11 de agosto
Esa madrugada desperté, angustiado.
Sufrí una pesadilla.
Esto es lo que recuerdo:
Yo era tendero (!), en Nueva York. Tenía un puesto de frutas y de verduras.
Era Navidad.
Nevaba a ratos, sin demasiado convencimiento.
El día se iba.
Las cosas tenían color caramelo, como en casi todos mis sueños.
A ratos, ante la escasez de clientes, me refugiaba en las proximidades de un bidón en el que bailaba una comuna de llamas rojas y hippies.
En la ensoñación, a lo lejos, sonaba una música de Nino Rota… Yo conocía esa música.
Entonces se presentó un hombre. Vestía elegantemente: abrigo marrón claro, corbata a rayas horizontales (negras, blancas y tostadas) y mascota a juego.
Su cara me sonaba…
Se dirigió, en italiano, a un hombre joven que aguardaba apoyado en un Ford Super Deluxe, del 42, y le dijo:
—Espera, Fredo… Voy a comprar un poco de fruta.
¿Fredo?
Yo lo había visto en alguna parte…
—Está bien —contestó el joven.
Y el tal Fredo se introdujo en el Ford negro y reluciente. Por cierto, se trataba del modelo 73-B, de cuatro puertas, con un motor V8 (4,1 litros, 100 caballos y 3,300 revoluciones por minuto). Me quedé mirando el guardabarros. Era de película: una sola pieza y parrilla rectangular, sin cromados (por aquello de la guerra).
Ajusté la gorra y me dispuse a servir al de la corbata a rayas.
Tomé una bolsa de papel y escuché al cliente.
Yo conocía aquella cara…
El hombre repasó las naranjas y señaló dos de ellas, con el dedo índice derecho.
Las tomé y las deposité en la bolsa.
Luego indicó los pimientos y comentó:
—Piperones…
Y en ello estaba, introduciendo los pimientos en la bolsa naranja, cuando, en el sueño, aparecieron unos pies, en plano corto…
Eran zapatos masculinos. Eran dos hombres.
En un primer momento caminaban con prisa.
Vi los charcos y la penumbra, desmayada en la acera.
Sorteaban a los transeúntes.
Después empezaron a correr, también en plano corto.
Mi cliente sintió algo.
Se volvió y miró al fondo de la calle.
Los hombres se movían entre los automóviles aparcados.
Llevaban las manos ocultas en los bolsillos de los abrigos. El de la derecha —mirando desde cámara— vestía un gabán de lana, color mostaza. El otro lucía uno de brillos negros.
Cruzaron la calle y se aproximaron al puesto en el que nos encontrábamos.
Fue entonces cuando sacaron los revólveres.
Mi cliente echó a correr, en dirección al Ford Deluxe.
Tenía los ojos desencajados.
No tuvo tiempo de nada…
Los agentes de la CIA abrieron fuego sobre el tipo de la corbata a rayas.
Sumé once disparos.
Las naranjas rodaron por la calle.
El hombre se retorció sobre el Ford.
Vi los orificios en el abrigo. Y sangre…
Trató de incorporarse.
No pudo.
Resbaló por el vehículo y fue a caer frente al guardabarros de película.
Fredo había salido del automóvil, pistola en mano.
Se dirigió hacia el herido pero, atolondrado, perdió el revólver. El arma terminó volando por los aires.
El Ford quedó manchado de sangre. Lástima…
El hombre tiroteado perdió el sombrero y se despeinó.
Un hilo de sangre se presentó en la comisura derecha de la boca.
Se hallaba inmóvil.
Pensé: «Ha muerto»…
Y Fredo, descompuesto, permaneció de pie, contemplando a mi cliente.
Después fue a sentarse en el borde de la acera y comenzó a gemir y a llorar, al tiempo que clamaba, en italiano:
—¡Papa!
El impecable sombrero de Fredo terminó también por el suelo.
Y empezó a llegar gente. Conté seis o siete personas.
Nadie se atrevió a tocar al de la corbata a rayas.
Entonces recordé.
¡Era Fidel Castro!
Pero ¿qué hacía en Nueva York en la Navidad de 1945?
Oí un perro, en el horizonte del sueño.
Después lloró un niño…
¿Por qué supe que los pistoleros eran de la CIA?
La música subió, levemente, y el sueño fundió a negro.
En esos instantes desperté.
¡Qué sueño tan raro!
Y deduje que era consecuencia de la conversación sostenida la noche anterior.
¡Vaya!, al final resultó que la CIA terminó con la vida de su hombre en La Habana.
Me hice el remolón e intenté buscar la perla del sueño. El Maestro defendía que siempre existe; en todas las ensoñaciones.
No di con ella.
Me pareció una pesadilla «kleenex», sin más.
Eso sí, el papel del guardabarros del Ford y el de Juanito Cazale, como Fredo, fueron de película…
Yo había visto esa escena, pero no supe en qué cinta.
Y la parálisis del ventilador terminó atrapándome.
«Pobre… ¿Sufrirá mucho?».
* * *
Bajé a desayunar.
Estrella me atendió, solícita.
Vestía de azul, a juego con la mirada.
Me pareció más bella que nunca.
Curtiss y Domenico habían salido.
—Creo que buscan algo para ti —medio aclaró la generala.
No pregunté.
Esa mañana no hice gran cosa.
Paseé entre los olivos y me pregunté: ¿«Qué habrá sido de la copia de los diarios»?
Tenía que interrogar al general al respecto.
Me bañé y recordé las tibias aguas del yam, en la Galilea.
¡Cómo lo añoraba!
A última hora de la mañana, Estrella me reclamó y preguntó si me apetecía echar una mano en la cocina.
Acepté, feliz.
Tomamos posesión de la pequeña cocina y la mujer fue a mostrarme la materia prima con la que deseaba preparar la cena. El menú prometía: patatas rellenas de caviar, langosta al estilo de Saint Croix (islas Vírgenes, USA), de la que era oriunda, y postre sorpresa.
Empecé por las patatas nuevas.
Me tocó lavarlas a conciencia.
Nos miramos de reojo.
La noté tensa.
Después procedí a cocer los tubérculos con sal gorda.
Ella preparó la mantequilla y el caviar.
La mirada de Estrella me salió al encuentro en varias ocasiones.
El celeste se había apagado, inexplicablemente.
Algo sucedía…
Escurrí con esmero —según su consejo— y empecé a retirar las pieles.
Sentí cierto pudor. Nunca me gustó desnudar a nadie…
Ella tomaba cada patata, cortaba la parte más afilada y guardaba el «sombrerito». Acto seguido practicaba un hueco en el interior del tubérculo. No muy grande.
—¿Qué sucede? —me aventuré.
Se turbó.
Eché marcha atrás.
No tenía derecho a meterme en su vida.
Pero adelantó algo:
—Eres el único que se ha preocupado por Curtiss.
Estrella nunca llamaba al general por el nombre de pila.
—No sé —balbuceé—, quizá…
Echó mano de cuatro recipientes de cristal y comentó:
—Te lo contaré, pero tienes que prometer…
Se detuvo y rectificó:
—Tienes que jurar que esta conversación no saldrá de aquí…
Se lo juré.
Vi entrar al silencio.
Y allí permaneció un rato, mientras Estrella depositaba tres patatas en cada cuenco. Las arropó con huevo hilado y sonrió. Parecía un nido, en efecto.
Pensé que se había arrepentido.
Se hizo con una cucharadita de mantequilla caliente, casi derretida, y la vació en el hueco de una de las patatas. El pobre tubérculo se estremeció, no sé si de placer.
Estrella dejó que la mantequilla se filtrara.
Después tomó el caviar y rellenó la patata feliz.
Aguardé, paciente.
¿Qué sucedía?
El silencio dio media vuelta y desapareció.
—Lo ideal es servirlas calientes —lamentó la mujer—, pero ya sabes cómo es Curtiss… Sabes cuándo se va, pero nunca cuando regresa.
Suspiró.
Las manos se enredaron en el delantal y, mirándome a los ojos, como si buscase comprensión, declaró:
—Curtiss teme por su vida…
El azul celeste tembló.
Aquella mujer era especialmente inteligente. No hablaba por hablar.
Depositó el resto de la mantequilla fundida en la salsera de plata y me sirvió una generosa copa de vino blanco.
Me miró, aliviada.
—Ahora ya lo sabes…
Probé el vino.
Era un tranquilo chardonnay de la región de Temecula, en el condado de Riverside, a no mucha distancia de allí.
El vino se dejó beber…
Y declaré, sin medir las palabras:
—Mucha gente habla de ello en Edwards…
Me contempló, desconcertada.
Traté de enmendar la torpeza. Demasiado tarde.
—Sólo son rumores, querida Estrella…
Movió la cabeza, negativamente.
¿Cuándo aprenderé que las mujeres son una raza aparte?
Son más rápidas e intuitivas que los varones.
Así lo demuestran los estudios hemastópicos llevados a cabo en la Universidad de Portland: el pensamiento femenino trabaja entre 2,01 y 2,03 veces la velocidad del pensamiento masculino.
