aseguraba que los discípulos de Jesús habían robado el cadáver del rabí, «aprovechando que los guardias dormían». Había que oír aquellos bulos y los comentarios de los ciudadanos —judíos o gentiles— para darse cuenta también que tales «noticias» sólo eran creídas por los cargados de mala fe. Ni el más ingenuo en la ciudad admitía que la legión romana pudiera ser burlada tan grotescamente…
Pero la campaña de intoxicación —como se diría en el siglo XX— había sido meticulosamente planeada por el Sanedrín. O, para ser más exactos, por los leales a Caifás y a su suegro. Aquella nueva medida de desprestigio público de Jesús y su gente nació seguramente de la reunión celebrada la tarde anterior y de la que nos informó José de Arimatea. No me equivocaba. Conforme fui avanzando hacia la ciudad alta, otras frescas «pintadas» en las paredes de la explanada de Xisto, en los bajos del gran muro occidental del Templo y en la calle porticada del mercado «de arriba», vinieron a confirmar mi creencia. El pueblo, conforme iba descubriéndolas, se arremolinaba en los alrededores, divirtiéndose y enzarzándose en no pocas y agrias disputas. Tampoco es cierto que la totalidad del pueblo estuviera en contra del Galileo. En las discusiones había opiniones para todos los gustos. Algunas, muy valientes y sensatas. Ante el argumento de la vigilancia romana —en vergonzosa fuga hacia Antonia—, los más guardaban silencio, reconociendo que «todo era muy extraño». Pero el miedo, como en todas las épocas, era libre y la mayoría no tenía el menor deseo de perder su vida o su hacienda por defender a unos «desarrapados galileos». Esta era la expresión más repetida en los graffiti que llegué a leer.
«El naggar (designación en arameo del carpintero de la obra de afuera o, más genéricamente, del constructor de Casas) de Galilea —rezaba una de aquellas “pintadas”— no ha muerto…»
Y en una mordaz e intencionada segunda frase se aclaraba: «Convalece en el lago, donde se “aparecerá” a rameras y bastardos.»
Sin duda, las noticias sobre una futura presencia del Hijo del Hombre en las tierras del norte, precediendo a los suyos, obraban también en poder de sus enemigos.
«Los desarrapados galileos —decía otra— han robado a su rey. Roma se enterará.»
«¡Ladrones! Impuros! La sombra de la Ley perseguirá a los desarrapados hijos del círculo de los gentiles.» (Así se conocía también a la Galilea.)
Quizá me entretuve excesivamente. Pero, en mi opinión, mereció la pena. De estas manifestaciones en los muros de la Ciudad Santa tampoco dicen nada los evangelistas y, sin embargo, fueron un factor más —y de clara importancia— en la difusión de la más grande noticia de todos los tiempos. Los amigos y fieles a Jesús de Nazaret supieron desde el principio de esta sucia maniobra de los sanedritas y ello contribuyó también a multiplicar sus temores y a que, en el caso de los diez, siguieran en el piso superior de los Marcos, sin atreverse a pisar las calles.
Poco antes de la hora tercia, uno de los centinelas del parapeto oeste de Antonia me escoltaba hasta el túnel de la fachada principal de la fortaleza. Allí, junto al puesto de guardia, volvió a repetirse la escena que ya había vivido con el de Arimatea, en mi primera entrevista con el procurador. Un opcio consultó la tablilla encerada en la que se registraban los nombres de los visitantes del día, así como las audiencias previstas, y, con una sonrisa, adelantándome a las intenciones del suboficial, le entregué mi cayado, levantando los brazos y dispuesto al registro de rutina. Esta vez no fue necesario. Por la boca del túnel distinguí la corpulenta silueta de Civilis, el comandante en jefe de la guarnición.
Me saludó con el brazo en alto y, el optio, condescendiente, me franqueó el paso, indicándome que «todo estaba bien» y que podía pasar. Civilis, sin casco y sin cota de mallas, se protegía del fresco de la mañana con la pulcra y larga capa granate. Jamás le vi sin armas: su espada al costado izquierdo (al revés que la tropa) y un pequeño puñal con la empuñadura en forma de antílope en pleno salto. Observó los restos de mi hematoma pero, discretamente, no preguntó. Y en silencio cruzamos el patio cuadrangular de tan tristes recuerdos. Todo respiraba rutina. Los infantes libres de servicio, como en otras ocasiones, repasaban sus equipos. Algunos, bien con la simple y corta túnica roja de lana o abrigados con sus pesados capotes de campaña, jugaban a los dados sobre las losas de dura caliza grisácea. Esta vez no había caballos junto a la fuente de la diosa Roma. Al pasar al lado del mojón de piedra al que fue amarrado el Cristo, las imágenes de los azotes volvieron a mí, revolviéndome el estómago.
Al pie de la pulida escalinata de mármol blanco que llevaba al vestíbulo y al despacho oval de Poncio, el centurión se cruzó con otro oficial. Civilis golpeó amistosamente la coraza musculada de cuero con su inseparable vitis o vara de vid y el compañero se detuvo. En latín y con evidente contento le recordó que todo debía estar dispuesto para la marcha del día siguiente. Me alegré de la oportunidad de mi entrevista. Por lo visto —concluida la fiesta judía de la Pascua—, el procurador y las fuerzas que le acompañaban regresaban a Cesarea, sede del representante del César en aquella área de la provincia de Siria, a la que pertenecía Judea. Me sorprendió no ver los centinelas junto a la puerta labrada del despacho del gobernador. Hasta ese momento había supuesto que nuestra reunión se desarrollaría en dicha estancia.
Civilis, al detectar mi despiste, me hizo un gesto. Y le seguí hacia el fondo del vestíbulo rectangular. Al llegar al muro de mármol chipriota que cerraba el lado derecho se situó frente a un singular adorno: un escorpión de bronce, de unos cuarenta centímetros de longitud, clavado a la pared por una gruesa vara cilíndrica de hierro que lo mantenía ligeramente separado de la superficie del muro. Representaba el octavo signo del Zodíaco: el del emperador Tiberio.
El oficial hizo presa en la erguida cola del brillante arácnido y tiró hacia abajo con fuerza. El bloque de mármol rechinó y, admirado, vi cómo una parte del paño giraba sobre un oculto eje, dejando al descubierto una portezuela de un metro escaso de altura.
El oficial se dispuso a entrar. Me miró y, por toda aclaración, comentó:
—Cosas del viejo Herodes…
Y un negro túnel se presentó ante nosotros.
Mientras nos adentrábamos en un oscuro pasadizo, con la barbilla casi pegada a los muslos, supuse que las palabras de Civilis hacían referencia a alguna de las extravagancias de Herodes el Grande, que fue quien remodeló Antonia sobre el viejo castillo de los Asmoneos. Aquel «invento» de una puerta secreta sólo podía ser cosa del «criado edomita». A mi espalda, nada más penetrar en el túnel, creí escuchar una rápida sucesión de «clics». Las tinieblas y lo angosto del lugar no me permitieron descubrir el origen del rítmico tableteo metálico, pero deduje que se trataba del mecanismo de cierre del muro. Quizá un viejo sistema de poleas y pesas que, nada más abrir la trampa, reacciona automáticamente, procediendo al cierre de forma gradual e inexorable. Cuando habíamos recorrido una veintena de metros, medio asfixiado por el escaso oxígeno, un golpe seco retumbó en el húmedo corredor. El muro acababa de volver a su posición original, sepultándonos.
El hecho de que el centurión no se detuviera o hiciera comentario alguno me tranquilizó relativamente. Aquél no era el lugar más idóneo para terminar mis días.
Pero mis temores se disiparon en seguida. Civilis se había parado y yo, torpemente, fui a chocar con él. No dijo nada. Abrió una portezuela de endeble y roída madera y la luz me hirió los ojos.
Cuando logré enderezarme estaba detrás de unos gruesos cortinajes de color púrpura. El oficial me cedió el paso y aparecimos en una especie de sueño. Jamás pude imaginar un lujo semejante. El pasadizo secreto nos había situado en una estancia cuadrada —una especie de tezrastilum—, a cielo abierto y con unas doscientas columnas semiempotradas en unos muros de las más variadas y refulgentes tonalidades. El «techo» lo formaban anchas lonas púrpuras de unos veinte metros de longitud tendidas del remate de una columna a la opuesta. Con el sol en lo alto tamizarían los rayos, proyectando un resplandor rojizo sobre el enlosado de mármol. En el centro se levantaba un pequeño surtidor —ahora seco— en forma de gran concha y con seis tazas de mármol que servían para recoger el agua.
