El parlamento de Eleazar con su gente fue brevísimo. Yo tenía que mantener los ojos bien abiertos y seguir la pista del lino. No cabía otra solución. Y simulando un inexistente cansancio, me dejé caer al pie de la empalizada, sintiendo la agradable y tibia caricia del sol en mi rostro. Medio cerré los ojos, lamentando no haber sido más rápido en la incautación de la mortaja.
Caballo de Troya, en el planeamiento de esta segunda misión, había sido terminante: el análisis de aquella tela era vital en nuestro intento por esclarecer el hipotético fenómeno que los cristianos llaman «resurrección». En consecuencia, debía trasladarla al módulo a cualquier precio. Pero aquel pensamiento fue rechazado de plano. Ya no tenía remedio. Además, habría ido contra el natural devenir de los sucesos que, en parte, había presenciado. Un error de esta índole, confiscando la mortaja antes de tiempo, hubiera podido cambiar sustancialmente los hechos históricos, tal y como hoy los conocemos.
Si yo me hubiera hecho con ella en una de mis primeras incursiones en el interior de la tumba, lo relatado por Juan el Evangelista, por ejemplo, no habría sido igual. Ni él ni Simón Pedro, después de la famosa carrera, habrían tenido oportunidad de ver dichos lienzos y su insólita disposición sobre el banco de piedra. Mi responsabilidad, una vez más, era muy grande, había que esperar. Era menester aguardar el momento propicio. Un momento en el que el envoltorio pasara a un segundo plano, históricamente hablando. Pero ¿cuándo y dónde? ¿Y si las intenciones del sumo sacerdote apuntaban hacia la destrucción del mismo? De Caifás y su gente podía esperarse cualquier cosa. Si el hato que aportaba el siervo terminaba en algún oscuro rincón de Jerusalén o, sencillamente, era incinerado, adiós a nuestros objetivos…
Pero quizá estaba sobrevalorando la agudeza de aquellos esbirros. A juzgar por lo que hicieron, no estaban convencidos —ni muchísimo menos— de que los rumores sobre la vuelta a la vida del Galileo fueran ciertos.
La patrulla, congregada en torno a su jefe, dio por finalizado el «cónclave» y, mientras el grueso de la misma se ponía en movimiento hacia la muralla norte, Eleazar, el esclavo que sostenía el envoltorio funerario y dos de los arqueros dieron media vuelta, alejándose en sentido contrario al de la pequeña tropa.
Y un rayo de esperanza se abrió paso en mi abatido corazón. ¿Qué se proponían? —Ni siquiera repararon en mí. Los cuatro individuos cruzaron ante aquel desarrapado y aparentemente dormido extranjero, rodeando la cerca de la finca en dirección noreste y a grandes zancadas. Los vi difuminarse en el interior de un corro de espesos algarrobos de llamativas flores rojas. Fue una excelente referencia.
Me incorporé rápido y, tras asegurarme que el grueso de los levitas proseguían su camino hacia la puerta de los Peces, salté el seto de brabántico de la propiedad situada frente a la de José, procurando rodear el bosquecillo de algarrobos por su cara este.
No tuve que caminar mucho. En su vertiente oriental, la reducida mancha de árboles aparecía cortada bruscamente por una de las múltiples depresiones de las estribaciones de las colinas y desfiladeros de Beza'tha. Se trataba de una de las mil pendientes rocosas de margocaliza senoniena, tan frecuentes en la atormentada superficie de Judea. Me pegué al polvo rojizo del terreno y, oculto entre los matorrales, distinguí al capitán y a sus hombres, al filo del precipicio— Eleazar señaló hacia el roquedo y el esclavo, obedeciendo la orden, arrojó el envoltorio al fondo del acantilado. Cumplida la misión, se alejaron de la sima por el mismo camino que habían traído.
Aguardé unos minutos. Todo en aquel recóndito paraje se hallaba desierto y silencioso. Verdaderamente, el lugar elegido para deshacerse de la mortaja era inmejorable. La carretera más cercana —la de Samaria— quedaba mucho más al oeste y la barranca peñascosa, aislada de vereda o trocha alguna. ¿Quién podía aventurarse en semejante sima?
Adoptando toda clase de precauciones fui aproximándome al declive rocoso. No tardé en divisar mi objetivo. Había quedado medio enganchado en los pimpollos de un alcaparro silvestre. La verdad es que, desde el borde del bosquecillo, no hubiera sido muy difícil localizarlo. Cualquier hipotético observador habría advertido sin dificultad el extraño lío, salpicado por aquel sinfín de manchas sanguinolentas, oscurecidas ya por el paso de las horas.
Tentado estuve de desanudar el envoltorio y satisfacer mi punzante curiosidad. Aquellas «manchas» de color tostado me intrigaban sobremanera. Pero no era el momento ni el lugar adecuados. Tiempo habría de examinar el paño… y de sobrecogerse con su «contenido». Rasgué mi ya inservible manto y anudé el jirón a una de las tiernas ramas del alcaparro. De esta forma, aunque recordaba el punto de caída de la tela con exactitud, no habría quizá demasiados problemas a la hora de restituir el hato al primitivo e histórico lugar en el que fue oculto y abandonado.
Tampoco los evangelistas hablan de este asunto quizá no lo consideraron importante. Quizá Juan, el único de los escritores sagrados que «vio» dichos lienzos «allanados», no tuvo oportunidad de reparar en las misteriosas «manchas». O, si lo hizo, como en otros muchos capítulos de la vida del Hijo del Hombre, lo pasó por alto. Sin embargo, en nuestra opinión, como tendré ocasión de demostrarlo más adelante, los referidos lienzos —en especial la sábana— tenían una decisiva importancia a la hora de enfocar el controvertido fenómeno de la resurrección. Me estoy refiriendo, naturalmente, al lado científico del tema; no al de la fe.
Como seguramente habrá adivinado ya el posible lector de estos recuerdos y apresuradas notas, ese largo paño de lino que sirvió para envolver al cuerpo sin vida del Maestro tenía mucho que ver con una polémica reliquia, venerada en el siglo XX en la ciudad italiana de Turín. Yo, como he comentado, había tenido conocimiento de la misma. Pero no supe prestarle la debida atención. Como tantas otras reliquias de los cristianos, me pareció algo poco serio, desde el ángulo de la ciencia. ¡Qué equivocado estaba!
Y sin poder contener mi alegría, comuniqué a Eliseo mi «hallazgo», anunciándole que partía de inmediato hacia la «base madre» y con la totalidad de las piezas mortuorias.
Eran las 10.45 horas. Mi ingreso en el módulo iba a producirse con un estimable retraso sobre el programa previsto por Caballo de Troya. Un retraso que provocaría nuevas frustraciones a este pésimo explorador…
Sin la menor contemplación, rasgué el lino bayal de mi túnica, ocultando «mi tesoro» en el costado izquierdo. El sol corría desafiante hacia el cenit y, a buen paso, tomando como referencia la piscina de las «cinco galerías» y el monumento al batanero, en el ángulo nordeste de la muralla septentrional, fui a desembocar en la polvorienta pista que discurría por la garganta del Cedrón y que culebreaba por la falda occidental del monte de los Olivos. Con el auxilio de las «crótalos», la localización de la «cuna» fue extremadamente sencilla. Y a las 11.15 de esa mañana del «domingo de gloria», exhausto y pletórico de satisfacción volvía a abrazar a mi hermano.
No había tiempo que perder. Sustituí mis destrozadas ropas por otra túnica y ropón exactamente iguales, amarrando al ceñidor una segunda bolsa confeccionada a base de tosca estopa (una especie de harpillera), cuadrada, de 25 centímetros de lado, que contenía los astrolabios asirios y los «cuadrados» astrológicos egipcios, todo ello en madera policromada. Eliseo, que parecía totalmente repuesto de su pasajera indisposición, no hizo muchas preguntas.
Ambos éramos conscientes del grave retraso en el programa y de lo mucho que quedaba por hacer en aquella intensa y memorable jornada del domingo, 9 de abril.
Ni siquiera me molesté en añadir nuevas pepitas de oro a la bolsa de hule. Los primitivos 163 gramos-oro y los cien denarios —que no había tenido tiempo material de cambiar por moneda fraccionaria— seguían siendo más que suficientes para mis necesidades. Después de todo, mi segundo y forzoso retorno al módulo debería producirse a las pocas horas. De acuerdo con el plan, una vez examinados, los lienzos debían ser devueltos, intactos lógicamente, al punto de donde yo los hubiera sustraído.
Antes de abandonar la nave, mientras colaboraba con mi hermano en la apertura de la mesa giratoria de aluminio y acero inoxidable, especialmente diseñada por Caballo de Troya para la exploración del gran lienzo, Eliseo, consumido por la curiosidad, no pudo resistir la tentación y me interrogó sobre uno de los objetivos fundamentales de aquella primera fase de la operación: la supuesta resurrección del Maestro. No supe qué responder. Y señalándole la impresionante figura que se destacaba sobre la sucia y sanguinolenta sábana, comenté:
—Quizá los análisis de «esto» te digan mucho más de lo que yo, por ahora, podría adelantarte.
Al observar la «mancha» dorada —réplica fiel de un cuerpo yacente—, mi compañero quedó boquiabierto.
—Esto… La sorpresa y admiración de Eliseo estaban justificadas —Al igual que yo, también había identificado la majestuosa figura «impresa» en el lino con la de la Síndone de Turín, la enigmática reliquia a la que ya me he referido.
—¿Tú crees que se trata de lo mismo?
Preferí no pronunciarme. El origen y la historia de dicha Sábana Santa son francamente oscuros[130]. Y allí le dejé, entusiasmado en su nuevo trabajo. Uno de los más ambiciosos del proyecto.
Y a las 12.15 horas, con el ánimo recuperado, me alejé del calvero que nos servía de base. El resto del día prometía ser especialmente intenso…
Tomé esta vez el camino que conducía al extremo meridional de la ciudad, con el propósito de entrar por la puerta de la Fuente. Desde allí, ascendiendo por el barrio bajo, la mansión de los Marcos no quedaba muy lejos. Y mientras pasaba junto a las improvisadas tiendas de los peregrinos galileos, muchos de los cuales habían empezado a escoger sus enseres con la indudable intención de regresar a las tierras del norte, fui haciendo una recapitulación de lo que llevaba visto y oído en aquellas primeras y agitadas horas. No podía quitarme del pensamiento las dos supuestas apariciones de Jesús a la de Magdala y a las cuatro restantes mujeres. Según los textos evangélicos, aún debían producirse otras dos o tres materializaciones del rabí, amén de las consignadas en el lago de Tiberíades. Pero esta parte de la misión quedaba muy lejos. Era preciso encontrar la fórmula para estar presente en alguno de los sucesos ocurridos en Jerusalén o en el camino hacia la aldea de Emaús. Si los evangelistas decían verdad, ese mismo atardecer, en el piso superior de la casa de Elías Marcos tenía que ocurrir una de aquellas poco creíbles apariciones. Y digo «poco creíbles» porque, teniendo en cuenta lo observado hasta esos momentos, algunos de los pasajes de los cuatro escritores sagrados sobre la resurrección no parecían tener el menor fundamento. Nadie había hablado, por ejemplo, de los famosos ángeles o jóvenes de vestidos resplandecientes que, dicen, fueron vistos en el interior del sepulcro e, incluso, sentado sobre la piedra que había cerrado la tumba. El bueno de Mateo se había dejado llevar por su entusiasmo y calenturienta imaginación, haciendo creer a los cristianos que la apertura de la cripta fue obra de un ángel del Señor que, además, provocó un terremoto. Ni la Magdalena ni el resto de las hebreas observaron a tales personajes celestes ni, por supuesto, hubo seísmo alguno. En cuanto al asunto de las «vendas» —mencionado por Lucas y Juan—, tampoco resulta fiable.
Por supuesto, no estaban «en el suelo», como San Juan. De haber sido así, ¿por qué iba a creer en algo sobrenatural? Ello si hubiera sido una clara señal de profanación o robo del cadáver. No me cansaré de insistir: los lienzos estaban allanados y el pañolón y los dos pares de vendas utilizados para amarrar las muñecas y tobillos del rabí, en sus correspondientes y exactos lugares, como si el cuerpo se hubiera «esfumado». Tanto los traductores de estos textos como el propio afán de los evangelistas de enaltecer el suceso de la tumba vacía ha llevado, casi con toda seguridad, a errores y falsas interpretaciones. La verdad iba a ser más simple y sublime. Pero antes de «enfrentarme» a esa Verdad me aguardaba toda una carrera de obstáculos y decepciones…
En la residencia de los Marcos no aprecié cambios importantes. Después de mi precipitada salida, los discípulos habían continuado enclaustrados y sumidos en el miedo y la tristeza. La primera en regresar fue María, la de Magdala. Relató a los íntimos su segunda y supuesta aparición de Jesús en la finca de José pero, por lo que pude deducir, tampoco fue creída. Simón Pedro y el joven Juan retornaron poco después. Su intento de localizar al de Arimatea había resultado infructuoso. Tal y como imaginé, el anciano y David, alertados por las otras mujeres, abandonaron la casa minutos antes de que el escéptico pescador y el Zebedeo llegaran a ella. Aunque la versión de ambos sobre el sepulcro vacío no fue muy convincente, lo cierto es que el resto de los apóstoles dejó de reírse de la Magdalena. Algo había ocurrido en la cripta. Eso estaba claro para todos. Pero la casi totalidad de las opiniones eran coincidentes: ese «algo» sólo podía obedecer a un robo o a una astuta maniobra de Caifás y sus odiados secuaces. Y el terror de aquellos galileos se multiplicó, hasta el punto que solicitaron de la señora de la casa unos maderos con los que apuntalar la puerta del cenáculo. Y las discusiones entre ellos arreciaron nuevamente.
Entristecido por aquel patético panorama, terminé por bajar al patio, allí, en compañía de Juan Marcos y de María, su madre, la de Magdala, que había optado por ignorar a los tozudos amigos de Jesús, refirió una y otra vez su segunda visión. Y fue ella quien me informó igualmente de la visita de José y de David Zebedeo a los discípulos. Al parecer, siguiendo los deseos expresados por el jefe de los «correos» en la plantación, ambos se habían dirigido directamente desde la finca a la casa de Elías Marcos. Su parlamento con los ocho apóstoles giró al principio en torno al panteón vacío y a la posible resurrección del Maestro. Pero, a pesar de los argumentos y razonamientos de David, aquellos hombres seguían empeñados en la teoría del robo.
—David no quiso discutir —me explicó la de Magdala, elogiando la postura del hermano de los Zebedeo—, pero les dijo lo que pensaba. Estas fueron sus palabras: «Vosotros sois los apóstoles y deberíais comprender estas cosas. No voy a discutir con vosotros. Sea lo que sea, me voy a casa de Nicodemo, donde he citado a los mensajeros. Cuando estén todos, los enviaré a cumplir la última misión: la de anunciar la resurrección del Maestro. Le oí decir que, después de su muerte, resucitaría al tercer día. Y yo lo creo.»
Por enésima vez me maravilló la inquebrantable fe de aquel discípulo de «segunda fila».
Los apóstoles, derrotados y, lo que era peor, desesperados, no le prestaron demasiado crédito. Y David, tras despedirse, depositó sobre las rodillas de Mateo Leví la bolsa que Judas le confiara antes de los tristes sucesos del jueves. Eran los dineros del grupo. Ignoro si en aquellos momentos conocían la suerte del traidor. Posiblemente, no. Pero tampoco se extrañaron por el traspaso de los fondos. Su humillación y miedo ante una posible «redada» de los policías del Templo eran tales, que sus únicos pensamientos giraban en torno a una obsesión: huir de la ciudad. Esa fue su verdadera preocupación: la supervivencia. Algunos, incluso, planearon la fuga en cuanto cayera la noche. Qué escasa y deficientemente se reflejaría después esta dramática y prolongada angustia de los más cercanos a Jesús de Nazaret durante aquel interminable domingo!
El tiempo apremiaba, pero, aunque uno de mis «trabajos» obligados en aquella jornada consistía en la recuperación del micrófono que había servido para la transmisión de la «última cena», la información de la Magdalena sobre las intenciones del jefe de los emisarios me puso en alerta. Aquello tampoco figuraba en los textos de los evangelistas. Y pensé que quizá fuera útil e interesante estar presente en dicha reunión de los «correos». Después de todo, las siguientes y supuestas apariciones del Cristo —siempre según los Evangelios— no deberían producirse hasta el atardecer. Lo planeado por Caballo de Troya era tan sencillo como problemático. Si fracasaba en las primeras manifestaciones del resucitado —como así había sido—, debería dirigir mis esfuerzos a la localización de los discípulos que menciona Lucas (24, 13-35) y que, según este relato, habitaban en un pueblo llamado Meaux, a unos sesenta estadios de la Ciudad Santa. Si el empeño volvía a naufragar, la operación había fijado mi inexcusable presencia en el que parecía el último acontecimiento «prodigioso» de aquel domingo: la parición en el cenáculo. En caso de fracaso, tenía por delante otras oportunidades: la que menciona Juan, «ocho días después y con la presencia de Tomás», o los intrigantes sucesos de la Galilea. Pero estos últimos acontecimientos —que constituían nuestra fase final—, quedaban aún muy lejos. De momento, como digo, mi preocupación se centraba en los discípulos de Emaús. Y antes de partir hacia la casa de Nicodemo, simulando un especial interés por las mimbreras que, al parecer, crecían en la Ammaus que cita Flavio Josefo (Guerra, VII, 217)[131], hice algunas discretas preguntas entre los sirvientes de Elías Marcos, enfocándolas fundamentalmente en el sentido que me preocupaba: la búsqueda e identificación de «alguien» próximo al grupo de fieles del Nazareno, que viviera en dicha aldea y que pudiera auxiliarme en el falso cometido de la compra de mimbre. Como comerciante no tenía nada de extraño que hubiera puesto mis ojos en el lucrativo negocio de las referidas mimbreras. Me estaba terminantemente prohibido hacer la menor alusión sobre la supuesta aparición en el camino hacia Ammaus o Emaús y, consecuentemente, debía practicar mis pesquisas con un celo exquisito. Pero nadie en la casa —ni siquiera la madre de Juan Marcos o la Magdalena— supo darme razón. Deseché la idea de interrogar a los apóstoles reunidos en el piso superior. Y algo intranquilo por aquella nueva frustración, me consolé a mi mismo, imaginando que quizá David Zebedeo —excelente conocedor de las gentes que habían rodeado a Jesús— podría sacarme de dudas.
Y con esta excusa, previa autorización de su madre, el joven Juan Marcos y quien esto escribe se encaminaron hacia la residencia de Nicodemo, otro notable personaje en la vida de la Ciudad Santa y amigo público —nada «secreto», como insinúan los evangelistas— del rabí de Galilea. Por el camino, mientras cruzábamos el barrio alto, el muchacho fue respondiendo a algunas de mis preguntas sobre aquel rico fariseo, miembro del Sanedrín y emparentado con la rama de los ben Gorión. Años más tarde —según cita Josefo (B. IV, 3, 9)—, un tal Gorión o Gurion ocuparía un puesto prominente en la Jerusalén del 70. Nicodemo o Naqdemón comerciaba con trigo, habiendo llegado a amasar una envidiable fortuna, estimada por sus enemigos en más de un millón de sestercios[132]. Entre los seis mil «santos» o «separados», como se denominaba a la casta de los fariseos, contabilizados en la Palestina de los tiempos del rey Herodes[133], nuestro hombre —como el de Arimatea y otros miembros de la «nobleza»— se habían distinguido siempre por su Espíritu liberal y «aperturista», más próximo a la escuela de Hillel que a la de Schammaí[134]. Ambas ideologías o tendencias dentro del fariseísmo de la época apuntaban hacia una especie de «derecha» e «izquierda». Hillel, que fue ganando terreno, simbolizaba la izquierda: más abierta, prudente y comprensiva que la Schammaí, rígida, reaccionaria y más ritualista. Y Nicodemo siguiendo el ejemplo del propio Maestro —que tuvo muy en cuenta la escuela de Hillel—, se sentía más cercano a la referida y cada vez más numerosa «ala de izquierdas». Y aunque otras oportunidades de profundizar en el curioso «mundo» de las comunidades fariseas o haberáz y en los igualmente «separados» esenios —ambas ramas partían de un tronco común— creo que no es malo insistir de vez en cuando en un hecho ya apunté en otros momentos de este diario y que puede ser a la hora de distinguir a unos fariseos de otros. Desgraciadamente, el mundo moderno los ha metido a todos en la misma olla. Y no es justo. Hubo fariseos que defendieron a Jesús, que se distinguieron y enorgullecieron por su amistad con el Galileo y que, incluso, como en el caso de algunos de los diecinueve sanedritas ya citados, no dudaron en dimitir del Consejo y observaron las irregularidades de Caifás en el proceso seguido contra el Maestro. Las diatribas del rabí de Galilea no iban dirigidas contra éstos, casi todos solidarios con las enseñanzas de Hillel. Las famosas invectivas de Mateo (13) —«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas…!»— fueron lanzadas contra los fariseos de «derechas». Era un secreto a voces que tales «santos» eran «mentirosos», «sepulcros blanqueados» y que «echaban a lomos de otros las cargas que ellos se negaban a llevar». Eran los popularmente conocidos como «fariseos teñidos» y que un viejo apólogo, recogido por el Talmud, retrata a las mil maravillas. El apólogo en cuestión reza así: «Hay siete clases de fariseos: el fariseo “¿dónde está mi interés?» El fariseo «bien lo parezco». El fariseo «me sangra la cabeza», porque camina con los ojos bajos para no ver a las mujeres y tropieza con los muros. El fariseo majadero, que camina tan encorvado que parece una mano de almirez en un mortero. El fariseo «¿cuál es mi deber para cumplirlo?» El fariseo «hago una buena acción cada día» y, finalmente, el único y verdadero fariseo: el que lo es por temor y amor de Dios.”
Y en esta barahúnda de criterios y posturas, Nicodemo, como digo, había tenido el suficiente coraje como para, no sólo enfrentarse a los de «derechas», sino, incluso, a muchos de sus compañeros de «izquierdas», para quienes las enseñanzas del difunto Galileo eran dudosas y excesivamente radicalizadas hacia una especie de «extrema izquierda». Así fueron calificadas las palabras del Hijo del Hombre cuando defendía a las prostitutas y a los «impuros gentiles» o cuando aceptaba en su grupo a mujeres e, incluso, a un publicano o recaudador de los impuestos indirectos, como fue el caso de Mateo… ¡Dios mío!, ¡qué poco parecen haber cambiado las cosas después de dos mil años! ¿Cuántos miembros de las iglesias del siglo XX encajarían en la rigidez e intransigencia de aquellos fariseos de «derechas»?
De buena gana me hubiera acercado a los numerosos corrillos de hebreos que fuimos encontrando conforme nos acercábamos a la muralla norte. Discutían, polemizaban y se comunicaban mutuamente las «últimas noticias» sobre el sepulcro vacío del rabí de Galilea. El suceso, lógicamente, había terminado por filtrarse a la población y Jerusalén fue convirtiéndose en un increíble mentidero, donde, incluso, se cruzaban apuestas sobre la suerte del crucificado. Era la comidilla del día. Y tan excitante e inevitable situación me alarmó. El sumo sacerdote y quienes habían maquinado para perder al Maestro no recibirían con agrado aquellos imparables rumores sobre la pretendida resurrección y la consiguiente magnificación del odiado galileo. Algo inventarían para anular tal movimiento…
Crucé de nuevo la puerta de los Peces y, guiado por el muchacho, tomamos la ruta de Cesarea, hacia el oeste. La mansión de Nicodemo —mucho más lujosa que la de José— se asentaba a cosa de tres estadios de la ciudad (unos 500 metros), en lo más alto de las estribaciones del cerro del Gareb: a unos 778 metros sobre el nivel del mar y en lo que podríamos considerar como la zona privilegiada de los extramuros de Jerusalén. En dicho promontorio, situado entre las calzadas de Cesarea y Samaria, los judíos adinerados habían levantado sólidas y espaciosas villas —muchas de ellas siguiendo las tendencias arquitectónicas romanas y helenas—, a la sombra de corpulentos terebintos, encinas y cipreses. Quedé maravillado por la paz del lugar y por las soberbias edificaciones, que nada tenían que ver con las míseras casuchas de adobe y paja triturada de los dos grandes barrios de la ciudad santa.
