16 de julio
Esa mañana del lunes, 16, tras ducharme, procedí a abrir el sobre lacrado.
Me hallaba bastante repuesto.
E intuí sorpresas.
La primera llegó cuando extraje aquella cartulina de color blanco.
No era lo que supuse. No eran nuevas órdenes.
La repasé, desconcertado. Después le tocó al sobre.
Ni idea…
No aparecía remitente.
La cartulina, de 21 por 15 centímetros, presentaba una única frase, escrita a máquina, y en el centro geométrico de la hoja.
En la esquina superior izquierda brillaba un emblema.
¡Qué extraño…!
La frase decía: «Marte, alerta».
No supe qué significaba.
El emblema, en relieve, constaba de dos elementos. El principal era una estrella, también de cinco brazos e igualmente invertida, como la del lacre.
Era azul oscuro, con un círculo rojo en el centro.
A su alrededor se leía: ULTRA FIDEM (Más allá de la fidelidad).
No descubrí fecha ni remitente.
Nada, ni una sola pista que revelara la identidad del autor, o autores.
Quedé pensativo y perplejo.
¿Era una broma?
En un primer momento lo rechacé.
El lacre era impecable. La cartulina, de buena factura, así como la frase mecanografiada en el centro. En cuanto al emblema, bello y perfecto.
La estrella medía 3 por 3 centímetros.
Demasiadas molestias, y demasiado caro —pensé—, para tratarse de una broma…
Pero no hallé sentido.
Las frases no me dijeron nada.
Sabía algo sobre simbología, aunque el especialista era Eliseo. La estrella de cinco brazos, según lo estudiado, es la representación máxima de la luz y del universo en expansión. Para muchos es el símbolo del microcosmos humano. Para la masonería, en el grado que corresponde a compañero, la estrella llameante simboliza la letra hebrea yod: el Principio Divino en el corazón del hombre o mujer iniciados.
Rectifiqué. Estaba equivocado. Entre los masones, en el centro de la estrella aparece siempre la letra «G», y éste no era el caso. No era un símbolo masón. Además, la estrella, como digo, se presentaba boca abajo.
Me senté y examiné el extraño envío con detenimiento.
¿Qué significaba?
Alguien me estaba comunicando algo…
Las letras de «Marte, alerta» habían sido espaciadas. Eso me llamó la atención.
No sé por qué, pero me puse a echar cuentas.
La frase medía 6 centímetros, exactamente.
En cuanto a la estrella, como dije, 3 por 3 centímetros.
Y me dejé arrastrar por la imaginación.
El «9» y el «3» se repetían…
Trasteé en la memoria.
El «9» encierra una gran simbología[36].
Para mí era el número del Maestro[37]. Y recordé las lecciones de Yu, el chino, y jefe de carpinteros en el astillero de Nahum: «El Tao —decía— produce el uno… El uno produce el dos y el dos produce el tres»… Sí, a Jesús de Nazaret lo llamaban también el Príncipe Yuy («Dos» en árabe).
Respecto al «3» sabía poco. Yu aseguraba que es el número del cielo, el camino que se recorre solo. Después —decía—, uno se encuentra con su otro «3» y todo se vuelve «8».
No quería distraerme, y aparté las ideas del querido y añorado chino.
¿Por qué el «3» y el «9» se repetían en aquel galimatías?
Permanecí largo rato sumergido en el mensaje —porque de eso se trataba—, pero no acerté, desde ningún punto de vista.
Quizá me hallaba ante la obra de un loco o de un bromista.
En Edwards había de todo y no digamos en la Fog…
En fin, nunca se sabe.
Devolví la cartulina al interior del sobre y lo guardé cuidadosamente entre la ropa.
Se hacía tarde.
Algo deduje: Ultra Fidem no era un lema de la USAF (Y no pretendo hacer un mal chiste)…
Desayuné con ganas y a las 7 horas, como fue establecido por Curtiss, apareció el vehículo que debía trasladarme a la zona restringida, al norte de la base.
Al despedirnos, Joco me guiñó el ojo, animándome con el regalo de una sonrisa. Me recordó uno de los gestos del Hijo del Hombre. Y las palabras del Maestro se presentaron en mi mente «5 × 5» (fuerte y claro): ¡«Confía»…!
Lo haría. Confiaré en Él.
Todo se presentaba manga por hombro, pero confiaría…
Recorrimos los seis kilómetros que nos separaban de la Fog.
El día prometía fuego…
En esos instantes no supe que otro tipo de «fuego» estaba a punto de caer sobre quien esto escribe, y de forma imprevista…
El Destino, sí. «Alguien» a quien olvido con frecuencia.
En la puerta principal de la zona restringida, la policía militar me impidió el paso.
¡Vaya!, olvidé colocar las credenciales en lugar visible.
Presenté las «tssc[38]» y el cabo sugirió que las colgara del cuello.
Sonreí, agradecido, y así lo hice.
El policía regresó a la garita, descolgó un teléfono, y habló con alguien.
Treinta segundos después se presentaba un vehículo militar. Tres hombres armados intercambiaron unas palabras con el cabo y éste ordenó levantar la barrera.
Crucé al otro lado y tomé asiento en el jeep recién llegado.
Fue así como regresé a la maldita Fog…
* * *
Fog (Niebla) era el lugar secreto por excelencia en la base aérea de Edwards.
Lo llamábamos así por la neblina que cubría la zona casi permanentemente. Era lo ideal para no ser observado.
Con el tiempo, Fog terminó convirtiéndose en un monstruo…
La zona restringida se alzaba al noroeste del lago seco Rogers. Se hallaba apartada de todo, pero relativamente próxima al núcleo de la base, así como a la carretera 58, que une las poblaciones de Mojave con Silt y Boron.
Las dimensiones de Fog eran considerables.
Formaba un gigantesco triángulo equilátero, de 10 kilómetros de lado.
Las «joyas» eran la 06/24 y el llamado hangar «rojo».
La primera era una pista de hormigón de casi 8000 pies.
