14 DE ABRIL, VIERNES

«¿Cómo es posible que la vida de un ser humano pueda venirse abajo en minutos?»

Aquel viernes, 14 de abril, tal y como habíamos planeado, abandoné la hacienda de Lázaro y ascendí a lo alto del monte de las Aceitunas, dispuesto a poner en marcha la última fase de la misión en tierras de Jerusalén. Iba feliz y altamente satisfecho por la información reunida en Betania. Mis conocimientos sobre la juventud y edad adulta del Maestro fueron enriquecidos copiosamente. Y mi visión de las «cosas» mejoró. No hay nada como la información para entender y amar…

Nuestro plan era el siguiente: ese viernes, chequeo a los preparativos del segundo lanzamiento de la nave. Si todo se producía como imaginábamos, la siguiente semana abandonaríamos la «base madre» para volar al norte, al punto previamente establecido por Caballo de Troya en la Galilea. Desde allí procederíamos a la que suponíamos última etapa de la exploración y que contemplaba dos objetivos básicos —el seguimiento de las apariciones de Jesús y toda una serie de comprobaciones en relación a su infancia y juventud en Nazaret y comarca— y otros «secundarios».

Pero todo cambió en segundos…

Mi ingreso en el módulo se produjo a las 10 horas y 20 minutos. Nunca lo olvidaré. Yo había notado algo anormal en las últimas conexiones. La voz de mi compañero sonaba ligeramente apagada. Lo achaqué al cansancio o, quizá, a su demoledora soledad.

Nada más verle y descubrir su rostro demacrado, comprendí que algo grave sucedía. Pensé, incluso, que podía haber sufrido algún nuevo desmayo. Al cerrar la escotilla se produjo un violento silencio. No quise forzarle y esperé. Parecía dudar. Me miró fijamente durante varios e interminables minutos y, al fin, sus ojos se humedecieron.

Tuve que ser yo quien diera el primer paso. Deposité mis manos sobre sus hombros y le ordené que hablara.

—¿Qué ocurre? ¿Algo va mal?… ¿Quizá la nave? Negó con la cabeza a cada una de mis preguntas.

—¿Entonces…? —¡Estamos atrapados! —estalló. No entendí el significado de aquella explosión.

—¿Qué le pasa a la «cuna»?… Habla, por Dios!

Eliseo secó sus lágrimas y, sentándose frente al cuadro de mandos, tecleó sobre el ordenador central. Espié cada uno de sus movimientos, convencido de que, en mi ausencia, el módulo había sufrido algún daño irreparable. Pero no…

No era ése el problema.

Al punto, en el monitor, fue desfilando una serie de dígitos verdosos. Concluida la operación, señaló hacia la pantalla, invitándome a que lo comprobase por mí mismo.

Tras una atenta y nerviosa lectura sólo acerté a exclamar:

—Dios de los cielos!… Entonces, tu…

Y sin aguardar la posible explicación de Eliseo, di media vuelta, abriendo el compartimiento en el que los técnicos de Caballo de Troya habían atornillado la misteriosa caja de acero de 40 centímetros de lado y que, como dije, se hallaba conectada a Santa Claus. Tal y como suponía, estaba abierta…

Y las palabras del general Curtiss acudieron a mi memoria: «Lo siento. “Eso» es materia clasificada… Alto secreto.”

Ninguno de los dos habíamos olvidado la enigmática urna metálica. Pero Eliseo, vencido por la curiosidad o por una premonición, se adelantó a mis intenciones, desvelando el trágico secreto. Jamás le pregunté cómo había conseguido abrirla. Eso, ahora, era lo de menos. La realidad —triste y providencial a un tiempo— estaba allí, ante mis ojos…

Comprendimos las buenas intenciones del general al no querer revelarnos el contenido y la finalidad de la caja.

¿De qué hubiera servido asustarnos? El caso es que Caballo de Troya, como quedó dicho en su momento, había descubierto una posible alteración en los tejidos neuronales, como consecuencia del proceso de inversión de masa de los swivels. Curtiss nos había informado de ello y nosotros, libre y conscientemente, aceptamos continuar con la misión. A pesar de todo, los científicos de Edwards —con la complicidad del jefe de la operación— habían introducido y dispuesto en la nave una experiencia que serviría para confirmar sus sospechas. Directa e íntimamente ligado al ordenador central, aquel experimento —junto a los datos proporcionados por los dispositivos «RMN» ajustados a nuestros cráneos— había puesto de manifiesto que los temores de los expertos eran fundados. En el interior de la caja aparecieron dos tubos de plástico incombustible, repletos de drosophilas de Oregón, unas pequeñísimas moscas de 3 milímetros cada una (en un solo gramo pueden entrar mil de estos ejemplares) y cuya composición celular —uniforme— las hace idóneas para los ensayos y estudios sobre el envejecimiento. En el fondo de las probetas habían sido dispuestas unas soluciones de azúcares y levadura de cerveza con alto poder vitamínico, que sirviera de alimento a las drosophilas. En una especie de test que guardaba cierta semejanza con el de la «geotaxis negativa», Santa Claus había ido chequeando el comportamiento de las moscas «antes, durante y después» de la inversión axial de los ejes de los swivels. La probeta de la izquierda contenía 50 moscas «viejas» (de 84 días de edad) y la de la derecha el mismo número, pero con ejemplares «jóvenes» (de 7 días). Al estar constituidas, como digo, por un único tipo de célula —al igual que las neuronas—, resultaban ideales para intentar comprender qué ocurría en lo más «íntimo» de dichas células[190], quizá así podría descubrirse nuestro mal y el hipotético remedio…

