9 DE ABRIL, DOMINGO (AÑO 30)
—¿Todo bien?
Eliseo respondió con un nuevo guiño. Y durante algunos segundos procedimos al obligado y rutinario chequeo de los instrumentos. Los altímetros especiales —a los que aludiré en breve— no habían modificado sus lecturas:
800 pies sobre el terreno situado bajo la «cuna». El siguiente paso fue certificar nuestras coordenadas. Mi compañero, auxiliado por un sextante, determinó las nuevas posiciones de la luna y de algunas de las estrellas, remitiendo los datos a Santa Claus. El ordenador efectuó el cómputo y, en segundos, leímos en el monitor lo que ya suponíamos: el módulo no había variado su ubicación en el espacio.
—Reglaje de la plataforma de inercia sin variación…
Algo más tranquilos, echamos un vistazo al exterior. La luna, a las «tres» de nuestra posición, casi llena, rielaba con fuerza sobre las inmóviles aguas del mar Muerto. No había rastro de la nubosidad que cubriera la región…, 1943 años «después». A nuestros pies, trémulamente iluminada, la meseta de Masada. La luz acerada de la luna permitía adivinar los perfiles de los edificios herodianos, ahora intactos. En el sector norte, a espaldas de los almacenes, y junto a la torre occidental despuntaban sendas hogueras. Eran las únicas señales de vida en lo alto de la roca. Posiblemente, obra de los turnos de guardia de la escasa guarnición.
–01 horas, 65 segundos…
Tras comprobar el WX —viento en calma, visibilidad ilimitada, baja humedad relativa y 10 grados de temperatura, en ascenso—, Santa Claus, de acuerdo con lo programado, procedió al giro del motor principal (el J85), cuyo anillo cardan había sido modificado en esta ocasión, permitiendo así una propulsión horizontal del módulo[106].
—Roger —exclamó Eliseo, sorprendido una vez más por la precisión del ordenador central—, pegeons: 010 grados… ¿distancia estimada al punto Gedi?: 9,7 millas…[107].
—OK. ¿Lectura de combustible?
—Estamos a 99 por ciento.
Y la «cuna» inició su vuelo hacia el noreste, en busca del llamado oasis de En Gedi. Una vez allí, automáticamente, el computador rectificaría el rumbo, variando hacia el noroeste.
—Oscilación nula… Manteniendo el nivel.
—OK, Eliseo. ¿Tiempo estimado para el punto Gedi? Mi compañero consultó el «plan de vuelo».
—A partir de este instante, dos minutos y seis segundos.
A las 01 horas, 2 minutos y 5 segundos —es decir, un minuto después de haber roto el estacionario— la nave se situó en la velocidad de crucero prevista: 400 kilómetros por hora.
—¿Nivel?
—Dos mil pies…
Nuestros altímetros «gravitatorios»[108], al igual que los barométricos y los radioaltímetros, reflejaban que la «cuna» se desplazaba siguiendo la orilla oeste del mar Muerto.
—Punto Gedi…
Eliseo siguió leyendo en el monitor.
—Rectificación a radial 335… OK ¡Santa Claus es una bendición!
La nave, en efecto, había girado hacia el noroeste, rumbo al punto «B».
—Distancia estimada: 24,13 millas… Santa Claus calcula el tiempo de vuelo en seis minutos y cinco segundos.
—Roger…, parece que todo va saliendo a pedir de boca…
La verdad es que no tardaría en arrepentirme de aquel comentario.
—Manteniendo 18000 pies por minuto.
A los tres minutos de iniciado el nuevo rumbo, los radares detectaron un núcleo humano a las «ocho» de nuestra posición, (aproximadamente, hacia el suroeste). En la lejanía, efectivamente, a algo más de 900 metros de altitud, la ondulante semioscuridad de las estribaciones del desierto de Judá aparecía rota por un apretado y amarillento parpadeo. Eran las antorchas y lámparas de aceite de Hebrón.
—El perfil del terreno sigue elevándose… 1092 pies… 1263… 1485.
¿Efectuamos corrección ascensional?
Consulté los altímetros «gravitatorios»: —Margen de seguridad a 515 pies…
—No, procederemos sobre el punto «B» —respondí, señalándole nuestra altitud: 2000 pies—. De momento vamos bien… ¿Me das combustible?
–98,7 por ciento…
—Entendí 98,7.
—Afirmativo.
El radar alertó de nuevo a mi compañero.
—¡Atención!… Veo el Herodium «5 X 5»… 72 segundos para la vertical del punto «B».
—Roger.
El Herodium, con su forma cónica, semejante a un volcán, estaba a la vista. Eso significaba que nos encontrábamos a unos ocho kilómetros al sureste del punto «B». La especial configuración de este promontorio, aislado entre los desolados montes de Judea, nos había llevado a considerarlo —en los momentos iniciales, cuando planeábamos la presente segunda expedición— como uno de los posibles lugares de asentamiento de la estación receptora de fotografías del Big Bird. Ascendiendo a la cima del Herodium, uno descubre un formidable cráter artificial, y en su interior, un magnífico palacio fortificado, residencias reales, piscinas y jardines escalonados, todo ello comunicado con una ciudadela superior a través de doscientas gradas de mármol. Fue otra de las ciclópeas obras del rey Herodes el Grande. Al parecer, el sanguinario Herodes murió en Jericó, pero dejó escrito que fuera sepultado en la fortaleza que lleva su nombre. En la actualidad, a pesar de las excavaciones arqueológicas, el espléndido féretro de oro con incrustaciones de piedras preciosas no ha sido hallado. Nuestra idea, como reflejo en el presente diario, no llegó a prosperar.
Los judíos eligieron Masada.
—Herodium en pantalla y a 15 segundos…
—Recibido.
—¡Herodium en nuestra vertical! Rectificación a radial 360 grados…
—Dame nivel.
–1500 pies y ascendiendo… 1600…
—¿Distancia estimada para reunión con punto «B»?
—Lo tenemos a 4,4 millas…
—OK, vigila a Santa Claus.
Eliseo siguió mis órdenes, constatando con satisfacción cómo la computadora forzaba en varios grados la dirección del chorro del motor principal, elevando la nave a un nuevo nivel de vuelo.
—Roger… Alcanzando los 3000 pies… 35 grados… 20 grados… Módulo estabilizado.
—¡Atención!… Punto «B» a la vista… El radar da lectura clara: colinas pétreas… Perfil: 2400 pies.
—Repite nivel de vuelo.
—Estabilizado en 3000.
—Roger…
La verdad es que de haber dispuesto de un margen de tiempo más amplio a la hora de planificar esta nueva exploración y de haber contado, naturalmente, con un conocimiento previo del lugar de asentamiento de la estación, Caballo de Troya habría podido simplificar el «plan de vuelo» de la «cuna», introduciendo en el ordenador el sistema SMAC de conducción[109]. Pero las cosas estaban como estaban…
Pulse en el siguiente enlace para ver el mapa de la trayectoria del módulo. (N. del Editor eBook)[110].
—¡Contacto con punto «B»!
Sentí un estremecimiento. Allí abajo, a escasos 600 pies, entre atormentadas colinas y barrancas salpicadas de enormes y blancas piedras, se hallaba otro de los objetivos de nuestra exploración. ¡Belén! La oscuridad no nos permitió visualizar con claridad la exacta posición de la aldea. Por otra parte, lo irregular y escabroso del terreno hacían muy deficiente la lectura del radar. Casi en la cima de uno de aquellos montículos, orientado hacia el norte, se dibujaba el perfil de un reducido núcleo de pequeñas casas, casi todas de una planta. Y aquí y allá, desperdigadas por los alrededores, alguna que otra luz…
—Activada corrección automática de vuelo… Virando a radial 015 grados. Distancia a vertical de «base madre» confirmada.
—OK.
«Base madre» en 015 y 4,56 millas.
—Roger…, reduciendo a 9000 por minuto…»
—Dime nivel.
—Perfil descendiendo… 2000 pies… ¡Ahora subiendo!: 2220 pies… ¡Roger, ahí lo tenemos!
—¡Gracias a Dios!
La pantalla de radar empezaba a dibujarnos el perfil sur del monte de los Olivos, nuestra «base madre».
—Confirma reducción de velocidad y combustible.
—Afirmativo. Sigue descendiendo: 6000 por minuto… Tanques a 98,2.
La tensión de aquellos últimos minutos nos envolvió por completo. El módulo había sido programado para volar hasta la vertical de la cota máxima del monte de las Aceitunas —situada hacia el norte y a 2454 pies sobre el nivel del mar— y, una vez allí, proceder al descenso. El «punto de contacto» era prácticamente el mismo de nuestro anterior «salto».
—Comprueba coordenadas.
—OK: 31 grados, 45 minutos norte… 35 grados, 15 minutos este… Afirmativo: el radar presenta el perfil de una ciudad a las «nueve» de nuestra posición.
—¡Jerusalén!
—¿Y qué esperabas?… ¿Honolulú? Eliseo no respondió a la broma. Y, de pronto, el corazón me dio un salto. Bajo la mortecina luz rojiza de cabina, su frente aparecía bañada en un copioso sudor.
—¿Te encuentras bien?
Movió la cabeza afirmativamente y siguió con los ojos fijos en el panel de instrumentos.
En principio no concedí excesiva importancia a dicha exudación. Aunque la temperatura ambiente en el interior del módulo no sobrepasaba los 15 grados centígrados, me tranquilicé a mí mismo, atribuyendo el sudor a la fuerte excitación de aquellos últimos instantes.
—Activados retrocohetes… A 60 segundos para estacionario.
El ordenador central, puntual y seguro, redujo la fuerza del J85, haciéndolo girar 90 grados.
—Dame nivel de vuelo… Eliseo no respondió.
—Repito: nivel de vuelo…
—Tres mil pies… y a 30 para estacionario.
—¿Tanques?
—A un noven…
—¡Repite!…
¡Dios mío!, mi compañero no pudo concluir la lectura, sobre el respaldo del asiento, con el rostro pálido y brillantemente moteado por el sudor.
—¡Eliseo! ¡Responde!… ¡Eliseo!
Fue inútil. Chequeé sus constantes vitales. La frecuencia cardíaca había descendido bruscamente: de 120 a 90, una pérdida de conciencia.
—¡Oh Dios!
Con los nervios a punto de estallar, las señales acústicas y luminosas del panel de alarmas vinieron a romper el silencio de la cabina, devolviéndome a la crítica realidad: había que descender el módulo.
«01 horas, 11 minutos, 41 segundos.». La nave había cubierto las 38,39 millas de vuelo (casi 70 kilómetros) y acababa de hacer estacionario a 546 pies sobre la cima norte del monte de los Olivos. No había tiempo que perder. Si me dejaba arrastrar por el pánico, nuestras vidas y la misión podían terminar allí mismo…
«00 grados. Oscilación nula.»
—¡Vamos!… ¡Abajo, abajo, preciosa…!
—¡Eso es!… Bajando a 23 pies por minuto.
En voz alta, animándome a mí mismo, fui controlando el descenso, atento al intenso flujo de lecturas del computador central.
Santa Claus, con precisión matemática, había «colimado» el pequeño calvero de dura piedra caliza sobre el que ya se había aposentado la «cuna» en la primera misión y que —si lográbamos alcanzarlo sanos y salvos— constituiría la «base madre» en la nueva expedición.
—Roger!… Tanques a un 98,1 por ciento… Nivel: 320 pies y bajando a cuatro… ¡Roger, preciosa! Eliseo continuaba inconsciente.
—¡Eso es!… 200 pies y descendiendo. Cuatro y medio y abajo.
Aunque había sido previsto para el momento de la toma de tierra, activé el dispositivo de seguridad del módulo, proyectando a 30 pies de la «cuna» una «pared» de ondas gravitatorias, en forma de cúpula, que nos protegería ante una posible irrupción de hombres o animales en el referido entorno.
Los registros electrónicos seguían vomitando parámetros.
«75 pies para la toma de contacto… Reducción de velocidad a 2,5 pies por minuto… 50 pies… 45… Reducción a dos…»
—¡Dios mío! ¡Casi es nuestro!
Y, de pronto, un seco frenazo. Los cuatro pies extensibles de la nave chocaron con las lajas, disparando las luces de contacto en el panel de mando. Inspiré profundamente. Los cronómetros señalaban las 01 horas de la madrugada, 13 minutos y 11 segundos.
«¡Al fin, de vuelta!» Pero no eran aquéllas las circunstancias que había imaginado para el ansiado retorno a la Palestina de Cristo…
Santa Claus anunció una ligera inclinación en el módulo: 15 grados. De inmediato procedí al equilibrado de las secciones telescópicas del tren de aterrizaje, nivelando la nave. Haciendo caso omiso de lo planeado por Caballo de Troya, desactivé el J85, anulando la orden del computador, que preveía el mantenimiento del encendido del motor principal durante minuto y medio, a partir del aterrizaje.
En caso de emergencia, hubiera bastado un rápido tecleo y Santa Claus —cumpliendo el programa de retorno— habría elevado de nuevo la «cuna», efectuando el plan de vuelo inverso al que acabábamos de verificar… Unos segundos más tarde, silenciada la casi totalidad de los circuitos, verifiqué el apantallamiento infrarrojo, dejando en automático los sensores del segundo cordón de seguridad que rodeaba la «cuna». A 150 pies del módulo —a todo nuestro alrededor—, cualquier ser vivo que cruzase dicho perímetro podía ser visualizado en los monitores, merced a las radiaciones infrarrojas emitidas por sus cuerpos. Como ya comenté, si el intruso seguía avanzando, la «membrana» exterior estaba en condiciones de emitir un flujo de ondas gravitatorias que se comportaban —a 30 pies de la nave— como un viento huracanado, imposibilitando el paso de hombres o bestias.
Y con el ánimo maltrecho, me dediqué por entero a mi hermano…
—¡Responde!… ¡Maldita sea!
De pronto, al tomarle por los hombros, descubrí que su dispositivo de RMN seguía funcionando. Malhumorado, procedí a retirarlo, así como la escafandra.
—¡Eliseo!… ¡Dios de los cielos!
La palidez y la fría y abundante sudoración me tenían confundido y angustiado. ¿A qué podía obedecer aquella súbita pérdida del conocimiento?
En tan dramáticos minutos no acerté a asociar el estado de postración de mi compañero con el recién efectuado proceso de inversión de los ejes de los swivels y, consecuentemente, de la red neuronal. De haberlo intuido siquiera, quizá mi reacción hubiera sido radicalmente distinta. Lo más probable es que habría dado la misión por concluida, retornando al punto a Masada y a «nuestro tiempo».
Pero el destino, como se verá, tenía otros planes…
Procuré acomodarlo en el piso de la nave, situando las piernas en alto, sobre su asiento de pilotaje. Si aquel desvanecimiento —pensaba atropelladamente— se debía a la falta de sueño y al agudo estrés de las últimas jornadas, sin menospreciar la tensión del vuelo hasta la «base madre», era posible que estuviéramos ante un pasajero y nada preocupante síncope, por insuficiencia de riego cerebral. Al repasar las constantes vitales de Eliseo durante aquel período de inconsciencia, el ordenador refrendó mi primer diagnóstico: descenso brusco de la frecuencia cardíaca, problemas respiratorios y de tensión arterial…
Conclusión estimada: «lipotimia». Sin embargo, aunque el estricto seguimiento de Santa Claus acusaba a la «noxa»[111] como posible responsable del desmayo, algunos de los parámetros no encajaban en el cuadro clínico de esta clase de síncopes. Me llamaron la atención, sobre todo, las insólitas alteraciones electrocardiográficas y unos poco comunes cambios patológicos en las arterias carótidas: las que suministran el riego sanguíneo a la cabeza. Pero la confusión del momento me hizo olvidar el asunto, al menos durante algún tiempo… Tras propinarle un par de buenas bofetadas, buscando desesperadamente algún tipo de reacción, consulté el pulso. Seguía bajo. Cada vez más aturdido me dirigí a la reserva de fármacos.
A los pocos minutos, luchaba por hacerle beber una mezcla de agua con una veintena de gotas de un analéptico respiratorio, especialmente recomendado para estos casos de pérdida de conciencia. El restaurador estimuló también su circulación y a los diez minutos volvía en sí. Poco a poco, su frecuencia cardíaca, ritmo arterial y el color fueron estabilizándose.
—¡Jasón!…, ¡El módulo!
Aquellas primeras y titubeantes palabras me devolvieron parte del sosiego. Trató de incorporarse, pero le hice desistir, rogándole que permaneciera algunos minutos más en la misma posición.
—¡Calma!, todo está bajo control —le tranquilicé. Lo peor ha pasado… Estamos en tierra.
Eliseo cerró los ojos y, tras inspirar profundamente, me indicó con la cabeza que estaba de acuerdo y que obedecía mi sugerencia.
Y siguiendo un primer impulso, tecleé frente a Santa Claus. Al instante, la memoria del ordenador me ofreció una completa información sobre las plantas medicinales existentes en la nave y que podían aliviar a mi hermano:
«Efedra. Contiene alcaloides (efedrina, pseudoefedrina, etc.), tamnos, saponinas, flavona, aceite esencial. Efecto: vasodilatador, aumenta la tensión arterial, estimula la circulación, antialérgico…»
«Escila. Contiene glucósidos cardiacos escilareno A, glucoescilareno A, proescilaridina, mucina, tanino, algo de aceite esencial y grasa. Efecto: diurético, estimula el músculo cardíaco, regula el ritmo cardiaco…»
«Ginkgo. Contiene aceite flavonoide alcanforado (kamferol), quercetina, luteolina, compuestos de catequina, resma, aceite esencial y grasas. Efecto: aumenta el flujo sanguíneo por vasodilatación…»
La lista empezaba a hacerse interminable y, sin más, opté por el ginkgo, una planta extraída del árbol del mismo nombre y oriundo de China y Japón… A la media hora, Eliseo, con su habitual docilidad, ingería el extracto preparado con dicho espécimen.
No tardó en incorporarse y a las 02 horas y 30 minutos, plenamente recuperado, regresó a su puesto, frente al tablero de mandos. Mis recomendaciones para que se tumbara en la litera y descansase no fueron aceptadas. En ese sentido, Eliseo llevaba razón, había mucho que hacer y el tiempo perdido era ya preocupante. Mi presencia en el huerto propiedad de José de Arimatea había sido fijada por Caballo de Troya para las 03 horas, aproximadamente.
De mutuo acuerdo, antes de poner en marcha la primera fase de la exploración, llevamos a efecto una minuciosa revisión de los equipos básicos.
La pila atómica continuaba abasteciendo con regularidad y los sistemas de infrarrojo no detectaban anormalidad alguna en el exterior. Las reservas de propelentes se hallaban en el nivel previamente calculado para el momento de la toma de tierra: a un 98 por ciento escaso. La verdad es que, aunque nuestra confianza en Santa Claus era casi absoluta y sabíamos que habría sido el primero en alertarnos en caso de posibles fallos o deterioro en los instrumentos, tanto mi compañero como yo nos quedamos más tranquilos después de aquella última verificación general.
El ánimo de Eliseo se hallaba definitivamente en alza y, de acuerdo con lo planeado, acometimos los preparativos para mi inmediato descenso a tierra. Eran las 02 horas y 45 minutos.
No fue mucho lo que tuve que dejar en el módulo. Como he repetido en alguna ocasión, la operación no permitía, obviamente, que los exploradores a otro «tiempo» portaran objetos que pudieran resultar anacrónicos para los moradores de la época histórica a estudiar.
—Cronómetro de pulsera, sortija de oro… y la chapa de identidad.
Eliseo se hizo cargo de mis pertenencias. Una vez desnudo, tal y como fijaba el plan, cooperó conmigo en una minuciosa revisión de mi cuerpo. Cualquier descuido hubiera sido comprometedor.
Fue en dicha operación, previa a la implantación de la llamada «piel de serpiente», cuando mi hermano reparó en «algo» que yo había olvidado.
—¿Y esto?
Al señalar las escamas que cubrían parte de las caras anteriores de mis piernas y las áreas dorsales de los antebrazos, sólo pude encogerme de hombros.
Eliseo me fulminó con la mirada. Y, ante su insistencia, no tuve más remedio que contarle la verdad. En efecto, hacía días que aquellas zonas de mi cuerpo presentaban una anormal sequedad y las referidas escamas. Al mismo tiempo, le puse en antecedentes de la no menos extraña colonia de pecas o lentigo senil —de color café— que salpicaba los dorsos de mis manos, parte del cuello, brazos y antebrazos.
—Y bien…
Mi compañero, poco amante de los rodeos o componendas, fue derecho a lo que ambos teníamos en mente.
—¿Puede guardar relación con el hipotético ataque a los tejidos neuronales?
Era muy difícil saberlo. Y así se lo expliqué. Lo único claro es que la mencionada descamación —un fenómeno conocido como xerosis— obedecía a un innegable cambio involutivo de las estructuras epidérmicas y demás anexos cutáneos. Un fenómeno muy bien estudiado por la gerontología o especialidad que ha asumido la investigación de los procesos de envejecimiento, tanto en sus aspectos biológicos y psicológicos como sociales. Había, por tanto, una probabilidad de que, en efecto, las citadas manifestaciones en mi piel tuvieran un origen mucho más profundo y grave: la alteración de los pigmentos del envejecimiento en el seno de las neuronas. Sin embargo, en un intento por descargar la cada vez más enrarecida atmósfera que nos envolvía, hice especial énfasis en otra posible causa de aquellas pecas y escamas:
—Quizá estamos llevando las cosas demasiado lejos. No podemos descartar tampoco el posible efecto de la «piel de serpiente» sobre la epidermis, o, incluso, en la dermis. Esa sequedad, en definitiva —añadí con escaso poder de convencimiento—, está en relación directa con una menor producción cutánea de sebo. Y tú debes saber que eso ocurre, a veces, por el uso de jabones no grasos o por el roce de prendas de lana y lino. A nuestro regreso hablaremos de ello con Curtiss.
Eliseo dibujó en su rostro una media y escéptica sonrisa. La «piel de serpiente» había sido probada sobradamente y jamás había originado problemas como aquél[112].
Y mi compañero, inteligentemente, cambió de conversación, olvidando el incidente. Eso, al menos, fue lo que yo creí en aquellos instantes…
Sin más interrupciones me sometí a la pulverización, «enfundándome» la valiosa y necesaria «armadura». Al igual que en la primera exploración, elegí también una «piel de serpiente» totalmente transparente, que evitara preguntas o situaciones comprometedoras. Y a diferencia de aquel primer descenso, teniendo en cuenta la mayor duración de la presente misión y el teórico incremento de los riesgos, la pulverización no se limitó a las zonas críticas: tronco, vientre, genitales y cuello. Por expreso deseo de los directores del proyecto, la «piel de serpiente» cubrió también la totalidad de mis extremidades superiores e inferiores, excluyendo, únicamente, los pies y la cabeza… Por estrictas razones de continuidad, mi atuendo no fue modificado. Para las personas con las que me había relacionado desde el jueves, 30 de marzo, a la madrugada del domingo, 9 de abril del año 30, todo —incluida mi indumentaria— debía seguir siendo igual. La verdad es que para ellas, desde un punto de vista puramente cronológico, apenas si habían transcurrido unas pocas horas desde que me vieran por última vez.
El cielo quiso que, al ajustarme el taparrabo, mi hermano rompiera, a reír. Mi aspecto no debía ser muy ortodoxo y la insólita estampa vino a dulcificar los amargos momentos por los que habíamos atravesado. Aquella especie de saq, muy similar al que usaba la casi totalidad de los hombres de la Palestina del siglo I, había sido confeccionado y «suavizado», en la medida de lo posible, con algodón, tomando como modelos los saq o taparrabos que aparecen en los documentos arqueológicos de Egipto y Mesopotamia. El algodón, dado el carácter íntimo de la prenda, era una concesión de los expertos. En realidad, de haber seguido al pie de la letra la información existente, mi taparrabo tendría que haber sido fabricado en un tejido mucho más grosero: en tela de saco. Por otro lado, el hecho de ser un «rico comerciante griego de Tesalónica» —dedicado al trasiego de vinos y maderas—, me autorizaba a disponer de una indumentaria más acorde con mi status social…
Cuando el saq fue atado alrededor de mi cintura, Eliseo ayudó a enfundarme el faldellín marrón oscuro y la sencilla túnica de color hueso. Esta última, tejida sin costuras y a base de lino bayal por hábiles tejedores sirios —herederos del antiguo núcleo comercial de Palmira—, respetando la costumbre griega, era algo más corta que el chaluk o túnica judía. Se trataba en realidad de una réplica del chitan de mis «compatriotas», los helenos. De acuerdo con las medidas estándar de dichas túnicas o chitan, la mía se prolongaba unos pocos centímetros por debajo de las rodillas.
Aunque el cinto o ceñidor hubiera podido ser de mejor calidad, de acuerdo con mi rango y posición económica, Caballo de Troya estimó que no convenía llamar la atención, ni tentar la codicia ajena con una pieza de oro o plata. Para su trenzado, fueron suficientes unas modestas cuerdas egipcias.
El manto o chlamys —al que nunca llegué a acostumbrarme—, resultaba algo más llamativo que el utilizado comúnmente por los judíos: el talith. Tejido igualmente a mano, con lana de las montañas de Judea, lucía un discreto pero aterciopelado color azul celeste, fruto del glasto utilizado en el tinte. Esta prenda, que procuraba arrollar en torno a mi cuello y hombros, era del todo imprescindible en la cotidiana vida de aquella sociedad. Además de constituir un símbolo de dignidad (para los judíos era de mal tono presentarse sin él en el Templo o ante un superior), servía para múltiples situaciones: como frazada o «manta» con la que uno podía cubrirse cuando dormía al raso, cubresilla y hasta para arrojarla al paso de un héroe o personaje relevante[113].