En el muro orientado al sur —en el extremo opuesto al que escondía la salida del pasadizo— habían sido practicados unos estrechos y altos ventanales, cerrados con vidrieras, desde los que se podía contemplar el Santuario del Templo y buena parte de la explanada de los Gentiles. Entre estas casi troneras y el surtidor se alineaban tres mesas de marfil, muy bajas, y repletas de manjares que, en un primer vistazo, no identifiqué, más que mesas parecían arquetas. Y a un lado, una alta y bellísima lámpara de pie, de alabastro translúcido, rematada por tres flores de loto en las que ardían otras tantas mechas de aceite. Poco a poco, conforme fui curioseando, observé que el procurador —o quizá su mujer— sentían una especial atracción por los muebles y adornos egipcios. En el muro oeste, elevados sobre sendas peanas, se exhibían —en el centro— un prodigioso barco faraónico, en papiro y con incrustaciones de piedras multicolores y, a uno y otro lado, dos cabeceras funerarias, también de origen egipcio. La de la izquierda, plegable y en marfil, adornada con dos cabezas del genio protector Bes. La otra, una valiosísima pieza de pasta vítrea azul opaca, con un friso de oro decorado con los dos signos repetidos de la vida divina.
Entusiasmado con estos posibles vestigios del reinado de Tutankhamen —que no lograba entender cómo habían llegado a poder del gobernador— no me percaté de la presencia de Poncio.
Civílis me tocó con su uitis y, al punto, me volví, descubriendo a un Pilato rejuvenecido y jovial, que me saludaba brazo en alto. Le correspondí con una leve inclinación de cabeza y, rechazando todo protocolo, se vino hacia mí, zarandeándome por los brazos y burlándose de mis «correrías mañaneras por los montes de Jerusalén». Estaba claro que el obeso Poncio había sido puesto al corriente por su fiel comandante…
—Así que has visto el sepulcro vacío…
Pilato, que lucía un hermoso manto color jacinto, arrollado al tronco en varias vueltas y una túnica de lana hasta los pies, no esperó mi posible respuesta.
Con sus azules y «saltones» ojos fijos en la cabecera funeraria —que yo acababa de admirar—, murmuró para sí:
—¡Única!… ¿Te gusta, Jasón?
Iba a decirle que sí y a preguntarle por el origen de tan magnífica pieza cuando, deslizándose hacia el centro de la sala, levantó sus brazos y, girando sobre sí mismo como una peonza, clamó a voz en grito:
—Roma me envidiará cuando sepa de mis innovaciones! Civilis y yo nos miramos.
Y regresando hasta donde me encontraba, me tomó por el brazo, obligándome a seguirle. Me señaló la columnata y, sin disimular su orgullo, fue enumerando las excelencias de la construcción:
—Fíjate! Cada quince son de porfirita encarnada, de Cipo limo y de Povanazzeto… ¿Y los mármoles? Me hizo tocar las paredes mientras cantaba la procedencia de los lujosos materiales:
—El negro, de la isla de Milo! Los cursis de Roma lo llaman «mármol de Lúculo». ¡Numidia! ¡Eubea! ¡Teríaro!…
Pero, con la misma euforia con que había arremetido al informarme de sus «innovaciones arquitectónicas» —dominado por su frágil y tornadizo temperamento—, así se apagó también aquella explosión de orgullo personal. Y atusándose nerviosamente el «postizo» rubio, se fue derecho hacia las mesas. Se dejó caer pesadamente sobre los voluminosos cojines y, una vez acomodado, nos miró perplejo. Agitó ambas manos, ordenándonos que siguiéramos su ejemplo y, en el acto, el centurión y yo buscamos asiento frente al procurador… Su cara, blanca, hinchada y redonda como un escudo se iluminó al reparar en los manjares. Sus labios se abrieron en una sonrisa cargada de gula, haciendo brillar sus tres dientes de oro.
—Oh!, sesos de pavo real!
Y tomando una de las raciones la engulló sin masticar. Ni Civilis ni yo nos atrevimos a imitarle. Pero Poncio, mientras hurgaba en una fuente de pajarillos fritos, nos ordenó que empezáramos.
—Así que el milagro del sepulcro —me espetó de golpe, repitiendo casi literalmente las palabras que yo había pronunciado en el patio de Antonia en presencia del comandante— es sólo el principio de una serie de hechos sorprendentes…
Civilis, impasible ni siquiera me miró. Se aferró a una pata de cabritillo y fue devorándola con fruición.
Había que actuar con extrema cautela. Estaba dispuesto a «informarle» de algunos acontecimientos venideros —basados en mis «prospecciones» como augur— pero, naturalmente, a cambio de algo…
Y siguiendo una vieja táctica, me hice rogar. Pasee la vista distraídamente por las viandas y, señalando dos de las fuentes de plata, pregunté la naturaleza de su contenido.
Poncio, astuto y divertido, aceptó el juego.
—Hígados de caballa y esto, leche de morena… Todo directamente importado de las costas de Gades.
Me excusé, alegando que mi estómago no lo resistiría. Y el procurador siguió descifrándome el «desayuno»:
—También tienes entremeses: erizos de mar, ostras de Tarento, bellotas marinas (blancas o negras), tordos con espárragos de Sicilia o, si lo prefieres, riñones de ciervo, pastel de pescado, panes de Piceno y, de postre, higos de Malta, dátiles o pasas de levante.
Se quedó serio. Creí que se disponía a interrogarme de nuevo. Pero no. Batió palmas con fuerza y, al instante, por una angosta puerta camuflada cerca de los cortinajes apareció uno de los sirvientes. No fue preciso que se acercara. A gritos, entre insultos, le recriminó el lamentable olvido del vino. Minutos después, el mismo siervo regresaba con una pequeña ánfora de metal dorado. Llenó las copas y, dejando el recipiente en un pie de hierro, se retiró mudo y pálido.
—Salud! Pruébalo, Jasón… Tú eres comerciante en vinos. ¿Adivinas de dónde procede?
Me sentí atrapado. Aunque había sido adiestrado en la cata de los más preciados caldos de la región mediterránea, mi pericia en tales menesteres dejaba mucho que desear.
—¿Mosela? —aventuré después de olerlo y pasear un buche por la boca.
—Chipre! —rectificó con un punto de ironía.
Con mi prestigio «profesional» arruinado, opté por ir directo al negocio que me había llevado a la fortaleza.
—Sí, estimado gobernador —anuncié con gravedad—. El asunto de la tumba vacía es sólo el principio…
—¡La tumba vacía! —estalló Pilato—. Esos fanáticos quieren volverme loco.
¿Sabes lo que andan pregonando las ratas del Sanedrín? Fingí no saberlo.
—Que mis soldados se durmieron! Y eso no es lo peor. Encima tienen la desfachatez de calumniar a la legión, murmurando que los discípulos del tal Jesús robaron su cadáver. ¿Sabes cuál es el castigo por dormirse en una guardia?
Naturalmente que lo conocía. Yo mismo presencié una de esas brutales ejecuciones por apaleamiento.
—Mis agentes me han informado del dinero que Caifás ha pagado a cada uno, de sus cobardes policías para que cierren el pico: doscientos ases, Jasón! La paga de veinte hombres! De eso no hablan, claro.
Escupió los huesecillos del pajarito frito que se traía entre manos y, maldiciendo a los sacerdotes, prosiguió:
—Hijos de mil rameras! Mienten, sobornan y, para colmo, meten a mis hombres en ese feo asunto!
—Tu sabes que tus legionarios no huyeron —repuse conciliador—. Yo estaba allí. Poncio se mostró muy interesado por aquella circunstancia.
Jugueteó un momento con el falo que colgaba de su cuello y, sin rodeos, me advirtió que no abusara de su amistad.
—No miento, excelencia. Puedes contrastar mi versión con la de tus infantes…
Cuando terminé la exposición de los hechos que había presenciado en la finca, mis acompañantes se miraron abiertamente. Y el comandante asintió rotundo.
—Entonces —preguntó nervioso—, ¿crees que resucitó?
Me encogí de hombros y Civilis aprobó mi sensata respuesta.
—Lo que sí puedo decirte, preclaro gobernador, es que tan misterioso suceso es sólo el principio de una cadena de signos.
Poncio abrió sus ojos al límite.
—¿Has consultado los astros?
