Como cada mañana en los últimos dos meses, recibieron el alba entre besos y caricias. Para ambos, la dicha existía, y se encontraba entre esas cuatro paredes. Además, enfrentar los quehaceres diarios con el alma embriagada de felicidad era la mejor forma de hacerlo.
Mientras Aglaya terminaba de preparar un cesto con algo de comida, Teuthras, con ayuda de los perros, sacó a las ovejas. Y de la mano emprendieron el sendero hasta la laguna. Era su rutina diaria, su rito particular, y al llegar allí, se daban un baño, charlaban, disfrutaban en silencio del rumor del agua, hacían el amor…
En aquellas semanas, Aglaya se había acostumbrado a su nueva vida, pero también le había propuesto a su esposo algunas ideas para prosperar; ya no solo se limitaban a vender la lana de las ovejas y su leche en el mercado, sino que ella aprovechaba para tejer algún que otro manto y elaborar quesos, mejorando así el negocio. Ambos estaban muy satisfechos con sus pequeños logros y dichosos de compartirlo.
En esas semanas habían recibido noticias de Phileas, que fue a despedirse de ellos antes de regresar a la batalla, y de Talia, que también había abandonado su vida como sacerdotisa al unirse a Athan. Afrodita, por su parte, no había vuelto a visitar el templo, estaría muy ocupada con su marido, recuperando el tiempo perdido. No obstante, a pesar de que las famosas Cárites ya no prestaban sus servicios en el templo, no faltaban fieles que acudían a requerir al resto de sacerdotisas para efectuar sus ofrendas.
Todo seguía su curso… Incluso el viejo olivo continuaba con su renacer, pues entre sus ramas ennegrecidas verdes brotes resurgían cada día, formándose nuevos tallos y hojas.
Aglaya estaba sentada cómodamente en la orilla mientras observaba a Teuthras, que se estaba dando un baño. El sol se reflejaba en las gotas que mojaban su cabello rubio, y que caían deslizándose por su fabuloso y divino cuerpo. El deseo que provocaba en ella hizo que se le secara la boca…
―¿Por qué no te unes a mí? ―le dijo él en una queja manifiesta.
―Las vistas desde aquí son magníficas ―respondió en tono provocador.
El agua apenas le llegaba a la cadera, dejando a la vista sus férreos pectorales, unos marcados abdominales y sus cincelados oblicuos, que se perdían en el agua. Ese cuerpo era sublime y podría despertar el deseo en cualquier mujer, pero solo ella lo disfrutaba. No pudo evitar vanagloriarse de ello…
―¿Qué estás pensando? ―le preguntó Teuthras, aunque no le hacía ninguna falta la respuesta, pues había aprendido a la perfección a leer en su mirada―. Contente, mujer, o me vas a obligar a interrumpir mi baño ―bromeó.
―¿Obligarte, yo? ―se hizo la inocente―. Sería la primera vez.
―Ay, Aglaya ―canturreó con tono pícaro―. Le hice una promesa a Afrodita, ¿recuerdas? ―le cuestionó, comenzando a caminar hacia la orilla. Aglaya tragó saliva; aunque pasara el tiempo, la visión de su cuerpo desnudo seguía afectándole―. Debo satisfacer todos tus deseos, por nimios que estos sean…
―¿Y no será que mis deseos coinciden con los tuyos? ―lo provocó, y él lanzó una risotada, llegando casi a su altura―. Ni se te ocurra acercarte o me mojarás ―le advirtió más seria.
―Mi ninfa, me juego el brazo derecho a que ya lo estás ―se jactó con cierta petulancia.
―Engreído ―le dijo la joven, haciéndose la ofendida.
―Entonces, déjame comprobarlo ―la retó, y se sentó a su lado, colocando una mano en su pierna. Su esposa, sin embargo, le dio un manotazo, firme en su postura.
―Ni lo sueñes ―le advirtió ella, y la respuesta de su marido fue tumbarla en el suelo para caer sobre ella, tras lo que comenzó a sacudir la cabeza. Las gotas de agua que resbalaban por su cabello salían disparadas hacia la muchacha.
―¡Basta! ―exclamó ella, cubriéndose con las manos.
―Tendré que mojarte de una forma u otra ―se mofó él.
―Desvergonzado ―lo increpó, dándole un pellizco en la barba que lo hizo apartarse.
Ambos se echaron a reír mientras se incorporaban, sentándose uno al lado del otro. Teuthras se puso su túnica y luego sacó un poco de queso del cesto que había preparado Aglaya y cortó dos trozos para darle uno a su mujer.
―No me apetece ―negó ella, arrugando la nariz, así que, sin darle mucha importancia, el joven se lo echó a la boca.
De pronto, escucharon los ladridos de Mohl. Dalha y una de sus crías, la hembra, estaban tumbadas, observando a Mohl con interés, que parecía darles instrucciones a los otros dos cachorros sobre cómo dirigir a las ovejas. Teuthras soltó una carcajada.
―Por todos los dioses, Mohl, apenas tienen dos meses ―dijo riéndose―. Ya tendrán tiempo de aprender.
