7 de septiembre

El viernes, 7 de septiembre (1973), me presenté en el nido de los cagacirios con una hora de antelación. Así llamaba Curtiss al Pentágono.

Conocía el «nido» de otras ocasiones y sabía que los filtros de seguridad son irritantemente lentos.

Los cabellos blancos, mi aspecto de anciano, y los galones de mayor provocaron desconfianzas.

Fui paciente y sonreí a todo el mundo.

Por último, uno de los vigilantes me condujo hasta mi objetivo: quinto anillo, segundo piso, despacho 540[133].

En el Pentágono todo es funcional, aburrido de solemnidad, mal iluminado (a posta) y construido siempre con doble intención. Las puertas no son sólo puertas y las paredes tienen la habilidad de oír.

En el «nido» todo el mundo va despacio, precisamente porque todo es para ayer…

Todo el mundo insinúa que sabe pero, en realidad, nadie sabe quién es quién.

El Pentágono, como la CIA, es el lugar de Norteamérica con mayor número de espías por metro cuadrado.

El Pentágono —como maldecía Curtiss— no sólo es un nido de ratas hambrientas de poder, sino, sobre todo, el auténtico cerebro bursátil del planeta. Allí se planifican las guerras (a 15 años). Allí se decide sobre la suerte de los países, sobre la oportunidad de una hambruna, sobre las contaminaciones víricas o sobre la desinformación de la sociedad. Pero el pueblo norteamericano está ciego y no ve. Si el mundo supiera, el Pentágono sería asaltado y demolido.

El ayudante de Haig me esperaba. Era un teniente coronel. Me atendió con delicadeza y con una más que descarada curiosidad. Me sentí como un fósil del Cuaternario.

Comprendí que sabía algo sobre Caballo de Troya.

El general me recibió un minuto después de mi llegada.

Alexander Meigs Haig consideraba el tiempo como un don de Dios. Todo, en su vida, estaba medido.

Se levantó al verme y aguardó a que me aproximara.

Saludé y replicó con un amago de sonrisa.

Noté cómo me taladraba con aquellos ojos azules, de vuelta de casi todo.

Me recorrió de arriba abajo y, supongo, le decepcioné.

Yo no lucía condecoraciones y el uniforme aparecía tan desgastado como mi corazón.

Haig, en cambio, era un pincel.

El uniforme formaba un todo con la mirada.

Los cabellos, más blancos que rubios, se movían, ondulada y estudiadamente, de izquierda a derecha, como ordenaba la tradición familiar.

El afeitado iba más allá de lo humanamente razonable.

La camisa, de un blanco brillante, casi lo estrangulaba. Yo diría que era de estreno y almidonada con mimo.

El nudo de la corbata negra había sido ensayado cuatro o cinco veces.

La voz era un trueno.

Haig era frío y práctico; sobre todo práctico. Nadie sabía si tenía corazón. Corrían apuestas sobre ello.

En esos momentos rondaba los cincuenta años.

Sobre la mesa, y en las paredes, las fotografías se hacían la guerra las unas a las otras. Conté 17. Las favoritas eran las del general MacArthur. Se hallaban siempre en primera línea. También contemplé alguna de la guerra de Vietnam, con Nixon, con McNamara, con el general Westmoreland y con Kissinger[134].

Haig era católico, anticomunista beligerante y pésimo político.

Como el general MacArthur (fallecido en 1964), a Haig no le hubiera importado lanzar la bomba atómica sobre chinos o soviéticos. «Los problemas —decía— habrían terminado de raíz».

En una de las paredes, junto a la bandera, colgaba una metopa de madera con un lema: «Fide et opera» («Fe y trabajo»).

Más allá, sobre otra mesa, se alineaban las medallas y condecoraciones: estrellas de plata por su heroísmo; una de bronce; el corazón púrpura; la cruz al servicio distinguido y la cruz distinguida de Vuelo, entre otras.

En un extremo de la referida mesa observé una pipa amarilla de zuro (mazorca desgranada), similar a la que usaba el citado MacArthur.

Y más fotos…

Me invitó a tomar asiento y continuó explorándome sin pudor.