Me apresuré a mostrarle los «cuadrados astrológicos», dándole a entender que había descubierto «enigmáticas y preocupantes coincidencias».
Temeroso, se refugió en otra copa de vino.
Y previendo el indispensable auxilio del computador central, pulsé disimuladamente mi oído derecho… Eliseo respondió al momento:
—OK. Todo listo. Santa Claus en afirmativo. Te sigo… Cambio.
—Veamos —le anuncié con una teatralidad que todavía me asombra—, en primer lugar quiero que te fijes en los siguientes y prodigiosos hechos. El número «9» se repite… sospechosamente.
«Guiado» por Santa Claus y por la Providencia —no puedo entenderlo de otra forma—, lo que en un principio fue un inocente juego, terminó por desconcertarnos: a Poncio, al centurión, a Eliseo y no digamos a mi…
—Observa. Ayer fue día nueve. Y las apariciones del resucitado en dicha jornada fueron igualmente «nueve»…
—¿Nueve visiones?
Pilato ignoraba ese dato. Y miró a su comandante con precaución.
—Según mis noticias —continué sin saber exactamente a dónde podía ir a parar—, Jesús de Nazaret nació el «noveno» mes del año…
Levanté la vista hacia las lonas, fingiendo que consultaba mi memoria. En realidad, la «memoria» que entró en acción fue la del ordenador del módulo. A los pocos segundos, mi hermano —sin dar crédito a lo que arrojaba el monitor—, exclamó:
—¡Increíble, Jasón! Según el calendario romano y los datos del banco de Santa Claus, Jesús nació en el año 747, que suma «nueve»![149]. —al noveno mes —repetí— de su gestación, del año 747.
El procurador, contando con sus pringosos dedos, hizo el mismo cálculo que nosotros.
—Siete y cuatro suman once… que sumados a siete… dan dieciocho… La casualidad —¿o no fue tal?— deslumbró a Pilato.
—Por Zeus! Nueve!
El oficial meneó la cabeza, desautorizando aquella comedia. Pero el gobernador, que tenía muy presente mi «vaticinio» sobre el extraño fenómeno solar de la mañana del viernes, no le prestó atención.
—Continúa!
Eliseo vino en mi ayuda.
—Supongo que estamos locos, Jasón, pero fíjate lo que leo en la pantalla. Siguiendo el calendario de Roma, el actual año 30 corresponde al 783 de dicho cómputo imperial. (El año «cero» no se contabiliza). Y «siete» más «ocho» más «tres» suman otra vez «nueve». Sigue por ahí. Santa Claus está buscando posibles «coincidencias» entre el número nueve, el gobierno o la vida de Poncio y otros sucesos venideros, también en conexión con la vida del Cristo o con sus profecías… Cambio.
Transmití este último «hallazgo» a mi cada vez más desolado amigo y, por pura intuición, sumé los años de Jesús en aquel año: «36». (Los habría cumplido «oficialmente» en agosto, aunque ya los tenía, teniendo en cuenta el periodo de gestación.)
—Otra vez el «9» —le dije, forzando la situación. Pilato resumió lo que llevábamos expuesto:
—Nacimiento vinculado al «nueve». Su vida suma «nueve» y también el año de su muerte…
—Y su resurrección ha sido en día «9»! —remaché.
—Jasón, escucha! —la voz de Eliseo me proporcionó otros dos datos, también encadenados al dichoso «nueve»—. La supuesta desaparición o «ascensión» del Galileo se produjo, o se producirá, el 18 de mayo, jueves. También suma «9»! Y he aquí otra curiosa casualidad: sabemos que el gobierno de Poncio concluyó (o concluirá) en el año 792 o en el 36 de nuestra Era. Todo suma «9»! Ahí tienes un «cabo» para «amarrar» a tu amigo! Suerte! Sigo atento…
Demonios! Aquello era demasiado para pensar en una serie de coincidencias. Y aunque nunca he prestado excesiva importancia a la llamada «numerología» o «ciencia de los números», tan cercana a la Cábala hebraica, me propuse bucear en la simbología de tales cifras. ¿Qué podía perder? Se trataba de simple e inocente curiosidad. Dios de los cielos! Lo que fui descubriendo me llenó de asombro[150].
Elegí la segunda información: la del final de la procuraduría de Pilato. Pero ¿cómo utilizarla sin lastimarle y sin violar el código de Caballo de Troya? El propio y pusilánime gobernador me dio pie con su inmediata pregunta:
—El nueve! ¿Y qué tiene que ver conmigo? Simulé una cierta resistencia.
—Habla o te encarcelo!
Incliné la cabeza en señal de acatamiento. Aquel loco era capaz de cumplir su amenaza.
—Los astros señalan que tu destino, a partir de ahora, estará irremediablemente unido al recuerdo de ese Hombre… y al nueve…
—Explícate con claridad —exigió sin contemplaciones.
—Los prodigiosos signos que han empezado a producirse —argumenté tendiéndole una trampa— se extenderán hasta las tierras de la Galilea y por espacio de cuarenta días. Quizá allí podamos conversar con más calma y con nuevos elementos de juicio…
—¿Galilea? —El gobernador se dirigió a Civilis—. ¿No son ésas las noticias que han traído nuestros espías? El centurión manifestó su conformidad.
—¿Me quieres hacer creer que el Galileo volverá a aparecerse en el norte?
—Eso dicen los astros —mentí con descaro—. Y abusando de tu confianza, aún te diré más: quizá tú mismo o Procla, tu mujer, podáis verle.
Al oír el nombre de Claudia Prócula o Procla, palideció. Poncio estaba al corriente de las inclinaciones de su esposa hacia las enseñanzas y la figura del Maestro. Y, medroso con los asuntos mágicos o divinos, la dejaba hacer. El «sueño» de la distinguida romana poco antes del ajusticiamiento de Jesús continuaba clavado en el débil Espíritu de aquel hombre. Días más tarde, durante nuestra accidentada e intensa «campaña exploratoria» en el norte de Palestina, Eliseo y yo tendríamos la fortuna de conocer a Procla, los detalles de dicho «sueño» y las sinceras inquietudes que había despertado en ella el Hijo del Hombre.
—Un momento. No me confundas con tus añagazas. Vamos por partes. ¿Qué dicen los astros sobre mi destino? Cedí en parte.
—A cambio, deseo solicitar de tu magnanimidad, un pequeño favor. Civilis torció el gesto.
—Tú dirás —manifestó el gobernador, resignado.
—Tengo entendido que en Cesarea vive un centurión cuyo criado fue milagrosamente curado (a distancia) por el resucitado. Quiero viajar allí y que me extiendas una autorización para interrogarle.
—Concedido!… con una condición.
El deseo del gobernador vino a redondear mis propósitos.
—Que la entrevista se celebre en mi presencia y en la de Procla. Correspondí con una exagerada reverencia.
—¿Y bien?
—Deberás permanecer muy atento al «nueve» —le aclaré en la medida que me fue posible—. Si los astros y mis observaciones no yerran, tu gobierno se eclipsará en un año que sume nueve…
Aquello le dejó estupefacto. Yo sabía, como referí, que el año de la caída política de Poncio Pilato sería el 36 de nuestra Era[151] o el 789 (ab Urbe Condiza LTC) de la cronología romana. Naturalmente, jugué con ventaja. El año al que me refería debía ser computado por el calendario cristiano: algo inexistente e impensable entonces.
Poncio debió de recordar que nos hallábamos en el 783 —que suma «9»— y, tembloroso, fue a besar el falo de marfil, en un intento por conjurar el «maleficio» que acababa de «caer» sobre su espíritu.
—Pero hay más…
Santa Claus —genial— había «descubierto» otra «casualidad» que elevó mi prestigio como «adivino», desmoronando a mi interlocutor.
—Siguiendo con el «nueve» y con los prodigiosos sucesos que «veo» en los astros, llamo tu atención sobre algo que también profetizó el rabí de Nazaret y que, según todos los indicios, preocupará a Roma. En otro año que deberá sumar «nueve», esta provincia se levantará contra el Imperio.
