10 de agosto
El viernes, 10 de agosto (1973), a primera hora de la mañana, Domenico pasó a recogerme por el pabellón de oficiales de Edwards.
Se presentó al volante de un diminuto «Renegade II», de 1971.
Me fascinan los automóviles.
El «Renegade» era descapotable, con un notable estrabismo en el faro izquierdo y una adaptación muy apañada (motorización 4.0 de 6 cilindros y 185 caballos). En otras palabras: la envidia de la base.
Los asientos eran para caerse de espaldas. El ayudante los había forrado con piel de cebra.
Nos turnamos a la hora de manejar.
La bahía de Pablo se halla a 500 kilómetros de la base.
No sé si lo he mencionado, aunque, francamente, creo que eso carece de importancia en este relato: Domenico era homosexual.
En el viaje hablamos de todo un poco.
Su última pareja acababa de abandonarlo —tras diez años de relación— por un sargento de paracaidistas destinado en Fort Campbell (Kentucky).
Estaba desesperado.
Pensaba en el suicidio.
No se lo recomendé. Hablaba por experiencia…
La vida es una oportunidad única.
Confesó que Curtiss y la fe lo mantenían a flote. El general se hallaba al tanto de su situación.
Empecé a comprender lo del rezo del rosario cuando «huíamos» de la Fog con las cajas de melocotones…
En definitiva: se hallaba perdido. No creía en la vida.
No sabía por qué había nacido con aquella «tara» y por qué Dios lo castigaba de forma tan cruel.
No dije nada.
No puedo pasarme la vida apagando incendios e intentando demostrar que Dios no es el responsable de la lluvia.
He ahí otra razón de peso para hacer públicos los diarios de quien esto escribe…
Los últimos 200 kilómetros me ocupé yo de la conducción.
De pronto, cerca de nuestro destino, con la isla del Ángel a la vista, en una de las fugaces miradas al espejo retrovisor, la vi sentada en el asiento de atrás.
¡Vaya!
Me miraba seria, como siempre.
Era la bella intuición…
Esta vez no hubo paquete-regalo, pero me transmitió un corto mensaje: ¡«Alerta»!
No comprendí.
¿Alerta? ¿Por qué? ¿Por Domenico? ¿Por Curtiss?
Me encogí de hombros.
«Que sea lo que Dios quiera»…
Al volver a mirar ya no estaba.
Y a las 15 horas, tal y como habíamos previsto, dejamos atrás la cancela de hierro que servía de entrada a la finca de Curtiss.
Un perro amarillo, de raza indeterminada, nos salió al paso, furioso por el estrabismo del «Renegade».
Se llamaba Henry.
¡Vaya por Dios!
La de Curtiss era una casa de campo de color nevado, nacida con el siglo, y en la comodidad de unos miles de metros cuadrados.
Los vientos del diablo la maquillaban de arena, pero Curtiss, inasequible al desaliento, la pintaba, personalmente, cada año. Sólo la primera planta.
La propiedad y la casa fueron heredadas de su padre y éste, a su vez, las recibió del suyo, un buscador de oro que, según las malas lenguas del condado, llegó en 1852, en plena fiebre del oro, con una mano atrás y otra delante.
El abuelo de Curtiss procedía de Montana. Allí trabajó como sacapotras. Al llegar a California —como escribe Pérez Rosales— terminó convirtiéndose en un «afortunado minero colado». Ganó mucho dinero en los ríos de la Nueva Helvecia y terminó comprando la finca. La llamó Gold rush («La prisa del oro»).
El general la había remozado, añadiendo una segunda planta que la hacía verdaderamente señorial.
La madera, elegida por Estrella, la esposa, procedía de los bosques de Alberta, en Canadá. Era ciprés americano. En verano se tornaba amarillento, a juego con el paisaje.
La «Gold» disfrutaba de un porche que la rodeaba por completo. Era uno de los habitantes más gruñones de la casa.
A corta distancia, al sur de la mansión, dormitaba una piscina, siempre azul y pacífica, a la que se asomaban un par de columpios de cadenas oxidadas y asientos de caucho (probablemente sustraídos en la base).
Más allá, al norte, se alzaba un cobertizo que daba asilo político a los trastos viejos del lugar.
Y por todas partes, agotadoras, las moscas del Pacífico, negras y dolorosas como un pellizco.
Curtiss las llamaba las soviéticas…
Por último, al oeste de la propiedad, verdeaba una mancha de «arbequines»: olivos frondosos y centenarios, célebres por un fruto pequeño, apretado, y capaz de suministrar un aceite que atrapaba al arco iris a cada rato.
Conocía bien la especie. Era la Olea europaea ilerdensis, de hojas con pelos estelares, que proporcionaba al bosquecillo una singular tomentosidad.
Al verlo me estremecí. No sé por qué.
Aquel corro de olivos guardaba un emocionante secreto…
Emocionante, sobre todo, para quien esto escribe.
Sería el general quien me lo haría saber, poco antes de nuestra partida de la «Gold», en la mañana del domingo.
* * *
Curtiss nos recibió en el porche.
El tal Henry ladraba, furioso.
Domenico dudó.
¿Salía o no salía del «Renegade»?
Y Curtiss abroncó a Henry:
—¡Judihuelo…! ¡Anda con Nixon!
Y el chucho amarillo, acobardado, huyó a la carrera hacia los olivos.
¡Bueno era Curtiss para que le ladraran…!
El general, descalzo, vestía una bermuda a cuadros blancos y naranjas.
Completaba el desconcertante atuendo veraniego una guayabera marfileña, larga y bien planchada, con uno de los bolsillos repleto de habanos. Los cigarros asomaban las cabezas con timidez. Parecían resignados a su suerte.
Curtiss se protegía del sol con una gorra roja en la que se leía un diminutivo: «Bob». Después supe que se trataba de su equipo favorito de béisbol: los Montana State Bobcats.
Estrella, la generala, se presentó detrás.
Se secaba las manos en un delantal azul de grandes y felicísimas margaritas blancas y amarillas. Eso me parecieron: felicísimas…
Estrella había sido atractiva. Aún lo era.