Los dos pares de sandalias que me habían sido asignados sí fueron modificados, de acuerdo con el planteamiento de la última fase de nuestra exploración y que, como narraré más adelante, exigía de nosotros un especial esfuerzo físico. Aunque el material empleado era básicamente el mismo —esparto trenzado en las montañas turcas de Ankara—, las suelas fueron sustituidas por un sólido aglomerado de juncos y corteza de palmera… parcialmente hueco. En unos reducidos «nichos», los especialistas habían camuflado dos sofisticados sistemas. Dado que una de las postreras etapas de nuestra estancia en Israel preveía, como digo, varias y duras caminatas, las sandalias habían sido acondicionadas con un microcontador de pasos, con el correspondiente cronómetro digital e interruptor de programa. El sistema había sido probado tiempo atrás por el astronauta Aldrin en uno de sus paseos por la superficie lunar. Los sensores situados en la suela permitían conocer las distancias recorridas, tiempos invertidos e, incluso, el gasto de calorías en cada desplazamiento. Además, si así lo estimábamos, podíamos activar una minúscula célula que elevaba la temperatura del calzado, protegiendo los pies en situaciones de extrema inclemencia[114]. Aquellas sandalias «electrónicas» —como las llamábamos entre nosotros— nos reportarían un notable servicio. Cada ejemplar fue perforado manualmente, incrustando en el perímetro de las suelas sendas parejas de finas tiras de cuero de vaca, convenientemente empecinadas. Cada cordón —de 50 centímetros— permitía sujetar el calzado, con holgura suficiente como para poder enrollarlo a la canilla de la pierna con cuatro vueltas. El segundo dispositivo, alojado también en la suela, tenía un carácter puramente logístico. Consistía en un microtransmisor, capaz de emitir impulsos electromagnéticos a un ritmo de 0,0001385 segundos. Esta señal era registrada en la «vara de Moisés» y, a continuación, amplificada y «transportada» a larga distancia por un especialísimo láser que procuraré describir en su momento. Merced a este procedimiento, de una estimable precisión, Eliseo podía seguir mis «pasos» en el radar de la «cuna». Esta «radioayuda» sería activada, únicamente, cuando —por necesidades de la exploración— me viera obligado a alejarme del módulo más allá de los 15000 pies. A partir de ese límite, la banda de recepción de la «conexión auditiva», que también debía portar en el interior de mi oído derecho, se hacía inservible.
Y tras un último repaso a mi «uniforme», tomé asiento, indicando a mi hermano que estaba dispuesto para recibir la correspondiente «cabeza de cerilla». Así habíamos bautizado a las cápsulas acústicas miniaturizadas que eran excitadas por un equipo de ondas gravitatorias. Esta «conexión auditiva» —de inestimable valor, tal y como se demostró en la pasada misión— nos proporcionaría una clara y permanente comunicación, mientras yo estuviese en el «exterior».
La implantación de la prótesis, aunque sencilla, requería de unas manos expertas. Y a los pocos minutos quedaba encajada a escasos milímetros del orificio de entrada del conducto auditivo externo, entre las paredes cartilaginosas.
Eliseo fue a situarse entonces frente al receptor-transmisor, haciéndome una señal para que probara. Presioné con los dedos la zona central de la oreja, hundiendo el «trago» y el «antitrago». Al momento, sendas alertas —un agudo pitido y un piloto naranja— confirmaron la excelente «conexión auditiva»… —¡OK!… y no olvides que eres sordo de nacimiento[115].
Agradecí el buen humor de mi compañero. Los cronómetros avanzaban inexorablemente y yo empezaba a inquietarme. La misión tenía que haber arrancado a las 02.30 horas y eran ya las cuatro de la madrugada… Curtiss desestimó el tercer dispositivo de enlace con la nave. Con la «cabeza de cerilla» y el microtransmisor en la suela de mi sandalia derecha había más que suficiente para garantizar una continua y nítida conexión. La hebilla de bronce que había sujetado mi manto en la pasada investigación y que ocultaba un emisor para mensajes de corta duración fue, por tanto, desestimada. Quedó en la «cuna», lista para ser utilizada en caso de emergencia. En su lugar, la chlamvs fue dotada de una fibula normal, de cadenillas, también en bronce y de un gran parecido con nuestros alfileres «imperdibles».
Finalmente, eché mano de la bolsa de hule impermeabilizado, introduciendo en ella los 100 denarios sobrantes de la última exploración, media libra romana en pepitas de oro, las incómodas pero necesarias lentes de contacto «crótalos» y el salvoconducto que aún conservaba y que me fue extendido por el procurador romano en la mañana del 5 de abril, miércoles.
La primera fase de la misión consistía en una breve incursión, con una duración máxima de ocho horas. Es decir, suponiendo que yo hubiera descendido a tierra a la hora fijada —las dos y media de la madrugada—, mi vuelta al módulo debía registrarse a las 10.30. En ese espacio de tiempo, yo tenía encomendados dos primeros e importantes objetivos: intentar una aproximación y consiguiente análisis del supuesto cuerpo «glorioso» del Maestro y hacerme con un «tesoro». Un «tesoro» científico y arqueológico, se entiende. Un «tesoro» que debía ser trasladado a la nave, sometido a una exhaustiva investigación y, naturalmente, devuelto a su lugar de origen en el menor plazo posible… Por esta razón, dado que debía regresar en aquella mañana del domingo, las restantes piezas de mi equipo personal —a utilizar a lo largo de la exploración— no serían retiradas del módulo en esta primera salida. Esta circunstancia aconsejaba igualmente que los «dineros» a manejar en aquellos momentos fueran los justos para unas primeras necesidades. Caballo de Troya, en consecuencia, fijó los 100 denarios y la media libra —unos 163 gramos en oro— como «suficientes»[116]. Eso sí, primero había que canjearla por monedas de curso legal en Palestina: denarios de plata y piezas fraccionarias; especialmente, siclos, ases y óbolos o sextercios.
–04.15 horas…
Mi hermano armó la «vara de Moisés» y, al entregármela, exclamó con la voz recortada por la emoción:
—¡Suerte!
Aunque mi ausencia no era larga, le hice jurar que al menor síntoma de desfallecimiento o malestar me lo haría saber de inmediato. Eliseo comprendió y estimó mi sincera preocupación y, sonriéndome, regresó al tablero de mandos. Verificó los sensores de infrarrojo y, tras comprobar que los alrededores de la «cuna» seguían desiertos y silenciosos, me señaló el monitor y la última lectura meteorológica:
—Temperatura en superficie: 12,8 grados centígrados. Viento en calma. Humedad relativa: por debajo del 17 por ciento. Y con un golpe seco —sin desviar la mirada de los controles electrónicos— accionó el mecanismo de descenso de la escalerilla.
Yo tampoco era muy amante de las despedidas, así que, sin más, notando cómo mis ojos se humedecían, dejé caer mi mano izquierda sobre el hombro de mi hermano. Y girando sobre mis talones, me introduje por la escotilla de salida, desapareciendo.
Eran las 04 horas y 28 minutos…
Necesité un par de minutos. Mis pupilas fueron acomodándose a la oscuridad y, al poco, la oblicua luz de la luna arrancaba miles de destellos a las cenicientas copas de los olivos que cercaban el calvero por el sector meridional. Di cuatro o cinco pasos pero me detuve. Un pastoso y anormal silencio se había apoderado del lugar. Como en el primer descenso sobre la Palestina de Cristo, las emisiones de ondas y la polvareda del J85 habían hecho enmudecer a los insectos y avecillas que colonizaban aquella segunda cima del Olivete. Paseé la mirada a todo mi alrededor, perforando la azulada oscuridad que se recortaba entre los negros y epilépticos troncos de los olivos. Todo, en efecto, parecía en calma. Pero aquel silencio… Si al menos hubiera recibido el gorjeo del zamir…
Tras unos segundos de vacilación, reanudé la marcha, adentrándome en el monte bajo que cerraba el asentamiento de la nave por su cara oeste. Si mi sentido de la orientación no fallaba, en cuestión de minutos debería alcanzar el nacimiento de la ladera. Una vez allí, con Jerusalén al otro lado del desfiladero, mi camino resultaría más cómodo.
Al sortear los macizos de arrayanes y acantos, conforme me aproximaba al filo de la cumbre, mi corazón empezó a desbocarse y una incontenible excitación hizo flaquear mis piernas. No tuve más remedio que volver a detenerme.
—¡Dios mío!
Eliseo escuchó mi exclamación. Y abriendo el enlace, preguntó:
—Te recibo «5 por 5»… ¿Qué ocurre?
Antes de responder tomé varias y largas bocanadas de aire, buscando apaciguar mi pulso.
—¡Roger!, yo también te recibo fuerte y claro… ¡Nada!, debe ser la emoción… Estoy a punto de reunirme con la vieja ciudad y eso me trae recuerdos… Cambio.
—¡OK!… ¡Ánimo!
Sequé el sudor de mis manos y asiendo con fuerza la «vara», repetí las inspiraciones. La intensa y agradable fragancia del matorral, anuncio de la espléndida primavera judía, me salió al encuentro. Y mi espíritu, agradecido y estimulado, fue recobrando el temple.
Cuando me había alejado medio centenar de metros del «punto de contacto», la voz de mi solitario amigo volvió a sonar en mi cabeza:
—¡Atención, Jasón!… Estás en el perímetro del segundo cinturón de seguridad. El radar te «ve» a 150 pies de la «cuna»… Cambio.
Di media vuelta y, dirigiendo la mirada hacia la plataforma rocosa en la que se hallaba posado el «invisible» módulo, presioné mi oído, replicando a media voz:
—Recibido, cambio.
—Creo que, antes de continuar, debes probar las «crótalos»… Y dame el resultado.
Llevaba razón. Los nervios de aquellos momentos me habían hecho olvidar la necesaria verificación de las lentes especiales de contacto[117]. Las extraje del pequeño estuche depositado en mi bolsa y, tras adaptarlas a mis ojos, levanté el rostro hacia el centro del calvero. La radiación infrarroja que emitía la nave apareció como una roja e infernal visión, pulsante y gigantesca en mitad de un negro y frío escenario. Bajo aquella masa granate destellaba una franja blanca amarillenta, consecuencia del calor acumulado por el motor principal.
—Te veo «5 por 5»… ¡Impresionante! Ahora sigo el descenso.
—¡OK!… y, de nuevo, ¡Suerte!
Tal y como suponía, minutos más tarde, ya al borde de la gran barranca del Cedrón, la claridad lunar presentó ante mí los perfiles de la añorada Ciudad Santa.
—¡Jerusalén!
Y una cascada de escalofríos y sensaciones me paralizó. Allí estaba: majestuosa, con sus altas murallas teñidas de un azul espectral y la cúpula del Templo apuntando blanca —casi nevada— hacia un cielo transparente y tachonado por una Vía Láctea hecha espuma. La cuarta y última vigilia de la noche corría ya hacia su fin y las serpenteantes y angostas callejas de los barrios alto y bajo —pésimamente iluminadas por las teas y lámparas de aceite— aparecían desiertas. Ajenas al extraordinario suceso que había acontecido una hora antes y que, en breve, al alba, haría estremecer a sus habitantes.
Efectué una nueva conexión con el módulo y Eliseo me anunció la hora exacta:
–04.50 horas.
No había tiempo que perder. La salida del sol se produciría a las 05.42. Y, de acuerdo con nuestros cálculos, la irrupción de las mujeres en el jardín de José de Arimatea, dispuestas a culminar el lavado y amortajamiento del cadáver del Galileo, debía producirse de un momento a otro… si es que no se había registrado ya.
Aquella lamentable cadena de imprevistos y contratiempos nos había retrasado peligrosamente. Apenas si restaba una hora para el orto solar. Si la primera de las supuestas apariciones del Maestro había ocurrido ya, me vería obligado a probar fortuna con la «segunda», citada por el evangelista Lucas. Según ese texto, ese mismo día —aunque sin precisar la hora—, el resucitado había acompañado a dos de los discípulos, cuando caminaban hacia el pueblo de Emaús. Pero, como digo, el relato evangélico resultaba confuso. ¿Cómo y dónde localizar a tales discípulos?
Me consolé, pensando que, en el peor de los casos, si fracasaba en ambos intentos, siempre quedaba una tercera oportunidad: la reunión de los apóstoles «en el atardecer de aquel domingo, primer día de la semana», según palabras de Juan…
«¡Menos de una hora para el amanecer!»
La situación era más comprometida de lo que habíamos imaginado. Era menester un cambio de planes. Caballo de Troya, de acuerdo con mis sugerencias, había previsto mi acceso al sepulcro por el camino más largo… y seguro. Una vez en el «exterior» debía buscar la senda que, procedente de Betania, cruzaba la cumbre del monte de las Aceitunas, para descender hacia el extremo sur de la ciudad. Mi ingreso en la misma sería por la puerta de la Fuente y, aprovechando las vacías calles, atravesar la urbe sigilosamente y desembocar en el extremo norte, por la puerta de los Peces. El trecho entre la muralla septentrional y la propiedad de José podía ser cubierto en cuestión de minutos.
Una breve reflexión me convenció. Era preferible olvidar el itinerario inicial y, con el fin de ganar tiempo, aventurarse por el camino más corto y peligroso. No había elección si, en verdad, deseaba estar presente en la citada primera aparición.
Con el fin de no inquietar inútilmente a mi hermano, guardé silencio sobre mi decisión. Era la primera violación del plan fijado por Curtiss y, por suerte o por desgracia, no sería la última…
Y con el ánimo dispuesto, me lancé ladera abajo, al encuentro del fondo del valle que me separaba de la muralla oriental del Templo.
Aquel voluntarioso gesto me costaría caro…
La abrupta y empinada pendiente me recibió como era de suponer. Guardando el equilibrio con dificultad, aferrándome aquí y allá a los lentiscos y retamas y sorteando los afilados peñascos, fui ganando terreno. En más de una ocasión maldije mi torpeza. La descompuesta chlamys quedaba enganchada en los espinosos galgales, atrincherados entre la agreste vegetación. De no haber sido por la «piel de serpiente», mis brazos y piernas habrían presentado un deplorable y sangriento aspecto. Unos quince minutos después hollaba el lecho de la seca y pedregosa torrentera.
Me detuve buscando aire. Recompuse mi desordenado manto, lamentando los desgarros y, con el corazón retumbando, lancé una ojeada a mi alrededor. Los cincuenta o sesenta metros de profundidad del Cedrón en aquel punto y la ya inminente caída de la luna por detrás de la muralla oeste habían sepultado el desfiladero en unas inquietantes tinieblas.
Tras unos segundos de nerviosa escucha y más que difícil observación, decidí cruzar la vaguada, dirigiendo mis pasos hacia el informe muro que cerraba el Templo y la ciudad y que se levantaba como una continuación de la nueva pendiente que tenía frente a mí. Todo en aquel tétrico lugar era silencio. Un plomizo e irritante silencio… Muy cerca de donde me encontraba, algo más al norte, discurría otra de las pistas que, naciendo en las vecinas aldeas de Betania y Betfagé, remontaba el Olivete y, deslizándose por la ladera oeste, iba a morir en las proximidades de la puerta Dorada, en la referida muralla oriental del Templo. Allí mismo, muy cerca de la esquina noreste del recinto sagrado, el sendero en cuestión se ramificaba y, doblando la muralla, se perdía paralelo al muro norte y a la fortaleza Antonia, desdoblándose, a su vez, frente a la puerta de los Peces, en sendas rutas: una que llevaba a la costa, a Cesarea, y la otra, directamente al norte, a Samaria y Galilea. Mi intención era salir al encuentro de dicha pista y, rodeando Jerusalén, acceder rápidamente a la finca y al sepulcro. El camino elegido, sensiblemente más corto, era también muy solitario y, en consecuencia, teóricamente poco recomendable a aquellas horas de la noche.
Por un momento me vino a la memoria el desagradable tropiezo con el ladrón, en la noche del «jueves santo». Y tuve que hacer acopio de fuerzas para proseguir.
Procurando esquivar los enormes cantos rodados que salpicaban el cauce del Cedrón, avancé algunos metros. Súbitamente, «algo» me paralizó. Eran gruñidos. Unos amenazadores gruñidos… Inmóvil como una estatua pujé por perforar la negra torrentera. Pero las tinieblas eran tan densas que mis ojos se perdieron entre las rocas e isletas de maleza. De nuevo se hizo el silencio. Un negro silencio…
Me revolví, escrutando inútilmente la zona sur del desfiladero. El corazón, en máxima alerta, bombeaba fuerte. Y una inconfundible sensación de miedo erizó mis cabellos.
Por segunda vez —ahora a mi espalda—, aquel gruñido disparó mi adrenalina, agarrotando mis músculos. Giré despacio. Lo que fuera se hallaba hacia el norte y, a juzgar por la intensidad del sonido, bastante más próximo. Forcé la vista en un desesperado intento por localizar algún bulto o, cuando menos, el movimiento del ramaje. Fue inútil. Con un incipiente temblor, deslicé mi mano derecha hacia lo alto de la «vara de Moisés», buscando uno de los clavos de cabeza de cobre. Si los gruñidos pertenecían a un animal salvaje, aquélla era una inmejorable ocasión para probar el dispositivo de defensa, incorporado a mi nuevo «equipo». Pulsé el clavo… «¡Maldición!»
No portaba las «crótalos». Sin las lentes especiales de contacto, la eficacia del sistema disminuía notablemente… Y, aturdido, eché mano de la bolsa de hule. Pero, cuando me disponía a abrirla, varias de las carrascas situadas a cinco o seis metros oscilaron violentamente. Sentí cómo la sangre se enfriaba en mis venas…
«Algo» avanzaba hacia mí. Era una sombra baja y alargada. ¡No!, dos…
Retrocedí un par de pasos pero, con tan mala fortuna, tropecé en uno de los peñascos, desplomándome estrepitosamente…
—¡Dios!
—¡Jasón!… ¿Qué sucede?
Eliseo había escuchado mi exclamación y, alarmado, abrió la conexión auditiva.
No hubo tiempo para una respuesta. Los bultos se habían detenido y, casi simultáneamente, emitieron unos agudos y estremecedores aullidos.
—¡Jasón! —insistió mi hermano— ¿Qué ha sido eso? ¡Responde!
Me incorporé de un salto. Un nuevo y despiadado escalofrío tensó los cabellos de mi nuca, erizándolos como clavos.
—¡No… lo… sé! —repliqué sin aliento—. ¡Parecen chacales! ¡O quizá perros salvajes!
Yo había tenido ocasión de contemplar en mí anterior exploración algunas de las manadas de perros asilvestrados —mitad lobos, mitad chacales comunes o Canzs aureus, tan peligrosos como sus congéneres, los africanos de lomo negro o los bandeados— deambulando por los alrededores de la Ciudad Santa y devorando carroña. Aquellos famélicos, ariscos y peligrosos perros-chacales, muy distintos a los canes domésticos que hoy conocemos, eran una pesadilla para el infortunado peregrino que viajaba solo. Y aquel desfiladero y el basurero ubicado al sur —la célebre Géhene— constituían un territorio muy propicio para sus correrías.
Las sombras fueron acercándose.
—¡Jasón!…
Cuando los tuve a poco más de tres o cuatro metros, dos pares de ojos semirrasgados y de color miel relampaguearon en la oscuridad. Y levantando las cabezas, arreciaron en sus aullidos, que rebotaron una y otra vez entre las paredes de la barranca.
Al instante, los aullidos cesaron y una de las alimañas, gruñendo sordamente, levantó sus largas y puntiagudas orejas, mostrándome unos afilados y húmedos colmillos. Luché por desatar la bolsa…
—¡Oh Dios…!
Aquella bestia tensó sus nervudos corvejones y se arrancó, saltando como un rayo hacia mi cuello… En un movimiento reflejo interpuse mi brazo izquierdo, inclinándome hacia atrás instintivamente.
—¡Jasón!… ¡Responde!…
Las fauces hicieron presa en mi muñeca, cerrándose como un cepo sobre mi piel. Mejor dicho, sobre la «piel de serpiente». Y a los pocos segundos, con un crujido, algunos de los colmillos saltaron por los aires. El animal, ciego en su salvaje ataque, siguió revolviéndose en tierra, sin soltar su presa.
—¡Maldita sea!… ¡Jasón!
Aterrorizado, con los músculos como piedras, forcejeé por librarme de sus mandíbulas. Pero la situación vino a complicarse cuando el segundo chacal o perro salvaje, intuyendo quizá que su hermano había logrado inmovilizar parcialmente a la víctima, se precipitó hacia mi costado derecho, propinándome toda suerte de dentelladas en el muslo y bajo vientre.
En algunos de sus furiosos embates, el último chacal desgarró parte de la túnica y el manto.
Traté de golpearlo con la base de la «vara», pero sus continuos ataques y retrocesos y los fuertes tirones del primero hacían imprecisos mis golpes y patadas.
Tenía que arriesgarme. Y, bañado en sudor, casi sin aliento, apunté el extremo superior del bastón en dirección al cráneo del que bregaba, entre espumarajos y gruñidos, por quebrar mi muñeca izquierda. El dispositivo ultrasónico de defensa falló en los primeros intentos. E inclinándome hasta percibir el nauseabundo olor de la fiera, aproximé la banda negra de la «vara» a un palmo de la base de su cabeza. El segundo animal, en un nuevo y frenético ataque, se había levantado sobre sus cuartos traseros, hundiendo sus fauces y sus falciformes y aceradas uñas en mi brazo y costado. Y sus colmillos y garras corrieron idéntica suerte que los del primero…
Esta vez sí hubo suerte. Y el haz de ondas penetró por uno de los ojos de la bestia. Al recibir la «descarga» de 21000 Herz, emitió un lastimero y corto sonido, soltando mi brazo.
—¡Jasón!… ¡Jasón!
Dolorido, el segundo chacal saltó hacia atrás, huyendo precipitadamente y, al igual que el que había recibido los ultrasonidos, lloriqueando y gimiendo y con la larga cola entre las patas. En menos de un segundo desaparecieron en la oscuridad. Y sus quejidos fueron distanciándose hasta que, al poco, el silencio volvió a dominar la quebrada.
—¡Jasón!, ¡Responde!
Eliseo, desesperado, insistía una y otra vez. Me dejé caer sobre uno de los cantos y, temblando de pies a cabeza, presioné el oído, explicándole lo ocurrido.
—¡Por mi vida que…!
Con razón, mi compañero se desahogó, tachándome de inconsciente e insensato. Pero lo peor había pasado. La defensa ultrasónica[118] y la «piel de serpiente» habían funcionado. La citada frecuencia, que podía ser forzada hasta 1010 Herz, rayando casi en los hipersonidos, resultaba fulminante entre determinadas especies animales…
¿He dicho que «lo peor había pasado»?… Si, ése fue mi pensamiento. Pero las «sorpresas» en aquella madrugada no habían hecho más que empezar.
No había tiempo para contemplaciones. Así que, haciendo caso omiso de los descarados jirones que arruinaban el manto y la túnica, eché a caminar, presto a salir, de una vez por todas, de aquella funesta vaguada. Apenas si faltaban doce minutos para el alba…
«¿Qué habría ocurrido en el huerto de José?»
Enredado en estas reflexiones, después de remontar otros cien o ciento cincuenta pasos Cedrón arriba, comprendí que seguía perdiendo el tiempo. Y, en un arranque, renuncié a la búsqueda del sendero. Me eché a la izquierda, atacando la suave y breve ladera que conducía al muro oriental del Templo.
Al asomar a la estrecha explanada que corría paralela a la imponente muralla, una claridad malva ascendía ya por detrás del monte de los Olivos, segando estrellas y arrancando lejanos cantos entre los madrugadores gallos. Las trompetas de los levitas no tardarían en resonar, anunciando el nuevo día.
Había que acelerar la marcha. En cuestión de minutos, los ahora solitarios extramuros de la ciudad se verían paulatinamente animados por hombres y animales. Y los miles de peregrinos que habían celebrado la Pascua, así como los habitantes de Jerusalén, emprenderían sus cotidianas faenas. Aquello podía complicar mucho más nuestros planes.
Y sin pensarlo dos veces, me lancé a una frenética carrera… El golpeteo de mis sandalias contra el polvo del camino y el escandaloso ondear al viento del ropón asustaron a las palomas que dormitaban entre los sillares del muro. Y un blanco tableteo se elevó por encima de las torretas.
Doblé la esquina noreste y, animado ante la soledad del lugar, forcé la marcha, procurando dosificar la respiración. Dejé a la derecha el oscuro promontorio de Beza'tha y los imprecisos perfiles de la piscina de «las cinco galerías», enfilando el último tramo: el que me separaba del bastión norte de Antonia. ¡La fortaleza Antonia!
Un súbito sentimiento de peligro me hizo aminorar. Con el corazón catapultado contra las paredes del pecho, distinguí a lo lejos los fuegos de dos de las cuatro stationes o puestos de guardia emplazados en lo más alto de las torres que se erguían airosas en cada uno de los ángulos del formidable «castillo»[119].
Y, de pronto, cuando me restaban escasos metros para situarme a la altura del parapeto de piedra que circunvalaba el foso del cuartel general de Poncio, escuché unos gritos. Sin detenerme, levanté los ojos. En la torre más próxima, entre las almenas grisáceas, unos legionarios gesticulaban, intercambiando sus voces con la uigiliae o patrulla nocturna apostada en la torre noroeste. El vocerío no duró mucho. Y con la certera sospecha de que aquellos gritos de alerta tenían mucho que ver conmigo, forcé mis piernas. Apenas faltaban cien metros para la bifurcación del sendero…
Vano empeño. Como una exhalación, antes de que hubiera recorrido una décima parte de ese trayecto, tres infantes romanos irrumpieron en mitad del camino, cerrándome el paso. Era evidente que había cometido dos nuevos y lamentables errores. Primero, lanzarme a tan sospechosa carrera y, segundo, olvidar la vigilancia nocturna de Antonia y la abertura o «puerta» existente en el referido parapeto, permanentemente custodiada. Frené en seco. Y, sin resuello, esperé a que se aproximaran. Huir habría sido un tercer error… Mientras llenaba mis pulmones en un fatigoso intento por calmarme, un familiar ronroneo llegó hasta mis oídos. Era la diaria molienda del grano. Jerusalén despertaba. Y como una fatal confirmación, la repentina claridad del día cayó sobre la ciudad, haciendo reverberar los bruñidos y verdosos cascos de bronce de los legionarios.
Bregué con mi cerebro. Tenía que encontrar alguna buena disculpa. Pero ¿cuál?