(Aunque tuve especial cuidado en no mencionar la fecha exacta —el 819 romano o 66 después de Cristo— me estaba refiriendo, obviamente, a la insurrección de la primavera del citado año 66, que marcaría el principio del fin de Jerusalén. En dicha fecha, como es sabido, el procurador Casio Floro requisó un alto tributo en oro del Templo judío, provocando graves alteraciones. El cruel Floro envió sus tropas contra el pueblo, matando a 3600 judíos. Los rebeldes hebreos respondieron a la matanza, apoderándose de la zona del Templo y asaltando Masada. Con las armas requisadas a la guarnición romana se dirigieron de nuevo a Jerusalén, sitiando y aniquilando a las fuerzas de Antonia. Floro escapó y la guerra se extendió por todo Israel. Tras la fracasada incursión de Cestio Galo, gobernador de Siria, en tierras de Judea, Nerón encomendó al prestigioso general Vespasiano que sometiera la levantisca provincial. El resto es bien conocido.)
Era increíble, incluso para Eliseo y para mí. Desde el momento en que Jesús vaticinó el cerco y destrucción de la Ciudad Santa —año 30—, hasta que se produjo la mencionada primera insurrección —año 66—, transcurrirían otros 36 años. Es decir, una cifra que volvía a sumar «nueve»… Y no quedará piedra sobre piedra. Supongo que estás hablando de la profecía sobre la destrucción de Jerusalén.
El gobernador volvió a sorprenderme. Sus agentes también le habían dado cumplida cuenta de las públicas e increíbles manifestaciones del Maestro. Y aquello descargó mi conciencia.
Sin embargo, se mostró escéptico respecto a la hipotética sublevación de los judíos.
—¡Fanfarronadas! —resumió mientras volvía a batir palmas, llamando a la servidumbre—. Nuestro ejército es el más poderoso del mundo.
La pista que dejé caer —un año que debía sumar «nueve»— siguió flotando en el corazón del procurador. El mancebo se aproximó hasta su señor y éste, indicándole que se agachara, le susurró algo al oído. El siervo se retiró y Pilato, retomando el hilo de la conversación, me preguntó:
—En todas las guerras y calamidades (tú debes saberlo mejor que yo), se producen «señales» que las anuncian.
¿Podrías adelantarme alguna?
Mi confusión fue tomada por una natural resistencia a no «tentar a los dioses o al destino». Y con su habitual engreimiento añadió que estaba dispuesto a recompensarme espléndidamente. No eran ésas mis intenciones. Pero disimulé y recogí la oferta, insinuándole que la «mejor recompensa era contar con su apoyo y beneplácito». Se sintió tan halagado por mi falsa adulación que llegó a prometerme, incluso, una escolta permanente mientras viajara por el norte.
Desde el módulo recibí información sobrada en relación a la cuestión de mi ya incondicional amigo.
—Haré una excepción. Una de las primeras y principales señales que precederán y se mostrarán antes de la ruina y destrucción de esta ciudad —proclamé, siguiendo los textos de Flavio Josefo en su obra Guerra de los Judíos— será una estrella, como una espada ardiente, que lucirá día y noche y por espacio de un año a la vista de todos los habitantes de Jerusalén.
—¿Un cometa? —intervino maravillado… La verdad es que no podía responder a semejante pregunta. Quizá Josefo se estaba refiriendo al paso del Halley, registrado también por los astrónomos chinos. La máxima aproximación de este cometa en aquel tiempo tuvo lugar el 25 de enero del año 66. Sin embargo, la observación del mismo no pudo prolongarse durante tanto tiempo. ¿Fueron dos los cometas o el historiador judío-romanizado estaba describiendo otro fenómeno celeste?
—Y en los astros —continué ante el escepticismo de Civilis y la progresiva curiosidad del gobernador— se «lee» igualmente que, poco antes de la rebelión primera, una fuerte lumbre se mostrará al pueblo en el altar y alrededor del Templo mismo[152]. Pero estas torcidas gentes no creerán en el aviso del cielo…
Y habrá más. Un buey parirá un cordero en mitad del Templo[153].
Ante semejante y supuesta majadería, el comandante, presa de una súbita risa, se atragantó.
Y la puerta oriental —proseguí con mayor solemnidad— que, como sabes, necesita de veinte hombres para ser cerrada, aparecerá misteriosamente abierta, sin que mano de humano se mezcle en ello[154].
«Por último, para no agotarte, poco antes del fuego y la muerte, todo Jerusalén se maravillará y se hará lenguas ante los muchos carros que correrán por el aire[155].»
Hubiera podido añadir más «señales» —los textos de Josefo son excepcionales en este aspecto—, pero lo estimé innecesario. Poncio estaba boquiabierto.
La presencia en el tetrastilum de dos mancebos le sacó del trance. Mientras uno hacía sitio entre los restos de la comilona, el que había recibido el encargo depositó sobre una de las mesas la bandeja de madera que portaba. En ella vi una cajita de hueso labrado, una maza de reducidas proporciones y una copa de plata de ancha boca. En su interior distinguí un puñado de perlas. El procurador los despidió con un gruñido. Peleó por acercarse a tan extraño encargo pero su abdomen, duro y cargado como un odre repleto de pez, se resistió. Las sucesivas intentonas agitaron su estómago, eructando cavernosamente. Al fin consiguió su propósito y, destapando la cajita hacia sí, sonrió satisfecho. Acto seguido tomó una de las perlas, la examinó entre sus cortos y abarrilados dedos y, con un suspiro de resignación, fue a situarla en el mantel. El centurión llenó las copas y, con la mayor naturalidad, como si se tratase de una costumbre rutinaria y sabida, agarró la maza, propinando a la perla un terrible golpe. El nácar blanco agrisado —de buen oriente sin duda— destelló lastimosamente. Con dos o tres nuevos mazazos, la pieza quedó pulverizada. Y Civilis, servicial, fue recogiendo el polvillo con la punta de su puñal, espolvoreándolo en el vino.
Lo agitó y se lo ofreció a su jefe.
—Salud!… Lástima de mil sestercios!
Poncio apuró el brebaje, eructando nuevamente.
Comprendí. Si no recordaba mal, las perlas —que no son otra cosa que un aragonito— contienen un alto porcentaje de carbonato de cal (un 84 por ciento), una sustancia orgánica que proporciona el color —la conguialina, en un 13 por ciento— y un 2,85 de agua. El primero, el carbonato cálcico, es una sal y se usa habitualmente como antiácido, absorbente y antidiarreico. Supuse que el efecto antiácido de la perla aliviaría su pesada digestión. Y recordando que es insoluble en agua y alcohol, me atreví a recomendarle que, en lo sucesivo, lo tomara a «palo seco». El procurador desconocía mi faceta como «sanador» y, entre los vapores del caldo, me propuso que me alistase en su plantilla de médicos. Prometí meditar tan atractiva sugerencia mientras ultimaba los negocios que me reclamaban en la Galilea.
La reunión tocaba a su fin. Pero, antes de despedirnos, Pilato, en muestra de agradecimiento, puso en mis manos la misteriosa cajita de hueso. Le miré sin comprender.
—Ábrela! Es para ti, con mi reconocimiento… Repetí la reverencia y obedecí intrigado.
El estuche contenía una esmeralda con una anémona tallada. La examiné entre vivas muestras de alegría y gratitud. Y el mareado gobernador se inflamó de orgullo y satisfacción. Lo que procuré ocultar, por supuesto, fue mi decepción.
Al levantarla y dejar que los rayos del sol la iluminaran me di cuenta que se trataba de una habilidosa falsificación. Sin duda, una crisoprasa.
Pero, como digo, me cuidé muy mucho de contrariar al ufano anfitrión. Prometió recibirme en Cesarea —de acuerdo con lo convenido— y, tras solicitar su permiso para interrogar a la patrulla que había montado guardia en el sepulcro del Nazareno, nos retiramos de su presencia.
A decir verdad, mi entrevista con seis de los diez infantes —cuatro se hallaban de servicio en las torres— tampoco arrojó nuevos datos sobre el suceso. Civilis, siempre presente, constituyó una inestimable ayuda. Pero los legionarios no supieron explicar lo ocurrido. Nadie se aproximó al lugar y nadie movió las losas. Eso quedó claro. En cuanto al desmayo colectivo, silencio. Ni uno solo, como era de esperar, supo darme razón. «Sus cabezas se llenaron de un poderoso zumbido y cayeron a tierra, como muertos.» Cuando volvieron en sí, algunos vomitaron. Eso fue todo lo que pude sacarles.
Y hacia la hora sexta —las doce del mediodía—, me despedí del centurión, tomando el sendero del norte, rumbo a la cima del monte de los Olivos. Me sentía satisfecho. Y aceleré el paso, deseoso de conocer los descubrimientos de mi hermano sobre los lienzos mortuorios.