El solícito y eficaz Juan Marcos se detuvo al fin frente a uno de aquellos palacetes de dos plantas, perfectamente acordonado por un muro de piedra, rematado por un enrejado de casi dos metros de altura y que aparecía semienterrado por una tupida red de enredaderas. Un amplio jardín de fina y mimada hierba se derramaba frente a la casa. A la derecha de la cancela de hierro divisé un pozo, sombreado por varias y altas encinas. Las había del tipo «velani», de unos quince metros de altura, y las casi eternas «de agallas», de menor corpulencia.
Un estrecho sendero de inmaculados guijarros de río —blancos como los muros de la mansión— conducía al frontis de la casa. Siguiendo la moda de aquella época, Nicodemo había levantado su villa de acuerdo con el más puro estilo de las residencias romanas o domus. El atrium o parte semipública destacaba por su clara forma de tetrastilo, consistente en un desahogado patio cuadrangular, rodeado por columnas y sostenidas por un pilar en cada uno de los ángulos del citado patio. En el centro del enlosado, como había observado en la casa de Lázaro, se abría una cisterna rectangular en la que se recogía el agua de lluvia. Unas relucientes y semicirculares escalinatas de mármol blanco daban acceso a la morada propiamente dicha. Pero, en esta ocasión, no tuve oportunidad de visitarla. David Zebedeo, el dueño del lugar y un nutrido grupo de personas —quizá treinta o treinta y cinco en total— dialogaban a la izquierda del tetrastilo, a la sombra de aquella zona de la columnata.
Por una vez había llegado a tiempo. Y allí fui testigo de otro suceso que, aunque anecdótico, resultó tan emocionante como nuevo.
Cuando nos aproximamos, varios de aquellos hebreos, jóvenes en su mayoría, cubiertos por los típicos mantos a rayas verticales azules y rojas, discutían al estilo judío: a grandes voces y gesticulando sin medida.
Nicodemo, sentado en una silla de tijera, contemplaba la escena en silencio. Al verme llegar sonrió, levantando su mano izquierda en señal de amistad. Mi obligada presencia al pie de la cruz me había valido la estima de muchos de aquellos fieles seguidores del Maestro. Porque, conforme fui adentrándome y comprendiendo el motivo de la polémica, deduje que todos los presentes eran eso: discípulos del rabí. David, en pie y a la izquierda del anfitrión, seguía las opiniones con atención pero con una sombra de tristeza y decepción en sus ojos garzos. Una veintena de hombres se hallaba sentada a los pies del Zebedeo, pendiente del menor movimiento o palabra del jefe de los emisarios. ¿Serían aquellos los «correos» convocados por el hermano de Juan y Santiago?
La discusión discurría —¡cómo no!— en torno al sepulcro vacío y a la pretendida resurrección de Jesús. La mayor parte de las opiniones de los discípulos me resultó harto familiar. Parecían contagiados del escepticismo de Pedro y demás apóstoles. Se burlaban descaradamente de la de Magdala, calificándola de «cortesana beoda», «mentirosa como buena mujer» y «visionaria trastornada». El tono de los insultos fue adquiriendo índices preocupantes y, con un autoritario gesto de sus manos, el Zebedeo impuso silencio, recordando a los más enfurecidos que, «entre aquellas mujeres visionarias se hallaba su madre, Salomé…»
Avergonzados, los hebreos bajaron las cabezas, pero continuaron mascullando su retahíla de «imposible», «increíble» y «fantástico»…
Y David, a quien no recuerdo haber visto perder su temple, retiró el manto que cubría su cabeza, dejando al descubierto su gran mata de pelo crespo y ligeramente blanqueado por unas prematuras canas. Y dirigiéndose a los que estaban sentados en el enlosado, les habló así:
—Vosotros todos, hermanos míos, me habéis servido siempre de conformidad con el juramento que nos hicimos mutuamente. Ahora os tomo como testigos de que jamás di una falsa noticia…
No cabía duda: aquellos veinte o veinticinco hombres eran los «correos», que tan eficaces servicios habían prestado al grupo apostólico del Cristo.
—Os voy a confiar la última misión como mensajeros voluntarios del reino. Al hacer esto, os libero de vuestro juramento. Amigos: declaro que hemos terminado nuestro trabajo. El Maestro no necesita ya de mensajeros humanos. ¡Ha resucitado de entre los muertos!
El cálido timbre de voz de David había ido ganando en excelencia y solidez, haciendo vibrar los corazones de sus hombres. Algunos de los discípulos negaban con la cabeza antes de su arresto —prosiguió sin inmutarse ante los gestos de desacuerdo de los hebreos—, nos dijo que moriría y que resucitaría al tercer día.
Hizo una pausa y, clavando sus ojos en los disconformes, exclamó con una fuerza que no dejaba opción a la duda:
—He visto su tumba, está vacía. Hablé con María Magdalena y con otras cuatro mujeres que se entrevistaron con Jesús. Ahora os despido y os digo adiós, al tiempo que os envío a vuestras respectivas misiones con el siguiente mensaje, que llevareis a los creyentes.
El silencio apenas si fue roto por los alegres trinos de las golondrinas que planeaban sobre el patio.
—Jesús ha resucitado de entre los muertos. La tumba está vacía.
Al momento, el Zebedeo hizo una señal y uno de los sirvientes de la casa avanzó desde detrás del grupo, cargando entre sus manos una torre de cartuchos cilíndricos, confeccionados a base de cuero y con un cordoncillo en forma de lazada en uno de los extremos. Fue a situarse junto a David y éste, tomando uno de los tubos marrones, levantó la caperuza, extrayendo un pequeño rollo de piel de cabra. Leyó el contenido y, con un gesto de aprobación, lo devolvió al interior. Como un solo hombre, los emisarios se pusieron en pie y, uno tras otro, fueron acercándose a su jefe, quien, tras abrazarles, les iba entregando el correspondiente cilindro. A cada uno le llamó por su nombre. Y a cada uno le deseó suerte. En total conté veintiséis «correos». Todos, sin excepción, eran jóvenes: entre veinte y treinta años.
Portaban armas y un par de sandalias de repuesto que colgaban en las anchas y ceñidas fajas o hagorah.
Pero la emotiva escena se vio enturbiada por nuevas y agrias intervenciones de los discípulos, que buscaban convencer a David Zebedeo para que desistiese de su «loco propósito», transmitiendo un mensaje que —en opinión de la mayoría— era falso. Sin embargo, el imperturbable jefe de los emisarios no replicó ni se dignó mirarles. Continuó con sus entregas, sin dejar de sonreír a sus hombres. Éstos, conforme recibían el cartucho, pasaban el cordón por sus cabezas, dejando que el cilindro colgara sobre sus pechos.
En vista del nulo éxito con David, los hebreos, desolados y furiosos, la emprendieron con los emisarios, tratando de persuadirles. Pero el resultado fue igualmente desastroso. Aquellos jóvenes y entusiastas corredores tenían una fe ciega en David. Jamás les había defraudado y ahora, como en tantas ocasiones, se dispusieron a cumplir su último trabajo en el particular servicio de postas organizado por el Zebedeo[135]. Hacia las 14.15 horas, los últimos «correos» abandonaban la mansión de Nicodemo, rumbo a los cuatro puntos cardinales: Damasco y Siria en el norte; Beersheba, en el sur; Alejandría en el oeste y Filadelfia y Betania en el este. Gracias a aquellos esforzados y valientes emisarios, la noticia de la resurrección iba a ser conocida por primera vez a cientos de kilómetros de Jerusalén y por miles de seguidores del Hijo del Hombre. En el fondo era triste y paradójico que, mientras aquellos veintiséis hebreos que apenas si habían conocido a Jesús de Nazaret corrían por los caminos de Palestina con la buena nueva, los íntimos del Maestro —sobre los que pesaba la responsabilidad de la extensión del reino— siguieran recluidos, cargados de miedo, incertidumbre y desesperación. Sin proponérmelo, había asistido a toda una lección de audacia y fe. Una lección que tampoco consta en los Evangelios…
Tras la marcha de los mensajeros, apenas si crucé unas palabras con David. Los incrédulos discípulos siguieron atosigándole y, deseoso de perderlos de vista, se despidió de Nicodemo, informándole de sus inmediatas intenciones.
Pasaría por la casa de José de Arimatea, recogería a Salomé, su madre, y, acto seguido, emprendería viaje a Betania, a la residencia de Lázaro y sus hermanas. Allí se alojaba parte de la familia de Jesús. Por lo que pude escuchar, el Zebedeo había prometido a Marta y a María acompañarlas hasta Filadelfia, con el fin de reunirse con su hermano Lázaro, huido a causa de las amenazas del Sanedrín.
Y dicho y hecho. David salió del palacete de Nicodemo, regresando a la ciudad. En el corto trecho en el que Juan Marcos y yo pudimos acompañarle, el jefe de los «correos», tal y como suponía, me facilitó una escueta pero valiosa información. Efectivamente, conocía a los famosos discípulos de Emaús. Pero, ante mi sorpresa, me aseguró que no eran exactamente discípulos o creyentes en el reino. Se trataba de dos hermanos, pastores por más señas y, en consecuencia, de pésima reputación.
Uno de ellos, un tal Cleofás, el mayor, parecía sentir ciertas simpatías por Jesús. Pero nada más. El otro, Jacobo, en opinión de David, era una persona inquieta y curiosa que, de vez en vez, acudía a las conferencias y enseñanzas del Galileo.
«Seguramente podrás encontrarlos en la casa de José», añadió, advirtiéndome que —como buenos pastores— quizá tratasen de engañarme. No era la primera vez que oía un comentario como aquél. Para ciertos sectores de la Palestina del tiempo de Cristo, además de la pureza de origen, existía otra realidad de gran peso social: los llamados oficios o profesiones despreciables, que rebajaban de forma más o menos inexorable a quienes los ejercitaban. Y Jeremías hizo un magnífico estudio al respecto. (Zoliner und Sunder: ZNW, 30, 1931.) Y llegaron a redactarse hasta cuatro listas con estos trabajos repudiados y repudiables[136].
La verdad, como siempre, se encontraba en un término medio. Aunque muchos de estos oficios podían conducir a sus ejercitantes a la tentación del robo, de la picaresca o de la mentira, la realidad, como digo, no era tan dramática. Cierto que para muchos sacerdotes, escribas, fariseos y puritanos de la Ley, todos los médicos o pastores o buhoneros eran unos indeseables.
Oficialmente, por ejemplo, a los pastores les estaba prohibida la venta de lana, leche o cabritos. (Se suponía que podían ser productos robados a los legítimos dueños de los rebaños o a otros pastores.) Pero, en general, el pueblo liso y llano convivía encantado con estos artesanos, solicitando sus servicios cuando lo creía oportuno. De todas formas, la advertencia de David —precisamente por proceder de un hombre que consideraba justo y sincero— me puso en guardia. Y al cruzar bajo la muralla norte nos despedimos. Él siguió hacia el extremo meridional de Jerusalén y Juan Marcos y yo, hacia el este, en dirección al Templo.
Si hubiera seguido su consejo, acudiendo con él a la mansión de José de Arimatea, no habría tenido que lamentar, una vez más, mi escasa fortuna…
Antes de partir de la casa de Elías Marcos, yo había solicitado de María, la dueña, un pequeño favor. La mujer consintió sin reservas ni recelos. Como extranjero, necesitaba de un guía que simplificase mis idas y venidas por la ciudad. En cierto modo, así era. Y el joven Juan Marcos saltó de alegría al recibir la autorización de su madre. Durante aquella jornada —«y todas las que hubiere menester», según la señora— podría encontrar a su benjamín, presto y encantado para servirme— Y gracias a la generosidad de tan entrañable familia, mis pasos por Jerusalén no fueron tan torpes ni infructuosos como en la primera aventura— A pesar de ello, como salta a la vista y como expondré poco a poco, el destino seguiría burlándose de mí…
La razón por la que no acompañé a David Zebedeo hasta la mansión del anciano sanedrita de Arimatea fue casi banal. Pero así había sido establecida por Caballo de Troya y yo debía ajustarme a lo programado, siempre que fuera posible. Como ya mencioné, las siguientes y siempre supuestas apariciones del Cristo no se registrarían hasta el atardecer. El ocaso tendría lugar a las 18 horas y 22 minutos. Nos aproximábamos a la hora «nona» (las 15) y, en consecuencia, al disponer de un relativo margen de tiempo, todos mis esfuerzos debían concentrarse en otro de los objetivos clave de la misión: el rastreo, localización y rescate del micrófono, involuntariamente extraviado. El farol en cuyo interior yo había disimulado la minúscula y sofisticada pieza electrónica —que por nada del mundo podía quedar perdida en aquel tiempo— resultó dañado en el par de movimientos sísmicos registrados en las primeras horas de la tarde del viernes, 7 de abril. Y María Marcos había encomendado su reparación a uno de los artesanos en la ciudad alta. Ése, en fin, era mi siguiente e inmediato trabajo. Pero antes debía cumplir otro obligado y necesario trámite: cambiar parte de la media libra romana en oro por monedas fraccionarias— así que, confiado, me dejé llevar por el muchacho.
Sinceramente, si hubiera intentado repetir la travesía por aquel sector del barrio alto y en solitario, el fracaso habría sido mayúsculo. Nada más perder de vista el mercadillo de los tirios, Juan Marcos se echó a la izquierda, entrando en un fétido y claroscuro laberinto de recovecos, pasadizos y callejones sin aparente salida. Aquello no eran calles. Era una demencial red de casuchas imbricadas entre sí, formando un dédalo infernal, apestoso, devorado por una humedad que roía la cal de las paredes de adobe y que me recordó las peores zonas de la Casba de Argel. Del interior de muchas de las viviendas (?), formadas en su mayoría por una única y cavernosa estancia, escapaba un vapor agresivo, con un penetrante olor urinoso, que me recordó el carbonato de sosa o natrum carbonicum. Al asomarme al negro umbral de una de las puertas, medio percibí a dos o tres individuos, chapoteando y restregando una serie de lienzos en el interior de enormes lebrillos de barro. En uno de los rincones, excavado en el suelo de tierra apisonada, un grosero hogar hacía borbotear un gran caldero de bronce del que, justamente, se elevaba aquel vaho, común a toda la zona. Eran los bataneros o «lavanderos», auténticos parias de la sociedad judía, paganos en su casi totalidad, luchando por espumar las mugrientas vestiduras de muchos de sus paisanos. Utilizaban para ello el natrón, unas pastillas de carbonato de sosa, importado de Siria y Egipto y que hacía las veces de nuestro jabón. Una vez lavadas, las túnicas, ropones, faldellines, etc, eran colgados entre casa y casa, convirtiendo los ya angostos y confusos callejones en un tendedero multicolor y chorreante. De vez en vez, a causa del irritante vapor, los bataneros carraspeaban, escupiendo sus esputos y salivazos en mitad de los atormentados e irregulares adoquines.
Aquella sucia y repugnante costumbre, forzada en realidad por las duras condiciones del oficio, había derivado, con el paso de los años, en un símbolo de impureza religiosa. Y aunque constituía un hábito generalizado en todas las clases sociales —incluidas las más refinadas—, el alambicamiento de las leyes y prescripciones religiosas había conducido a situaciones tan absurdas como la siguiente: el esputo de un pagano del barrio alto contaminaba; el de un judío del sector opuesto —de la ciudad alta— no. La «contaminación», naturalmente, era de carácter ritual o religioso. Hacia el año 20, como consecuencia de uno de esos salivazos, llegó a imponerse, incluso, la obligada reclusión nocturna del sumo sacerdote, durante la semana anterior al solemne día de la Expiación. Por lo visto, Simeón, hijo de Kamith, que ejerció como sumo sacerdote entre los años 17 al 18 después de Cristo, tuvo la mala fortuna de recibir el esputo de un árabe en la noche anterior al referido día de la Expiación, viéndose imposibilitado para oficiar.
Sorteando la tela de araña de los tendederos, la mugrienta chiquillería que se asomaba a nuestro paso, y que no dudaba en extender sus manos con la esperanza de alcanzar algún que otro leptón o sestercio, y las hornillas chisporroteantes plantadas por las mujeres en mitad de los pasadizos, desembocamos por fin en la arenosa explanada de Xisto, en la margen derecha del valle del Tiropeón. La altiva muralla oeste del Templo se presentó ante mí, blanca y caldeada por el sol. Y respiré aliviado. A pesar de los cientos de agujas y puntas resplandecientes que coronaban el Santuario central, levantadas para evitar a los pájaros, grandes bandos de palomas y golondrinas hacían de las suyas sobre el majestuoso edificio, sombreándolo con sus rápidos y anárquicos vuelos.
Cruzamos uno de los puentecillos de piedra edificado sobre la seca torrentera que sajaba Jerusalén de norte a sur, ascendiendo las escalinatas del arco de Robinson. Aquel acceso, en forma de «L», llevaba a una de las trece puertas del Templo: a la situada en el extremo suroeste del gran rectángulo amurallado. Un gran vano, abierto en la ciclópea muralla y provisto de enormes puertas de madera de ébano recubierta con planchas de bronce en los dos extremos, conducía directamente al atrio de los Gentiles: la inmensa y hermosa planicie de 225 metros de longitud en la que estaba permitido el acceso a todos los goyims; es decir, a paganos, hombres y mujeres, e, incluso, herejes, impuros, gente enlutada y excomulgados. Como ya referí en anteriores ocasiones, aquella explanada venía a ser una especie de plaza pública, foro romano o gora ateniense, en la que se paseaba, discutía, se pronunciaban los más variados discursos y, por supuesto, se traficaba con todo tipo de mercancías.
Aunque la solemne fiesta de la Pascua de aquel año —doblemente festiva por haber coincidido en sábado— había concluido, la animación seguía siendo extraordinaria. A lo largo del pórtico Real y de Salomón, en las caras sur y este del gran rectángulo, respectivamente, los vendedores y cambistas se afanaban en atraer la atención de los posibles compradores, en un confuso maremágnum de gritos, regateos y encendidas polémicas que, en la mayor parte de los casos, no pasaban de los insultos o de los mutuos reproches. Bajo los techos de madera de cedro, entre la triple columnata de once metros de altura del pórtico de Salomón, numerosos hebreos —escribas en su mayoría— paseaban cogidos de la mano, deteniéndose en ocasiones para contemplar el embriagador paisaje del monte de los Olivos. A lo lejos, en el ángulo noroccidental, los cascos bruñidos de los legionarios romanos, de guardia en las torres de Antonia, destellaban sin cesar, anunciando la pronta caída del sol.
Fuimos sorteando las mesas y tenderetes de los vendedores de tórtolas y palomas, más abundantes ahora que los traficantes de especias, y que, con monótonas cantinelas, mostraban a los posibles clientes los «excelentes y baratos pájaros y aves», destinados en su mayoría a las obligadas ofrendas que debían realizar las parturientas o los leprosos que lograban curarse.
La operación de canje de moneda era siempre engorrosa y ardua. Por supuesto, conocía la técnica del regateo —obligada en cualquier tipo de transacción— y, aun sabiendo que el cambista procuraba siempre engañar al que tenía enfrente, simulé ante Juan Marcos una cuidadosa elección de la mesa sobre la que debía efectuarse la operación. El adolescente, habituado a estos trajines, me recomendó desde el primer momento un viejo caldeo, tocado con un turbante granate y de amplios sarabarae o pantalones persas de seda púrpura. Accedí y, tras una exagerada reverencia, mi joven acompañante me presentó como un honrado comerciante griego, de paso por Jerusalén. Los ojillos del cambista recorrieron en un santiamén mi pulcro atuendo y, señalando hacia la pequeña balanza romana que descansaba sobre el tablero de pino de su tenderete, correspondió con otra no menos falsa y pronunciada inclinación de cabeza. El muchacho, despierto como una ardilla, advirtió mi tardanza en replicar al saludo y, con un disimulado toque de su sandalia, me hizo comprender que estaba siendo descortés. Doblé la cérviz y, antes de que tuviera tiempo de exponerle el motivo de mi presencia, el hombre, en un griego casi perfecto y mostrando orgulloso los hilos de oro que apuntalaban varios dientes postizos (réplicas en marfil de los naturales), dio comienzo a una letanía en la que mezcló su remoto y sagrado origen babilónico con mi sabiduría por haber sabido escoger al «más honesto de los cambistas de monedas puras». El monótono preámbulo formaba parte del ceremonial y, sin ánimo de contrariarle, aguardé pacientemente a que concluyera. Así supe que su nombre era Serug y que descendía del bisabuelo del mismísimo Abraham. También me señaló que, desde lejanos tiempos, una rama de los Serug se había instalado al oeste de Jarán, fundando la ciudad de Sarugí. Por supuesto, no creí una sola palabra, aunque los nombres y datos eran correctos. Y al fin, cuando se sintió satisfecho, entramos en materia. Le entregué uno de los dos saquitos en los que Caballo de Troya había repartido los 163 gramos de oro y, tras derramar su contenido sobre la palma de la mano, jugueteó con las pepitas con la punta del dedo meñique. Tomó una. La levantó sobre su cabeza. Comprobó el brillo y, por último, fue a depositarla cuidadosamente sobre la mesa. Me observó con gesto severo y, como si se tratase de pura rutina, echó mano de una piedra de toque. Frotó la pepita con energía, aplicando a la «señal» dorada un líquido (quizá algo parecido al aguafuerte), comparando el resultado con una prueba-testigo de otra pepita de su propiedad[137]. Satisfecho, pasó a la siguiente verificación tomando un mazo de madera situado junto a la balanza. Lo levantó un par de cuartas por encima de la pepita y descargó un preciso y sonoro mazazo que, naturalmente, aplastó el noble y blando oro. Al primer martillazo le siguieron otros dos, que convirtieron la pepita en una lámina. Naturalmente, el oro era excelente[138] y, con un profundo suspiro, convencido de su autenticidad, recogió la porción, uniéndola al resto de los 81,5 gramos. Preguntó qué clase de moneda deseaba y le aclaré que sequel y sestercios. Yo sabía que aquel cuarto de libra romana en oro era equivalente a unos 189 denarios-plata o, lo que era lo mismo, alrededor de 47 sequel o 1134 sestercios.
El problema, en principio, estaba en las pesas utilizadas por el cambista y en el tipo de interés que marcase por la operación. Vació el oro sobre uno de los platillos de latón de la balanza, buscando a continuación en un cajón de madera en el que se alineaba una batería de pesas de bronce. Yo había sido entrenado para este menester y reconocí las minas (cuyo peso oficial debía ser 571 gramos), los siclos (de 11.4 gramos), los medios siclos (de 5,7 gramos) y los óbolos (de 0,6 gramos).
Pero, tal y como sospechaba, ninguna arrojaba el peso exigido por la Ley. No tardé en comprobarlo. Acostumbrado a este tipo de manipulaciones, el caldeo fue directamente a los siclos, tomando media docena de aquellas cúbicas y desgastadas pesas. Las fue depositando con gran teatralidad sobre el platillo opuesto y, al hacer la número seis, la balanza se equilibró. Tuve que hacer grandes esfuerzos para no sonreír. Era obvio que debería de haber situado siete de aquellas pesas y aún habrían faltado algunas décimas de gramo… El pícaro cambista acababa de robarme algo más de 11,5 gramos de oro. Aún faltaba la tasa o interés fijado como margen en dicho negocio. Y el amigo Serug echó mano de una tablilla de madera encerada que colgaba de un mugriento cordel atado a su faja, garrapateando no sé qué extrañas inscripciones con un fino estilete de hueso que hizo aparecer de debajo del turbante— Fue murmurando para sí una prolija e indescifrable cadena de operaciones matemáticas y, finalmente, con aquella falsa sonrisa colgada de su renegrido rostro, me mostró la tablilla, cantando el resultado final:
–40 sequel y 874 sestercios.