Los infantes se detuvieron. Y, cautelosamente, sin mediar palabra, me recorrieron con la vista. Al reconocer sus indumentarias de campaña me estremecí. No pude evitar una profunda emoción. Eran los primeros seres humanos con los que tropezaba en aquel nuevo y accidentado «salto». Y el primer tañido de bronce de las trompetas del Templo, anunciando el amanecer, retumbó entre las murallas, agitando el cielo azul con decenas de remolinos de palomas y el negro planear de las golondrinas.
Los levitas, desde lo alto del santuario, y siguiendo una ancestral costumbre, advertían a los habitantes de la Ciudad Santa que el sol estaba a punto de asomar por el azulado horizonte de los montes de Moab. Eran las 05 horas y 42 minutos.
Mi sucio y desaguisado ropaje y el sudor que chorreaba por mis sienes, goteando por las barbas, no debió inspirar una excesiva confianza a los soldados. Y abriéndose hacia los lados, prosiguieron su avance, apuntándome con las largas lanzas o pilum. Los tres aparecían enfundados en sendas cotas, trenzadas a base de mallas de hierro y que portaban como una túnica corta (hasta la mitad del muslo). Estas corazas, muy flexibles y sólidas, descansaban sobre un jubón de cuero de idénticas dimensiones. Por último, el pesado atuendo se hallaba en contacto con una túnica roja, de mangas cortas (hasta el codo) y sobresaliendo diez o quince centímetros por debajo de la armadura, justo por encima de las rodillas.
Cuando se hallaban a tres metros, los legionarios situados en los flancos se detuvieron por segunda vez. Y las brillantes puntas de flecha de sus pilum quedaron a un metro de mi vientre.
Al observar sus rostros fatigados y somnolientos deduje que se trataba de una de las patrullas, de servicio durante la cuarta y última vigilia de la noche[120].
Para mi desgracia, había llegado en el peor momento: justo cuando aquellos legionarios iban a ser relevados. Su disgusto y contrariedad aparecían dibujados en la fuerte contracción de sus mandíbulas y en la mirada, enrojecida y acusadora.
Levanté mi brazo izquierdo, con la palma de la mano extendida, en señal de paz y sometimiento. Y al instante, el situado en el centro de la formación llevó su mano izquierda al costado derecho, desenvainando la espada: una hispanicus de cincuenta centímetros y doble filo. Una corriente de fuego me lastimó las entrañas. ¿Qué se proponía aquel infante?
El segundo toque de las siete trompetas, advirtiendo la apertura de la célebre puerta de Nicanor, en el Templo, hizo dudar al legionario. Su gladius, a un palmo de mi esternón, destelló brevemente, aumentando mi ya copiosa sudoración.
Con voz ronca y levantando la espada hasta mi garganta, el soldado pronunció unas palabras que no comprendí. Debía de tratarse de uno de los legionarios de la tropa auxiliar, integrada por tracios, sirios, germanos o españoles.
Negué con un leve gesto de mi cabeza, haciéndole ver que no entendía su lengua. Pero el infante, visiblemente alterado, repitió la pregunta en tono imperativo, clavando la punta de la hispanicus bajo mi barbilla.
—¡Jasón!
Eliseo estaba a la escucha. Pero ¿qué podía hacer en tan críticos momentos?
Sentí el afilado metal, hundiéndose ligeramente en mi piel y obligándome a levantar la cabeza. Saltaba a la vista que, ante el menor movimiento sospechoso, podía darme por muerto. Esforzándome por mantener la cabeza en tan violenta posición, repliqué en griego, con la esperanza de que alguno de los legionarios me comprendiera.
—Soy… de Tesalónica…
El infante situado a mi izquierda pareció entender y, en la misma jerga utilizada por el que sostenía el arma bajo mi mentón, comentó algo con sus compañeros. El individuo en cuestión se adelantó y, colocándose junto al de la afilada hispanicus, me lanzó una serie de acusadoras preguntas:
—¿Por qué corrías?… ¿A quién has robado?… ¡Reconoce que eres un bastardo y sucio judío! ¡Habla!
Difícilmente podía hacerlo. Y señalando con el índice izquierdo la punta de la espada, les supliqué que bajaran el arma.
La presión cedió, pero el gladius permaneció a escasos centímetros de mi cuello.
Tragué saliva y, simulando un inexistente picor, presioné mi oído derecho, al tiempo que intentaba deshacer aquel entuerto:
—¡Lo siento! No era mi intención… Soy griego y amigo del procurador. ¡Tengo un salvoconducto!
La dureza de mi acento y la mención del salvoconducto aliviaron la tensión. Pero el improvisado «intérprete», desconfiando y levantando los desgarros de la túnica con la punta de su pilum, insistió:
—¿Y esto?…
Cuando me disponía a aclarar la razón de mi lamentable atuendo, el infante situó de nuevo su lanza en posición vertical y, en un arrebato, me propinó una fuerte y sonora bofetada.
—¡Mientes!… ¿Por qué corrías?
Mi rostro se endureció. Y presionando las mandíbulas en un ataque de ira, me encaré con el joven infante, lanzándole en pleno rostro:
—¡Civilis!… ¡Llevadme ante vuestro primipilus!
El nombre del centurión, comandante en jefe de las sesenta centurias y hombre de confianza de Poncio, causó el efecto deseado. Los labios del legionario que me había golpeado aletearon nerviosamente y la expresión de su rostro cambió. Balbuceó unas ininteligibles palabras y, al momento, la hispanicus regresó a su funda de madera.
Cuando me disponía a mostrarles el rollo con la firma y el sello del procurador, el «intérprete», sin perder el tono autoritario, me ordenó que les acompañara.
Al franquear el parapeto de piedra y distinguir al fondo, al otro lado del puente levadizo, la monumental puerta coronada por un arco de medio punto y provista de dos sólidos batientes de madera, nuevos y estremecedores recuerdos acudieron a mi mente. Qué lejanas y próximas resultaban aquellas escenas de los interrogatorios de Pilato y de la enfurecida muchedumbre, clamando por la liberación de Barrabás.
Un nutrido grupo de legionarios apareció entonces bajo el portalón. Vestían también la indumentaria de campaña e iban provistos de sendos escudos rojos, rectangulares —de unos 80 centímetros de altura— y con la misma y hermosa águila amarilla que había contemplado en ocasiones precedentes, decorando el umbón o protuberancia central. Avanzaron con ciertas prisas y en el filo mismo del foso se unieron a mis tres guardianes. Cambiaron algunas palabras y, sin dejar de observarme, se pusieron nuevamente en movimiento, conminándome a cruzar con ellos el puente de gruesos troncos y a penetrar en el interior de la fortaleza.
Hasta esos momentos —casi las seis de la madrugada— la esquiva suerte sólo nos había proporcionado disgusto tras disgusto…
Y, resignado, me dejé conducir.
Al cruzar la muralla pensé que la patrulla se dirigía hacia la terraza donde Poncio había intentado administrar justicia —desde la silla curul— en la mañana del viernes. No fue así. Nada más pisar el ancho patio y los blancos cantos rodados que lo empedraban, los legionarios se detuvieron. Y dos de ellos se destacaron hasta un cuartucho de adobe, adosado al muro y a la izquierda de la gran puerta practicada en la muralla que, al parecer, hacía las veces de «puesto de guardia».
Por un momento, en el silencioso desperezarse del amanecer, acudieron a mi mente los gritos de la multitud, congregada en aquel mismo recinto, reclamando la libertad de Barrabás, el revolucionario, y la ejecución del Maestro.
La fornida silueta de un suboficial, recortándose en la penumbra de la puerta del «puesto de guardia», disipó mis recuerdos. Era un optio, una especie de ayudante u hombre de confianza de los centuriones y responsable de la uigiliae o vigilancia nocturna en aquel sector. Vestía como los legionarios, con el gladius a la derecha y un pequeño puñal en el costado opuesto. La única diferencia la constituía una pieza metálica —especie de greba— que se adaptaba a la pierna derecha, cubriéndola desde la rodilla al nacimiento del pie. (Sin duda, un vestigio militar de la época manipular. Según autores como Arriano y Vegecio, esta coraza sólo se usaba en la mencionada pierna derecha, ya que la izquierda quedaba protegida por el escudo.) Las caligas o sandalias de correas, de suelas recias y claveteadas, ceñían los tobillos y dorsos de los pies, completando su atuendo de campaña.
Durante breves instantes, reclinado displicentemente en el quicio de la puerta y con sus dedos jugueteando en el interior de una escudilla de madera, me «repasó» de pies a cabeza. Concluido el examen fue aproximándose con lentitud y aire cansino. Al llegar a mi altura bajó los ojos, recreándose en los jirones del manto y de la túnica. Extrajo un dátil del fondo del cuenco y, con una maliciosa sonrisa, se lo llevó a la boca. La negra caries que azotaba las escasas piezas en pie fue un exacto reflejo de sus pensamientos. Masticó el fruto parsimoniosamente y, ante la expectación de sus hombres, escupió el hueso entre mis sandalias.
No pestañeé. Y con idéntica frialdad, sosteniendo su mirada desafiante, le tendí el salvoconducto. Mi entereza le hizo dudar. Y, de un manotazo, me arrebató el rollo.
—¿Y por qué deseas ver a Civilis? —preguntó al fin, devolviéndome el documento.
Era preciso arriesgarse. Y dando por hecho que la patrulla de vigilancia en el sepulcro había regresado ya a la fortaleza y que la noticia de la extraña desaparición del cadáver del crucificado era sobradamente conocida por el optio, le anuncié que «había ocurrido algo especial».
—¿Especial? —añadió con curiosidad—. ¿Dónde?
—En la tumba situada en la propiedad de José, el miembro del Sanedrín y que, como sabes, era vigilada por levitas y hombres de esta guarnición.
El suboficial frunció el ceño.
—¿Qué sabes tú de ese asunto?
Pero, moviendo la cabeza, le hice ver que sólo hablaría de ello en presencia de Civilis o del procurador.
—¿Sabes que podría apalearte por eso? ¿Quién eres tú, miserable andrajoso, para pretender molestar al gobernador de toda la Judea?
Tomó un segundo dátil y, antes de que tuviera ocasión de replicarle, formuló una tercera pregunta:
—¿No habrás sido tú uno de los ladrones…?
Sin querer, acababa de confirmar mis sospechas: los diez legionarios que integraban la escolta de vigilancia en el sepulcro debían estar de vuelta. Sin duda, una vez recuperados de su pasajera inconsciencia, al comprobar que la tumba se hallaba vacía, habían optado por regresar a la fortaleza, dando parte de lo ocurrido. Pero, ¿por qué había mencionado la palabra «ladrones»?
Decidido a terminar con tan estéril diálogo, le expuse con severidad:
—¡Cuida tus modales! Poncio está al corriente de mi reciente estancia en la isla de Capri, junto al divino Tiberio… Y dudo que ambos aprueben que se apalee a un astrólogo al servicio del «viejecito».
El nombre del César fue decisivo. El optio, atónito, engulló el dátil y, entre los sarcásticos cuchicheos de la tropa, dio las órdenes oportunas para que Civilis fuera informado de mi presencia en el lugar… A los diez minutos, ante el asombro de todos los presentes, el propio comandante en jefe aparecía en lo alto de la terraza, descendiendo apresuradamente las escalinatas. Detrás, con evidentes dificultades para seguirle, distinguí a otro centurión y al infante que había hecho de mensajero.
Me adelanté y, cruzando el patio, fui a reunirme con el salvador primipilus. Civilis, al verme, me sonrió. Lucía su habitual cota de mallas y un fulgurante casco plateado, rematado con una crista o cimera transversal sobre la que destacaba un penacho semicircular de plumas rojas. Sus largas zancadas hacían flotar la capa granate, diestramente sujeta por su mano izquierda. Con la derecha sostenía el emblema del centurionado y símbolo, a la vez, de la disciplina del ejército romano: la uitis o rama de vid, tan temida entre los soldados.
Al llegar frente a mí, sin dejar de sonreír, levantó su brazo derecho, saludándome.
—Salve, Jasón …Pero ¿qué te ha sucedido?
Complacido por el encuentro con el leal y eficaz jefe de centuriones, le correspondí con idéntico afecto. Y, sobre la marcha, mientras iniciábamos un corto paseo ante la descompuesta mirada del suboficial y de sus infantes, fui improvisando.
No había visto a Civilis desde la mañana del viernes y, como pude, le resumí mis andanzas durante aquellas setenta y dos horas.
En parte fui sincero. Le manifesté cómo, tras escuchar repetidas veces la extraña historia que circulaba por Jerusalén sobre la posible resurrección del rabí de Galilea, mi curiosidad de «augur» me había empujado a esconderme en los alrededores de la tumba y cómo, a eso de las tres de la madrugada, había sido testigo de un sin par y sobrecogedor fenómeno luminoso que, brotando de la boca de la cueva sepulcral, se propagó hasta los árboles próximos, arrojando por tierra a los bravos legionarios que montaban la guardia.
Los oficiales me escuchaban atentamente.
Después —proseguí, aparentando gran desaliento— igual que tus hombres, yo también me vi sorprendido por una fuerza maléfica y caí a tierra, privado de los sentidos. Cuando los dioses quisieron que pudiera volver en mí, la tumba estaba vacía… Y el miedo me hizo correr y vagar sin un rumbo fijo… que algo sobrenatural, obra de los dioses, ha acaecido en este huerto… Y al alba, con el Espíritu más sereno, tomé la decisión de acudir a Antonia y relatarte cuanto he visto y oído.
El comandante se detuvo. Llevó la mano izquierda a la puñadura de su espada y, con gesto grave, preguntó:
—¿Y por qué a mí? Sabes que no creo en esas patrañas… Me sentí atrapado. Pero Eliseo, atento desde el módulo, dispuesto estaba ofrecerme un inmejorable argumento.
Y así se lo expuse a Civilis.
—Es muy simple. En mi deambular por las calles de la ciudad —le mentí—, he tenido ocasión de escuchar una versión; alimentada por esas ratas del Sanedrín, que ha empezado a correr por Jerusalén. Caifás y sus secuaces han lanzado el rumor de que sus levitas y tus legionarios se quedaron dormidos y que, aprovechando tal circunstancia, los discípulos del Galileo procedieron al robo del cadáver…
El comandante asintió con la cabeza.
Yo, como te digo, he sido testigo de excepción de lo ocurrido y he visto cómo los policías del Templo, en efecto, huían como cobardes. Pero no así la patrulla romana. Fueron los dioses quienes redujeron a tus bravos soldados.
Esta vez Civilis no replicó a mi encendida exposición. Aquel mutismo me hizo suponer que el centurión, en efecto, estaba al corriente de los hechos. Y, tras unos segundos de reflexión, me interrogó de nuevo:
—¿Estarías dispuesto a repetir todo eso ante el procurador?
Aquella inesperada oportunidad de volver a entrevistarme con Poncio me dejó perplejo. No entraba en nuestros planes pero, intuyendo que podría resultar altamente beneficiosa, me apresuré a aceptar, remachando el clavo de la curiosidad con una sentencia que —estaba seguro— avivaría la supersticiosa mente del gobernador.
—Poncio debe saber, además, que el milagro del sepulcro es sólo el principio… Hice una estudiada pausa.
—de otros no menos prodigiosos fenómenos.
—¿A qué te refieres?
Conforme improvisaba, una idea había ido germinando en mi cerebro. Y me propuse utilizarla. Sonreí y, colocando mi mano izquierda sobre el hombro de mi amigo, le supliqué que no me preguntara.
—Ahora debo adecentar mi aspecto y meditar… Mañana, si el procurador lo estima oportuno, tendré sumo placer en haceros partícipes de lo que he leído en los astros.
Civilis golpeó su pierna con la vara de vid y, cerrando el asunto, me propuso la hora tercia (las nueve de la mañana) del día siguiente para dicha reunión.
Cuando, al fin, dejé atrás el foso y el parapeto de Antonia, mi hermano reanudó la conexión auditiva, interesándose por los detalles de mi captura y, sobre todo, por la maquinación concebida en el patio de la fortaleza. Mi «plan», como suponía, sólo contribuyó a duplicar su inquietud…
Me sentí abatido. Los cronómetros del módulo, devorando dígitos, se acercaban a las 06.30 de la mañana. Habían transcurrido 5 horas, 16 minutos y 49 segundos desde la toma de contacto en el Olivete… ¡y estábamos como al principio! Arrastrábamos o, para ser justo, arrastraba más de 180 minutos de retraso sobre el plan de Caballo de Troya.
A un centenar de pasos de la bifurcación a Cesarea y Samaria —con la muralla gris azulada de Antonia a mi izquierda— dudé:
«¿Qué adelantaba dirigiéndome al huerto de José? Lo más probable es que se hallara desierto. ¿No sería más prudente seguir lo planeado y adentrarse en la Ciudad Santa, a la búsqueda de los apóstoles y de las mujeres? Ellas sí estarían en condiciones de relatarme lo ocurrido.»
A punto estuve de confiar tales inquietudes a Eliseo. Pero, no deseando ensombrecer más su soledad, guardé silencio. Si mis suposiciones eran correctas, hacía una hora —quizá más— que los legionarios habían abandonado la finca del de Arimatea. Por lógica, las mujeres tenían que haber llegado al sepulcro una vez que la guardia hubiese desaparecido. A lo sumo, al tiempo que aquélla —constatada la desaparición del motivo de su custodia— tomaba la decisión de retornar al cuartel general. Con los diez romanos en el jardín, las amigas del Maestro no se hubieran atrevido a traspasar la cerca de madera de la propiedad.
«¿Qué hacer?»
Y volví a experimentar un curioso fenómeno. Mientras mi lógica y sentido común me dictaban el camino de Jerusalén, otra fuerza que no sé explicar y que cada día se ha hecho menos sutil, tiraba de mí hacia el sepulcro.
«¿Qué podía encontrar allí?»
Y como un autómata dejé el sendero a mi espalda, adentrándome en una pradera que ascendía hacia el norte, hasta morir en las romas cumbres de los promontorios que, encadenados, circundaban Jerusalén desde Gareb al Cedrón. Aquel atajo me situaba a unos 400 metros del huerto de José. Y me propuse averiguar por qué aquella tumba ejercía semejante atracción sobre mi atormentado espíritu.
Frente a mí, desde los 800 metros de altitud del Gareb —al oeste—, hasta los 735 de Beza'tha —situado a mi derecha—, aquella suave sucesión de colinas se hallaba sembrada de pequeños y medianos huertos, repletos de higueras, cipreses de perfumada y apretada madera, enebros de hasta veinte metros de altura, terebintos ramificados y exuberantes, de hojas muy parecidas a las del nogal y de penetrante fragancia y, en fin, de abundantes y selectos frutales.
Ante semejante vergel, comprendí las serias dificultades de Tito cuando, 36 años más tarde, al sitiar Jerusalén, avanzó con su ejército desde el monte Scopus, algo más al norte de donde yo me encontraba… De haber continuado por el sendero inicial, tomando frente a la puerta de los Peces el desvío que llevaba a Samaria, quizá mis problemas se hubieran multiplicado. Mi aspecto era penoso y llamativo y, muy probablemente, habría despertado la curiosidad de los comerciantes, campesinos y pastores que, mucho antes de aquella «aurora de dedos rosados» —como había cantado Homero—, arreaban sus jumentos y rebaños en dirección al gran mercado del barrio alto de la ciudad: el sûq-ha-elyon. (Muchas de las hortalizas, grano y otros productos del campo procedían en aquellos tiempos de Samaria y de la llanura fronteriza con Idumea.)
Contemplada desde la muralla norte de Jerusalén, bien desde la referida puerta de los Peces o desde los muros de Antonia, la finca de José se asentaba a la derecha de la citada ruta norte —la de Samaria—, derramándose hacia el este, en una recogida hondonada, fronteriza con las colinas de Beza'tha. Era un auténtico prodigio que los israelíes hubieran conquistado aquellos suelos calcáreos y pedregosos, transformando cada palmo de tierra útil en una bendición. A pesar de ello, las blancas calvas pétreas despuntaban aquí y allá, entre los macizos de árboles y sembrados. Mi objetivo, precisamente, era una de aquellas formaciones rocosas. Y atraído por aquella fuerza irresistible, me aventuré por la verdeante pradera.
La tibia primavera y las lluvias de marzo habían alzado la hierba, salpicándola de gladiolos silvestres y de las pequeñas flores «del viento» —las anémonas—, con sus campanillas de color violado púrpura.
El rocío del alba no tardó en humedecer mis sandalias, y decenas de gotitas de agua fueron quedando prendidas entre el vello y la «piel de serpiente» de mis piernas.
Aunque había tomado algunas referencias en mi primera visita a la finca del anciano sanedrita —durante el triste traslado del cuerpo sin vida del rabí—, tal y como me temía, nada más salvar el corto prado, un endemoniado laberinto de cercas, serpenteantes veredas y altos setos de amargas artemisas retrasó mi avance. Guiándome por las cuatro torres de Antonia (siempre a mi espalda), el estallido rojo del nuevo sol (por mi derecha) y los esporádicos balidos del ganado que descendía por el camino de Samaria (a mi izquierda), fui penetrando entre los huertos, con la esperanza de topar, de un momento a otro, con la cerca de estacas blanqueadas que cerraba la propiedad de José. Y, súbitamente, a mi izquierda, escuché un típico saludo judío:
—¡Schalom alekh hem…!
Aquel «la paz sea contigo» procedía de un madrugador campesino quien, al verme pasar frente a su campo, se destacó por detrás de un magnífico sicomoro. Llevaba el chaluk o túnica arrollada a la cintura, —mostrando unas piernas velludas y famélicas. Cargaba sobre su hombro derecho un hinchado pellejo de cabra.
—¡Salud! —me apresuré a responder, adoptando un tono cordial—. Busco el huerto de José, el de Arimatea…
Al percibir mi acento extranjero, el judío torció el gesto, manifestando su contrariedad. Y refunfuñando algunas maldiciones —entre las que llegué a distinguir un «¡maldita sea tu madre!»—, me dio la espalda, continuando con un singular riego de la tierra. Al abrir el cuello del rústico odre, un chorro rojizo se precipitaba sobre los surcos. Era sangre. En realidad no se trataba de un riego propiamente dicho, sino de un fertilizante. Buena parte de la sangre que corría en los patios del Templo durante los sacrificios rituales de animales era aprovechada por la casta sacerdotal, siendo vendida a los agricultores. La explanada de dicho Santuario, perfectamente enlosada, y en declive, había sido acondicionada con una red de canalillos que recogía los miles de litros de sangre de bueyes, corderos, etc, almacenándolos en cisternas subterráneas. La sangre sobrante se perdía en la torrentera del Cedrón, sabiamente conducida por un canal de desagüe. Esta era la explicación a la misteriosa «agua roja» que habíamos detectado desde el módulo en nuestra primera aproximación a la Ciudad Santa.
No excesivamente contrariado por el desplante del hortelano —a fin de cuentas, aquellos saludos jamás eran dirigidos a los gentiles—, proseguí mi lento avance.
Al referirle el incidente y el curioso sistema de abono, Eliseo, tras consultar a Santa Claus, me amplió detalles sobre el particular[121].
A los pocos minutos, entre el ramaje de unos almendros o «acechadores» (saqed) —como llamaban los judíos a estos precoces anunciadores de la primavera—, creí distinguir, semiocultas por las nevadas flores, las estacas puntiagudas, de un metro de altura, del ansiado huerto. Corrí hacia ellas. En efecto, el corazón latió imperiosamente al descubrir a lo lejos, como una blanca confirmación entre el apretado verdor de ciruelos, manzanos y granados, la casita en la que, sin duda, moraba el corpulento jardinero que había ayudado a José en el atardecer del viernes.
Y tomando la referencia del sol, caminé hacia mi derecha, sin separarme de la cerca. No tardé en encontrar la cancela de entrada. La puerta de tablas se hallaba abierta. Misteriosamente abierta…
Esta vez advertí a la «cuna» de mis intenciones. Me disponía a aventurarme en el interior de la silenciosa finca. Este, quizá, es otro concepto no muy bien interpretado por los cristianos. Al leer los textos evangélicos se tiene la idea de que el lugar donde fue sepultado el Maestro era un sencillo huerto, con un sepulcro nuevo, como reza Juan. En realidad, más que huerto, la propiedad de José podría ser calificada como de plantación. Y nada modesta, por cierto. Toda una finca de recreo, con decenas de frutales y hortalizas, una rústica casa, un palomar y, por supuesto, como correspondía a su elevada posición, un panteón familiar. Pero sigamos con lo que importa. Como digo, no era normal que la cancela se hallara de par en par. Aquello me hizo sospechar que algo inusual había ocurrido —o estaba ocurriendo— en la plantación.
Y lentamente, con los cinco sentidos en máxima alerta, fui adentrándome, siguiendo el estrecho sendero que, naciendo en la misma cerca, se perdía hacia el norte, dejando a uno y otro lado hileras de mimados Frutales. El silencio era absoluto. Muy significativo…
Me detuve una o dos veces, esperando escuchar algún sonido. Quizá el retozar o los ladridos de los dos perros que guardaban la propiedad. Nada en absoluto. A medio centenar de metros de la entrada, la vereda se dividía en dos. El ramal de la izquierda, como había tenido oportunidad de comprobar en mi anterior visita, corría a los pies de la casa del hortelano, perdiéndose después entre cargados camuesos y brillantes guinjos o azufaifos. Esta vez la chimenea parecía apagada.
El de la derecha llevaba a la cripta. A cosa de una veintena de pasos, delicadamente sombreada por los árboles que la circundaban, distinguí la calva rocosa que se erguía poco más de metro y medio sobre el nivel del terreno. Me estremecí.
«¿Y si todo hubiera sido un sueño? ¿Y si el Maestro no hubiera resucitado?»
Tan absurdos pensamientos quedaron prácticamente desmontados cuando, medio oculto entre los menudos troncos de los frutales, comprendí que, en efecto, las patrullas judía y romana habían desaparecido. Lo lógico es que, si no hubiera acaecido nada anormal, siguieran allí, frente a los escalones y al rústico callejón que conducían a la cueva funeraria.