En cierto modo, el aullante viento del este nos benefició. Las gentes no se arriesgaban a salir de la ciudad. Y mi segunda entrada en la «cuna» fue rápida y sin tropiezos. Hacia las 12.30 —casi a las veinticuatro horas de haberlo abandonado—, con la ayuda de las «crótalos» distinguí la estructura del módulo, luminosa, firme y altiva sobre el calvero pedregoso, como una «bandera» de paz de «otro tiempo» y de «otros hombres»…
Mi hermano pasó a informarme sin demoras. Era mucho lo que había descubierto y más aún lo que iría surgiendo con el paso de los días…
Ahora, por estrictas razones de economía y eficacia, haré mención tan sólo de algunos de estos «hallazgos». Tiempo habrá de volver sobre el asunto.., espero… Uno de los datos que no quiero pasar por alto es el peso, textura y dimensiones de la sábana que sirvió para envolver el cadáver del Hijo del Hombre. Exactamente: 234 gramos por metro cuadrado. Es decir, contemplando sus 4,36 X 1,10 metros, obtuvimos un total de 1 kilo y 123 gramos. El tejido, opaco y espeso, resultó muy irregular, tanto en el hilado como en la textura. Esta era del tipo de «sarga» —también conocido en la actualidad como modelo de «raspa de pez»—, con una media de 40 hilos por centímetro cuadrado en la urdimbre y 30 en la trama. Eliseo contabilizó 27 inserciones por centímetro.
Con el apoyo del microscopio —y en ampliaciones de hasta 5000 aumentos—, confirmó la naturaleza de la fibra: lino, con solitarias y escasísimas presencias de algodón del tipo herbaceum[156]. Posible procedencia: el centro comercial de Palmira, a diez jornadas de Jerusalén.
Quizá estos informes puedan parecer poco importantes. Pero, en nuestra opinión, lo son. En especial porque coinciden —yo diría que son los mismos— con los análisis verificados sobre el ya mencionado lienzo o Síndone que se guarda en la ciudad de Turín, así de rotundo… Como decía el Maestro, «el que tenga ojos, que vea…»
Gracias al microscopio Ultropack y a las sofisticadas técnicas espectrofotométricas[157], de que disponíamos en la «cuna», fue posible confirmar e identificar en la sábana restos de orina, sudor, así como otros compuestos orgánicos, fundamentalmente ungüentos.
Resultaría prolijo y agotador enumerar la constelación de datos resultantes de estas prospecciones. Me limitaré, en consecuencia, ya que estos escritos sólo tienen una finalidad descriptiva, a constatar aquellos descubrimientos que llamaron nuestra atención. Por ejemplo, hablando de la orina —presente entre los hilos del lienzo a raíz, sin duda, de la relajación de esfínteres—, su concentración era muy elevada, con un considerable índice de potasio, un exceso de azúcar e, incluso, restos de proteínas, derivadas seguramente de la mioglobina. En resumen, una orina muy ácida[158], señal de algo que ya conocíamos: del tremendo sufrimiento de aquel Hombre durante su Pasión y Muerte… El sudor, más abundante que las muestras de orina, era inequívoco. Los niveles de cloro y potasio, sobre todo, aparecieron igualmente altos. (También detectamos algo de colesterina, ácidos grasos y vestigios de albúmina y úrea.)
Aquellos restos de las glándulas sudoríparas, sebáceas, etc, eran otro signo inequívoco de la rigidez cadavérica, que afecta en primer lugar a los órganos de musculatura lisa. No pudimos encontrar, en cambio, vestigios de esperma. (En los ahorcados, como también es sabido, suele darse con frecuencia.)
Aunque lo habíamos constatado personalmente, las experiencias con espectrofotometría de absorción y las llevadas a cabo con el sistema de cromatografía de gases[159], nos proporcionaron las pruebas definitivas y científicas de que la sábana en cuestión había contenido un cadáver, con evidentes manifestaciones de una primaria putrefacción. (Aún hoy en día, numerosos científicos e historiadores siguen cuestionándose si Jesús de Nazaret murió realmente en la cruz o si la «resurrección» no fue otra cosa que una súbita reanimación de un cuerpo gravemente herido.)
Hallamos igualmente algunos cabellos —a los que me referiré en breve— y que, con los ensayos verificados sobre el sudor y, obviamente, sobre los coágulos de sangre, nos permiten creer que el tipo sanguíneo del rabí de Galilea era AB.
Y entre otros restos de origen natural —partículas de polvo, mineralógicas (especialmente caliza cenomanía, margocaliza senoniena y arenisca) y fragmentos aislados de tejidos vegetales— acertamos a identificar un «elemento» que, meses después de nuestro definitivo retorno a 1973, pudo ser «descubierto» sobre la urdimbre del referido lienzo de Turín, confirmando así nuestras sólidas sospechas, en el sentido de que ambas sábanas son una misma pieza. Me estoy refiriendo a los granos de polen. Quizá por nuestra inexperiencia y por la lógica falta de tiempo, el «catálogo» levantado por Eliseo fue más corto que el ofrecido por el gran palinólogo y reconocido criminalista, Max Frei, de Suiza. Con la ayuda del microscopio óptico —lástima no haber dispuesto de uno electrónico—, fue posible identificar gránulos de polen de plantas desérticas, en especial de las regiones del Néguev (iris y tulipanes rojos), de las que abundaban en la «selva» del Jordán e, incluso, de las que alfombraban los estratos sedimentarios de las altas tierras del norte; sobre todo, de las laderas que confluyen hacia el lago de Tiberíades. Cuando tuve conocimiento de las investigaciones del señor Frei, me apresuré a remitirle los nombres y características de algunos de los especímenes de polen[160] hallados por nosotros. La información, al ser lógicamente anónima, quizá fue interpretada como la obra de un bromista. El caso es que nunca supe si el palinólogo tuvo ocasión de profundizar en sus interesantes descubrimientos, verificando la presencia del polen que yo, personalmente, le anuncié podría llegar a detectar, de la misma forma que había diferenciado otras 48 plantas[161].
Estoy seguro que en el futuro, cuando la Iglesia católica dé «luz verde» para investigar directamente sobre la Síndone de Turín, lo que aquí queda escrito pueda ser ratificado. Bastaría con efectuar un barrido superficial sobre el lino para que la palinologia refrendara mis palabras. Naturalmente, lo que nosotros no pudimos encontrar fueron granos de polen de las regiones por las que, al parecer, peregrinó la Síndone: Turquía, Francia, Italia, etc.
El capítulo de los cabellos encontrados en el lienzo, así como el mechón del cuero cabelludo que logré ocultar después de la salvaje paliza que recibiera el Maestro durante los interrogatorios en el Pequeño Sanedrín, merecen una especial atención. Tras someterlos a un examen preliminar —a base del microscopio Ultropack— y a otros estudios complementarios, con el fin de establecer «índices», estado de las células, y de las médulas, así como de los componentes orgánicos e inorgánicos, confirmamos lo que ya sabíamos… y nos sorprendimos con otras informaciones que ignorábamos.
Los cabellos anclados en el lino —rectos y de diámetro uniforme— eran en su mayoría de la cabeza. Encontramos también unos pocos ondulados y de diámetros variables (de 3 centímetros de longitud y 60 micras de media), que posiblemente procedían del tronco o de alguno de los miembros. Algunos presentaban un claro traumatismo —falta del bulbo en la raíz, como en el caso del mechón— que evidenciaba que habían sido arrancados. Y aunque no necesitábamos confirmarlo, el índice medular inferior a 0,30, la red aérea finamente granulosa y las células medulares invisibles sin disociación, manifestaron que se trataba de cabello humano. (En los animales, por ejemplo, el índice medular es superior a 0,50.) Tras llevar a cabo un corte transversal del pelo y una inclusión de celoidina aparecieron datos suficientes para resolver el problema de la raza: blanca. Mediante los exámenes morfológicos, el estudio de la «cromatina de Barr» y la fluorescencia del cromosoma Y[162], «vimos» igualmente algo que no necesitábamos demostrar: los cabellos eran de un varón y de una «fortísima y acusada masculinidad». (En general, como saben los médicos forenses, los pelos femeninos son más gruesos que los de los hombres. Un cabello de un diámetro superior a las 80 micras, por ejemplo, corresponde casi siempre a una hembra. Por otra parte, no suelen tener médula y sus extremos aparecen generalmente desflecados por el peinado.)