Hice un rápido cálculo mental, deduciendo que, además del robo en el peso, aquel maldito cambista me había aplicado la tarifa más alta permitida: el medio óbolo o media guerá por cada medio siclo o medio šeqel ofrecido. Algo así como un 10 por ciento sobre el valor total… Juan Marcos volvió a darme otro puntapié, animándome a rechazar la oferta, o cuando menos, a regatear. Pero el tiempo apremiaba y desoyendo los justos consejos del muchacho, acepté la proposición. El pagano abrió sus ojos de par en par, sin comprender, y, mudo ante la inesperada reacción de aquel griego supuestamente tonto o excesivamente rico, se apresuró a entregarme la cantidad convenida. Esta vez su reverencia casi le hizo topar con la mesa de cambio.
Y a grandes zancadas, con los reproches de mi amigo a mis espaldas, abandoné el tumultuoso atrio de los Gentiles.
Juan Marcos había empezado a tomarme verdadero cariño. Y yo a él. Y aunque Caballo de Troya, en sus estrictas normas, prohibía cualquier relación que pudiera conducir al nacimiento de lazos de carácter sentimental, dejé hacer al destino. Acaricié sus sedosos cabellos negros y le di a entender que, en el asunto del cambista, el engañado en realidad era el caldeo. Mientras cruzamos de nuevo el Tiropeón le recordé las enseñanzas de su añorado ídolo: Jesús de Nazaret. «La mentira —le dije parafraseando a Chesterfield y a Geibel— es el único arte de los mediocres y el refugio de los viles. Y aunque sea astuta, siempre termina por romperse una pierna.»
Aunque tales frases no habían sido dichas por el Hijo del Hombre, el muchacho alabó mi fidelidad hacia el Maestro, y su estima por el viejo comerciante de Tesalónica creció un poco más.
Cuando me interrogó sobre nuestro próximo destino, quedó sorprendido. Le supliqué que guardara el secreto y, con voz queda, le anuncié que deseaba hacerle un pequeño obsequio a su madre. Sus vivaces ojos se iluminaron y, tomándome de la mano, tiró de mí hacia el sector noroccidental de la ciudad. Le había pedido que me condujera al taller donde, al parecer, él mismo había trasladado el farol cuadrado de hierro forjado que resultó dañado en el terremoto. Realmente deseaba corresponder a las atenciones de la esposa de Elías Marcos y no se me ocurrió mejor argucia que cargar con la reparación de dicho farol. De esta forma —ésa era mi intención—, mi acceso al micro no resultaría sospechoso. Suponiendo, naturalmente, que aún siguiera en su sitio…
Caminamos a todo lo largo de la muralla que separaba los dos grandes barrios y, cuando avistamos las torres del palacio herodiano, giramos a la derecha, atravesando el gran arco de la puerta de Ginnot. Inmediatamente distinguí el martilleo del clan de los herreros; un sonido que, cuando cesaba, servía a las gentes de los alrededores de recordatorio del final de la jornada.
Me asombró la diferencia entre aquella área del barrio alto —pulcramente pavimentada, de fachadas revocadas con cal y sin orines ni excrementos de caballerías en los adoquines gris azulados— y las míseras callejas que había pisado poco antes, en el extremo opuesto. La explicación podía estar en la relativa proximidad del palacio de Herodes. Poco después, al ingresar en una de las fundiciones y descubrir lo que allí se hacía, comprendí las razones del tetrarca para mantener contentos a tales artesanos o «gentes de oficio», como también se les llamaba.
El caso es que, de pronto, me vi en un amplio patio descubierto de unos 15 por 10 metros. Ante mí se abría un espectáculo que hubiera sido reconocido por los hombres de la Edad Media e, incluso, del siglo XIX. Media docena de hombres musculosos, de piel tostada y bañados en sudor, cubiertos únicamente por los saq o taparrabos, se afanaba sobre otros tantos yunques. Con la mano izquierda, ayudados de grandes tenazas de hierro, sujetaban diversas piezas rusientes, que eran rítmica y sistemáticamente golpeadas con pesados y negros martillos. De vez en vez, suspendían el golpeteo, introduciendo los enrojecidos metales en unas cubas de madera repletas de agua o arena, provocando silbantes columnas de humo blanco. El estruendo era tan ensordecedor que Juan Marcos, que se había adelantado hacia uno de los herreros, tuvo que hablarle casi por señas. Al fondo del recinto se alineaban tres curiosas fraguas. Dos eran semiesféricas, rematadas por unas picudas y altas chimeneas. La tercera —construida también a base de bloques calizos— tenía la forma de un pozo. En la base de las dos primeras, a través de sendas «ventanas» practicadas en las piedras, flameaban unos fuegos rojizos y voraces. Según el quenita que regentaba el taller —descendiente de una antigua familia fenicia de herreros ambulantes—, los hornos cerrados se destinaban habitualmente a la fundición de pequeñas cantidades de cobre. El «tueste» preliminar del mineral, extraído de las minas del wadi Arabá, al sur del mar Muerto, se practicaba en hornos situados en las proximidades de dichos yacimientos. En cuanto a los lingotes destinados a la exportación, eran preparados en otra gran fundición: la de Esyón-Guéber, obra de Salomón. A Jerusalén, por tanto, el metal llegaba listo para su última y definitiva transformación. Un ingenioso sistema subterráneo en forma de «L» y recubierto de ladrillo hacía las veces de conducto de aire. Este era insuflado mediante grandes y no menos artesanales «globos», más que fuelles. Consistían en voluminosos pellejos de buey o vaca, amarrados por el cuello y ano e hinchados a pulmón. Una plancha circular, de madera de pino, provista de una abrazadera y fijada con cuerdas a la parte superior de cada odre, servía para deshincharlos. Cuando los hogares perdían fuerza, uno de aquellos herreros situaba el largo «cuello» del buey en el orificio de entrada del tiro subterráneo y, con gran habilidad, procedía a soltar el nudo que contenía el aire, presionando con todo el peso de su cuerpo la referida tapa superior. De esta guisa el fuelle soltaba su contenido, avivando la leña o el carbón vegetal depositados en el lecho del crisol. Después, lenta y penosamente, el obrero debía soplar hasta llenar de nuevo el pellejo.
En el momento en que el cobre o cualquier otro metal alcanzaba su punto exacto de moldeo, los sufridos y excelentes artesanos retiraban los catines cónicos, de barro, atrapándolos con una de sus largas tenazas.
Tanto el suelo terroso como las altas tapias del taller aparecían repletos de las más variadas herramientas, armas e instrumentos domésticos de la época.
Quedé fascinado. Allí había rejas de arado, aguijadas, hachas ordinarias —muy similares a las actuales—, dobles hachas, zapapicos (una especie de hacha y azadón), bocados de caballos, grandes paños de armaduras, cuchillos de múltiples formas y dimensiones, brazaletes, ajorcas, toda suerte de cuencos, tazas y platos y un sinfín de adminículos de uso común en las casas u otros talleres: cinceles, espátulas, agujas, tenazas, hebillas, etc.
Juan Marcos me sacó de mi observación. El capataz o jefe de la fragua se aproximó con él hasta el lugar donde yo esperaba. El muchacho le había explicado mis intenciones y, levantando la voz sobre el frenético martilleo de sus compañeros, me dio a entender que el farol de Elías no había sido reparado aún. Lo comprendí. Aunque la pieza había sido trasladada a la herrería en la misma tarde del viernes, la entrada del sábado y la celebración de la Pascua habían retrasado su arreglo. El quenita, converso a la religión judaica, aprovechó aquellos minutos de descanso para desanudar la banda de tela que rodeaba su frente y cabellos, retorciéndola y escurriendo el abundante sudor que la empapaba. Después me invitó a que le siguiera hasta el rincón donde guardaba el dichoso farol.
Acostumbrado a distinguir y manipular toda clase de objetos metálicos, identificó al momento el motivo de mi presencia en la fragua, rescatándolo sin demasiados miramientos de entre un ingente montón de calderos y cachivaches herrumbrosos. Temí que se entretuviera en revisarlo. Y di gracias al cielo por la providencial jornada festiva. Si aquellos artesanos hubieran puesto manos a la obra, casi con toda seguridad que habrían detectado la extraña pieza y la antena camuflada entre los flecos. En ese supuesto, mi situación habría sido comprometida.
El golpe había quebrado el pie sobre el que se sustentaba la caja de hierro, que resultó igualmente dañada en una de sus aristas y en tres de las cuatro láminas de vidrio coloreado. Con cierto nerviosismo, simulando un especial interés por el labrado del farol, le rogué que me dejara examinarlo. Y el hombre, encogiéndose de hombros, lo extendió hacia mí. Noté cómo las piernas me flaqueaban. Entre las fisuras de los cristales percibí la triple mecha de cáñamo y el cuenco destinado a las cargas de aceite. Y por debajo, tanteando con los dedos, el micrófono!, sólidamente imantado a la base del farol… Ahora debía desprenderlo y ocultarlo en la bolsa de hule. Pero el herrero y Juan Marcos seguían pendientes de mis movimientos y de mi decisión. Tenía que encontrar la fórmula de distraerlos o alejarlos de mí durante unos segundos.
Pregunté al capataz cuándo calculaba que estaría listo y a cuánto podía subir la reparación. No supo responder a ninguna de las cuestiones. Aquello, aparentemente tan fácil, empezaba a enredarse. Y el jefe del taller, impaciente por lo que, en efecto, parecía una minucia, hizo ademán de retirar el farol. Por un momento creí desfallecer. Pero, recordando mi promesa de obsequiar a la madre del zagal, retuve la pieza, manifestándole algo que si complació al quenita. A gritos, aproximando mi rostro a su oído, le expuse que deseaba comprarle algún objeto, con la condición de que fuera realmente valioso y original. Al no especificarle que el destinatario era una mujer, el artesano interpretó que el regalo en cuestión iba dirigido a un hombre. La verdad es que en aquellos tiempos y en la sociedad judía no era muy frecuente que los varones obsequiasen a las mujeres. Y mucho menos tratándose de un pagano y extranjero…
El involuntario error por ambas partes iba a conducirme a un sensacional descubrimiento, al menos desde la óptica de la industria metalúrgica.
—¿Valioso y original? —repitió el herrero. Asentí sin titubear.
Y dando media vuelta se dirigió hacia el tercer horno: el que tenía forma de pozo. Mi guía se fue tras él y, sin pensármelo dos veces, introduje la mano por la base del farol, despegando el micrófono. Sin darme mucha cuenta de lo que hacía, arrojé la caja metálica sobre las marmitas de bronce, apresurándome a guardarlo. Sin poder evitarlo, cerré los ojos y respiré con todas mis fuerzas.
El quenita y Juan Marcos retornaron al punto. El primero sostenía entre sus manos un fino paño de algodón negro, que, obviamente, servía para envolver algo. Pero ese «algo», si juzgaba por las dimensiones de la tela que lo cubría, debía ser largo. El herrero, al notar mi curiosidad, sonrió divertido. Y retirando la parte superior del paño dejó al descubierto toda una obra de arte: una espada de unos sesenta o setenta centímetros, enfundada en una vaina de marfil, finamente esculpida por ambas caras con un trenzado de estrellas de cinco puntas.
Comprendí que había un error. Pero, fascinado, eché mano de la blanca y cilíndrica empuñadura, también de marfil, desenvainando el arma. Como los gladius romanos, disponía de doble filo y una parca pero afilada punta. Al blandirla noté algo raro. Pesaba muy poco. Y, de pronto, el reflejo rojizo de las fraguas se difundió por la hoja, arrebatando mi atención. Examiné el supuesto hierro y, desconcertado, descubrí que ambas caras se hallaban cruzadas por una oleada de bellas y suaves marcas ondulantes que le daban una tonalidad blanca-azulada. Levanté los ojos y la sonrisa de profunda satisfacción del quenita me confirmó en mis sospechas. Aquello no era hierro.
¡Era acero! Pero ¿cómo podía ser? Las primeras descripciones conocidas del denominado acero de «Damasco» datan del año 540 después de Cristo. Tenía que haber una confusión. Me aproximé a una de las bocas de los crisoles y, a la luz del hogar, repasé con la vista y con los dedos la enigmática superficie de la espada. Yo había tenido oportunidad de contemplar en más de una ocasión el fascinante ejemplar existente en el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York —una cimitarra persa del siglo XVII—, trabajada a base de un acero con altas concentraciones de carbono y con las típicas marcas verticales o «escalera de Mohammed» en su hoja.
Sí, no cabía duda. Aquellas regiones blanquecinas del acero eran carburo de hierro o cementita. Y las bandas oscuras del fondo, hierro con un índice inferior de carbono.
Ciertamente, yo sabía que el uso del acero de «Damasco»[139] pudo ser conocido en los tiempos de Alejandro Magno (323 años antes de nuestra Era). Pero, hasta ese momento, no había una constatación fidedigna de que hubiera sido utilizado y manipulado en el siglo I.
El herrero se resistió a revelarme su secreto. Pero, tras asegurarle que sólo deseaba averiguar el lugar de origen del «misterioso material» que permitía la confección de semejante arma, me llevó a un pequeño cobertizo de paja, mostrándome una pastilla de unos 75 milímetros de diámetro, de color plomizo y muy similar a los discos usados en el hockey sobre hielo. Era el famoso wootz o acero fabricado en la India y que —eso no quiso decírmelo— había empezado a llegarle regularmente con una de las caravanas mesopotámicas.
En el tercer horno, siempre en el mayor de los secretos, el herrero sumergía la pieza de wootz a temperaturas que oscilaban entre los 650 y 850 grados centígrados, forjando después el acero. (Los aceros con muy alto contenido de carbono son dúctiles en este intervalo de temperaturas.) Al carecer de termómetros, estos ingeniosos herreros estimaban las diferentes temperaturas por referencias antiquísimas, transmitidas de padres a hijos, como la encontrada en el templo Balgala, en el Asia Menor. Decía así: «Caliéntese el bulat [acero de “Damasco”] hasta que no brille, tal como el sol naciente en el desierto, enfríese después por debajo del color de la púrpura real, e introdúzcase en el cuerpo de un esclavo musculoso… la fuerza del esclavo se transfiere a la hoja y es la única que confiere su resistencia al metal.»
Al margen de esta última y fantástica «prescripción», la verdad es que las indicaciones de los colores —«sol naciente» y «púrpura real»— eran bastante aproximadas. Alrededor de mil grados Celsius para el «sol naciente» y unos ochocientos para la «púrpura real». Por último, las piezas eran templadas en salmuera caliente, a unos treinta y siete grados Celsius.
Debo confesarlo. Mi primer pensamiento fue adquirir aquel ejemplar «supersecreto», —desconocido, incluso, para las legiones romanas— y depositarlo en el módulo. Pero la acción no habría sido aprobada por Caballo de Troya y, tal y como había planeado, opté por obedecer mi impulso inicial: regalárselo, no ya a María, la madre del muchacho, sino a Elías, su padre. En el fondo, mi presente sería igualmente bien acogido por ambos. No hubo problemas ni regateos en la venta. Los 50 denarios exigidos por el herrero me parecieron justos. A cambio, conseguí que el arreglo del farol entrara también en aquel precio final. Al recibir las monedas de plata, el quenita, desbordado por la inesperada y redonda operación, echó mano del amuleto que colgaba de su cuello, besándolo. ¡Era un clavo de bronce de un ajusticiado en suplicio de cruz!, quizá más adelante se presente la ocasión de hablar también de las increíbles supersticiones de los judíos y paganos que poblaban la Palestina de Cristo. Pero ¡Dios mío, son tantas las cosas que debo contar…! Sólo pido fuerzas para llegar al final del relato de lo que fue nuestra segunda… y tercera aventuras.
Consulté la posición del sol. Faltaban alrededor de dos horas para el ocaso.
Debía apresurarme si quería localizar a los pastores de Emaús. Lucas habla en su evangelio de que «atardecía cuando se acercaban al pueblo» y que los discípulos intentaron convencer al aparecido para que pernoctara con ellos, ya que «el día declinaba». Estas «pistas», aunque inseguras, eran las únicas de que disponía. Si la aldea en cuestión se encontraba a sesenta estadios —dato aportado también por Lucas (24, 13-14)— era lógico suponer que los hermanos, buenos andarines, dada su condición de pastores, deberían partir de Jerusalén hacia las 17 o 17.30; es decir, una hora u hora y media antes del ocaso, fijado en esa fecha para las 18.22, tal y como ya he comentado en otras ocasiones.
Con un poco de suerte, quizá los encontrase aún en la mansión de José… Al pillarnos de camino, nos detuvimos unos minutos en la residencia del joven Juan Marcos. El muchacho, feliz, corrió al encuentro de su madre, relatándole atropelladamente nuestras incidencias. Elías, el esposo, no había regresado aún, e, impaciente por acudir al encuentro del anciano de Arimatea, deposité mi regalo en manos de María, agradeciéndole de paso sus bondades. La mujer, atónita, no acertó a pronunciar palabra alguna. Y sin darle opción a rechazar el presente, me despedí, adelantándole que, casi con toda seguridad, volveríamos a vernos con la caída de la tarde. El silencio reinante en la casa —en especial en el piso superior— me dio a entender que todo seguía igual entre los íntimos del Maestro. Y sin aguardar a Juan Marcos, salí precipitadamente, descendiendo veloz por una de las rampas semiescalonadas que moría en el ángulo sur de la ciudad. Crucé otro de los puentecillos sobre el cauce del Tiropeón, rodeando la alta edificación que encerraba la piscina de Siloé. Los rayos del sol, muy oblicuos ya, iluminaban las columnas que remataban los muros del popular estanque. El tiempo seguía corriendo en mi contra. Esta vez no podía fallar. Era vital que localizase a los pastores y que me enfrentara —cara a cara—, con el misterioso resucitado.
La sólida casa de José, erigida al pie de la muralla este y muy próxima a la sinagoga de los Libertos, fue siempre uno de los emplazamientos más fáciles de ubicar. El escudo circular, con una estrella de David y las cinco letras hebreas entre las puntas, formando la palabra «Jerusalén», primorosamente labrado en el pétreo dintel, era la última y definitiva confirmación para mí.
Antes de entrar establecí una rutinaria conexión con la «cuna». Eliseo parecía muy excitado y animadísimo. Sus trabajos sobre el lienzo mortuorio habían empezado a dar unos frutos sorprendentes. Confirmé la hora —las 16.55— y, tras desearnos mutua suerte, crucé el umbral con decisión. Pero mi entusiasmo no tardaría en venirse abajo…
Ya desde la puerta pude escuchar una mezcla de gritos y cánticos que me alarmó. Salvé el vestíbulo y al pisar el enlosado de ladrillo del patio central, lo que presencié terminó por desconcertarme. Hombres y mujeres, discípulos y seguidores de Jesús en su mayoría, corrían de un lado para otro, tropezando entre si y como si huyeran de algo. Chillaban, reían o lloraban, abrazándose y elevando los brazos hacia el cielo. En uno de los ángulos, en el claustro porticado que rodeaba el lugar, otro grupo de mujeres batía palmas, danzando en círculo. No entendía nada. Al oír los lamentos pensé que alguna súbita desgracia había acaecido en la casa del anciano sanedrita. Pero, por otra parte, las danzas y muestras de alegría…
De improviso, por una de las puertas que desembocaba en el patio, vi aparecer a José, seguido de uno de los sirvientes. El esclavo portaba un cántaro y un lienzo blanco que colgaba de su brazo derecho. Ambos llevaban prisa. Al verme, el de Arimatea, sin detenerse, me hizo un gesto, invitándome a seguirle. Y así lo hice, intrigado y confuso.
Entramos en una de las estancias, débilmente iluminada por cuatro o cinco lucernas de aceite. Al principio sólo distinguí unos bultos encorvados que se agitaban en la penumbra. José y el siervo se abrieron paso entre las sombras y fue entonces cuando advertí que se trataba de otro núcleo de hebreas lloriqueantes. Me asomé por encima de las mujeres y descubrí en el suelo, desmayada sobre las esteras, a mi vieja amiga: la de Magdala. Sentí un escalofrío. ¿Qué le había sucedido en esta ocasión? Me arrodillé al lado de José y, mientras el sirviente mojaba el lienzo en el agua de la jarra, le tomé el pulso. No parecía grave. Al contacto con el frescor del pañuelo, la demacrada Magdalena se estremeció.
—¿Qué ha sucedido? —pregunté al sanedrita sin poder hacerme una idea de lo ocurrido.
A José le costó responder. Su faz presentaba una palidez tan acusada como la de la mujer. Y haciendo un esfuerzo, como si le faltaran las palabras, susurró, al tiempo que dibujaba un círculo en el aire, señalando al corro de mujeres:
—Estas… que dicen que le han visto.
Había escuchado perfectamente. Pero, durante segundos, quedé mudo. Perplejo.
—¿Otra vez? —acerté a balbucear.
El de Arimatea se puso en pie y yo le imité. Y ambos nos despegamos del grupo que, solícito, atendía a la Magdalena. María empezaba a recuperarse de su desfallecimiento. Y una vez distanciados, le rogué que se explicara con mayor precisión.
—No sé —dudó el anciano—, yo no estaba aquí… Dicen que ha vuelto a presentarse.
—Pero ¿quién?
Mi interlocutor me miró con un cierto reproche. En efecto, la pregunta había sido absolutamente estúpida.
—¡Ah!, comprendo —rectifiqué, clavando mis ojos en los suyos.
Pero José esquivó la mirada y antes de que acertara a expresarle mi profundo escepticismo, se adelantó, diciendo:
—Sé lo que piensas. Pero, esta vez, hay algo más… Algo que, seguramente, aún no conoces.
Aguardé expectante. Pero la entrada en escena del siervo frustró la aclaración del nervioso dueño de la casa. El esclavo había concluido su cometido y preguntó al amo si consideraba necesario reclamar la presencia de un médico. El de Arimatea me repitió la cuestión y, yo, convencido de que los síntomas reflejaban únicamente un trastorno pasajero y de poca monta, negué con la cabeza. El inoportuno sirviente se retiró y José, que parecía haber olvidado sus anteriores palabras, dio media vuelta, reincorporándose al grupo. María, casi repuesta, se hallaba recostada sobre varios almohadones. Alguien le acababa de proporcionar una copa de vino y, sorbo a sorbo, luchaba por entonarse.
El de Arimatea solicitó silencio. Y dirigiéndose a la de Magdala, le preguntó:
—¿Quieres repetirnos lo ocurrido?