Prudentemente, dediqué varios minutos a una concienzuda exploración de los alrededores. Lo único que descubrí fueron restos de comida, armas y algunos mantos, desperdigados sobre el terreno arcilloso que rodeaba la formación calcárea. No había duda: levitas y legionarios habían desalojado el lugar. Y los primeros, a juzgar por lo que fui encontrando, después de su vergonzosa huida, aún no habían regresado.
Algo más confiado, me separé del bosquecillo, aproximándome cautelosamente a los restos de la fogata que había alumbrado y calentado a la guardia romana. Las cenizas se hallaban tibias. Soplé y algunos de los tizones se reavivaron fugazmente. Era probable que los leños se hubieran consumido hacía poco más de media hora…
En cuclillas dirigí una esquiva mirada a la boca del callejón que llevaba al sepulcro. Y mi corazón respondió con fuerza. Pero, haciendo un esfuerzo, me contuve. Primero debía examinar aquellos restos.
En el paño de tierra que había ocupado la decena de levitas o policías del Templo, el desorden era total. Ropones amarillos, teñidos de croco azafrán, pisoteados en la precipitación; bastones y porras —típicos de los servidores de los sumos sacerdotes betusianos y temidos por sus revestimientos de clavos—, semienterrados en la roja y esponjosa arcilla; un carcaj de cuero, cilíndrico, repleto de flechas de 50 centímetros de longitud y una doble hacha de combate, igualmente olvidada en la fuga, constituían el desolador escenario. Por último, tumbada como consecuencia de algún golpe de los aterrorizados y ʾămmark'lîn, o guardianes del Santuario, una ventruda tinaja de barro conservaba en su interior parte de la cena: un espeso guiso a base de sémola de trigo cocida, con abundantes pedazos de carnero. Y algo más allá, cuidadosamente envueltos en un paño de lana, varios «redondeles» de pan de trigo y otra «corona» u hogaza de forma circular, a medio empezar. Al pie de uno de los árboles descubrí también un odre de piel de cabra, cuidadosamente curtida y cerrado con una clavija de madera. Pesaba unos diez log (algo más de cuatro litros y medio) y, al agitarlo, deduje que servía para almacenar agua o quizá vino. Vertí parte del contenido y, al olerlo, comprobé que se trataba de la schechar, una especie de cerveza —casi sin fuerza—, elaborada a base de mijo y cebada y con un remoto parecido a la cervisia latina.
En el sector ocupado por los legionarios, en cambio, y con excepción de las cenizas de la hoguera, no pude hallar una sola señal que apuntara hacia un deshonroso abandono del lugar. Los romanos, como ya comenté en su momento, conocían muy bien qué clase de pena les aguardaba en caso de fuga o deserción[122]. Por el contrario, los levitas no se hallaban sujetos a una disciplina tan férrea. A esta nada despreciable circunstancia hay que añadir que, sin ningún género de dudas, los infantes del Ejército romano eran hombres, física y psicológicamente, mejor preparados para afrontar el miedo y los peligros del combate o, sencillamente, de una guardia nocturna. No tienen sentido, en consecuencia, las afirmaciones del evangelista Mateo cuando, en su capítulo 28 (11–16), dice textualmente:
«Mientras ellas iban (se refiere a las mujeres), algunos de la guardia fueron a la ciudad a contar a los sumos sacerdotes todo lo que había pasado. Éstos, reunidos con los ancianos, celebraron consejo y dieron una buena suma de dinero a los soldados, advirtiéndoles: “Decid: sus discípulos vinieron de noche y le robaron mientras nosotros dormíamos. Y si la cosa llega a oídos del procurador, nosotros le convenceremos y os evitaremos complicaciones. “Ellos tomaron el dinero y procedieron según las instrucciones recibidas. Y se corrió esa versión entre los judíos, hasta el día de hoy.»
Si Mateo se refiere a los legionarios romanos —cosa nada clara—, comete, al menos, dos errores. Primero: estos soldados estaban sujetos a las órdenes y a la disciplina del Ejército romano y no a la autoridad de los sumos sacerdotes judíos. ¿Por qué recurrir entonces a Caifás y a sus secuaces en el Sanedrín? De haber hablado, lo habrían hecho a sus mandos naturales: optio o centurión correspondientes.
Segundo: estos infantes —veteranos en su mayoría— conocían el precio a pagar por un abandono del servicio o, lo que venía a ser lo mismo, por quedarse dormidos en plena vigilia y, en el colmo de los colmos, ser robados y burlados… Las palabras del evangelista en este sentido no resultan muy sensatas. Es preciso ser un ingenuo para creer que los romanos —que odiaban a los israelitas— podían aceptar semejante trato. No olvidemos que una noticia de aquella índole —la supuesta resurrección de un crucificado— era imposible de ocultar. Y mucho menos, al procurador. Desde el sábado, 8 de abril, Jerusalén se hacía lenguas sobre la profecía del rabí de Galilea, en torno a su vuelta a la vida. Miles de peregrinos y vecinos de la Ciudad Santa estaban pendientes del «tercer día»; es decir, del domingo. Si los soldados de Antonia hubieran aceptado el soborno, ¿cuánto habría durado la satisfacción por el dinero recibido? Es más: ¿de qué les hubiera servido, si el castigo inmediato e inapelable era la muerte? Los legionarios podían ser ambiciosos o corruptos, pero no estúpidos…
Personalmente creo que el evangelista se refería a la guardia del Templo: a los levitas y no a los infantes romanos. Aquéllos sí tenían la obligación de acudir a los sumos sacerdotes, sus jefes. Y tanto unos como otros eran muy capaces de brindar y aceptar este tipo de soborno.
¿Qué ha ocurrido entonces con el texto de Mateo? ¿Se equivocó el escritor sagrado? ¿Fue deformada o mal interpretada la versión aramea? ¿Por qué el resto de los evangelistas tampoco hace mención de este espinoso asunto?
Pero volvamos a aquella mañana del domingo, 9 de abril del año 30…
Conforme fui aproximándome al nacimiento de los escalones que conducían al estrecho callejón, «antesala» de la tumba, mi alma fue tensándose. Mi respiración se agitó y, al enfrentarme a la «boca» de la cripta, los viejos escalofríos aparecieron incontenibles. Durante algunos minutos —¡quién sabe cuántos!— permanecí inmóvil e hipnotizado ante aquella abertura cuadrangular, parcialmente taponada por la tosca y pesada rueda de molino que servía de cierre. En esos momentos —presa de una angustia y unas dudas inenarrables— no caí en la cuenta de un muy interesante «detalle» relacionado con la mencionada losa circular. Mi Espíritu racional y científico seguía revelándose.
A pesar de lo vivido con el Maestro, a pesar del innegable poder de aquel Hombre, a pesar de su misteriosa y atractiva naturaleza, a pesar de todo… yo seguía dudando… «No es posible —me repetía una y otra vez—. No es posible que un cadáver, después de 36 horas…»
Unos familiares saquitos de arpillera, cuidadosamente depositados sobre el último de los escalones, vinieron a rescatarme de tanta y tan profunda incertidumbre. Eran los utilizados por José y Nicodemo durante los agitados minutos que precedieron al cierre del sepulcro. Y recordé cómo las mujeres, ya de regreso a Jerusalén, se habían hecho cargo de las cien libras de acíbar y mirra, con las que, nada más morir el sábado, se proponían rematar el precipitado lavado y embalsamamiento de Jesús.
Descendí las escalinatas e, inclinándome sobre el saco más grande, procedí a examinarlo. Estaba sin abrir. Creí reconocerlo. Se trataba de los 15,020 kilos de polvo granulado, de color amarillo oro y sumamente aromático. Debía ser el acíbar o áloe.
A su lado, un hato escondía el mismo y campanudo jarro de cobre que había visto manipular a los amigos del rabí en el sepulcro. Se hallaba meticulosamente lacrado con un tapón de tela. Deduje que estaba ante aquella sustancia pastosa, gomorresinosa, que identifiqué como mirra.
En un tercer envoltorio firmemente anudado descubrí al tacto un segundo recipiente de metal. Lo agité y creí escuchar el sonido del agua. Quizá fuera una vasija, destinada al aseo del cadáver.
Por último, en un cesto de mimbre de regular tamaño aparecieron varios rollos de tela, una rígida y ennegrecida esponja, un frasquito de vidrio con un líquido color «coñac» —posiblemente nardo— y una bolsa de cuero de unos 20 centímetros, delicadamente cerrada con un pasador o fibula de bronce en forma de arco. La curiosidad pudo más que yo. Presioné su interior, percibiendo «algo» duro y alargado. Desenganché el «imperdible», y presa de gran excitación, extraje su contenido. ¡Era una llave! Una de aquellas curiosas llaves, utilizadas por los judíos para las puertas y arcones. Disponía de un mango de madera y un cuerpo —en bronce—, doblado en forma de «L», con cinco dientes, largos y paralelos, en el extremo.
No pude por menos que sonreír. Aquel símbolo, depositado sobre un difunto, representaba su soltería o celibato. A veces, en lugar de una llave, dejaban también una pluma. Y si se trataba de una novia, ésta tenía derecho —así lo fijaba la Ley— a un palio.
La delicadeza de las mujeres hacia su querido rabí me conmovió. Ya no había duda. Las fieles seguidoras del Maestro habían estado allí. Transmití al módulo mis descubrimientos, añadiendo que las sacas parecían abandonadas. Obviamente no habían sido utilizadas. Pero ¿por qué? ¿Qué extraño acontecimiento había empujado a las israelitas a suspender el lavado y embalsamamiento del crucificado? La respuesta —yo lo sabía— sólo podía estar allí: en el fondo de la cueva sepulcral.
Me puse en pie y, sintiendo cómo mis piernas flaqueaban, dirigí la mirada hacia la «boca» de la cripta…
¿Por qué dudaba? No podía comprenderlo. Yo había visto el sepulcro vacío…
Sin embargo, mi Espíritu racional y científico se resistía a admitir su vuelta a la vida. A pesar de haberle conocido, de su irresistible personalidad, de su poder y de sus propias palabras —anunciando su resurrección—, a pesar de todo ello, seguía dudando…
«No es posible —me repetía machaconamente—. No es posible…»
Pero, paso a paso, fui salvando los 2,20 metros que separaban aquel último peldaño de la fachada del panteón. La claridad de la mañana moría oblicuamente en el interior, a un par de cuartas del umbral de aquella boca cuadrada de noventa escasos centímetros de lado. Eché de menos una antorcha. Y el miedo volvió a tentarme.
¿Entraba?
«Es preciso —me dije a mí mismo—. Tengo que estar seguro. Necesito comprobarlo una vez más…»
Obsesionado por esta idea, no me di cuenta entonces de la ausencia de los sellos del procurador. Tras el sobrecogedor corrimiento de las piedras que taponaban la tumba, habían quedado esparcidos por el suelo del callejón. Apoyé la «vara de Moisés» contra la roca y, llenando los pulmones, me situé en cuclillas, lanzando una temerosa mirada hacia el fondo de la cripta. Pero las tinieblas imposibilitaban cualquier observación. No había más remedio que entrar. Cerré los ojos y, obligando a mis músculos a obedecer, me introduje de un golpe.
El pavor —más que miedo— me secó la garganta. Abrí los ojos y, durante algunos segundos, permanecí en la misma postura: de rodillas sobre el arisco y rocoso piso, peleando por dominar mis nervios y por distinguir algo en aquella cámara de 3 metros de lado por 1,70 de alto. Necesité varios minutos —interminables como siglos— para adivinar las formas de los capazos, repletos de escombros, y del pequeño pico situados en un rincón de la sepultura.
¿Hacía frío o es que el terror había helado mis venas?
Y lentamente, con la remota esperanza de que mis dedos tropezaran con el cuerpo del Maestro, extendí los brazos. Si no recordaba mal, el banco excavado en la piedra se hallaba a poco más de medio metro del suelo. Entre temblores, las yemas chocaron con la pared y una convulsión lastimó mis entrañas.
Tanteé el muro. Fui alzando las manos y, al instante, percibí el filo. Me detuve.
«¡Un poco más…!»
Y en un arranque disparé los dedos hacia la oscuridad.
«¡Dios mío!»
Sólo encontré el vacío. Un espeso y revelador vacío. Recorrí el aire, a derecha e izquierda, en un vano intento por palpar el cadáver. Nada. Y al depositar las manos sobre la plataforma rocosa, un nuevo e intenso calambre me sacudió hasta la médula. Identifiqué la sábana de lino. Parecía descansar en la misma posición que había visto horas antes. Me incorporé e, inclinándome sobre la mortaja, me dispuse a explorarla. En la cabecera, bajo el lienzo, percibí una forma dura, rígida y ovalada.
«No puede ser»
Con toda la delicadeza de que fui capaz levanté la parte superior de la sábana, tratando de confirmar mis sospechas. Pero la negrura era tal que el intento resultó inútil. Y decidido a salir de dudas, deslicé la mano derecha entre las dos mitades del lienzo hasta tocar el bulto.
«¡Increíble!»
En efecto, se trataba del pañolón o sudario que Nicodemo había retorcido y anudado en torno a la cabeza de Jesús, levantando así el maxilar inferior y evitando la caída de la boca.
—¡Dios de los cielos! —exclamé sin poder contener mi admiración—, ¿cómo es posible?
La desconcertante desaparición del cuerpo no había alterado la primitiva posición del sudario, que seguía en el mismo lugar y «abrazando» un cráneo inexistente.
La lógica y mi sentido común se vieron en un serio aprieto. Y durante más de un minuto continué allí, sumido en el desconcierto.
«Si el cadáver había sido robado —luchaba por racionalizar el asunto—, ¿por qué las prendas aparecían como si nadie hubiese tocado al rabí?»
Lo normal habría sido, al manipular el cuerpo, que el lienzo que lo envolvía hubiese caído al suelo. Incluso que, junto con el pañolón, hubiera acompañado los restos del crucificado. El transporte habría sido más cómodo, aprovechando precisamente la larga sábana…
Tuve que rendirme a la evidencia. Aunque sé que no tiene la menor consistencia científica, aquel cadáver parecía haberse «esfumado» o «evaporado». Sólo así podía entenderse que el lino que reposaba sobre su parte frontal se hubiera «desinchado», cayendo dulcemente sobre la mitad dorsal.
Conmovido, antes de abandonar el lugar, me dejé llevar por otro e irresistible impulso. Aproximé mis labios a la sábana y deposité en ella un cálido beso.
En ese instante capté algo nuevo: un penetrante y, en cierto modo, familiar olor. Pero no supe identificarlo… Lancé una última ojeada a la cripta y, rápidamente, retorné, a la radiante claridad.
Mi habitual torpeza y lo angosto de la boca de la sepultura hicieron que, al salir, recibiera un fuerte golpe en mi hombro derecho. Mi intención era regresar a Jerusalén y localizar a las mujeres. Tenía que reconstruir lo acaecido en la propiedad de José durante los minutos que precedieron al alba.
Pero aquel encontronazo con la muela fue providencial. Recuperé la «vara» y, mientras palpaba el dolorido hombro, reparé en otro singular detalle. Al contrario de la segunda piedra —la que servía habitualmente para cerrar el brocal del pozo y que fue dispuesta por los guardias junto a la losa circular, fortificando así el pesado cierre—, la citada muela de molino no se hallaba caída en el callejón, había rodado hacia la izquierda, siguiendo el cauce del canalillo de 20 centímetros de profundidad y 30 de anchura que corría al pie y a todo lo ancho de la fachada.
«¿Cómo puede ser…?»
Ni los soldados ni yo mismo habíamos visto salir a nadie de la tumba. Por supuesto, imaginar que alguien, desde dentro, hubiera podido remover aquellos 700 kilos —quizá más—, resultaba poco creíble. La cuestión es que la mole circular de un metro de diámetro había sido desplazada, dejando la boca prácticamente al descubierto. Sólo una parte de la misma —unos 30 centímetros— seguía obstruida por el borde derecho de la muela. Naturalmente, aquel hueco era suficiente para permitir el paso de una persona…
Pero, en contra de lo que había supuesto Caballo de Troya, el movimiento de las piedras, a juzgar por lo que tenía ante mis ojos, no pudo deberse a una «explosión» en el interior de la cueva. Cierto que había visto brotar una llamarada de «luz», que se propagó hasta los árboles más próximos. Aquella lengua blanco azulada, sin embargo, no estuvo acompañada de detonación alguna y, además, fue posterior al corrimiento del cierre. De haberse registrado una onda expansiva, la losa principal se habría desplomado, quebrándose incluso por su base.
Examiné la piedra sin encontrar vestigio alguno de la hipotética explosión. Estaba claro que «algo» o «alguien» —con una fuerza más que respetable— la había hecho rodar. El misterio, lejos de aclararse, se enredaba minuto a minuto. Ascendí los escalones y, cuando me encontraba en lo alto, me volví hacia el sepulcro. Era extraño, muy extraño, que aquella «llamarada lumínica» no hubiera chamuscado los peldaños o las paredes del foso. Medí con la vista la distancia en línea recta desde la boca hasta donde me encontraba. No llegaba a los tres metros. Y a continuación, guiado por la intuición, di la vuelta, encarándome con los frutales situados a poco más de cuatro metros. La «lengua» se había prolongado —siguiendo una lógica vía de escape— en sentido oblicuo y hasta el ramaje de dichos árboles. En total, unos siete metros.
Caminé hasta la base de un corpulento sicomoro que, de acuerdo con la trayectoria de la radiación, tendría que haber sido el más afectado. Estaba en lo cierto. Parte de la hojarasca y un buen número de bayas presentaban un aspecto diferente al del resto del árbol. El ramaje se hallaba reseco y ceniciento. Como si una súbita ola de calor lo hubiera calcinado. Quebré una pequeña muestra, haciéndome también con algunos de los higos. Y al olerlos, recibí la misma sensación que al besar la sábana. Las bayas, sobre todo, me desconcertaron. Aparecían consumidas y duras como fósiles. Rodeé el hermoso ejemplar, pero no pude descubrir ninguna otra señal de sequedad. El sicomoro presentaba un florecimiento normal, quizá un meticuloso análisis en la «cuna» pudiera arrojar algo de luz sobre tan desconcertante enigma. Y, tras guardar en la bolsa un par de bayas, varias hojas y dos o tres pequeñas porciones de una de las ramas, me dirigí a la cancela, dispuesto a buscar a las mujeres. Ellas —estaba seguro— podrían ayudarme.
Eran las 07 horas y 30 minutos…
Desde los breves promontorios del norte, Jerusalén se presentaba al caminante como «un ciervo acostado en las colinas». La luz de la mañana blanqueaba sus murallas, pintando de rojo y amarillo la caliza de sus abigarradas viviendas, que trepaban cuadradas a ambos lados del valle del Tiropeón. En los dos grandes barrios —el del noroeste y el de Akra o saq-ha-talión— se elevaban ya, perezosas, buen número de finas columnas de humo gris. La vida despertaba pujante y desenfadada. Y entre el ocre cúbico de aquellos miles de casuchas, tabicado con otras tantas y móviles sombras, los palacios de los Asmoneos, de Herodes y de los sumos sacerdotes, con sus torres de agujas doradas y sus blancas azoteas más allá, en el oeste, el peregrino podía distinguir el quebrado perfil de la muralla, abrazando la ciudad y corriendo desafiante hasta la cumbre del cerro del Gareb.
Un cosquilleo fue invadiéndome conforme me acercaba a la transitada puerta de los Peces, en el muro norte. Desde tempranas horas, el trasiego de hombres, bestias y carros era incesante.
Lancé una mirada a mi comprometedor atuendo y, con una punta de recelo, aferrándome con fuerza a la «vara», caí en aquella marea de comerciantes, hortelanos, pastores, peregrinos de mil tierras y rebaños de monótonos balidos.
Jornaleros tan andrajosos como yo, portando toda suerte de herramientas agrícolas, salían en cuadrillas o en solitario, rumbo a los huertos y campiñas.
Y a las puertas de la ciudad, lisiados, mendigos y pícaros alargaban sus famélicos brazos al paso de los viandantes, haciendo sonar algún que otro leptón en el fondo de sus escudillas, pregonando sus miserias entre gañidos o solicitando la benevolencia y la caridad.
Varios traficantes de Alejandría, luciendo lujosas galas de lino, contemplaban extasiados la resplandeciente y altiva cúpula del Templo, provocando comentarios de admiración entre los judíos menos favorecidos por la fortuna.
Y entre semejante baraúnda, cientos de peregrinos, entrando y saliendo del recinto amurallado, esquivándose mutuamente o disculpándose con exagerados e interminables ademanes cuando tropezaban entre sí. Los había de todas las latitudes: hebreos de Babilonia de negros mantos hasta las sandalias, persas de rutilantes sedas recamadas de oro y plata, judíos de las mesetas de Anatolia con sus típicas hopalandas o faldas de pelo de cabra y fenicios de calzones multicolores…
Al cruzar el arco de la puerta de los Peces, un penetrante olor a pescado me recordó que aquél era el asentamiento habitual de los tirios. A la sombra de la muralla, una decena de fenicios —todos ellos paganos— animaba a la clientela a comprobar las excelencias de las «recientes capturas del lago de Genesaret y de la vecina costa de Tiro». Al echar una ojeada a los carros pude distinguir algunos hermosos ejemplares de percas, salmones, tímalos y lucios, diestramente protegidos entre helechos y gruesa sal diamantina. Astutamente, colocaban a la vista los peces estimados como «puros». Los que la Ley de Moisés calificaba de «impuros» —todos los que carecían de escamas o aletas natatorias— eran escondidos bajo los carros. Para haber soportado de doce a quince horas desde su posible salida del litoral mediterráneo, la mercancía no se hallaba excesivamente deteriorada. La nieve, aunque conocida y utilizada como medio de conservación de los alimentos, era todavía un artículo de lujo, asequible tan sólo a las mesas de los emperadores o de los grandes magnates.
Cuando rechacé la oferta de uno de los vendedores, al captar mi acento extranjero, el tirio me hizo un guiño. Echó mano de un cesto oculto bajo el improvisado puesto y, en tono de complicidad, me informó que sus «rayas, lampreas, langostas, anguilas y siluros nada tenían que envidiar a los peces “puros”».
Le correspondí con una sonrisa y, deseándole «salud», me alejé del apestoso y enloquecedor corrillo. Curiosamente, la mayor parte de los «clientes» eran hombres —judíos de pobladas barbas y bigotes rasurados—, ataviados con sus clásicos ropones de rayas verticales rojas y azules y portando en su mano izquierda sendos capacetes de paja, en los que iban depositando las viandas.
A trompicones fui abriéndome paso hacia el sur, a la búsqueda de la muralla que separaba aquel sector noroccidental del no menos concurrido barrio o ciudad baja. (Tal y como narra Josefo en La guerra judía, V, 42, 143, esta muralla, conocida como la «primera» «partía del flanco norte, donde la torre Hípico, se extendía hasta el Xisto, continuando luego hasta la Curia y terminando en el pórtico occidental del Templo».)
Las callejuelas de Jerusalén, con su infernal desorden, Fueron siempre un tormento. Y las que confluían en el gran mercado del barrio alto —el súq ha-helvon— no lo eran menos. Las casas y talleres de adobe, recostados las unas sobre los otros y estos sobre aquéllas, amasados en un laberinto de sombras, callejones sin salida y cientos de peldaños húmedos y pestilentes por los orines de la chiquillería y de las bestias de carga, representaban un serio problema a la hora de orientarse. Aunque parezca mentira, fueron los ruidos y los olores —característicos según las zonas de la ciudad— los que más me ayudaron a saber dónde demonios me encontraba.
En aquellos momentos, por ejemplo, el chapoteo mate y monótono de los bataneros, lavando, impermeabilizando y convirtiendo en fieltro la pelusilla de la lana y los tejidos procedentes de los telares, me recordó que me hallaba aún en el mencionado barrio alto; el sector pagano por excelencia, donde —según los doctores de la Ley— «el esputo de uno de aquellos bataneros era tomado por impuro».
Conforme fui descendiendo, procurando no resbalar en los desgastados y redondos adoquines —en Jerusalén era imposible caminar más de quince minutos seguidos sin bajar o subir escalones—, el inconfundible y rítmico golpeteo de los caldereros fue eclipsando la actividad de los bataneros.
De vez en vez me veía forzado a pegarme a las paredes, dejando paso a alguno de los numerosos y dóciles asnos «mascate», de largas orejas y gran alzada, de un pelo casi blanco y arreados sin piedad por niños, viejos y adultos. Aquellos sufridos animales —cargados con pringosas y chorreantes canastas en las que se balanceaban campanudas ánforas de aceite o vino— eran tan abundantes en la Ciudad Santa y en toda la Palestina, que sus heces, apisonadas por el constante ir y venir de las gentes, formaban un todo con el «pavimentado» de las calles.
En realidad, sólo algunas plazas y las escasas arterias principales —las dos calles de columnatas de ambos mercados, por ejemplo— eran barridas a diario por los recogedores de inmundicias y basureros «oficiales». (R. Shemaya bar Zeera escribe que las calles de Jerusalén se barrían todos los días. Y era cierto. Pero la limpieza se limitaba a una mínima parte del casco urbano.)
A las puertas de las tenebrosas viviendas, mujeres de sobrados mantos verdes, marrones y de otros colores indefinidos por la suciedad, se afanaban sobre sus pucheros de barro cocido, llenando el aire con el olor acre de la grasa caliente y de las especias y cubriéndose el rostro al paso de los hombres. Y entre los escalones y descansillos de aquella red de callejas pestilentes, decenas de niños de cabezas rapadas, ojos negros y profundos y piel fustigada por nubes de moscas y costras purulentas, todo ello consecuencia de la pésima higiene… La chiquillería, ajena a tanta miseria, llenaba la mañana del primer día de la semana con sus gritos, saltos y juegos, soñando aventuras con «leviatanes» o pequeños cocodrilos de madera, pajarillos de tosca y rojiza arcilla, trepidantes carracas y alguna que otra canica de piedra, decorada con bellos colores.
Aunque la escuela se hallaba instituida desde hacía años, muchos de aquellos niños y adolescentes eran instruidos por sus padres —casi básicamente en la Torá—, pasando desde los cinco años al aprendizaje del oficio de su progenitor. En la mayoría de los casos, sus vidas estaban marcadas ya por la profesión del padre. Espero poder referirme más adelante a este curioso capítulo de la enseñanza, exclusivamente dedicada a los varones…
Y al fin avisté la ancha y porticada calle principal, sede del mercado del barrio alto. Allí, el tumulto rebasaba todo lo imaginable.
