5 de octubre

Al amanecer de aquel viernes, 5 de octubre, conecté la radio.

Me hallaba confuso y desesperado.

Lo que oí tampoco me alivió.

Golda Meir, la primera ministra de Israel, acababa de regresar de Viena. Un grupo terrorista palestino, al parecer, había secuestrado un tren[153]

¿Y qué me importaba?

Cambié de emisora.

La inminente guerra (?) me daba igual.

La «cuna» estaba allí, en el fondo del mar de la Sal, destrozada…

Eliseo había muerto…

El locutor habló de Siria. Citaba un periódico de Beirut, Al Bayat. Según el rotativo, Damasco acababa de declarar el estado de alerta en todas sus unidades y reclamado a los reservistas y oficiales retirados.

«El ataque de Israel —gritaba el locutor— es inminente».

Siria, al parecer, estaba avisando a los restantes países árabes sobre la concentración de tropas judías en la frontera del Golán.

¡Qué locura!

Todas las noticias giraban alrededor del mismo asunto: Israel se disponía a atacar Siria y Líbano.

La jugada era perfecta.

Yo lo sabía. Todo era mentira.

De Moscú también llegaban noticias: la URSS había puesto en órbita ocho satélites de la serie «Kosmos», ¡y en un solo día!

¿Investigación espacial y científica?

¡Mentira!

Todo estaba programado para el seguimiento de la guerra.

Cambié de nuevo de emisora.

Los jordanos se unieron al coro: «Israel se prepara para un ataque masivo».

¡Era increíble! La opinión pública estaba siendo manipulada, una vez más.

Apagué la maldita radio y sopesé, seriamente, la posibilidad de regresar a Belén.

Era cuestión de organizarse. Podía cargar los equipos en la Sin nombre y navegar ese mismo día hasta la bahía de Lisan. Allí devolvería la embarcación y contrataría un vehículo que me trasladara a la frontera.

Si actuaba con presteza —y así estaba escrito—, en la madrugada del viernes al sábado podía hallarme de regreso en la casa de Marcos.

Pero, obviamente, eso no estaba escrito…

Y mi reacción no tuvo nada que ver con la lógica.

Algo tiraba de mí hacia el lago.

No sé explicarlo.

Había encontrado parte de la nave. Si me esforzaba, quizá tuviera la fortuna de hallar el resto.

Quién sabe…

No eran éstos los propósitos iniciales de quien esto escribe cuando viajé a Israel y a Jordania. Pero ¿qué importaba?

Las circunstancias habían cambiado.

Eso pensé.

Disponía de los medios necesarios para buscar la «cuna».

Me encontraba en el lugar correcto y no tenía prisa. Nadie me reclamaba.

Sobraba combustible y podía estirar los víveres durante semana y media. Es más: si fuera necesario cabía la posibilidad de reabastecerse en Mazra’a.

Lo tuve claro.

No se presentaría una oportunidad como aquélla.

Tenía la obligación moral de rastrear el lago e intentar hallar a mi compañero.

¡Pobre tonto!

Y el Destino me observó y sonrió, burlón…

Y lo dispuse todo.

Cargué en la lancha el resto de la guía del «ROV», proporcionándole así 250 metros de cable. Era todo lo que tenía.

Y a las siete de la mañana situé la Sin nombre en el filo de la fosa sur. La profundidad, en aquel punto, era de 200 metros.

El lago continuaba desierto.

El robot, como dije, podía descender a un máximo de 250 metros. Yo sabía que la sima alcanzaba 300 y 330 metros, según las zonas.

No importaba.

Peinaría los alrededores de la fosa. Con eso era suficiente, de momento.

Si no hallaba la nave buscaría una embarcación más grande y solicitaría más cable.

¿Más cable?

La compañía que me había alquilado el «ROV» estaba en Washington D. C. …

El «pedido» no era tan simple como imaginaba.

Pero no quise pensar en semejantes «menudencias».

Estaba a lo que estaba…

Es curioso.

