14 de julio
Todo termina (en la materia).
Al atardecer del viernes, 13 de julio (1973), los exámenes médicos concluyeron.
Y recibí la orden de prepararme. Partíamos.
No supe más. Nadie hablaba conmigo, salvo los médicos y especialistas, y lo justo.
Y a las dos de la madrugada del sábado, 14, con el mismo sigilo con el que llegué, abandonaba el «JAHVH»…
Me sentí como una cobaya. No recibí la menor información sobre mi estado. Fue Curtiss, como dije, días después, quien procedería a mostrarme los resultados. Pero antes fui testigo de otros hechos, no menos desconcertantes.
La ambulancia se aventuró, rápida, por las calles de Tampa.
A las 2 horas y 30 minutos cruzaba de nuevo la puerta de entrada a la base de la fuerza aérea (MacDill). Fui igualmente escoltado hasta uno de los hangares y allí, cortésmente, invitado a subir a un Deltic Orion, un tetramotor Lockheed P-3A, de lucha antisubmarina.
Quedé desconcertado.
¿A qué lugar pretendían trasladarme?
Esta clase de avión sólo se utiliza sobre la mar (Me sorprendo a mí mismo: empiezo a utilizar el lenguaje del Maestro… Él se refería a la mar, en femenino).
Curtiss era imprevisible.
Me acomodé e hice cálculos. El Deltic, con sus cuatro motores Allison, de 4910 CV, era capaz de volar a 760 kilómetros por hora, con una autonomía de patrulla de 17 horas.
Eso significaba que estaba capacitado para alcanzar Alaska o la Antártida… (!)
¿Qué querían de mí?
Y me dejé llevar por la imaginación.
¿Sería sometido a nuevas pruebas médicas en alguna de las bases norteamericanas ubicadas en los hielos del mar del Bering o en Tierra de Fuego?
¿Qué más podían hacerme?
Después fui serenándome.
El Deltic no fue dispuesto como avión medicalizado.
Tampoco me acompañaba el equipo de doctores. Tampoco vi al odiado Slimy.
En el aparato, prácticamente vacío, sólo viajaba una escolta uniformada.
Seguí confuso.
Al poco, el Deltic se situaba en el nivel de crucero: 8000 metros.
Y puso rumbo al oeste.
Aquella dirección no llevaba al norte, y tampoco a la Antártida…
Sobrevolamos Nueva Orleans, Houston y Austin.
Fue entonces cuando intuí…
Curtiss era un zorro.
Nuestro destino podía ser California.
Acerté.
Nos dirigíamos, con seguridad, a la base de Edwards, en el desierto de Mojave.
Hacía nueve años que trabajaba en la AFFTC[32].
El general jugaba al despiste, como buen militar…
Pero ¿quién podía tener interés en aquel «anciano» de 36 años?
Y me sentí repentinamente inquieto.
No sé explicarlo.
Me hallaba descansado, pero nervioso…
Algo estaba a punto de suceder. Algo grave.
Colgué de nuevo la «perla» junto a la placa de identificación y me hice una pregunta; una importantísima pregunta: ¿«Cómo pensaba desencriptar el “DR”»?
Las dudas me asaltaron.
Nadie sabía de la existencia, en mi poder, del «lector de sueños». Quizá no actué correctamente. ¿Tenía que habérselo entregado a Curtiss? La intuición negó con la cabeza.
«Está bien donde está…».
Pero, para acceder al contenido del «DR», necesitaba de Caballo de Troya. Abrir aquel dispositivo no era sencillo. La tecnología, además, era secreta. Para descubrir lo almacenado en la «perla» tenía que solicitar autorización. En ese momento, delicadísimo, me harían preguntas y, lo que era peor, podían confiscarme el «lector».
¿Cómo actuar?
Y empecé a madurar un plan…
Era preciso ingresar en…
¡Estaba loco! Eso era inviable.
Esa zona se hallaba permanentemente vigilada. Las cámaras de seguridad barrían el último centímetro del último rincón.
Algo se me ocurriría…
Tenía que intentarlo. Era menester averiguar el contenido de la «perla», y debía hacerlo secretamente.
Lo dije: la intuición había avisado. La «perla» era vital para mis propósitos.
Buscaría el momento idóneo. Me deslizaría en la oscuridad de la noche…
Sería cuestión de minutos.
Recuerdo que, en la vertical de Albuquerque, otra jauría de dudas se me echó encima.
Y me descompuse…
Era un anciano.
¿Qué sucedería si me licenciaban del ejército? Era lo más probable…
Caballo de Troya había terminado, al menos para quien esto escribe.