El segundo…
Pero iré por partes.
Otras pistas, pintadas en negro, cruzaban el desierto.
Por el este, a poco más de 30 kilómetros, discurría la 395, la ruta que escapa hacia el norte y hacia el sur.
Fog, en definitiva, era un enjambre de pabellones, oficinas y hangares, en completo desorden, todos confidenciales (aunque no se supiera por qué).
El complejo fue dotado de altas alambradas espinosas, zanjas antitanques (!), cámaras de seguridad, barreras de infrarrojos, una carretera que corría paralela al perímetro, perros especialmente adiestrados, las inevitables líneas rojas (recuerdo media docena, rodeando algunos hangares, altamente «sensibles»), guardias por todas partes (incluidos los tejados) y, por supuesto, los smoker…
Había zonas a las que sólo se tenía acceso con las «tssc» de niveles rojo y violeta. Era el caso de la «ciudad subterránea», a la que me referiré más adelante.
Era divertido.
En la Fog, lo primero que mirábamos no eran los ojos de una persona, sino el color de las «tssc».
El segundo «rey» de la Fog, como decía, era el Z-412. Lo llamábamos hangar «rojo» por el color de los muros y de la techumbre, de plomo.
Era uno de los edificios sobresalientes de la zona restringida, debido a los archivos allí contenidos y a la gran plataforma circular en la que subían y bajaban los prototipos secretos.
En una de las dependencias del hangar rojo se encontraba el despacho de Curtiss. Lo conocíamos como el «ahumadero».
El resto era un laberinto de salas y dependencias. Allí trabajaba parte del equipo de Caballo de Troya.
Y he dejado la descripción de los smoker para el final, no por casualidad. La USAF se sentía orgullosa del «invento». Era una de las claves del éxito de aquella zona, repetían los generales en voz baja cuando visitaban la «ciudad subterránea» o el resto de la Fog. ¡Dios santo! ¡Qué mediocridad!
La Fog disponía de dos smoker: uno al este y otro al oeste. En palabras simples: consistían en sendas bocas, a cinco metros por debajo de la superficie, que vomitaban niebla cuando los responsables del campo así lo consideraban. Era una niebla densa y perlada que se apoderaba del triángulo en cuestión de minutos. Una tela de araña de tubos de torio de 2 milímetros sobrevolaba la zona a 10 metros del suelo, manteniendo el humo «encarcelado» merced a los campos gravitatorios que actuaban como «tapadera».
Los smoker y la calima natural existente en el lago seco Rogers hacían prácticamente «invisible» la zona restringida de Edwards. Ningún observador estaba capacitado para descubrir lo que se cocinaba en aquel remoto paraje.
Y, sinceramente, fue mucho, y de enorme trascendencia, lo que se experimentó (y se experimenta todavía) en la base de Mojave…
Mientras los smoker arrojaban niebla, la circulación rodada en la Fog estaba terminantemente prohibida.
Otros edificios «notables» en aquel complejo supersecreto eran los hangares «5» y «1», ubicados también al este y en el oeste de la zona restringida, respectivamente. En ellos se camuflaban tres poderosos elevadores que comunicaban la «ciudad subterránea» con la superficie.
Y se preguntará el hipotético lector de estas memorias: ¿por qué procedo a desvelar parte de una instalación militar secreta? ¿Por odio? ¿Por venganza? ¿Como resultado de la inconsciencia?
Lo he meditado profundamente y entiendo que la razón no tiene nada que ver con lo referido. La explicación es simple. Los militares son ciudadanos al servicio de la comunidad. Esa comunidad paga y los sostiene. Cualquier secreto militar es un insulto al ciudadano. Aun así, yo he guardado algunos. Soy tan pecador como ellos…
Pero no pretendo desviarme de lo esencial.
A las 7 horas y 20 minutos de aquel lunes, 16 de julio (1973), el jeep de la policía militar se detuvo en la esquina este del referido hangar rojo. La calima, ajena a lo que estaba a punto de suceder, lamía los edificios con cierto aburrimiento. Se veía y no se veía.
Conocía bien el lugar.
Saltamos del vehículo y nos encaminamos a una pequeña puerta metálica, disimulada en el muro rojo.
Uno de los militares pulsó un timbre y esperamos.
Nadie habló.
Siguiendo la costumbre, me dediqué a observar. Esta vez reparé en los subfusiles automáticos que portaban los policías. Aparecían relucientes. Eran «M3A1», de fabricación norteamericana. Probablemente procedían de Íthaca Gun Co. No creo que pesasen más allá de tres kilos y poco. Munición: 9 mm o quizá 11,43 mm. Cargador extraíble (30 balas). Cadencia de tiro: 350 a 450 disparos por minuto. Una joya…
En mis tiempos lo llamábamos «greasegun», por el parecido con las pistolas engrasadoras.
El mecanismo de puntería era fijo, con un alza que permitía disparar a cosa de 100 yardas (alrededor de 90 metros). Había prestado buenos servicios durante la segunda guerra mundial, la guerra en Corea y Vietnam.
Y, de pronto, me sentí avergonzado.
Estaba admirando un arma; algo ideado para herir y matar. No era eso lo que predicaba el Hijo del Hombre…
Los policías me repasaron de arriba abajo, intrigados.
¿Qué pintaba un anciano en un lugar como aquél?
Eran muy jóvenes. No podían sospechar siquiera…
La puerta fue abierta por uno de los directores de Caballo de Troya.
Omitiré nombres, por seguridad.
Sonrió, y me invitó a pasar, al tiempo que sujetaba las gruesas gafas de carey con el dedo índice izquierdo.
El policía al mando indicó que esperarían allí mismo. Y los «M3A1» continuaron con los ojos de acero fijos en el suelo.
Segundos después entrábamos en la sala de las «tormentas». La llamábamos así porque era el lugar en el que se discutían los asuntos más afilados. Siempre terminábamos a gritos.
El de las gafas de carey me franqueó el paso y se hizo el silencio entre los allí reunidos. Parecían muy acalorados. Probablemente discutían.
