4 de octubre
El alba se presentó ese jueves a las 5 horas y 35 minutos.
Llegó menos violeta de lo habitual.
¿Por qué no me percaté de su tristeza?
Algo se avecinaba…
Sintonicé la radio.
Malas noticias.
Decidí bañarme.
Repasé el código, por enésima vez, y tomé una decisión.
Y cada error conduce a la luz.
También el séptimo.
Cien atardeceres después de muerto
vivirás lo no vivido.
Será el día del relámpago.
Pues eso.
Tenía que ser muy estricto y ajustarme al dictado de la clave: «Cien atardeceres»…
Desayuné café y huevos revueltos.
Y, como digo, tomé la decisión de hacerme a la mar al amanecer y al atardecer. Únicamente.
Era lo que apuntaba el código.
Si tenía que suceder algo ocurriría al atardecer…
Permanecer todo el día en el lago suponía un desgaste importante e innecesario.
La humedad superaba el 85 por ciento.
Era asfixiante.
Las temperaturas escalaban sin descanso.
Sólo al atardecer, con la llegada de la brisa del Mediterráneo, se suavizaban los rojos de aquel horno.
Y fue esa mañana del jueves, 4 de octubre, cuando se me ocurrió algo que prometía…
Estaba cerca, muy cerca de la playa de piedra.
Podía echar un vistazo.
Disponía del instrumental necesario.
No tenía otra cosa que hacer…
Y puse rumbo al lugar que habían indicado los satélites Big Bird y Landsat. Como se recordará, el 21 de julio, Curtiss y los directores se percataron de «algo» que aparecía encallado entre las agujas de los acantilados submarinos de la costa jordana, no muy lejos del Mujib.
Según los especialistas de Caballo de Troya, aquellos restos pertenecían a la «cuna».
Era la landing o tren de aterrizaje de la nave.
Según las imágenes tomadas por los citados satélites, los cuatro puntos de apoyo se hallaban a 60 metros de profundidad y a 140, aproximadamente, de la costa donde había plantado el campamento.
Era una oportunidad que, sinceramente, no había contemplado.
Y a las 6 horas y 35 minutos, aprovechando el relativo frescor de la mañana, dirigí la Sin nombre hacia la cuadrícula estimada por los satélites artificiales.
Tuve un presentimiento…
Lo rechacé.
Y dispuse el «ROV[152]», un robot de pequeñas dimensiones y grandes prestaciones.
Estaba capacitado para moverse en aguas turbias o de difícil acceso.
Era pequeño y lindo, como un bebé.
El manejo era simple.
Disponía de un monitor con una pantalla de 15 por 20 centímetros.
La guía había sido reforzada con acero trenzado de dos milímetros.
Anclé el monitor a la cubierta y lancé el robot al agua.
Y el «ROV» inició la búsqueda.
El fondo, en efecto, era rocoso, con un bosque de agujas negras.
Lo hice descender a 40 metros.
La oscuridad era casi total.
Y el «ROV» buscó y buscó.
Bajó a 50 metros.
Negativo.
Todo era negrura y peñascos pelados.
Sesenta metros.
Disminuí la velocidad e intenté moverlo con delicadeza.
El acantilado corría hacia el nacimiento de la sima sur. En breve, la profundidad se desplomaría hasta 300 y 330 metros.
Y allí los mantuve, a sesenta metros, durante casi dos horas.
El calor apretaba.
Negativo.
No lograba hallar el tren de aterrizaje.
Y lo intenté, una vez más…
El «ROV» enfocó una de las agujas de piedra y creí ver algo.
¡Vaya!
Ajusté la imagen y detuve la navegación del robot.
¡Vaya y revaya!
¡Era la landing!
Los satélites no habían errado.
¡Allí estaba, esparcida!
Aproximé el «ROV» y me proporcionó detalles.
Distinguí el armazón metálico, rectangular, al que se hallaban atornillados los cuatro puntos de apoyo…
¡Dios mío!
Después contemplé las antenas de aterrizaje de los radares, las sondas de percepción de cada una de las patas y la escalerilla. Mejor dicho, parte de ella, y sujeta al «cinturón».
¿Qué había ocurrido?
Y me vi asaltado por viejísimas dudas: ¿Se hundió la «cuna» realmente? ¿Se hallaba la nave en algún otro lugar del mar Muerto? ¿Por qué se soltó el tren de aterrizaje? ¿Qué fue de Eliseo?
Pero las sorpresas no terminaron ahí…
Una hora más tarde, a 180 metros de profundidad, y a casi 200 de la costa, el «ROV» descubrió otros restos, supuestamente de la «cuna».
Quedé perplejo.
Aparecían igualmente esparcidos por el acantilado.
Aquello no fue detectado por los satélites…
El robot navegó una y otra vez por la zona y ofreció unas imágenes familiares.
Las reconocí…
No había duda.
Una de las piezas era la steerable, una de las antenas de dirección, ubicada en lo alto del módulo.
La parabólica estaba casi intacta.
También observé parte de la egress o plataforma de egresión.
Y algo más allá, a 190 metros de profundidad, el «ROV» localizó el resto de la escalerilla que ayudaba a entrar y salir de la «cuna».
Noté cómo se helaba el alma.
Ya no era, únicamente, el tren de aterrizaje…
Allí se hallaban otras partes de la nave.
¡Dios mío!
¿Se había despedazado al chocar con las aguas?
No lo sé…
Olvidé la promesa que me hice a mí mismo y continué el rastreo del fondo hasta bien entrada la tarde.
Sólo hallé naufragios…
Regresé al campamento y analicé las imágenes del «ROV» hasta el agotamiento.
Llegué a una triste conclusión: Me había equivocado.
¡La nave se estrelló! Eliseo, probablemente, estaba muerto.
¿Y el código?
Esa noche no pude dormir.
¿Retornaba a Israel? Faltaban dos días para el no menos supuesto estallido de la guerra.
Quizá todo era imaginación mía…