La mujer levantó los ojos. Nos miró con un infinito cansancio y accedió con un casi imperceptible movimiento de cabeza. Una solitaria lágrima había empezado a rodar por su mejilla derecha. Sentí lástima. Tres apariciones, y en todas como testigo, era demasiado… Aquella situación empezaba a preocuparme seriamente. ¿Estaba la de Magdala en su sano juicio? ¿No sería que la muerte de su adorado Maestro la había trastornado? En aquellos momentos lamenté no haber indagado en los antecedentes de María. ¿Qué había querido decir el evangelista cuando asegura que la Magdalena fue curada por Jesús, «expulsando de ella siete demonios»? ¿Se trataba de algún tipo de enfermedad mental? ¿Quizá de una ninfomanía? ¿O estaba refiriéndose a un contagio venéreo? No podía olvidar sus años como prostituta en la villa de Magdala… Claro que la citada expresión —«siete espíritus malignos o inmundos»— podía ser igualmente una «clave» o una imagen esotérica o cabalística, a las que eran tan aficionados los orientales. Y me prometí a mí mismo que a la primera oportunidad hablaría con ella e intentaría reconstruir su «historial clínico». A primera vista, María era una mujer sana. Con demasiada experiencia para su edad —fruto de su trabajo como cortesana—, valiente y sincera. Se revelaba contra la odiosa e injusta opresión de sus compañeras en la sociedad judía. Siempre me había llamado la atención su audacia y claridad mental. Y, por enésima vez, me pregunté si estaría siendo víctima de algún tipo de alucinación o de neurosis. Dentro del complejo mundo de la psicopatología de la percepción, el estado afectivo del individuo puede condicionar gravemente la objetividad de lo que observa o de lo que cree observar. Y el ánimo de María, como el de muchos de los discípulos, se hallaba quebrantado por los últimos y funestos sucesos[140].
Repasé mis viejos conocimientos de psiquiatría y psicopatología, en un afán por racionalizar aquel cada vez más enredado fenómeno de las supuestas apariciones cristológicas. De acuerdo con la clásica definición de Balí sobre la alucinación, ésta resulta una «percepción sin objeto», con el pleno convencimiento por parte del sujeto de la realidad del mismo. De esta forma, la alucinación verdadera o psicosensorial es definida por Ey y Claude en función de tres parámetros: proyección objetivante en el espacio exterior al sujeto, cuya personalidad entera queda implicada en este acto perceptivo anómalo; ausencia del objeto, y juicio de realidad positivo… Para la de Magdala y el resto de las testigos, el «objeto» —Jesús en este caso— constituía algo real y exterior a ellas. Con formas físicas claras e, incluso, con voz. Las cosas, por tanto, se complicaban extremadamente. Esta supuesta «realidad» externa descartaba la primera categoría dentro de las alucinaciones.
La que Ey llama «seudoalucinación» o alucinación psíquica y que constituye con frecuencia un trastorno común en las esquizofrenias y otros delirios crónicos. Uno de los datos más definitorios es su aparición en el interior del individuo. Que yo supiera, ninguna de aquellas hebreas sufría de esquizofrenia alguna.
En cuanto al segundo tipo de alucinación —la alucinosis—, tampoco aparecía demasiado claro. Las alucinosis son definidas como percepciones «sin objeto» y correctamente criticadas por el protagonista, que las vive como algo patológico[141]. Que yo recordara, la Magdalena siempre rechazó la posibilidad de que lo que había visto y oído fuera irreal. Ella, incluso, trató de abrazarse a los pies «transparentes» del Maestro… De todas formas, como digo, el asunto era confuso. Yo desconocía si la mujer había padecido o padecía en esos momentos alguna enfermedad somática. Quedaba la tercera categoría —la «ilusión»—, que supone una deformación de algo real y que suele darse en personas sanas y en enfermos. Si son numerosas y de gran vivacidad se denominan «pareidolias». Es bien conocido el ejemplo de individuos que, partiendo de las ramas de un árbol, creen ver caras o figuras de lo más diverso. En este nuevo supuesto, tropezaba con otro no menos espinoso problema; ¿qué podía haber sido ese «algo» real que, tanto la Magdalena como las otras, habían falsificado en sus mentes, convirtiéndolo en una ilusión? ¿O no se trataba de una ilusión?
Al carecer de elementos de juicio, no quise plantearme siquiera la o las posibles causas de las alucinaciones en cuestión, suponiendo, repito, que fueran tales. (Por supuesto, algunas de las teorías patogénicas de las alucinaciones no encajaban en el caso de María.) Y dentro del capítulo psiquiátrico de la clasificación de los trastornos perceptivos, según el canal sensorial, las denominadas «alucinaciones visuales» tampoco encajaban del todo con lo descrito por las hebreas. Las características en estas alucinaciones varían extraordinariamente: aparecen como elementales o complejas, móviles o estáticas, en blanco y negro o en color, agradables o amenazantes (que son las más comunes), de tamaño reducido o «liliputienses» o gigantes («agulliverianas»)[142].
Las descripciones que llevaba oídas —un Jesús estático, nada amenazante, en color y a tamaño natural— constituían una enrevesada mezcolanza que coincidía a medias con los rasgos típicos de las citadas alucinaciones «visuales». En suma: que estaba hecho un verdadero lío.
—Por favor… —animé a la Magdalena—. ¿Qué ha sucedido? Suspiró y, entre gimoteos, comenzó así:
—Me hallaba aquí, con éstas, refiriendo las dos apariciones del rabí en Betania, cuando… No pude contenerme. Al oír aquello reaccioné con brusquedad.
—¿Betania? ¿Dos qué…?
El tono no gustó a la de Magdala. Y José, conciliador, me rogó calma.
Estaba hacia la mitad de lo sucedido en la casa de Lázaro —prosiguió ella— cuando, inexplicablemente, sentimos frío. Fue una clara sensación. Como de un viento helado. Nos miramos mutuamente, en silencio, extrañadas… Esa puerta estaba abierta, si, pero afuera no hay viento ni hace frío.
A pesar de su evidente cansancio, María razonaba con su habitual dominio y sentido común. Y esto me hundió en una confusión mayor.
Y, de pronto, en el centro del corro, vimos la forma del Maestro.
Al escuchar el relato, algunas de las mujeres rompieron a llorar nerviosamente. Me impacienté. Pero el anciano, con voz imperativa, ordenó silencio.
¡Era Él! Y nos saludó, diciendo: «Que la paz sea con vosotras.»
Preferí no hacer preguntas. Primero debía escuchar la versión de la Magdalena.
Después nos dijo: «En la comunión del reino no habrá ni judío ni gentil. Ni rico ni pobre. Ni hombre ni mujer. Ni esclavo ni señor… Vosotras también estáis llamadas a proclamar la buena nueva de la liberación de la Humanidad por el evangelio de la unión con Dios en el reino de los cielos. Id por el mundo entero anunciando este evangelio y confirmar a los creyentes en esta fe. A la vez que hacéis esto, no olvidéis a los enfermos y alentar a los tímidos y temerosos. Siempre estaré con vosotras hasta los confines de la tierra.» Y dicho esto, desapareció. Nosotras, como ya sabéis, caímos de rodillas, muertas de miedo. Supongo que perdí el sentido. El resto lo conocéis.
Terminada la exposición, cayó en un cerrado mutismo. Evidentemente, María se hallaba muy afectada. Yo diría que bastante más que en las ocasiones precedentes. Su actitud, incluso, era diferente. Había pasado de la euforia, de los gritos y de la lucha contra los escépticos a una introversión y melancolía, impropios de su temperamento. Lloraba, si, pero dulce y sosegadamente. No mostraba deseos de hablar o de comunicarse. Era muy extraño… Pero yo necesitaba aclarar aquel «manicomio». ¿Qué había querido decir con lo de las apariciones en Betania? ¿Es que seguían repitiéndose las supuestas visitas del resucitado? Aquello no tenía ni pies ni cabeza… Los evangelios no hablan para nada de posibles «materializaciones» de Jesús en la casa de Marta y María y tampoco de aquella tercera y dudosa «presencia» a la Magdalena y a las hebreas que la acompañaban. Claro que, en ese sentido, tampoco me fiaba de los evangelistas…
Si María y las otras no estaban mintiendo y no eran víctimas de alguna alucinación, las palabras del Hijo del Hombre, y el hecho en sí de haberse aparecido a mujeres solas, eran sumamente interesantes y significativos. Repito: si era cierta la presencia del rabí, la confirmación del papel de las mujeres en la predicación del Evangelio del Reino había sido escamoteada por los hombres. Así de claro y rotundo. Y no era de extrañar, dado el secundario, casi infantil y menospreciado puesto de las hembras en la sociedad de entonces y de los siglos posteriores. He aquí un testimonio que, de haber sido publicado, quizá habría variado los estrechos, mezquinos y machistas esquemas de las iglesias en relación con las mujeres. Esta vez respeté el silencio de María. Y tomando a José por el brazo, nos encaminamos al exterior. Eran muchas las preguntas que deseaba formularle.
Mis prisas desaparecieron. El inesperado giro en los acontecimientos de aquel agitado domingo me hizo olvidar temporalmente los planes de la misión. Si aquellas nuevas y supuestas apariciones eran reales, ¿qué podía importar ya la localización y el seguimiento de los pastores de Emaús? Jesús de Nazaret era capaz de presentarse en el lugar más insospechado… Debía mantener los ojos bien abiertos. Dejarme guiar por la intuición y, naturalmente, tratar de reconstruir aquel galimatías.
Paseamos largo tiempo bajo el artesonado de cedro de los claustros. Las mujeres, más sosegadas, proseguían con sus cánticos. Uno de los sirvientes nos salió al encuentro, ofreciéndonos una deliciosa y reconfortante copa de vino negro y dulce, aromatizado con miel. La verdad es que el bueno de José no supo darme muchas explicaciones sobre el asunto de Betania. Se encontraba entregado a otros menesteres cuando, a eso de las cuatro o cuatro y cuarto de esa tarde, los criados le anunciaron la visita de María Magdalena. Venía de la residencia de Marta y María, en la pequeña aldea del este. Al parecer, después de su segunda «visión» en el huerto y de su nuevo y estrepitoso fracaso con los apóstoles, tomó la decisión de acudir a la casa de Lázaro, con el fin de hacerles partícipes de las noticias que, en parte, había protagonizado. Un par de horas antes, como ya sabía, David Zebedeo había pasado por la mansión del de Arimatea. Recogió a Salomé, su madre y se despidió de todos, encaminándose al mismo destino que la de Magdala… Cuando ésta llegó a Betania, los rumores sobre la tumba vacía circulaban ya por la población. Los numerosos peregrinos y caminantes se habían encargado de difundirlos y eran conocidos por las hermanas del resucitado y por los miembros de la familia de Jesús que se albergaban en dicha finca.
—No lo sé muy bien —comentó el sanedrita—, pero imagino que los hermanos del Maestro dudaron también de las palabras de la Magdalena. El caso es que, a eso de la hora sexta (hacia las 12), cuando María conversaba con los de Betania, ocurrió otra vez…
El de Arimatea se detuvo frente a la urna en la que guardaba sus valiosas piedras ovoides y esféricas y el vaso de diatreta encontrado en la Germania y, durante algunos segundos, se perdió en un grave silencio. Después, como tratando de convencerse a sí mismo, murmuró:
—Pero, en esa ocasión no fue visto por mujeres asustadizas…
El anciano, con no poca sorpresa por mi parte, terminó su escueto relato —tomado a su vez del de la Magdalena—, informándome que el testigo de esa aparición (la tercera, según mi contabilidad) había sido Santiago, uno de los hermanos del Nazareno. Este hecho, como digo, había confundido mucho más al de Arimatea. Santiago, en efecto, era un hombre muy sensato y cabal. María, a pesar de su natural locuacidad, se había mostrado algo remisa a la hora de describir la visión.
—Por lo visto —añadió José—, la entrevista con Jesús fue muy particular.
La segunda visión de Betania —siempre según el anciano ocurriría horas más tarde. Pasada la nona (más o menos, las 15). Y como en la anterior narración, José hablaba de oídas. Aún así, este cuarto suceso — considerado en un estricto orden cronológico— parecía haberle afectado tanto o más que el de Santiago.
La razón era muy sencilla: esa nueva aparición del Hijo del Hombre, registrada también en la casa de Lázaro, había sido compartida por Marta, María, la familia del Galileo y por David Zebedeo y su madre, que, al parecer, acababan de llegar a la aldea. Yo conocía un poco el carácter calmo y asentado del jefe de los «correos» y comprendí, al igual que mi amigo, que David no era persona fácil de engañar o sugestionar. El dato me dejó perplejo. Al interesarme por las circunstancias de esta última presencia y por el posible mensaje de Jesús, el anciano se encogió de hombros. La de Magdala —que también había presenciado el increíble acontecimiento— apenas si lo había referido.
¡Dios santo! El laberinto empezaba a convertirse en una pesadilla. La Magdalena, según esto, había «visto» y «oído» al resucitado… ¡cuatro veces!
Luego estaban aquellos hombres —Santiago y David—, dignos de toda confianza. Y mis convicciones sobre el fenómeno de las apariciones empezaron a desmoronarse. Ya no estaba tan seguro de que todo fuera pura imaginación, fruto de la neurosis de unas mujeres alteradas emocionalmente o simples alucinaciones individuales o colectivas. Lo confieso honestamente: mi mente, en blanco, se negó a razonar. Quizá fue lo mejor… Lo único que, supongo, me animó a continuar en aquellos difíciles y confusos momentos fue el rígido sentido de mi educación militar. Ahora, más que nunca, debía conservar la calma y la frialdad.
Por supuesto, mi visita a Betania era obligada. Y aunque figuraba en el programa de Caballo de Troya, decidí adelantarla. Las entrevistas con David y con el hermano de Jesús eran vitales.
Estaba decidido a poner orden en la «tela de araña» que me envolvía y, gracias al cielo, lo lograría. Pero antes —¡cómo no!— debería soportar nuevos «sustos»…
Supongo que fue un fallo de mi memoria. Nunca me había ocurrido. Y aunque no entra en mis cálculos el justificarme, aquel lapsus y lo que me sucedería poco después, cuando estaba a punto de entrar en el cenáculo, fueron del todo ajenos a mi voluntad. Iré por partes.
A eso de las 18 horas, en pleno camino de regreso a la casa de los Marcos, caí en la cuenta de que no había preguntado por los hermanos de Emaús. Y, como digo, achaqué el olvido a las emociones y al frenético discurrir de los acontecimientos.
Con la mansión a la vista me detuve, planteándome el dilema: ¿qué hacía? ¿Me aventuraba por la ruta de Jaifá, a la caza y captura de los pastores o permanecía en la residencia de Elías, a la espera de la pretendida aparición a los íntimos del Nazareno? Evalué mis posibilidades. La noche caería a las 18.22 horas. En realidad, como decían los hebreos, «ya casi no se distinguía un hilo blanco de otro negro…»
Si me lanzaba tras Cleofás y Jacobo necesitaría —con suerte— alrededor de hora y media para cubrir los once kilómetros que me separaban del pueblo de las mimbreras. Es decir, por mucho que corriera —y la oscuridad no me facilitaría las cosas—, la noche me sorprendería a mitad de camino. La «piel de serpiente» y los ultrasonidos de la «vara» eran una buena protección. Sin embargo, Caballo de Troya recomendaba no correr riesgos. Sobre todo, innecesarios. No se si he comentado la problemática de los caminos de Israel en aquella época. Los ladrones, bandoleros, mendigos hambrientos, esclavos fugitivos y «sicarios» o revolucionarios que formaban partidas contra los romanos o contra las huestes de la numerosa familia herodiana eran legión en las calzadas y cañadas. Sobre todo en las del este. Ello aconsejaba no viajar nunca de noche y muchísimo menos en solitario. Por otra parte, el hecho de no conocer físicamente a los pastores y la posibilidad de que pudiera cruzarme con ellos en plena marcha, terminó por disuadirme. Lo más prudente y práctico era esperar los acontecimientos en compañía de los Marcos. «Después de todo —razoné mientras llamaba a la puerta—, si lograba estar presente en la que se menciona como última aparición del resucitado en aquel domingo, los objetivos de la misión se verían satisfechos en buena medida…»
Alguien, desde el otro lado de la puerta, me obligó a identificarme. Sólo entonces, y con unas exageradas medidas de seguridad, pude ingresar en la mansión. Aquel cambio me alarmó. ¿Qué estaba pasando? Pronto lo comprobaría por mí mismo.
El caso es que, entre los Marcos y sus sirvientes reinaba una agitación especial, mezcla de nerviosismo y de una alegría incontenible. Al principio no entendí muy bien tan contradictoria situación. El dueño, de regreso del campo, me recibió en el patio con el tradicional ósculo de la paz. Le correspondí con otro beso en la mejilla y, durante algunos minutos, tuve que soportar, sonriente, sus paternales recriminaciones. Mi regalo —dijo— era tan regio como innecesario.
María, la esposa, vino a rescatarme, amonestando al bueno de Elías por su mucha palabrería y poco tacto para con un amigo. Le noté feliz. Me obligó a tomar asiento en uno de los taburetes estratégicamente repartidos en torno a un fuego sobre el que se balanceaba una marmita de cobre de casi medio metro de diámetro. El enorme puchero se hallaba suspendido de una cadena que, a su vez, había sido fijada a una de las vigas de madera calafateada que cruzaba el mencionado patio a cielo abierto. El aroma que escapaba de la olla me recordó que hacía muchas horas que no probaba bocado. (En realidad, 1943 años…)
No vi a Juan Marcos. Su madre siguió removiendo el guisote, y mientras el anfitrión me escanciaba una generosa copa de vino del Hebrón, me preguntó si estaba al tanto de las noticias que corrían por Jerusalén. Le respondí que «a medias», y deseosa de hacerme partícipe de su contento, fue desgranando algunos de los muchos rumores que ya conocía. Pero mis pensamientos estaban puestos en el piso superior y, con el pretexto de curiosear el guisado, me acerqué a María Marcos, interesándome por el estado de los íntimos de Jesús. La señora guardó su casi permanente sonrisa, resumiendo la situación con una palabra:
—¡Hundidos!
Y alzando sus ojos hacia la planta donde continuaban encerrados, me insinuó que podía comprobarlo por mí mismo. El tufillo de las borboteantes lentejas, sabiamente condimentadas a base de cebolla, pimiento verde y laurel, me distrajo momentáneamente. La mujer se dio cuenta y, curiosa, preguntó si tenía apetito. Reconocí que mucho, «a pesar de haber almorzado —le mentí— tan fuerte y tan temprano que sesenta corredores no habrían podido darme alcance». María sonrió, reconociendo el viejo adagio hebreo y, tras probar las humeantes lentejas en la punta de su cucharón de madera, llamó a uno de los sirvientes para que me acompañara hasta el piso superior.
Provisto de una concha marina en la que flotaba una especie de lamparilla de aceite, el fiel criado me precedió en el camino hacia el lugar donde se hallaban los diez. En aquellos instantes, el largo y triste sonido del sofar —el cuerno de macho cabrío— anunció el final del día. La luna de Nisán no tardaría en lucir en el sereno cielo de la Ciudad Santa.
En aquel momento no me pareció grave. Ahora sé que debo contarlo. Ocurrió al subir las diez o quince escaleras de piedra que conducían al cenáculo. Fue cosa de segundos…
De repente mi vista se nubló. Y creí perder la noción del tiempo y del espacio. Todo fue vertiginoso. Tuve que apoyarme en el muro e, instintivamente, practicar varias, rápidas y profundas inspiraciones. Sacudí la cabeza sin comprender. Un sudor frío empañó mis sienes, y al momento, la fugaz obnubilación cesó. ¿Qué me había pasado?
Repuesto del extraño vahído, me tranquilicé achacándolo a las casi diecisiete horas de ininterrumpido ir y venir y a la ausencia de alimentos días después, en el tercer retorno al módulo, comprendería que aquella pasajera indisposición obedecía a razones más serias. Pero hablaré de ello en su momento.
El siervo golpeó tres veces con los nudillos. Y al poco, al otro lado de la puerta, se escuchó una voz:
—¿Quién va?
—¡Un creyente! —replicó el criado.
No había salido de mi asombro cuando identifiqué el rechinar del madero que apuntalaba el acceso al ser desplazado. La doble hoja fue entreabierta y, verificada la identidad del sirviente, el discípulo —uno de los gemelos— nos franqueó el paso. Mi gentil acompañante se retiró por donde había venido y, al punto, como si de ello dependiera su vida, Judas Alfeo se abalanzó sobre la tranca, atrincherando la puerta. Le observé entre atónito y divertido. Cualquier levita o policía del Templo habría podido abrirla de un puntapié. Pero el terror de aquella gente era tal que parecían ciegos. ¿Es que la absurda, casi grotesca, contraseña les hubiera servido de algo, en el supuesto de que la casa fuera abordada por sus enemigos?
¡Dios de los cielos! ¡Qué abismal diferencia se respiraba entre ambas plantas de la casa! Abajo, los seguidores del Cristo estaban prácticamente convencidos de su resurrección. La esperanza y el júbilo eran un hecho físico palpable. Allí, a tan escasos metros, entre los «grandes» del reino, sólo encontré desolación… ¡Que mal y cuán escuetamente ha sido reflejada esta dramática situación por los evangelistas!
La media docena de lucernas de aceite de oliva que alumbraba la estancia a duras penas había sido reducida a dos precarias e insuficientes llamitas. Una en la pared de la derecha y la otra, sobre la mesa en forma de «U». En los primeros momentos tuve problemas de identificación. La visión era pobrísima. El apóstol que nos había abierto y Juan Zebedeo me acogieron de inmediato, asediándome a preguntas. Parecían los únicos con un mínimo de vitalidad en aquel decepcionante cuadro. Mientras me aproximaba a uno de los divanes vacíos, fui respondiendo con monosílabos y sin la menor precisión. Por lo que pude captar, el joven Juan Marcos les había ido informando de la marcha de los acontecimientos, aunque ignoraban los sucesos de Betania y, por supuesto, el recientísimo de la casa de José de Arimatea. Prudentemente, no hice la menor alusión a los mismos. Mi papel seguía siendo el de un observador y por nada del mundo podía ni debía condicionarles. Supongo que esta extrema parquedad mía les defraudó. Y durante algunos minutos me dejaron en paz. Mis ojos, acostumbrados nuevamente a la difícil penumbra, recorrieron la sala, tratando de distinguir a los allí enclaustrados y de adivinar su situación anímica. Todo continuaba más o menos como yo lo había dejado, quizá peor. Simón el Zelote, tumbado en su asiento y de cara a la pared. Parecía dormido. Simón Pedro, sentado junto a su hermano, con la cabeza descansando entre sus gruesas manos y cuchicheando sin cesar. El resto, reclinado en los bancos rojizos o dormitando sobre el entarimado. Dos de ellos —el segundo gemelo y Mateo Leví— roncaban beatífica y rítmicamente. Me pareció la actitud más inteligente. Santiago, el hermano de Juan, fue quizá quien más me preocupó en aquella primera ojeada. Había ido a sentarse al fondo del salón, recostándose contra el muro. En un inabordable silencio, mataba el tiempo en un menester que hoy podría estremecer a los cristianos pero que entonces, dadas las circunstancias y su deplorable concepción de los sucesos que padecían, no tenía nada de extraño. Mecánica y pacientemente hacía pasar la hoja de su espada sobre una piedra negruzca que, probablemente, contenía corindón granoso y que facilitaba el afilado del arma. Ahora sé que aquel silbante sonido —el único que rompía el cargado ambiente junto a los ronquidos y los cuchicheos de Pedro y Andrés— era en verdad el mejor resumen de los pensamientos de los allí presentes. Sólo importaba la supervivencia.
Llevaba poco más de un cuarto de hora en la sala cuando, cansado quizá de soportar las lamentaciones de su hermano, Andrés —el que había sido jefe de los apóstoles— vino a sentarse a mi lado. Y sostuvimos una interesante e ilustrativa conversación. Sobre todo para mí… El sufrimiento de aquel pescador, como el de la mayoría de sus compañeros, era digno de piedad. El galileo, solícito y agradecido ante la oportunidad de poder descargar su angustia y sus temores, fue respondiendo a mis preguntas.
Ciertamente habían discutido la idea de huir de la ciudad. Pero su miedo al Sanedrín, no me cansaré de insistir en ello, era total. Y por unanimidad decidieron hacerlo durante la noche. ¡Era increíble! Conocían, por supuesto, los insistentes rumores que rodaban por Jerusalén. Rumores contradictorios, es cierto, pero que, en su mayoría, coincidían en el posible y milagroso fenómeno de la vuelta a la vida de su añorado Maestro. Sin embargo, ni uno solo había tenido el valor de lanzarse a las calles e interrogar a las gentes. En realidad, la incursión de Pedro y Juan hasta la tumba sólo había servido para avivar las dudas, las mutuas agresiones verbales y el pánico a un posible arresto. «Si Caifás ha sido capaz de terminar con la vida de Jesús —se decían con razón—, ¿qué clase de benevolencia podemos esperar sus seguidores?»