Me sentí incómodo.

Y seguí preguntándome: ¿«Qué pretende»?

Habló con el ayudante por teléfono y ordenó café.

—¿Desea algo, muchacho?

¡Vaya! Lo de «muchacho» me dejó perplejo.

Era obvio que sabía mi edad (treinta y seis años) y que estaba al tanto de mi «problema».

No preguntó por mi estado de salud.

Dije que no deseaba nada y permití que siguiera estudiándome.

Un ordenanza sirvió el café y se retiró, rápido.

Encendió un cigarrillo y arrancó:

—Escuche, mayor… Sé cuánto apreciaba a Curtiss…

Negativo.

Yo no apreciaba al general desaparecido.

Empezábamos mal…

—Yo ocupo su puesto ahora —prosiguió, confirmando los rumores—. Y tengo grandes planes para usted…

«¿Para mí? —pensé—. ¿Está ciego?».

Guardó silencio y lanzó la mirada azul a través del ventanal del despacho.

Una bruma blanca y premonitoria acababa de ponerse de pie sobre el río Potomac y amenazaba con devorar al Capitolio y a la capital federal.

Haig descendió de nuevo a la realidad y prosiguió:

—Curtiss era un bravo anticomunista, pero la vida sigue…

Y fue al grano:

—¿Sabe que el doctor Kissinger está muy interesado en recuperar lo que es nuestro?

—No comprendo —mentí. Sabía que hablaba de la «cuna».

—Me refiero a la nave que usted pilotó —se esforzó en aclarar—. Una nave que es nuestra y que puede caer en manos de los rusos.

¡Oh, no!… ¡Otra vez no!

Y me aventuré:

—Pero eso no es seguro, mi general…

No permitió que continuara:

—Escuche y escuche bien, muchacho… Quiero recuperar esa nave a toda costa, antes de que el mundo libre tenga que lamentarlo. ¿Me explico?

Asentí en silencio.

—Pues bien, sé que usted es clave en esa operación.

Encendió otro cigarrillo con el rescoldo del último.

Parecía que en aquel nido de cagacirios nadie pensaba con la cabeza. Ni siquiera teníamos seguridad de que Eliseo estuviera vivo…

Hacía cuatro meses que Haig había sido designado jefe de gabinete del presidente. Lo dicho: una tapadera perfecta. Pero el asunto «Watergate» los estaba volviendo locos a todos…

—¿Conoce «Rayo negro»?

Dije que sí.

—Pues insisto: nadie mejor que usted para dirigir la operación de rescate. Usted ha estado allí y conoce al traidor, su copiloto. Sabrá cómo convencerlo para que regrese a casa…

La palabra «convencerlo» goteaba sangre.

No pude contenerme:

—Mi general, nadie está en condiciones de asegurar que Eliseo haya vuelto. Y le diré algo más: no es un traidor…

—No discuta conmigo.

Quedé mudo.

El azul acero de la mirada se apagó. Haig era temible cuando se empeñaba en algo. En el Capitolio y en la Casa Blanca lo apodaban el presidente «37 y medio».

La niebla se había fijado en nosotros y avanzaba lentamente.

—¿Está dispuesto a considerar mi oferta?

—¿Qué oferta? ¿Puede ser más concreto?

—Un general no necesita ser concreto —me fulminó—. Para eso están los subordinados.

Me tragué palabras y pensamientos. Me estaba moviendo en arenas movedizas.

Pero le gustó mi sinceridad.

—Lo repetiré una sola vez: ¿aceptaría capitanear «Rayo negro»?

Me vio dudar.

—No es necesario que tome la decisión ahora mismo.

—«Rayo negro» no saldrá bien… —musité.

—Nada es seguro en la vida, muchacho, salvo Haig.

El azul espada de los ojos recuperó el brillo y el general continuó:

—¿Sabe qué? Me gusta que hable poco y de frente, como un soldado.

—Tengo que pensarlo —traté de escapar.

—Ése es mi consejo, muchacho. Piénselo. Dispone de tiempo. Se aproxima una guerra. «Rayo negro» será enviado cuando termine el conflicto entre árabes y judíos.