Ahorraré explicaciones excesivamente científicas. La cuestión —la gravísima cuestión— era que Santa Claus había detectado el problema, almacenándolo en su memoria. Podría resumirse así: durante los mencionados procesos de inversión de las partículas subatómicas, «algo» —eso no llegamos a aislarlo con seguridad— provocaba una mutación o pérdida de ADN nuclear en las neuronas de nuestros cerebros. El resultado era un irreparable y progresivo —yo diría que galopante— envejecimiento generalizado de toda la red neuronal[191]. En otras palabras: estábamos condenados a una rápida degeneración fisiológica, como consecuencia de la masiva muerte de las citadas neuronas. De acuerdo con los cálculos del ordenador, traspolables en cierto modo al cerebro humano, esa pérdida de colonias neuronales podía estimarse en un porcentaje que oscilaba alrededor del 10 por ciento anual. Es decir, considerando que la cifra teóricamente aceptada como la «frontera» límite antes de caer en el envejecimiento patológico cerebral (con manifestaciones clínicas) es del 85 por ciento, nuestro margen de vida activa —o relativamente activa— fue fijado por Santa Claus en nueve años y escasos meses[192]. Eso, en definitiva, era lo que nos restaba de vida… Ahora comprendía el porqué de las escamas de mi cuerpo, el desmayo de Eliseo y mi fugaz obnubilación en la casa de los Marcos.

Siempre cabía la esperanza —dudosa, pero esperanza al fin y al cabo— de que la ciencia hallara un remedio a nuestra crítica situación. (El gran científico Miquel, del Ames Research Center de NASA, en Moffett Field, California, ensayaría en esos años con una sustancia —el bromuro de etidio— que dio excelente resultado con las drosophilas, alargando la vida de las moscas hasta un 20 por ciento. Pero nosotros, lógicamente, no éramos drosophilas…, aún.)

A petición mía, ambos dedicamos toda aquella jornada a una nueva y exhaustiva revisión de los parámetros computarizados por el ordenador central.

Por la noche, el monitor conectado a Santa Claus arrojó el mismo y trágico balance, con el agravante de que las futuras y necesarias inversiones de masa podrían acarrear nuevas mutaciones. Sabia y diestramente programado, nuestro fiel «amigo», el ordenador, concluyó su «veredicto» con algo que ya sabíamos:

«Sólo el mantenimiento del consumo de oxígeno a niveles prudencialmente bajos en las mitocondrias de sus líneas germinales puede aminorar la pérdida de la capacidad mitótica de la célula y disminuir así el riesgo de más alteraciones en la información genética.»

Eso significaba doblegarnos a una vida prácticamente vegetativa. Descorazonados, caímos en una profunda postración.

Imagino que la increíble idea sugerida por Eliseo en el transcurso de tan larga y penosa noche no fue improvisada en aquel viernes, 14 de abril del año 30. Seguramente había sido rumiada mucho antes.

—Puesto que nos hallamos «marcados» explicó, —buscando mi aprobación—, ¿por qué no llegar hasta el final en esta aventura?

Y sin esperar mi opinión, yació su corazón, lamentándose de su pésima fortuna en aquella endiablada misión. No le faltaba razón. Ya me lo había insinuado en Masada y en nuestras conversaciones en el hotel de Jerusalén: él no había tenido oportunidad de ver ni oír al Maestro.

—¿Por qué? —se preguntó a sí mismo—. ¿Por qué…?

—Quizá en Galilea… —comenté, recordándole que la exploración no había terminado y que faltaba el seguimiento de las apariciones de Jesús en el lago.

Mi hermano reconoció que todo eso era posible, pero su «idea» iba mucho más allá. Y al exponerla —lejos de sentir rechazo— fui enamorándome de ella. ¿Qué podíamos perder? El «listón» de nuestras respectivas vidas acababa de ser dramáticamente fijado en nueve o, con suerte, diez años más… Bien mirado, ¿cuándo se nos presentaría una oportunidad semejante?

—Jamás! Tú sabes que, si logramos volver, seremos retirados del servicio activo…, y para siempre. A pesar de todo le pedí tiempo. Necesitaba meditar. Tenía que valorar los pros y los contras…

Lo comprendió, pero me rogó que tomara una decisión antes del despegue del módulo hacia Galilea. Se lo prometí.

La «idea» no era otra que «ampliar», por nuestra cuenta y riesgo, el tiempo de aquella segunda exploración, viviendo los casi cuatro años de la vida pública de Jesús, paso a paso y pegados al Maestro!

Es difícil dibujar el entusiasmo desplegado por mi compañero a la hora de «venderme» su idea.

—¿Imaginas?… Podríamos conocer muchos de sus secretos. Le seguiríamos al desierto. Investigaríamos los milagros. ¿De verdad transformó el agua en vino? ¿Cómo eligió a sus doce apóstoles? ¿Quién era Juan el Bautista? ¿Por qué no hizo algo por salvarle? ¿Caminó realmente sobre las aguas? ¿Te imaginas, Jasón?

Por supuesto que sí. Desde el ángulo técnico, la propuesta era viable. Bastaba con manipular los swivels nuevamente. Pero eso podía entrañar más riesgos para nuestros ya castigados cerebros…

En Masada no tenían por qué saber de esta aventura «extra». En cuanto a la «cuna», había sido dotada en este «viaje» con elementos y equipos suficientes como para aceptar el fascinante reto.

Todo, en definitiva, dependía de mí. Eliseo, comprensivo, me adelantó que, en caso de una decisión negativa, la aceptaría y regresaríamos a «nuestro tiempo» de acuerdo con el plan de Caballo de Troya. Y debo confesar que aquellas postreras horas fueron las más difíciles de mi vida…