Andrés se lamentó también del escaso aprecio que habían hecho hasta esos momentos del excelente servicio de David Zebedeo y sus «correos». Ahora, aunque Juan Marcos y algunas mujeres les mantenían informados, comprendían la importancia de dicho trabajo. Debo ser sincero una vez más. El hundimiento y tristeza de aquellos pobres e infortunados discípulos eran tales que me faltó muy poco para ponerles al tanto de lo que sabía. Y casi sin darnos cuenta, poco a poco, Andrés y yo fuimos repasando la situación personal de cada uno de los presentes.
El ex jefe de los apóstoles —que se sentía grandemente aliviado por el hecho de haber sido relevado de su responsabilidad en tan crudos momentos— elogió sin rodeos a Juan Zebedeo. Fue el único que sostuvo su fe en la resurrección de Jesús. Les recordó en cinco ocasiones las promesas del rabí y —siempre según mi informante— en otras tres oportunidades aludió a las palabras del Maestro sobre la fecha exacta de su vuelta a la vida: «al tercer día». Bartolomé se sintió especialmente reconfortado por la machacona insistencia de Juan. Pero, al parecer, la juventud del Zebedeo restó seriedad y peso a sus esperanzadoras palabras. Y el grupo terminó por olvidarle o hacerle callar. Santiago, uno de los más racionales, absorto en el afilado de su gladius, había apoyado en un principio la sugerencia de acudir en masa a la tumba y verificar lo que contaban las mujeres, Simón Pedro y su propio hermano. «Había que llegar al fondo del misterio», llegó a decir por la mañana. Pero, ante las exigencias de Bartolomé y de varios más de no mostrarse en público, no exponiendo así sus vidas, tal y como había pedido el Maestro, el Zebedeo terminó por ceder, recluyéndose en aquel triste mutismo. Como la mayoría, se limitó a esperar los acontecimientos, bastante defraudado, eso sí, ante el «inexplicable comportamiento de Jesús»… —¿Inexplicable comportamiento?— le interrogué sin comprender.
Andrés, bajando el tono de su voz, me hizo ver que no eran tan estúpidos y que, naturalmente, ante el torrente de noticias sobre las apariciones del rabí, muchos pensaban que tales y misteriosas «presencias» del Maestro podían ser ciertas. Pero, en ese supuesto, ¿por qué Jesús no se presentaba primero a los «elegidos»? ¿Qué razón había para que lo hiciera a unas «tontas e inútiles mujeres, cuyo papel en la evangelización del reino era reconocido públicamente como nulo»?
—Admite con nosotros —sentenció convencido— que, si Jesús hubiera resucitado de entre los muertos y decidiera hacerse visible, lo haría primero y antes que nada a sus íntimos. A nosotros.
Le miré desconcertado. Andrés hablaba absolutamente en serio. He aquí otro «detalle» hábilmente «olvidado» por los evangelistas, hombres a fin de cuentas…
Después de lo que llevaba oído, la verdad es que escuché sus restantes explicaciones con cierta desazón y desgana. Bartolomé, con su típica y siempre indecisa conducta, no terminaba de decidirse. En ningún momento negó la posibilidad de que Jesús hubiera resucitado, pero tampoco se declaró a favor. Alentó a sus hermanos, cierto, pero en un nivel puramente humano.
—En cuanto a Simón el Zelote —señaló Andrés hacia el diván donde permanecía tumbado—, ya ves.., no ha dicho esta boca es mía. Creo que está aterrado.
Por las aclaraciones del pescador deduje que el simpatizante de los zelotas se había negado a participar en las discusiones. Su concepto del «reino» se había venido abajo. En un momento de lucidez llegó a intervenir en la polémica, asegurando con una peligrosa carga de pesimismo que, en realidad, «el hecho de la discutible resurrección del rabí no cambiaba las cosas». El, al menos, se sentía incapaz de discernir en qué modificaba la deshonrosa situación general el poco creíble suceso de la vuelta a la vida del crucificado. Tal y como le había pronosticado el Galileo, su decepción, miedo y ruina moral necesitarían de mucho tiempo para ser remontados. El caso de Mateo Leví, dulcemente ausente gracias al sueño, reflejaba también su especial idiosincrasia. Según Andrés, «todo su problema eran las finanzas». Como ya comenté, David Zebedeo le había hecho entrega de la bolsa con los dineros de la comunidad y, desde ese momento, su viejo Espíritu de recaudador de impuestos se impuso sobre todo lo demás. No dio su opinión sobre la discutida resurrección. Eso le traía sin cuidado en aquellas horas. Su obsesión era la falta de un jefe hábil y capacitado para sacar adelante el proyecto del reino y, como digo, las cuentas… «No tomaré decisiones —resumió Mateo antes de echarse a dormir— hasta que haya visto a Jesús frente a frente…»
Sin querer, Mateo había descubierto su subconsciente, reconociendo que creía —o deseaba creer— en la resurrección del rabí.
Los gemelos de Alfeo, como siempre, eran caso aparte. Sus únicas preocupaciones serias habían sido de orden doméstico: comidas, atrincherado de la puerta, contraseña, etc.
—Sólo en una oportunidad —manifestó Andrés con una sonrisa de benevolencia— se atrevieron a dar su opinión y forzados ante una directísima pregunta de Felipe. «Nosotros —dijeron— no entendemos muy bien toda esa historia del sepulcro vacío y de la resurrección de Jesús, pero nuestra madre dice que ha hablado con el Maestro y la creemos.»
No hice más comentarios sobre los ingenuos pero fieles gemelos. Felipe, hablador y dicharachero, había hecho honor a su fama de bromista y parlanchín incorregible. Fue el que más intervino en las discusiones, zascandileando sin cesar por la estancia. Andrés hizo un gesto de desaprobación, ante lo que calificó de «dudas infantiles» por parte de su compañero. Por lo visto, la máxima preocupación de Felipe, el intendente, repetida hasta la saciedad en el transcurso de aquella tarde, había sido si Jesús —una vez resucitado— presentaría o no las huellas físicas de su crucifixión. Como vemos, no era sólo Tomás —refugiado en la aldea de Betfagé— el único que mostraba interés por tal banal hecho… Por supuesto, los otros nueve, aunque le escucharon con agrado y paciencia, no tuvieron en demasiada consideración las morbosas reflexiones de Felipe.
Simón Pedro, en especial, se mostró corrosivo con el inocente apóstol. El dejar al hermano de Andrés para el penúltimo lugar en aquel apresurado examen no fue casual. Pedro me interesaba especialmente. Su contradictoria personalidad y cuanto llevaba vivido desde el prendimiento de Jesús de Nazaret merecían un análisis detallado y lo más racional posible. Su conducta en aquella jornada del domingo —lo creo sinceramente— no ha sido reflejada en su verdadera dimensión. Y es preciso conocerla para entenderle y entender su gigantesca tragedia interior…
El fogoso pescador de Galilea —eso entendí— había ido pasando por las siguientes fases: tristeza, desmoronamiento y miedo durante las horas que siguieron a la captura y crucifixión de su Amigo. En la madrugada del primer día de la semana, al conocer la noticia de la sepultura vacía y la supuesta aparición de Jesús, irritación y un escepticismo brutal, todo ello bañado en un creciente pavor a la policía del Sanedrín. Después, al comprobar por sí mismo la veracidad del sepulcro Vacío, unas dudas igualmente espantosas que fueron perfectamente controladas y reducidas hasta quedar constreñidas a la «teoría del robo del cadáver». Pero las noticias y rumores sobre nuevas apariciones siguieron multiplicándose y Simón Pedro —que deseaba como ninguno la «vuelta» de su Señor—, fue derivando hacia una posición más dúctil y peligrosa a un mismo tiempo. Avanzado el día, sin demasiados ánimos para negar con la ofuscación de los primeros momentos, el atormentado apóstol llegó a decir:
«Pero, si ha resucitado y hablado con las mujeres, ¿por qué no se presenta ante sus apóstoles?»
Y un lamentable pensamiento empezó a cristalizar desde entonces en su corazón. Andrés estaba convencido —así se lo había oído decir a su hermano— de que Simón Pedro se sentía culpable…
—¿Por qué? —le interrumpí sin saber a dónde quería ir a parar. Andrés movió la cabeza como si tuviera ante sí a un niño.
—¿Y tú lo preguntas, Jasón?
Lanzó una compasiva mirada sobre su hermano y continuó:
—Huyó como todos nosotros y, además, renegó de Él. Es natural que se sienta mal…
Empezaba a intuir la nueva obsesión del rudo pescador. Y así me lo confirmaría Andrés. Simón Pedro —a pesar del relativo y pasajero consuelo que significó para él la expresa mención de su nombre en una de las apariciones— había caído en el error de creer que el Hijo del Hombre no terminaba de presentarse ante los «escogidos» por culpa de su cuádruple traición en el patio de Anás, el suegro del sumo sacerdote. Por otra parte, para terminar de enredar su ya confusa mente, seguía resistiéndose a aceptar el testimonio de las mujeres. La disyuntiva y el pánico a caer prisionero le tenían acorralado. Poco antes, cuando le vi cuchichear con Andrés, Pedro había llegado a una decisión: estaba dispuesto a separarse del grupo apostólico. Sólo así —pensaba el aturdido discípulo—, suponiendo que Jesús hubiera resucitado realmente, se produciría la ansiada aparición del Maestro a los suyos. Quedé perplejo.
—¿De verdad tiene intención de marcharse? El hermano asintió con resignación.
—Y nada ni nadie podrá hacerle cambiar de criterio —remachó.
De eso sí estaba seguro. El que más adelante llegaría a ser una de las «cabezas» del movimiento cristiano era lento y tardío en sus decisiones, pero, una vez adoptadas…
—¿Y cuándo piensa retirarse? Andrés no lo sabía con exactitud.
—No me lo ha dicho, pero imagino que esta misma noche…
Para mí estaba claro que Simón Pedro era víctima en aquellas horas de una aguda crisis neurótica. Bastaba con verle y saber sus continuos, complejos y absurdos cambios para intuir que atravesaba lo que hoy habríamos definido como alguna de las formas clínicas de la neurosis: de angustia, histérica, fóbica u obsesiva, quizá fuese una mezcla de la primera y de la última. El estado anímico de mi acompañante —Andrés— era quizá uno de los más estables: aliviado por su liberación como jefe de aquellos despojos humanos y prudentemente esperanzado. Su gran preocupación en aquellos momentos era Pedro. Solamente Pedro. Del apóstol ausente —Tomás— prácticamente no hablamos.
Y contagiado en cierto modo de la inquietud de Andrés, me fui hacia Simón Pedro. Me acomodé a su lado y, durante breves minutos, me dediqué a observarle. Cualquier psiquiatra habría sido feliz —y yo también— de haber podido someter al pescador a cualquiera de los test o cuestionarios que sirven para calibrar el nivel de neuroticismo y ansiedad: Cattell, NAD, Hamilton, SN59, Taylor, etc. Pero eso, evidentemente, hubiera resultado un tanto comprometedor. Sin embargo, me propuse intentarlo… más adelante. La experiencia podía ser apasionante…
De momento me contenté con una mediocre exploración de algunas de sus constantes vitales. Pasé mi brazo derecho sobre sus hombros y, procurando transmitirle todo mi afecto y simpatía, intenté animarle. Apenas si me miró. Y desde ese instante percibí algunas de las características de los individuos atrapados por la neurosis: una gran rigidez perceptivo-motora y escaso control postural. Me faltaba un tercer elemento y, en tono de complicidad, de forma que los demás no pudieran oírme, le susurré si le molestaba la luz. Negó con la cabeza y, al punto, reprochó a sus hermanos que hubieran apagado las lucernas. Tal y como sospechaba su adaptación sensorial a la visión a oscuras era mediocre. (Otro síntoma indicativo del grave momento por el que atravesaba.)
Noté que su ritmo respiratorio sufría bruscos altibajos y, recordándole mi condición de «sanador», le tomé el pulso. Accedió con desgana. Efectivamente, su actividad nerviosa estaba precipitando el ritmo cardíaco, con una muy posible elevación de la tensión arterial. La conductancia cutánea parecía muy alta. Palpé sus antebrazos y el flujo sanguíneo se reveló muy atropellado[143]. De haber tenido acceso a un análisis de sangre, quizá hubiéramos encontrado una elevación de colinesterasa.
—¿Sientes frío?
—Un poco…
La verdad es que no había motivo. La temperatura ambiente en el exterior era moderada —quizá unos 12 o 14 grados— y en la estancia, algo superior. Aquella especial sensibilidad al frío y la fácil fatigabilidad de Pedro eran nuevos síntomas que venían a enriquecer mi provisional diagnóstico. Y aunque sé que este cuadro biológico debe ser utilizado con prudencia a la hora de dictaminar, era indicativo de una insuficiencia energética general y de un estado de hiperactivación o elevado drive o «arousal» (ansiedad), propio de lo que hoy llamamos estrés.
—¿Qué me ocurre, Jasón?
La voz enronquecida del apóstol me sumió en una indescriptible tristeza. Como los de Juan y Simón el Zelote, sus ojos aparecían hinchados, enrojecidos por la falta de sueño y las lágrimas y cercados por unas lamentables y negras ojeras. ¡Cuánto deseé en ese momento decirle la verdad! Anunciarle lo que le reserva el destino y, así, enjugar su pena y la mía… Pero no era ése mi trabajo. Y palmeando sus fuertes espaldas, sólo se me ocurrió una difusa y nada reconfortante respuesta:
—Se trata de un trastorno… pasajero.
El bueno de Pedro intentó corresponder con una sonrisa. Pero no lo logró. Y ocultando su rostro en aquellas velludas y encallecidas manos de pescador, comenzó a sollozar entre esporádicos temblores. Tuve que retirarme, maldiciendo el código moral al que estaba sujeto. Pero, de improviso, unos golpes vinieron a sacarme de mi aturdimiento.
La reacción del grupo fue fulminante y digna de haber sido narrada por los evangelistas. Santiago Zebedeo se puso en pie de un salto, blandiendo la espada. Pedro, con los ojos desencajados por el miedo, fue a parapetarse tras el diván, no acertando, en su nerviosismo, a desenvainar el gladius. Juan y los gemelos, lívidos, no movieron un solo músculo. Bartolomé, en su afán por escurrirse hacia el fondo de la oscura estancia, se pisó el manto, cayendo de bruces sobre el entarimado. Felipe corrió a despertar a Mateo Leví, y Andrés, tan pálido e indeciso como el resto, permaneció sentado, paralizado por el terror.
Yo, por supuesto, también me asusté. Y haciendo acopio de toda mi serenidad, me eché a un lado, pegándome al muro derecho. A punto estuve de tropezar con el diván de Simón el Zelote. Su estado de postración era tal que ni siquiera escuchó los golpes… Evidentemente, el que se hallaba al otro lado de la puerta no sabía o no recordaba la contraseña. Y en mitad del silencio y de alguna que otra entrecortada respiración, el «intruso» aporreó de nuevo la doble hoja, estremeciendo a los desolados discípulos. Santiago Zebedeo, más frío y audaz que sus amigos, dio unos sigilosos pasos, aproximándose a la puerta. Se situó a un lado, levantó la afilada arma por encima de su cabeza y, con la mano derecha, ordenó a Andrés que desatrancara el madero. En medio de una gran tensión, el hermano de Pedro caminó despacio hasta la viga y, cuando se disponía a retirarla de una patada, una aguda y familiar voz nos llenó de perplejidad. ¡Era Juan Marcos!
Un suspiro de alivio resonó en el cenáculo, al tiempo que algunos de los íntimos de Jesús se precipitaban hacia la puerta. Pero Santiago, el «hijo del trueno», con la espada en alto, les obligó a echarse atrás.
—¡Puede ser una trampa!
Y Andrés, ayudado por Mateo Leví, procedió a liberar el acceso. El muchacho penetró en tromba en la sala. Sudoroso y jadeante, gesticulando y señalando hacia el exterior, luchó por articular alguna palabra. Pero su excitación era tan considerable que necesitó algunos segundos para conseguirlo. Desconfiados, los gemelos, siguiendo la dirección marcada por el benjamín, asomaron sus cabezas al exterior. Al momento se volvieron hacia sus expectantes compañeros, encogiéndose de hombros. Allí, en efecto, no había nadie.
Superada la falsa alarma, los discípulos, sumamente irritados, amonestaron al muchacho. Pero Juan Marcos, haciendo caso omiso, fue a sentarse en uno de los divanes. Y al fin acertó a decir:
—¡Le han visto!… ¡Otra vez!
Supuse que se refería a la última y pretendida presencia del Cristo en la casa de José de Arimatea. Volví a equivocarme. Y tan perplejo como los demás, escuché de labios del niño otra no menos singular e increíble noticia. Este fue su atropellado relato:
—Ha sido a eso de las cuatro y media… En la casa de Flavio… Y lo han visto más de cuarenta griegos…
Andrés se arrodilló frente al zagal y le pidió calma. Juan Marcos tragó saliva y dijo que sí con la cabeza. Fue inútil. Su corazón estaba a punto de saltarle por la boca…
—Y me han dicho —continuó con los ojos llenos de luz— que les ha hablado…
Los apóstoles, formando una piña en torno al atolondrado «correo», se lo comían con los ojos, pendientes de cada gesto y de cada palabra. Nadie que los hubiera observado en aquellos instantes habría jurado que se trataba de hombres escépticos e indecisos. Yo mismo llegué a dudar… Pedro, sobre todo, con la boca abierta y la mirada extraviada, se frotaba nerviosamente las manos, asintiendo rítmicamente con la cabeza a cada una de las explicaciones del muchacho. Y una inmensa, aunque momentánea alegría me hizo temblar de emoción.
Y qué ha dicho? —estalló impaciente Juan Zebedeo.
—No lo recuerdo…
La decepción se dibujó en los rostros y más de uno masculló una irreproducible maldición. Pero Juan Marcos era tan sincero como eficaz. Y rebuscando entre los pliegues de su túnica, fue a mostrar un trozo de arcilla cocida —probablemente los restos de un cántaro o de una escudilla— en la que, con signos mal trazados, había copiado las palabras —o supuestas palabras— del Galileo en esta nueva aparición. Mostró orgulloso aquella especie de ostraca y, adoptando un tono de solemnidad, leyó así las toscas letras, practicadas con alguna piedra u objeto punzante:
—«Que la paz sea con vosotros. Aun cuando el Hijo del Hombre haya aparecido en la tierra entre judíos, traía su ministerio para todos los hombres…»
El muchacho parecía tener problemas con su propia y apresurada escritura.
—¿Qué más?
Los «incrédulos» apóstoles se revolvieron nerviosos.
—¡Ah!, sí —anunció Juan Marcos—, ahora lo entiendo… «traía su ministerio para todos los hombres. Dentro del reino de mi Padre, no hay ni habrá judíos ni gentiles. Todos seréis hermanos… Los hijos de Dios.»
—Eso último no está bien —sentenció Mateo.
Juan Marcos repasó de nuevo el trozo de arcilla y, levantando los ojos hacia el impaciente grupo, comentó:
—«Todos seréis hermanos… Los hijos de Dios.» Eso me dijeron que dijo.
Aquel posible error de transcripción —tan próximo y «caliente»— era todo un símbolo. Si el voluntarioso benjamín de los Marcos no había sido capaz de copiar con precisión algunas de las palabras del Maestro, ¿qué podía esperarse de unos textos elaborados decenas de años más tarde y por personas que ni siquiera habían conocido o escuchado las enseñanzas del rabí de Galilea?
—¡Está bien.., está bien! ¡Continúa!
«Id por lo tanto por el mundo entero extendiendo este evangelio de salvación, como lo recibísteis de los embajadores del reino y yo os recibiré en la comunión de la fraternidad de los hijos del Padre en la fe y la verdad.»
El mensajero guardó silencio.
—¿Y qué más? —insistieron varios de los presentes.
—Nada más —aclaró Juan Marcos—. Se despidió y desapareció de su vista.
Los discípulos intercambiaron algunas miradas, interrogándose en silencio. Nadie se atrevió a pronunciarse en primer lugar. Pero, mientras volvían a acomodarse, la electrizada atmósfera alcanzó su techo y fue suficiente un espontáneo y despreciativo comentario para que surgiera la polémica.
—¡Griegos!
No sé muy bien quién pronunció aquella palabra. Tampoco me sentí aludido. No había razón. El caso es que, en un segundo, como un tornado, Simón Pedro, con las manos a la espalda y sin dejar de pasear arriba y abajo, se erigió de nuevo en cabecilla de los recalcitrantes.
—¿Por qué a los paganos…?
Juan Zebedeo, paladín de los que creían en la resurrección del Maestro, reprochó a Pedro el poco caritativo comentario. Y al instante, como digo, se enzarzaron en el viejo círculo vicioso de «resurrección sí, resurrección no y por qué primero a estúpidas mujeres e impuros infieles». Mal estaba que se hubiera presentado a las hebreas antes que a los «elegidos del reino», pero «aquello de los griegos» —argumentaban los incrédulos— colmaba toda medida…
Los gritos, acusaciones mutuas y desafueros fueron en aumento, convirtiendo el lugar en una jaula de despropósitos donde sólo se respiraba malestar. Cansado y deprimido rescaté a Juan Marcos de aquella locura y descendí al patio. El aire fresco de la noche me reconfortó. María y los sirvientes continuaban felices, entregados a las faenas de preparación de la cena. Tomé al pequeño de la mano y paseamos sosegadamente junto a las enredaderas y los perfumados jazmines que adornaban el alto muro derecho. Así supe que aquel Flavio era un pagano, vecino de Jerusalén y viejo conocido de Jesús. En cuanto a los griegos, según las informaciones del benjamín, yo había tenido la oportunidad de conocer a muchos de ellos en el atrio de los Gentiles, en el almuerzo celebrado en la casa de José de Arimatea y en la finca de Getsemaní.
Al parecer, se trataba de los mismos que habían presenciado el prendimiento del Hijo del Hombre y que, juntamente con Pedro y Juan Zebedeo, se habían lanzado contra Malco y los levitas.
Me sentí tan defraudado que no quise sacar conclusiones. Si todas aquellas historias eran ciertas, mi misión empezaba a constituir un estrepitoso fracaso. Bastaba con repasar la cronología de las referidas y supuestas «presencias» del Galileo en aquel domingo para reconocer que no había tenido mucha suerte.