Si la «cuna» no aparecía, Jasón sería dado de baja, y enviado a su casa. ¿Qué casa? Yo no tenía hogar…
Pero no quise desviarme del tema principal. Si causaba baja me obligarían a abandonar la base. En ese supuesto, la «perla» sólo sería un adorno.
Traté de consolarme.
Escribiría de memoria, y desde el principio. Recordaba nombres, palabras, fechas, sucesos…, todo.
Y las dudas me derribaron de nuevo.
¿Qué contenía el «DR»? ¿Quién lo colgó de mi cuello? ¿Fue Eliseo? ¿Por qué? ¿Fui yo? ¿Por qué no recordaba?
Sí, el contenido tenía que ser importante…
Me arriesgaría. Lo «abriría».
Y el Destino —cómo no— sonrió burlón…
No hubo forma de conciliar el sueño.
Demasiadas incógnitas…
¡Cómo lo añoraba! ¡Jesús de Nazaret, el Hombre-Dios! Lo mejor que me ha pasado en la vida…
¡Y cómo la añoraba mi único gran amor!
¡Querida Ma’ch!
Se hallaban tan lejos y tan cerca…
Tenía que sentirme afortunado —me repetía—, pero no era así. Un sentimiento de tristeza aleteaba sobre mí. Presentía algo.
Las sorpresas aguardaban allí abajo. Tenía que ser fuerte.
¡Querida Ma’ch, espérame en el cielo!
Y a las 8 horas, el aparato comenzó el descenso.
Nos aproximábamos a Edwards, entre los condados de Los Ángeles y de Kern.
El alba, como en los viejos tiempos, me recibió violeta y lejana.
* * *
A las 9 horas, el Deltic rodaba impecable y gruñón por la pista 04/22. Al piloto le sobró más de la mitad de los 4576 metros de que disfrutaba dicha pista.
Las hélices se rindieron.
Habíamos aparcado a corta distancia del Dryden, el Centro de Investigación de Vuelos de NASA.
¡Cuántos recuerdos! Parecía como si hubieran pasado dos mil años…
¡Vaya! Así era…
Se abrió la puerta y, tras despedirme de la tripulación, la escolta me precedió en dirección a la escalerilla.
Ordenaron que aguardase.
Segundos después, a una señal del sargento, avancé hacia la plataforma.
Edwards seguía seca, gris y polvorienta, tal y como la dejé.
Al verlos quedé perplejo.
No supe qué hacer.
Los pilotos del Deltic observaban por las ventanillas de cabina, con curiosidad. Nadie, en el avión, sabía quién era, pero dedujeron que aquel anciano era alguien destacado. Quizá un general retirado…
Al pie de la escalerilla, para mi desconcierto, esperaba un grupo de militares.
Reconocí a casi todos.
Eran los 61 miembros del proyecto Caballo de Troya: científicos, técnicos, directores…
Curtiss, en primera fila, aparecía con el uniforme de general.
Y sobre el aparcamiento descendió el silencio.
Las miradas estaban fijas en aquel anciano…
Traté de saludar, pero me temblaban las piernas. Tuve que sujetarme al pasamano de la escalerilla.
Desconcertante. Fui entrenado para casi todo, pero no para una situación como aquélla.
Me sentí perdido.
Entonces amanecieron unos murmullos. Y se extendieron como una ola.
Comprendí.
El piloto había regresado como un anciano.
Fue muy impactante, para la mayoría.
Estaban atónitos.
Finalmente me decidí a bajar los escalones.
Lo hice despacio e inseguro.
La escolta se mantuvo atenta.
Y, conforme me acercaba, los murmullos volaron.
Todo fue silencio, de nuevo.
Me detuve en el último tramo de la escalera y los observé detenidamente.
Eran miradas de incredulidad…
Ellos no podían imaginar lo que este explorador había vivido y sufrido…
No sabían.
Se hallaban en otra galaxia.
Yo, ahora, procedía de la luz y regresaba a la oscuridad.
¿Entenderían mi tragedia?
¿Cómo explicar? ¿Cómo hacerles ver? ¿Cómo decir que todo lo sabido sobre el Maestro es erróneo? ¿Cómo mostrarles…?
Pero ¡qué estupideces estaba pensando! Ellos serían los últimos en saber.
Curtiss terminó disolviendo la espesa situación.
Avanzó un par de pasos hacia la escalerilla. Se detuvo. Saludó militarmente y gritó, de forma que fuera oído por todos:
—¡Bienvenido a casa!
¡Maldito hipócrita!
El silencio se derritió como plomo fundido. Nadie respiraba.
