Para Aglaya, ir al encuentro de Teuthras se estaba convirtiendo, sin saber por qué, en el mejor ritual del día. Mientras se dirigía hacia la laguna, no pudo decidir qué motivo pesaba más para buscarlo, si ganar la apuesta o comprobar si estaba bien tras lo que le había sucedido el día anterior.
No obstante, al llegar al claro, supo que era esto último lo que primaba, pues un mal presagio le heló la sangre al no haber ni rastro de él o de los animales. Con premura, se dirigió al viejo olivo y comenzó a recorrer el sendero del que era centinela, en dirección a la casa. Sin embargo, el alma le volvió al cuerpo cuando lo vio fuera, cayado en mano, abriendo la puerta a las ovejas para que salieran. Tenía buen aspecto, y se movía con una soltura sorprendente para ser ciego. Mohl, en cuanto la descubrió, se puso a ladrar en su dirección, advirtiéndole al pastor de su presencia.
―¿Quién anda ahí? ―inquirió, alzando la vista.
―Soy… yo ―respondió, titubeante, sin saber si debía aproximarse.
Las facciones de Teuthras se endurecieron antes de volver su atención a las ovejas. Luego, se agachó a hacerle una caricia cariñosa a la perra, que estaba tumbada cerca del umbral, y apoyándose en el cayado conforme andaba, se dirigió hacia la joven, con Mohl guiando al rebaño. Aglaya aguardó quieta al borde del sendero, creyendo que se detendría frente a ella, aunque no fue así, porque pasó de largo.
La sacerdotisa notó que una punzada de desilusión le atravesaba el pecho. La actitud de ese hombre la confundía, pues nunca reaccionaba como esperaba. Aunque también era cierto que ella misma no sabía cómo comportarse ante un hombre que no se quedaba embelesado con sus atributos. Lo observó alejarse conteniendo el aliento, sintiendo que perdía la oportunidad de volver a acercarse a él, ya que no había manto que devolverle ni indisposición en la que asistirle. Y de pronto, Teuthras se detuvo y giró ligeramente la cabeza hacia atrás, dirigiendo su mirada inerte hacia ella.
―¿Vas a quedarte ahí todo el día? ―le preguntó con un toque de impaciencia.
La Cárite dio un respingo al reaccionar un par de segundos después, sin terminar de creer lo que había oído. Entonces, caminó hacia él y, hasta que no llegó a su altura, el pastor no reanudó la marcha.
Aglaya lo contempló con una sonrisa, y se permitió disfrutar de esa visión, ya que él no se iba a percatar de que lo estaba haciendo. Su porte era imponente… Ella no era baja y, aun así, le sacaba más de una cabeza, y el grosor de sus bíceps era comparable a una de sus piernas. No pudo evitar preguntarse cómo se sentiría al ser rodeada por esos brazos, al verse estrechada por ese cuerpo duro y fornido en el que no le importaría perderse… Más bien al contrario, le encantaría…
―¿Te gusta lo que ves, ninfa? ―le cuestionó él de repente, con la vista hacia el frente, y la muchacha casi se ahoga del sofoco―. Sé que me estás mirando. Noto la calidez de tu aliento en mi piel.
Y lo dijo con el tono más neutro que puede reproducir la voz humana, mientras que ella se sentía arder por sus palabras. ¿Cómo sería su voz tiznada por la pasión? Imaginaba que la reacción de su propio cuerpo sería comparable a la de un volcán en erupción porque ese hombre despertaba su deseo de la forma más insospechada.
―Estaba… estaba asegurándome de que te sientes bien ―disimuló.
El joven no contestó, pero se rio por lo bajo negando con la cabeza, sin creerle.
Ninguno de los dos pronunció palabra durante el trayecto, aunque no fue un silencio incómodo. Por raro que pareciese, la sacerdotisa se sentía a gusto caminando a su lado. Tampoco le preocupaba que le cuestionase que hubiera ido a buscarlo; él podría haberla despachado en un segundo y, por el contrario, le había pedido que le acompañara, de una forma un tanto tosca, eso sí, pero ahí estaba, junto a él. Le maravilló que, a pesar de su ceguera, su presencia le transmitiese una sensación extraña de protección, de seguridad. Ya había comprobado, no sin sorpresa, que su invidencia no le impedía desenvolverse como cualquier persona con la vista perfecta, y tal vez eso, añadido a su corpulencia, le transmitía tal tranquilidad. Algo le decía que ese hombre podría defenderla de cualquier peligro.
Al llegar a la laguna, el pastor se sentó cerca de la orilla, en el mismo lugar que el día anterior. Dejó el cayado a un lado e inclinó la cabeza hacia el otro, como si le indicase dónde quería que tomase asiento, obedeciendo ella.
―Gracias por lo de ayer ―le dijo entonces con lo que parecía un gruñido, y ella chasqueó la lengua.
―¿A qué debo dar crédito, a tus palabras o a tu tono de voz? ―se quejó.
―Depende de la ocasión ―se jactó él con suficiencia.
―¿Y cómo lo sabré? ―le replicó, disconforme.
―No hay necesidad de que lo hagas ―atajó seco, y ella enmudeció, azorada por tan cortante afirmación―. Aunque, en este caso, mis palabras son las que valen. Ayer no pude darte las gracias, y es de bien nacido ser agradecido ―recitó.