Al bucear en el estudio de los compuestos orgánicos mayoritarios, fuimos a encontrar los normales: queratina y melanina. Entre los minoritarios estaban las vitaminas, el colesterol y el ácido úrico. En cuanto a los elementos inorgánicos, además de los habituales —silicio, fosfatos, plomo, etc—., descubrimos unos altos índices de hierro y de yodo. En aquellos momentos no supimos interpretarlo. Y movidos por la curiosidad, recurrimos incluso a un análisis por activación neutrónica. Esta técnica resulta muy eficaz ya que la composición mineral de los cabellos puede deberse a los hábitos alimenticios, a la profesión, al lugar en que vive y a la exposición a una determinada contaminación ambiental del individuo. No había duda. Las propiedades físicas de aquellas muestras —densidad, índice de refracción, birrefringencia, etc—, daban a entender que Jesús de Nazaret había estado en contacto y durante largos períodos de tiempo con el mar o con algún lugar o elemento donde abundase el yodo. En relación con la alta contaminación de hierro, ¿de dónde podía proceder? Sólo una estrecha y continuada vinculación a minas, fraguas u hornos podía explicar tan extraña anomalía. Pero de este asunto, como de tantos otros relacionados con la vida del Cristo, no teníamos información. Algún tiempo después aclararíamos ambas incógnitas. En efecto, los residuos de yodo y hierro en los cabellos del Galileo estaban plenamente justificados.
También «descubrimos» claros síntomas de un progresivo encanecimiento del pelo (no podemos olvidar que Jesús murió cuando contaba casi 36 años de edad y que, en aquella época, podía considerarse en la frontera de la madurez. La vida media oscilaba alrededor de los 40 o 45 años).
Al someter el lienzo a un «bombardeo» por «activación neutrónica»[163] aparecieron «señales» de algún tipo de afección bucal (posiblemente caries), y residuos de «algo» que nos intrigó poderosamente: una aguda enfermedad, muy lejana en el tiempo (quizá durante su infancia), que apuntaba hacia una sintomatología de carácter vírico. (En una de mis largas entrevistas con los miembros de su familia, en especial con María, su madre, tuve conocimiento de que, efectivamente, siendo muy niño, había padecido un trastorno intestinal: quizá alguna disentería.)
El análisis de la sangre que manchaba el lienzo nos reservó también varias sorpresas. Para empezar, la nitidez de las huellas —casi perfectas— dejó atónito a Eliseo. Yo había tenido oportunidad de contemplar tan singular fenómeno en el interior del sepulcro y tampoco lograba explicármelo. Si el cuerpo había sido separado de la sábana —eso era evidente—, ¿por qué los coágulos y reguerillos no habían quedado emborronados? El despegue de un lienzo de una herida siempre provoca el chafarrinado de la huella.
Pero eso no era todo. La sangre, en lugar de penetrar y empapar los hilos de la sábana, se había escurrido entre la trama, traspasando la tela. Al principio lo atribuimos a un proceso de fibrinolisis. (La permanencia del Nazareno en la cruz secó buena parte de sus heridas, convirtiendo los puntos y chorros de sangre en coágulos. Las mallas de la fibrina actuaron como una especie de «muro», que sujetó los cargamentos de glóbulos rojos. Después, siempre como una probabilidad, esa fibrina pudo ser reblandecida a causa de la deshidratación del cadáver y de los álcalis derivados de la humedad amoniacal.) El doctor Barbet ya había escrito sobre este fenómeno, afirmando que, quizá, «en el ambiente húmedo de la cueva, la sangre seca experimentó un reblandecimiento, dando lugar a una pasta más o menos blanda, que terminó por impregnar el lino, originando unos calcos de gran nitidez.» Pero esta hipótesis presentaba inconvenientes. Por ejemplo: la profusa hemorragia ocasionada con motivo del descenso del madero y en el transporte del cuerpo hasta la tumba. En esta inevitable manipulación del cadáver, la sangre contenida en una de las cavas había aflorado por la herida de la lanzada, corriendo por gravedad a todo lo ancho de la zona dorsal, a la altura de los riñones. Este reguerón no tuvo tiempo material de secarse al aire y, sin embargo, tampoco había empapado los hilos de la mortaja en un proceso normal de capilaridad.
Todas las manchas de sangre examinadas por mi compañero eran superficiales. La explicación de la fibrinolisis no resultaba, por tanto, convincente[164]. En resumen, no pudimos o no supimos esclarecer el fenómeno. A no ser, claro está, que guardase alguna relación con el también oscuro y complejo asunto de las «manchas doradas». Pero dejaré este apasionante capítulo para el final.
Fue la cruda realidad que teníamos ante nosotros —la misteriosa desaparición del cuerpo de Jesús— la que nos obligó a revisarlo todo y con extrema cautela. Incluida la sangre. Éramos conscientes de que aquellos coágulos habían pertenecido al Hombre de la Cruz pero, en ese afán por desentrañar el enigma, los sometimos también a las más variadas pruebas de laboratorio.
Casi 72 horas después del fallecimiento, la sangre de aquel lienzo presentaba un típico color rojo oscuro. En algunas zonas había empezado a ennegrecerse. Eliseo tomó varias muestras, rascando los coágulos con una paleta de aluminio —debo recordar que no podíamos destruir el lienzo ni someterlo a maceración alguna, ni siquiera en agua, como hubiera sido lo aconsejable en una prueba de «cristales de Teichmann»— y llevó a cabo los ensayos preliminares y concluyentes de sangre, las pruebas de identificación como muestra humana, de individualidad, grupo sanguíneo, sexo, etc.
Tanto la prueba de bencidina como la microscopia en busca de hematíes fueron positivas[165]. La espectroscopia resultó igualmente de gran ayuda. Al Ultrapack, los hematíes aparecieron como pilas de monedas. Todavía se hallaban relativamente bien conservados, siendo posible la constatación de sus formas y núcleos, que los definieron como claramente humanos. (A veces, los pequeños hematíes de cordero pueden ser confundidos con eritrocitos del hombre. Los camellos, por ejemplo, tienen hematíes ovales o elípticos no nucleados, y los pájaros, peces, reptiles y anfibios, disfrutan de eritrocitos similares, pero sincleados.)
La detección última de proteína humana fue verificada, siguiendo la prueba de la precipitina.
En el sondeo de la hemoglobina —practicado mediante la técnica de «diferencias espectrográficas»—, pudimos establecer, entre otros, detalles como la edad (incluido el período fetal: 441 meses (de nuevo aparecía el misterioso «9»); la especificidad de la especie y algunas características patológicas. Por ejemplo, una anemia hemorrágica y secundaria, a la que no dimos mayor importancia ya que, probablemente, se debía a la considerable pérdida de sangre durante las torturas y ejecución.
Con el fin de no perderme en intrincadas y prolijas explicaciones técnico-científicas, que no son el objetivo básico de este diario, concluiré el capítulo de la sangre con otro de los hallazgos: el grupo sanguíneo de Jesús de Nazaret, que fue estimado como AB.
Entre los muchos procedimientos existentes para tal menester, se eligió el llamado «test de Nickolls-Pereira», que permite una segura y excelente identificación, en manchas secas, siguiendo el principio de «aglutinación mixta»[166].
Este grupo sanguíneo —AB— es proporcionalmente escaso entre los blancos, aunque no por ello extraño o anormal. (Sirva de comparación la estadística llevada a cabo poco antes de la operación —en 1972— entre grupos humanos de la raza blanca en países como Francia e Inglaterra: el 47 por ciento pertenecía al grupo O; el 42 por ciento al A; el 8 por ciento al B y, por último, el 3 por ciento tenían grupo AB.)
Como es fácil adivinar, al descubrir el grupo sanguíneo del Maestro, nos invadió una gran excitación. De acuerdo con los principios mendelianos sobre la herencia —elaborados por Bernstein—, “un gen de grupo sanguíneo no puede aparecer en un niño a menos que esté presente en uno u otro de los padres (o en ambos).
¿Qué significaba esto? Algo que, repito, nos llenó de emoción. Entre los planes de Caballo de Troya, una vez identificado el grupo del Hijo del Hombre, figuraba también el intento de fijación del de su madre. (El fallecimiento de José años atrás hacía imposible el desciframiento del grupo sanguíneo del padre terrenal de Jesús.) Sin embargo, si lográbamos hacernos con una pequeña muestra de la sangre de María, un exhaustivo estudio genético-biológico podría aproximarnos al que tuvo José. Y aunque pueda sonar a blasfemo, desde un punto de vista puramente científico, el hipotético hecho de encontrar genes comunes a los del Nazareno en sus respectivos progenitores (tanto del tipo A como del B), podría quizá arrojar mucha luz sobre el controvertido dilema de la concepción virginal de María. Sé que para muchos cristianos la sola mención de este proyecto significará una aberración.