El hallazgo del tren de aterrizaje, y de las restantes piezas de la nave, borraron de mi mente el código. El objetivo capital de aquel viaje —averiguar si Eliseo seguía con vida— se esfumó.

¡Cuán frágil es la voluntad humana!

Volví a repasar el instrumental, aseguré los anclajes del monitor a la cubierta, revisé la guía del robot y, satisfecho, lo lancé al agua.

Así empezó aquella nueva e increíble aventura

* * *

El «ROV» se sumergió, dócil.

Y en segundos se presentó la negrura.

Los focos buscaron y buscaron.

Cien metros.

Negativo.

La pantalla del monitor siguió mostrando rampas alfombradas de piedras que se precipitaban, irremisiblemente, hacia la gran sima.

¡Qué agobiante visión!

La soledad, en aquel mundo, era para siempre…

Negrura y negrura.

El robot no hallaba un solo vestigio de vida.

Era la muerte, líquida.

Las agujas mostraban sus aristas, sorprendidas por las luces halógenas.

Ciento cincuenta metros.

En una de las laderas apareció un naufragio.

Detuve la marcha del «ROV».

El aparato inspeccionó los restos minuciosamente.

Falsa alarma.

Se trataba de un barco de hierro, muerto sobre babor y con el casco roído por la sal.

El encuentro me entretuvo lo suyo.

El «ROV» levantó una columna de polvo y la soledad lo agradeció.

Doscientos metros.

El cable-guía se acercaba al límite.

Consulté el reloj.

Marcaba las 11 horas y 20 minutos.

El sol, rubio y redondo, había optado por sentarse en lo alto.

Y me contemplaba, curioso.

Al parecer no tenía intención de seguir su camino.

Empecé a sudar copiosamente.

Tenía que hacer un alto y descansar.

Me sentía agotado.

El sueño llamó a la puerta, con razón.

Y en eso, las imágenes del monitor hicieron un extraño.

Se agitaron y el fondo de piedra se difuminó.

¡Vaya, interferencias!

¿Interferencias? ¿En aquel abismo?

Traté de pensar.

Las perturbaciones, en la recepción radioeléctrica, sólo podían tener dos orígenes: naturales, a causa de parásitos atmosféricos, o artificiales, provocadas por aparatos eléctricos. Había una tercera posibilidad —la interferencia intencional—, pero no la consideré.

El cielo estaba azul. La presencia de parásitos, engendrados por una borrasca, no tenía sentido.

¿Se debían las interferencias a parásitos industriales, nacidos de aparatos eléctricos?

Me hallaba en mitad del mar Muerto.

Los sistemas eléctricos conocidos estaban muy lejos: en En Gedi (a casi 21 kilómetros) y en la ciudad del Potasio, al sur del yam (a casi 38 kilómetros).

No entendí.

Aquello no tenía sentido.

Traté de recuperar la señal.

Negativo.

Me peleé con los mandos y con la tabla de grises durante cinco minutos.

Imposible.

La pantalla se ensució, definitivamente. Aquello era un enjambre de líneas y de puntos blancos.

No lograba distinguir absolutamente nada.

¿Qué sucedía?

No podía tener tan mala suerte…

Y tuve un presentimiento.

Miré a mi alrededor.

El lago continuaba rosa y azul y muy quieto. Parecía expectante.

¿Qué estaba ocurriendo?

Maniobré de nuevo sobre el monitor.

Fue inútil.

El robot se había averiado, aparentemente.

Diez minutos después, aburrido, lo desconecté.

«Si la avería es importante —me dije—, adiós»…

No quise ser agorero.

Pensé en izarlo, pero me hallaba cansado.

Lo haría más tarde…

Y fui a sentarme a popa, junto a la caña del timón.

Me cubrí con el escandaloso keffiye a cuadros rojos y blancos e intenté pensar.

¡Vaya situación!

El «ROV» se había malogrado en plena búsqueda.

Allí estaba, muerto, a 200 metros de profundidad. Miento: a 210…

¡«Qué mala pata —me reprochaba—, qué mala pata»!

El silencio volaba a su antojo por el yam.