Cuando el hombre va, la mujer ha vuelto…
—¿Qué dicen en la base? —preguntó la generala.
No tenía sentido mentir o dulcificar los rumores. Estrella no merecía algo así.
—Dicen que las diferencias entre Curtiss y Nixon son aparatosas…
Estrella me interrumpió:
—Aparatosas no… Di, más bien, insalvables.
Y sustanció:
—Esos malnacidos no perdonan ni olvidan…
En esos momentos no supe si se refería al supuesto fracaso de Caballo de Troya o al tenebroso asunto de las cintas magnetofónicas en poder de Curtiss, en las que el presidente aparece salpicado por las escuchas ilegales al partido demócrata, en el hotel «Watergate», en Washington D. C.
—Nixon es cruel y vengativo —resumió Estrella—. Irá contra Curtiss con toda la artillería pesada…
Estaba de acuerdo.
Y proseguimos con el segundo plato: langosta al estilo Saint Croix.
Ingredientes: dos libras de langostas, ya troceadas y aseadas; una cucharada de mantequilla; aceite de coco; una cebolla picada; tres dientes de ajo, igualmente picados; tres tomates sin pepitas; media taza de salsa de tomate; alcaparras; media taza de zumo natural de naranja y otra de consomé de pollo; cilantro; laurel; sal y pimienta.
Estrella dispuso el soffritto (a Curtiss le gustaba al estilo italiano: sin chorizo ni pimentón): un generoso chorro de aceite de coco (en lugar del habitual aceite de oliva), mantequilla y la cebolla y el ajo picados.
Removió y esperó cinco minutos.
—¿Y qué me dices de ese judío…?
Supo contenerse a tiempo.
—¿Kissinger?
Asintió con repugnancia.
—No sé —repliqué—. Parece que tampoco se lleva bien con el general.
—¿Por qué eres tan diplomático?
Y la mujer prosiguió, encendida:
—¡Se odian!
El ajo y la cebolla empezaron a gritar. ¡Se abrasaban!
—Curtiss está acorralado —dibujó Estrella—. Ha llegado su hora…
No me permitió intervenir.
—¡Lo matarán…! ¿Te das cuenta de la gravedad de la situación?
—No digas eso —repliqué con escaso convencimiento.
La cebolla y el ajo perdieron el sentido. Fue lo mejor que les pudo suceder.
La mirada azul de Estrella se oscureció.
Intenté rescatarla de aquella borrasca. No fue fácil.
Llevaba razón en casi todo.
El tiempo lo demostraría.
Nixon era una cobra escupidora y Kissinger hacía sonar la flauta…
Aun así tiré de ella:
—El general sabe cuidar de sí mismo…
Estrella añadió los tomates picados, las alcaparras, el jugo de naranja (truco personal de la generala) y el consomé de pollo.
Removió de nuevo y permaneció pensativa, observando cómo el tomate naufragaba en el soffritto.
E insistí:
—Él sabe…
La mujer agradeció el salvavidas y me acarició con el azul celeste, al tiempo que proclamaba:
—Curtiss sólo sabe de María Santísima y del bicarbonato…
Y se lamentó:
—En el fondo es un idealista.
«No tanto», pensé.
El silencio regresó a la cocina, se asomó al guiso, suspiró, y volvió a desaparecer.
—¿Qué aconsejas que haga?
No fui capaz de ordenar las ideas y, mucho menos, de articular una respuesta medianamente coherente.
—¡Lo matarán…!
No quise creerlo.
—No son capaces…
—Lo son, y lo sabes…
Siguió concentrada en la olla.
El olor, amabilísimo, nos distrajo, pero sólo fue un instante.
—Podríamos huir…
Sonreí para mis adentros.
Ella misma rectificó:
—No serviría de nada… Nixon y el judío terminarían encontrándonos.
El silencio volvió a entrar en la cocina. Se sentó y se dispuso a contemplar la última fase del guisote.
Estrella añadió la langosta, el laurel, el cilantro, la sal y la pimienta.
Consultó el reloj.
Y cada cinco minutos, a partir del añadido de la langosta, suministró a la burbujeante olla un largo chorro de leche de coco, su segundo secreto.
Quince minutos después, el silencio se levantó y se fue.
Estrella dulcificó el celeste de la mirada y preguntó con timidez:
—¿De verdad le has visto?
Se refería al Galileo.
Estrella sabía más de lo que aparentaba…
Asentí, sonriente.
—¿Es como cuentan?
—No…
—¿No?
—Era mejor… Infinitamente mejor.
Me miró, maravillada.
Supe que deseaba detalles, y se los proporcioné:
—Era más humano de lo que han escrito… Más amigo, más próximo, más generoso, más respetuoso, más divertido, más sabio, más poderoso, más misericordioso, más guapo…
—¿Cómo de guapo?
No fui capaz de responder. No tenía (ni tengo) palabras…
No hizo más preguntas.
Y se dedicó al postre. Eso fue todo cosa suya.
Me limité a espiar y a escribir en la memoria.
Mezcló queso cremoso mascarpone con azúcar glasé. Después la emprendió con el mango. Lo trituró en la batidora, hasta dejarlo en estado de gracia; es decir, líquido. Batió a mano la nata y permitió que azúcar, queso, mango y nata se abrazaran. Hecho el milagro, plantó un fresón en lo alto y los mandó al refrigerador.
Era un «Lumi».
Así llamó al postre: «Delicias de Lumi»
No supe quién era Lumi, pero estaba exquisito.
Aquella conversación, entre patatas desnudas, langosta en leche de coco y mangos en estado de gracia, fue otro aviso del Destino…
Faltaban 17 días para la tragedia, pero yo, obviamente, me hallaba ajeno.
* * *
Curtiss y Domenico regresaron con el sol en lo más alto.
Venían «contentos».
Se habían entretenido por el camino, bebiendo a la salud de blancos, prietos y chinos…
Estrella los zambulló en la piscina y allí los mantuvo, hasta que recuperaron el norte.
Habían comprado una pizarra negra con el marco en madera de álamo.
¡Vaya! Olvidé el asunto…
La situaron de pie, sobre un improvisado caballete (cerca de la pecera sin peces), y tomamos un tentempié.
El agua y la bronca de la generala fueron mano de santo.
Curtiss obedecía como un corderito.
Y a eso de las 15 horas, el general reclamó lo que era suyo: el regalo prometido por quien esto escribe en su despacho, en la Fog.
Todos fueron a sentarse frente a la pizarra. También la luz y el silencio.
Curtiss me entregó un paquete de tizas de colores en el que se leía «ticatl».
Regresó a la silla, prendió un habano, se relajó, y dio la orden:
—¡Quiero mi regalo!
Todos estaban en ascuas en el salón, incluidos los ventiladores y las burbujas de la pecera.
Sinceramente, fue un momento terrible.
No supe por dónde empezar.
Es más: quise echarme atrás, pero tropecé con el gesto adusto de Curtiss.
Que sea lo que Dios quiera…
Abrí el paquete de tizas y seleccioné el rojo y el azul.
Me fui al ángulo superior izquierdo de la pizarra y dibujé dos círculos concéntricos. El interior lo pinté de azul y el exterior con la tiza roja.
Después me trasladé a la esquina superior derecha y procedí a pintar una esfera, con sus continentes.
—La Tierra —anuncié innecesariamente.
La parroquia seguía mis movimientos, absorta.
El silencio y la luz me miraban, escépticos.
Acto seguido tracé una flecha que partía de los círculos concéntricos y apuntaba a la Tierra.
Me detuve a mitad de camino y pinté dos esferas, más pequeñas. Una azul y la otra roja.
Miré a los asistentes.
Nadie tenía idea de lo que me proponía.
Mejor así…
Y escribí sobre los círculos concéntricos:
«MOMENTO CERO».
Después, también en blanco, pinté cerca de cada una de las esferitas: «MUJER» (sobre la azul) y «VARÓN» (sobre la roja).
Volví a contemplar a los allí reunidos, pero seguían en blanco.
Y anuncié:
—Se trata de un presente para el general, pero, en realidad, es un regalo para todos…
Y ahora, al revisar estos diarios, pienso: «Fue un regalo para aquella gente pero, sobre todo, para el hipotético lector de estas memorias».
Como decía el Maestro: quien tenga oídos que oiga…
Y abrí una explicación que, por supuesto, no es mía.
—Una parte de los habitantes de la Tierra es así antes de nacer…
E indiqué los círculos concéntricos.
Dejé que la idea los empapara.
E insistí con un leve toque de la tiza, llamando la atención sobre el rojo y sobre el azul interno.
Las miradas se centraron en los círculos concéntricos y en las palabras dibujadas sobre ellos: «MOMENTO CERO».
La incredulidad también aparecía sentada entre mis amigos.
Era lógico y natural.
Proseguí con las explicaciones:
—Digamos que son pura energía…
Y señalé de nuevo los círculos concéntricos.