El animal, para su asombro, le ladró molesto, invitándole en su idioma perruno a que se metiera en sus propios asuntos. La risa de Teuthras se intensificó.
―Creo que es demasiado exigente ―insistió el pastor, aunque lo hizo en voz baja para evitar que su perro volviera a reprenderlo.
―Típico en los machos: pretender inculcar la tradición familiar de generación en generación ―bromeó Aglaya, divertida ante la escena de la que estaba siendo testigo.
―Eso es una estupidez ―objetó su esposo―. Que mi padre me obligara a ser pastor solo me condujo a la rebeldía y a que abandonara mi casa para enrolarme en el ejército. Sin olvidar que provoqué la ira de Eufrósine con mi decisión y que, por ello, le pidiera a Afrodita que me dejase ciego ―añadió con gravedad.
―Teuthras…
―No debes inquietarte. Todo eso quedó atrás ―le dijo al ver preocupación en sus facciones―. Es cierto que sufrí mucho a lo largo de estos años a causa de su infamia, ha sido un camino extremadamente duro hasta llegar aquí ―admitió―. Pero pienso que, después de todo, valió la pena.
―¿De verdad lo crees? ―le preguntó pese a que conocía la respuesta.
Teuthras le sostuvo la mejilla y le dio un suave y cálido beso.
―Claro que sí ―murmuró―, y mil veces volvería a pasar por lo mismo si supiera que tú estás esperándome. Aunque, siendo nuestro destino, hiciera lo que hiciera, te acabaría encontrando.
―Y volverías a caer en mis redes ―murmuró la joven con voz melosa.
―Eso, sin dudarlo ―reconoció él, con una sonrisa.
De repente, se escuchó otro ladrido de Mohl, pero en esta ocasión era más bien una queja, y con motivo, pues los tres cachorros estaban jugando encima de él, mordiéndole las orejas y el cuello.
―Ríndete, amigo ―se burló Teuthras―, y siéntete afortunado.
―¿Eso que percibo es envidia, esposo mío? ―se rio Aglaya.
―Culpable ―dijo con fingida solemnidad―. Ardo en deseos de verme así, rodeado de nuestros hijos, observarlos crecer, guiarlos, apoyarlos para que cumplan su propio destino.
―Tienes que ser paciente ―murmuró ella, enternecida―, siete meses pasan volando.
―Sí ―afirmó él, con una sonrisa, aunque esta se esfumó un par de segundos después―. ¿Siete? ¿Has dicho siete?
―Si mis cálculos no fallan…
Teuthras agarró a su mujer y, como si pesara menos que una pluma, la alzó y la colocó a horcajadas sobre sus muslos.
―¡Estás todo mojado! ―se quejó ella entre risas, pero su marido la agarró de los brazos y la sacudió ligeramente, exigiéndole seriedad y que lo mirara.
―Aglaya, por los dioses…
La joven, sonriente, le pasó los dedos por las húmedas ondas de su cabello mientras le daba un suave beso en los labios.
―Habla de una vez, mujer ―le suplicó―. Necesito oírtelo decir.
―Pues dentro de poco lo notarás en mi cuerpo ―le confirmó ella―. Qué mayor prueba que esa.
―Oh, Aglaya… ―murmuró él, y la estrechó con fuerza entre sus brazos, preso de la inmensa emoción que sentía―. Si supieras lo feliz que soy en este instante…
―Tal vez no lo seas tanto cuando empiece con los antojos ―bromeó―. Pero, entonces, te recordaré el mandato de Afrodita ―añadió, y él se echó a reír de puro gozo.
―Cumpliré tus peticiones con gusto ―le aseguró con sonrisa torcida, y la de Aglaya se curvó de modo sensual, inequívoco―. Por Zeus todopoderoso, mujer, está claro que no puedes contenerte ―dijo sin poder reprimir una carcajada.
―¿Por qué debo hacerlo? ―replicó ella con voz cálida―. Deseo a mi hombre, ¿dónde reside mi falta?
―La habría si no te dejaras llevar por ese deseo ―le respondió con tono grave y sugerente.
Entonces, Aglaya tomó el bajo de su túnica y con un seductor movimiento de sus brazos, se despojó de ella. Teuthras masculló un improperio, fruto del repentino ardor que se instaló en su entrepierna. La vio morderse el labio, en un gesto que le hablaba de su anhelo, de sus ganas de él, las mismas que él tenía de ella.
―Me encantan estos antojos tuyos ―murmuró el pastor, y su esposa le sonrió coqueta.
Él acunó sus mejillas entre ambas manos y la acercó despacio, en busca sus labios.
―Te amo, Teuthras ―le dijo ella, exhalando un repentino suspiro.
―Y yo a ti, Aglaya, inmensamente ―le respondió, justo antes de apresar su boca con la suya, en un beso fiero y lleno de necesidad, de todo su amor.
Y aquella laguna en la que se conocieron fue testigo de su abrazo, ese que daba comienzo a aquel ritual de pasión en el que se juraban amor eterno, y que perduraría a través del tiempo… inmortal.
Fin