Entre las arrugas del rostro habitaba el celeste de unos ojos permanentemente tristes y resignados.
¿Por qué las generalas que conozco llevan la tristeza colgada de la mirada?
Los cabellos eran blancos y valientes, hasta los hombros.
Curtiss y Estrella sobrevivían solos.
Los hijos volaron hacía mucho…
Nos acomodamos.
En la planta superior se alineaban los dormitorios.
El mío era espartano.
Lo describiré, siguiendo la costumbre de situarme en la puerta.
El único lujo era la vista que se contemplaba desde una ventana situada a la derecha. Alguien, con pericia y buen gusto, había pintado, a lo lejos, la bahía de Pablo. Y lo hizo en un azul agachado, imitando el de la mar, pero sólo lo consiguió a medias…
La estampa, no obstante, era de revista.
En la pared de la izquierda colgaban seis rosarios y un crucifijo de madera.
Los había de nácar, de vidrio, de plata, de semillas…
Procuré no olvidarlo: me hallaba en la casa del general Curtiss, un fanático de la religión católica.
Al fondo me miraban una cama y una mesilla de noche, claramente de derechas (por la ubicación). Alguien tuvo piedad y les regaló una lámpara, con una pantalla confeccionada en papel de pergamino. En la tulipa fueron dibujadas numerosas claves de sol y una enigmática ecuación: «5 + 5 = 1».
Conté las claves de sol: diez.
Lo sé. No tengo arreglo…
Y en esos momentos, mientras contemplaba las claves y los números, me vino a la mente la imagen, preciosa, de Iris.
No sé por qué…
La lámpara, en efecto, era una excelente señorita de compañía.
Y sobre la cama, ocupando casi la totalidad de la pared, una copia de un cuadro bellísimo: Francisco confortado por un ángel, de Murillo. Un óleo de 1,72 por 1,83 metros.
Lo inspeccioné, curioso.
El ángel alado tocaba un violín. Y lo hacía con la mano derecha.
Nunca imaginé que los ángeles fueran diestros.
¡Qué decepción!
Mi admiración por los zurdos no tiene límite…
Pero lo más singular del cuadro aparecía en las cuerdas del referido violín. ¡Eran cinco! Según lo poco que sé de música, los violines disponen de cuatro cuerdas[81].
Volví a contarlas: ¡cinco…!
Pensé en un error de Murillo…
En la pared de la derecha, próximo a la ventana que pintaba paisajes, encontré, de pie, un humilde reclinatorio. Debía ser franciscano, a juzgar por el asiento de esparto.
En el muro, mirando hacia el reclinatorio, encontré otro cuadro, al temple sobre tabla, que representaba a Juan, el Bautista, en el desierto. Era copia de un Veneziano. Yo había visto el original en la Galería Nacional, en Washington D. C.
Yehohanan fue pintado desnudo, con un aro de santidad sobre la cabeza, el cabello corto y amarronado, y sin rastro de la criptorquidia bilateral[82] que padecía. La cara tampoco presentaba la mariposa que yo había contemplado.
Sonreí para mis adentros. Nada es lo que parece…
Eso era todo.
Dejé mis cosas sobre la cama y continué curioseando.
Lo olvidé.
En la citada pared de la derecha, tratando de asomarse inútilmente a la bahía, vivía un armario chino, con bisagras, grande y negro. Estrella había abandonado en el interior un indefenso juego de toallas azules.
¡Qué inconsciencia! El ropero de palisandro podía devorarlas…
Traté de activar el ventilador de madera que flotaba en el techo. Imposible. Sufría algún tipo de parálisis.
Sobre la mesilla de noche había sido depositado —no sé si con intención— un misal romano diario, en latín y en inglés, con el santoral completo y un selecto devocionario. Era nacido en 1952, en Montana.
De la mano aparecía un «misalito» (variación del misal romano), dedicado a los «jóvenes de ambos sexos» (!), con una colección de recomendaciones, oraciones, fórmulas de pureza, y un reglamento para la vida cristiana (día a día). Las 798 páginas fueron ilustradas, a plumilla, con unas imágenes ingenuas y retrógradas.
Junto a los misales —algo incómodo, la verdad sea dicha— me miraba un ejemplar de El amor, las mujeres y la muerte, de Schopenhauer.
No pude resistirlo.
Ojeé el «misalito».
Aquélla era la más pura ortodoxia católica…
Lo abrí al azar (?).
Página 142.
¡Vaya!
Y leí: «Los modelos de la juventud».
Entre las páginas 142 y 145, junto a los retratos de ocho hombres y mujeres, «modelos» de juventud, pude leer cosas como las siguientes: «Domingo Savio: Antes morir que pecar… María Goretti: El pecado no, no y no… Teresita: Quiero ser santa… Estanislao: Soy devoto de María… Tarsicio: No me quitarán a Jesús… Luis Gonzaga: Me voy contento al cielo… Inés, virgen: Jesús, defended mi pureza… Bernardita: ¡Qué hermosa sois, María!»[83].
¡Dios de los cielos! ¡A qué extremos llegan las religiones!
«Aquello» se hallaba a años luz de lo que deseaba y pretendía el Hijo del Hombre…
Irritado, me refugié en Schopenhauer.
No podía ser peor…
Y me pregunté: ¿«Qué hacía un libro del pensador alemán en una casa tan católica, tan apostólica, y tan romana»…?
A mi juicio, Schopenhauer es uno de los fundadores del pesimismo moderno. Los cristianos, por definición, deberían ser optimistas… En realidad, cualquiera que conozca el verdadero mensaje del Hombre-Dios.
Lo ojeé igualmente.
Alguien había señalado determinados párrafos a lápiz.
¿Curtiss? ¿Quizá su mujer?
Y fui a parar —tampoco sé por qué— a las últimas líneas de la página 64. Decía textualmente: «Querer es esencialmente sufrir; y como vivir es querer, toda la vida es por esencia dolor. La vida no es más que una lucha por la existencia. El dolor la acompañará siempre, hasta la consumación de los siglos».