—Pura energía… Pues bien, en ese «momento cero» —por llamarlo de alguna manera—, la Gran Computadora da a elegir entre los trillones y trillones de cadenas de experiencias que un ser humano puede vivir en una existencia material.
Domenico me seguía con dificultad.
Noté cómo se le cerraban los ojos.
A Curtiss se le había muerto el habano y miraba la pizarra con la boca abierta.
Estrella —lo sé— iba por delante.
—El ser no nacido —continué— estudia esos trillones de «ofertas» y elige una, libremente.
Ofrecí un respiro y subrayé:
—¡Libremente!
Domenico terminó dormido.
—Entonces «alguien» pregunta: ¿«Estás seguro de la elección»…? Si la criatura confirma dicha elección, ese «alguien» replica: «Firma aquí».
Estrella parecía sorprendida.
—Al firmar se hace el milagro… La criatura desciende sobre la Tierra…
Indiqué el dibujo del planeta.
—… Y nace, pero dividida en dos…
Entonces dirigí la tiza hacia las pequeñas esferas sobre las que había escrito «mujer» y «varón».
E insistí:
—La criatura que era pura energía es ahora un hombre y una mujer. Y en la Tierra vivirán y experimentarán, según lo acordado previamente… Es casi seguro que nunca coincidan… No sabrán el uno del otro… Y si llegara a suceder…
Pero, de pronto, recordé una cuestión vital.
—Pido disculpas. Hay algo importante que no he dicho: al nacer, la memoria perpetua de esa criatura es borrada… Ni el hombre ni la mujer saben realmente quiénes son, ni de dónde proceden ni por qué están en la Tierra… Y a lo largo de sus vidas se preguntarán con frecuencia: ¿«Qué hago aquí»?
A Estrella se le iluminó el rostro.
Sé que comprendió.
—Y al morir regresan a la realidad y se hacen uno, tal y como eran antes de…
Lo dejé ahí.
Me dirigí de nuevo a la pizarra y dibujé algo en la parte inferior: una segunda Tierra, también con sus mares y continentes, y una esfera, similar a los círculos concéntricos que había pintado en el ángulo superior izquierdo. De la Tierra partió otra flecha, en dirección a estos segundos círculos concéntricos. También los pinté de rojo y de azul.
Me volví y proclamé:
—Nada es como creemos… La verdad es mucho más bella.
Y concluí:
—Fin del regalo, mi general.
El silencio permaneció unos segundos en su silla, desconcertado. Después hizo un mohín y se retiró.
Allá él…
Curtiss tomó la palabra y expresó:
—¿Quieres decir que elegimos lo que somos… antes de nacer?
—Más o menos… Y seleccionamos todo: familia, amigos, enemigos, anonimato, riqueza, pobreza, dolor, sabiduría, oscuridad… E, incluso, la forma y el momento de morir.
Curtiss negó con la cabeza y comentó:
—Eso no es lógico. Yo no he podido elegir a ese verraco de Kissinger como enemigo…
No discutí.
Yo tuve una reacción parecida cuando el Maestro me instruyó en esta verdad.
La generala continuó pensativa.
Finalmente hizo la pregunta capital:
—¿Quién te ha enseñado todo eso?
Y señaló los dibujos de la pizarra.
Sonreí, pícaro.
La mujer entendió al instante.
Curtiss siguió en sus trece y se negó a aceptar la «descabellada proposición». Así la llamó.
Esta vez sí repliqué:
—General, reconoce que si la proposición fuera cierta, habrías recibido el regalo de tu vida…
—Dices bien: si fuera cierta…
—¿Por qué hablas de «una parte de los habitantes de la Tierra»? —interrumpió Estrella—. ¿Y el resto?
Sonreí, satisfecho. La mujer, en efecto, va siempre por delante del varón.
Y declaré:
—Eso no forma parte del regalo…
—¿Y qué hay de la libertad? —clamó Curtiss, notablemente enfadado.
—Eso mismo pregunté yo…
—¿A quién?
—A Él, claro…
—Entonces…
Estrella y yo intercambiamos una mirada de complicidad.
Curtiss llegaba tarde…
Y respondí:
—La libertad no es viable en la materia en la que vives.
El general, descompuesto, me salió al paso:
—¡Estados Unidos es el símbolo de la libertad!
Me encogí de hombros y proclamé:
—USA sólo sabe guerrear… Mi general: es libre el que conoce… Pero ese territorio pertenece a la realidad.
—¿De qué demonios hablas?
—De la realidad.
—No comprendo…
—La realidad nos espera después de la muerte. De eso hablo.
Curtiss terminó poniéndose en pie, decepcionado.
Y caminó hacia el rincón de la pecera sin peces.
Domenico dormía como un bendito. No se enteró de nada.
Y me dispuse a borrar los dibujos de la pizarra.
Estrella suplicó que no lo hiciera.
—Necesito pensar…
Cumplí sus deseos y allí permaneció un buen rato, contemplando las esferas azules y rojas.
Me sentí recompensado.
* * *
Caminé hacia el general.
Deseaba disculparme.
Quizá no fui prudente a la hora de exponer «el regalo».
No todos entienden…
Curtiss se hallaba absorto, con la vista fija en la pecera.
En la mano derecha sostenía al difunto habano. Con la izquierda arrojaba comida al agua.
Era un alimento coloreado.
Por lo que leí en la cajita, sangre desecada para peces con un 45 por ciento de proteínas.
Exploré la pecera de cristal.
Me hallaba atónito.
Allí no vi peces.
Las burbujas azules emergían en columna, y disciplinadamente, como los alumnos de un colegio de pago.
Al llegar a la superficie desaparecían. ¡Qué misterio!
—Me han recomendado los copos —comentó de pronto el general—, pero flotan y lo ensucian todo.
Volví a mirar, alarmado.
Repasé las piedras del fondo.
Allí no había peces…
—También he probado con alimentos deshidratados… Y los granulados…
Movió la cabeza negativamente y sentenció:
—Pero son más propios de burbujas grandes…
Me pellizqué, disimuladamente.
—¿Burbujas? —Pregunté como un idiota—. No comprendo, mi general…
Curtiss me contempló, perplejo.
—Burbujas, sí…
Y señaló hacia la columna.
—¿No sabes qué son?
—No, mi general… Sí, mi general.
—¿No o sí?
—Sí, claro… Pero ¿por qué dar de comer a las burbujas?
—¿Y por qué no…? Tienen el mismo derecho que el resto.
—Por supuesto, mi general.
Y fui a preguntar una estupidez, lo reconozco:
—¿Son burbujas de aguas frías o tropicales?
—Hombre… ¿es que no lo ves?
Volví a mirar; esta vez como un perfecto bobo.
—Pues no sé…
—Hijo, no sabía que fueras tan torpe… ¡Son burbujas tropicales! Vivimos en California…
—¡Vaya! No había caído…
Me hallaba tan anonadado que no acerté a reaccionar.
Curtiss abandonó la caja de comida para burbujas azules tropicales e indicó la esquina izquierda del salón, al tiempo que ordenaba:
—Ven conmigo. Yo también quiero hacerte un regalo…
Me eché a temblar.
Estrella continuaba meditando sobre los dibujos de la pizarra.
Domenico no meditaba; roncaba.
Caminó hasta su «despacho» y señaló el sillón giratorio. Deseaba que me sentara.
Dudé.
Era su sillón…
Finalmente exclamó, imperativo:
—¡Siéntate!
Obedecí, claro.
Mi mente seguía en el otro extremo del salón, en el interior de la pecera. Lo de las burbujas de aguas tropicales me tenía trastornado.
Acto seguido, en silencio, Curtiss se dirigió al cuadro que colgaba en el centro de la librería adosada a la pared.
Como ya referí, se trataba de La Anunciación, de Rossetti.
¡Vaya! El cuadro era una tapadera…
Lo hizo girar sobre el costado derecho y dejó al descubierto una caja de caudales tipo 125 UL-1, gris Gunmetal, con combinación y llave tubular.
La pelirroja y Gabriel quedaron mirando a la otra estantería. ¡Vaya vida!
El general abrió la caja y buscó algo en el interior.
Miré hacia otra parte, por pudor, pero lo único que acerté a ver fueron burbujas…
Sobre la mesa murmuradora continuaban las carpetas y aquellos papeles, tan familiares.
¿De qué los conocía?
La de fresno y roble dijo algo, pero no estoy seguro.
—Lee esto —intervino Curtiss, mientras depositaba en mis pecadoras manos un dossier medianamente abultado.
En la portada se leía: «Top secret (Warning: special access required)». Era una advertencia. Para consultar aquellas páginas se requería una autorización especial.
El dossier —«muy secreto»— llevaba por título: «Informe Cero».
La carpeta no presentaba número.
Recordé.
¡Era el informe que Curtiss presentó a Kissinger en Washington D. C.!
¡Era el trabajo inicial sobre «Rayo negro»!
Miré al general, perplejo.
Curtiss, con el rostro grave, se limitó a hacer un comentario, totalmente innecesario:
—No puedes tomar notas… Sólo leerlo.