Siempre llegaba tarde…
Primero, al alba, en el primer encuentro de la Magdalena y las cuatro mujeres en la plantación de José. ¿Dónde estaba yo? Perdido en estúpidos problemas… Después, en la segunda y no menos supuesta visión de la de Magdala, hacia las 09.35 horas, a pocos metros pero «ausente», ensimismado en el examen de los lienzos mortuorios… A las doce, mientras se aparecía en Betania, yo me encontraba a punto de abandonar la «cuna»… A las 15.30, aproximadamente, en la cuarta aparición —también en la casa de Marta y María—, yo andaba estúpidamente ocupado en el cambio del oro por monedas fraccionarias…
¡Y qué decir de la quinta visión, acaecida, según los testigos, hacia las 16.30 y en la casa del anciano sanedrita de Arimatea! Si no me hubiera entretenido en el asunto del acero «damasquinado»…
Respecto a la sexta —la de los griegos—, que quizá tuvo lugar a los pocos minutos de la protagonizada por María Magdalena y las restantes hebreas, me pilló, como es sabido, en pleno hogar de José…
Si tenía en cuenta que había desistido de la séptima —la de los hermanos de Emaús—, y de la que todavía no tenía noticia, ¿qué me quedaba? Tan sólo la del cenáculo…
¡Pobre de mí! La «carrera de obstáculos» en que se había convertido mi particular persecución del resucitado estaba a punto de sufrir otro increíble descalabro…
A eso de las 19.30 horas, uno de los criados me sacó de tan negros pensamientos. La cena estaba lista. Y a pesar de las protestas de la señora de la casa, colaboré en el transporte de las escudillas de madera, rebosantes de un apetitoso y humeante guisado de lentejas a las que María había añadido un pellizco de jeezer, una variedad de romero silvestre. Era curioso. Ignorando olímpicamente las controvertidas opiniones de los «íntimos» del Maestro, la familia —gozosa y convencida de la realidad de la resurrección— había decidido celebrarlo por todo lo alto. Aquella cena, en realidad, era una de las primeras manifestaciones del regocijo y de la fe de los verdaderos creyentes. Y amén del delicioso primer plato, María y su gente se habían esforzado por redondear el pequeño banquete con una de las especialidades de la madre de Juan Marcos: los buñuelos de miel. En una hornilla aparte, conforme iban consumiéndose las lentejas, la mujer, auxiliada por uno de los sirvientes, iba friendo en un ancho perol de hierro porciones de una masa, previamente elaborada a base de harina, levadura, miel, huevos y leche de cabra. Alternativamente, al tiempo que veía desaparecer los dorados y crujientes buñuelos, completaba el postre con otra no menos exquisita fritura: unas tortas, también de flor de harina, perfumada con comino, canela, hierbabuena y hasta trocitos de langosta.
Estas viandas, así como varias bandejas repletas de higos secos, dátiles y cidros, fueron sucesivamente transportadas al cenáculo.
Yo me instalé en uno de los extremos de la «U» y, previamente, tuve que someterme al protocolo del lavado de los pies. Los criados, diligentemente, cumplieron con las obligadas normas de la hospitalidad oriental. Y aunque algunos de los discípulos no estaban de humor para tales abluciones, lo cierto es que la suculenta cena les hizo olvidar sus discrepancias, reuniéndose todos en torno a la mesa y devorando en silencio los manjares que iban llegando desde el patio. Cada uno, de acuerdo también con la costumbre, debía lavarse sus propias manos. Bastaba con la derecha. Las lámparas de aceite fueron encendidas en su totalidad y, quizá con la gratificante intención de alisar las angustias y tensiones de los apóstoles, Elías hizo subir de su bodega un excelente y espeso vino tinto, rico en alcohol y tanino, previamente filtrado. Siguiendo una de las modas grecorromanas, y a petición de cada uno, el anfitrión fue añadiendo en algunas de las copas de bronce y latón pequeñas porciones de canela, tomillo e, incluso, flores de jazmín. El truco servía para aromatizar el caldo. Los más prudentes —una minoría—, prefirieron mezclar aquel vino del sur de Judea con agua. El resto, quizá en un muy humano deseo de aliviar sus penas, apuró copa tras copa, sin más parapeto y ayuda que las generosas raciones de lentejas o de buñuelos. Santiago Zebedeo, Simón Pedro, los gemelos y Mateo Leví, siguiendo también normas de buena conducta, se deshicieron previamente de sus espadas, que reposaron destelleantes a lo largo de la baja mesa de madera. Simón el Zelote fue el único que no probó bocado. Juan Marcos, que se sentó con su padre y conmigo junto a los nueve, le ofreció una de las escudillas. Pero el discípulo la rechazó amablemente. Y durante cosa de diez o quince minutos, en la estancia sólo se escuchó el sordo entrechocar de las cucharas de madera hundiéndose en las lentejas, el descarado paladear de los manjares, el alegre y cantarín borboteo del vino escanciado una y otra vez en las copas de metal estañado y, por descontado, los obligados eructos.
Elías luchó en vano por animar la reunión, refiriendo las buenas noticias procedentes de sus propiedades en la Galilea y que, concretamente en la operación de «cavar el lino», eran altamente prometedoras. (Este trabajo, que solía llevarse a cabo en los meses de marzo y abril, consistía en cortar las plantas a ras del suelo para no estropear los tallos, siendo utilizadas después —una vez secada— en el floreciente negocio de la confección de telas y cuerdas.) Con la más absoluta de las descortesías, los allí presentes ignoraron al dueño de la casa, pendientes únicamente de satisfacer su sed y su apetito. Juan Zebedeo y Pedro no podían liberarse fácilmente de la «losa» que pesaba sobre ellos. Picotearon aquí y allá y, dando muestras de inapetencia, se recostaron en sus divanes.
A eso de las ocho de la noche, Simón Pedro, que no podía apartar de su mente las incidencias del día, se puso en pie, visiblemente alterado. O mucho me equivocaba o era presa de otra crisis… Dio unos pasos, golpeó con el puño uno de los tapices que colgaban de la pared y, volviéndose hacia la «U», permaneció un par de minutos con la vista fija y vidriosa en la llama ambarina de una de las lucernas de aceite. Ninguno de los comensales le prestó la menor atención. Mejor dicho, ninguno no. Andrés y yo, que espiábamos sus movimientos, cruzamos una mirada de preocupación. Sabíamos sus intenciones de desertar del grupo y ambos nos preguntamos si quizá había llegado el momento.
De pronto, sin despedirse ni dar explicación alguna, se encaminó hacia la salida, que permanecía entreabierta. Esperé la reacción de su hermano. Sin embargo, Andrés no hizo nada. Palideció. Llenó su copa y, lentamente, apuró el vino de una sola vez. Por enésima vez me sentí confundido. Aquello no estaba en los Evangelios.
¿Cumpliría el pescador su intención de huir de la ciudad? ¿Me lanzaba tras él? ¿Permanecía en la cámara a la espera de esa postrera y teórica aparición, tan esperada por todos, incluido yo?
Atormentado, reparé en el manto y el gladius hispanicus de Simón habían quedado sobre el diván y la mesa, respectivamente. Eso me tranquilizó. Quizá volviese a recogerlos. Pero ¿y si no lo hacía?
Transcurridos unos quince minutos mi desasosiego fue en aumento. Comprendí que había obrado mal. Precisamente por nueva, y por tratarse de quien se trataba, aquella situación tenía prioridad, así que, olvidando la seguramente próxima y siempre hipotética aparición que mencionan los evangelistas, elegí lo seguro: seguir al pescador. Solicité de Elías el permiso para retirarme, pero, cuando estaba a punto de dejarles, la inesperada intervención de Andrés me retuvo momentáneamente. Tan impaciente como yo, en una de las entradas de la servidumbre se interesó por su hermano. Uno de los criados nos tranquilizó a los dos. El galileo se hallaba en el patio, paseando.
«Quizá ha cambiado de idea», me dije, al tiempo que —contrariado— buscaba con prisas una excusa que me permitiera descomponer mi anunciada marcha. El cielo quiso que mi pequeño amigo Juan Marcos, perspicaz como pocos, saltara de su banco. Se interpuso en mi camino y preguntó dónde pensaba pasar la noche. No supe responderle. La verdad es que no me lo había planteado. Ante mi indecisión, el padre del benjamín intervino, haciendo el resto. Me brindó su casa y, con suma facilidad —lo reconozco—, me «convencieron» para que aceptara su hospitalidad. Forcejeé por puro compromiso y, finalmente, lo agradecí encantado, retornando a mi lugar en la mesa.
Eran las 20.35 horas. Nuevos y singulares hechos estaban a punto de maravillarnos… Pero antes de intentar transcribir lo que vivimos en la estancia —ojalá el Todopoderoso siga dándome luz y fuerzas para ello—, por una sola vez y en beneficio de esta torpe narración, presiento que debo saltarme el orden cronológico de los acontecimientos. Y así lo haré.
Aquella noche, cuando los ánimos se dulcificaron, sostuve una larga entrevista con Pedro. Así fue cómo conocí lo que rondaba por su cabeza cuando ocurrió lo que ocurrió…
Tanto Andrés como yo teníamos razón al sentirnos inquietos por la suerte del ofuscado pescador de hombres. Mientras permanecíamos en el cenáculo, Simón, decidido a escapar pero temeroso de ser reconocido por los «espías» o los levitas de Caifás, se propuso abandonar la casa cuando la noche despejara las calles de Jerusalén. Y sin voluntad para volver al salón, se refugió en el amplio patio. Los siervos, en efecto, le vieron pasear a lo largo del muro, con las manos a la espalda y la cabeza baja. Pero, respetuosos con su dolor y silencio, fueron retirándose. En aquellos amargos momentos —según me confesó el apóstol—, los remordimientos por su traición eran insoportables. Su complejo de culpabilidad era tal que pensó, incluso, en la muerte. Estaba convencido de que había perdido su puesto como embajador del reino. A esta negra trama había que añadir su íntimo convencimiento de que Jesús —si es que en verdad había resucitado— no se aparecería a los suyos mientras él siguiera allí. Sin embargo, y sin que supiera cómo ni por qué, también fueron amaneciendo en su corazón otros recuerdos preñados de esperanza. «Vio» los ojos del Maestro, llenos de ternura, cuando, al salir del palacete de Anás, le miró durante unos breves segundos. Y le vino igualmente a la memoria el mensaje de Jesús a las mujeres, citándole: «Id a decir a mis apóstoles y a Pedro…»
—No sé lo que me sucedió, Jasón, pero me eché a llorar…
En el fondo era muy simple. Simón Pedro, a pesar de sus violentas y encabritadas reacciones, amaba a su Amigo y Señor. Durante muchas horas había sofocado su ardiente deseo de creer en las promesas del Hijo del Hombre. Pero, finalmente, un rayo de luz vino a iluminar su desesperación y, mientras caminaba por el patio, su dormida fe triunfó.
—No sé cómo fue, Jasón, pero, de pronto, me detuve, apreté los puños y, levantando los ojos hacia las estrellas, grité: «¡Creo que ha resucitado de entre los muertos! ¡Y voy a decírselo a mis hermanos!»
Hecha esta aclaración, volvamos al cenáculo y a la hora ya mencionada: las 20.35.
Recuerdo que, nada mas sentarme, me serví una copa del pastoso vino tinto del Hebrón. Me disponía a levantarla hacia mis labios, cuando un ciclón humano, un terremoto o un poseso —no tengo palabras para describirlo— empujó la doble hoja de la puerta, llenando la cámara con sus gritos, saltos y carcajadas.
¡Era Pedro! Nos quedamos sin respiración. Hasta Simón el Zelote, asustado, se incorporó en su diván.
—¡He visto al Maestro!
Fue la primera frase que logré entender. El galileo, con la faz iluminada y sus ojos azules danzando en las órbitas, corría enloquecido alrededor de la «U».
—¡Le he visto!
Los apóstoles habían perdido el habla y el color de sus rostros. Santiago Zebedeo, ágil como un felino, al ver irrumpir a Pedro con semejante estruendo y aparato se apresuró a empuñar la espada, convencido de que alguien perseguía al pescador. Pero Simón, al borde de la locura o del colapso cardiaco, seguía brincando entre los divanes y, alzando los brazos, repetía a gritos:
—¡He visto al Maestro!
Sinceramente, al verle en aquel estado, pensé que me había quedado corto en mi diagnóstico. Y a la tercera vuelta, Andrés y Mateo le echaron mano, sujetándole. Al momento, el resto de los hombres corrió en auxilio del «trastornado galileo». Ese fue el pensamiento colectivo. Pero nos equivocamos. Simón estaba perfectamente. Su frecuencia cardíaca, que procuré comprobar de inmediato, era agitadísima. Y también su respiración. Pero, segundos más tarde, al escucharle, no tuve más remedio que inclinarme ante la realidad. Aquel alboroto obedecía únicamente a su alegría.
—¡Le he visto!… ¡Ha estado en el jardín!
Obligado a sentarse en uno de los bancos, Elías, implorándole calma, le ofreció una copa de vino. Simón se aferró a ella con ambas manos, bebiendo sin control.
—¡Os digo que le he visto! —clamó de repente, atragantándose.
Andrés le zarandeó por los hombros y, gritándole a un palmo de la cara, le ordenó que no fuera niño y que se dejara de tonterías. Fueron momentos de tenso silencio. Y el pescador, comprendiendo su paradójica situación, templó sus nervios. Dejó el vino sobre la mesa y, alejando suavemente a su hermano, refirió lo ocurrido con un dominio que todavía me sorprende.
—Yo estaba en el patio, paseando y decidido a renunciar a mi misión en el reino, cuando, frente a mí, apareció la forma de un hombre. No le reconocí, pero sí su voz…
La voz… Aquel «detalle» volvía a repetirse. ¿Por qué ninguno de los testigos parecía reconocerle por su físico y si por la voz?
—… Y aquella voz familiar me habló. Y me dijo: «Pedro, el enemigo quería poseerte, pero yo no te he abandonado.»
Sus rojos y carnosos labios se abrieron en una sonrisa interminable y feliz. Nos miró uno por uno y, suplicando nuestro beneplácito, asintió con su gruesa y redonda cabeza. Pero nadie respondió.
—Entonces me dijo: «Sabía que en tu corazón no habías renegado de mí. Por ello, te perdoné antes de que me lo pidieras. Ahora hay que dejar de pensar en uno mismo y en las actuales dificultades. Prepárate a llevar la buena nueva del evangelio a aquellos que se encuentran en las tinieblas. No te preocupes por lo que puedas conseguir del reino más bien, mira lo que tú puedas dar a los que viven en la horrenda miseria espiritual. Estate presto Simón, para el combate de un nuevo día, para la lucha contra el oscurantismo espiritual y las nefastas dudas del pensamiento natural de los hombres.»
Esa noche, el propio Pedro reconoció que no entendió del todo las palabras del resucitado. Pero, en el fondo, eso era lo de menos.
—Creedme —añadió Simón al descubrir las caras de asombro e incredulidad de sus compañeros—. Después de esto, aquel Hombre y yo paseamos por el patio durante más de cinco minutos, recordando cosas del pasado. Y hablamos también del presente y del futuro. Después, al despedirse, volvió a decirme:
«Adiós, Pedro, hasta que te vea en compañía de tus compañeros.»
Después de aquella visión, Simón permaneció unos minutos en el patio como hipnotizado. Y cuando comprendió que había visto y hablado con el Galileo, salió a la carrera —loco de alegría— hacia el piso superior.
—¿Cómo desapareció? ¿Cómo estás seguro que era el Maestro? ¿Viste las heridas? ¿Te confundirías con alguno de los siervos de Marcos?
El torbellino de preguntas de los discípulos fue inevitable. Y Simón Pedro, con la boca abierta y sin saber a quién responder, terminó por bajar los ojos, consciente de que era objeto de las mismas dudas y suspicacias que él había manifestado a lo largo de toda la jornada. Y le vi llorar amargamente. A partir de ese momento, el decepcionado pescador se negó a pronunciar palabra alguna.
Como era previsible, la nueva aparición removió los rescoldos de las anteriores divisiones. Pero, curiosamente, poco a poco, la mayoría de los apóstoles empezó a ceder, concediendo su apoyo al hermético y silencioso galileo. Y probablemente hubieran abandonado sus dudas de no haber sido por la súbita, fría y despiadada intervención de Andrés. Con expresiones muy bien calculadas, recordó a los presentes las «fantasías» de su hermano, «capaz de ver cosas irreales, incluso encima de las aguas…»
Al instante asocié esta afirmación con uno de los más famosos y misteriosos pasajes evangélicos: el de Jesús caminando sobre la superficie del lago de Tiberíades. ¿Qué había querido insinuar el ex jefe de los apóstoles? Y en lo más íntimo de mi corazón me propuse averiguarlo. Pero ésta es una historia que quizá cuente más adelante…
Andrés, con una dureza implacable, impropia de él, continuó arengando a sus compañeros, con el único y abierto fin de que olvidaran las «majaderías de Simón». Éste se sintió herido en lo más profundo y, alzándose del diván, se retiró a una esquina de la estancia. Sólo los gemelos tuvieron la delicadeza y el coraje de acudir junto al humillado pescador, consolándole y declarando a voz en grito —de forma que todos pudiéramos oírles— que ellos si le creían y que su madre también había visto al Señor. El hermano de Pedro miró despreciativamente a los Alfeo y, cada vez más enfurecido, siguió en su empeño, pujando por borrar de las mentes de los apóstoles las supuestas vivencias del galileo.
Pero la encendida perorata de Andrés se vería súbitamente frustrada.
En parte me alegré. El impertinente discurso del ex jefe de los apóstoles estaba causando estragos.
Al principio oímos un pequeño tumulto. Voces de hombres y algún que otro breve pero agudo chillido de mujer. El hermano de Simón Pedro titubeó. Elías giró la cabeza hacia la puerta y Juan Marcos, que jugueteaba con un puñado de huesecillos de dátiles, formando sobre el tablero de la mesa la cabalística palabra Yeshua o Jesús, pero que en aquella lengua significaba también Yah (Yavé y «salud»), «borró» de un manotazo el querido nombre de su ídolo, atemorizado ante la posibilidad de que fueran los policías del Templo.
Guardamos silencio y varios de los discípulos, a una señal de Santiago Zebedeo, tomaron sus armas. Elías se indignó. Y con gesto autoritario les recordó que se hallaban en su casa y que no permitía violencias de ningún tipo. El alboroto fue haciéndose más nítido. Se oyeron pasos que ascendían por las escaleras de acceso a la planta donde nos encontrábamos y nuevas voces. Santiago y algunos más se incorporaron, maldiciendo a los gemelos por no haber atrancado la puerta. Pero ya era tarde.
Unas bruscas y fuertes manos empujaron la doble hoja y, al momento, bajo el dintel, aparecieron dos individuos que no había visto en ninguna de mis exploraciones. Detrás, entre cuchicheos mal contenidos, se adivinaban las menudas siluetas de María, la esposa de Elías, y de otras mujeres.
El gesto del «hijo del trueno» y de los demás, arrojando los bladius sobre la «U», lo interpreté como una nueva falsa alarma.
Tras unos segundos de vacilación, el anfitrión hizo un ademán invitando a los hombres a que se acercaran. Al aproximarse a la débil y amarillenta luz de las candelas, sus atuendos me hicieron sospechar que se trataba de pastores o, quizá, porquerizos.
«¿Pastores?»
Mi pulso se descompuso. ¿Eran aquéllos los hermanos de Emaús?
Uno de los recién llegados tomó asiento al lado del dueño, mientras su compañero y las hebreas —entre las que reconocí a María Magdalena— se repartían alrededor de la mesa. Los hebreos, como ocurriera con Simón Pedro poco antes, presentaban una respiración muy agitada. El sudor corría alarmantemente por sus frentes, haciendo brillar sus pieles curtidas y las negras y revueltas barbas parecían cansados. Uno de ellos, el que permanecía en pie, se deshizo del grueso e impermeable manto de pelo de camello que soportaba sobre los hombros, dejándolo en el suelo. La pieza era tan rígida y pesada que se quedó tiesa y vertical sobre la madera. En mis entrenamientos previos yo había tenido noticias de estos capotes, especialmente diseñados para el frío y la lluvia y que solían fabricarse en las tierras de Cilicia y Anatolia. Entre el ceñidor de cuero que abrazaba la tosca túnica de lana se distinguía la empuñadura de un enorme puñal. Al igual que su acompañante, aquel desconocido cubría sus piernas, hasta la altura de las rodillas, con unas polainas formadas por tiras de cuero negruzco y mugriento. (Aquella costumbre había sido introducida por los soldados romanos, quienes, a su vez, la habían importado de la Galia.)
No cabía duda. La peste a borrego que llenó la sala en cuestión de minutos y que parecía fluir de cada centímetro cuadrado de aquellos individuos confirmó mi primer pensamiento: eran pastores; los controvertidos pastores de la Judea…
—¿Y bien? —preguntó Elías, dando a entender que esperábamos una explicación por tan brusco allanamiento.
El que se hallaba sentado, algo más locuaz que el otro, empezó por presentarse. Al parecer, salvo uno o dos de los presentes, nadie les conocía.
Dijo llamarse Cleofás. El que le acompañaba era Jacobo, su hermano menor. Sentí un estremecimiento. Estaba a punto de escuchar otra de las supuestas —¿o no debía emplear ya este término?— apariciones del Maestro.
Tras un prolijo preámbulo, en el que procuró congraciarse con los allí reunidos, asegurando que creía en Jesús y que por esta razón había sido echado de una de las sinagogas de su pueblo —Ammaus—, el pastor explicó la razón de su presencia en Jerusalén. Como buenos creyentes, habían asistido a los sacrificios, ceremonias y demás festejos de la Pascua. Y esa misma tarde, faltando unas dos horas para el ocaso, partieron de la casa de José, el de Arimatea, rumbo a su cercana población, distante, como afirma Lucas, unos sesenta estadios.
¿Unas dos horas antes del ocaso? Hice cuentas, llegando a la triste conclusión que la pareja había partido de la mansión del sanedrita alrededor de las cuatro o cuatro y media. Teniendo en cuenta el tiempo necesario para cruzar Jerusalén, era muy verosímil que Cleofás y Jacobo hubieran abordado el camino de Ammaus no más allá de las cinco de la tarde. Y digo «triste conclusión» porque mi entrada en la referida casa se produjo minutos más tarde. Pero vayamos a lo que importa.
Los discípulos habían seguido las dilatadas explicaciones y circunloquios de los hermanos, sin saber a dónde querían ir a parar. En uno de los momentos de la exposición levanté el rostro, buscando el de María Marcos o el de la de Magdala. Ésta se encontraba a mis espaldas y sólo pude distinguir el de la esposa de Elías. La mujer, sonriente, me hizo uno de sus típicos guiños de complicidad. Algo sabía…
El caso es que, por lo que pude captar en el enrevesado lenguaje del inculto pastor, cuando se encontraban casi a medio camino —es decir, a unos cinco kilómetros de la ciudad de Jerusalén—, tanto Jacobo como Cleofás mataban la soledad de la ruta dialogando sobre la noticia del día: la tumba vacía.
Discutieron. Él se sentía inclinado a creer lo que repetían las mujeres sobre la figura de un resucitado. Jacobo, en cambio, pensaba que todo era una superchería.
—Y así, conforme nos íbamos acercando a la villa —le vi resumir—, nos salió al encuentro un hombre… Un murmullo corrió entre los comensales.
—¿Un hombre? ¿Y cómo era?
Agradecí la oportuna pregunta del impulsivo Felipe. Cleofás volvió la cara hacia su izquierda, buscando al que interrogaba. Entonces descubrí unas profundas cicatrices que marcaban su ceja y pómulo derechos. Aquel viejo desgarro le había vaciado el ojo. Parecía la huella de un zarpazo.
—¡Un hombre!…
La respuesta del pastor fue así de sencilla y contundente. Aquello me dio que pensar. No había preguntado a Pedro sobre el particular, pero ni el galileo ni el vecino de Ammaus habían hecho referencia alguna a la extraña «transparencia» descrita en cambio por la Magdalena y las mujeres.
—¡Quieres decir que era un hombre de carne y hueso y vestido como nosotros?
Juan Zebedeo, irritado ante la nueva cuestión del intendente, le amonestó sin contemplaciones, ordenándole que no interrumpiera al pastor. Cleofás no supo qué hacer. Y ante los gestos generalizados de impaciencia, optó por continuar su relato.
—A nosotros nos pareció un hombre. Se cubría con un manto ligero y de color vino… Juan Marcos, pendiente de todo, se sobresaltó al oír aquella descripción.
Efectivamente, aquél era el color habitual del ropón de su Maestro. Pero eso no quería decir nada. Mantos de esa tonalidad los había a miles en Israel.
—Yo había visto al rabí, perdón —se disculpó ruborizándose—, al difunto rabí. Comí en su compañía en varias ocasiones y sé cómo era.