Y redondeó, amenazante:

—«Rayo negro» irá con usted o sin usted…

—¿Y cuándo supone que terminará esa guerra?

Recordaba el documento secreto que me había mostrado Curtiss en su despacho. En él se hablaba del nombre en clave de la guerra —«Relámpago»— y de su duración máxima: 45 días a partir del 6 de octubre. Eso nos situaba en noviembre o, como muy tarde, en diciembre (1973).

El general no respondió con una fecha.

Era listo.

—De eso no se preocupe ahora —trató de calmarme—. Piense, únicamente, en ese nuevo servicio a la patria. Insisto: tómese el tiempo preciso.

—¿Qué quiere que haga?

Haig no mordió el anzuelo.

—Descanse. Lo necesita. Ha sufrido mucho…

Me miró con complicidad.

—Algún día me hablará de Él…

El nuevo jefe del proyecto Swivel, en efecto, sabía más de lo que aparentaba. Tenía que ser sumamente cauteloso…

Haig señaló la puerta del despacho y comentó:

—A primeros de diciembre debería regresar por aquí. Si acepta, las órdenes estarán listas…

Fue entonces cuando recordé las repetidas advertencias de Curtiss sobre «Rayo negro»: «Si te ofrecen participar en el proyecto —decía— acepta. Te va en ello la vida».

Y rememoré también el extraño sueño tenido en el bosque de Josué. Eliseo corría hacia el sol. De pronto se detenía. Se volvía hacia quien esto escribe, y gritaba: ¡«Acepta…, acepta»!

Y volví a sorprenderme a mí mismo:

—¿Qué obtendré a cambio?

Haig me miró con desprecio y calculó la respuesta:

—Escuche, muchacho, y escuche bien…

Me gustaba lo de «muchacho».

—En esta vida, lo primero es el honor. Después está la patria. Después… Dios.

Bajé los ojos, asqueado.

Y pensé en el C-141, derribado por nosotros mismos.

¡Maldita patria!

—Pero le entiendo —suavizó el tono—. No le queda mucha vida y desea disfrutarla.

No era eso, pero dejé que se vaciara.

El general, al parecer, lo tenía todo previsto. Era probable que estuviera esperando ese momento.

Echó mano de un cajón, lo abrió, extrajo un papel, y me lo entregó, al tiempo que aclaraba:

—Esto será para usted si acepta mandar «Rayo negro».

Leí, incrédulo.

Era un documento con el borde azul; es decir, altamente secreto.

En él se establecía mi licencia definitiva de la USAF, con el grado de coronel, y una compensación especial de dos millones de dólares, «en concepto de daños físicos y mentales».

Sentí pena por mí mismo. Mi vida sólo valía dos millones de dólares…

Tanto la baja en el ejército, como la «compensación», se harían efectivas al regreso de «Rayo negro».

El documento aparecía sin fecha.

Traté de pensar a gran velocidad.

Curtiss tenía razón.

Aquellos buitres eran capaces de cualquier cosa…

La niebla alcanzó el Pentágono y empezó a devorarlo.

Devolví el documento y guardé silencio.

Y Haig sentenció:

—Piénselo…

—Lo haré, mi general. Seguiré su consejo. Me tomaré un respiro y lo pensaré.

Haig trató de dibujar una sonrisa, pero no estaba acostumbrado a semejantes debilidades. No le salió.

—Escuche, muchacho, y escuche bien… Ahora recupere fuerzas y reflexione. Tómese unas vacaciones. Nadie le molestará. Hablaremos en diciembre.

Se puso en pie y dio por terminada la entrevista.

—Prepárese para la gloria…

Sonreí a la fuerza, saludé, y le di la espalda, retirándome.

El ayudante consultó el calendario y rogó que me pusiera en contacto con él a finales de noviembre, con el fin de coordinar la nueva entrevista.

Curtiss había acertado.

Al salir del «nido», la niebla ya no era blanca. Al devorar el Pentágono se había vuelto sucia. Noté que andaba perdida.

Caminé y caminé, sin rumbo. Tenía que decidir: perseguir a Eliseo y sobrevivir (?) o renunciar a «Rayo negro» y morir.