Su fe les dice que Jesús fue concebido «por obra y gracia del Altísimo». Pero, aunque comparto un poco ese natural rechazo, también es cierto que la Ciencia —cuando se sitúa al servicio de la búsqueda de la Verdad— se transforma en un maravilloso instrumento, que sólo puede ratificar lo que, según las Escrituras, «es palabra de Dios». Entiendo que el miedo a la Verdad puede ser una de las peores debilidades del hombre. Por eso aceptamos tan delicada y apasionante misión. Naturalmente, como científicos, partimos de la única base de la que podíamos arrancar: no considerar el teórico origen divino del Maestro. Y nos centramos en el estudio como si se tratase de un humano más, sujeto, en principio, a las ya referidas leyes de la herencia[167]. Yo, convencido de la divinidad de mi «amigo» Jesús, fui quizá quien más sufrió con este experimento. Pero el resultado mereció la pena… y hablaré de él —en extenso— en «su» momento.
Por último, los exámenes sobre las muestras de sangre, confirmaron lo que ya habíamos descubierto en los estudios de los cabellos del Cristo… pero corregido y aumentado. El apartado del sexo, como ya dije, fue espectacular.
Eliseo puso en práctica la metodología de Zech, demostrando que las manchas con fluorescencia Y positiva —halladas en la sangre del Nazareno— correspondían a un individuo de sexo masculino, con «una acentuada masculinidad». Algo que, como ya dije, no hacía falta demostrar en laboratorio[168].
Y para terminar este apresurado repaso a algunos de los descubrimientos practicados sobre el lienzo mortuorio —seguramente me veré obligado a volver sobre ellos cuando escriba acerca de las sensacionales aventuras que nos tocó vivir en las siguientes fases de la misión—, me referiré al que, desde mi óptica, fue el más increíble y trascendental. Lucharé por ahorrar explicaciones técnico-científicas, procurando ir al corazón del asunto. Ya veremos si lo consigo.
Como he venido repitiendo, amén de las huellas sanguinolentas, el lienzo nos sorprendió con unas «manchas» de color dorado y naturaleza desconocida, que constituían una réplica o copia —vuelven a faltarme las palabras— del cuerpo que había cubierto. Las sucesivas investigaciones —a base de placas fotográficas en diferentes frecuencias del espectro, procesos de digitalización de dicha imagen y toda suerte de exploraciones con el microdensitómetro, microscopio de «efecto túnel», etc—, arrojaron tres grandes realidades científicas: las «manchas» en cuestión constituían un auténtico «negativo» fotográfico, tal y como hoy podemos entenderlo[169]. Además, la intensidad de la «figura» allí «grabada» variaba en relación inversa a la distancia lino-cadáver.
Y por si todo esto no fuera suficiente, el estudio de las nubes superficiales de electrones de las caras internas de la sábana (las que presentaban las «manchas» en cuestión), vino a demostrar que la misteriosa «desaparición» del cuerpo del Hijo del Hombre tenía mucho que ver con la «manipulación» del concepto «tiempo»…
No fueron precisas demasiadas comprobaciones al microscopio para observar que dicha «imagen» tenía un carácter muy superficial: sólo las capas más externas del lino se habían visto afectadas.., por una especie de «chamuscamiento» generalizado. Aquello nos confundió aún más. ¿Qué había sucedido en el interior de la tumba? ¿Cómo explicar racional y científicamente que un cadáver hubiera podido «abrasar» la sábana que le cubría?
Y seguimos profundizando, cada vez más confusos y admirados. La increíble «réplica» en negativo del cuerpo de Jesús era absolutamente estable. Con sumo cuidado la sometimos a altas y bajas temperaturas, así como a la acción del agua, pero fue inútil. No hubo cambios ni alteraciones. Además, de acuerdo con las técnicas de análisis de Fourier, descubrimos que no existía un solo signo de direccionalidad. Sabíamos ya, por lógica y por la exploración microscópica, que las «manchas» no contenían restos de pigmentos de pintura de ningún orden: ni mineral ni vegetal ni mucho menos sintéticos. Las placas con radiaciones infrarrojas terminaron de confirmarlo. «Aquello», ¡Dios mío!, no tenía nada en común con una pintura… Y empezamos a intuir el posible orígen de la imagen. Pero no quisimos precipitarnos.
La digitalización de ambas grandes «manchas» —la frontal y la dorsal— convirtió la imagen en millones de dígitos. Sólo el rostro arrojó un total de 160000 «señales» luminosas…
El estudio de esa «conversión» demostró que la imagen contenía una «información».., oculta. Una «información» que —lo confesamos humildemente— apenas si ha sido descifrada. De momento quedamos estancados en el hecho indiscutible de que se trataba de una imagen tridimensional[170].
La pregunta clave y final de todo aquel laberinto era una. E, inconscientemente, nos la fuimos planteando desde los primeros pasos de la investigación: ¿qué o quién había sido capaz de modificar la textura superficial de las caras internas de la sábana, hasta formar una imagen tan singular? Sé que parece cosa de locos, pero, en parte, la respuesta apareció al explorar las superficies de las «manchas doradas» mediante el providencial microscopio de «efecto túnel». En nuestro caso, al contrario de lo que afirmaba el físico Wolfrang Pauli —«la superficie fue inventada por el diablo»—, la «superficie fue la puerta que nos abrió el camino de la Divinidad»… Trataré de explicarme, aunque no será fácil. Para Pauli su frustración arrancaba de un hecho que, en su época, casi constituía un principio físico inalterable: la superficie de un sólido era la «frontera» entre éste y el mundo exterior. En parte tenía razón. Mientras un átomo situado en el interior de un cuerpo sólido aparece rodeado por otros átomos, uno de la superficie —como han explicado perfectamente los ilustres especialistas Ged Binnig y H. Rohrer— puede interaccionar con otros átomos de la misma o con los que estén inmediatamente debajo de ésta. En consecuencia, las propiedades de la superficie de un sólido difieren drásticamente de las del interior. Así, los átomos de la superficie se colocan con frecuencia en un orden geométrico distinto del de los otros átomos del sólido, minimizando la energía total del sistema. En virtud de este tipo de procesos, las estructuras superficiales poseen tal complejidad que han resistido, incluso, una descripción teórica-experimental precisa. Pero, gracias al excelente microscopio de «efecto túnel»[171], es posible «explorar» esas «diabólicas» superficies de los sólidos, «viendo», incluso, los átomos de uno en uno…
Y esto, por emplear términos infantiles, fue lo que hizo mi hermano en el módulo. A él se debe lo que, en principio, pudiera ser el «primer paso» en la ya imparable carrera de la investigación científica en torno a la resurrección del Maestro. Quizá las futuras generaciones de científicos le hagan justicia…
Con una «punta» de tungsteno en el microscopio de «efecto túnel» fue recorriendo la muestra. (En este caso, naturalmente, el paño de lino, más exactamente, las superficies en las que se «dibujaba» la fantástica imagen de un cuerpo martirizado.)[172].
Mientras dicha «punta» barría la sábana, un mecanismo electrónico de realimentación fue midiendo la corriente de túnel, manteniendo el «espolón» a una distancia constante sobre las nubes atómicas de la superficie. Ese movimiento de la «punta» fue leído y almacenado por Santa Claus, apareciendo, simultáneamente, en una de las pantallas directamente conectada con el ordenador central. Así se obtuvo una imagen tridimensional de la «nube» en superficie. Para que nos hagamos una idea de esta «maravilla», una longitud de 10 centímetros en las «manchas» o imagen venía a representar una distancia de 10 angstróms en la superficie, consiguiéndose aumentos de hasta 100 millones.
Pues bien, nada más delinear la topografía atómica de la imagen, Santa Claus casi se volvió loco. La composición de las «nubes» que «flotaban» sobre aquellas áreas del lienzo era básicamente distinta a las del resto de la sábana que «no contenía este tipo de manchas doradas». Pero el dato revelador —el que nos trastornó— vino dado por la posición de los ejes ortogonales de los swivels de dicha «colonia» cuántica. Se hallaban alterados! Algo o alguien los había manipulado, situándolos en un «ahora» que no correspondía al de los restantes swivels del paño. Estos, como era lógico y natural, estaban orientados en el momento presente.