Bajo las columnas y sobre el enlosado central, los gremios se afanaban en sus tareas, reclamando la atención de los posibles compradores con sus chillidos, cánticos y estentóreos anuncios. Los buhoneros ambulantes proponían tratos y trueques: túnicas púrpuras de Sidón, anillos y medias lunas de oro, alfombras o telas finas de bysus a cambio de plantas medicinales, maderas, frutas, miel o, por supuesto, denarios de plata…
Muchos de aquellos artesanos —la Biblia cita hasta veinticinco oficios— eran fácilmente reconocibles por sus emblemas o distintivos. Los carpinteros, por una viruta en la oreja. Los sastres, por una gruesa aguja de hueso pinchada en la ropa. Un trapo de color, por ejemplo, diferenciaba a los tintoreros.
Mientras cruzaba aquel «zoco», esquivando toda suerte de cachivaches de bronce y las más variopintas «exposiciones» de sandalias de cuero de vaca o piel de camello, mantos de Judea, chales y túnicas de los hábiles tejedores galileos, alfarería del Hebrón, Maresa, Cef y Socob, redomas de vidrio, marfil, refinado alabastro o piedra calcárea que encerraban ungüentos y perfumes, me llamó la atención el «corro» ocupado por los médicos. En aquellos tiempos, el concepto de médico era mucho más impreciso que en nuestros días. Eran considerados como artesanos —úmanut—, y, como anuncia una sentencia del tratado rabínico Kidduchin (LXXXII, a), tan pésimamente valorados como en el resto de los tiempos. «El mejor de los médicos» —se lamentaba uno de los rabí en el citado Kidduchin— está destinado a la «Géhena» Sus honorarios, como siempre, oscilaban de acuerdo con su categoría. Los había tan «notables» que jamás se ocupaban del pueblo, prefiriendo los regalos y buenos dineros de los poderosos. Los «médicos de las tripas», por ejemplo, eran los responsables del cuidado de los sacerdotes del Templo, aquejados casi siempre de problemas intestinales a causa de las excesivas dietas de carne. Otros, cuyos precios eran muy bajos o irrisorios, eran tomados por «inútiles»… Al percibir mi curiosidad, uno de los «galenos» se puso en pie y señalando mi descuidada barba, se ofreció a recortarla por un as. Al negarme, siguió con el resto de su «habilidades»: ¿extracción de alguna muela? ¿Circuncisión? ¿Una sangría?… ¿Un brebaje?
El hombre, empeñado en atenderme en lo que fuera menester, me invitó a inspeccionar su «botica». La verdad es que sus explicaciones ponían de manifiesto un profundo conocimiento de las virtudes curativas de las plantas.
El hebreo invocó el Libro de Salomón, haciéndome ver que estaba al tanto de la detallada lista de remedios allí consignada:
—Aceite unciones suavizantes. Miel para las heridas abiertas o como remedio para las anginas…
—¿Sufres de ántrax?, aquí tengo un prodigioso emplasto de higos… ¿O prefieres el vino mezclado con áloe púrpura?
Mudo y sonriente le dejé explicarse.
—Si tienes hijos, dales este culantrillo. Termina con las lombrices en un abrir y cerrar de ojos…
El médico señaló entonces una batería de cestillos de paja descolorida, repletos de las más diversas hierbas: romero, hisopo, centinodia, ruda, «caramillo de pastor» o bignonia…
—Son excelentes contra las enfermedades del vientre… También tengo «agua de Dekarim».
Al preguntarle sobre aquel remedio, el judío me indicó que se extraía de la raíz de ciertas palmeras. Pero, celoso de sus conocimientos, me rogó que comprendiera su parca explicación.
—¿Padeces de palpitaciones? ¡Tengo lo mejor!
Y echando mano de un picudo cántaro, me animó a que lo examinara. Un nauseabundo olor a leche cuajada me hizo torcer el gesto. El médico sonrió.
—Es una mezcla de cebada mojada y leche de camella cuajada… Puedes probarlo. Me negué en redondo.
Y el artesano médico curandero —inasequible al desaliento—, prosiguió la enumeración del género que tenía a la vista:
—¿Cataplasmas de salmuera de pescado para el reumatismo? ¿Ajo o raíz de parietaria para el dolor de muelas?
¿Sal o levadura para las encías? ¿O gustas de un pellizco de mandrágora?
Me hizo un guiño, añadiendo que aquella solanácea —tan parecida a la belladona— podía «estimular mi fuerza sexual».
—¿Tienes padre?
No me dejó contestarle… —Este extracto de hígado es lo indicado para curar la catarata… También dispongo de ventosas, colirios contra la dureza del sol…
Agotado su repertorio, concluyó mostrándome una afilada daga.
—Si no has cumplido aún los cuarenta, puedo practicarte una beneficiosa sangría cada treinta días. ¿Qué dices? Por mi aspecto saltaba a la vista que si había rebasado, y cumplidamente, aquella edad. Y por no defraudarle, solicité medio log de la apestosa leche cuajada, de dudosa eficacia como sedante. Poco después en la casa de Elías Marcos, tendría ocasión de probar sus cantadas excelencias.
Al trasvasar los 250 gramos de la pócima en una minúscula redoma de vidrio verdoso, el úmman no dejó de ensalzar «mi alta inteligencia y mejor gusto», asegurándome que había hecho una buena compra. Pero sus desmedidos elogios se convirtieron en gritos de admiración y sorpresa cuando, obligado por las circunstancias, no tuve más remedio que depositar en sus sarmentosas manos un denario de plata… En aquellos momentos carecía de moneda fraccionaria y, para mi desgracia, los aullidos de alegría del médico, alertaron a los restantes vendedores, que se precipitaron hacia mi persona como cuervos carroñeros sobre una suculenta pieza.
Salté como pude entre la cacharrería y los cestos de cidros y hortalizas, zafándome de las garras de los gesticulantes y parlanchines perfumistas, sastres, zapateros y demás tropa artesanal, huyendo calle abajo y confundiéndome entre los peatones que entraban y salían del agitado bazar.
Nadie me siguió. Una vez repuesto de la acometida, crucé la «primera muralla», bordeando el mastodóntico palacio de los Asmoneos en dirección oeste. Aquel grandioso edificio —que sería remozado y ampliado por Agripa II— marcaba para mí el inicio de la ciudad baja.
Aquella zona de Jerusalén se hallaba ligeramente mejor urbanizada que el territorio de los tirios, griegos, sirios y demás «impuros paganos». Algunas de sus callejuelas, adoquinadas con piedras blancas y calizas, guardaban un simulacro de paralelismo, casi obligado por el profundo desnivel entre los dos extremos del sector sur de la Ciudad Santa. El situado a la sombra de la muralla occidental —dominado por el palacio de Herodes y los jardines reales— se levantaba en una de las cotas máximas de Jerusalén: 760 metros. Desde allí, los racimos de casas cúbicas, encaladas y de mezquinas puertas y ventanas, se precipitaban en sucesivas e interminables terrazas hacia el lado opuesto: el muro oriental. En este lugar, como ya dije, junto a la piscina de Siloé y la puerta de la Fuente, el nivel del terreno se hallaba mucho más bajo: 660 metros, aproximadamente. Tan acusada inclinación había obligado a los constructores a una edificación escalonada, abierta cada cien o cincuenta metros por rampas —más que calles— que, naciendo en el citado palacio de Herodes el Grande, cubrían el millar de metros que separaba dicho punto del ángulo sur. Eran éstas las «arterias» mejor pavimentadas, disfrutando, incluso, de canalillos centrales que aliviaban el agua en las fuertes lluvias. Disponía igualmente de otra calle «principal» —la del mercado sur—, que discurría paralela al muro oeste del Templo y de la que partía otro entramado de vías menores, tan oscuras, estrechas y pestilentes como las que acababa de dejar atrás. El piso de dicha arteria porticada soportaba las dovelas de un arco —hoy conocido como «de Robinson»— que enlazaba el atrio de los Gentiles con la parte norte.
Apremiado por el tiempo y sin el menor deseo de repetir mi anterior y agitada experiencia, tomé como referencia las altas torres de Marianne y Phasael, en el palacio herodiano, dirigiendo mis pasos hacia poniente. Rodeé el barrio de las tintorerías y, tras unos momentos de duda, identifiqué la gran casona de Anás y el murete enrejado que cercaba el memorable patio de las negaciones de Pedro. Y a cosa de un minuto, al doblar una de las esquinas, se presentó ante mí la lujosa mansión de los Marcos.
Eliseo, con cierta premura, me recordó que faltaban dos horas y media para mi obligado regreso al módulo. Avancé despacio, paseando la mirada por la sólida fachada de piedra trabajada, acarreada por los padres de Elías Marcos desde las canteras de Beth-Kerem, en una colina próxima a Teqoa. Aquella mansión de dos plantas —de tan cálidos recuerdos— parecía muerta. Silenciosa… Me situé frente a la alta y pesada puerta de roble, contemplando y reconociendo la mezuza que adornaba su costado derecho: una fina tira de madera de sicomoro de 10 por 3 centímetros, empotrada en la jamba y en cuya superficie habían sido grabados al fuego los mandamientos de Dios. Todo judío respetuoso con la tradición ponía especial cuidado en tocar la mezuza con los dedos, llevándoselos después a los labios cuando salía o retornaba a su hogar. E inspirando profundamente empujé una de las hojas, que giró perezosa en sus goznes.
Salvé el corto vestíbulo y, al asomarme al espacioso patio a cielo abierto, distinguí al fondo algunas caras conocidas. El joven Juan Marcos, en cuclillas, observaba atentamente a uno de los sirvientes. Armado de un largo bastón, el criado batía con ímpetu un hinchado odre de piel de cabra que colgaba de un trípode de madera. Un segundo sirviente, arrodillado frente a los toscos maderos, sujetaba dos de ellos, procurando que los certeros bastonazos no los removieran del rojizo enladrillado. Era una ancestral y habitual fórmula entre los pueblos de Oriente a la hora de elaborar la mantequilla. El pellejo en cuestión se llenaba de leche agria —generalmente de cabra u oveja, ya que la de camella carece de nata— y, de acuerdo con las costumbres de cada región, golpeado o mecido, removiendo así el contenido.
—¡Paz a los de esta casa!
Al escuchar mi tímido saludo, el hijo de Elías volvió el rostro, al tiempo que el criado suspendía la faena. Los ojos negros del audaz adolescente se abrieron de par en par y, de un salto, se abalanzó hacia mí, abrazándose a mi pecho.
—¡Jasón!… ¿Has oído lo que dicen las mujeres?
Tomé su rostro entre mis manos y, agradeciendo aquel gesto de afecto, le sonreí, negando con la cabeza.
—¿Dónde has estado? Todo el mundo habla del Maestro… Su tumba está vacía. Las mujeres dicen…
Pasé mi brazo sobre sus hombros y, atropelladamente, mientras nos aproximábamos a los criados, fue informándome de algunos de los pormenores de los sucesos registrados poco antes.
—¡Paz, hermano! —replicaron los sirvientes, reanudando el batido del odre.
El muchacho, cada vez más excitado, saltaba de un tema a otro, multiplicando mi ya considerable confusión. Le rogué que se sentara y, acariciando sus demacradas mejillas, tomé la iniciativa.
—Dime, hijo… ¿Están aquí las mujeres?
—Lo están, amigo Jasón.
La aclaración llegó de labios de María, la madre, quien, con el rostro radiante de felicidad, me contemplaba desde una puerta situada a espaldas de los sirvientes, en el extremo opuesto al lugar por donde yo había ingresado en el patio. Y aunque no era costumbre entre los judíos, me apresuré a salir a su encuentro, aliviándola del pesado cántaro que descansaba sobre su cadera izquierda.
—¡Bien venido, hermano!
Y, sin más comentarios, se encaminó a uno de los ángulos del patio, atendiendo a la cocción del pan. La seguí en silencio. Ardía en deseos de interrogarla, pero, prudentemente, aguardé a que concluyera. La mujer se inclinó sobre una plancha de hierro abombado, examinando las diez o doce tortas redondas que presentaban ya una apetitosa tonalidad dorada. Aquella especie de escudo metálico descansaba sobre un hogar igualmente circular, formado por negras piedras basálticas. Junto al fuego, esparcidos por el piso, conté tres lebrillos de piedra de diferentes diámetros y profundidad, un gran caldero de bronce y otro cacillo, también de metal. Una vez molido el grano, las mujeres habían dispuesto la masa, elaborada a base de harina, agua, sal y levadura, que aparecían repartidas en los mencionados recipientes. Una vez amasada a mano, la pasta lechosa era delicadamente troceada en forma de tortas, descansando sobre el candente e improvisado horno… María tocó una de las hogazas con la punta del dedo índice izquierdo y, suspirando, se enderezó, llevando las manos a los riñones.
—Este dolor terminará conmigo…
Antes de que pudiera interesarme por su salud, se perdió por la oscura portezuela por la que la había visto aparecer. Deposité el cántaro en el pavimento de ladrillo, descubriendo que se trataba de leche caliente. Juan Marcos, de nuevo a mi lado, había comprendido mis verdaderas intenciones.
Y dispuesto a complacer «al pagano que —según él— había demostrado más coraje que muchos de los discípulos de su amado rabí», me hizo la pregunta clave: —¿Quieres hablar con ellas?
Agradecí su buena voluntad, insinuándole que quizá debiera aguardar el permiso de la señora de la casa. Y en ello estaba cuando, tan diligentemente como había desaparecido de nuestra vista, así se presentó de nuevo la esposa de Elías Marcos. Sostenía una ancha bandeja de madera y, sobre ella, dos torretas de hondos cuencos, igualmente de blanca madera de pino.
Al verme esbozó una sonrisa de complicidad. En aquellos instantes no comprendí la razón de su desbordante alegría. Luego lo supe. Ella, como David Zebedeo y muy pocos seguidores más, sí recordaban y creían la promesa del Galileo. María fue de las primeras en conocer la realidad del sepulcro vacío y no dudó en asociarla con la prometida resurrección. Flaco servicio el de los evangelistas al no dejar constancia de esta «élite» de desdibujados personajes que, a diferencia de los apóstoles, supieron estar a la altura de las circunstancias. Pero no precipitemos los acontecimientos…
Me indicó que le ayudara con la bandeja. Y, una tras otra, fue rescatando las tortas de trigo, apilándolas junto a las escudillas. Después, asentando el cántaro en su cadera, me guiñó el ojo, indicándome que le acompañase. La aguda intuición de la hebrea venía a simplificar mi cometido…
Juan Marcos, alborozado, corrió por delante, desapareciendo en la penumbra del vestíbulo. Y al atacar los peldaños que conducían a la planta superior, mi corazón se aceleró. Si mis noticias no estaban equivocadas, allí mismo, en la cámara donde tuviera lugar la última cena, se hallaba recluida la mayor parte de los íntimos de Jesús de Nazaret. La tarde-noche anterior —la del sábado—, como quedó dicho, los once apóstoles y otros discípulos habían celebrado algo así como una asamblea de urgencia, en la que analizaron su penosa situación.
Y aunque intuía cuál era el estado de ánimo general, la extraordinaria posibilidad de verificarlo por mí mismo me llenó de excitación. ¿Qué me esperaba al otro lado de aquella puerta?
Me equivoqué. La escena que se ofreció a mis ojos fue más dolorosa y deprimente de lo que había imaginado… María entró en primer lugar. Y su hijo, sosteniendo la doble hoja, me franqueó el paso.
Recuerdo que mi primera impresión fue un desabrido tufo. Un característico y acre olor a lugar cerrado y largamente ocupado por seres humanos. La luz matinal entraba muy mermada por las espigadas «troneras» de los muros de aquella memorable sala rectangular de veinte metros de longitud por seis o siete de anchura. Y las lucernas adosadas a las paredes, con sus cimbreantes y amarillentas llamitas, no eran suficientes. Sobre la mesa en forma de «U», los sirvientes habían situado otro par de lámparas de aceite, que sólo contribuían a endurecer los perfiles de los allí presentes.
Me costó trabajo situarme y empezar a distinguir las formas y siluetas de los inquilinos de la oscura y cargada cámara. La mayor parte de los divanes seguía prácticamente en los mismos lugares donde yo los había visto en la noche del jueves: estratégicamente repartidos alrededor de la «U». Sólo uno había sido desplazado y pegado materialmente al muro de la derecha (tomando siempre como referencia la puerta de entrada al salón).
Mis ojos fueron ajustándose a la penumbra y, entre las sombras, mientras la madre de Juan Marcos abandonaba la leche junto a la mesa liberándome de la bandeja, creí oír unos gemidos. Al fondo, en el ángulo izquierdo, descubrí entonces el origen de los apagados lamentos. Eran cuatro o cinco bultos.
Avancé uno o dos pasos, sintiendo el crujido del entarimado. Juan Marcos se agarró a mi brazo, empujándome hacia aquel rincón. Frente a mí, reclinados o sentados en nueve de los doce bancos, se hallaba la mayoría de los apóstoles.
El mutismo entre ellos era total. En una primera y deficiente observación no supe si los que se encontraban tumbados dormían o, simplemente, descansaban. Creo que ni me miraron. Me dejé arrastrar por el muchacho, desfilando lentamente junto a los abatidos galileos. Sí, quizá sea ésa la expresión más adecuada: abatidos, con los rostros bajos y las manos prietas y crispadas entre los pliegues de los mantos multicolores. Me detuve un instante, contando de nuevo y tratando de identificarlos. Faltaban dos. El Iscariote, por supuesto, y otro… Pero ¿Cuál? El décimo hombre, el que se hallaba reclinado en el diván apostado junto a la pared, tenía el rostro pegado al muro. Alrededor de la «U» distinguí a los hermanos Zebedeo, a Mateo Leví, a los gemelos —que, con su habitual presteza, terminaron por incorporarse, ayudando a María a llenar los cuencos con la leche caliente—, a Felipe, el «intendente» y a Bartolomé —ambos acostados y con las cabezas semicubiertas por los copones—, al jefe de todos ellos, Andrés, que no dejaba de mirar hacia el rincón del que partían los intermitentes sollozos, y a Pedro, sentado y restregando su redonda cara con ambas manos. El décimo apóstol —el que se ocultaba a la derecha de la estancia— sólo podía ser Simón, el Zelote o Tomás… Juan Marcos terminó por conducirme hasta el punto donde, en efecto, se agrupaban cinco mujeres. Una de ellas era rodeada y asistida por el resto.
Pero, de pronto, cuando me disponía a averiguar la identidad de la que gimoteaba, una conocida, potente y enronquecida voz me obligó a volverme.
—¡Visiones!… Eso es lo que habéis tenido. ¡Visiones propias de mujeres asustadizas y necias!
Pedro, en pie, gesticulando y con el cuello hinchado por aquel súbito arrebato, prosiguió en un tono de reproche.
—¡La tumba vacía…! El ayuno y el llanto te han trastornado… ¡Maldita sea! ¿Por qué no nos dejas en paz con nuestra pena?
Andrés intercedió, pidiendo calma a su fogoso hermano. Y Simón, refunfuñando, accedió a sentarse de nuevo, mientras Judas de Alfeo —uno de los gemelos— le ofrecía una escudilla y una de las tortas de trigo. Pero el pescador, de un manotazo, arrojó el cuenco contra el suelo, esparciendo la leche por el brillante piso de madera. La violenta y típica reacción de Pedro sólo contribuyó a revolver los ya agitados ánimos. Y varios de los discípulos le recriminaron su actitud, enzarzándose en un agrio intercambio de insultos e improperios.
Aquel estallido —así me lo confirmaría Andrés poco después— no era otra cosa que la lógica y humana consecuencia de la fuerte presión a que se hallaban sometidos desde la captura y crucifixión de su rabí. No eran las dudas o la desesperación las que habían nublado la inteligencia de aquellos hombres. Era algo mucho peor: el miedo al Sanedrín y a la policía del Templo y la vergüenza individual y colectiva ante la ignominiosa ejecución de su «líder».
El hecho de haber permanecido en la planta superior de la casa de los Marcos durante tantas horas, con las espadas ceñidas en sus costados y sin fuerzas para regresar a sus hogares, en la Galilea, era la mejor y más palpable demostración del terror que les dominaba. Por supuesto, esta tensa situación les había hecho olvidar, incluso, las promesas de Jesús sobre su vuelta a la vida. Por ello, cuando las hebreas acudieron presurosas al cenáculo, todos —sin excepción— las tomaron por locas, necias y visionarias.
Y en mitad de los gritos y maldiciones, mientras María, silenciosa y pacientemente, procuraba enjugar la leche derramada y Juan Marcos, asustado, se apretaba a mi brazo, unos golpes secos retumbaron en la estancia.
El discípulo que yacía en el diván, al pie del muro, había empezado a golpearse la frente contra la piedra. Juan, el Zebedeo, saltó de su banco y se precipitó hacia su compañero sujetándole por los hombros. Pero el fornido apóstol, presa de un ataque de histeria y desesperación, continuó lanzando su cráneo contra la pared. Impotente, el enjuto y joven discípulo se revolvió hacia el grupo solicitando ayuda. Y al momento, Andrés y los gemelos acudieron a su lado, inmovilizando a Simón, el Zelote. Efectivamente, se trataba del impulsivo simpatizante del grupo revolucionario. Tal y como le había prevenido el Maestro en la «última cena», aquella tragedia le había sumido en una desolación que no tenía igual entre sus hermanos. Todos sus ideales, sus sueños y sus ansias de libertad habían caído con la noticia de la muerte de Jesús.
En un impulso me deshice del cayado y, aproximándome al convulsivo galileo, me esforcé por examinarle. Simón, con los ojos cerrados, batallaba por desembarazarse del abrazo de sus amigos. Cabeceaba una y otra vez, buscando la superficie del muro, emitiendo una serie entrecortada de agudos y angustiados chillidos. Como pude, me hice con su muñeca, intentando valorar el pulso. Era muy acelerado. Eché mano de la redoma con la cebada y la leche cuajada y, a una señal mía, Andrés y el joven Zebedeo pujaron por abrirle la boca. Sin dudarlo un segundo, vertí parte de la pócima entre la negra e hirsuta barba. Al sentir el repugnante mejunje, sus ojos se abrieron espantados. Estaban enrojecidos por largas horas de llanto. Y poco a poco, entre suspiros y esporádicos estremecimientos, fue calmándose.
No sé si fue el brebaje o las palabras de consuelo de sus hermanos, pero Simón el Zelote cayó en un dulce sopor. Y entornando los ojos nuevamente volvió a reclinarse en el diván, ajeno por completo a cuanto acontecía a su alrededor. Los gemelos permanecieron a su lado mientras Juan y Andrés, con la mirada entristecida, retornaban a la mesa. El patético espectáculo de Simón, arremetiendo contra la piedra, había fulminado la discusión. Y aquellos hundidos seguidores del Nazareno se entregaron, impotentes, a oscuras meditaciones. Pero el silencio duraría poco. Tras recuperar la «vara», di media vuelta, dispuesto a proseguir mis averiguaciones cerca del grupo de mujeres. No fue preciso. Una de ellas —la que había estado sollozando— acababa de destacarse de entre sus compañeras, plantándose a medio metro del asiento de Pedro. Era María, la de Magdala, una de las hebreas más significadas, temeraria y juiciosa a un tiempo de cuantas seguían al rabí. Al verla quedé paralizado. Ahora empezaba a comprender el porqué de sus quejidos…
Y aquella brava mujer, de mentón hipoplásico[123], cara estrecha y triangular y ojos perdidos en profundas cuencas sombreadas por anchas ojeras, se encaró valiente con el hombre que la había amonestado. La furia inflamó las arterias de su largo y grácil cuello y una temible chispa destelló en su mirada de azabache. Pedro apenas si tuvo tiempo de alzar sus apagados ojos claros. Como un terremoto, la de Magdala, colocando sus largas y huesudas manos sobre su escaso pecho, le juró por el divino nombre de Dios vivo que no mentía, que no sufría de alucinación alguna y que —«tozudo galileo»—, si lo deseaba, fuera con ella misma a comprobarlo… Simón Pedro palideció ante la justificada cólera de la Magdalena. En su vehemencia, el manto que cubría su cabeza terminó por resbalar hasta el suelo, dejando al descubierto unos cabellos suaves, negros y desordenados. Y los finos cordoncillos dorados que colgaban de los orificios practicados en los lóbulos de las orejas oscilaron rítmicamente, al tiempo que en la silenciosa sala se escuchaba el entrechocar de su collar de conchas.
Una de las mujeres, discretamente, recogió el manto y, ofreciéndoselo a la enfurecida María, trató de disuadirla. Pero ésta —no en vano había sido cortesana en la industriosa y disoluta villa de Magdala[124]— sabía enfrentarse a los hombres y con la fuerza que proporcionan la seguridad y el conocimiento de la verdad, rechazó a su compañera, añadiendo:
—Y no sólo doy fe, como éstas, de que la tumba se hallaba vacía… ¡También os juro que le he visto y hablado con Él!
Pedro, harto de tanta palabrería, fue a rascarse la calva. Y encogiéndose de hombros le dio la espalda.
Juan Marcos vino a salvar la embarazosa situación. Antes de que la Magdalena arremetiera nuevamente contra el incrédulo apóstol, el niño se interpuso entre ambos contendientes, suplicando a la mujer que me relatara lo que decía haber visto y oído. El espontáneo arranque del benjamín de la casa pareció templar los nervios de la hebrea. Y ante la expectación general fui a acomodarme en uno de los divanes vacíos, ratificando la súplica de Juan Marcos. La de Magdala me observó con desconfianza. Al parecer, era el único hombre entre los allí reunidos que mostraba interés por sus palabras. María, la señora de la mansión, contribuyó a distender la desagradable atmósfera, colmando las restantes escudillas y ofreciendo —solícita y conciliadora— las ya frías hogazas de trigo. Todos aceptaron gustosos, incluido Pedro, quien, con la misma espontaneidad, pidió perdón a la esposa de Marcos.