Saludó con el cigarro fallecido y añadió:
—Regresaré en una hora…
Dio media vuelta y se alejó hacia la pecera sin peces. Pero, de pronto, recordó algo. Volvió sobre sus pasos y declaró en voz baja:
—Yo no te he enseñado nada. Si hablas con tu sombra sobre esto —y señaló el dossier— te fusilaré…
Y desapareció.
Repasé de nuevo la portada.
«Informe Cero».
Dejé que rodaran los segundos.
No daba crédito a lo que estaba sucediendo.
La visita de fin de semana a la bahía de Pablo no era casual. ¡Qué tontería! En la vida no hay casualidades…
Tenía una hora.
La aprovecharía.
Y me pregunté: ¿«Por qué Curtiss me mostraba aquello»?
El general había insistido, a través del ayudante, para que no me mezclara en «Rayo negro».
¿A qué obedecía el cambio? ¿O no era tal?
Hice girar el sillón, suave y lentamente.
Entonces lo vi.
¡Vaya!
La caja fuerte había quedado abierta.
Miré a mi alrededor.
Todo continuaba igual.
Estrella al pie de la pizarra. Domenico al pie de sus ronquidos.
Nadie más…
¿Y si echaba un vistazo en el interior?
Desde el asiento distinguí otras carpetas.
La curiosidad empezó a tirar de la manga.
Resistí.
No debía hacer algo así.
Y me centré en lo que tenía entre las manos…
Eran 60 folios.
Los rumores que circulaban en la zona restringida, y en el bar de Joco, tenían base.
La nave se hallaba lista para el traslado. Se establecían cinco posibles emplazamientos. Jordania, en efecto, era uno de ellos. El combustible no lo conocía. Casi todo era nuevo para quien esto escribe. Leí detalles y detalles.
¡Dios mío!
Leí mi nombre… Volví a leer, incrédulo.
No había duda.
Yo era uno de los cinco miembros de la tripulación de «Rayo negro».
Sentí un escalofrío.
Al resto de los ocupantes de la nave no lo conocía. Supuse que eran pilotos jóvenes.
Leí un capítulo dedicado a nuevas armas y a una tecnología no humana, como adelantó el japonés.
El propósito de «Rayo negro» era uno y claro: recuperar la «cuna» y devolverla a sus legítimos propietarios.
Algo se decía sobre los soviéticos…
¡Qué absurdo!
Ante mi perplejidad, en el informe no se hablaba de Eliseo, ni de pista alguna que pudiera hacer sospechar que había «retornado» a la época del Maestro.
Y me interrogué de nuevo: «¿Por qué tanto empeño en enviar a “Rayo negro” si nadie tenía la seguridad de que mi hermano hubiera vuelto? ¿O sí disponían de esas pistas?».
El proyecto se hallaba tan cuajado que fijaban, incluso, la fecha del «lanzamiento»: «Después de la guerra entre árabes y judíos».
Era espectacular…
Todo había sido minuciosamente programado.
Y vi la mano de los «halcones» en todo aquello…
Leí y leí con avidez.
Y, súbitamente, me asaltó un pensamiento, llegado de muy lejos: ¿«Podía “volver” y encontrarme de nuevo con Él»?
Tragué saliva.
¡El Maestro! ¡Volver a verlo!
La idea se instaló en mi mente y empecé a sentirme bien. Muy bien…
¡Quién sabe! No era difícil dar esquinazo a aquellos novatos… Seguramente contaría con la ayuda de Eliseo.
Y me dejé arrastrar por la fantasía.
¡Volvería a verlo y a verla!
Fue suficiente con cuarenta minutos. «Informe Cero» quedó absorbido, palabra por palabra, en mi cerebro.
Y en eso, mientras fantaseaba, me puse en pie y tropecé de nuevo con el oscuro y atractivo interior de la caja fuerte.
¡Vaya!
Y la curiosidad, pesadísima, tiró de mí.
Sólo tenía que asomarme…
Miraría, sin más.
La dueña se había retirado.
El ayudante continuaba dormido en la silla «Windsor».
Era el momento.
Curtiss prometió regresar en una hora. Faltaban veinte minutos…
«Sólo tienes que mirar», insistía la curiosidad.
«No debo», me decía a mí mismo.
«Sí debes»…
«No»…
Y miré, claro. Mejor dicho, husmeé.
Desplacé las carpetas y leí los títulos. Uno de ellos me llamó la atención: «SPAN».
No supe a qué se refería.
¿«SPAN»? ¿Espacio? ¿Instante? ¿Espacio-tiempo?
¿Por qué me atrajo?
Me senté, precipitadamente, como si acabara de cometer un asesinato.
Lo sé: no tengo solución…
Y aguardé el retorno de Curtiss sumergido en «Rayo negro».
* * *
El general se presentó, puntual.
Eran las 18 horas.
El dossier secreto descansaba sobre la mesa murmuradora.
Seguía sin entender lo que decía la de fresno y roble.
Hablaba en un idioma desconocido. «Istripu» —repetía—. «Istripu».
Yo intentaba poner orden en el patio de atrás de los pensamientos. Fue inútil.
Eran como críos.
Se tiraban piedras y chillaban como monos. Llegaban en oleadas a la playa de la mente y se derramaban como olas…
«Rayo negro». ¡Una misión diabólica!
—Y bien… —se interesó Curtiss.
Moví la cabeza, desalentado. Y le hice entrega del dossier.
—Es una locura, mi general… Eliseo, probablemente, está muerto.
Curtiss hojeó los papeles, muy por encima, y los devolvió a la caja fuerte.
Acto seguido cerró y la copia del Rossetti recuperó la posición habitual.
La pelirroja seguía aterrorizada; más o menos como yo.
Hice ademán de levantarme y cederle su sillón.
El general rechazó el ofrecimiento y ordenó que siguiera sentado.
Exploré la mirada del jefe del proyecto Swivel.
No parecía haberse dado cuenta de mis enredos en el interior de la caja de caudales o, al menos, lo disimuló a la perfección.
Y seguí temblando…
Curtiss era un vaso de Pandora.
De repente exclamó:
—Quiero que prometas algo…
Rectificó sobre la marcha:
—Quiero que me jures algo…
¡Vaya!
No estaba mal: dos juramentos en seis horas…
Aquello se ponía interesante.
—Tú dirás… —repliqué, intrigado.
De repente, palideció.
Se inclinó hacia quien esto escribe y me miró a los ojos.
¿Qué sucedía?
—Si «Rayo negro» sigue adelante —que seguirá— jura por tu honor de militar que no te echarás atrás…
—¿Echarme atrás? No entiendo…
—Jura que formarás parte de esa tripulación, pase lo que pase…
No terminaba de comprender y, señalando la caja fuerte, comenté:
—Ahí dice que formo parte de «Rayo negro»…
—Lo sé. Ha sido decisión mía.
La palidez se hizo más intensa.
Y percibí unas perlas de sudor en las sienes.
Me alarmé.
—No importa que no lo entiendas —continuó—. ¡Júralo!
Dudé.
No sabía de qué hablaba.
Curtiss comprendió que me hallaba perdido y, bajando el tono de la voz, susurró:
—Todo se está precipitando… Si llegara a sucederme algo —que sucederá— quiero que estés ahí, en «Rayo negro». No renuncies…
—¿Qué se supone que te va a suceder?
Y me vino a la mente el temor de Estrella.
Curtiss guardó un elocuente silencio.
—No entiendo —traté de sonsacarle—. Hace unos días ordenaste que no me mezclara en los trabajos de preparación de «Rayo negro»… Ahora resulta que estoy en la lista de la tripulación.
El general no cayó en la trampa.
—Eso fue lo que le transmití a Domenico. Pero de eso hace días… Ahora los problemas son otros.
Volvió a mirarme fijamente y ordenó:
—No preguntes más…
Vi llegar al silencio.
Curtiss buscó un habano.
Le metió fuego.
Las manos le temblaban.
Aspiró con ansiedad y vi flotar el humo blanco. Se quedó cerca del techo, como si supiera de qué hablaba el general.
El cigarro calmó los ánimos, en parte.
Y Curtiss susurró:
—Nadie está a salvo con ese putrefacto Nixon —parecía que hablaba consigo mismo— y yo menos que nadie…
Volvió a inclinarse sobre quien esto escribe y bramó, en el mejor de sus estilos:
—¡Obedece, mula de varas…! ¡Te va en ello la vida…! ¡No renuncies a «Rayo negro»…!
La palidez iba y venía.
Y concluyó, con la voz quebrada:
—¡No renuncies, pase lo que pase y veas lo que veas!
El humo del «upmann» me envolvió, literalmente.
Y empecé a toser.
Curtiss se mantuvo a un palmo de mi rostro, indiferente, y esperó una respuesta.
Sólo acerté a toser.
—Además —añadió, suavizando el tono—, eres el más capacitado…
Las palabras se abrieron paso entre la humareda y, con dificultad, logré preguntar:
—¿Qué tengo que ver con Nixon…? ¿Por qué dices que mi vida peligra?