Me asomé a la bahía de Pablo.
No estaba de acuerdo con Schopenhauer.
El Maestro no decía eso.
La vida es un regalo. El dolor sólo es parte del juego, como la maldad. La vida no es, únicamente, una lucha por la existencia. La vida —según Él— es una oportunidad para experimentar. Para el que ama, la dicha es superior al posible sufrimiento. Schopenhauer, obviamente, no supo de un amor violeta… Es más feliz el que ama que el que es amado. Respecto a que el dolor acompañará a la humanidad hasta la consumación de los siglos…, está por ver. El Maestro lo proclamó: «Llegará el día en que el mundo será anclado en la luz»…
Descansé hasta las 18 horas.
Las sorpresas estaban llegando a la «Gold», pero yo no lo sabía…
* * *
El salón me recibió en silencio.
No había nadie, salvo las cosas.
Los ventiladores marcaban el ritmo de la vida. Aquellos sí giraban. Eran de palas viejas y lustrosas. También habían navegado lo suyo…
Decidí esperar.
Y me entregué a mi debilidad: husmear y tomar referencias.
Pero ¿para qué las necesitaba en la casa de campo del general Curtiss? La secuencia, como mucho, se prolongaría un par de jornadas…
Y pensé: «Nunca se sabe»…
Tomaré como referencia principal la puerta de ingreso (la frase me suena).
El salón de la «Gold» era amplio, luminoso, y delicadamente ordenado.
Se veía la mano femenina en cada detalle y en cada rincón.
Allí, como digo, agazapadas entre los muebles, acechaban varias e interesantes sorpresas.
Caminé despacio hacia el fondo.
En aquel lugar, el salón se comunicaba con la cocina y lo hacía sin puerta. ¡Qué milagro! El aire era el más feliz. Entraba y salía sin llamar.
En el rincón de la izquierda, la esposa había armado el despacho de Curtiss. Nada serio. Una doble librería, en ángulo, se alzaba hasta el techo. Enfrente murmuraba una mesa, también de fresno y de roble. Y murmuraba con razón: cargaba cientos de papeles y de carpetas. La única frivolidad permitida por Estrella era un sillón giratorio. ¿Cómo imaginar a Curtiss sin un giratorio?
Metí la nariz en las estanterías.
Calculé 395 libros.
Olían a criaturas queridas y acariciadas…
Me sorprendió el pequeño gran tesoro.
No sabía que el general fuera un hombre culto.
Me equivoco de nuevo. La cultura no consiste en leer, sino en tolerar.
Eso también lo aprendí del Hijo del Hombre.
Algunos títulos me desconcertaron[84]. En especial, dos de ellos: El Zohar, que se remonta al siglo XIII, aunque se le atribuye a Simeón bar Yojai, que vivió en el siglo I, y El libro de la claridad, también conocido como Sefer ha-Bahir. Ambos son textos esenciales en el mundo de la Kábala.
Los ojeé.
Curtiss los había subrayado profusamente, con infinidad de anotaciones y comentarios en los márgenes.
Y la imagen del general adquirió, de pronto, una dimensión desconocida.
En una de las baldas descansaba un venerable tocadiscos.
Hacía mucho que no me cruzaba con una de aquellas benditas pickup, tan propias de mi juventud…
Leí: «Pionner (modelo PLC 590)». Disfrutaba de un display para la medición de decibelios y de las revoluciones por minuto (33 y 45). Eje: 10 milímetros y cápsula (aguja) Z-1-S. La cubierta era de caoba.
A su lado dormitaban discos de vinilo de 45 revoluciones.
Los acaricié con las puntas de los dedos.
También eran criaturas veneradas, como los libros…
Disfruté lo mío.
Yo admiraba a Barbra Streisand. No importaban sus devaneos políticos… ¡People…! ¡Stoney end…! La orquesta de Cleveland… Charles Aznavour… ¡Venecia sin ti…! Nino Rota… ¡La música del El Padrino…! ¡La guerra de los mundos!, de Jeff Wayne…
¡Cuántos recuerdos!
¡Los Beatles…! ¡Help…! Beethoven y la mayor parte de las sinfonías… La obertura de Egmont, ¡mi favorita…! Los grandes compositores del romanticismo: Schumann, el prodigioso Chopin, Liszt, Rossini, von Weber, Los hugonotes de Meyerbeer, Berlioz, Orfeo y Ariadna de Monteverdi…
Y, cómo no, Maria Callas, la divina, y James Last y su inolvidable Happy Heart, de 1969…
Finalmente, una sorpresa. Otra: Lo mejor del tango, con arreglos y letras de Mercedes Simone, José Basso, Héctor Varela y algunos más.
No recuerdo el resto.
¿Desde cuándo le gustaba el tango al general? ¿O era a la generala?
Y la joya de las joyas: el Ave María, de Franz Schubert.
En la estantería adosada a la referida pared de la izquierda habían practicado un hueco de 0,70 por 0,40 metros. Allí fue colgada una copia de la original y sugerente Anunciación, de Rossetti. Era la célebre Ecce Ancilla Domini, ejecutada al óleo en 1850.
Quedé prendado.
Una María pelirroja y asustada se echa atrás, en su cama, ante la presencia de Gabriel, el ángel que le anuncia la buena nueva. Gabriel flotaba sobre fuego.
La pelirroja me recordó a Ruth…
Ahora sé que fue un guiño del Destino.
Sobre la mesa murmuradora, como dije, se acumulaban papeles y carpetas.
El instinto volvió a tocar en el hombro.
Y recordé a la bella intuición, sentada en el asiento de atrás del «Renegade».
¡«Alerta»!
Aquellos papeles…
Resistí la tentación. Continuaba solo en el salón, pero no debía…
Una de las torres de documentos me resultó familiar.
Proseguí la inspección.
Sobre la boca, negrísima, de una chimenea, aparecía otro cuadro. Era La Piedad, de Botticelli.
Espléndido.
Me hizo vibrar.
Pero, de pronto, me sorprendí a mí mismo.
Regresé sobre mis pasos y me asomé de nuevo a la torre de papeles…
La curiosidad tiraba de mí, por la nariz.