Y la de Magdala, con aire cansino, sin conceder demasiado crédito a mi buena fe, recogió los pliegues de su túnica verde hierba, sentándose a horcajadas en el diván de honor. Al descubrir parte de sus piernas, un finísimo destello hizo que me fijara en uno de sus tobillos. A la trémula luz de las lucernas, vi brillar un aljófar —una pequeña perla—, engarzada en una cadenilla que rodeaba dicho tobillo.
Le sonreí, animándola a que diera comienzo. Y tras cubrirse con el manto, suspiró con gran sentimiento. Clavó sus ojos en mí, y al fin, una sonrisa de gratitud dejó al descubierto una joven e impecable dentadura. Estaba a punto de conocer lo que —según aquellas mujeres— constituía el primero de una larga cadena de misteriosos e inquietantes sucesos…
—Estas que ves aquí —señaló la de Magdala a las cuatro mujeres que habían ido a sentarse a sus pies—, y otras diez o quince creyentes en el reino de nuestro Maestro, pasamos la fiesta del shabbat recluidas en la casa de José, el de Arimatea. Nuestra tristeza era tan grande y tan profunda nuestra desolación que muchas creímos morir.
«Y antes de que apuntara el primer día de la semana, de acuerdo con lo prometido a José y Nicodemo, cargamos con los aceites y aromas…»
—Entonces —le interrumpí tratando de atar cabos—, ¿érais cinco?
—Si.
Y María fue señalando e identificando a cada una de ellas.
—Juana, esposa de Chuza… María, la madre de los gemelos Alfeo… Salomé, de Juan y Santiago de Zebedeo y Susana, la más joven, hija de Ezra, el de Alejandría[125].
Sólo el curtido rostro de Salomé me era familiar. La verdad es que eran tan numerosas las mujeres que habían seguido habitualmente a Jesús y al grupo apostólico que resultaba problemático retener sus nombres o fisonomías. Pero algún día tendré que hablar también de estas esforzadas, imprescindibles y olvidadas discípulas del rabí de Galilea… Si, quizá más adelante, suponiendo que Dios me siga iluminando y sosteniendo.
—Caminamos presurosas. No tardaría en amanecer y deseábamos concluir lo antes posible el doloroso trance del lavado y de la preparación del cuerpo de nuestro Señor. Llegamos a la tumba y, al ver la losa…
María Magdalena iba demasiado veloz en su narración. Yo necesitaba más detalles. Por ejemplo, ¿qué sabían de las patrullas de vigilancia apostadas en el sepulcro? ¿Cómo pensaban ingeniárselas para que les permitieran el acceso a la cripta?
—… ¡Estaba removida! ¿Comprendes, Jasón?
De nuevo me enfrentaba a una delicada situación. Debía moverme con un tacto exquisito. Extremo. Por nada del mundo podía sugerir, anticipar o revelar lo que ya sabía. Ello hubiera ido contra el rígido código moral de la operación. Así que, sopesando mis pensamientos y palabras, fui conduciendo a la vehemente Magdalena hacia donde me interesaba.
Por el camino —prosiguió la mujer—, mis hermanas y yo habíamos mostrado cierta inquietud por el asunto de la roca. Tú la has visto y sabes que hacen falta cuatro o cinco hombres para moverla. Pero, como te decía, al asomarnos a los escalones, la vimos desplazada.
Levanté mis manos, indicándole que deseaba intervenir. La de Magdala, intrigada, me dejó hacer.
—Pero ¿y la guardia?
Mi pregunta despertó interés entre algunos de los apagados discípulos.
—¡Ah, sí! ¡Esos bastardos…!
—¿Estaban allí? —presioné.
Con la mente confusa por tantas y tan excitantes emociones, la hebrea —como sospechaba— había olvidado algo. Fue Salomé quien se encargó de recordarlo:
—Cuando llegamos a la puerta de los Peces nos cruzamos con una patrulla de Antonia. Eran unos diez legionarios. Y parecían tener mucha prisa. Gritaban entre ellos y no cesaban de mirar hacia atrás. Como si alguien les persiguiera…
«Extrañadas, intentamos averiguar lo que sucedía. Esa zona, tú lo sabes, está desierta a esas horas y temimos que hubiera algún peligro…»
—¿Como cuál?
—No sé… quizá bandidos o animales salvajes. Pero los soldados, desencajados y sudorosos, nos ignoraron y siguieron su precipitada marcha hacia la fortaleza.
Era extraño. Aquellos infantes romanos estaban más que acostumbrados a bregar con los salteadores de caminos y con las bestias. Las mujeres deberían de haber tenido en cuenta esta indiscutible circunstancia. Si parecían huir, la causa tenía que ser de otra naturaleza. Yo la conocía pero, durante algunos minutos, me intrigó por qué las cinco israelíes no se habían planteado el dilema.
—Un momento —intervine nuevamente—, entonces, ¿nadie os advirtió de la custodia designada por Poncio?
—No, en esos instantes ignorábamos que el sepulcro estuviera guardado por una patrulla.
La de Magdala, intuyendo que algo anormal en mis gestiones, me miró directamente a los ojos.
—Y tú, ¿cómo sabías lo de los guardias?
Juan Zebedeo, que no perdía detalle, me ahorró la explicación:
—Él estaba conmigo cuando, en la mañana del sábado, José nos dio la noticia de la sucia maniobra del Sanedrín.
La mujer quedó satisfecha y, retomando el hilo del relato, continuó en los siguientes términos:
—Salomé lleva razón. La huidiza actitud de los legionarios nos intranquilizó. Pero no la asociamos con la sepultura del Maestro. Como te hemos indicado, ni siquiera estábamos al corriente de que hubiera vigilantes. Mis sospechas, por tanto, tenían fundamento. José de Arimatea —ignoro las razones— no les había informado sobre las patrullas. Las mujeres, en consecuencia, partieron de la casa del anciano absolutamente ignorantes del cerco policial que rodeaba la tumba. Quizá fue lo mejor. De haber estado al tanto, lo más probable es que los hechos se hubieran desarrollado de otra forma. Quizá habrían cuestionado el acceso al sepulcro e, incluso, podrían haber desistido de sus propósitos. En verdad, los caminos de la Providencia son misteriosos…
La Magdalena, como siempre, fue rotunda. A juzgar por sus palabras, ni ella ni sus amigas contemplaron siquiera la posibilidad de que el rabí hubiera resucitado. No me cansaré de insistir en este punto. Salvo David Zebedeo, el resto de los discípulos y simpatizantes del Cristo no creyeron, en absoluto, en las promesas del Galileo. De haber sido así, aquellas mujeres no se hubieran molestado en preparar los ungüentos y demás enseres destinados al embalsamamiento.
Así que, muertas de miedo —añadió—, cruzamos los huertos, adentrándonos finalmente en la propiedad de José.
—¿Había amanecido?
La de Magdala, cada vez más confusa con mis aparentemente superficiales preguntas, miró a sus compañeras, tratando de recordar.
—No…
Sus amigas asintieron… —Pero no faltaba mucho. Creo que estábamos al final de la última vigilia de la noche.
Por algunos de los detalles que fui obteniendo a lo largo de aquella instructiva charla, y por las informaciones que pude recoger al día siguiente, en mi entrevista con los legionarios de Antonia, casi estoy en condiciones de afirmar que el encuentro de las mujeres con los soldados romanos (los levitas habían huido mucho antes) pudo producirse alrededor de las 05 o 05.15 de esa madrugada. Es decir, faltando 45 o 30 minutos para el orto solar. Juan, el Evangelista, en consecuencia, era el que más se aproximaba a la verdad:
«Cuando todavía estaba oscuro» (Juan, 20,1).
—Durante un tiempo, desconcertadas ante la visión de la tumba abierta, no acertamos a movernos del filo de las escaleras. No sabíamos qué hacer. Y el miedo fue apoderándose de todas. Algunas insinuaron que debíamos regresar y dar cuenta a los hombres. Pero yo sentí una irresistible curiosidad. Y les animé a bajar los escalones. Dejamos los bultos en el suelo y, sacando fuerzas de flaqueza, me acerqué a la boca de la gruta. Todo estaba oscuro y, al no disponer de teas, mi primera observación del interior fue nula.
Sonreí para mis adentros. La narración de la Magdalena empezaba a resultarme «familiar»… Y comprendí su terror.
—Mis hermanas, inmóviles al pie de los peldaños, me suplicaron que lo dejara y que volviera con ellas. Sin embargo, aunque todo mi cuerpo temblaba, tomé la firme decisión de entrar y averiguar qué estaba sucediendo. Y así lo hice.
Sin pensarlo, desaparecí en el oscuro agujero. Y, tanteando, di al fin con el banco de piedra sobre el que debía reposar el cadáver del Señor.
Al notar que se hallaba vacío, casi caigo desmayada. Grité horrorizada. Y, medio enloquecida por el susto, con las manos extendidas, luché por encontrar la salida. Pero el pánico confundió mis sentidos y fui a chocar con una de las paredes de la sepultura. Fueron momentos angustiosos…
Estremecida por los recuerdos hizo una pausa.
—Cuando, al fin, palpé las aristas de la boca y salí al exterior, éstas habían desaparecido.
Dirigí entonces la mirada hacia las cuatro atentas mujeres. Y una de ellas, Susana, confirmó lo dicho:
—Al oír el alarido de María, la tensión y el pavor estallaron y nos precipitamos escaleras arriba. No sabíamos qué ocurría, pero corrimos. Corrimos como locas, tropezando aquí y allá, hasta llegar a las mismísimas murallas. Una vez junto a la ciudad, mientras intentábamos recuperar el aliento, Juana, más serena que nosotras, nos hizo ver que habíamos abandonado a María.
Discutimos, pero, por último, cogidas de la mano y tiritando de miedo, deshicimos el camino, entrando de nuevo en el huerto… La de Magdala disculpó a sus amigas con una sonrisa. Y añadió:
—Cuando las vi aparecer me lancé a su encuentro, gritándoles: Ya no está ¡Se lo han llevado!
Estas primeras expresiones de la Magdalena, desde mi punto de vista, eran especialmente importantes. Venían a reflejar sus auténticas creencias y pensamientos en tan críticos momentos. No gritó «ha resucitado». Sencillamente, su lógica materializó lo que resultaba evidente: «que se lo habían llevado». Pero, deseoso de escucharlo de sus propios labios, cargué las tintas en dicho grito.
—¿Se lo han llevado? ¿Eso fue lo primero que pensastes?
Humildemente, sin el menor deseo de arrogarse una falsa fe en la promesa de Jesús, replicó con un rotundo «sí».
Guardé silencio, emocionado por su sinceridad.
—Entonces, casi a rastras, las conduje hasta la boca del sepulcro, obligándoles a que entraran y certificaran lo que les decía.
—Así lo hicimos —confirmaron todas.
—¿Y cuál fue vuestro primer pensamiento?
—El de María: que alguien había robado o trasladado el cuerpo a otro lugar.
Poco me faltó para insinuarles si habían visto «algo» más. Por ejemplo, los «ángeles de vestiduras luminosas» que citan los evangelistas o si, incluso, escucharon o sintieron el «terremoto» de que habla Mateo. Pero opté por esperar y tantear el asunto algo más adelante —cuando ellas hubieran concluido su versión— y con la suficiente delicadeza como para no levantar suspicacia. De todas formas, ya era muy sintomático que ninguna de las mujeres hubiera hecho referencia alguna a un acontecimiento tan fuera de lo común como la posible aparición de un «ángel del Señor». De haberse producido tal suceso, ninguna lo habría ignorado…
—¿Y qué hicisteis después?
—Estábamos tan confusas que, durante un buen rato, nadie dijo nada. Fuimos a sentarnos en la segunda piedra, la que se hallaba tirada en el centro del callejón, y empezamos a discutir entre nosotras. Ni José ni Nicodemo nos habían insinuado que el cuerpo debiera ser trasladado. Llegamos a enfadarnos, incluso, molestas por lo que estimábamos una falta de delicadeza. Pero, casi al momento, rechazamos esta posibilidad. El hurto tenía que ser obra de otras personas. Seguramente, comentamos, los responsables han sido Caifás y sus ratas… además, había otro detalle inexplicable. Cuando empezó a clarear, con algo más de luz y serenidad, entramos de nuevo en la tumba, confirmando el extraño orden de los lienzos.
Aquello me interesaba sobremanera. Y simulando no haber entendido, les rogué que repitieran sus explicaciones. Efectivamente, las mujeres —más perspicaces que los hombres para estas cuestiones— también habían reparado en la singular disposición de la sábana y del pañolón.
—Era muy raro —insistieron—. Si alguien roba un cadáver, ¿por qué va a entretenerse en dejar la sábana tan bien dispuesta?
En aquellos momentos de confusión, a pesar de la evidencia de la mortaja, la Magdalena y sus compañeras siguieron empeñadas en que todo aquello era obra humana. Tuvo que suceder «algo» muy especial para que empezaran a entender…
—El primer toque de las trompetas del Templo —avanzó la de Magdala— nos sacó de tan enmarañada discusión. Y nos disponíamos regresar para comunicar estos sucesos cuando, de improviso, al subir las escaleras del panteón, vimos a un hombre bajo los árboles.
—¿Y cómo supisteis que era un hombre?
La súbita pregunta de Simón Pedro llevaba una irritante carga de ironía. Y la mayoría de los discípulos rió la ocurrencia.
El rostro de la Magdalena volvió a endurecerse. En ese momento reparé en el jarrón de barro situado sobre la mesa. Allí continuaban los manojos de espliego y los lirios blancos y morados que yo había arrancado en los alrededores de Getsemaní y que habían adornado la «U» durante la última cena. Conservaban aún buena parte de su fragancia y lozanía. Y en un desesperado intento por aliviar la tensión y demostrar mi fe en las palabras de la hebrea, alargué el brazo, tomando una de las delicadas flores. Me incorporé, abrí las palmas de sus manos y, con una dulce sonrisa, le supliqué que la aceptara. María, consternada, pasó del dolor y la rabia a la gratitud. Regresé a mi diván y, ante el estupor de los mordaces discípulos y la mirada de aprobación de Juan Marcos, le hice ver que ardía en deseos de conocer el resto.
Haciendo un esfuerzo —y respondiendo directamente a Pedro—, la Magdalena continuó:
—Su túnica y manto eran los de un hombre. Algo diferentes, si, pero los de un hombre…
—¿Por qué? —pregunté intrigado.
—No sabría explicártelo.
Paseó la mirada entre sus compañeras, como buscando apoyo.
—Eran de lino y lana. De eso casi estamos seguras. Pero sus colores… Las ropas parecían nevadas. Pedro soltó otra inoportuna y sonora carcajada. Pero, esta vez, María hizo como si no la hubiera oído.
—¿Brillantes, quieres decir? —le animé.
La cabeza de la Magdalena osciló a derecha e izquierda, en señal de duda.
—No exactamente. Su brillo era mate. En un primer momento tuve la impresión de que sus vestidos se hallaban cubiertos de miles de pequeñísimos copos de nieve. Pero sé que eso es imposible…
—Está bien. Continúa, por favor.
—Nos quedamos quietas. En silencio. Observándole. Estaba a cierta distancia…
—¿A cuánto?
—No sé… bajo los frutales.
Eso quería decir a unos cuatro o cinco metros del filo de los escalones.
—Parecía absorto en algo que había en el suelo. Creo recordar que eran unos mantos amarillos y unos bastones claveteados.
—¿Unos bastones? —pregunté simulando extrañeza.
Pero las mujeres se encogieron de hombros. Evidentemente no conocían el porqué de la presencia de aquellos objetos en las proximidades del sepulcro. Y guardé un prudencial silencio.
—Una de mis compañeras nos susurró algo sobre el jardinero de José. Pero no estábamos seguras. Era tan alto y fuerte como el hortelano, eso sí, pero vestía de forma muy diferente. Además, su rostro…
Al pronunciar aquella palabra, el silencio en la cámara se hizo más denso.
Aunque algunos trataban de disimularlo, la verdad es que la casi totalidad de los apóstoles seguía el relato con especial curiosidad.
—… Su rostro, no te rías, Jasón, era como el cristal.
Por supuesto que no moví un solo músculo. Y la mujer agradeció mi prudente actitud.
—¡Es tan difícil de explicar!…
—¿Quieres decir que su cara era luminosa?
—No, ninguna recuerda que aquel hombre emitiera luz. Era otra cosa. Aunque siempre nos mantuvimos a una cierta distancia, pudimos apreciar sus rasgos y sus cabellos. No eran como los de un ser humano. ¡Parecían transparentes!
Un inevitable cuchicheo de desaprobación se difundió por la sala.
—¡Os digo lo que éstas y yo hemos visto!… ¡Qué Dios me fulmine si miento!
«¿Transparentes?» Aquello sí era nuevo para mí. Y debo ser sincero. Al oírlo, dudé. Estaba alboreando. La luz era todavía difusa. La visión de las cosas, muy parcial y limitada. Las mujeres se hallaban sometidas a un intenso shock… La imaginación y los deseos de volver a ver a su Maestro bien pudieron jugarles una mala pasada. Era preciso que yo pudiera presenciar alguna de aquellas supuestas apariciones. Así que, luchando por no traslucir mis serias dudas, obvié el asunto de las descripciones, preguntándole sin rodeos:
—¿Y qué ocurrió? —Mis hermanas no se atrevieron a dar un solo paso. Pero yo, pensando que aquel hombre sabía algo sobre la desaparición del cadáver, me fui hacia él. Y cuando estaba a dos o tres metros llamé su atención, preguntándole: «¿Dónde has llevado al Maestro? ¿Dónde reposa? Di, para que vayamos a recogerlo.» “El extranjero no contestó. Ni siquiera me miró. Siguió allí, con los largos brazos desmayados a lo largo de la túnica y la cabeza baja, mirando hacia el suelo.
—¿Extranjero? —intervine—. ¿Por qué le has llamado «extranjero»?
—Porque no le conocía. Además, sus ropas…
Aunque ahora, en nuestra época, el gesto de María nos parezca normal, saliendo al paso de un hombre e interrogándole, en aquel tiempo no era así.
Todo lo contrario. La sociedad malmiraba a la mujer que tenía la osadía de dirigir la palabra a los hombres o de detenerse en la calle a conversar con un extraño.
El caso es que la de Magdala, al límite de su resistencia y al no obtener respuesta por parte del misterioso personaje, rompió a llorar, derrumbándose sobre el suelo arcilloso de la finca.
—En mitad de mi desesperación —añadió María con renovados bríos—, aquel «extranjero», al fin, levantó su rostro y nos habló.
—¿Recuerdas sus palabras… exactamente?
—Una por una. Parece que le estoy viendo y oyendo…
María llevó el lirio a sus labios. Y las aletas de su nariz temblaron levemente.
—«¿Qué buscáis?…»
—Quedé desconcertada. Aquella voz… Me sequé las lágrimas como pude y, mirándole, acerté a responder: «Buscamos a Jesús… enterrado en la tumba de José… Pero ya no está. ¿Sabes tú dónde le han llevado?»
La impaciencia me consumía. Y sin dejar que terminara, abordé su comentario sobre la voz del «extranjero», pidiéndole más detalles.
La de Magdala, con los ojos humedecidos, movió la cabeza afirmativamente.
Creo que le faltaban las palabras. Finalmente, en un tono más cálido, casi confidencial, remontó su emoción:
—Era Él… Entonces lo supe. Su voz…, su voz…
Ocultó el rostro entre las manos y, por un instante, creí que estaba a punto de echarse a llorar. Todos los allí reunidos, conmovidos, no se atrevieron a respirar.
—Su voz. Sí, yo la conozco. ¡Era Él!
—Pero ¿que respondió?
—«Este Jesús, ¿no os ha dicho, hasta en la misma Galilea, que moriría, pero que resucitaría?»
—¿Estás segura que ésas fueron las palabras del «extranjero»? María, apretando los dientes, ahogada en sus sentimientos, sólo pudo contestar con varios y consecutivos movimientos de cabeza. Al final, sus lágrimas corrieron por las blancas mejillas. Varias de las mujeres se apresuraron a consolarla, mientras el silencio se hacía violento, pastoso.
—Todas nos conmovimos —prosiguió Salomé—. Todas comprendimos… Pero no supimos reaccionar. Al poco, volvió a hablar. Su voz, dulce y afectuosa, pronunció un nombre: ¡María!”
Esperé a que la de Magdala recuperara la calma. Secó su llanto y, al comprobar que mis ojos seguían fijos en ella, se disculpó, pidiéndome que no tuviera en cuenta su flaqueza. Algo debió de notar en mi mirada porque, maldibujando una sonrisa, exclamó:
—¡Gracias, Jasón!… Tú eres distinto a todos éstos.
El brillo de mis ojos fue la mejor respuesta. Y la valiente hebrea continuó así:
—Entonces, al escuchar mi nombre, ya no dudé. ¡Era el Maestro! ¡Pero, estaba tan cambiado!…
«Y presa de una mezcla de alegría, sorpresa y miedo, enterré mi rostro en el polvo de la finca, murmurando: “¡Mi Señor!… ¡Mi Maestro!»
“Mis hermanas me imitaron y cayeron igualmente de rodillas, atónitas. Sé que puede parecerte una niñería, pero, ardiendo en deseos de abrazarle, de besarle, de estrujarle entre mis brazos, fui acercándome a Él. Y cuando me disponía a hacerlo, retrocedió, diciendo:
«¡No me toques, María! No soy el que tú has conocido en la carne…»
La interrumpí de nuevo. Y mi pregunta —lo sé— debió parecerle absurda. Pero tenía que hacérsela.
—¿Llegaste a verle los pies?
María, desconcertada, sin terminar de captar mis intenciones, frunció el ceño.
—No sé… Creo que sí.
—¿Cómo eran? —intervine sin darle tiempo a recapacitar.
—Bueno… ahora mismo no recuerdo. Espera, si… ¡eran como el vidrio! Sí, ¡Dios mío!, ¡podía ver la tierra a través de ellos!
No hice más comentarios. El detalle de la «transparencia» me tenía trastornado. Por un lado dudaba, pero, por otro, la seguridad de la testigo parecía tan sólida…
—Por supuesto, no me atreví a desobedecerle. Y me quedé allí, de rodillas, ensimismada…
—¡Visiones! Eso es todo…
Pedro volvió a las andadas, removiéndose inquieto en su diván y mascullando su teoría.
—¿Por qué crees que te dijo que no era el que tú habías conocido en la carne?
En esta ocasión, María replicó con una lógica aplastante:
—Porque, aunque tenía forma humana, no parecía de carne y hueso.
—¿Dijo algo más?
—Sí. Después de ordenarme que no le tocara, añadió:
«… Bajo esta forma permaneceré entre vosotros antes de ir cerca del Padre.»
«¿Bajo esta forma?» ¿A qué podía referirse la mujer? ¿Qué clase de «cuerpo» era el que aseguraban haber visto? ¿Qué nuevo misterio tenía ante mí?
La de Magdala se levantó y, con los ojos fijos en el tozudo Pedro, gritó:
—¡Y dijo algo más!
Rodeó los divanes y, aproximándose al pescador, estalló:
—«¡Ahora íd todas y decid a mis apóstoles, y a Pedro!, que he resucitado y que me habéis hablado.»
La reacción del tosco galileo nos desconcertó a todos. Al oír su nombre se alzó y, lívido, sin desviar los ojos de la Magdalena, tartamudeó:
—¿Di…jo mí nom…bre?
—Todas lo escuchamos —respondieron las mujeres al unísono.
—¿Estáis… se…guras?
—«Ahora id todas y decid a mis apóstoles, y a Pedro, que he resucitado y que me habéis hablado.» María repitió las palabras de Jesús, poniendo especial énfasis en la alusión al incrédulo galileo.
Lo comprendí al momento. Aquellos hombres, con sus burlas y reproches, ni siquiera les habían dejado explicarse y narrar lo sucedido en su integridad. Y algo que yacía dormido en el corazón de Pedro despertó, obligándole a reaccionar. Se echó el manto por los hombros y, en otro de sus característicos arranques, salió de la estancia a la carrera.
Un segundo después, como movido por otro resorte, Juan Zebedeo le imitaba. Saltó del banco y corrió tras él. Ninguno de los restantes discípulos movió un solo dedo. La incredulidad continuaba pintada en sus rostros. No lo pensé dos veces. Tomé el cayado y, sin cruzar palabra alguna con los presentes, salvé la distancia que me separaba de la puerta, desapareciendo. En mi mente se acumulaban aún muchas preguntas. El relato de la Magdalena no había hecho sino estimular mi curiosidad. Pero debía cumplir lo planeado por Caballo de Troya. Era imprescindible que estuviera cerca de Pedro y de Juan en el momento en que descubrieran la demoledora realidad de la tumba vacía. ¿Cómo reaccionarían? ¿Ocurrirían los hechos como cuentan algunos de los escritores sagrados?
En este aspecto, por lo que llevaba visto y oído, ni siquiera el fiable Juan había respetado el orden cronológico de aquellos primeros sucesos. Es más: esa parte de su evangelio aparece trastocada. En el capítulo 20, como es fácil de comprobar, la famosa carrera hacia el sepulcro es intercalada antes de la aparición del rabí a María Magdalena. Leyendo al evangelista en cuestión, uno tiene la impresión que la de Magdala acudió a la tumba en solitario, sin las mujeres. Y que, nada más descubrir el sepulcro vacío, corrió a la ciudad, lo anunció a los discípulos y Pedro y Juan se precipitaron hacia la finca de José. Incomprensible.
Como ya he referido más de una vez, y como seguiré demostrando, la pulcritud de los evangelistas como historiadores y notarios de los hechos y dichos de Jesús de Nazaret deja mucho que desear…
Al salir de la casa establecí una fugaz conexión con el módulo, anunciando a Eliseo que me disponía a cubrir otro de los objetivos del plan. Eran las 08 horas y 45 minutos.