—¡Es una orden, pies huecos…! ¡Júralo!
Lo tuve claro.
Curtiss no tenía intención de despejar ninguna de mis dudas. Al menos en esos momentos…
Y juré, ciertamente atemorizado.
El general ocultaba algo muy grave…
—Tiene gracia —comenté—. Ni siquiera he visto «Rayo negro»…
Curtiss cayó en la cuenta.
Mis credenciales eran «azul-4». Para acceder a la «ciudad subterránea», en la zona restringida de Edwards, necesitaba unas «tssc» de rango superior.
—Eso lo arreglaremos a mi regreso a la base —terció el jefe del proyecto—. Hablaré con Domenico para que lo disponga todo…
El general se había serenado. Y empezó a expulsar aros de humo blanco.
Tuve un pensamiento horrible: ¿«Les daría de comer, como a las burbujas tropicales»?
—Mañana, cuando vuelvas a la base —prosiguió Curtiss—, sigue con lo que llevas entre manos… Que nadie sospeche que estás en la lista de «Rayo negro»… Y recuerda: si hablas te fusilo…
—Joco ya debe saberlo…
—Joco sabe lo que yo quiero que sepa…
Mensaje recibido.
Y me atreví a insistir:
—¿Consideras que Eliseo está vivo?
El general continuó con el juego de los aros.
Al cabo de unos segundos, cuando hubo meditado la respuesta, replicó:
—Amigo mío, Curtiss sólo cree en la Virgen Santísima y en el bicarbonato. Por ese orden. Y en el último, cada vez menos…
Y pensé: «Sin olvidar a las burbujas azules tropicales».
Pero me tragué el pensamiento.
Algo sabía, por Estrella…
Y el general se quedó tan ancho.
No se me ocurrió preguntar de nuevo. Curtiss había sido un buen piloto. No convenía repetir la cuestión.
Y en esas estábamos cuando Estrella se presentó en el salón.
Despertó a Domenico y se vino hacia nosotros.
Me sonrió con la mirada y anunció a Curtiss:
—Es la hora…
El general buscó en una de las estanterías y tomó un libro de pastas rojas y grandes letras doradas. Era una encuadernación con la piel bruñida y jaspeada.
No alcancé a ver el título.
Me intrigó.
Curtiss me invitó a que los acompañase.
Fue entonces, al retirarnos, cuando la mesa de fresno y de roble volvió a murmurar en aquel lenguaje indescifrable. Y le oí decir:
«Istripu… ez hildako».
Nadie le prestó atención.
Y gritó, cuando nos alejábamos: ¡«Istripu ez hildako»!
Volví a reparar en los papeles que habitaban en lo alto.
Yo los conocía…
Nos acomodamos en el porche, frente a la mesa de los clavos de plata.
El general se dejó caer sobre la anciana mecedora y ésta lo recibió con un breve pero cariñoso balanceo.
Los albatros miraban, inmóviles, con los falsos picos rojos orientados hacia el este, atentos a la brisa del Pacífico. Pero la brisa patrullaba por otros lares.
El atardecer se acercaba despacio, y de puntillas, pero se acercaba.
Curtiss aplastó el habano y lo olvidó, agonizante, en uno de los ceniceros inverosímiles.
La mujer depositó una vela amarilla, a juego con la llama, sobre el tablero de roble y se sentó junto al marido. Domenico y quien esto escribe tomamos asiento cerca del matrimonio.
En esta oportunidad no se rezó el rosario.
Era sábado y, de acuerdo a las costumbres del general, tocaba lectura y meditación.
Curtiss abrió el libro rojo.
Se trataba de La imitación de Cristo, atribuido a Tomás Hemerken, más conocido como Tomás de Kempis[88]. Conocía el texto de memoria aunque ahora, tras la aventura en la Palestina del Hijo del Hombre, lo rechazaba de plano.
Y Curtiss inició la lectura.
Empezó por el libro cuarto (capítulo 1, 5): «Santísimo Sacramento del altar… exhortación devota para la Sagrada Comunión… ¡Oh, Dios mío! ¿Qué no hicieron aquellos para agradarte? Mas ¡ay de mí! ¡Cuán poco es lo que yo hago! ¡Qué corto tiempo gasto en prepararme para la Comunión!».
El general se detuvo. Miró a los presentes y movió la cabeza, afirmativamente, al tiempo que repetía:
¡«Qué corto tiempo gasto en prepararme para la Comunión»!
Y dejó que la frase flotara en los corazones.
Yo me mantuve en silencio, pendiente.
«… Rara vez estoy del todo recogido —continuó Curtiss—, y rarísima vez me veo libre de la distracción… Y en verdad, que en tu saludable y divina presencia no debiera ocurrirme pensamiento alguno poco decente, ni ocuparme criatura alguna… porque no voy a hospedar a algún ángel, sino al Señor de los Ángeles».
El general interrumpió de nuevo la lectura y los tres inclinaron la cabeza, dedicados a meditar sobre lo leído.
Permanecí mudo y atónito.
¿Cómo explicarles que el Maestro jamás pretendió instituir la llamada eucaristía[89]? Eso hubiera ido contra sus más básicos pensamientos… Jesús de Nazaret no era partidario de fórmulas mágico-matemáticas.
Todo se debió a malas interpretaciones y, sobre todo, a las censuras y manipulaciones posteriores.
Me resigné.
Ellos eran felices así. No tenía derecho a modificar sus brújulas.
Y Curtiss prosiguió en el párrafo séptimo: «¿Por qué, pues, no me inflamo más en tu venerable presencia? ¿Por qué no me dispongo con mayor cuidado para recibirte en el Sacramento, al ver que aquellos antiguos Santos patriarcas y profetas, reyes y príncipes, con todo su pueblo, mostraron tanta devoción al culto divino?».
¿Santos? Nadie es santo en la Tierra…
Meditaron nuevamente y el general pasó el Kempis a Domenico. Éste, a su vez, leyó el libro primero (capítulo 23, 5): «De la meditación y la muerte».
Y dijo: «No confíes en amigos, ni en vecinos ni dilates para después tu salvación; porque más presto de lo que piensas estarás olvidado de los hombres»…
Bajaron las cabezas y reflexionaron (?).
¡Dios mío! No es eso…
Él lo repitió hasta el agotamiento; ¡somos inmortales! ¡No necesitamos salvación! Confía o desconfía. No importa. Al final, tras la muerte, serás inmensamente feliz…
Pero seguí encerrado en el mutismo.
Domenico pasó al 23, 9: «Trátate como huésped y peregrino sobre la tierra, a quien no le va nada en los negocios del mundo… Guarda tu corazón libre y levantado a Dios, porque aquí no tienes domicilio permanente»…
En eso estuve conforme.
La Tierra es una simple o complicada aventura, según. Es un suspiro de 20, 50 ó 100 años. Algún día —en el no tiempo— la vida sólo será un difuso recuerdo. Había que vivirlo y lo vivimos… Y pasaremos, afortunadamente, a la realidad.
Meditaron y le tocó el turno a la mujer.
Leyó el libro tercero (capítulo 14): «Tus juicios, Señor, me aterran como un espantoso trueno, estremeciéndose todos mis huesos penetrados de temor y temblor, y mi alma queda despavorida»…
Estrella me miró, temblorosa.
Negué levemente, con la cabeza. Quise darle a entender que aquel texto no tenía sentido. No sé si captó el mensaje.
El Padre Azul, Ab-ba, no juzga a nadie. Es más: nadie juzga a nadie tras el dulce sueño de la muerte.
La imitación de Cristo es una bienintencionada obra, pero errónea y catastrófica.
Meditaron y Estrella procedió a la lectura del último pasaje (libro segundo, 12-11): «Cuando llegares a tanto, que la aflicción te sea dulce y gustosa por amor a Cristo, piensa entonces que te va bien; porque hallaste el paraíso en la tierra».
No es eso, no es eso… —me dije—. A la Tierra no se viene a sufrir, sino a experimentar, que es muy distinto. En la Tierra se sufre porque es un mundo laboratorio. Él lo dijo.
Meditaron de nuevo y yo permanecí en silencio, hilando pensamientos.
No es eso…
* * *
La cena, en el salón, fue deliciosa y reposada.
Bebimos chardonnay y chenin, de las cepas blancas del condado de Napa, al norte de la bahía de San Francisco (debería de haber escrito Francisco, pero en fin…).
Domenico repitió el postre.
Y como era tradición en la familia, durante la cena se habló sobre lo leído minutos antes: la necesidad de imitar al Maestro.
Hablaban y no acababan, elogiando las excelencias del Kempis.
Me mantuve al margen, ocupado, sobre todo, en piropear al resplandeciente chardonnay. El vino me miraba y hacía guiños amarillos. ¡Qué bella criatura!
Pero Estrella no tardó en percatarse de mi «ausencia». Y preguntó:
—¿Qué opinas?
Abandoné el diálogo con el chardonnay e interrogué a la mujer, ciertamente despistado:
—¿Qué opino sobre qué?