¿«Y si no conseguía hacerlo funcionar»?

Espanté la idea.

«¡Tenía que arrancar! ¡Eliseo estaba allí abajo, en alguna parte…! ¡Tenía que dar con la “cuna”!».

La Sin nombre jugaba a ratos con el viento y se mecían mutuamente. No tenían otra cosa que hacer…

Y la falta de sueño pasó factura.

Terminé adormilado.

No sé el tiempo que permanecí en aquel limbo.

Quizá cinco minutos…

La cuestión es que, de pronto, me despertó un ruido.

Fue un golpe seco.

Sonó en la quilla, hacia proa.

¡Vaya!

Y al instante, antes de que acertara a reaccionar, la barquilla se estremeció.

Fue una sacudida breve e intensa.

Aparté el turbante.

¿Qué había sido eso?

Me puse en pie de un salto y exploré las aguas, alarmado.

Pensé en un bloque de betún.

A veces escapaban del fondo, por las grietas, y flotaban a la deriva, impulsados por las corrientes y los vientos. Yo los había visto durante la estancia del Maestro en la ciudad de la Sal.

Algunos eran enormes, como hipopótamos.

Recorrí de nuevo el lago con la vista.

El viento no era intenso.

Podía sostener una velocidad media de 13 kilómetros a la hora.

Negativo.

Allí no se distinguían bloques de asfalto.

Tampoco vi barco alguno.

Estaba perplejo.

¿Fue un sueño? Quizá…

Y me tranquilicé, relativamente.

Volví a sentarme y reflexioné.

No fue mucho lo que pude dedicar a pensar.

De pronto, la Sin nombre experimentó otra sacudida.

Cabeceó y me pareció que se movía.

Necesité unos segundos…

¿Soñaba de nuevo?

Me alcé y comprobé que, efectivamente, la embarcación navegaba… ¡sin motor!

Supongo que palidecí.

¿Qué demonios pasaba?

Me asomé al tambucho del motor. El «fita» estaba mudo, más desconcertado que quien esto escribe.

Me pellizqué.

No soñaba.

¡La barca navegaba! Lo hacía despacio, pero navegaba…

Se dirigía al oeste, al centro del lago.

Caminé hacia proa. Los nervios se derramaban a mi paso y se retorcían en la cubierta.

¿Qué demonios sucedía?

Entonces lo vi.

Me detuve, asombrado.

No era posible…

¡El cable del «ROV» se hallaba tenso!

¡Algo tiraba de él!

El roce con la madera lo hacía gemir.

¡Vaya y revaya!

Algo arrastraba a la Sin nombre

Necesité unos segundos para comprender…, y tampoco.

No podía dar crédito a lo que veía.

¿Quién o qué tiraba de la lancha?

Y regresó el presentimiento.

Lo rechacé, naturalmente.

No podía ser la «cuna»…

Traté de ser frío.

¿Era un animal?

Imposible.

En aquel mar no había vida, salvo algunas malditas bacterias.

¿Estaba ante un ser fantástico y desconocido?

Eso eran leyendas…

Miento. Allí sí había un animal: yo.

¿Cómo no me percaté?

¡Qué torpeza!

Me asomé por la proa y verifiqué que la guía continuaba tensa.

Lo que fuera tiraba con firmeza y con suavidad. Parecía no querer lastimar la nave.

Un «animal» (?), atrapado en el cable, se hubiera comportado de otro modo.

Pero ¿en qué estaba pensando?

Escruté las aguas.

Negativo.

No distinguí burbujas, al menos en las proximidades de la Sin nombre.

El monitor resistía, anclado a la madera de la cubierta.

El sol había echado a andar, no menos perplejo.

¿Cuánto se prolongó el arrastre?

Lo ignoro.

Perdí la noción del tiempo…

No supe si gritar, llorar, o arrojarme por la borda.

¿Me estaba volviendo loco?

Y el miedo asomó la cabeza, sin rostro, por el hueco del tambucho.

¡Vaya!

Pero, súbitamente, el cable aflojó y la embarcación aminoró la marcha.