No debo…
Sí debo…
No debo…
No lo hice. No curioseé.
Y retorné a La Piedad. Era otra copia (temple sobre tabla), de casi metro y medio de altura por otros dos de longitud.
«Deberías de haber ojeado los papeles», me reproché.
Una Señora con los ojos cerrados, envejecida y enlutada, sostenía sobre las piernas al Hijo, muerto. El discípulo Juan la ayudaba a sujetar el cadáver. Otros hombres y mujeres completaban la escena. Una de estas mujeres me impresionó vivamente. Abrazaba la cabeza del Maestro y derramaba lágrimas. Una de las lágrimas brillaba, de puro dolor. Otra se disponía a huir por la mejilla izquierda, hacia la comisura de los labios. La mujer también era pelirroja.
Jesús de Nazaret se hallaba perfectamente rasurado.
A la derecha, al fondo, se veía a un Pedro, también con el aro de santidad sobre la cabeza, y con una enorme llave en la mano izquierda. Bendecía al Maestro (!).
La llave del reino, según las iglesias…
Los mantos de las dos mujeres arrodilladas junto al Hijo del Hombre eran aire y sentimiento.
Botticelli supo y no supo…
En la esquina de esa misma pared hallé a una familia de sofás, rojos de soledad, desgastados y aburridos. Habían adoptado a una mesita baja y policromada, con todas las pintas de forastera. La mesita les seguía la corriente, sin más. Sobre ella, la dueña había destacado una decena de fotografías, todas en blanco y negro.
Las examiné. Eran fotos familiares y de Curtiss, en la guerra de Corea.
Una de las más sobresalientes presentaba a Estrella y al general con Montini, recién nombrado papa (1963). Parecía una audiencia, en el Vaticano. La mujer era la única que miraba a cámara. Pablo VI y Curtiss lo hacían a rincones distintos.
Y en esa misma pared, sobre uno de los sofás, se hallaba colgado, y siempre torcido, un tercer cuadro: La transfiguración en el Tabor, de Bellini. Copia en óleo sobre tabla.
En esa escena tampoco estuve…
Al otro lado del salón, en la pared de la derecha, las cosas eran distintas. Era otro mundo…
En el rincón cercano a la puerta de entrada descubrí al habitante más enigmático de la hacienda: una pecera cuadrada, de un metro de lado, llena de agua y vacía de peces. Una luz, llegada de lejos, le daba un toque interesante e intentaba, en vano, pintar las burbujas de azul. Las burbujas, malas como ellas solas, no hacían otra cosa que escapar y escapar…
Algo más allá, en mitad del salón, me contemplaban una mesa de madera torneada, jubiladísima, y diez sillas de patas helicoidales, a cual más presumida e insoportable. Decían proceder de finales del siglo XVII, pero no tenían fundamento. Eran peores que las de Seattle…
En ese lado, dos grandes ventanales transportaban la luz, directamente desde el norte.
Pero nadie, en el salón, era consciente del enorme y continuado esfuerzo que eso suponía…
Bajo el segundo ventanal, austero y de puntillas, se veía trabajar, sin respiro, a un aparador, igualmente fabricado en fresno y en roble. Éste sí era nacido en el XVII y a golpe de gubia y de cincel, como debe nacer un aparador que se precie.
Era negro, de nacimiento, y con los achaques propios de la edad. A saber: uno de los cajones se atrancaba y había que palmearlo para que cumpliera.
Curtiss lo mimaba, pero por interés.
En lo alto chisporroteaba un coro de botellas, con los licores más extravagantes, llegados de lugares que, probablemente, no existen. Así era el general…
Leí, divertido: «Licor de Galilea», «ron con sabor a nuez», «ginebra budú», «bourbon sin maíz y sin centeno», «orujo con miel», «sake comanche», «brandy malayo», «Cardenal Mendoza» y «Luis Felipe», entre otros.
El resto del salón era pura tropa: ventiladores con prisas en la techumbre de madera, cuatro lámparas paracaidistas y ceniceros de colores en las posturas y en los rincones más inverosímiles.
No tuve tiempo para más.
De pronto, procedente de la cocina, irrumpió en el salón la dueña de la casa, la generala.
Sostenía en la mano izquierda una bandeja de madera en la que viajaban dos cervezas «bud», muy rubias y deseables, y una botella del güisqui favorito de Curtiss: «Jack Daniel’s», el licor sagrado de Tennessee.
—El general te espera en el porche —anunció Estrella—. ¿Deseas que te sirva algo?
Me apunté a una «Budweiser» y la seguí.
Curtiss, en efecto, se hallaba en el porche.
Se balanceaba suavemente en una mecedora de roble rojo.
Fumaba y contemplaba a Domenico. El ayudante había optado por un baño en la piscina.
Según el general, aquella mecedora había calmado los ánimos de su abuelo y también los de su padre.
Mentía, claro.
Me senté a su lado y lo contemplé.
Fabricaba aros de humo blanco y les concedía la libertad. Los aros huían, naturalmente.
Curtiss se encontraba abstraído.
No sé si llegó a verme.
Y esperé, disfrutando de los naranjas del atardecer, y de mis atentas observaciones.
Frente a nosotros se erguía una atormentada mesa de roble rojo, a juego con la mecedora. La formaban dos bloques del mismo árbol.
Yo había visto algo parecido en una posada de Northamptonshire.
El soporte de la mesa lo integraban la mole de la que parten las raíces y un breve tramo del nudoso tronco.
La tabla correspondía a una sección transversal del referido tronco.
Era un árbol centenario. Los anillos contaban alrededor de 250 años.
La región inferior de la mesa aparecía forrada con decenas de clavos de plata. Eso sí era propio del abuelo de Curtiss…
Y recordé la caja de puros.
¡Vaya! La olvidé en la habitación.
Se la entregaría esa noche, durante la cena.