Aquéllos, en cambio, conservaban una inversión axial bien conocida por nosotros…
No estoy autorizado a desvelar la tecnología utilizada para «reconocer» esta clase de cambios en las anteriormente definidas y familiares «unidades cuánticas elementales» que llamamos swivels. En el fondo es lo de menos. Lo cierto y trascendental es que estábamos ante un suceso único. A partir de ahí, con la ayuda del computador central, fuimos atando cabos, llegando a una conclusión —tan teórica como provisional, naturalmente— pero que explicaría con cierta «lógica» la misteriosa «desaparición» del cadáver de Jesús. Los swivels de todas las «nubes» atómicas situadas sobre la superficie de la imagen se hallaban «estacionados» —y sigo empleando palabras excesivamente pueriles— en un «ahora» que, en aquellos momentos (abril del año 30), podría ser definido como el «futuro», más exactamente, en un hipotético «abril del año 35».
¿Qué significaba este hallazgo? Sólo encontramos una explicación satisfactoria: que el cuerpo del Maestro había sido sometido a un intenso e infinitesimal proceso de «aceleración» de su natural descomposición. Si ésta, de acuerdo con las características del lugar de enterramiento, de la constitución fisiológica del cadáver y de otros parámetros bien conocidos de los forenses, hubiera seguido un curso normal y «humano», la transformación de los restos mortales en polvo habría llevado un tiempo cronológico variable.
Dependiendo de esos factores, habría necesitado alrededor de cinco años! Para quedar reducido a cenizas. Cinco años! Justa y «casualmente» la inclinación que presentaban los ejes de los swivels… Demasiado sospechoso. Y por razones fáciles de intuir, el «mecanismo» promotor de esa «aceleración» de la putrefacción había afectado livianamente a las superficies de la sábana que se hallaban en contacto directo con el cuerpo. El resto, en cambio, como queda dicho, no sufrió alteración alguna.
Verificado este increíble hecho, la pregunta inmediata no podía ser otra:
«¿Quién o qué había alterado tan drásticamente el curso evolutivo de la descomposición del cadáver del Señor?»
Por supuesto, al hallarse la cripta perfectamente clausurada, el posible «origen» había que buscarlo en el interior. Por otra parte, nadie en aquella época podía soñar con una tecnología capaz de movilizar los ángulos de los swivels.
Necesitamos algún tiempo para obtener una respuesta a tan decisiva pregunta. Y aunque la solución no llegó por los caminos que nosotros hubiéramos deseado —los de la Ciencia—, el «origen» de la misma nos merece todo crédito.
He dudado. ¿Debía relatar esta parte de la misión? ¿Lo dejaba para más adelante? Finalmente he creído que, aunque llegará el momento de contarlo en extensión y profundidad, estoy obligado a ofrecer un escueto avance.
Días más tarde, en las altas tierras de Galilea, en el transcurso de una de las inolvidables conversaciones con el resucitado —he dicho bien:
«conversaciones»—, recibimos una explicación al fenómeno que nos intrigaba.
Por lo que pude deducir, no hay tecnología en el mundo capaz de «medir» o «detectar» las fuerzas espirituales que fueron directamente responsables de la liquidación del cuerpo del rabí. Y quizá he empleado las palabras incorrectamente, quizá debería de haber escrito «entidades espirituales» y no «fuerzas». Quien tenga oídos para oír, que oiga… Eso fue lo que se nos dijo y así me limito a transcribirlo: la aceleración casi instantánea del proceso de putrefacción del soporte corporal del Maestro fue asunto ajeno al Hijo del Hombre. Fue iniciativa de los seres celestes que «presenciaron» el acto de la resurrección. Fueron ellos quienes —una vez consumada dicha resurrección— «removieron» las piedras que cerraban la cripta. Pero nadie los vio.
Hasta aquí, lo que por el momento, puedo decir.
Esto, a su vez, cambió nuestro concepto de la Resurrección propiamente dicha. Lo adelanté tímidamente en páginas anteriores. Pero ¿cómo resumirlo con claridad?
Los cristianos que creen en la Resurrección la identifican y asocian a la tumba vacía y a la ausencia del cadáver de Jesús. Tienen razón, a medias. Por simple deducción, después de nuestro descubrimiento en el módulo, nos costaba trabajo creer que tan singular fenómeno pudiera quedar circunscrito a la simple —aunque casi «mágica»— disolución en el tiempo de una materia orgánica. Incluso para nosotros, pobres ignorantes, resultaba demasiado grosero y prosaico. Tenía que haber algo más. Algo sublime, de orden sobrenatural, acorde con el poder y la personalidad del allí enterrado.
Lógicamente, tampoco pudimos «medirlo» con nuestro instrumental. Como dije, no hay todavía ciencia humana que se atreva con ello. Fue el propio Cristo quien nos insinuó lo sucedido. Y una vez más comprobamos cómo la intuición raramente se equivoca. Ojalá nos dejáramos guiar por ella con más frecuencia…
La RESURRECCIÓN —con mayúsculas— del Hijo del Hombre había sido «algo» anterior e independiente del mencionado hecho físico de la aceleración del tiempo cronológico. En otras palabras: para cuando esas «entidades» adimensionales —encargadas de las resurrecciones de todos los mortales— llevaron a cabo su «trabajo» de disolver en décimas o centésimas de segundo los sagrados restos mortales del Galileo, éste, por un poder que escapa a la mente, ya había vuelto a la «Vida». A la verdadera «Vida»: la de orden espiritual. Pero me faltan los conceptos y las palabras se empequeñecen. Será más prudente dejar las cosas como están…
La Resurrección, en definitiva, debe ser contemplada en «dos fases». Primera y más importante: la «autorresurrección» de Jesús de Nazaret a un orden más complejo que el de la densa materia corporal. Un «orden» al que —según sus palabras— todos estamos llamados después del tránsito de la muerte. Segunda: la aceleración física de la putrefacción del cadáver. Este postrero paso no tuvo prácticamente nada que ver con el primero, como ya mencioné. Fue una «delicadeza» o un respetuoso sentimiento de los «súbditos celestes» del Creador que no deseaban ver cómo el cuerpo que había servido para la encarnación de su «jefe» se degradaba bajo los efectos de la descomposición natural. Y pensándolo detenidamente, supongo que fue lo más acertado. No quiero ni pensar lo que hubiera sucedido con los huesos del Maestro si llegan a caer en manos de sus fieles seguidores…
Y para cerrar estos asuntos de índole más o menos científica, deseo dejar constancia de algo que puede resultar esclarecedor y probatorio de cuanto llevo dicho, muy especialmente de nuestro hallazgo sobre la superficie de las «manchas doradas». Sé que el día que la ciencia sitúe un microscopio de «efecto túnel» sobre el lienzo de Turín, las diferencias en las estructuras y distribución de las «nubes» atómicas que «flotan» directamente sobre la imagen, en relación con el resto del lino, abrirán un nuevo camino en las investigaciones y, de paso, demostrarán que no somos un «sueño»…
Al conocer estas cosas, mi Espíritu se fortaleció. Y aunque mi mente cartesiana —como la de cualquier científico— sigue resistiéndose a aceptar lo que no sea previamente probado en laboratorio, la intuición, de nuevo, vino a sostener mi tambaleante y anémica fe.
Y aquel anochecer del lunes, 10 de abril del año 30, terminados los trabajos, Eliseo y yo, emocionados, caímos de rodillas ante la majestuosa imagen del lienzo de lino: sin duda, enmendando a Einstein, la «sombra de Dios». Y en silencio solicitamos luz y fuerza para proseguir la dura pero fascinante misión que nos había sido encomendada. Nuestro ruego debió ser escuchado, a juzgar por lo que nos tocó vivir…
Y tras besar la sábana, nos dispusimos a descansar. En aquel gesto, mi hermano percibió también el familiar olor que yo había captado en el interior del sepulcro, al inclinarme sobre la mortaja. Y supo identificarlo al momento.
Era el mismo que se registraba en la nave cada vez que se producía una inversión de masa, con la consiguiente manipulación de los ejes de los swivels. Un olor de dudosa definición que quizá guarda un remoto parecido con el del incienso quemado…
Al día siguiente, recuperado el micrófono y analizados los lienzos mortuorios, daría comienzo una nueva etapa en la operación. En realidad, un viejo y hasta esos momentos fracasado proyecto: investigar el escurridizo cuerpo «glorioso» del Galileo.