—Sobre la necesidad de imitar a Jesucristo…
Curtiss la corrigió:
—Jesucristo no… Di mejor Jesús de Nazaret.
La mujer escuchó, sin comprender.
Curtiss y yo nos miramos, satisfechos.
Y me centré en la pregunta de la generala:
—El Maestro no deseaba algo así…
—¿No deseaba qué? —se adelantó Estrella.
—No pretendía que le imitasen.
—¿Por qué? —intervino Domenico—. Cristo es…
Curtiss lo interrumpió también.
—Se dice Jesús de Nazaret…
El ayudante, confuso, continuó su razonamiento:
—Decía que Cristo —perdón, Jesús— es el supremo ejemplo en cualquier aspecto de la vida…
El general tomó el relevo y se vació:
—Así es. El Maestro fue un ejemplo en su vida diaria, en su trabajo como carpintero, en la relación con sus padres, en la moral, en sus pensamientos —siempre puros—, en la forma de orar, en los sacrificios y ayunos que practicó, en su caridad, en la ausencia de pecado, en su celibato e, incluso, en la forma de morir…
Y la mujer repitió la pregunta:
—¿Qué opinas?
No supe por dónde empezar.
El sagrado licor de Tennessee me echó una mano.
Y expresé lo que creía, en base a lo que había visto, con Él.
—Jesús se encarnó en un lugar y en un tiempo concretos.
Me escuchaban, expectantes.
—Nada fue casual. Todo estuvo minuciosamente pensado…
Pero no deseaba desviarme del asunto capital y regresé a la pregunta de Estrella:
—Aquella Palestina y aquel siglo primero no tienen relación alguna con nuestro tiempo. El Hijo del Hombre no quiso que le imitásemos porque las circunstancias históricas cambian de día en día… Lo que fue bueno para Él no tiene por qué serlo para nosotros.
Domenico no me dejó terminar.
—Entonces, si no consiste en imitarle, ¿de qué se trata? ¿Por qué y para qué estamos aquí?
Y recordé que se había dormido durante la «descabellada proposición» que llevé a cabo con la ayuda de la pizarra.
No importaba. Y resumí:
—No se trata de imitar al Maestro, sino de vivir…
—¿Vivir? ¿Y en qué consiste, según tú?
—Lo dije esta tarde. Vivir es experimentar la imperfección. Que nadie te lo cuente después de muerto… Vivir es degustar la vida que tú mismo has elegido.
Alcé la copa de chardonnay y los brillos me dieron la razón.
Y me hice eco de las palabras del general:
—Jesús de Nazaret es el símbolo del amor y de la espiritualidad. Eso nadie lo duda.
Asintieron en silencio.
—Pero cada cual tiene su Destino.
Yo también dejé que la idea flotara en los corazones, y añadí, sabedor de las reacciones que iba a provocar:
—Hitler cumplió con el suyo y ahora nos precede en el camino hacia el Padre…
Curtiss fue el primero en estallar:
—¿Cómo te atreves a insinuar que ese cabo pinchaúvas ha sido acogido por el Padre?
—Tergiversas las palabras, mi general…
Me miró, atónito.
—¡Ese inflapitos —bramó el ayudante— está ardiendo en el infierno!
—¡Dejadle hablar! —intervino la generala.
—No he insinuado. Afirmo.
A Curtiss se le apagó el puro, del susto.
—Nadie es rechazado —y miré a Domenico—. Nadie… Haga lo que haga o diga lo que diga… Todo forma parte del plan. Nada es gratuito. Ése fue el mensaje del Galileo. Ésa es la gran esperanza…
—Hitler fue un asesino de masas…
Repliqué a Domenico:
—También las Cruzadas…
Y le sonreí de inmediato.
—No temas. Todo está diseñado para el bien, aunque no lo comprendamos.
E hice mías unas palabras del Maestro:
—¿Sabes por qué las hormigas no miran al cielo?
Curtiss y Domenico pensaron: «Está loco».
Me adelanté y proclamé:
—No miran al cielo porque no saben que hay cielo.
Y regresé al tema de la imitación:
—Jesús tampoco rezaba como lo hacéis vosotros. Sus oraciones eran diálogos con el Padre…
Y lancé una puya:
—Jesús sería incapaz de rezar el rosario…
Me arrepentí al momento. Eso no estuvo bien…
Y continué, a duras penas:
—Jesús fue más que un carpintero. Fue un educador revolucionario.
—¿Como Fidel?
La broma de Domenico suavizó la tensión.
—Tampoco practicó ayunos, al menos de manera consciente.
Curtiss escuchaba con la boca abierta y el habano apagado.
—Y si fue célibe —añadí— es porque convenía a sus planes; no porque estuviera en contra del matrimonio… En cuanto a la familia…
Dudé.
No deseaba herirles de nuevo.
Pero Estrella me animó para que continuara.
—En cuanto a la familia, la relación con la madre y con los hermanos no fue como creéis. No le comprendieron…
Y la generala redondeó, con tino:
—Ni entonces ni hoy.
Domenico, al parecer, arrastraba una pregunta desde hacía tiempo, y la soltó:
—¿Aceptaría el Maestro a un homosexual?
Curtiss se lo quería comer con la mirada.
Le sonreí de nuevo y repliqué:
—Hubo homosexuales que le siguieron…
Y añadí, seguro de mí mismo:
—Uno de los doce fue homosexual. Puede que dos…
A Domenico se le iluminó el rostro.
Y continué:
—Te contaré algo que no sabes…
Y procedí a narrar lo acontecido cuando caminábamos desde el monte Hermón a la localidad de Nahum, junto al yam. En aquella ocasión, Eliseo formuló una pregunta al Hijo del Hombre: «Dime, Señor, ¿cómo explicar la homosexualidad en un reino tan perfecto como el del Padre?»[90].
—Seguimos caminando, pero el Galileo no respondió a mi hermano… De pronto se detuvo a la izquierda del camino. Un viejo badawi (beduino) vendía uva.
Los tres escuchaban, atentísimos.
—Y el beduino, deseoso de vender, proclamó: «Las anavim (uvas) son un regalo de los dioses… Además, aclaran la piel. Iluminarán tu rostro»…
Jesús deslizó la mano izquierda sobre unos racimos blancos, con pintas negras, y, tras dudar, arrancó uno de los granos. Lo alzó y, dirigiéndolo hacia el sol, contempló satisfecho la textura y la firmeza de la pulpa. Después se lo dio a comer al ingeniero. Era muy dulce.
Finalmente, colocando las manos sobre los hombros de Eliseo, contestó la aparentemente olvidada pregunta: «Hijo, ¿crees que el Padre comete errores?».
Domenico proclamó, eufórico:
—Entonces no somos despreciables…
Quise decirle que no, pero Curtiss no lo permitió. La bronca fue monumental. Para el general, la homosexualidad era otra plaga de Egipto, como el comunismo… Si aceptaba a su ayudante era por su probada eficacia.
Estrella, una vez más, alivió la tensión de la caldera.
De pronto se levantó y puso música.
La Callas y Madame Butterfly hicieron el prodigio.
Los ánimos retrocedieron y nos asomamos a la belleza, sin más.
Después fue Norma, de Bellini.
La voz de la divina, en los pianos, era sublime.
Terminamos reconciliados, naturalmente.
Estrella, feliz, nos regaló también La Bohème, del incombustible Puccini.
La Callas era un monstruo.
Su registro de soprano abarcaba tres octavas. No importaban los sobreagudos estridentes. Era una sfogato.
Y, de pronto, Domenico soltó:
—¿Por qué no fundas una iglesia?
Quedé atónito.
—Eres un nuevo san Pedro…
—En todo caso, un Pedro —le corregí.
Curtiss y yo nos miramos.
Y recordé sus palabras sobre la necesidad de rebajar, en lo posible, la credibilidad de aquella historia.
Mensaje recibido.
Me retiré a una hora prudencial.
En mi mente hervían emociones y pensamientos.
Necesitaba poner orden en el patio de atrás del corazón.
Ellos permanecieron en el salón, hipnotizados con el poderío de la Callas.
Pero las sorpresas, esa noche, no habían terminado…
* * *
Al entrar en la habitación lo descubrí sobre la cama.
¡Vaya! ¿Cómo llegó hasta allí?
Traté de utilizar la lógica.
Negativo.
No supe.
En la casa estábamos los que estábamos, amén de Henry, el perro amarillo. Pero ése no contaba.
Era todo muy raro…
Lo inspeccioné, intrigado.
Y llegué a mirar a mi alrededor, como un idiota.
Francisco y el ángel del violín, de Murillo, se encogieron de hombros.
Dijeron no saber nada.
Yo sabía que eso era imposible.
Tenían que haber visto algo. Se hallaban en un lugar privilegiado, sobre la cabecera de la cama.
No respondí. Allá ellos…
Las claves de sol y la misteriosa ecuación de la tulipa (5 + 5 = 1) guardaron silencio. Eso fue más grave. La clave de sol, como es bien sabido, representa el amor violeta y, por tanto, el más sincero.