Terminé bajando los peldaños y, al tocar el suelo de la base, me cuadré y respondí al saludo.
Curtiss empezó a sudar.
Sí, faltaba alguien, y él lo sabía…
Habíamos fracasado…
Pero, de pronto, todo cambió.
Alguien empezó a aplaudir y el contagio fue general. La salva de aplausos se propagó por el aparcamiento. Y escuché algunos vítores.
Permanecí firmes, saludando.
Los aplausos arreciaron.
Y un extraño fuego me recorrió por dentro.
Las rodillas me temblaron nuevamente.
No estaba preparado para algo así…
No pude evitarlo. Los ojos se humedecieron. Curtiss se percató y dibujó una mala sonrisa.
¡Qué extraño! Yo no solía llorar…
Pero el recuerdo de Eliseo se mezcló con los aplausos y una lágrima, traidora, huyó por la mejilla.
El grupo se dio cuenta y aplaudió con frenesí.
Después, poco a poco, el silencio volvió a imponerse.
El general bajó la mano y caminó hacia donde resistía este perplejo explorador. El resto de los hombres lo siguió y terminaron apretando mis manos, y abrazándome.
Fue emotivo y triste.
Sí, faltaba mi hermano…
Las miradas eran curiosas y esquivas. Se prolongaban lo justo.
Estaban aterrorizados ante mi aspecto.
«¿Cómo ha podido ocurrir? —se lamentaban—. ¿Qué ha fallado?».
No supe dónde mirar, ni qué responder.
«Lo sentimos» fue la frase más repetida.
Slimy no se acercó. Me observó a placer y movió los labios, pero sin emitir sonido. Sólo capté la palabra «traidores». Y el baboso desapareció.
Alguien, entonces, por indicación de Curtiss, aproximó una silla de ruedas. No tuve más remedio que sentarme en ella.
Y de esa guisa fui acompañado hasta el cercano y familiar pabellón de oficiales.
Algunos, asombrados, se asomaban a las ventanas y saludaban.
Curtiss empujaba la silla.
Continuaba pálido y sudoroso.
Y, de pronto, alguien entonó el himno de los Estados Unidos de Norteamérica.
Fue otro minuto de gloria (?)…
Al llegar frente al edificio de oficiales, el grupo se disolvió.
El general se despidió con un cortés «hasta el lunes».
Un vehículo pasaría a recogerme a las 7 horas.
Curtiss lo tenía todo previsto, naturalmente.
¿Traidores? ¿Por qué traidores?
Slimy se refería, obviamente, a Eliseo y a quien esto escribe.
Y a mi mente regresó la imagen del cilindro de acero, con las muestras del Maestro y de su familia.
¿Qué estaba pasando entre los hombres del finiquitado proyecto?
La respuesta —demoledora— llegaría el lunes, 16 de julio.
* * *
El general, como digo, era hombre previsor…, en casi todo.
En la habitación de la residencia fue dispuesta mi ropa, las escasas pertenencias, algo de dinero, el pasaporte, y las credenciales necesarias para moverme por la base y, en especial, por la zona restringida, al norte (lo que llamábamos «Fog», y a la que me referiré en breve).
Sobre la modesta mesa descansaba un sobre, lacrado.
No identifiqué la figura impresa en la pasta roja de goma de laca y trementina.
Era una estrella de cinco puntas, invertida, con un círculo central y una leyenda, en latín, a su alrededor. Las palabras se distinguían con dificultad.
Creí leer algo así como «… fidelidad». Es posible que dijera: «Más allá de la fidelidad», pero no estoy seguro.
Me desconcertó.
Las estrellas de cinco puntas que presentan los emblemas de las bases aéreas de la USAF no aparecen boca abajo, y tampoco recordaba un lema parecido[33].
E hice algo poco usual en mí. Volví a dejar el sobre en la mesa, sin abrirlo.
Supuse que eran nuevas órdenes…
Estaba harto.
La abriría…, el lunes.
Me duché, descansé un rato, traté en vano de ordenar la mente, y terminé huyendo de la habitación. Necesitaba hablar con alguien o, al menos, estirar las piernas.
Disponía del fin de semana y de excesivos recuerdos. Demasiado desasosiego. Demasiadas preguntas sin respuesta. Demasiada tristeza, hasta el borde del alma…
Me detuve en el bar de oficiales.
Allí continuaba Joco, el viejo colega de borracheras y soledades.
Joco era una curiosa mezcla.
Había nacido en Alabama, de padre japonés y madre mejicana. Su infancia discurrió en Tijuana.