Alrededor de la mesa, Estrella había dispuesto media docena de sillas «Windsor», comodísimas. Los asientos eran de olmo, las patas de abedul, y los arcos de los brazos y de los respaldos de tejo sagrado. Narraba la leyenda que aquel que se sentase sobre tejo podía volar…
Y hablando de volar…
Allí mismo, en la esquina del porche, volaban dos albatros patinegros de madera policromada.
Alguien los había colgado de la techumbre.
La brisa del Pacífico no tardaría en jugar con ellos, simulando que los resucitaba. Las alas, articuladas, tenían una envergadura de un metro. Curtiss, saltándose la ortodoxia, pintó los picos de rojo. Allá él…
Estrella regresó.
Hizo como que limpiaba la mesa, me ofreció la cerveza, retiró el cenicero, con los habanos difuntos, y me miró con intensidad.
Algo quiso decirme, pero no fui capaz de leer en aquel azul celeste.
Y se retiró.
La tristeza se la llevó de la mano.
Las soviéticas volaban, atacadas. Mal asunto. El viento del diablo no tardaría en aparecer.
Curtiss las ahumaba, pero no lograba hacerlas retroceder.
Era una guerra perdida, y el general lo sabía.
—¡Zarrias!
Supuse que Curtiss se refería a las moscas.
Quedé perplejo.
¿Por qué las llamaba «caguetas»?
Finalmente escapó de sus reflexiones (?) y, sin más, comentó:
—Es tan difícil de creer pero, al mismo tiempo, tan hermoso…
No entendí.
El general continuó ensimismado con el humo y las soviéticas.
Después me observó un segundo y prosiguió su monólogo:
—Si no te conociera, si no supiera, mejor que nadie, que la operación ha sido real, pensaría que lo que estoy leyendo es una novela…
Deduje que se refería a Caballo de Troya y a los diarios.
No supe qué contestar.
Y continuó, convencido:
—Si algún día decides hacer públicos esos diarios, por favor, te lo ruego, piénsalo dos veces…
Me sorprendió.
—¿Sabes que el mundo se vendría abajo?
—No necesariamente —repliqué con decisión—. No se trata de imponer. El Maestro nunca lo hizo.
Y me pregunté, sobre la marcha: «¿Por qué habla de publicar los diarios? Yo nunca lo he insinuado»…
No resistí la tentación y lo interrogué:
—¿Consideras que alguien lo hará público?
Sonrió con brevedad y siguió atontando moscas con el humo del habano.
—Yo también leo los pensamientos de mis hombres —resumió—. Por eso soy general…
Me atrapó.
Y Curtiss, olvidando a las soviéticas, solicitó:
—Prométeme algo…
El tono era solemne.
Lo contemplé, temeroso.
La brisa del Pacífico hizo acto de presencia y los patinegros, en efecto, echaron a volar. Mejor dicho: soñaban que volaban. Agitaban las alas blancas, pero no avanzaban un milímetro.
¡Qué angustia!
—Prométeme algo —insistió Curtiss con el rostro grave.
Retiró la gorra roja, y le dio mayor solemnidad al momento.
Asentí con la cabeza, sin saber.
—Si algún día se publican los diarios —solicitó— trata de rebajar la credibilidad de la historia…
Comprendió mis dudas e intervino:
—Mientras viva no se hará pública esa historia…
Dudó.
—Pero no viviré siempre… Llegado ese momento, si los diarios ven la luz, por favor, arréglatelas para que parezca una novela.
—¿Por qué? El mensaje es revolucionario y está cargado de esperanza…
—Mírame. ¿Qué ves?
—Un general de la USAF.
—Mira con atención… ¿Qué ves?
Tampoco supe a qué demonios se refería.
Él se adelantó:
—Soy un viejo…
Y pensé: «Y yo más».
—Soy un viejo —sonrió Curtiss de mala gana—. Mi vida y mis principios están cristalizados. No puedo ni quiero cambiar…
Y añadió con la voz quebrada por la emoción:
—La verdad, suponiendo que exista, llega tarde para mí… Respeta a los que, como yo, creemos firmemente en algo, aunque esté equivocado. No me hieras con la verdad…
Tenía razón.
—Deja que el mundo siga su curso. No trates de cambiarlo…
Volvía a hablar con razón.
—Esa información, si algún día se hace pública, llegará a quien tiene que llegar. Los diarios buscarán a la persona, y no al revés. Pero, en beneficio de gente como yo, por favor, afloja la credibilidad de la historia.
Se lo prometí.
Si llegaba ese momento (?) buscaría una fórmula. No sé cuál, pero cumpliría mi palabra[85]…
Esa tarde, el general estaba inspirado:
—El gran beneficiado por ese mensaje no somos nosotros, querido amigo… Es el futuro.
Pero la inspiración se agotó pronto.
* * *
La «bud» me reconcilió con el mundo.
El lúpulo era suave y el matrimonio entre la cebada y el arroz prometía felicidad…
Brindé en mi corazón por el Hijo del Hombre, allá donde estuviera: ¡«Lehaim»!
El atardecer me vio y sonrió, violeta.
—Estoy sobrecogido y espantado —prosiguió el general.
Le dejé hablar.
Y Curtiss se vació.
Había leído parte de los diarios. Por eso me invitó a su casa de campo. Deseaba aclarar algunos puntos…
—Estoy indignado…
Me fulminó con la mirada. El humo, sabedor, huyó.
—¿Qué sucede?
—Seguramente estás mal informado…
Dejó que la duda engordara en mi mente y añadió, convencido:
—Ella no fue así…
—¿Ella?
—Tú la llamas la Señora, y con gran respeto. En consecuencia, no entiendo por qué afirmas cosas tan terribles…
—Me limito a contar lo que vi y lo que oí.
—María, la madre del Señor, no fue como la dibujas…
Tenía fuego en los ojos.
Me costó, pero no repliqué. No merecía la pena.
—Ella sí comprendió a su Hijo…
Y Curtiss levantó la voz, amenazante:
—¡Su único Hijo…! ¡María no tuvo más hijos! ¡Fue virgen permanentemente! Sólo los odiosos judíos y los comunistas lanzan esas blasfemias…
No lo ocultaré. Aquél era Curtiss, químicamente puro.