La sala no tenía mucho que describir…
Una mesa de cristal, fría y distraída, era el habitante principal. Era un capricho de Curtiss, llegado de Dios sabe dónde. Mirando al norte se abría una ventana, la única. Se mostraba orgullosa de su blindaje. Sólo veía alambradas y desierto. Pobrecilla.
En lo alto lucían dos lámparas, peladas, y siempre encendidas. Flotaban entre el humo, con los cables en desorden y sin vestir. Una parpadeaba sin cesar, como protesta.
En la pared de la derecha (tomaré como referencia la puerta de entrada) colgaba un retrato del presidente Nixon, descolorido —casi azul— y con una sonrisa falsísima.
Junto a la ventana, en el rincón, una bandera norteamericana, tan aburrida como la mesa y las sillas.
En la pared de la izquierda observaba una gran pizarra, con un negro amenazante. Allí arrancaban siempre las disputas. No sé cómo se las arreglaba…
Por último, también en la pared de la izquierda, a dos metros del suelo, vigilaba el armario cuadrado del aire acondicionado. Ése vivía permanentemente colgado y enchufado. No le culpo. En aquella sala había oído lo que no está en los escritos.
En la cabecera de la mesa distraída se sentaba el general, de espaldas a la ventana que sólo veía alambradas.
Curtiss fumaba uno de sus interminables habanos.
Alrededor de la mesa se hallaba el resto de los directores, al completo.
Tres o cuatro fumaban, nerviosamente.
Sí, se preparaba el escenario para una gran tormenta…
Curtiss hizo señas para que avanzara y me sentara a su izquierda, cerca de la bandera.
Nixon ni me miró.
Éramos doce…
Los observé durante breves segundos, y ellos a mí.
Slimy babeaba, como siempre. Frente a él, sobre la mesa de cristal, descansaba un maletín plateado, metálico, esposado a su muñeca derecha. ¿Qué contenía? ¿A qué se debía tanta seguridad?
Percibí dureza en las miradas. ¿Qué podían reprocharme? ¿Por qué discutían?
Curtiss comprobó que el puro se había apagado y buscó cerillas.
No tuvo tiempo de registrar los bolsillos.
Dos de los directores se alzaron de inmediato y le brindaron fuego.
Eran los aduladores de siempre…
Y el general aprovechó la pausa para solicitar café.
El de las gafas de carey salió de la habitación y el silencio se sentó a nuestro lado. Ya éramos trece…
Curtiss se interesó por mi salud.
Puro compromiso.
El instinto volvió a tocar en mi hombro. Algo no iba bien entre los directores.
Debía prepararme…
Y así fue.
Después comprendí a la pobre ventana. Necesitaba huir, pero no era capaz.
* * *
Llegó el café y todos lo agradecimos.
El silencio supo que estaba de más, se levantó, y se fue.
Nixon lo siguió con la mirada.
Y la conversación discurrió por derroteros intrascendentes. La reciente bronca parecía olvidada, pero no…
Curtiss se dirigió entonces a uno de los directores (lo llamábamos «el tejano») y ordenó que repitiera lo expuesto poco antes, cuando yo estaba a punto de entrar en la sala.
Y el tejano habló con cierto aire de desafío:
—Os digo que la «cuna» no está en el mar Muerto…
Observó las caras de incredulidad y repitió:
—Tenemos información que lo ratifica… La nave no se halla donde creíamos…
El silencio no llegó a la puerta. Se volvió y regresó junto a los directores.
Yo estaba pálido.
Miré al general, buscando una explicación, pero no la obtuve. Curtiss, impasible, ni me miró. Y animó al tejano para que continuara.
El director que había lanzado la bomba no era amante de rodeos (aunque parezca increíble), y tiró por el camino de en medio.
Esto es lo que recuerdo de aquella demoledora exposición:
De acuerdo a las fotografías y datos suministrados por el Big Bird y por otros dos satélites, especialmente desviados hacia la órbita del mar de la Sal[39], la nave no aparecía en el fondo.
Algunos de los directores —entre los que se hallaba el de las gafas de carey— protestaron.
«La información no era determinante. Los radiómetros multiespectrales ofrecían perfiles confusos[40]».
Y volvieron las discusiones, más agrias si cabe.
Alguien insistía e insistía en la cuestión de los radiómetros.
«No son de fiar»…
El tejano se puso en pie, señaló el maletín que continuaba esposado a la muñeca de Slimy, y gritó por encima del resto:
—¡De eso hablaremos luego…!
Vi desaparecer al silencio, aburrido.
Curtiss ordenó calma, y volvió a prender el agonizante habano.
El humo caracoleaba, asfixiándonos.
La bombilla seguía protestando, con sus constantes parpadeos, pero nadie echaba cuenta.
Y el tejano prosiguió…
Tampoco los radares de penetración profunda habían obtenido resultados concluyentes[41]. La «cuna» no aparecía por ninguna parte.
Los directores que se oponían al tejano plantearon que aquél tampoco era un argumento fiable. El fondo del mar de la Sal, como expliqué en su momento, sumaba del orden de cien metros de sedimentos, en sucesivas capas químicas y arcillosas, consecuencia de los arrastres fluviales. En definitiva: cien metros, o más, de puro fango, que se comporta como arenas movedizas.
La «cuna» pesaba más de 20 toneladas…
Era más que posible que el lodo la hubiera succionado, literalmente.
Quizá se hallaba a cincuenta u ochenta metros de profundidad. Quién podía saberlo…
Y pensé en Eliseo.
¡Dios mío! ¡Sepultado en el fango!
Percibí cómo el alma se encogía…
Apuré el segundo café.
Creí entender la situación del equipo director de Caballo de Troya.
Las informaciones e imágenes facilitadas por los satélites habían dividido las opiniones sobre el paradero de la nave. Y la brecha se hacía insalvable, por momentos.
Un grupo, integrado por seis directores, entre los que se hallaba Slimy, defendía que la «cuna» no se encontraba en el mar Muerto.