Varios de los apóstoles se miraron intrigados. No recordaban al tal Cleofás y, mucho menos, asistiendo a algunas de las comidas con el Nazareno. Tuve la impresión que dudaban de la veracidad de las palabras del pastor. No en vano tenían fama de mentirosos…
Sin embargo —prosiguió pensativo—, no le reconocí…
Aquello era demasiado. ¿Tampoco unos pastores, acostumbrados a distinguir el ganado desde largas distancias, habían podido identificar al supuesto Jesús?
—Nos acompañó un trecho y, de buenas a primeras, sin venir a cuento, nos desconcertó con la siguiente pregunta: «¿Cuáles eran las palabras que intercambiabais con tanta seriedad cuando me he aproximado a vosotros?»
«Mi hermano y yo, perplejos, nos detuvimos, mirándole sin dar crédito a lo que habíamos escuchado. ¿Cómo sabía aquel hombre lo que nos traíamos entre manos? Y yo le dije: ¿Es posible que vivas en Jerusalén y no sepas los acontecimientos que han ocurrido? Y él preguntó: “¿Qué acontecimientos?»
“Si desconoces esos hechos (le dije un tanto malhumorado), eres el único en la ciudad que no está al tanto de los rumores referentes a Jesús de Nazaret, que era un profeta rico en palabras y obras ante Dios y el pueblo. Los jefes de los sacerdotes y los dirigentes judíos le han entregado a los romanos, exigiendo su crucifixión. Pero esto no es todo (añadí, convencido de que, en efecto, aquel forastero no sabía nada sobre el Maestro). Muchos de nosotros esperábamos que librase a Israel del yugo de los gentiles, además, hoy estamos en el tercer día desde su crucifixión y algunas mujeres nos han asombrado, declarando que habían salido muy de mañana hacia el sepulcro, encontrando la tumba vacía. Y estas mismas mujeres repiten con insistencia que han conversado con Jesús y sostienen que ha resucitado de entre los muertos. Cuando lo contaron a los hombres, dos de los discípulos corrieron a la tumba y también la hallaron vacía…
Juan Zebedeo, con el rostro radiante, asintió con la cabeza. Y Jacobo, adelantándose hacia la mesa, interrumpió a su hermano.
—Diles toda la verdad… Cleofás torció el gesto.
—Bueno —consintió a regañadientes—, éste, después de mis explicaciones sobre la visita de los apóstoles al sepulcro, comentó para vergüenza de los dos:
«Pero no han visto a Jesús.» Jacobo se dio por satisfecho, retirándose a su posición original, junto al manto de pelo de camello. Ya no volvió a hablar.
—Seguimos caminando —continuó el azorado pastor— y, después de un rato de silencio, aquel hombre habló y nos dijo: «¡Qué lentos sois para comprender la verdad! Si decís que el motivo de vuestra discusión eran las enseñanzas y las obras de este hombre, os lo voy a aclarar, ya que estoy más acostumbrado a estas enseñanzas. ¿No recordáis lo que siempre dijo y predicó Jesús?: ¿que su reino no era de este mundo y que todos los hombres son hijos de Dios? Por ello deben encontrar la liberación y la libertad en la alegría espiritual de la comunión fraterna del servicio afectuoso en este nuevo reino de la verdad del amor del Padre celestial.»
Cleofás enmudeció. Y con cierto pudor pasó a interrogar a los presentes.
—¿Qué pudo querer decir con esas intrincadas palabras?
Elías le sonrió con cariño, rogándole que no se preocupara ahora por esa cuestión. La retentiva del pastor era excelente, aunque no así sus entendederas.
—El siguió hablando. Y dijo: “¿No recordáis cómo el Hijo del Hombre proclama la salvación de Dios para todos los hombres, sanando a los enfermos y a los afligidos y liberando a aquellos que estaban unidos por el miedo y que eran esclavos del mal? ¿No sabéis que este hombre de Nazaret avisó a sus discípulos de que habría que ir a Jerusalén y de que le entregarían a sus enemigos, que le condenarían a muerte, resucitando al tercer día?
¿No habéis leído los pasajes de las Escrituras relativos a este día de salvación de los judíos y gentiles, donde se dice que en Él todas las familias de la tierra serán en verdad bendecidas, que oirá el grito lastimero de los necesitados y que salvará las almas de los pobres que buscan su ayuda y que todas las naciones le calificarán de bendito? ¿No habéis oído que este Liberador aparecerá a la sombra de una gran roca, en un país desértico?
¿Que alimentará el rebaño como un verdadero pastor, acogiendo en sus brazos a los corderos y llevándolos dulcemente sobre su pecho? ¿Que abrirá los ojos a los ciegos espirituales y liberará a los presos de la desesperación en plena libertad y luz?…”.
Al escuchar aquellas últimas palabras, Simón Pedro abandonó su oscuro rincón, uniéndose al grupo con timidez y curiosidad.
“¿Que todos los que moran en las tinieblas verán la gran luz de la salvación eterna? ¿Que curará los corazones destrozados, proclamará la libertad de los cautivos del pecado y abrirá las puertas de la cárcel a los esclavos del miedo y del mal? ¿Que llevará el consuelo a los afligidos y extenderá sobre ellos la alegría de la salvación, en lugar del dolor y de la opresión? ¿Que será el deseo de todas las naciones y la alegría perpetua de los que buscan la justicia? ¿Que este Hijo de la Verdad y de la rectitud se levantará sobre el mundo con una luz de curación y un poder de salvación? ¿Que perdonará los pecados a sus fieles? ¿Que buscará y salvará a los extraviados? ¿Que destruirá a los débiles, pero que llevará la salvación a todos aquellos que tienen hambre y sed de justicia? ¿No habéis oído que los que crean en Él gozarán de la vida eterna? ¿Que extenderá su espíritu sobre toda la carne, y que en cada creyente este Espíritu de la Verdad será un manantial de agua viva, incluso en la vida eterna? ¿No habéis comprendido la grandeza del Evangelio del Reino que ese hombre os ha dado?
¿No veis cuán grande es la salvación de la que os beneficiáis?”.
El pastor hizo otra pausa, abrumado sin duda por muchas de aquellas ideas, extrañas e inalcanzables para su corto entendimiento. Yo, sencillamente, no tuve más remedio que maravillarme. Si el rudimentario Cleofás —que no sabía leer ni escribir— era capaz de «inventar» frases como las que llevaba oídas, una de dos: o era un genio o un loco iluminado. Claro que también podía contemplarse una tercera opción: que, simplemente, estuviera diciendo la verdad…
—No nos atrevimos a abrir la boca —se lamentó el judío—. ¿Qué podíamos replicarle nosotros, pobres miserables arreadores de ganado? Y así llegamos a la aldea. La noche apuntaba ya por el este y le rogamos que se quedara con nosotros. Le mostramos nuestra humilde choza y aunque parecía tener el propósito de seguir su camino, terminó por aceptar. Jacobo y yo, nerviosos y felices por tan distinguida compañía, nos esmeramos en la cena: la mejor hogaza de pan, el mejor queso y el mejor vino… Nos sentamos a la mesa y, a la luz de la lámpara de aceite, le hice entrega del «redondel» de pan de trigo. Me excusé. Estaba un poco duro… Pero el hombre sonrió y, troceándolo con gran facilidad, lo bendijo, dándonos un trozo a cada uno…
Observé a los presentes. Al describir el troceado de la hogaza, todos comprendieron…
—¡Por mi santa madre, que en la gloria esté! —los ojos del mocetón se humedecieron—. ¡Entonces caí en la cuenta! ¡Era Jesús! Y, cuando, tras dar un codazo a mi hermano, comenté «¡Es el Maestro!», desapareció.
Esta vez fui yo quien rompió el silencio que cayó sobre la sala.
—¿Desapareció? ¿Quieres decir que se fue por la puerta?
Cleofás negó con la cabeza. Y secándose las lágrimas con la renegrida manga de lana de su túnica, espetó sin demasiado entusiasmo:
—¡Desapareció de nuestra vista! No sé cómo, pero lo hizo…
Otra oleada de murmullos y cuchicheos se propagó entre los discípulos y las mujeres.
—No era de extrañar que nuestros corazones ardieran inquietos mientras caminábamos hacia el pueblo. —Cleofás parecía hablar consigo mismo—. Él estaba abriendo nuestras inteligencias… La exposición del pastor concluiría con algunos pormenores finales y sin mayor trascendencia: suspendieron la cena y salieron precipitadamente de Ammaus, dispuestos a comunicar la noticia a los fieles, amigos y seguidores del rabí de Galilea. Habían corrido sin respiro hasta Jerusalén, entrando primero en la casa de José de Arimatea. Este no se hallaba en la mansión y fueron la de Magdala y las restantes hebreas quienes les aconsejaron y acompañaron hasta donde nos encontrábamos. El resto era sabido de todos.
Elías, terminado el relato, rogó a uno de los criados que sirvieran a los pastores cuanto desearan. Pero Cleofás, incorporándose, agradeció las atenciones del anfitrión, comunicándole que —una vez cumplida su misión— debían retornar a la aldea. El trabajo era inaplazable…
Y pasadas las nueve de la noche, se retiraron. Yo esperé los acontecimientos. No tenía fuerzas para nada. Había perdido la cuenta, incluso, de las «visiones». Me sentía desmoralizado e incapaz de poner orden en mi cerebro. Por estas razones, apenas si presté atención a las palabras de la Magdalena, que vino a ratificar la buena nueva de los pastores con la ya conocida aparición del Maestro en la casa del sanedríta. En la inevitable discusión participaron esta vez María Marcos, las mujeres que venían con la de Magdala y hasta la servidumbre.
La unanimidad era casi total. Con excepción de Andrés y de Simón el Zelote —mudos de asombro—, el resto se felicitaba y repetía los detalles de las últimas visiones. Juan Zebedeo, en un arranque de alegría, comenzó a bailar, mientras Felipe y Bartolomé vaciaban las ya exhaustas jarras de vino. Durante diez o quince minutos aquello fue una fiesta en la que yo mismo me vi obligado a corear las palmas. Quizá lo más emotivo fue la reacción de Simón Pedro. Nada más desaparecer los hermanos de Ammaus, se arrojó a los pies de la Magdalena y, gimiendo como un niño, le suplicó su perdón. La muchacha, horrorizada, le obligó a alzarse, abrazándole entre la aprobación y el contento de todos.
El jolgorio, sin embargo, duraría poco. Una mala noticia entró de pronto en la cámara, traída por el propio José de Arimatea.
Fue como si cayera un rayo. Al ver el rostro grave del sanedrita, inmóvil bajo la puerta, las risas, palmas y efusivos abrazos fueron desapareciendo, dejando paso a un embarazoso silencio. Algo sucedía. Algo grave. Todos lo intuimos. La faz de José, como la de cualquier amigo o simpatizante del Cristo, debería presentar otra lámina…
El de Arimatea dejó que Elías se acercara. Entonces, ante la inquietud general, le susurró algo al oído. El dueño le miró sin comprender pero, obedeciendo, hizo un gesto y la servidumbre y las mujeres se retiraron. María Marcos, discreta y sumisa, tomó a su hijo por la mano, cerrando la puerta tras de sí. Acto seguido, siguiendo las indicaciones de José, varios de los apóstoles apuntalaron nuevamente la doble hoja, reforzándola con uno de los divanes.
En mitad de un silencio de muerte —supongo que muchos de los presentes empezaban a imaginar cuál era la naturaleza de la información que portaba el miembro del Consejo del Sanedrín—, los íntimos del Maestro, con excepción de Simón el Zelote, tomaron asiento en torno a la «U». José lo hizo en el diván de honor. Rechazó la copa de vino que le ofreciera uno de los gemelos y, ocultando sus manos entre los pliegues del grueso manto negro, miró entristecido a los nueve apóstoles.
—Poco después de la caída del sol —arrancó ante la mal disimulada expectación de todos— he tenido conocimiento de una reunión urgente y secreta de Caifás y los suyos…
Algunos rostros se volvieron lívidos. Quien más quien menos sabía lo que eso podía significar.
—Os supongo bien informados sobre la constelación de noticias y rumores que circulan por la ciudad desde primeras horas de la mañana.
Varios de los discípulos asintieron en silencio.
—Bien, ésta es la situación. El sumo sacerdote, su suegro y los saduceos, escribas y demás fanáticos han tenido cumplida notificación de la tumba vacía, de algunas de las visiones de la gente que dice haberle visto y de no sé qué concentración en la Galilea…
El de Arimatea debía de estar hablando de uno de los mensajes de Jesús, cuando anunció que «precedería a los suyos en el camino a Galilea». Una vez más, como ha ocurrido siempre, los bulos y rumores, a fuerza de rodar, terminaban siendo irreconocibles.
En esa asamblea, según mis confidentes, se han adoptado, entre otras, las siguientes medidas. Unas medidas —carraspeó el anciano— que os conciernen muy especialmente.
«Primera: todo aquel que hable o comente (en público o en privado) los asuntos del sepulcro o la resurrección del Maestro será expulsado de las sinagogas.»
Los apóstoles protestaron en el acto.
—Segunda…
Elías rogó silencio.
—Segunda —repitió José, adoptando una mayor solemnidad—: el que proclame que ha visto o hablado con el resucitado.., será condenado a muerte.
Una general exclamación de repulsa y desconcierto puso punto final a las graves noticias del sanedrita. Y la cercana alegría de aquellos hombres se esfumó por completo. Lentamente, sus comentarios y reproches se fueron extinguiendo y el miedo campó de nuevo sobre sus corazones.
—Esta última propuesta —declaró el de Arimatea en un inútil intento por animar a los íntimos de Jesús— no pudo ser sometida a votación.
—¿Por qué? —intervino Elías que, junto a Mateo Leví, Simón Pedro y Santiago Zebedeo, parecía no haber perdido la serenidad.
José esbozó una irónica sonrisa.
—Por lo visto, ante el continuo fluir de noticias sobre las apariciones (no sólo a mujeres, sino también a judíos honestos y a griegos valerosos), el miedo se apoderó de la asamblea y más de uno ha tenido que correr a su casa para cambiarse de saq…
La broma no fue bien recibida. Lo peor que podía suceder es que Caifás y sus esbirros se vieran desbordados por su propio terror. En ese caso, los allí reunidos y muchos más podían considerarse hombres muertos. Con razón apunta Juan el Evangelista que «las puertas se hallaban cerradas por miedo a los judíos»…
—Es preciso —concluyó José— que salgáis de la ciudad. ¡Y cuanto antes!
Simón Pedro se opuso. Y recordó a sus hermanos las palabras del Maestro, en el patio: «Adiós, Pedro, hasta que te vea en compañía de tus compañeros.»
Andrés rechazó la sugerencia de su hermano. ¿Quién podía saber cuándo se llevaría a efecto dicha aparición, «suponiendo —remachó con ritintín— que todo eso sea cierto…»
Santiago Zebedeo, Mateo y Elías se manifestaron conformes con la propuesta de José, alegando que, además, faltaba el «Mellizo» (Tomás). La justa aclaración confundió al principio a Simón Pedro pero, rehaciéndose, insistió en que no debían moverse del cenáculo. Y en otro de sus clásicos arrebatos, señaló las espadas que descansaban sobre la mesa, jurando por su vida y familia que no volvería a traicionar a su Maestro.
Se puso en pie y con las venas de su cuello hinchadas, vociferó:
—¡No! ¡Nunca más!… ¡Nadie me obligará a huir de nuevo!
Juan Zebedeo aplaudió a su fogoso amigo, mientras Andrés, gritando por encima de Pedro, le llamaba visionario y loco de atar.
La disputa se disparó. José y Elías eran incapaces de restablecer la calma y el buen sentido. Y a punto estaban de llegar a las manos cuando, en mitad de aquella trifulca, las llamitas de las seis o siete lámparas de aceite oscilaron violentamente, como tumbadas por un súbito y gélido viento. Y la cámara quedó a oscuras.
Después de «aquello», en una furtiva conexión con el módulo, supe que las mechas se habían apagado alrededor de las 21.30 horas…
El miedo, como un mazazo —lo confieso—, me clavó al asiento. Fue tan rápido e inesperado que ninguno pudo reaccionar. Yo también experimenté aquella especie de brisa helada. Y los demás, por lo que averigüé después, coincidieron conmigo al describirla como un «millón de agujas clavándose en la piel».
Increíblemente para mí, para Eliseo y para cuantos miembros de Caballo de Troya tuvieron conocimiento de este hecho, la «piel de serpiente» que me cubría, falló.
Como decía, fue instantáneo. Al quedarnos a oscuras, las maldiciones e improperios cesaron. Y antes de que volviéramos a abrir la boca, un chisporroteo nos hizo girar los rostros hacia el fondo de la sala. Concretamente hacia la zona opuesta al muro de entrada. A causa de las densas tinieblas, aquella especie de «zigzagueante, infinitesimal y azulada chispa eléctrica» se destacó en el aire como un relámpago en la más negra de las tormentas. Debí quedarme lívido. Del resto no puedo hablar: no les veía.
El culebreo azul metálico se repitió por segunda vez. Pero, ahora, ¡oh, Dios, no tengo palabras!… esta vez la «cabeza» de la chispa rasgó la oscuridad, dibujando una figura… ¡humana!
Mi garganta se secó como el esparto. Y mi corazón, mi cerebro, mis pulmones, todo mi ser, se negaron a funcionar. Nunca he sabido si estuve vivo o muerto…
Con precisión matemática —como si fuera gobernada por un ordenador—, la chispa, terminado el mágico recorrido, desapareció. Y allí quedó, nacida de la negrura, una silueta de hombre, maravillosamente perfilada por una sutil línea violeta.
Y como si una cascada de luz, también violácea, se derramase desde un punto indeterminado del cerebro de aquel «ser», así fue colmándose la figura. Cuando toda su estructura estuvo repleta y llena de la luz mate, ante nuestros ojos apareció el volumen de un «hombre luminoso». Lo siento. No tengo otra calificación…
Quizá fue el miedo. No lo sé. O quizá la ausencia de sombras y de los naturales relieves. Lo cierto y verdadero es que no supe reconocerlo. Era, parecía, la réplica de un humano. De un adulto de largos cabellos, barba recortada y túnica hasta los pies. Pero, insisto, quizá todo esto solo sean suposiciones mías… y siempre a posteriori.
Tuve la impresión de que el tiempo y el espacio se hubieran hecho hielo. Y, de pronto, los brazos de aquel «ser» de luz se movieron. En una situación tan crítica es difícil precisar o fijar detalles tan nimios, pero juraría que, a la par que levantaba los brazos en señal de saludo, varias copas y espadas de las situadas en la curvatura de la «U» —el punto más cercano a la «aparición»— entrechocaban, cayendo incluso al suelo.
Y como en un sueño, aquella forma violácea habló. Fue una voz familiar que me erizó hasta el último vello. Era increíble. La voz no nacía de un punto concreto —presumiblemente de la parte superior— sino de todas y de ninguna parte a un tiempo. Llenaba la estancia, perforando mi mente como un sable. —¡Ojalá se me hubiera ocurrido pulsar mi oído derecho! Eliseo habría sido un valioso testigo… Pero mi compañero se hallaba enfrascado en las tareas de investigación de los lienzos mortuorios.
—¡La paz sea con vosotros!
¡Era Él! Su timbre de voz… Pero su figura… ¿Por qué no pude reconocerla?
—¿Por qué estáis tan asustados, como si se tratara de un espíritu?
Los comentarios que ahora acompañan a este suceso han sido, lógicamente, fruto de mis reflexiones posteriores. En aquellos momentos no pensaba, no respiraba. Sólo veía y sentía. El caso es que las primeras palabras de la «visión» —¿cómo podría definirla mejor?— no tenían demasiado sentido. Era lógico que cualquier ser humano sintiera, no miedo, ¡terror!
—¿No os dije que los principales sacerdotes y dirigentes me entregarían a la muerte, que uno de vosotros me traicionaría y que resucitaría al tercer día?
Jesús de Nazaret —porque tenía que ser Él— fue bajando los brazos muy despacio.
Entonces —prosiguió la «voz»—, ¿a qué tantas discusiones y dudas sobre lo que manifestaron las mujeres, Cleofás, Jacobo o el mismo Pedro? Y ahora que me veis, ¿me vais a creer?
Nadie respondió. ¿Quién, en su sano juicio, lo hubiera hecho?
—Uno de vosotros todavía está ausente. Cuando os reunáis una vez más y sepáis con seguridad que el Hijo del Hombre ha resucitado, marchad para Galilea…
¿Marchar para el norte? Otra vez aquella consigna…
—… ¡Tened fe en Dios! ¡Tened fe los unos en los otros! Así entraréis en el nuevo servicio del reino de los cielos. El «ser» hizo una brevísima pausa. ¡Era asombroso! ¡Había matices en el timbre de su voz!
—Permaneceré en Jerusalén hasta que estéis en condiciones de partir hacia Galilea. Os dejo en paz.
Y en una fracción de segundo —quizá en menos—, toda la figura de luz se esfumó, recogiéndose sobre sí misma, hasta que sólo quedó un punto brillante, blanco como el más potente de los arcos voltaicos, en el lugar que debía ocupar el supuesto «cerebro» del no menos supuesto «hombre»…
Después, también ese punto se disolvió. Y en las retinas de mis ojos siguió «vivo», oscilando a cada parpadeo, como cuando se observa fijamente el disco solar.
Del resto de lo ocurrido en aquella estancia en la noche del domingo, 9 de abril del año 30 de nuestra Era, apenas si puedo dar fe… No sé si transcurrió un minuto o una hora. Lo cierto es que alguien rompió a aullar. Fue como un detonante. Contagiados, todos nos precipitamos hacia todos, buscándonos en la oscuridad con los brazos extendidos. Yo el primero. Tropezamos con los divanes, con la mesa y entre nosotros, rodando como fardos sobre el entarimado. Un pánico irracional —casi químico— estalló en toda su magnitud. Algunos lloriqueaban. Otros reían nerviosamente. Y José y Elías, entre gritos y consignas de «calma» y «tranquilidad», empujaban a diestro y siniestro, supongo que a la búsqueda de la puerta. De nada sirvió mi entrenamiento ni la frialdad de que había hecho gala en otras ocasiones. Me había dejado dominar por el miedo. Y como uno más en aquel histérico enredo humano, terminé por gatear como un conejo asustado, yendo a chocar frontalmente contra uno de los muros. El golpe en la cabeza me dejó inconsciente.
Ahora, sólo pensar en las fatales consecuencias que pudo ocasionar el topetazo, me echo a temblar. De haberme abierto el cráneo, este diario quizá no hubiera existido… Fue una importante lección para mí.
Lo primero que recuerdo fue el rostro lloroso de Juan Marcos y, también entre brumas, las solícitas manos de María, su madre, empapando mi frente con una esponja.
Traté de incorporarme. Pero un dolor afilado, entre ceja y ceja, me hizo renunciar. Apreté los puños y, cerrando los ojos, luché por calmarme y recordar.
—¿Qué ha sucedido?
—Un mal golpe —replicó una voz.
De pronto, al comprender que había perdido mi cayado, me desembaracé de mis amigos, alzándome. Lancé una ojeada a mi alrededor, seguía en el cenáculo. Las candelas de aceite brillaban de nuevo y los discípulos, silenciosos, me observaban desde sus asientos. Entre tumbos, con las manos sobre el escandaloso hematoma que prosperaba en mi frente, fui aproximándome a la poltrona que había ocupado durante la «aparición». La «vara» estaba en el suelo, semioculta por la mesa. Pero me detuve. Mi instinto, aunque bastante deteriorado, funcionó. No podía levantar sospechas. Después de aquel percance, si mi primer impulso quedaba materializado en la localización y recogida de una vulgar vara de peregrino, mis atentos y sagaces observadores quizá se hiciesen alguna que otra pregunta. Debía obrar con naturalidad. Y aparentando una loca ansiedad, fui revisando las copas que continuaban sobre la «U».