—Sabes que no soy comunista…
—Por eso digo que, seguramente, estás mal informado… La Señora, como tú la llamas, entendió perfectamente el mensaje de Jesucristo…
—Jesús de Nazaret…
—Eso…
Y continuó, encendido:
—Ella permaneció con el Hijo hasta el final; no como otros. Ella resistió al pie de la cruz… Ella lloró por Él y por todos nosotros… También por ti.
De pronto recordó lo de la «virginidad permanente» y se revolvió, furioso:
—En cuanto a ese estudio de ADN… ¡Otra blasfemia!
Quedé perplejo.
¡Qué cinismo!
Era él quien pretendía clonar al Maestro y a los suyos…
—¡Me alegra que la «cuna» se haya perdido! —añadió.
Continué en silencio. No tenía sentido discutir; sobre todo con el que no quiere oír… Él me enseñó: «No polemices. Insinúa. No trates de convencer, ni de vencer».
Así lo hice.
Curtiss no era mala persona, pero el fanatismo lo perdía.
Y continuó, sin freno:
—La santa madre iglesia enseña que María es el camino para los que se dirigen a Cristo…
—A Jesús de Nazaret…
—Eso… ¿Has leído la encíclica Mense Maio, de Pablo VI?
—No creo en la iglesia católica… En realidad no creo en ninguna iglesia.
—El papa lo dice con claridad: «la persona que encuentra a María encuentra a Jesucristo».
—Jesús de Nazaret…
—Eso…
—Te lo he dicho: no creo que el Hombre-Dios fundara ninguna iglesia…
—Pero eso no lo has visto…
Asentí. No alcancé a ser testigo de esa escena.
Y el general siguió a lo suyo:
—María es la corredentora. Nos salvamos gracias a ella. Ella dice «sí» o «no»… Su intercesión es decisiva…
Negué con la cabeza, desalentado.
—Nada es posible sin ella. María es nuestra madre, amantísima.
Seguí negando en silencio.
Y Curtiss se desbordó:
—¡Eres un sabelotodo…!
—No, mi general… Es que no es así. Jesús de Nazaret no vino a redimir a nadie, de nada… Él se encarnó por algo más importante… María no es corredentora de nada…
—¿Cómo te atreves? La Señora es un ejemplo de devoción y de dedicación al plan de rescate del Hijo. Sin ella estamos muertos…
—No Curtiss… No es eso, no es eso… Estamos salvados desde el instante en que el buen Dios nos imagina y aparecemos.
El general no oía.
Y prosiguió con su cantinela, al tiempo que llenaba el vaso con el licor sagrado de Tennessee.
—Los santos evangelios lo dicen: Él vino a redimir a la humanidad de sus pecados…
Estallé.
—¿Santos? Los evangelios son otro naufragio… Son el Titanic de vuestro fanatismo…
Reconozco que me extralimité.
No debí decir algo así.
Solicité disculpas, pero agregué:
—Caballo de Troya ha confirmado que esos textos fueron manipulados…
La mirada del general arrojaba rayos y centellas.
Pero terminé la exposición, impasible:
—Manipulados y censurados, desde el primero al último… Los evangelistas no comprendieron y escribieron según sus intereses y creencias…
Curtiss estaba lívido.
—Después llegaron otros —añadí— y metieron la mano…
Sentí lástima por el jefe del proyecto.
—Lo lamento, mi general… No es mi intención herirte… La verdad no es la que cuenta la iglesia… La Señora fue una mujer valiente y extraordinaria…, pero equivocada.
E intenté redondear:
—Y no la culpo…
No pude concluir.
Domenico se aproximó a la mesa de los clavos de plata. Se cubría con una toalla.
Me pareció prudente dar un volantazo en la conversación.
Y pregunté:
—¿Se sabe algo de la «cuna»?
El ayudante, con el bañador mojado, fue a sentarse en una de las «Windsor».
Curtiss, serio, le sirvió un güisqui.
Ambos intercambiaron una mirada de complicidad.
Presentí algo…
Fue el general quien se decidió a hablar:
—No hay nada relevante… Los satélites no han aportado nada nuevo. Estamos donde estábamos…
Domenico apuró el licor sagrado de Tennessee.
—Ahora, como sabes —terció Curtiss—, la prioridad es otra.
Supuse que hacía alusión a «Rayo negro».
Y, cuando me disponía a preguntar por la segunda nave, se presentó Estrella.
—Es la hora —anunció a su marido.
Y fue a sentarse al lado de Curtiss.
Miré el reloj. Rozábamos las 18 horas y 43 minutos.
¿A qué se refería la generala?
—¿De qué habláis?
Curtiss y Domenico guardaron silencio.
No me pareció justo y pregunté a la mujer, abiertamente:
—¿Crees que Eliseo ha muerto?
Nos miró, desconcertada.
Ella sabía de qué hablaba.
Una o dos estrellas se dieron prisa en brillar. También deseaban conocer la opinión de la bella de los ojos celestes.
Los albatros se habían cansado de volar…
—Dime: ¿qué razón o razones podía tener tu compañero para «regresar»?
Me encogí de hombros.
Las había meditado, pero no estaba seguro…
—¿Por amor al Maestro? —volvió a preguntar Estrella.
Nadie respondió.
Vi aparecer otros luceros, igualmente curiosos.
—¿Por dinero, quizá?
Dibujé el escepticismo en mi rostro.
—Claro que no —declaró la mujer—. ¿Por qué entonces?
Nuevo silencio.
Faltaba la razón más probable —el cilindro de acero—, pero no abrí la boca.
—¿Pudo volver por amor a una mujer?
Esta vez fue Curtiss y quien esto escribe los que cruzamos una significativa mirada.
Curtiss había leído esa parte de los diarios.
El instinto femenino es envidiable…
Pero todos seguimos mudos.
Y Estrella, finalmente, sentenció:
—Quizá no esté muerto.
La oportunidad era excelente. E interrogué a los hombres:
—¿Qué opináis? ¿Está muerto?
Curtiss se revolvió en la mecedora, pero terminó mascullando un «sí».