Los otros cuatro opinaban lo contrario.
El general no se manifestó.
Y el tejano, en nombre de los que le secundaban, a los que, a partir de ahora, llamaré los «halcones», añadió:
—Tampoco el foco emisor de calor, localizado en la fosa sur, es la nave…
Las nuevas protestas no se hicieron esperar.
—Eso es absurdo —planteó el de las gafas de carey—. En el mar Muerto no hay nada capaz de provocar una fuente de calor como ésa…
Alguien habló del aragonito y del hidrógeno sulfuroso.
Le taparon la boca de inmediato. Como ya mencioné, el azufre no podía provocar una cosa así, y mucho menos el aragonito.
El tejano dejó rodar la discusión.
Cuando los ánimos se calmaron, concluyó:
—Ese foco de calor es real, pero no es la «cuna»…
Hizo una pausa y remató:
—Esa fuente de calor podría estar relacionada con la nave.
El desconcierto y la sorpresa se dieron la mano. Nadie entendió:
Curtiss apremió:
—¿De qué demonios estás hablando?
El tejano esperaba ese instante. Hizo un gesto al de los labios babeantes y Slimy procedió a soltar las esposas que sujetaban el maletín a su muñeca derecha.
El silencio se sentó de nuevo entre los directores. Nixon perdió la estúpida sonrisa…
Todos estábamos expectantes.
Slimy abrió el maletín plateado y extrajo un sobre de color naranja.
Aparecía lacrado.
Y fue a depositarlo sobre el cristal, frente al general y jefe del proyecto.
Fue entonces cuando me fijé. El lacre era el mismo que cerraba el sobre que yo había recibido en mi habitación, en el pabellón de oficiales de Edwards.
¡Una estrella de cinco puntas, también invertida!
¿Qué era todo aquello?
Curtiss se apresuró a romper el lacre y extrajo una colección de fotografías.
Parecían imágenes captadas por los satélites.
Silencio.
La bombilla tartamuda continuaba con los parpadeos. Era insufrible…
El habano del general hacía rato que había fallecido.
Curtiss solicitó explicaciones:
—¿Qué es esto?
El tejano respondió al momento:
—Podría tratarse de acumuladores…
—Explícate.
Y el tejano lo hizo, sumiéndome en la confusión.
—Ese foco de calor —y señaló la mancha naranja que aparecía en las imágenes— no es de la «cuna». Si procediera de la nave, la radiación sería ligeramente radioactiva…, y no lo es.
Hablaba con razón.
La aleación con el torio convertía el blindaje del módulo en «levemente radioactivo».
—La fuente de calor que observas —continuó el «halcón»— es de origen químico.
—Y bien…
—Creemos que son acumuladores…
El general solicitó más claridad.
—Acumuladores… Ya sabes: baterías eléctricas como las que llevaba…
El tejano rectificó:
—Como las que lleva la «cuna[42]».
Hice memoria.
Las baterías en cuestión se hallaban estratégicamente repartidas por la nave. Eran elementos complementarios, destinados a suplir algún tipo de déficit menor o secundario. Recordaba haberlas utilizado en una ocasión, al explorar la cripta funeraria de la población de Nahum, en la Galilea[43]. En dicha oportunidad, el acumulador de turno alimentó una potente linterna de 33.000 lúmenes. Que yo supiera, nunca más salieron de la nave.
—¿De cuándo son estas fotos?
El general lo tenía delante, al pie de las imágenes, pero no lo vio.
El tejano indicó:
—Ahí figura el día y la hora…
—Lo veo —se adelantó Curtiss—… Día 15, a las 13 horas…
Eso fue el día anterior. Las fotografías habían sido tomadas el domingo.
Curtiss no comprendió el alcance de lo que sugería el tejano y terminó pasando las imágenes al resto del equipo.
No hubo discusión. La información parecía correcta.
Y el general, tras encender un nuevo cigarro, planteó la cuestión clave:
—OK… Son acumuladores pertenecientes a la «cuna». Y os pregunto: ¿dónde está la nave?
Durante algunos segundos, nadie replicó.
Finalmente, el tejano habló con sensatez:
—No lo sabemos…
—¿Qué estás insinuando? —preguntó el general con desconfianza.
—No insinúo nada…, por el momento.
El director insistió en lo ya sabido:
—No hay rastro de la nave… Eso no quiere decir que esté hundida…
Curtiss siguió ausente, sin captar el doble sentido de las palabras del tejano. Reclamó las imágenes y las puso en las manos de quien esto escribe.
—Y tú, ¿qué dices?
Las examiné con avidez.
La teledetección activa y los radiómetros multiespectrales ofrecían una información impecable[44]. La mancha naranja era nítida. Aquello representaba una fuente de energía de origen químico. Era el mismo foco emisor que había mostrado Curtiss el 7 de julio, en la base judía de Nevatim.
Calibré las dimensiones del foco emisor. Eran sensiblemente inferiores a las de la «cuna». Esto me dejó atónito. El tejano llevaba razón: podían ser acumuladores…
Rechacé la idea al instante.
Volví a examinar las fotografías, las comparé, y llegué a la misma conclusión: aquello no eran acumuladores…
El general captó mi extrañeza y preguntó, rápido:
—¿Qué sucede?
Necesité unos segundos. La mente era un laberinto.
«Aquello» no era posible…
Finalmente expliqué:
—No pueden ser acumuladores… No los de la nave.
—¿Qué estás diciendo? —intervino el tejano.
Indiqué la mancha naranja y abrevié:
—Están agrupados… Insisto: no pueden ser acumuladores.
—¡Explícate! —exigió el general con nerviosismo.
Y lo hice.
Si la nave se hubiera abierto como consecuencia del impacto en el agua, las baterías o acumuladores eléctricos podrían haber escapado de la «cuna», o no. Como mencioné, se hallaban estratégicamente distribuidos, dispuestos para ser usados en caso de emergencia. Era físicamente imposible que, al escapar de la nave, permanecieran agrupados. La flotabilidad era notable y eso los hubiera impulsado hacia la superficie del lago, y en desorden.