—¡No, Jasón!… Ahora no te conviene beber.
Era María. Y con gran dulzura, ayudada por el muchacho, me condujo a uno de los bancos vacíos. Tomó una moneda, un denario de plata, la sumergió en una cántara de miel y seguidamente la depositó sobre un lienzo previamente empapado en una mixtura de vino, aceite y áloe púrpura. Uno de los sirvientes aplastó el denario contra el hematoma mientras la señora lo sujetaba con el citado lienzo, anudando la venda sobre la zona occipital de mi cabeza. Sentí cierto alivio. Y tomando sus manos las besé. Aquélla era una costumbre desconocida para los hebreos y María, desconcertada, se ruborizó hasta las pestañas.
Por indicación suya me dejé caer sobre el diván, reposando durante unos minutos. Cerré los ojos y, al momento, aquella figura de luz y aquella voz volvieron a la soledad y a la oscuridad de mi corazón. Traté de racionalizar el fenómeno. «Seguramente —pensé— todo ha sido debido al extremo índice de tensión que veníamos soportando…» No pude engañarme a mí mismo. Admitiendo que la visión hubiera sido consecuencia de nuestros nervios o de un estrés pasajero, ¿cómo explicar el repentino apagado de las mechas de aceite? En la situación generalizada de miedo que ya arrastraban los apóstoles, no tenía sentido que, en un ya más que dudoso movimiento alucinatorio colectivo, los aterrados apóstoles hubieran arrojado más leña al fuego, provocando una extinción simultánea e inconsciente de las llamas. No, eso resultaba demasiado retorcido. Además, estaba el viento helado. Ninguno de los presentes sabía de mi protección cutánea. Si ellos hubieran sido capaces de inducir semejante brisa, yo no tendría por qué haberla experimentado. Sin embargo, lastimó todo mi cuerpo…
En cuanto al chisporroteo y el increíble trazado de la «chispa», ¿qué podía decir? Suponiendo —que ya era suponer— que alguno de los «íntimos» disfrutara de algún tipo de poder más o menos paranormal, y aceptando que hubiera sido capaz de «crear» o «construir» una materialización o «fantasmogénesis», ¿por qué hacerlo de una forma tan sofisticada y siguiendo unas pautas que, en cierto modo, me recordaron los complejos sistemas de la holografía? Y si me inclinaba por un holograma, ¿quién o quiénes en el siglo estaba en condiciones de practicar algo que sólo a partir de 1947, con Dennis Gabor, fue conocido y desarrollado?[144]. ¿Dónde estaba el láser, necesario para este tipo de imágenes en relieve? Y en el caso de no haber usado una luz coherente y si una blanca —bien por lámpara de incandescencia o mediante la luz solar—, me encontraba con el mismo problema, amén de que en aquellos momentos —las nueve y media de la noche— la oscuridad era completa sobre Jerusalén…
Si un supuesto médium había sido el responsable de la aparición, no tenía más remedio que felicitarle. Además de conseguir una bellísima figura, con una luminosidad que no podía encajar en los limitados conceptos de la época, había redondeado su «trabajo» con una voz… «que salía de todas partes»… Además, y debo manifestarme claramente, nunca he creído en esas espectaculares «materializaciones» que los entendidos en parapsicología denominan «ectoplasmia». (Según especialistas como Geley, Crookes, Crawffor y otros, el «ectoplasma» vendría a ser una sustancia nebulosa, blanquecina, con estructura fluida y filamentosa que algunos médiums son capaces de regurgitar por la boca, ano, senos, vientre, etc, cuando dicen estar en trance. Ese «ectoplasma» aparece en ocasiones en forma de estrecha banda serpenteante o adoptando las más diversas configuraciones humanas o de animales.)
Y digo que no creo en tales supercherías porque, aunque, efectivamente, la mente del hombre disfruta de un poder tan extraordinario como poco conocido, desde un punto de vista puramente científico, no tiene lógica que una energía mental —adimensional o «espiritual» y sometida por tanto al indeterminismo cuántico— pueda transformarse en un «ente» dimensional y material, como sería el caso de los repugnantes «ectoplasmas».
No, aquella explicación fue descartada.
Quizá durante algún tiempo me incliné a pensar que todo había sido fruto de una alucinación colectiva. Pero ¿de qué tipo? La psiquiatría se afana en describir unas cuantas, como ya referí con anterioridad. ¿Estaba ante una mezcla de alucinación visual-auditiva? Estas últimas —las auditivas— se dan entre los enfermos psicóticos: en especial entre los esquizofrénicos. El individuo distingue con nitidez su pensamiento de «otras voces» —casi siempre reprobatorias— que le invaden, reforzando el sistema delirante. Cierto que, en otros casos, esas alucinaciones resultan agradables, apareciendo en un cuadro de delirio crótico o místico. En las esquizofrenias procesales, esas «voces internas o externas» dan toda clase de órdenes, provocando, incluso, situaciones límite, que pueden llegar al suicidio o al homicidio.
Tampoco era ésta la situación general. De las trece personas que ocupábamos el salón en aquellos instantes, supongo que una mayoría éramos bastante normales. Dudo que hubiera un solo esquizofrénico o enfermo de delirios crónicos. ¿Cómo explicar entonces las hipótesis de la alucinación auditiva?
Y sumido en tales meditaciones, caí en la cuenta de otra penosa circunstancia. Me incorporé como impulsado por un muelle.
«¡Maldición!»
Y sonreí para mis adentros, tachándome de basura y de calamidad. ¡No había usado los sistemas electrónicos incorporados por Caballo de Troya a la «vara de Moisés»! Aquello sí hubiera arrojado algo de luz sobre tamaño dilema. Como ser humano que soy, —¿qué gano con ocultarlo?—, me justifiqué de inmediato. Alguien dijo una vez que «sólo los dioses no se justifican»…
«Fue imposible… ¿Cómo iba a pulsar los transductores de helio en semejantes circunstancias?… ¡Todo fue tan inesperado y fulminante!… Ni siquiera sé dónde estaba el cayado… Además, el miedo me paralizó…»
Para qué seguir. Estaba claro que había fracasado. Y tomé buena nota.., para la siguiente ocasión. Pero ¿Habría una segunda oportunidad?
Medio incorporado sobre el diván, reparé entonces en otro «detalle» que casi había olvidado. Sí, allí seguía. Me levanté despacio y, tomando una de las lucernas de arcilla, caminé hasta la curvatura de la mesa. En el suelo, olvidadas, continuaban un par de copas de metal y una de las espadas. La memoria no podía engañarme. Aquellos objetos, después de entrechocar entre ellos, habían caído de la «U». Pero ¿cómo? ¿Los había golpeado alguien?
Levanté la vista, aproximando la luz a la penumbra que envolvía aquella zona de la cámara. Y traté de recordar. Yo me hallaba en el extremo izquierdo de la «U» (contemplada siempre desde la puerta). El «ser» se formó frente a la citada curvatura y a cosa de metro y medio o dos metros de dicho sector de la mesa. ¡Curioso! Los únicos objetos que se habían desplazado y caído sobre la madera del piso eran los que se hallaban depositados en ese segmento de la «U». Otras dos copas —también metálicas— aparecían volcadas, en el filo mismo de la mesa. Procuré no tocar nada. Y auxiliado por la lámpara de aceite fui recorriendo la totalidad de la «U». Las espadas y vasos del centro y de los extremos estaban en pie, tal y como las habíamos dejado antes de «aquello».
Y una idea —¿o fue un presentimiento?— me devolvió las esperanzas. No todo parecía perdido…
El primitivo sistema de la moneda dio resultado. Al poco, al margen de un latente dolor de cabeza, me sentí en condiciones de reanudar mi trabajo. Los discípulos dormitaban, agotados por tantas y tan intensas emociones. Las mujeres y José se habían retirado y, procurando no hacer demasiado ruido, le pedí a uno de los gemelos que desbloqueara la puerta. El aire y el frescor de la noche me reanimaron definitivamente. El fuego del patio continuaba lamiendo el vacío caldero y, junto a las llamas, distinguí la fornida silueta de Simón Pedro. Se hallaba en compañía del dueño de la casa y de Juan Marcos. Dialogaban en voz baja y con un envidiable reposo. No me atreví a interrumpir. Y deslizándome entre los jazmines, abrí la conexión auditiva. En el módulo no había novedades. Mejor dicho, sí que las había, pero eran de orden científico. Hablaré de ellas en su momento. Eliseo me confirmó la hora. Las diez y cuarenta y cinco. Eso significaba que había permanecido inconsciente durante treinta minutos, aproximadamente. Por supuesto, preferí ocultarle el «accidente» de la pared y el todavía inexplicable fenómeno del ser de luz. Y previsoramente le rogué que me llamara al amanecer.
De pie, con la cabeza medio escondida entre el ramaje y pendiente de la transmisión, no me percaté de la sigilosa llegada de Juan Marcos. Tocó suavemente mi espalda y, al pronto, me sobresalté.
—¿Con quién hablas? ¿Qué idioma es ése?
El muchacho debió de escuchar algunas de mis últimas palabras —¡en inglés!— y, lógicamente, preguntó curioso y extrañado.
—Rezaba… —repliqué un tanto pálido—. Siempre lo hago —improvisé— en un dialecto de mi tierra natal, Tesalónica… Es una koiné[145] que tú no conoces.
Aquel pequeño incidente nos sirvió igualmente de lección. Aunque mi hermano y yo solíamos dialogar en komné o en arameo galalaico —fundamentalmente con el propósito de practicar—, a partir de entonces, tanto las conexiones auditivas como las conversaciones directas, dentro y fuera de la «cuna», fueron ejecutadas en los idiomas del tiempo y del lugar en los que nos encontrábamos.
Antes de unirme a Simón Pedro y a Elías Marcos, el benjamín, algo sonrojado, me insinuó que él también tenía algo para mí. Le contemplé intrigado. ¿Qué se le habría ocurrido ahora?
Y levantando hasta mis ojos un saquito de paño descolorido, lo hizo balancearse suavemente sobre el cordoncillo blanco e inmaculado que lo cerraba.
—¿Qué es?
—Algo soberano y secreto —respondió en tono misterioso… Esperé una explicación. Pero antes me indicó que me inclinara. Y al hacerlo, pasó la lazada sobre mi cabeza. Y el saquete, de apenas cinco centímetros de longitud, quedó colgando sobre mi pecho.
—Esto te librará de las calenturas tercianas y de los espíritus malignos que acechan bajo las sombras de los alcaparros, higueras y serbales achaparrados.
Pero, ¡ojo!, no te servirá si caes bajo la sombra de un barco…
—¿Y qué puede ocurrirme si «caigo» bajo la sombra de un barco?
El niño abrió sus grandes ojos negros, mirándome como si tuviera delante a un perfecto cretino.
—¡Que corres el riesgo de ver al diablo!
Hice serios esfuerzos para no soltar una carcajada. La superstición entre aquellas gentes era tan variopinta como arraigada. Hasta el extremo que el Talmud dedica amplios pasajes a tales cuestiones y a las formas de combatir las asechanzas malignas.
Palpé el contenido del «amuleto» y le di unas efusivas gracias, rogándole que perdonara mi ignorancia.
—Como extranjero —le manifesté—, no estoy aún muy al corriente de esas graves presencias.
Al parecer, según el benjamín, su regalo contenía los siguientes y «mágicos» ingredientes: «Siete espinas de siete palmeras. Siete virutas de siete vigas. Siete clavos de siete puentes. Siete cenizas de siete hornos y siete pelos de siete perros viejos.»
—¡Ah! —exclamé aliviado.
Y sin más, nos unimos a la serena tertulia de Simón Pedro y del anfitrión. En el transcurso de la misma, como quedó dicho, tuve conocimiento de lo que había sentido el pescador momentos antes de su aparición. Y también allí fui informado de las últimas decisiones del grupo apostólico. Nadie abandonaría Jerusalén. A la mañana siguiente, dos de los discípulos —siguiendo la recomendación del resucitado en su última materialización— se dirigirían a Betania en busca de Tomás. Y tratarían de convencerle para que dejara su aislamiento y se uniera al resto. Una vez lograda la reunificación de los once, saldrían para el norte: a la Galilea. No dije nada, naturalmente, pero supuse que ese intento para convencer y atraer al recalcitrante Tomás iba a tropezar con serios inconvenientes. Según el Evangelio de Juan, ocho días después de aquel extraño «fenómeno» —llamémoslo aparición registrado en el cenáculo, los once, al fin, culminaron sus anhelos de definitiva unión. Ellos no podían saberlo entonces, pero ésa sería la segunda aparición de Jesús a los embajadores. Una aparición que, por supuesto, no pensaba perderme y de la que, gozosamente, íbamos a extraer algunas e insospechadas conclusiones.
Por cierto, y aunque carezca de importancia, no logro entender por qué tres de los cuatro evangelistas no hicieron mención en sus escritos de esta novena y última aparición del Maestro en aquella histórica jornada del llamado «domingo de resurrección». Sólo Juan habla de ella y mezclando palabras y gestos del Hijo del Hombre, que corresponden a la referida segunda presencia en el cenáculo, con Tomás incluido. Pero no quiero precipitarme. Hablaré de esa aparición —ocurrida el domingo siguiente, 16 de abril— en el momento preciso y no será difícil advertir cómo fue igualmente «manipulada», incorporando frases que el Cristo jamás pronunció y que, en el tema de la confesión de los pecados, terminarían por cristalizar en otra «fórmula» tan mágica como falsa…
La casa de Elías Marcos, aunque sobria, encerraba influencias helénicas y romanas, con detalles de un refinamiento que me sorprendieron.
Avanzada la madrugada decidimos retirarnos. Yo, la verdad, estaba agotado.
Simón Pedro, que parecía transformado, se despidió de Elías y de mí con sendos besos de paz. El hombre no había olvidado mis palabras de consuelo y mi precaria revisión como «médico». Al principio, obsesionado con la idea de no ocasionar molestias, insinué a mi anfitrión que podía descansar junto al rescoldo del hogar. Mi manto había servido ya en menesteres similares. Elías se enfadó. Y tirando de mí, refunfuñando ante las «locas ideas de aquel pagano» me obligó a entrar por la puerta por la que había visto aparecer y desaparecer a María en mi primera visita a la mansión.
Me encontré frente a un largo corredor, estrecho y alto, alumbrado en sus extremos por otros tantos candiles, colgados de los muros de ladrillo. Elías descolgó el situado junto a la entrada, invitándome a seguirle. A aquellas horas —debían de ser las tres de la madrugada, poco más o menos—, la residencia dormía apaciblemente. En veinte pasos salvamos el pasillo de baldosas de arcilla cocida, deteniéndonos ante la última de las cinco puertas que conté en el muro de la izquierda. En la pared opuesta, frente por frente, se abrían otras tantas puertas de oscura madera de roble, cuidadosamente abrillantadas con alguna suerte de barniz.
Marcos, por señas, me indicó que sostuviera la lámpara de aceite. Y tomando el grueso manojo de llaves que colgaba de su cuello, buscó la apropiada. Al tercer o cuarto intento, la cerradura gruñó y mi amigo empujó la hoja, entrando en el aposento. Me mostró el lugar y, antes de retirarse, desde el umbral me señaló la estancia situada enfrente, aclarándome que allí podría asearme. Y con un cortés «la paz sea contigo», cerró tras de sí.
El pequeño cuarto, sin ventanas, era sencillo en extremo. Alcé el candil de bronce y las siete llamitas arrojaron otras tantas y serpenteantes sombras sobre el ajuar: un arca de madera de encina, una cama alta y evidentemente exigua para mi metro y ochenta centímetros de estatura, un jarrón de barro con un espléndido y perfumado ramo de blancos jazmines y, también sobre el arca, una bandeja cuidadosamente cubierta con una gasa. Al destaparla adiviné la mano de María, la señora de la casa. Sonreí agradecido. Junto a una jarrita rebosante de mermelada dulce encontré una escudilla con higos secos y nueces peladas, primorosamente cercadas por una miel casi negra, que brilló como un diamante a la luz del candil.
La cama era soberbia, había sido armada a base de una madera blanca de pino, formando una pareja de felinos, desmesuradamente estirados, cuyas cabezas constituían los pies. No había colchón. En su lugar, sobre un trenzado de lona, tres mantas de esponjosa lana y varios cojines de plumas. La «almohada», para mi desgracia, era un apoyacabezas de alabastro.
Por pura cortesía probé las nueces, absteniéndome de la mermelada. Aunque las condiciones higiénicas de la casa y de la familia eran muy elogiables, las normas de la misión en este aspecto eran rígidas. Y rendido me dejé caer sobre el lecho, tras apagar seis de los siete orificios del candil por los que apuntaban otras tantas torcidas o gruesas hebras de lino que hacían las veces de mechas.
Y un dulzón aroma a aceite de oliva —típico de las casas judías— fue extendiéndose por la habitación, empujándome a un plácido y reparador sueño.
A las 05.42 horas, puntual como siempre, Eliseo me devolvió a la realidad.
—Está alboreando —me anunció eufórico—. La temperatura ha descendido un poco. Los sensores exteriores marcan ocho grados centígrados. Por la lectura del anemocinemógrafo deduzco que tenemos encima un cadim (viento del este). El tubo de Pitot arroja rachas de hasta treinta nudos. El cielo sigue despejado, con una «estima» prácticamente ilimitada. A media mañana habré concluido los análisis. ¡Esto es increíble, Jasón! ¿Te espero a tomar el té? Cambio…
Agradecí la información y la guasa. Y prometí retornar a la «base madre» lo antes posible y retirar los lienzos mortuorios. Antes debía cumplir lo pactado con Civilis, el jefe de la fortaleza Antonia. Hacia la hora tercia hablaríamos con el procurador. La entrevista podía resultar beneficiosa para ambas partes.
En nuestra larga permanencia en las altas tierras del norte —en la Galilea—, todo apoyo oficial sería poco. En cuanto al supersticioso Poncio, lo que tenía en mente le llenaría de admiración.
A punto estuve de pasar de largo. Pero la curiosidad fue más fuerte. Durante el primer «salto», las abundantes entradas en la «cuna» aliviaron mis necesidades fisiológicas. En esta segunda exploración —y no digamos en la «tercera» (que ni Eliseo ni yo podíamos prever entonces)— la cosa fue diferente. Yo carecía del dispositivo para la eliminación de las heces fecales[146] y, obviamente, tuve que evacuar en los lugares más peregrinos y, a veces, en circunstancias comprometidas… El caso es que, al empujar la puerta situada frente a mi habitación, fui a descubrir lo que aquellas gentes, con tanto pudor como eufemismo, llamaban el «lugar secreto».
La estancia, de unos cinco por cinco metros, se hallaba recubierta con planchas de mármol númida de finísimo veteado negro. Sólo el techo aparecía desnudo, enyesado y con tres gruesas vigas de sólida encina de Bacá. A la derecha de la puerta, a lo largo de la pared, se abría una espaciosa bañera —casi una piscina—, elevada un metro y medio sobre el nivel del suelo. Unas empinadas escalinatas, alfombradas, como el resto de la habitación, con esteras, facilitaban el acceso a la misma. En el extremo opuesto, en el ángulo izquierdo, el pavimento había sido horadado. Me asomé curioso. Era un pocillo de unos treinta centímetros de diámetro que se comunicaba, por lo que pude deducir, con un sistema de alcantarillado, ya existente entonces en el Templo y áreas adyacentes del barrio bajo. El retrete —porque de eso se trataba— había sido rodeado con una tarima cuadrada de casi cincuenta centímetros de lado, que emergía ligeramente sobre el mármol. Muy cerca del «común» —a mano, como quien dice—, en un canastillo de fibra de palmera, se amontonaban varias esponjas. Éstas, junto con el agua depositada en las tinajas que se alineaban sobre la pared, debían constituir los «útiles» para la necesaria limpieza tras la evacuación. Un gran armario y una serie de alacenas practicadas en el muro completaban el recinto. En aquellos huecos, en perfecto orden, el usuario del «cuarto de aseo» podía encontrar de todo: desde «barrillas» y natrón, que hacían las veces de nuestro jabón, hasta piedra pómez y un sinfín de frasquitos de vidrio y cerámica, con afeites y perfumes: puch para las cejas y pestañas y que los romanos llamaban stibium (una sustancia de color azul negro a base de plomo); hoja de al-kenna, que da una ceniza de una tonalidad amarilla oscura y que servía a las mujeres para pintar sus uñas y palma de las manos; sikra para los labios y mejillas; maceraciones de lirio en aceite; ónice, llamado también «uña olorosa»; nardo y el no menos fresco y fragante perfume de cinamomo y bálsamo de Jericó. Además, peines de madera y hueso, cucharas, espátulas y paletas de marfil para extender los afeites y varios y redondos espejos de metal pulido con mangos primorosamente labrados en madera.
Los afilados y anchos cuchillos, que debían de servir al dueño de la casa para sus afeitados, apenas si ocupaban un rinconcito entre semejante arsenal femenino. Como en nuestros días, la «invasión» de las mujeres de entonces en los cuartos de baño era algo bien asumido por los hombres…
Pero lo que más me llamó la atención de aquel «lugar secreto» fue un pequeño cartel, colgado de una de las paredes. Más o menos, rezaba así: «Cuanto más permanezcas aquí, más larga será tu vida.» Minutos más tarde, al saludar a Elías, le pregunté sobre dicha leyenda. Y el hombre, sonriendo pícaramente, me aseguró que era un adagio extraído del Talmud.
—El Berakoth (LV) —añadió en tono de chanza— cuenta, incluso, que un viejo rabí llegaba a detenerse hasta veinticuatro veces en otros tantos «lugares secretos», en el camino entre su casa y la escuela en la que enseñaba.
Tras asearme un poco y purificar mi aliento con uno de los «dentífricos» de uso común en la época —una pimienta olorosa que se masticaba como los granos de anís— examiné mi frente. El hematoma había remitido considerablemente. Y con un prudencial optimismo, después de lanzar una última mirada a aquel «cuarto de baño de lujo», me dirigí al patio.
Las trompetas de los levitas habían anunciado ya el nuevo día. Y como también era habitual, la señora de la casa y la servidumbre hacía rato que trajinaban. Entre canturreos, la molienda del trigo fue dando a su fin. María Marcos suspendió el tueste del grano y pasó a examinar mi frente. Le devolví el denario y el lienzo y, frotándose las manos con satisfacción, regresó sobre la plancha abombada en la que se cocían las apetitosas tortas de flor de harina.
Había tiempo de sobra. Así que, con sumo placer, acepté un hirviente cuenco de leche de cabra y me acomodé junto al fuego. La mañana, como apuntara Eliseo, se presentaba fría.
Revisé mi atuendo y la bolsa con los «cuadrados astrológicos» y, tras una larga reflexión sobre lo acontecido en la pasada jornada, me despedí de la familia, elogiando y agradeciendo su hospitalidad. Como suponía, pasarían unos cuantos días hasta que pudiera reunirme con ellos nuevamente. María me hizo prometer que no abandonaría Jerusalén sin antes pasar por su casa y dedicar unas horas a hablarle de mi familia. ¿Mi familia?
Los hombres como yo —siempre solos, permanentemente descontentos y atormentados— no conocemos más familia que el suplicio de la soledad. Pero ¿cómo podía explicárselo? Elías me abrazó como a un hermano y con un «hasta pronto» me lancé a las ya concurridas calles de la Ciudad Santa.
El cadim, en efecto, fuerte, frío y seco, azotaba Jerusalén. El aire y el cielo eran un cristal. Me arropé en el manto y, tras comunicar al módulo que me dirigía al cuartel general romano y que quizá necesitase de los servicios de Santa Claus, emprendí la marcha hacia la puerta de los Peces.
El nuevo y luminoso lunes, aunque algo más sosegado que el domingo, resultaría igualmente rico en sorpresas y experiencias.