El ayudante le siguió la corriente:
—Muerto, sí…
Y Estrella intervino de nuevo:
—Es la hora…
Curtiss asintió y fue a señalar la toalla y el bañador, húmedo, de Domenico.
—Ésas no son maneras —añadió el general—. Sube y cámbiate la ropa…
El ayudante saltó de la silla y desapareció, rápido.
Curtiss, entonces, apagó el habano y cerró los ojos.
Eran cientos y cientos los luceros que hacían estacionario sobre la bahía de Pablo…
¿Por qué?
No tardaría en averiguarlo…
* * *
Me quedé con las ganas. ¿Por qué la generala consideraba que Eliseo no estaba muerto? ¿Por qué no pregunté?
Muy sencillo: no era el momento.
Al poco retornó Domenico.
Nos sorprendió, gratamente.
Vestía un traje de lino blanco, inmaculado, con algunas arrugas perdidas aquí y allá, como si nada. Eran arrugas auténticas, no de imitación.
Acompañaban al hermoso lino una camisa de color rosa ternura, una flor de mandarino en la solapa y unos pies descalzos.
Al momento, la reunión se llenó de un perfume blanco y frágil.
Domenico apareció sonriente.
El ayudante tomó asiento y Curtiss se dispuso para el gran momento.
No tenía idea de lo que preparaban.
Y el general extrajo de uno de los bolsillos de la bermuda aquel rosario de plata que tuve entre las manos cuando acudí a su despacho, en el hangar rojo.
Curtiss entornó los ojos e hizo la señal de la cruz.
Estrella y Domenico le imitaron.
Yo permanecí quieto y en silencio, atento.
—Misterios gozosos…
Y dio comienzo el rezo del rosario.
—Dios te salve, María, llena eres de gracia… El Señor es contigo… Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre: Jesús… A quien tú, oh Virgen, has recibido por el poder del Espíritu Santo.
La mujer y Domenico respondieron, emparejados:
—Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte…
Las estrellas cuchicheaban y se transmitían destellos.
No sé decir si estaban a favor o en contra.
La brisa del Pacífico se dio cuenta del rezo, dio media vuelta y regresó a la finca. Allí permaneció un rato, trasteando.
Los patinegros se pusieron a volar.
Tuve la ligera sensación de que pretendían huir.
No lo lograron.
A la tercera «santa María», Domenico se equivocó.
En lugar de recitar «ahora y en la hora de nuestra muerte», no sé por qué, se trabucó, y dijo «ahora y en la hora de tu muerte».
Curtiss detuvo el rezo.
Abrió los ojos, y gruñó.
Por lo que contó Estrella esa misma noche, una equivocación, al rezar el Avemaría, era señal de mala suerte[86].
Domenico rectificó y todo siguió su curso, con normalidad.
Yo proseguí las observaciones.
Y llegué a una conclusión: aquella gente vivía una fe que habría hecho sonreír al Galileo con benevolencia.
Curtiss no habría aceptado el mensaje del Hijo del Hombre, aunque lo hubiera oído de sus propios labios…
El Galileo tenía razón: el alma despierta cuando llega el momento; ni antes ni después…
Terminado el rosario, Curtiss entonó la letanía lauretana.
La mujer y el ayudante replicaron con precisión.
—Kýrie, eléison… Christe, eléison…
Las estrellas, aburridas, brillaron hacia otro lado.
También la brisa dijo adiós y los albatros se posaron en el aire. En la letanía sumé cuatro «santas», doce «madres», seis «vírgenes», catorce «reinas» y no sé cuántos atributos más, todos falsos.
¡Pobre Señora! La historia y la tradición la han destrozado…
Y casi al final del rezo, cuando Curtiss cantó el regína profetárum, tras el correspondiente ora pronobis, el general hizo una señal a su esposa. Ésta comprendió, se alzó, y desapareció en el salón.
Segundos después, una voz y un piano dejaron en suspenso la vida.
Curtiss y Domenico finalizaron la letanía, y el Ave María, de Schubert, se adueñó de lo visible y de lo invisible.
Fue una reconciliación de todos con todo.
Ave María… gratia plena…
Estrella regresó y depositó una vela sobre la mesa de roble.
Se sentó y guardó silencio, sobrecogida.
La llama amarilla brillaba, pero no brillaba. Éramos nosotros quienes brillábamos.
Y aquella voz, limpia y transparente, se fue elevando hacia el firmamento. Los corazones salieron tras ella.
Las estrellas no daban crédito a la belleza procedente de aquel minúsculo y remoto mundo azul.
Sólo alguien enamorado pudo componer una música así.
Ave María… Mater Dei…
Schubert hizo el prodigio.
De pronto me transporté y vi a la Señora a las afueras de Caná, alegre y feliz. Recogía flores… Y la vi ayudando a traer un bebé al mundo, en la caravana mesopotámica de Murashu… Y la vi lavando el rostro de Ruth…
Ave, ave dominus… Dominus tecum…
Y la vi en la «casa de las flores», en Nahum, a oscuras, rota por el dolor… Y la vi, triunfante, en las bodas de Caná…
Ave María…
Tuve que sujetarme para no llorar.
Curtiss fue más sincero. Y una lágrima se asomó, incrédula, a su rostro de veterano de guerra.
Domenico también lloró.
Estrella permitió que el azul de sus ojos se desbordase.
Después, al concluir el Ave María, vimos llegar al silencio. Nos cubrió y así permanecimos un tiempo, arropados.
Yo recordé la tumba de Franz Schubert, en Viena.
Y no estuve de acuerdo con la leyenda que fue grabada en la lápida: «La música enterró aquí una rica posesión»…
Lo más valioso de Schubert no está sepultado.
La delicia cantada por la soprano norteamericana, de origen griego, Ana María Cecilia Sophía Kalogeropoúlou, se prolongó 6 minutos y 17 segundos. La divina cantó en alemán y yo fui traduciendo al latín, en mi corazón.
Nunca olvidaré aquellos 6 minutos y 17 segundos…
* * *
Esa tarde-noche cenamos en el jardín.
Estrella y Curtiss se esmeraron.