El bullicio había ido en aumento en las calles de la ciudad y, siguiendo la inteligente recomendación de mi hermano, decidí evitar las aglomeraciones. Había perdido de vista a los discípulos, pero imaginaba cuál podía ser su derrotero. Con toda probabilidad, recorrerían —a la inversa— el mismo camino que yo había seguido para llegar a la mansión de Elías Marcos. Si actuaba con diligencia, quizá llegase a la finca al mismo tiempo que ellos…
Ascendí rápidamente por la rampa que desembocaba en la fachada sur del palacio herodiano, abandonando el recinto amurallado por la puerta de los Jardines o del Ángulo. Y desde allí, corriendo siempre en paralelo a los sectores oeste y norte de la muralla, no tardé en avistar la doble joroba rocosa del Gólgota. Mi Espíritu se estremeció al reconocer las stipes verticales, negras y desnudas, recortándose sobre el fondo azul del cielo. Procuré no mirar y seguí mi frenética carrera, entre las atónitas miradas de los peregrinos que habían montado sus tiendas al socaire de los muros y que, sentados sobre sus esteras, se afanaban en la molienda del grano, peinaban sus barbas y cabelleras con anchos peines de madera o removían los grandes calderos comunitarios. Dejé atrás el concurrido camino que partía de la puerta de Efraim en dirección a Jaifa, no sin antes escuchar las maldiciones de un indignado aguador con el que había topado y cuyo odre, inevitablemente, rodó por tierra. No estoy muy seguro, pero creo que mi descenso desde el cerro del Gareb hacia el valle del Tiropeón se vio acompañado de alguna que otra piedra, furiosamente arrojadas por el atropellado y por los arreadores de ovejas cuyos rebaños quedaron medio descontrolados a mi paso.
Jadeante, crucé la senda de Cesarea, corriendo pendiente abajo, al encuentro de la ruta que conducía al norte. Al pisar el camino de Samaria me detuve unos segundos. Necesitaba oxígeno. Me asomé a la vertiente oriental de la calzada, tratando de reconocer la propiedad de José. Un destello me hizo volver el rostro hacia la izquierda. Y con no poca inquietud distinguí al fondo del polvoriento camino una turmae romana: una pequeña unidad de la caballería. En total, unos treinta jinetes, con sus relucientes corazas de hierro trenzado y sus característicos pantalones rojos y ajustados. Seguramente regresaban a la fortaleza Antonia. Y aunque sus caballos tordos cabalgaban al paso y se hallaban aún a cosa de doscientos metros, evité un nuevo encuentro con las largas y afiladas jabalinas de los soldados. Salté sobre el pronunciado talud, ocultándome entre los corros de acebuches y el monte bajo. Esta vez la fortuna estuvo de mi lado.
Al poco, cuando sentí alejarse a la patrulla, reanudé la marcha, dejando entre los cardos y ortigas el ya diezmado manto. No tardé en divisar la cerca de madera encalada. Salté y, procurando hacer el menor ruido posible, tras consultar la posición del sol, me encaminé hacia el sureste. Aquella zona occidental de la plantación se hallaba cubierta de hortalizas. Fui esquivando como pude las hileras de «escalonias» —la cotizada variedad de cebolla egipcia—, así como los «ajos de caballo» o puerros, las hermosas y cuidadas escarolas, berenjenas y pimientos y, de inmediato, a mi derecha, entre las primeras filas de frutales, reconocí las inmaculadas paredes de la casa del hortelano. El silencio seguía reinando en la finca.
Frente a mí se abrían las altas vides —las «datileras de Beirut»—, que el anciano propietario había importado de la costa fenicia y que mimaba con gran esmero. Al otro lado del viñedo se levantaba el palomar, de angustioso recuerdo para mí.
¿Qué hacía? ¿Me ocultaba de nuevo en el gran cajón? Rechacé la idea. Lo primero que debía averiguar era si los discípulos habían llegado. Elegí la mancha de frutales y, sigilosamente, como en ocasiones precedentes, fui avanzando entre ellos. Era muy extraño que los perros no dieran señales de vida. Pero lo atribuí a la prolongada presencia de los policías y legionarios.
Rodeé la casita por su parte posterior y, dejando el brocal del pozo a mi derecha, terminé por agazaparme entre los menudos troncos de los árboles que empezaban a sombrear el suave promontorio rocoso. Todo frente a las escalinatas que llevaban al panteón continuaba inalterable: los mantos, mazas y la marmita seguían allí, olvidados. No había señal alguna de Pedro o de Juan. Y, acertadamente, supuse que su tránsito por las congestionadas callejuelas de Jerusalén no había resultado tan rápido como el mío.
Aquellos minutos me ayudaron a recobrar el resuello. Confirmé a Eliseo mi posición y éste, prudentemente, me recordó que eran las 09 horas y que tenía 90 minutos para retornar a la «cuna». No lo había olvidado. Pero antes debía ingeniármelas para sustraer temporalmente una de las piezas vitales en todo aquel enredo y, por supuesto, en nuestra nueva «exploración»… No tuve que esperar mucho. A los pocos segundos de cerrar la conexión auditiva, Juan se presentó en la bifurcación del sendero que nacía en la cancela de entrada a la finca. Venía sudoroso, muy agitado, respirando escandalosamente por la boca y con sus negros y grandes ojos desorbitados. En su rostro había una mezcla de miedo y esperanza.
Antes de elegir el ramal que conducía al sepulcro dedicó unos instantes a inspeccionar los alrededores. El joven discípulo sabía lo de la guardia y, aunque la de Magdala había repetido que el lugar estaba desierto, optó por cerciorarse. Convencido de que la zona se hallaba en calma, dio unos cuantos y cautelosos pasos, deteniéndose al descubrir los esparcidos mantos de los levitas. Aquello le sorprendió. Se agachó y, tomando uno de los bastones, masculló con rabia:
—¡Bastardos!
Soltó el arma con asco y, secándose el sudor de la frente con la amplia manga izquierda de su túnica color hueso, miró al frente, directamente a los peldaños que descendían al foso o antesala de la cueva funeraria. Dudó. Y al bajar el primer escalón quedó inmóvil. Volvió la cabeza en dirección a la vereda por la que había llegado y, con una mueca de impaciencia ante la tardanza de su amigo, se encogió de hombros. Lo vi salvar las breves escaleras y detenerse de nuevo en el estrecho callejón. Al hallarse de espaldas no pude saber cuál fue su reacción ante la visión de las rocas removidas. Seguía indeciso. Se situó frente a la boca de la cueva y, tras lanzar una segunda ojeada a sus espaldas, se inclinó, intentando escrutar el oscuro interior de la cripta. Así permaneció, en cuclillas y con la mano izquierda apoyada en el filo superior de la losa circular que medio taponaba la entrada, hasta que unos resoplidos y dramáticos jadeos le alertaron y obligaron a girar por tercera vez. Era Pedro.
Aunque, en efecto, yo le había visto salir el primero de la mansión de los Marcos, su mayor edad y la nada despreciable grasa que se acumulaba en su vientre y lomos lo habían dejado rezagado. No pude evitarlo. Sentí pena por el agotado pescador. Juan se precipitó escalones arriba y, al verle, Simón Pedro se quedó quieto, interrogándole con la mirada. Pero su esfuerzo había sido excesivo y tuvo que reclinarse en uno de los frutales, llenando el silencio del lugar con interminables y anhelosas respiraciones. Su recortada barba cana goteaba un copioso sudor, mientras su túnica aparecía empapada y pegada a las carnes. Pero su curiosidad e inquietud eran más fuertes que el cansancio. Y con un gesto de sus manos —incapaz de articular palabra—, interrogó de nuevo a su compañero. Juan, desde el filo de los escalones, negó con la cabeza. Pero no supe qué quiso decir. E imagino que Pedro tampoco interpretó correctamente aquel gesto negativo. ¿Se refería el discípulo a la ausencia del cadáver o trataba de explicarle que no había tenido ni tiempo ni oportunidad de penetrar en la gruta?
Pesadamente, sin dejar de jadear, con un mal disimulado disgusto que hacía más pronunciadas las arrugas de su rostro, Simón se fue hacia su amigo y, sin mediar pregunta o comentario por ninguna de las dos partes, se lanzó peldaños abajo. A mitad de camino, al descubrir el negro orificio de entrada, titubeó. Fue una décima de segundo. Y, como un meteoro, se puso de rodillas, entrando en tromba en el sepulcro. Juan, perplejo y admirado ante el indudable valor de su compañero, no se movió.
No había transcurrido ni un minuto cuando vi aparecer la calva del galileo.
Esta vez, su salida de la cueva fue lenta y cansina. Tanto Juan como yo estábamos pendientes de su faz y de su posible reacción. Se incorporó con dificultad y, con pasos tambaleantes, sin despegar los labios, fue a buscar acomodo en la roca que servía de protección a la boca del pozo y que, como dije, se hallaba tumbada frente a la fachada de piedra del panteón. Sus ojos claros estaban fijos en ninguna parte. Parecía hipnotizado. Pálido y ajeno a cuanto le circundaba.
Juan, nervioso e impaciente, le increpó desde la boca del sepulcro. Entonces comprendí que el Zebedeo no había tenido ocasión de distinguir con claridad la superficie del banco donde descansó el cuerpo de su Maestro. Era lógico.
Aunque el sol había remontado ya el perfil del monte de los Olivos, iluminando las tierras con una dulce y meridiana claridad, la luz que irrumpía en la cámara mortuoria era escasa. Y supongo que el decidido Pedro, como la Magdalena y como yo mismo, se había contentado con palpar el vacío…
—¿Qué…?
Simón Pedro no pestañeó siquiera. Y con un vago ademán de su mano izquierda le invitó a que entrara.
Juan torció el gesto y, contrariado por el mutismo de su hermano, se situó en cuclillas. Agachó la cabeza y se perdió en las tinieblas del sepulcro. Su estancia en el interior fue algo más prolongada que la de su predecesor. Cuando retornó, a diferencia de Pedro, su cara aparecía radiante, transfigurada…
Durante un par de minutos no dijo nada. Se dejó caer de espaldas contra el frontis de la cripta y, entornando los ojos, le vi llorar. Fueron unas lágrimas silenciosas, apacibles, que decían más que todas las palabras del mundo. Pedro terminó por volver a la realidad y, con un amargo rictus en sus labios, exclamó:
—Hijos de mala madre… ¡Han profanado su tumba!
La reacción del pescador debió encender a Juan. Y abriendo sus ojos fue a sentarse a su lado. Visiblemente alterado, señalando a la boca de la cueva, el más joven de los Zebedeo trató de convencerle de algo en lo que, al parecer, no había reparado su amigo: la extraña disposición de la mortaja. ¿Cómo explicarlo? ¿Por qué los supuestos profanadores no se habían llevado la sábana y el sudario?…
Los argumentos —tan agudos como razonables— no conmovieron a Pedro.
Mientras Juan discutía, refunfuñaba y le llamaba «terco» y «necio», Simón, inalterable, se limitaba a negar con la cabeza, repitiendo como un papagayo:
—¡Lo han robado!… ¡Lo han robado!
El discípulo que parecía convencido de la misteriosa resurrección invocó incluso la promesa del rabí, de volver a la vida al tercer día. Fue inútil. Su alegría y arrollador entusiasmo se estrellaban una y otra vez contra el escéptico Pedro. En un desesperado y postrero intento por hacerle entender que aquel sepulcro vacío no podía ser obra de ladrones, Juan tiró de él, invitándole a que entrara de nuevo. El galileo accedió a regañadientes. Y ambos se perdieron por segunda vez en la oscuridad de la tumba. Ignoro lo que hablaron, pero casi estoy seguro que los dos tantearon la superficie de la plataforma rocosa, encontrando, como yo, la blanda sábana de lino y el pañolón, misteriosa e inexplicablemente «deshinchados».., y vacíos.
Al rato regresaron a la luz. Pedro, sin cambios aparentes: confuso y atornillado a la explicación de los profanadores. Juan, en cambio, exultante. Reafirmado en la creencia de que el Maestro había resucitado. Le vi saltar de júbilo.
Golpear la fachada del panteón con ambas manos y repetir a voz en grito:
—¡Lo hizo!… Lo cumplió!… ¡Las mujeres tenían razón!
Simón, malhumorado y temeroso, intentó hacerle callar. Sus recelos hacia los sanedritas no habían desaparecido. El miedo a ser igualmente capturado seguía dominando y dirigiendo su débil voluntad. Y como viera que su joven e impulsivo amigo no cedía, dio media vuelta, retirándose del callejón.
La verdad es que, al rememorar este pasaje, no supe qué pensar. Juan el Evangelista no refleja en ningún momento la dura y arisca postura de Simón Pedro. Al leer dicho texto (Juan, 20, 1–10), el escritor deja claro que él sí «vio y creyó». Pero ¿por qué no hace mención de la incredulidad y cerrazón mental de su compañero?
¿Fue por compasión? ¿Quizá por benevolencia? O, como ya vimos en la «última cena», porque no convenía empañar la imagen del que después sería cabeza visible de la Iglesia?
Las escenas de la famosa carrera y de la entrada en el sepulcro habían concluido. Pero no así las sorpresas de aquella agitada mañana del domingo, 9 de abril del año 30… En el fondo, como pasaré a relatar, la imprevista irrupción de aquella mujer en la finca contribuyó —y no poco— a multiplicar mi desolación. Esto fue lo que presencié.
Pedro, como decía, subió los peldaños y, gesticulando y farfullando incongruencias, se dirigió hacia el sendero. Parecía dispuesto a dejar plantado a su amigo. Pero, súbitamente, unos apresurados pasos le obligaron a detenerse. Yo, que me había alzado y me disponía a salir al encuentro de los apóstoles, hice otro tanto. Aquello no estaba previsto ni figura en los textos evangélicos.
Al fondo de la vereda, entre el ramaje de los árboles, se aproximaba rauda una silueta. Juan terminó por asomar a la pequeña explanada abierta frente a la roca y, despacio, fue a situarse junto a su expectante compañero. No hablaron.
Pedro llevó su mano izquierda a la empuñadura de su espada y, temiendo quizá un desagradable encuentro, esperaron. La alta y espigada figura llegó a la bifurcación del caminillo. Y al descubrir la presencia de los galileos detuvo su nervioso caminar. Era una mujer. Llevaba el rostro embozado en un holgado manto verde hierba. Creí reconocer el talle y aquellas delicadas vestiduras. Y fue Juan quien confirmaría mis suposiciones.
—María —exclamó el Zebedeo. Y abriendo sus brazos se precipitó hacia la hebrea—. María, ¡Perdóname!… ¡Es cierto, es cierto!
La de Magdala descubrió su cara, acogiendo al feliz discípulo. Simón retiró sus dedos del gladius y, respirando aliviado, permaneció inmóvil. Juan y la Magdalena habían roto a llorar. Y así siguieron durante algunos minutos, fuertemente abrazados. Pero Simón, cuya paciencia no era precisamente generosa, trató de cortar aquella emotiva escena, recriminándoles su «infantil credulidad» e instando a Juan a salir cuanto antes de aquel «peligroso lugar».
Fue entonces, al lanzar una inquieta mirada a su alrededor, cuando descubrió mi presencia entre los frutales. El pescador, sobresaltado, desenvainó la espada. Pero, saliendo de mi escondrijo, me di a conocer, invitándole a no perder la calma. Al reconocerme, Juan secó sus lágrimas y, ante el gesto contrariado de Simón, acudió a mí, haciéndome partícipe —entre gimoteos y convulsivas sonrisas— de lo que ya sabía. Durante algunos instantes no supe qué hacer ni qué decir. Era plenamente consciente que no podía influir, en ningún sentido, en los ánimos o decisiones de aquellos hombres. Mi papel era el de mero espectador. Sin embargo, en situaciones como aquélla, la fría y necesaria imparcialidad resultaba extremadamente difícil… Y me limité a escucharle, acariciando sus revueltos y sedosos cabellos… Fue Pedro quien, más sereno, vino a sacarme de tan comprometida situación.
Dejándose llevar de su lógica y sentido común, ignorando a María, dio un corto paseo entre los bastones y la marmita de los policías del Templo, exponiendo lo que, en principio, me pareció una excelente sugerencia:
—Debemos anunciar el robo a José y a los demás…
Al oír la palabra «robo», la de Magdala arreció en su llanto, presa de un nuevo ataque de desesperación. Pero el tozudo galileo ni la miró. Y haciendo presa en la muñeca de Juan, lo arrastró vereda arriba, desapareciendo de nuestra vista.
Por un lado me alegré. La intransigencia del pescador había empezado a crisparme los nervios. La misión me obligaba a permanecer en el huerto, atento a la suerte de los lienzos mortuorios. Ese era mi inminente y delicado objetivo: hacerme con ellos y, durante unas horas, someterlos a un exhaustivo análisis científico en el interior del módulo. Una vez depositados en la «cuna», daría comienzo la segunda fase de aquella, por el momento, accidentada aventura. Pero sigamos el orden cronológico de los hechos…
Conmovido, me aproximé a María. Se había arrodillado y, abatida, ocultaba su cara entre las manos. La dejé llorar y desahogarse. Cuando comprobé que sus sollozos y suspiros empezaban a espaciarse, fui retirando delicadamente sus largas manos, rogándole que tuviera paciencia. Pero la de Magdala, con los ojos hinchados y enrojecidos, movió la cabeza, transmitiéndome su impotencia y profunda angustia. Era triste y desesperante para mi no poder ayudar mejor a aquella hermosa hebrea de veinte o veintidós años. Hubiera deseado anticiparle algo de lo que conocía. Pero el estricto código moral que regía nuestro trabajo se impuso una vez más. De rodillas frente a ella, pendiente de su amargura, tuve de pronto la sensación de que alguien nos observaba. Fue un escalofrío en la nuca. Y, al volverme, en efecto, tropecé con la fornida figura de un hombre.
Se hallaba descalzo. Quizá por ello no le había oído llegar. Levanté la vista y respiré con alivio al reconocer al hortelano de José. Vestía un tosco chaluk de lana cenicienta y descolorida, tocándose con un no menos gastado sombrero de hoja de palma.
En su mano izquierda portaba una antorcha. El am-ha-arez —así denominaban a los sufridos obreros del campo y a la masa del pueblo— me sonrió, dejando al descubierto las dos o tres únicas piezas que seguían en pie en sus inflamadas y negras encías.
Creo recordar que aquélla fue una de las pocas ocasiones en que le oí hablar. El hombre, fiel seguidor de las enseñanzas de Jesús de Nazaret, había escuchado los rumores que ya circulaban por la ciudad sobre la desaparición del cadáver del Maestro y, en un casi indescifrable arameo galileico, me preguntó si sabía algo al respecto[126].
Me puse en pie y, señalando hacia María, improvisé, explicándole que sí, que algo había oído, pero que no estaba seguro…
El jardinero cayó entonces en su habitual mutismo. Miró a la mujer e, hierático como un poste, se aleló en dirección al foso. Comprendí que estaba dispuesto a comprobarlo por sí mismo y, tras unos segundos de vacilación, decidí unirme a él. La presencia de la tea era importante. Hasta ese momento, mis sucesivas incursiones a la cripta se habían desarrollado siempre en precarias condiciones de visibilidad. Y sin más, olvidándome por completo de la de Magdala, me apresuré a seguir los decididos pasos del hortelano.
En mala hora…
El nauseabundo olor del sebo de vaca que impregnaba la tea lo llenó todo. Y la cimbreante llama, entre esporádicos chisporroteos, fue arrancando rojizos reflejos a las paredes de la gruta, alargando y deformando nuestras sombras.
El silencioso hortelano, con la cabeza y el torso inclinados para no tropezar con el techo, permaneció con los ojos fijos en el banco vacío. Parecía hipnotizado.
Durante unos segundos me dediqué a observarle, esperando algún comentario o reacción de sorpresa. Me equivoqué. Frío como el hielo, se limitó a pasear el hacha por encima de la plataforma rocosa, verificando, como yo, que el lienzo presentaba una posición anormal.
Transcurridos unos minutos, hizo ademán de retirarse del lúgubre recinto. Pero —¡torpe de mí!— le hice una señal y el seco aunque complaciente servidor de José accedió a mi ruego, aproximando la antorcha al lino. Obviamente, debido a la oscuridad, en las anteriores oportunidades no había tenido ocasión de reparar en un «detalle» que, a la luz de la flama, me dejó atónito. Un «detalle» del que había tenido conocimiento «en mi tiempo» pero que, honradamente, nunca valoré como «serio» o «científico». Me estoy refiriendo a unas asombrosas manchas, de un tinte acaramelado, que aparecían en ambas caras interiores del paño de lino. Pero vayamos por orden.
Recuerdo que, en una primera exploración de la mitad superior de la sábana, me llamó la atención una serie de coágulos y regucrillos de sangre. Pegué casi la nariz sobre tales manchas, observando con no poca perplejidad que aparecían intactas. «Limpias». Perfectamente definidas. Aquello era incomprensible. Después de treinta y cuatro horas —tiempo aproximado de permanencia del cadáver en la sepultura—, la mayoría de las heridas y grumos sanguinolentos debería de haber quedado encolada a la tela. Si el cuerpo fue robado o trasladado, lo lógico hubiera sido que, en el trasiego, al despegarse, dichas coagulaciones habrían chafarrinado o emborronado la sábana. Los calcos de sangre, en cambio, se conservaban intactos.
¡Dios mío!, ¿qué había sucedido en aquel negro aposento en la madrugada del domingo?
Levanté la cara superior del lino y, a la luz de la tea, entre una constelación de rastros sanguíneos igualmente nítidos, descubrí aquellas «manchas» doradas.
¿O no eran «manchas»? Nervioso y confundido ante tanto desatino científico, acaricié la superficie de la mitad inferior de la mortaja. Las yemas de los dedos rozaron primero algunos de los grumos de sangre. Sí, no cabía duda: aquello sólo era sangre. Pero al hacer lo mismo sobre las supuestas «manchas» de color tostado, no percibí la rugosidad de los coágulos. La deficiente iluminación y la prohibición establecida por Caballo de Troya de manipular o alterar la posición de aquellos lienzos —al menos mientras permanecieran en la tumba— no me permitieron llegar a conclusión alguna.
Mientras duró la corta y apresurada exploración me vinieron a la mente varias hipótesis. ¿Se trataba de manchas originadas por los ungüentos? ¿O quizá estaba ante posibles fluidos de origen orgánico —consecuencia de la descomposición del cadáver— que habían empapado la tela?
Lo asombroso era que tales «manchas» venían a reproducir los perfiles del cuerpo que había sido envuelto en la mencionada sábana.
—¡Esto es de locos!
Mi exclamación debió de remover el gélido talante del Jardinero. Porque, imitándome, acercó su rostro al interior de los lienzos. Cruzamos una mirada de incredulidad. Sin embargo, no fueron las misteriosas «manchas» color oro o la desconcertante estructura de los coágulos lo que había sorprendido al sagaz hortelano. Supongo que estas sutilezas escaparon a su fino instinto. No así, en cambio, otro «detalle» que, de no haber sido por él, seguramente habría pasado inadvertido para mí. Sin pronunciar una palabra, señaló con su dedo índice derecho hacia el centro del lino. Al ver «aquello», el corazón me dio un salto. Casi en la mitad del banco, descansando entre ambas partes de la sábana y justamente en el punto donde habían reposado las muñecas del Nazareno, se encontraba la estrecha tira de tela que una vez espolvoreada de acíbar, había servido para anudar sus destrozadas manos. Lo increíble es que la «venda» en cuestión, aparecía enrollada, como un «anillo», perfectamente anudada ¿abrazando… el vacío?
Cerré los ojos. ¿Es que yo también era víctima de una alucinación o de la histeria colectiva? Pero no. Al abrirlos, el «descubrimiento» del jardinero seguía allí, desafiando a la lógica humana. Al igual que ocurriera con el pañolón que había sujetado la mandíbula inferior del rabí y que, como dije, se encontraba firme y «en su lugar», aquella pieza de tela —obligada en los enterramientos judíos de la época— no mostraba signos de manipulación por parte de manos humanas. Si un hipotético profanador hubiera cargado con el cuerpo, ¿por qué iba a entretenerse en soltar dichas tiras para anudarlas nuevamente y, el colmo de lo absurdo, situarlas delicada y estudiadamente en el mismo punto y posición que habían ocupado?
Allí había ocurrido «algo» extraordinario. «Algo» que rebasaba mi capacidad mental. Pero ¿qué?
Tal y como imaginé, la «venda» que Nicodemo había anudado a la altura de los tobillos del Maestro se presentó ante mis atónitos ojos en idéntica posición. Meticulosamente enrollada y con los nudos intactos…
Satisfecha mi curiosidad —no así mis dudas—, hice descender la referida mitad superior del lino hasta su posición original. Ahora más que nunca debía hacerme con aquella mortaja y someter el tejido, los coágulos y las «manchas» doradas a un exhaustivo análisis médico-científico. ¡Que poco imaginaba entonces las múltiples sorpresas que nos depararían dichos estudios!
Pero antes había que resolver un «pequeño problema»: ¿cuándo y cómo sustraer los lienzos?
Creo que estábamos a punto de abandonar la cripta cuando, de pronto, una sucesión de gritos hizo que el hortelano y yo nos mirásemos alarmados. ¿Qué había sucedido?
En efecto, creo que fue una torpeza por mi parte. Jamás debí retener al hortelano en la tumba. Pero el destino, como se verá, tiene estas cosas…
Fui el primero en salir. Medio cegado por la fuerte claridad de la mañana, a punto estuve de tropezar con la segunda losa.
Las voces procedían del lugar donde, poco antes, habíamos dejado a la afligida María. No parecían gritos de miedo o de dolor. Era difícil de explicar… Sonaban como invocaciones… Como si alguien —una mujer sin duda— reclamara la atención o la presencia de otra persona.
Al ganar el último escalón quedé desconcertado. De espaldas, la de Magdala, arrodillada y con los brazos en alto, no cesaba de clamar, repitiendo una misma y única palabra:
—¡¡Rabbuní!!…
El término —«Maestro»— se refería al fallecido rabí de Galilea. De eso estoy seguro. Pero ¿por qué invocaba su nombre? Y, sobre todo, ¿por qué lo hacía en aquel extraño tono?
Tuve un presentimiento. Dirigí la mirada a mi alrededor pero no tardé en rechazar tan absurda idea. Allí no había nadie. Todo se hallaba en calma. Además, los textos evangélicos consultados por Caballo de Troya no hablan de una segunda aparición de Jesús a la Magdalena.
La mujer no se había movido prácticamente de la linde de los árboles. Quizá —pensé— ha sido víctima de otra depresión.