Curtiss me miraba, perplejo. El habano había vuelto a apagarse. Nixon no sabía de qué hablaba, como casi siempre…
—¿Cómo es que las imágenes muestran los acumuladores reunidos en una especie de racimo? Ni en un millón de años se produciría una casualidad así…
»Y, para colmo —añadí—, aparecen activados.
El tejano y varios de sus hombres sonrieron. Deduje que ya lo sabían…
Y continué:
—Esos acumuladores no funcionan automáticamente. Hay que conectarlos manualmente.
—¿Han podido activarse con el choque?
La pregunta de Curtiss estaba de más, pero aclaré la duda:
—Difícil…
Y una nueva incógnita quedó flotando entre el humo: ¿Quién los puso en funcionamiento?
Yo no recordaba… Además, ¿por qué razón hubiera hecho algo así?
—Son como linternas —maticé—. Es preciso pulsar el correspondiente interruptor para que se «enciendan»…
El general había comprendido, y recapituló:
—Veamos… ¿Estás diciendo que esos acumuladores, o lo que sean, no deberían estar ahí?
Asentí con la cabeza.
—¿E insinúas que alguien los activó, uno por uno?
Volví a mover la cabeza, afirmativamente.
Todos, creo, fuimos visitados por el mismo pensamiento, pero nadie se atrevió a expresarlo.
—Pero los acumuladores —musitó Curtiss para sí— están ahí…
—Afirmativo…, y no lo entiendo.
—Y eso no es todo —intervino Slimy por primera vez—. Los acumuladores flotan a cinco o diez metros del fondo…
Curtiss y yo examinamos la línea que marcaba el fondo del mar Muerto. La apreciación era correcta. Los acumuladores se hallaban por encima del fango.
La nueva observación me dejó atónito.
Y exclamé, sin poder contenerme:
—¡Negativo…! ¡Eso es igualmente improbable…! ¡Las baterías flotan!
Slimy preguntó, malévolo:
—¿Se trata de un milagro?
Lo maldije en mi interior.
—Sólo hay una explicación —terció el tejano—. Alguien lo ha dispuesto así… Alguien ha reunido los acumuladores, los ha activado, y los mantiene sujetos en el fondo con algún tipo de peso…
Pero los interesantes comentarios del director quedaron diluidos en una nueva protesta. Estábamos elucubrando. Todo eran suposiciones. Necesitábamos más información.
Y el de las gafas de carey apuntó la necesidad de llevar a cabo una incursión, en toda regla, al mar Muerto. Habló de sondeos electromagnéticos, magnetómetros de protones, radares con láser, sonares de baja frecuencia y de barrido lateral (capaces de levantar cartas del fondo del lago) y de los «asdic», otro dispositivo sonar, inventado para detectar la presencia de submarinos.
Los «halcones» volvieron a burlarse, y con razón.
¿Con qué excusa preparaban una expedición así? ¿Qué argumentaban ante los judíos o ante los jordanos?
La guerra estaba a la vuelta de la esquina. Todos, en aquella maldita base, lo sabían…
Ése no era el camino.
Y otra duda me hundió, un poco más, en la confusión: ¿cómo era posible que los acumuladores, suponiendo que lo fueran, llevaran 17 días activos? En esos modelos, el límite era de 114 horas…
Curtiss me sacó de aquellos negros pensamientos.
Hora de comer…
* * *
Tras el almuerzo, los «halcones» volvieron a la carga.
No estaba todo dicho.
Y el tejano, implacable, planteó algo a lo que nadie había hecho referencia, que yo supiera: ¿por qué fallaron las medidas de seguridad de la nave, en caso de impacto o hundimiento en el mar?
Sí, fue extraño. Nadie lo mencionó en los días anteriores.
No comprendí por qué.
Supuse que dieron por hecho que el golpe fue tan violento que las inutilizó.
Eso no era correcto.
Las «BAL», abreviatura de Break Aleg, como designábamos a las referidas medidas de seguridad, fueron concebidas, precisamente, para desastres de esa naturaleza.
En síntesis, las «BAL» consistían en lo siguiente[45]:
«Columna 20» (Col. 20).
Si la «cuna» resultaba hundida (éste era el caso), a los 20 segundos, la «membrana» exterior, cuyo espesor total era de 0,0329 metros, y a la que ya me he referido en estos diarios, era activada automáticamente por el ordenador central. Y de ella partían miles de finísimos láseres, que formaban un cilindro perfecto, de un metro de diámetro. Los rayos láseres viajaban apantallados en IR, por lo que sólo podían ser observados mediante visión infrarroja. La «col. 20» partía desde la «cuna» de forma vertical. No importaba la posición de la nave. «Santa Claus» se ocupaba de eso.
Era cuestión de tiempo que los buscadores localizaran el citado «tubo» o «cilindro» láser. La columna era visible a kilómetros de distancia. Se presentaba sobre la superficie de la mar como lo que era: una columna de luz, y se perdía en el espacio…
Cada láser, además, era portador de una señal de auxilio (121.5), que podía ser captada por radiómetro, con un sistema de posicionamiento que garantizaba un error máximo radial de 1,8 centímetros.
La señal múltiple permanecía activa de forma indefinida, siempre y cuando la SNAP 27 no resultara dañada.
El procedimiento, como digo, era automático. Todo se hallaba en las «manos» de «Santa Claus»: las mejores «manos», por supuesto. Quien esto escribe lo sabía por experiencia…
Si los pilotos resultaban muertos, o perdían el conocimiento, el sistema actuaba automáticamente.
Y el tejano preguntó:
—¿Por qué no hemos sido capaces de localizar ese «cilindro» en el mar Muerto?
Nadie replicó.
Era inexplicable.
—¿Por qué nadie ha sido capaz de oír el canto de esos miles de balizas…? Tenemos tres satélites ahí arriba…
Nuevo y significativo silencio.