Algo grave, gravísimo, había sucedido en aquella habitación.
Tendría que averiguarlo…
Con el armario chino ni hablé. Continuaba obsesionado con la bahía de Pablo. Sólo deseaba asomarse por la ventana; pero eso era imposible. Era un ropero…
Tampoco el crucifijo de madera y los rosarios que colgaban en la pared aportaron una sola pista. Bastante tenían con lo que tenían…
El reclinatorio y Yehohanan miraron hacia otro lado.
A buen entendedor…
Me resigné.
Sólo quedaba el ventilador de palas de madera, pero ése estaba tetrapléjico. No pregunté, por respeto.
En suma, nadie quiso comprometerse.
En mi ausencia, alguien había depositado un sobre naranja sobre la cama. Era idéntico a los que recibí anteriormente. El mismo lacre, el mismo color…
Lo inspeccioné un buen rato.
No despedía olor.
Sin embargo…
Intenté pensar a gran velocidad: «Sólo alguien que me acompaña en la casa ha podido entrar en el dormitorio… Pero ¿quién? ¿Por qué?».
Lo abrí y hallé otra cartulina blanca, con el ya familiar emblema, en relieve, en el ángulo superior izquierdo: una estrella de cinco puntas, invertida, rodeada por el lema «más allá de la fidelidad».
¿Domenico? ¿Quizá Estrella…? ¿O pudo ser el general?
Los tres eran católicos, apostólicos y romanos. Los tres eran anticomunistas…
Y pensé de nuevo: ¿«Y qué tiene que ver eso con estos mensajes»?
Me hallaba espeso.
No lograba despejar la incógnita.
En el centro geométrico de la cartulina, mecanografiada, aparecía la siguiente frase: «Deditionem fac, proditor».
Era latín.
Podía ser traducido como «Renuncia, traidor».
De nuevo aquella acusación… ¿Por qué? Yo no era un traidor. ¿Y a qué debía renunciar?
No comprendí.
Y recordé los anteriores «mensajes». ¿O se trataba de amenazas?: «Marte, alerta» y «Blasfemia».
Le di vueltas y vueltas, pero no llegué a ninguna conclusión.
«Marte, alerta-blasfemia-renuncia, traidor».
Estaba agotado.
Las emociones me habían atropellado.
E hice lo mejor que podía hacer: guardé el enigmático sobre naranja y me metí en la cama.
Me costó conciliar el sueño.
Buscaba una solución al misterio, pero no daba con ella.
«Yo no era un traidor»…
Finalmente, el sueño entró en el dormitorio y me cubrió con su capa negra…
* * *
Tuve ensoñaciones inquietantes y, ahora lo sé, medio proféticas.
Una, en especial, me impactó.
Esto es lo que recuerdo:
Me hallaba en la sala de las «tormentas», en la Fog.
Alrededor de la mesa de cristal se reunía una asombrosa colección de personajes.
Todos vestíamos los trajes de astronautas del proyecto Swivel, excepción hecha de Domenico, que hacía de escribano.
Yo estaba muy enojado.
Allí vi a Maria Callas, alta, seria y poderosa. También vi al compositor italiano Giacomo Puccini. ¿Cómo era posible? Puccini murió en 1924… Presentaba el pelo alborotado y un enorme mostacho. Acariciaba el traje blanco y la bandera norteamericana cosida en el hombro izquierdo. Y parecía decir: ¿«Qué hago yo en este sueño»?
Tomás de Kempis era otro de los congregados.
Abrazaba una edición de lujo de La imitación de Cristo. Y repetía como un loro: «Es una traducción de Nieremberg».
Nadie le prestaba atención.
Aristotelis Sokratis Onassis era otro de los asistentes a la reunión. La USAF le había obligado a prescindir de sus enormes gafas y eso le obligaba a entornar los ojos.
A cada parpadeo se oía un extraño sonido. Algo así como el ruido de una caja registradora…
Curtiss presidía la increíble asamblea.
Y, como digo, quien esto escribe se hallaba muy molesto e irritado.
Las quejas iban dirigidas al general y jefe de proyecto.
Al parecer, los presentes, salvo Domenico, integrábamos la tripulación de «Rayo negro» (!).
Y yo gritaba, descompuesto:
—¿Cómo voy a rescatar la «cuna» con esta tropa?
Curtiss sacó el rosario y se puso a rezar.
—¡Ninguno está capacitado para volar! —protesté.
La Callas, entonces, dio un puñetazo en la mesa y se puso en pie.
Todos guardamos silencio.
La divina casi tropezó con el techo.
Nixon dejó de sonreír a causa del susto.
La mujer levantó el puño y cantó:
—Crudel…!
—¿Yo cruel? —respondí—. Me confundes con Jon Vickers en Medea…
Y empezaron a silbar y a patear el suelo.
La Callas miró con desprecio, y volvió a cantar:
—Crudel!
Hizo una pausa y siguió con el canto:
—«Ho dato tutto a te»…!
Traduje a Curtiss:
—Dice que te lo ha dado todo…
El general enrojeció como una amapola.
Onassis empezó a aplaudir y el resto lo siguió, entusiasmado. La ovación se prolongó tres minutos.
Tampoco era para tanto, pensé.
Los agudos eran sonoros, aunque no se ajustaban a los cánones establecidos. No supe si eran registros de una soprano aguda o de contralto.
Pero eso, ¿qué importaba?
Estábamos a lo que estábamos: el rescate de Eliseo…
Empecé a sudar.
Aquello era un fracaso…
Kempis también se levantó y clamó:
—¡Yo he venido a hablar de mi libro…! ¡La Paramount Pictures Corp. está interesada en llevarlo al cine!
Domenico me hizo un gesto, y preguntó:
—¿Qué significa Corp.?
—No lo sé… No me distraigas.
Protesté.
No estábamos a lo que estábamos…
Curtiss no aceptó la protesta.
Y Tomás de Kempis prosiguió:
—Puede que la película la dirija Coppola…
Se registró un murmullo de admiración.
Todos le felicitaron.
Y la Callas preguntó:
—¿Qué se sabe del reparto?
—Está muy avanzado… Marlon Brando, Diane Keaton, Al Pacino, Robert de Niro, Duval, Talia Shire, James Caan, Richard Castellano…
Puccini le interrumpió:
—Tengo un par de óperas por estrenar. Quizá le interesen a la Paramount esa…
Kempis dudó.
—La Traviata te la dejo barata…
—No sé —musitó Kempis—. ¿Qué tal La Traviata y La Bohème por el mismo precio?
—Porca miseria! —masculló Puccini.
—Y tienes que regalarme la Misa de 1880, el Preludio Sinfónico de 1876, y el Réquiem de 1905…
Kempis era un tiburón.
Puccini aceptó, con la condición de que le presentara a Brando.
No fui capaz de poner orden.
Y Curtiss, ante mi desesperación, dio por finalizada la convocatoria.
Y los «astronautas» se encaminaron hacia la «ciudad subterránea». Allí esperaba la nave…
Domenico seguía empeñado:
—¿Qué es Corp.?
Lo mandé a paseo, directamente.
Estaban las cosas como para frivolidades…
Cuando nos disponíamos a descender a la «ciudad subterránea», la policía militar me cortó el paso.
Bajaron todos, menos yo.
Protesté.
Dijeron que carecía de las credenciales necesarias.
¡Qué absurdo! Aquello era un sueño…
Traté de razonar con el sargento de la PM.
Entonces caí en la cuenta…
Bajo el casco aparecía la cara aniñada de Walter.
Le felicité por el ascenso.
Ni se inmutó.
Me acusó de adulador y exigió las «tssc» correspondientes.
Vacié los bolsillos. Esto era lo que cargaba: un dado para hablar con Dios, las llaves de ninguna parte, cinco dólares (símbolo del Padre Azul), el carnet de socio del Área 51, doce tarjetas de crédito (algunas caducadas), pastillas para la tos, una foto de mi abuelo (el cazador de patos), números de teléfonos (secretísimos), toallitas higiénicas con aloe vera, rotuladores rojos y negros, las gafas, un inhalador (sin receta) y una clave de sol…
Walter estaba desesperado.
Y comentó:
—¿Algo más?
Las «tssc» no aparecieron.
Era sencillo: no las tenía.
Invoqué mi amistad con Curtiss.
Negativo.
Le hablé de nuestras peripecias con las cajas de melocotones.
Negativo.
Le entregué los cinco dólares.
Negativo.
Le prometí un par de entradas para el partido de baloncesto entre los Nets y los Stars.
Dudó.
Creí que lo tenía atrapado, pero no…
Ofrecí la receta de la langosta al estilo Saint Croix.
Negativo.
Walter era hormigón armado.
Insinué que era amigo del Maestro y que disponía de información de primera mano sobre su vida…
Negativo. Walter era protestante.
Me rendí.
Y abandoné el hangar rojo, palidísimo…
Caminé hacia ningún lugar.
La gente de ningún lugar que me veía pasar —vestido de astronauta— se burlaba a mis espaldas y cantaba Madame Butterfly.