El encargado de la finca se situó a mi altura y, de nuevo, nos miramos sin comprender. Y despacio, procurando no asustarla, caminamos hacia ella.
—¡¡Rabbuní!!
Aquello era una llamada.
Nos detuvimos uno a cada lado y, por espacio de algunos minutos, la contemplamos con tanta inquietud como curiosidad. La Magdalena presentaba una expresión diametralmente opuesta. El anterior abatimiento se había borrado de su faz. Era muy extraño…
Sus ojos, muy abiertos, sin pestañear, parecían atrapados en un punto invisible del espacio. Había en ellos una sombra de espanto y sorpresa. Fue entonces, al mirar sus manos, cuando reparé en la dirección y posición de los dedos. Se encontraban rígidos, crispados y en actitud de querer tomar o agarrar algo…
—¡¡Rabbuní!!
María, inmóvil como una estatua, no se percató de nuestra presencia. Sólo repetía el título del Nazareno. Y su tono, evidentemente, era de clara súplica. No supe qué pensar. Todos los síntomas apuntaban hacia una nueva crisis. Y empecé a cuestionarme si la salud y equilibrio mentales de la antigua cortesana eran correctos.
De no haber sido por la fulminante reacción del jardinero, quizá aquella situación hubiera podido prolongarse indefinidamente. Pero el hombre, comprendiendo que María se hallaba fuera de sí, terminó por echarse sobre ella y, zarandeándola por los hombros, la levantó casi en el aire. Las secas y violentas sacudidas surtieron efecto. Y la de Magdala pestañeó varias veces, «volviendo» a la realidad. Sus mejillas fueron recobrando el color y, bajando la cabeza, suspiró ansiosamente…
—¿Estás bien? —me atreví a preguntar.
Alzó los ojos y sus pupilas azabaches hablaron en silencio y con una fuerza que me recordaron la poderosa mirada del Hijo del Hombre. Me estremecí y ella, lo sé, lo percibió. Sonrió con una íntima satisfacción y, levantando su mano izquierda hacia los frutales, comentó sin titubeos:
—¡Le he visto!
El hortelano, instintivamente, giró la cabeza hacia el lugar señalado por la mujer.
—Sí, nos lo has contado… —repliqué en tono conciliador.
—¡No! —estalló temblorosa—. ¡Ahora!… ¡Ha sido ahora!
Esta vez fui yo quien palideció. Pero, al momento, sospechando que la Magdalena podía ser víctima de sus propias emociones, me esforcé por conservar los nervios, siguiéndole la corriente.
—Ten calma. Sabes que yo he creído tu testimonio. Sé que le visteis…
—¡No! —me interrumpió con violencia. Su faz había cambiado. La de Magdala había comprendido que, una vez más, no era creída—. ¡Os repito que le he visto por segunda vez!… ¡Aquí!
Y avanzando un par de pasos fue a situarse a un metro de los árboles.
El silencioso jardinero torció el gesto. Volvimos a mirarnos y, prudentemente, no hicimos comentario alguno. Una segunda supuesta aparición del no menos supuesto resucitado era demasiado… Y, sin querer, me vi arrastrado al mismo escepticismo de Pedro y que, paradójicamente, yo había criticado en mi interior. Era curioso. A pesar de la vehemencia de la hebrea, fui incapaz de creer en sus palabras. ¿O es que la sensación de frustración que venía germinando en mi ánimo nublaba mi mente hasta el punto de rechazar su testimonio, buscando así mi propia justificación? Ahora sé que la sola idea de que aquello fuera cierto, y de que Él hubiera estado tan cerca, había empezado a minar mis fuerzas…
—¡Era Él!…
Y María, sin que nadie le preguntase repitió la misma descripción del «extranjero de túnica y manto “nevados”. La dejamos desahogarse. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?
Y me ha hablado —prosiguió con una creciente emoción—. Ha dicho: «No permanezcas en la duda. Ten valor… Cree no que has visto y oído. Vuelve con los apóstoles y diles otra vez que he resucitado… que apareceré ante ellos y que, pronto, como he prometido, les precederé en Galilea.»
Ella observó nuestros rostros. El significativo silencio que siguió a su exposición fue revelador. Pero, en esta oportunidad, la de Magdala no se alteró. No hubo reproches o lamentos. Comprendió cuáles eran los pensamientos de aquellos hombres y, ocultando su rostro con el filo del manto, se alejó con paso presuroso.
Eran las 09 horas y 40 minutos. Suponiendo que esta segunda manifestación del Maestro hubiera sido real, el hecho pudo registrarse tres o cuatro minutos antes…
Pasmados, sin saber qué decir, vimos cómo la mujer entraba en el sendero y echaba a correr. En estos instantes, al tiempo que desaparecía en dirección a la cancela, otras dos figuras se recortaron entre el ramaje. Al cruzarse con la Magdalena se detuvieron, pero ésta, al parecer, no respondió al saludo de los dos hombres y, sin dejar de correr, se perdió vereda arriba. Los nuevos visitantes, visiblemente contrariados, dudaron durante breves segundos. Pero al descubrir nuestra presencia, reanudaron la marcha. Eran José, el de Arimatea y dueño del lugar, y el eficaz David, hermano de los Zebedeo y jefe de los «correos».
Tanto uno como otro, al igual que la mayoría de los seguidores de Jesús que yo había tenido ocasión de contemplar hasta esos momentos, traían en sus rostros el agotador cansancio de dos días y dos noches de vigilia, la angustia y el horror de la tragedia y, sobre todo en el caso de David Zebedeo, una chispa de esperanza en sus ojos.
Ambos se alegraron al verme. Y José, sabedor desde un principio de la existencia de la férrea vigilancia del panteón, elogió mi presencia en el lugar, comparándola con la «mezquina y cobarde actitud» de muchos de los íntimos del Maestro. Traté de disuadirle, pero el anciano, cambiando de conversación, nos preguntó por lo que constituía el verdadero motivo de la visita de ambos a su propiedad: el sepulcro. Las mujeres que habían acompañado aquella madrugada a la de Magdala —nos aclararon—, después de transmitir a los apóstoles las noticias de la tumba vacía, de la desaparición de las patrullas y de la supuesta presencia del rabí en el jardín, acudieron a la mansión de José, poniendo en conocimiento de la hija de éste y de las restantes hebreas todo lo que —según ellas— habían visto y oído. Poco después, la hija del de Arimatea y las cuatro testigos en cuestión se presentaron en la casa de Nicodemo. Allí estaban David Zebedeo y el anciano miembro del Sanedrín. Repitieron su historia, pero, según las propias palabras de José, casi todos dudaron de la veracidad de tales hechos. Sobre todo, del poco creíble asunto de la resurrección del Nazareno. Tanto Nicodemo como los discípulos que se ocultaban en la casa se inclinaron a creer que el cadáver podía haber sido robado. Sólo David y José recordaban las promesas del Hijo del Hombre y, movidos por la esperanza y la curiosidad —en el caso de José, esta última pesaba bastante más que la primera—, tomaron la decisión de acudir a la cripta e intentar aclarar el enigma… David apenas abrió la boca. Contempló la explanada con minuciosidad y, acto seguido, temblando de impaciencia, rogó al anciano que no perdieran más tiempo y que le precediera en el ingreso en la tumba. José asintió y, a una señal suya, el hortelano encabezó la reducida comitiva. Yo, cautelosamente, me quedé atrás y aguardé en mitad de las escaleras. Durante los minutos —no muchos— que duró la nueva constatación, un pensamiento, casi una obsesión, me atormentó sin piedad:
«¿Y si aquella segunda aparición hubiera sido cierta?»
Tampoco los acontecimientos que estaba presenciando figuran en los Evangelios. Ni la segunda y hasta ese momento supuesta aparición del Maestro a la Magdalena, ni la espontánea visita de José y David a la tumba, ni muchísimo menos lo que ocurriría poco después. No me cansaré de repetirlo: lástima que los escritores llamados «sagrados» no se empeñaran en una narración más minuciosa y completa de los sucesos que rodearon la vida y la muerte del Hijo del Hombre. De haberlo hecho así, los cristianos y no creyentes habrían comprendido mejor a los protagonistas de dicha época. Qué razón lleva Juan el Evangelista cuando, en su último versículo (21, 25), asegura que «hay además otras muchas cosas que hizo Jesús…»! Pero me niego a caer en nuevas disquisiciones personales.
Curiosamente, aquellos dos hombres serían los últimos fieles seguidores del Cristo que tuvieron acceso a la cueva cuando todavía se hallaba «intacta»; es decir, con los lienzos mortuorios tal y como habían aparecido después de la enigmática desaparición del cadáver.
El de Arimatea no tardó en volver al exterior. Su actitud, en un principio, fue agria. Se llevó las manos a la espalda y, mientras daba cortos paseos por el callejón, se limitó a mover la cabeza, como si rechazase la posibilidad de una resurrección. En cierto modo me recordó a Simón Pedro. David Zebedeo, en cambio, al igual que Juan, su hermano menor, apareció vivificado. Con una elocuente felicidad en los ojos.
Antes de que el responsable de los emisarios formulara comentario u opinión algunos, el euschimón —designación utilizada también en aquel tiempo al referirse a un rico hacendado— se plantó a dos palmos de su amigo y, mirándole fijamente, le preguntó sin rodeos:
—¿Qué opinas?
La respuesta del galileo, a mi entender, fue perfecta:
—Hice bien al convocar a mis hombres para hoy… Siento curiosidad por conocer las reacciones de los apóstoles. Iré a la casa de Elías y les preguntaré. Jesús prometió resucitar al tercer día y lo ha cumplido. En cuanto llegue el último de mis «correos» daré las órdenes oportunas para que difundan la buena nueva… —Pero…
La previsible impugnación de José no llegó a ser formulada. Un lejano vocerío nos hizo girar las cabezas hacia el final de las escalinatas. David interrogó con la mirada al sanedrita. Pero éste, encogiéndose de hombros, consultó al hortelano. Ninguno sabía de qué se trataba. Ascendieron los peldaños cautelosamente y, una vez arriba, se detuvieron. Me apresuré a seguirles. Esparcidos entre los árboles —juraría que desplegados en orden de combate— se aproximaba una veintena de hombres. Vestían de forma muy distinta. Cinco o seis, con largas túnicas verdes que rozaban el suelo arcilloso y «camisas» de escamas metálicas hasta la mitad del muslo. Se tocaban con cascos bruñidos y cupuliformes y portaban sendos arcos de doble curvatura. Avanzaban en el centro de la formación y uno de ellos —quizá el jefe— lo hacía ligeramente adelantado y con una tea encendida en su mano izquierda. Otros se cubrían con ropones amarillos, idénticos a los que habían quedado en tierra. Reconocí en sus siniestras y entre las fajas algunos de aquellos largos y temibles bastones claveteados. El resto, al menos de los que caminaban en primera línea, vestía unas curiosas prendas —parecidas a nuestras camisetas—, de un recio paño y cortas mangas, todas de idéntico color pardo-canela. Sobre una menguada túnica del mismo tinte —quizá se tratase de una única pieza— ceñían la cintura con una ancha faja de cuero reluciente, de unos treinta centímetros, y dividida en tres bandas, con todas las características de una coraza abdominal. Sus cabezas aparecían cubiertas con unos turbantes de igual tono que las vestiduras. Uno de los colgantes de aquel simulacro de casco caía sobre la oreja derecha, con largos flecos que descansaban sobre la clavícula. Una lanza de madera de más de dos metros y punta de hierro triangular y un espeso escudo ovalado, también de madera de sicómoro (capaz de resistir a los gusanos), completaban el armamento. La estampa de aquellos guardias del Templo —porque de eso se trataba— trajo a mi memoria el detalle de uno de los relieves descubierto en el palacio de Senaquerib, en Nínive, en el que se representa la conquista de la ciudad judía de Lakis, en el 701 antes de Cristo.
Al vernos aparecer en lo alto del callejón, la policía judía detuvo su marcha. Varios de ellos, los que portaban los arcos en forma de yugo, echaron atrás sus manos, extrayendo sendas flechas de unos carcaj cilíndricos y granates. Pero el situado en cabeza hizo una señal con el hacha y las flechas volvieron a las aljabas.
David Zebedeo, intuyendo las intenciones de aquellos arnmarkelin o stratigoi, como los llamó Flavio Josefo, desenvainó su gladius y, frío como un témpano, fue a cubrir a su anciano amigo. Pero éste, consciente de la superioridad de los esbirros de Caifás, obligó al discípulo a guardar su arma. Y adelantándose hacia la linde de los frutales, increpó al que parecía el cabecilla, llamándole por su nombre. Se trataba de un tal Eleazar, uno de los sagan o jefe del Templo[127]. El capitán de los levitas se reunió al punto con el dueño de la plantación y, por espacio de breves minutos, discutieron acaloradamente. Por último, tras hacer una indicación al grupo que permanecía atento y a corta distancia, se abrió paso desde detrás de los policías un hebreo de larga túnica blanca, de lino, con un ceñidor de tela del mismo color, del que colgaba una pequeña caja de fina madera. Me impresionó su porte noble, tranquilo y mesurado. Debía rondar la misma edad de José: unos sesenta años. El recién llegado saludó al de Arimatea con una leve reverencia e introduciendo su mano en la amplia manga derecha le mostró un rollo de piel de borrego, cuidadosamente sujeto por un cordoncillo rojo. José lo desplegó, procediendo a una minuciosa lectura. Sin poder resistir la curiosidad, me incliné disimuladamente sobre David, susurrándole al oído si podía adelantarme una explicación. El Zebedeo, sin dejar de observar a los tres hombres, me hizo ver que no estaba seguro:
—Quizá pretendan la clausura de la tumba…
Pero el jefe de los heraldos se equivocaba. Las intenciones de aquellos individuos o, para ser más preciso, del sumo sacerdote Caifás y los saduceos que le secundaban en el «problema» llamado Jesús, eran mucho más sibilinas…
El de Arimatea devolvió el pergamino al anciano y, dando media vuelta, se encaminó hacia nosotros. Su rostro, habitualmente apacible, se hallaba congestionado. Nos indicó con la mano que nos echáramos a un lado, dejando libre el acceso al foso, y, con un escueto y seco comentario, resumió la situación:
—Orden de registro…
—Pero ¿por qué?… ¿De quién?
José miró a David y respondió con una cínica sonrisa.
Fue el Zebedeo quien se contestó a sí mismo y acertadamente, claro:
—¡Caifás!… ¡Ese bastardo! Al principio, como mis compañeros, no comprendí el sentido de aquel registro. El sumo sacerdote había sido informado por la propia patrulla judía de la desaparición del cadáver y del no menos inquietante fenómeno de las piedras, rodando solas. ¿Qué oscuras intenciones podían ocultarse, por tanto, detrás de aquella absurda orden? No tardaría en averiguarlo.
Los levitas cercaron finalmente el acceso a la cueva y nosotros, en silencio, permanecimos a un lado, pendientes de la desconcertante maniobra. El capitán reclamó entonces la presencia de dos individuos que no parecían formar parte del cuerpo de vigilantes del Templo. Vestían como la mayoría de los am-haarez o plebeyos: túnicas raídas y de un color devorado por la inseparable mugre. Uno de ellos presentaba la cabeza fajada a la altura de las sienes. Las vendas le ocultaban la oreja derecha. Y al fijarme con mayor detenimiento me pareció reconocer al siervo del sumo sacerdote que había provocado el altercado en las cercanías del huerto de Getsemaní. Aquel sirio o nabateo[128], que respondía al nombre de Malco, y que yo había buscado infructuosamente en las postreras horas de mi primer «salto», parecía muy recuperado del terrorífico mandoble propinado por Simón Pedro. Si las circunstancias no hubieran sido tan rígidas, seguramente habría intentado satisfacer una íntima curiosidad: examinar la oreja y el hombro derechos del inoportuno siervo.
Pero no tuve más remedio que dominarme. «Quizás haya una tercera ocasión», me dije a mi mismo. De todas formas, mientras Eleazar, el capitán de los guardias, daba instrucciones a los desarrapados, pude aclarar otro interesante extremo. Aquellos individuos no eran en realidad unos sirvientes, en el sentido que podemos atribuir hoy a tal calificativo. El descarado orificio en el lóbulo de la oreja derecha del segundo personaje revelaba a las claras que se trataba de esclavos. En este caso, esclavos paganos. (Procuraré, más adelante, adentrarme en el tenebroso y poco conocido mundo de la esclavitud en Israel en los tiempos de Cristo y a la que, incomprensiblemente, Jesús no prestó una excesiva atención.)
El caso es que, ante mi sorpresa y desconcierto, el jefe del Templo cedió la tea a Malco y, éste, en compañía del segundo esclavo y de tres de los levitas de túnicas verdes, descendieron los peldaños, dirigiéndose a la boca del sepulcro.
El capitán ordenó que fueran recogidos los mantos, garrotes y la marmita de la patrulla que había prestado servicio frente a la tumba, y, acto seguido, bajó al callejón, introduciéndose en la cripta. Por lo que pude apreciar, sólo los esclavos y el jefe de aquel nuevo pelotón entraron en la cueva. Este último, por cierto, se deslizó por la estrecha abertura con unas precauciones que se me antojaron tan absurdas como excesivas. Los tres levitas restantes se mantuvieron frente a la fachada, custodiando el acceso al interior… La explicación a la casi teatral manera de Eleazar de ingresar en el panteón —evitando por todos los medios el rozar siquiera la piedra circular que servía para clausurarlo— me fue dada por David quien, espontáneamente, rememoró una diatriba del Maestro:
—¡Sepulcros encalados!
¿Qué había querido decir el Zebedeo? Muy sencillo. La ley mosaica era estricta en lo que al contacto y a la contaminación con cadáveres se refería. En la Misná, por ejemplo, capítulo Ohalot[129], se dicta, entre otros, los siguientes preceptos, fundamentados en el libro de Números (19, 14): “La piedra circular que cierra la tumba —reza el capítulo II— y las piedras de apoyo propagan impureza por contacto y bajo la tienda, aunque no por transporte…
“Las siguientes cosas son puras si son defectivas —es decir, si no alcanzan la medida—: como media aceituna de un cadáver, como media aceituna de sustancia cadavérica putrefacta, una cucharada de podredumbre, un cuarto de log de sangre (un Log equivalía a 500 gramos), un hueso del tamaño de un grano de cebada, un miembro de un ser vivo al que le falta el hueso.
«Si una persona toca a un muerto y luego a unos objetos o si proyecta su sombra sobre un cadáver y luego toca unos objetos, éstos devienen impuros. Si proyecta su sombra sobre un muerto y luego la proyecta sobre unos objetos o si toca a un muerto y luego proyecta su sombra sobre unos objetos, éstos permanecen puros. Pero si su mano tiene una extensión de un palmo cuadrado, los objetos devienen impuros…»
Todas estas medidas —que en un principio tuvieron sin duda un carácter higiénico-sanitario— habían sido deformadas y manipuladas por los doctores de la Ley, transformándose, con el paso de los siglos, en una pesadilla. Y aunque la mayoría del pueblo hacía caso omiso de aquellos cientos de reglas y absurdas prescripciones, no sucedía lo mismo con los sacerdotes y demás castas, directa o indirectamente vinculadas al Templo o a la Ley. Éste era el caso del jefe de turno de los levitas. Y ésta era la razón por la que se habían hecho acompañar de dos «despreciables esclavos paganos», que no se hallaban obligados por la fuerza del ritual sobre «impurezas». Como tendría ocasión de presenciar minutos más tarde, aquellos «sepulcros blanqueados» guardaban las formas externas hasta el extremo de negarse a tocar los lienzos mortuorios, obligando a Malco y al segundo gentil a manipularlos. Lo raro, incluso, era que Eleazar se hubiera dignado franquear la puerta de la cripta.
Pero sus órdenes, al parecer, le obligaban a tal «aberración religiosa»… Siguiendo las costumbres de Caifás, dadas las especiales circunstancias, la Ley, en este caso, había sido acomodada a los inconfesables intereses de la jerarquía.
A los pocos minutos, en efecto, el «registro» fue ultimado. Y vimos aparecer al capitán y a sus hombres. El de la oreja perforada llevaba bajo el brazo un envoltorio. José reconoció al momento la sábana de lino que él mismo había comprado y que sirvió para el transporte y provisional amortajamiento del cuerpo de su rabí. Enfurecido, salió al paso del jefe de la patrulla, exigiéndole los lienzos. Eleazar le apartó bruscamente. Fueron segundos de especial tensión. David llevó su mano izquierda a la empuñadura, pero, antes de que la espada llegara a deslizarse en la vaina de madera, los levitas que nos rodeaban clavaron los hierros de sus lanzas en nuestros riñones y vientres.
Las protestas del anciano sanedrita fueron estériles. Y, cumplida su misión, los soldados del sumo sacerdote se dispusieron a abandonar el huerto. Antes, a empellones y bajo la continua amenaza de las jabalinas, el hortelano, David y yo, fuimos forzados a retirarnos hacia el sendero de salida de la plantación.
Pero el de Arimatea, que no retrocedía ante las dificultades, volvió a encararse con el capitán. Y señalando al viejo de la túnica de lino, le recordó que aquélla era su propiedad y que estaba obligado, cuando menos, a levantar acta de lo confiscado. Eleazar, desorientado, esperó la respuesta del rabí o escriba. Éste, conocido por el nombre de Johanan ben Zakkai, asintió parsimoniosamente. El jefe del Templo cedió y, a una señal suya, los levitas nos obligaron a regresar a la explanada. Íbamos a servir de testigos.
El siervo que sostenía el hato de ropas lo arrojó al suelo y, al instante, tras consultar a Eleazar, se apresuró a deshacerlo. Tanto el capitán como los esbirros retrocedieron varios pasos, como movidos por un resorte. Y el anciano, después de asegurarse que su sombra y las de los levitas no eran proyectadas sobre el lío funerario, fue a sentarse a la turca frente a las prendas que estaban siendo requisadas. Situó la caja rectangular sobre los muslos y, en silencio, recreándose en lo que sin duda constituía todo un ceremonial, procedió a abrirla. Quedé fascinado. Se trataba de una especie de módulo, chapeado en fina madera, con dos huecos redondos en uno de sus extremos. En ellos se almacenaban los panes de colores solidificados. Uno negro y el otro rojo. Posiblemente se trataba de hollín y ocre, mezclados con goma, que se diluían en agua a la hora de emplearlos. (Algo similar a nuestra tinta china, que permitía fáciles lavados y, naturalmente, toda suerte de falsificaciones.) La masa rojiza se obtenía también de la sikra, un polvo que resultaba de la molienda de cochinillas y que, en muchas ocasiones, era igualmente aprovechado por las hebreas como cosmético. En el centro de la caja había sido dispuesto un tercer orificio en el que se acomodaban los útiles propios de la escribanía: los cálamos o pequeños juncos marítimos, que hacían las veces de plumas. Habían sido sesgados por uno de los extremos y, por el otro, machacados, pudiendo utilizarse como pinceles.
Por último, en otro hueco practicado en la caja, el escriba almacenaba una serie de tablillas de madera —extremadamente delgadas— y cubiertas con cera. Junto a éstas descubrí un estilo de hueso. Una de las puntas formaba una espátula que debía servir para aplastar la cera y borrar así lo escrito, aprovechando de nuevo la tablilla. El extremo opuesto era muy afilado y puntiagudo.
El tal Zakkai tomó una de aquellas tablillas y, con la izquierda, se dispuso a perforar la cobertura de cera— Dio la señal con el estilo y el esclavo fue levantando las diferentes piezas mortuorias, mostrándolas a los presentes.
De derecha a izquierda, en arameo —el hebreo sólo lo utilizaban para cuestiones religiosas—, el rabí fue escribiendo sin prisas y con letras grandes: «Un sudario. Dos vendas para fajado de manos y pies… y una sábana de lino de Palmira.»
Al izar parcialmente el largo lienzo, todos los allí congregados, incluidos David y el de Arimatea, pudimos observar «algo» que, sobre todo a mí, nos desconcertó. A la clara luz de la mañana, entre los restos sanguinolentos, la sábana presentaba unas insólitas «manchas» doradas —las que había descubierto en la cripta— que reproducían parte de una figura humana. Aunque breve, la exposición del paño permitió distinguir las plantas de unos pies desnudos y la mitad inferior de unas piernas. El increíble «dibujo» —en esos momentos no supe definirlo mejor— no pasó inadvertido para Eleazar y el escriba. Éste, al reparar en dichas «manchas», permaneció un instante con la pluma en el aire, atónito. David Zebedeo me miró de soslayo, interrogándome con una casi imperceptible elevación de su cabeza— Yo me limité a enarcar las cejas, dándole a entender que tampoco tenía una explicación.
La fulminante reacción del capitán fue muy significativa. Al intuir que en aquel lienzo había «mucho más» que coágulos de sangre, simulando unas súbitas prisas, dio por concluido el protocolo, ordenando al esclavo que amarrara de nuevo el hato. Y el rabí, tras estampar su sello al pie de tan concisa «acta», guardó el instrumental, poniéndose en pie.
A partir de ahí, todo se desarrolló con rapidez. Los levitas nos azuzaron con sus armas, obligándonos a salir de la finca, mientras el resto del pelotón, con Eleazar a la cabeza, nos seguía a corta distancia. Traspuesta la cerca de madera, los soldados nos dejaron en paz. Fueron a unirse a sus compañeros, y José y David, indignados por lo que consideraban un atropello, me invitaron a que les acompañase hasta la casa de Elías Marcos.
Dudé. Aquella parte de la misión no había sido rematada. Yo debía hacerme con los lienzos mortuorios y trasladarlos a la «cuna». Pero ¿cómo? El siervo que los custodiaba no parecía dispuesto a perderlos o a entregárselos a nadie. Y, excusándome, les dije que nos veríamos más tarde. Sin más, mis amigos se perdieron en dirección a la ciudad. El hortelano preguntó al jefe del Templo si podía reincorporarse a sus faenas en la plantación y, una vez autorizado, desapareció igualmente por la vereda del huerto. En cuanto a mí, como digo, las cosas volvían a ponerse difíciles. Mi única obsesión era apoderarme de la sábana. Pero la fortuna no parecía de mi lado. ¿Qué podía hacer?