Luces de colores, más música, excelente comida, mejor güisqui y abundante cerveza mejicana.
La carne para la barbacoa fue enviada —ex profeso— desde las praderas de Montana, al este de las Rocosas: charoláis de primera, uapití[87], costillas de puerco y baby beef. Una ensalada de mango suavizó el poderío de las carnes.
Un jefe indio, de la nación Siksiká, al que Curtiss llamaba Nitoh Mahkwi, enviaba las carnes, regularmente, a la base de Edwards.
El tal «Lobo solitario» había sido rastreador al servicio del general durante el conflicto de Corea. Según Curtiss, Nitoh pensaba tan rápido como una mujer…
Lo pasamos de miedo.
Aproveché el buen humor del general para hacerle entrega de la caja de «upmann», los cigarros favoritos de Fidel Castro.
Curtiss abrió el regalo y, al descubrir el contenido, se me quedó mirando, muy serio.
Temí lo peor.
¿Lo consideró un insulto?
Y a punto estaba de excusarme cuando, sin terciar palabra alguna, el general avanzó hacia quien esto escribe y me abrazó.
Respiré, aliviado.
Ya veía: la política no tiene nada que ver con los buenos habanos…
Curtiss no esperó a terminar la comida.
Se sentó en las escaleras del porche, preparó un cortador de guillotina de doble hoja, en oro macizo, y procedió a cortar uno de los «upmann».
La ceremonia fue lenta y medida, como debe ser.
Después, con el semblante grave, como si se tratase de algo relacionado con el fin del mundo (tan cacareado por los mayas), llevó el puro al oído derecho, lo palpó con delicadeza, lo hizo girar sobre sí mismo, volvió a palparlo, y trató de «oír» el lenguaje del cigarro.
Así permaneció varios segundos.
De vez en cuando movía la cabeza, afirmativamente.
Estrella tradujo:
—El general dice que habla con sus puros…
Nadie se atrevió a ponerlo en duda.
¡Bueno era Curtiss…!
—El general —añadió la esposa— asegura que le anuncian el futuro…
Sin comentarios.
Terminada la «conversación», Curtiss se aproximó a una de las parrillas, se inclinó, e introdujo el «upmann» entre las ascuas. Aspiró con ansiedad y prendió el cigarro.
—La candela no tiene sabor —manifestó—. Es en lo único que tienen razón esos comunistones de mierda…
Aspiró de nuevo, suavemente, y el humo blanco llenó su boca.
Allí lo retuvo cuatro o cinco segundos, degustándolo como si fuera un buen vino.
Después, satisfecho, lo dejó en libertad.
Y proclamó:
—Podría perdonar a esos conchudos de Fidel sólo por esto.
Y señaló el poderoso habano.
Fue así como nos metimos en la harina de una conversación que nunca olvidaré…
Todos los días se aprende, y yo el primero.
Fue con la quinta cerveza cuando la lengua de Curtiss empezó a desatarse.
Éramos gente de confianza. No había problema.
Y confesó un secreto que, como digo, me desbarató por dentro.
Necesité tiempo para procesarlo, y aun así…
Insistí varias veces, incrédulo, y el general lo confirmó con total seguridad.
Curtiss lo sabía de buena fuente: el Pentágono.
—Fidel Castro es de la CIA…
Quedé perplejo.
Domenico, asustado, se refugió en la flor de mandarino que portaba en la solapa, e insultó al comandante:
—¡Señoritingo!
Castro, al parecer, fue captado por la Agencia Central de Inteligencia Norteamericana antes de la revolución cubana. La captación por parte de la CIA se produjo a raíz de los asaltos a los cuarteles de Moncada, en Santiago de Cuba, y «Carlos Manuel de Céspedes», en Bayamo (julio de 1953).
Castro, como es sabido, participó en dichas protestas contra el régimen de Fulgencio Batista.
Sí, nada es lo que parece…
Y Curtiss añadió algo más:
—Por eso sigue donde sigue…
—Pero…
Mis objeciones pincharon en hueso.
Curtiss lo sabía todo:
—Cuba es un laboratorio del Pentágono… Tras la crisis de los misiles, los comunistones se han vuelto sepias… Cuando caiga el muro de Berlín —que caerá—, Cuba se dedicará a dar coletazos. Después…
Domenico le interrumpió:
—Así que Fidel es uno de los nuestros…
—Sí, pero no lo parece… De eso se trata. El Pentágono está al día gracias a él.
—No comprendo —intervine de nuevo—. La CIA ha intentado acabar con Fidel Castro en varias ocasiones…
—Eso dicen…
Y Curtiss rió con ganas.
Mensaje recibido.
—Nunca te fíes de las apariencias —redondeó el general—. Donde consideras que no hay, suele haber, y al contrario.
Le di la razón.
—¿Y qué dices del intento de invasión en la bahía de Cochinos?
Curtiss abrió la sexta cerveza y suspiró, resignado, ante la pregunta de su ayudante. Finalmente proclamó:
—Teatro, querido Domenico. Teatro.
—¿Teatro? Allí participaron muchos leales anticomunistas…
—Teatro… Pura filfa… Esos petroleros de Florida no se enteraron de nada.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Lo digo y lo sostengo. He visto los documentos que lo demuestran…
Y el general lanzó una observación que terminó de perderme:
—Fue un plan perfecto. El fracaso en Cochinos fortaleció a nuestro hombre en La Habana.
Curtiss levantó la cerveza y brindó:
—¡Por Fidel, el nuevo barbazul!
Nadie se atrevió a emparejar el brindis.
¡Maldita política!
Terminamos bailando al ritmo de Andy Williams, Roberta Flack y Joe Cocker.
Curtiss, más torcido que derecho, con su mujer. Quien esto escribe con Domenico…
Menos mal que nadie lo ha sabido jamás.
El ayudante acabó en los brazos de Curtiss, borrachos como cubas. Domenico lloraba sin consuelo y juraba, puño en alto, que mataría, con sus propias manos, al sargento paracaidista de Kentucky…
Así se fue aquel viernes, 10 de agosto (1973), más o menos…