La gente es cruel, incluso en sueños.
Me refugié en el bosque de Josué.
Lloré lo mío y, de paso, regué el cactus de los ojos de color mostaza.
Como era de prever, terminé en el bar de Joco, abrazado a una botella del sagrado licor de Tennessee.
Y el japonés comentó:
—Han traído esto para ti…
Era otro sobre naranja y lacrado.
¡Vaya!
Pregunté por el portador y Joco me guiñó un ojo:
—¡Qué callado lo tenías!
Sirvió otro güisqui y la describió:
—Era muy guapa, seria, con el pelo negro, hasta el trasero, y unos andares peculiares…
Creí adivinar de quién se trataba.
—Parecía que andaba de puntillas, como los ángeles.
Y Joco aventuró:
—Diría que era una apache.
Casi estuve seguro. Era la bella intuición, de nuevo.
No sabía que funcionase en los sueños…
—¡Ábrelo! —insinuó el japonés.
Apuré el güisqui.
Joco empezó a impacientarse.
Y pensé: ¿«Otra amenaza»?
Seguí jugando con el sobre naranja.
—¿Es que no piensas abrirlo?
Y el japonés añadió:
—Acuérdate del hipotético lector de estas memorias…
Pero continué a lo mío, haciendo girar los pensamientos.
«No —me dije—, la intuición nunca amenaza».
—Si quieres lo abro yo…
No era mala idea. Y se lo entregué.
Lo rasgó con precipitación y, en el sueño, extrajo una cartulina blanca, con el ya conocido emblema en relieve y de color azul.
«¡Oh, no…! Otro mensaje».
Jocó leyó en silencio, me observó, y comentó, decepcionado:
—Qué cita tan rara…
—¿Por qué?
—Míralo tú mismo.
Y me entregó la cartulina.
En el centro geométrico había sido escrito, a mano, y en versales:
«29 AGOSTO».
No vi nada más.
Joco consultó un calendario.
Faltaban 17 días…, para lo que fuera.
Y me dio por sumar: 1 + 7 = 8.
¡Vaya! El número de la muerte, según Eliseo.
Joco insistió:
—Una cita rara, sí señor…
Y preguntó, malicioso:
—¿Cómo se llama la afortunada?
—Chu’ma ni —improvisé—. «Gota de rocío».
—Entonces no es apache…
—Dakota.
Y me retiré a mi habitación.
Me hallaba tan decepcionado que me dejé caer en la cama sin quitarme el traje de astronauta. Y en mitad de la ensoñación volví a dormirme (!) y «resoñé» (!) que despertaba el 29 de agosto.
Estaba cansado, pero no era para tanto…
¡Dormí 17 días!
Me duché, canté algo, y fui a presentarme en el despacho de Domenico.
Deseaba saber cómo marchaba «Rayo negro».
Al entrar lo vi rezando el rosario.
No tenía noticias de Curtiss. La expedición, al parecer, se desarrollaba con normalidad (?).
No hice preguntas (cosa rara en mí) y me uní al rezo.
En los sueños, las obligaciones son si uno quiere…
Rezaba los misterios dolorosos… Debí suponerlo.
A la tercera avemaría entró el ayudante del ayudante.
Traía una colección de fotografías en las manos.
Lloraba.
Se las entregó a Domenico y comentó, como pudo:
—Todos muertos…
Domenico le miró incrédulo, y preguntó, a su vez:
—¿Todos?
El ayudante del ayudante asintió con la cabeza y dejó caer un murmullo:
—Sí, mayor… «Rayo negro» ha capotado.
Odiaba esa palabra. Y amonesté al ayudante del ayudante:
—Capotar significa que un avión o un automóvil han quedado en posición invertida, al volcar… ¿Y tú eres piloto?
El ayudante del ayudante dejó de lagrimear.
Domenico examinó las imágenes y se puso a llorar amargamente.
Se refugió en el rosario y el ayudante del ayudante se unió a él.
Inspeccioné las fotos y quedé espantado.
En mitad de un bosque se veían los restos, humeantes, de una nave.
¡Dios bendito!
En las ramas de los pinos colgaban las pieles de la Callas, de Puccini, de Onassis y de Kempis.
¡Parecían gabardinas al viento!
Entonces, al revisar las imágenes, observé algo que no cuadraba.
Solicité una lupa.
—En efecto —comenté casi para mí.
—En efecto, ¿qué? —interrogó Domenico.
Guardé silencio.
Deseaba estar seguro.
Finalmente estallé:
—Esto no es «Rayo negro»…
Y mostré, en mitad de la catástrofe, una cola en «T», propia de un avión.
Y señalé los estabilizadores y el timón de profundidad, muy dañados.
—¡Esto es un avión! —agregó Domenico.
—Lo es…
Y fui a indicar la rueda del morro y lo que quedaba del tren de aterrizaje, así como los alerones, parte de los flaps interiores y los spoilers…
«Rayo negro» era otra historia.
Después fueron los ayudantes quienes visualizaron los motores (o lo que restaba de ellos). Y vi igualmente las carenas y los soportes, incendiados.
—¿Y Curtiss? —pregunté, ansioso.
El ayudante del ayudante no sabía.
Y en eso, Domenico se dirigió a la ventana y abrió las cortinas. El sol naciente quería sumarse a la reunión.
Fue entonces cuando desperté.
La luz solar me acariciaba con dulzura. Llegó montada en un amanecer pálido.
En un primer momento no supe dónde me hallaba.
Aquel avión, estrellado…
Después me tranquilicé.
El ángel de Murillo continuaba tocando aquella música silenciosa, en su violín. Francisco lo contemplaba, extasiado.
Nada había cambiado.
Bueno, algo sí…
Una clave de sol se había posado en la almohada y me contemplaba, con amor.
Terminó besándome, y me mordió en los labios. Fue un beso apasionado.
No concedí mayor importancia al sueño y, mucho menos, al «resueño».
Pensé que se trataba de un batiburrillo mental, consecuencia de tantas emociones.
Sí y no…
* * *
Desayunamos y nos despedimos del matrimonio.
Debíamos regresar a Edwards.
Y cuando estaba a punto de subir al «Renegade» de los asientos de piel de cebra, Curtiss hizo un gesto, para que lo siguiera.
Había olvidado algo…
Henry, el perro amarillo, ladraba, furioso, parapetado en la distancia.
¡Cobarde!
Y caminamos hasta el bosquecillo de olivos.
Una vez entre los «arbequines», el general preguntó:
—¿Te dicen algo estos árboles?
Me paseé entre ellos e inspeccioné las ramas, los troncos y los miles de verdes.
—Nada, mi general… Lo siento.
Curtiss sonrió, benevolente, y aclaró:
—Lo he leído en tus diarios. El Maestro plantó el vástago de olivo que os entregamos en Masada…
Recordé.
—Y lo hizo con amor en la llamada «casa de las flores», en Nahum.
Creí entender.
Aquel vástago procedía de la «Gold»…
El general adivinó mis pensamientos:
—Sí, fue un «arbequín» lo que llevasteis… Y fue un hijo de éstos…
En la memoria apareció Curtiss, poco antes del segundo «salto», en lo alto de la meseta de Masada, en Israel. El general sostenía entre las manos un cilindro de cristal… Con la mirada humedecida extendió sus manos hacia Eliseo, haciéndole entrega del vástago de olivo que contenía el cilindro…
Y Curtiss habló:
—Una última súplica… Llevad también este retoño y plantadlo en nombre de los que quedamos a este lado… Será el humilde y secreto símbolo de unos hombres que sólo buscan la paz. Una paz sin fronteras. Una paz sin limitaciones de espacio…, ni de tiempo. ¡Gracias! Y repitió: ¡Buena suerte!
¡Hipócrita!
Pero eso, ahora, no importaba…
Pasado el tiempo, cuando nos encontrábamos en lo alto del monte Hermón (actual frontera entre Líbano e Israel), mi hermano, el ingeniero, terminó regalando el vástago a Jesús de Nazaret. Lo hizo en su 31 cumpleaños (21 de agosto del año 25). Al Maestro le encantó y lo recibió de Eliseo con las siguientes palabras:
—Un regalo de otro mundo para el Señor de todos los mundos…
Y añadió, complacido:
—Lo plantaremos como símbolo de la paz… La paz interior: la más ardua…
Semanas después, en efecto, el Hombre-Dios lo plantaría, con amor, en uno de los parterres de la «casa de las flores», en Nahum, a la izquierda del portalón de entrada. Y allí quedó, hasta que el Destino decidió trasladarlo[91].
Entonces comprendí por qué me había estremecido al ver el bosque de olivos por primera vez…
Curtiss cortó una rama y me la regaló.
La guardaría para siempre.
Regresamos al «Renegade II».
Henry seguía ladrando, sobre todo en inglés.
El general, harto, agarró una piedra e intentó lapidarlo.
—¡Desertor!
Y emprendimos el viaje de vuelta a la base.
Lo reconozco: fue un fin de semana singular, emocionante y profético.