Me atreví a agarrar la guía y noté que no soportaba el peso del robot.

Fui recogiendo el cable y lo introduje en la Sin nombre.

¡Maldita sea!

El «ROV» se había perdido…

Y al alcanzar el final de la guía quedé nuevamente atónito.

¡Dios santo!

Aparecía seccionada, limpiamente, como si el acero trenzado fuera zanahoria.

Al tocar dicho extremo me quemé.

¡No era posible! Aquello era de locos…

¿Qué era lo que había cortado el acero?

Consulté el reloj: 11 horas y 53 minutos.

Oteé de nuevo los horizontes.

Ni un alma…

Nada de bloques de betún. Ni una sola burbuja. Nada.

Empecé a preocuparme.

El sol y la soledad me hacían ver visiones…

Pero no.

Aquel cable, cortado como si fuera mantequilla, no era una alucinación.

Y el presentimiento se hizo más y más fuerte.

Pero, torpe de mí, seguí ignorándolo.

Yo era un científico… Mejor dicho, un científico estúpido.

* * *

No logré poner en pie una sola explicación, medianamente razonable, sobre lo que había sucedido.

Y no lo conseguí porque, sencillamente, no la había.

Eso creí…

Al final, los pensamientos se centraron en el robot.

¿Qué le diría a la compañía propietaria?

¡A qué absurdos se llega en situaciones críticas!

Regresé a popa e intenté reconstruir lo ocurrido, una vez más.

Primero fue el golpe bajo la quilla. La Sin nombre se estremeció y empezó a navegar, sin motor. Después el cable… El «ROV» se perdió.

Fin de la locura.

Pero las reflexiones duraron poco.

Súbitamente, a cinco metros de la popa, en mis narices, como quien dice, surgió «aquello».

Era naranja y del tamaño de un balón de rugby.

Pensé en una boya.

¿De dónde había escapado?

La pregunta era insustancial.

El mar Muerto era un basurero. Podía proceder de cualquier parte.

Flotó un rato cerca de la Sin nombre (creo que divertida ante la visión de aquel tonto de solemnidad).

Noté algo raro en la «boya».

Y la curiosidad encendió el motor.

Me aproximé y descubrí que no era una boya. Lo parecía, pero no…

Me resultó familiar.

La saqué del agua y, al examinarla, entendí…

Y en ello andaba cuando, de pronto, a tres metros, vi aparecer una segunda «boya».

¡Vaya!

Y ahora, ¿qué pasaba?

Arrojé la primera al interior de la embarcación y «pesqué» la segunda.

Y permanecí con la vista fija en el agua —como un idiota—, por si surgía alguna más…

No hubo más «boyas».

Apagué el motor y contemplé la «pesca», desconcertado.

Las estudié, despacio.

Eran gemelas.

Se trataba de dos de las doce baterías o acumuladores que guardábamos en la «cuna». En la nave, como expliqué en su momento, se almacenaba una docena de estas baterías de litio. Se hallaban repartidas estratégicamente y solíamos utilizarlas en asuntos menores. El voltaje nominal era de 3,7 V.

En ocasiones, como creo haber mencionado, fueron usadas como alimentadores de linternas. La carcasa las hacía estancas y garantizaba la flotabilidad. Tenían 30 centímetros de longitud y un peso, aproximado, de 500 gramos.

Y planteé la gran pregunta: ¿Cómo llegaron a la superficie?

Recordé que los satélites habían detectado un racimo de acumuladores a 330 metros de profundidad, en la fosa sur, y a cosa de 500 metros del Mujib.

Inexplicablemente, dichas baterías aparecían activadas y agrupadas, como si fueran globos, y sujetas al fondo del lago.

Las fotografías de los satélites, tomadas en julio, advertían que la «mancha naranja» era una fuente de calor de origen químico. En la sala de las «tormentas», en Edwards, discutimos mucho sobre el asunto.

Poco después, el 21 de julio, las baterías se apagaron (?) de forma igualmente misteriosa.

Permanecieron activas durante 23 días.

Nadie, en la zona restringida, supo explicar el enigma de los acumuladores.