Alguien tenía que haber escuchado la «121.5», y no sólo los satélites. Cualquier avión en vuelo sobre la zona, o las estaciones civiles o militares que rodean el mar de la Sal, tendrían que haberla detectado.
Era muy raro…
Los directores que se oponían al grupo de los «halcones» plantearon una duda más que razonable: si la nave fue tragada por el barro, adiós a la «membrana» y adiós a las «BAL». Toneladas de cieno podían estar obstaculizando los sistemas. Era lógico que no funcionasen.
«Col. 60».
Era la segunda medida de seguridad, que tampoco había funcionado, que nosotros supiéramos…
A los 60 segundos del hundimiento de la «cuna», igualmente de forma automática, el ordenador central disponía la congelación del agua contenida en la «columna» láser. No importaba la altura de la misma. La «membrana» inyectaba gas al «tubo» (generalmente hidrocarburos con freones) y la temperatura del agua descendía. Al invertir la polaridad de la alimentación eléctrica, en un efecto relativamente similar al Peltier, el agua «prisionera» en el «cilindro» láser aumentaba la temperatura hasta el punto de ebullición. Esto provocaba un «boquete» en la mar, facilitando el acceso a la nave, así como el rescate de los ocupantes.
Pues bien, como decía, nada de esto sucedió en el mar Muerto.
Y la discusión derivó hacia lo ya sabido: el lodo del fondo pudo inutilizar los sistemas que activaban «col. 60».
La tercera y última medida de seguridad carecía de nombre.
Funcionaba a los 5 minutos del hundimiento.
«Santa Claus» fue programado para lanzar a la superficie —siempre por el «cilindro» láser— un producto de composición química parecida a la clorofila, que «teñía» las aguas con «brillos» que oscilaban entre 6,9 y 89,0 GHz. Las observaciones corrían por cuenta de los radiómetros pasivos de microondas instalados en los satélites.
El resultado fue igualmente negativo.
Nada de nada…
Y el tejano retornó a la primera pregunta: ¿por qué ninguna de las «BAL» había funcionado?
Todos nos encogimos de hombros.
Repito: era inexplicable.
Y el general fue directo a lo que importaba:
—Hemos fallado… La «cuna» no emite porque no puede emitir…
El silencio fue significativo.
Curtiss llevaba razón.
Estábamos mareando la perdiz. Lo más probable es que el módulo, con Eliseo, se hallara en lo más profundo del fango, en el lecho del mar Muerto.
Alguien alzó la voz y, tímidamente, planteó la posibilidad de que la nave hubiera estallado mientras se hundía.
Dudamos.
Los restos de la pila atómica habrían sido localizados de inmediato.
En la superficie del lago, además, hubieran aparecido infinidad de restos.
Yo la vi descender, entre burbujas…
De haberse registrado una explosión, quien esto escribe la hubiera detectado. La onda expansiva, incluso, podría haber terminado conmigo…
La sugerencia sobre la desintegración de la «cuna» no prosperó.
Lo del cieno era otra cuestión. A razón de 10 metros por segundo, la nave pudo necesitar del orden de 30 o 40 segundos para clavarse en el fango.
Tampoco encajaba…
La primera de las alarmas —«col. 20»— tendría que haber saltado automáticamente. El contacto con el agua no era impedimento para la activación de la «membrana» exterior.
A no ser que…
Las discusiones —casi todas inútiles— se prolongaron hasta bien entrada la tarde.
* * *
Esa semana del 16 de julio no se registraron cambios sustanciales.
Siguieron celebrándose reuniones en la sala de las «tormentas» y continuaron las polémicas, cada vez más ácidas y encontradas. Las imágenes y la información proporcionadas por los satélites no variaron. Y las posiciones se enconaron. Los directores pasaban el día a la greña. Mientras tanto, todo era silencio en la fosa sur del mar Muerto.
Las posturas, como digo, no cambiaron. Los directores que capitaneaba el tejano defendían que la «cuna» no se hallaba en el fondo del lago. Los segundos —a los que llamaré «palomas», por simplificar— se enroscaron en el asunto del barro y en la necesidad de organizar aquella expedición imposible al fondo del mar de la Sal. Nos hallábamos en julio de 1973. Las noticias sobre una inminente guerra entre árabes y judíos corrían como la pólvora. Algunos, en la base, daban por hecho que las hostilidades se iniciarían a primeros de octubre. Lo sabían de buena tinta…
Asistí a las reuniones, pero, sinceramente, no saqué nada en claro.
Fue una semana indigerible.
Me sentí fracasado e impotente.
Después de tantos días, Eliseo sólo podía estar muerto…
No fuimos capaces de reaccionar. Mejor dicho, nos enredamos nosotros mismos.
El viernes 20, llegaron los informes médicos, procedentes del Hospital de Veteranos, en Tampa. Curtiss y yo nos reunimos en privado y el general, como ya expliqué anteriormente, me permitió leerlos y tomar notas sobre los «tratamientos y recomendaciones».
Curtiss no disimuló su admiración hacia quien esto escribe.
Según aquellos papeles me quedaban ocho o nueve años de vida y, sin embargo, según el jefe del proyecto, mi única preocupación era Eliseo.
Sí y no…
A lo largo de aquella, y de otras conversaciones, tentado estuve de mostrarle la «perla».
La acariciaba mientras conversábamos, pero Curtiss no reparó en ella.
Y la intuición me obligó a guardar silencio.
No era el momento. Todavía no…
Obedecí.
El Maestro habló mucho sobre la intuición, «ese ángel que pasa de puntillas»…
No se equivocó.
Pero trataré de respetar el orden de lo acontecido…
Ocurrió al final de la entrevista.
El general guardó los informes médicos y, mirándome a los ojos, preguntó sobre la «cuna»:
—¿Qué opinas?
Dije la verdad; esta vez sí.
—Estoy confuso…
El general, comprendiendo, intentó ayudar:
—Admitamos —sólo es una suposición— que la nave no está en el fondo del mar Muerto… ¿Dónde puede hallarse?