Era como un chimpancé, pero con ojos humanos.
Tenía encomendado el bar desde hacía veinte años…
Joco parecía un mono, pero se comportaba como un ángel.
Su corazón, sin duda, era de oro macizo…
Lo sabía todo sobre Edwards: lo secreto y lo secretísimo.
No sé cómo se las arreglaba para estar tan bien informado. Miento: sí lo sabía. Todo el mundo lo sabía. Joco era un «remiendacorazones». Cada noche, uno o dos borrachos, o más, se acodaban en la barra, y hablaban de lo humano y de lo divino.
Ya se sabe: los pilotos bajamos a tierra para beber y olvidar los miedos que fabricamos allí arriba…
Joco, en definitiva, terminaba siendo el gran confidente. No importaba la graduación. Cuando se bebe, las estrellas desaparecen…
Si alguien deseaba saber algo sobre la base, o sobre su personal, lo mejor era acudir al bar de oficiales.
Al principio no me reconoció.
Después, espantado, preguntó, al tiempo que derramaba el café fuera de la taza:
—¿Usted es el que ha vuelto del infierno?
Limpió, presuroso, el café y me observó con curiosidad.
Sonreí con desgana y apuré el primer sorbo.
¡Maravilloso! ¡Era café, café…!
—¡Está vivo! —exclamó Joco con incredulidad.
Eché una mirada a mi uniforme de mayor y comenté:
—Vivo y muerto, a la vez…
El hombre no comprendió, y siguió a lo suyo, sacando un brillo innecesario a las botellas de güisqui y de tequila.
Al cabo de unos minutos, mordido por la curiosidad, se aproximó y preguntó si deseaba otro café.
Asentí.
Hacía dos mil años que no probaba un verdadero café…
Esta vez fui yo quien preguntó:
—¿Y qué se dice sobre mí?
Joco dudó.
Lo animé. Estábamos solos.
—Usted, mayor, ha vuelto, pero ese pobre…
—¿A qué te refieres?
—A su compañero…
Y mencionó el verdadero nombre de Eliseo.
Sabía de lo que hablaba…
—¿Crees que ha muerto?
—Eso dicen… Al parecer no logró saltar a tiempo.
Las noticias volaban, supersónicas.
—… Pero usted, señor, lo sabe mejor que yo y que nadie…
—¿Cómo sabes tanto?
Pregunta estúpida.
Joco sonrió y me regaló un dato innecesario:
—Es un secreto a voces en la Fog…
Bueno era saber lo que se rumoreaba en la base; especialmente en la zona restringida, la Fog.
El resto del fin de semana lo dediqué a pasear y a planear el «asalto» al pabellón en el que deseaba desencriptar el contenido de la «perla».
¡Pobre tonto! ¿Cuándo aprenderé a no hacer planes más allá de mi sombra?
Edwards, como dije, no había cambiado gran cosa.
Era una ciudad en miniatura[34], similar —casi gemela— a las casi cincuenta bases aéreas norteamericanas existentes en el mundo: algo más de un millar de casitas de una planta, jardines esforzados en aquel desierto, 1200 familias supuestamente bien avenidas, escuelas no raciales, autocares amarillos, cinco supermercados, una capilla, carros relucientes, cinco peluquerías de señoras, bramido de reactores, sudor, fines de semana aburridísimos y cerveza a cualquier hora… Y al norte, lo prohibido: la zona restringida.
Me crucé con viejos conocidos, pero no me reconocieron.
Pasé de largo.
Me detuve frente a la placa que recordaba a Glen W. Edwards, capitán en aquella base y muerto cuando volaba la Northrop YB-49, la tristemente célebre «ala volante». Él y otros cuatro compañeros perecieron en el accidente. Edwards sólo tenía treinta años. En la placa se dice: «Fue un héroe que nunca reconoció su osadía.» No sé por qué, me vino a la mente la imagen de Eliseo…
Recé una oración por Glen. Él, ahora, conoce la verdad[35]. El domingo, 15, tras conversar con algunos colegas, me retiré a descansar. Y dormí mucho y profundamente.
Al día siguiente —yo lo sabía— me aguardaban nuevas emociones. Algunas especialmente excitantes…
El sobre lacrado, con la misteriosa estrella invertida, continuó sobre la mesa, sin abrir.
Estaba asombrado conmigo mismo.
Era un hombre nuevo, sin duda…
En otras circunstancias, el sobre habría sido abierto de inmediato.
Él me había cambiado. Ya nada era lo mismo.
Yo sabía que la vida no es lo que parece. Nada debía alterarme…
Sí, ésa era la verdad, pero…