Y repetí la pregunta: ¿Cómo alcanzaron la superficie del yam?

En esos momentos, la Sin nombre se hallaba lejos de la fosa sur. Bajo la quilla teníamos 210 metros de agua y el racimo de acumuladores fue detectado a 330.

Algo no cuadraba.

«Pudieron ser arrastradas por las corrientes», me dije.

En ese supuesto, ¿dónde estaba el resto de las baterías?

Continué inspeccionándolas.

¡Qué extraño!

¿Por qué se presentaron junto a la barca al poco del arrastre de la Sin nombre y del corte del cable?

Y, de pronto, reparé en unas cintas negras, adhesivas, que abrazaban el ecuador de dichas baterías.

No recordaba haberlas visto antes…

Despegué una de ellas y descubrí una palabra, escrita en negro y con grandes caracteres.

Al leer casi caí de espaldas…

¡Dios santo!

Limpié bien la superficie.

Reconocí la letra nerviosa de Eliseo.

¡Dios bendito!

¡Era él! ¡Estaba en el lago!

Me puse en pie y exploré los horizontes como si me fuera en ello la vida.

El yam continuaba azul y dormido.

Y leí de nuevo: «Iôbi».

La palabra era hebreo sagrado.

Significaba bellinte: la belleza y la inteligencia de Ab-ba a la hora de crear[154].

Sentí un escalofrío.

Aquella palabra sólo la conocían tres personas: Curtiss, el ingeniero y yo.

Era un término afortunado que repetía con frecuencia en los diarios.

Había sido escrita, obviamente, por Eliseo. Después la ocultó bajo la cinta adhesiva.

Y me pregunté, como un perfecto tonto: ¿«Qué sentido guarda todo esto»?

La respuesta fue fulminante: «Cien atardeceres después de muerto vivirás lo no vivido»…

Pero seguí en las nubes.

Soy torpe, lo sé. Siempre lo he sido. Me lo decía mi abuelo.

Y la extraña sensación regresó: alguien me observaba.

Me cansé de explorar el yam.

No hallé ninguna otra batería.

El segundo acumulador continuaba sobre la cubierta.

Presentaba también una cinta negra, adhesiva, que lo rodeaba por la cintura.

¿Ocultaba otro mensaje?

No despegué la cinta.

Quise adivinar…

Imposible.

Entrar en la laberíntica mente del ingeniero resultaba inviable.

Me rendí.

El acumulador, lo sé, también se rió de mí.

Despegué la cinta y, al descubrir la palabra, el corazón casi escapó por la boca.

Palidecí.

Traté de reprimirlas, pero pudieron más que yo…

Y las lágrimas cayeron sobre la Sin nombre. La barquilla no sabía qué hacer.

Lloré con nerviosismo.

Ya no había duda.

¡Eliseo estaba vivo!

Él sabía de mi gran amor por Ruth y había escrito un término que yo utilizaba en los diarios para nombrarla:

«MATCH».

Me extrañó. El sobrenombre estaba mal escrito.

Permanecí en el lago hasta la caída de la tarde.

«Cien atardeceres después de muerto»…

Y regresé a la playa de piedra.

El ánimo se serenó, poco a poco.

Las preguntas, en cambio, hicieron cola a la puerta de la tienda.

Las había de todos los colores…

No cabía duda: Eliseo seguía vivo, pero ¿cómo lo logró? ¿Por qué estaba allí? ¿Qué pretendía? ¿Era aquello un juego? ¿Qué tenía que hacer quien esto escribe? ¿Debía conectar con él? ¿De qué forma? ¿Era la «cuna» la que había arrastrado a la Sin nombre? ¿Fue Eliseo quien cortó el cable? ¿Por qué no se presentaba de una vez? ¿A qué esperaba?

Y el código sonó «5 por 5» en el recuerdo:

«Y cada error conduce a la luz.

También el séptimo.

Cien atardeceres después de muerto

vivirás lo no vivido.

Será el día del relámpago».

Y con el alba caí en un profundo sueño[155]