Le miré, desconcertado.
Curtiss sabía más de lo que aparentaba.
—No entiendo —me defendí.
—Sabes bien a qué me refiero…
Percibí la presión y me encogí de hombros. No deseaba más complicaciones.
—¿Crees que ha regresado?
—¿Regresar? ¿A qué lugar?
El general sonrió de mala gana. Y añadió:
—No te hagas de nuevas… Sabes bien que ésos —imaginé que aludía a los «halcones»— están maquinando el regreso…
No lo sabía, y así se lo hice ver.
La respuesta de Curtiss me descolocó:
—A veces pareces de otro planeta… ¿No sabes que ésos están presionando en las alturas para enviar otra nave y averiguar lo sucedido?
Me quedé con la boca abierta.
Y el general se reafirmó en lo dicho:
—A veces pareces de otro mundo…
—¿Maquinan eso? ¿Quieren volver al tiempo del Maestro y averiguar qué ha sucedido con Eliseo?
El general negó con la cabeza, y aclaró:
—Eliseo no les importa nada… Buscan la «cuna», y lo que contiene.
—¿Y cómo sabes eso?
—Soy general, pero no sordo… Es el rumor que corre por la Fog y, supongo, por la base.
Y preguntó, burlón:
—¿No frecuentas el bar de Joco?
Asentí.
—Es raro que no lo hayas oído… Pregúntale.
—¿Hablas en serio?
—Naturalmente. Caballo de Troya no es un juego.
—No comprendo… Regresar, ¿para qué?
El general esbozó una sonrisa de circunstancias y contestó sin contestar:
—Lo dicho: no eres de este mundo…
Pensé a gran velocidad.
¿Cuál era el contenido de la «cuna» que tanto les interesaba? ¿La información sobre Jesús de Nazaret? ¿El cilindro de acero?
Intuí por qué maquinaban el retorno al tiempo del Maestro: el cilindro de acero…
La información sobre la vida, los pensamientos, y el mensaje del Galileo les traía sin cuidado; al menos a los «halcones». Fue una deducción matemática. Nadie, en casi tres semanas, se había interesado por nuestra aventura en la Palestina de Jesús. Nadie preguntó por el Hijo del Hombre. Era desconcertante…
Lo vi claro.
El objetivo era la nave. Para ser exacto: el objetivo eran las muestras de sangre y de cabellos del Hombre-Dios y de su familia.
¡Bastardos!
Y me pregunté, con idéntica sorpresa: si Curtiss era uno de los instigadores de los diabólicos planes de Caballo de Troya, revelados por Eliseo antes de que entrara en coma[46], ¿por qué planteaba estas cuestiones? Parecía como si el referido «regreso» no fuera de su agrado… ¿O había algo más?
No tardaría en averiguarlo…
Y el general volvió al tema del «hipotético regreso», pero con otras palabras:
—¿Consideras que Eliseo ha podido activar la inversión de masa de los swivels y retornar al «ahora» de Jesucristo?
—Jesús de Nazaret —le corregí.
—Bueno, eso… ¿Qué dices?
—¿Te refieres a modificar los ejes del tiempo antes de la llegada de la «cuna» al fondo del lago?
—Exacto.
—Si Eliseo no saltó, y permaneció en la nave, por supuesto que pudo hacerlo, pero no veo por qué…
Curtiss esbozó una enigmática sonrisa y se dio por satisfecho con la respuesta.
—Era lo que deseaba saber…, por ahora.
Y cambió de asunto, interesándose por mi salud.
—Estoy bien —repliqué sin demasiado convencimiento—, dentro de lo que cabe…
Fin de la conversación.
* * *
Aquel sábado, 21 de julio, fue relativamente sereno.
No pasó nada…, fuera de mi mente.
Me dediqué a pasear y a beber leche en el bar de Joco.
Las últimas cuestiones apuntadas por el jefe de Caballo de Troya ocuparon la mayor parte de mis pensamientos.
«¿Retornó Eliseo a la época de Jesús de Nazaret? ¿Y por qué a ese “ahora”? También pudo trasladarse a otro momento histórico… ¿Quizá al futuro?».
¡Qué tonterías llegué a pensar!
Me estaba dejando contaminar por los «halcones».
Tenía que mantener la mente fría y distante. Ése es el secreto del éxito…
Algo en el interior (ahora sé que fue la «chispa»), me rectificó: «El éxito consiste en despertar, y en eso no interviene la mente».
Pero yo seguí a lo mío.
Eliseo estaba muerto…
Esa mañana me aislé en un pequeño parque que sobrevivía no lejos del pabellón de oficiales, a 600 metros al oeste de la carretera que buscaba la población de Lancaster. Era un bosque modesto, con un nombre sonoro: Onizuka.
Allí me senté y busqué respuestas.
Conversé conmigo mismo y, en ocasiones, con una familia de cactáceas, dedicada todo el santo día a la búsqueda de agua. No sabían que eran cactus…
Los había cilíndricos, lanudos, trepadores a ninguna parte, con formas de cirio y de penca, otros a los que llamaban «cholla», chaparrales enanos, enebros medio religiosos, y el Pileocereus, siempre a medio afeitar. Y en mitad de los verdes y de los espinos, el rey de Mojave: un cactus de cinco metros de altura, con el tronco fibroso y centenario. Era un milagro que pudiera sostenerse en pie. Las flores se abrían en primavera e imploraban agua a los cielos. Por eso, al verlos, los mormones los bautizaron con el nombre de «árbol de Josué». Eran pobres de solemnidad. Por no tener no tenían ni anillos concéntricos. Así disimulaban la edad…
Como digo, sostuve más de una y más de dos conversaciones con el tal Josué, más conocido en los diccionarios como Yucca brevifolia.
Yo preguntaba y el anciano replicaba, a su manera.
—¿Por qué razón iba a regresar Eliseo junto al Maestro?
El árbol de Josué me miraba, entornaba los ojos color mostaza, y digo yo que pensaba:
—Otro piloto loco…
Pero me seguía el juego. No tenía otra cosa que hacer, salvo el negocio del agua. Y murmuraba:
—En fin, cuéntame…
—Estaba pensando en las razones por las que mi compañero, Eliseo, podría haber vuelto con Jesús de Nazaret…
—Y bien… ¿Cuáles son?
Se me ocurren varias. Primera: por agradecimiento. El Hijo del Hombre lo sanó…
—No conozco esa historia…
—Es lógico —repliqué—. Aún no tiene editor.
—¿Y cómo lo curó?
—Fue en una puesta de sol, pero eso no importa… Quizá ha querido volver para darle las gracias…
—Eso se sostiene a duras penas, como yo…
Josué sabía más de lo que aparentaba; exactamente igual que Curtiss. Y remató:
—Eliseo es un «oscuro» y morirá como un «oscuro»…
—Segunda razón: podría haber vuelto por Ruth…
—¿Quién es?
—Mi amada…
—No entiendo.
—Quizá deseaba volver a verla y vivir con ella hasta el final de sus días…
Josué preguntó, extrañado:
—¿No dices que es tu amada? ¿Qué pinta Eliseo detrás de Ruth?
—Dijo que estaba enamorado de ella, pero no lo creo.
—Tú sí regresarías por esa razón… Tú sí estás enamorado…
—Se me ocurre algo más. Eliseo pudo volver para recuperar el cilindro de acero… Él, seguramente, ha leído los diarios. Él sabe que fue robado en la aldea de Beit Ids…
El pobre Josué se perdió…
—¿Qué cilindro?, ¿qué diarios?, ¿qué aldea?
—No importa —respondí—. La cuestión es que ésa sí es una excelente razón para «saltar» en el tiempo y regresar…
Josué recomendó que descansara. Pensar a tanta velocidad no podía ser saludable. Él había durado cien años porque pensaba lo justo.
Seguí el consejo y me quedé dormido.
Tuve sueños inquietantes. Uno de ellos resultaría profético, pero yo, en esos momentos, no podía saber…
Esto fue lo que soñé:
Me hallaba tumbado, y dormido, en el referido bosquecillo.
Los cactus seguían a lo suyo, empeñados en negociar agua.
Contemplé mi cuerpo desde lo alto. Era viejo y larguirucho.
De pronto, del interior de mi cabeza, desde el Palacio de Cinabrio, surgió un cactus largo y verdoso, con dos ramas, a manera de brazos. Se elevó nueve pies…
En lo alto presentaba una cabeza humana. Me recordó a Judas, el traidor.
Tenía los ojos rojos, encendidos.
Acto seguido vi florecer un segundo cactus. Nació del corazón. Se alzó hasta 3 pies y 9 pulgadas (exactamente). Era cilíndrico y con una cabeza de mujer en el extremo. Era muy hermosa. ¡Era Ruth!
Y al instante, de los testículos de aquel Jasón que dormía en el bosque, brotó un tercer cactus. Era un cirio, también con una cabeza humana en lo alto. Reconocí igualmente al personaje: ¡era Tarpelay, el guía negro que me acompañó en muchas de las aventuras por el Jordán! Lucía un turbante amarillo. El cactus alcanzaba 3 pies y 36 pulgadas, también exactamente.
No tuve tiempo de asombrarme.
Un cuarto cactus, lanudo, de color violeta, amaneció en el vientre y creció y creció hasta los 3 pies y 20 pulgadas. En el extremo superior descubrí la cabeza de otro querido y añorado amigo: Yu, el chino.
Los ojos de los cuatro personajes se movían, inquietos. Buscaban algo.
En el horizonte habitaba un sol naranja. Supuse que se ocultaba, pero no. El sol se hallaba inmóvil. Todo Mojave aparecía teñido de oro.
Y allí, en la lejanía, distinguí la silueta de Eliseo.
Corría hacia el sol.
De vez en cuando se detenía, se volvía hacia el dormido Jasón, y gritaba: «¡Acepta…! ¡Acepta!».
Después desperté.
Josué continuaba con sus pensamientos verticales, interrogando a Dios sobre su insufrible inmovilidad.
Todo respiraba calma.
Sí, había tenido una pesadilla…
Pero, qué extraño… La ensoñación me recordó —no sé por qué— un pasaje del profeta Isaías (capítulo 11), en el que habla de un vástago del tronco de Jesé[47] y de cómo brotará un retoño de sus raíces…
No le concedí mayor importancia.
Me hallaba abrumado ante la supuesta posibilidad de que Eliseo hubiera activado los swivels, y regresado al año 28 de nuestra era. Ésa era la causa, probablemente, de la pesadilla. Pobre tonto…
Y olvidé otra recomendación del Hombre-Dios: «busca siempre la perla de los sueños».
La tarde de ese sábado acudí, puntual, al bar de Joco.
Los rumores en la base no corrían: volaban…
Algunos de aquellos bulos tenían que haber nacido en la sala de las «tormentas», necesariamente. No había otra explicación. Afinaban muy bien la puntería…
Recuerdo los siguientes:
«La “cuna” no se hallaba en el mar Muerto… Eliseo me lanzó a las aguas y, acto seguido, regresó al tiempo de Jesús… La misión no había concluido… Los de arriba echaban chispas… El proyecto era el hazmerreír del Pentágono… Nixon y el doctor Kissinger trinaban… Una segunda nave estaba dispuesta en Mojave para “saltar” de nuevo en el tiempo, capturar al traidor y retornar con la “cuna” y su secretísimo contenido»…
No concedí crédito a lo que oía.
Joco, impasible, se encogía de hombros y servía más leche.
Él sólo contaba lo que le contaban.
Y a pesar de mi mente —fría y distante—, algunos rumores hicieron mella en quien esto escribe.
¿Una segunda nave?
Tenía que aclarar el asunto. Preguntaría directamente al general…
Curioso. Mi gran objetivo —escribir y dar testimonio de lo vivido junto al Galileo— aparecía cada día más lejano.