Aglaya estuvo a punto de decirle que sí se las había dado, con aquel beso que la había asombrado y turbado de una forma que aún perduraba en ella, pero tal vez no lo recordaba, y no creía oportuno sacar el tema.
―¿Cómo te llamas, mujer? ―le preguntó, y la sacerdotisa cayó en la cuenta de que no sabía nada de ella.
―Aglaya ―le contestó.
―Teuthras ―le dijo, señalándose, y ella sintió que le daba un vuelco el corazón.
Porque una cosa era el sonido de su nombre en su mente, y otra muy distinta escucharlo de esa voz grave y potente. Las sílabas aún revoloteaban sobre su piel…
―Y sí, lo que me sucedió ayer tiene que ver con mi ceguera, o al menos me sucede desde entonces ―puntualizó.
Así que se acordaba… al menos en parte…
Había flexionado las piernas y apoyaba los musculados antebrazos en sus rodillas, jugueteando con una espiga silvestre que había arrancado por el camino, mientras Aglaya lo observaba como hipnotizada.
―Estás mirándome otra vez ―apuntó él, divertido.
―Estaba… esperaba que continuases hablando ―mintió―. Creí que ibas a narrarme sobre tu ceguera.
―No me importa que me contemples si gustas hacerlo ―alardeó.
La sacerdotisa sintió un acceso de rabia que la impulsaba a marcharse. Con ese hombre jugaba en clara desventaja…
―No siempre he sido ciego, si es lo que querías saber…
En realidad, Aglaya deseaba saberlo todo…
―Nunca quise ser pastor ―comenzó con aquella confesión, en un tono que a Aglaya le hablaba de rencor, mas también de arrepentimiento―. Quise huir de lo que me deparaba el destino y, con veinte años, me uní a los espartanos en la invasión de Ática, mientras que Atenas respondía atacando nuestras costas del Peloponeso ―prosiguió, con sus apagados ojos fijos en el agua―. Durante cinco años blandí mi espada, luché, hasta que en plena batalla, me caí del caballo y me golpeé la cabeza con una roca.
Así que había sido guerrero… Aglaya sintió cierto orgullo al saberlo. De pronto, lo escuchó maldecir por lo bajo.
―Algo tan estúpido tuvo que ser una jugarreta de los dioses por mi rebeldía ―continuó, tirando la espiga destrozada a lo lejos con furia.
―¿Cuánto tiempo…?
―Seis años ―respondió, suspirando hondo―. Seis años sumido en la oscuridad más absoluta, deseando morir…
―No blasfemes ―lo reprendió.
―¿Y por qué no? ―ironizó, girándose hacia ella―. A ver si la deidad que me hizo esto me fulmina de una vez, porque nadie debería pasar por el mismo calvario que padecí yo.
―Teuthras…
―Tardé un año en volver a casa ―dijo, apretando la mandíbula con ira y resentimiento―. Los atenienses me capturaron y, a pesar de mi condición, me esclavizaron, me fustigaron, me… me hicieron cosas que una muchacha como tú no debería oír ―añadió a modo de disculpa.
―Pero… aquí estás… ―musitó ella, con cierto alivio, y sentía deseos de darle gracias a los dioses por haberle permitido regresar.
Él debió percibir algo porque le sonrió, y Aglaya notó un hormigueo en el estómago, pues era su primera sonrisa sincera, y era perfecta… y él aún más apuesto…
―Una vieja curandera se apiadó de mí y me ayudó a escapar ―continuó con tono más calmado―. Aunque no pudo hacer que mis ojos volvieran a ver, me trajo a casa.
―¿Y has vivido solo desde entonces? ―preguntó con prudencia.
―Mi madre murió al poco tiempo de regresar yo, y mi padre, hace dos inviernos ―respondió de forma atropellada, y la Cárite percibió que el rencor quedaba atrás dando paso al dolor―. Pero creo que me manejo bastante bien ―ironizó.
―De maravilla… ―susurró ella.
―Y dime, ninfa, ¿cuántos años tienes? ―le preguntó, fingiéndose más animado.
―Veinticinco ―le dijo con demasiada rapidez, lo que, después, lamentó en silencio.
―Estás casada, claro ―supuso él con recelo porque, según la costumbre, a esa edad…
―Soy viuda ―mintió de la forma más convincente que pudo―. Esta guerra eterna a ti te arrebató la vista, y a mí, el esposo.
―Por tu tono, no parece que le tuvieras mucho afecto ―apuntó, suspicaz.
―Apenas lo conocí ―siguió con su embuste, encomendándose a todos los dioses para que le otorgasen ligereza mental―. Al poco tiempo de casarnos, se unió a la batalla.
―Al menos te dejó el consuelo de un hijo… ―supuso.
―No… ―Por Hera, ¿no podía cambiar de tema?
Teuthras permaneció en silencio, pensativo, y ella aguardaba con el alma en vilo…
―¿Y tu padre qué es, un comerciante o un político? ―aventuró, confundiéndola al no entender por qué había llegado a esa conclusión―. No eres hija de pastores o sierva ―se mofó él―. Hueles a azahar ―murmuró, acercándose ligeramente para inspirar su aroma, y ese simple gesto, la hizo temblar―. Además, esos brazaletes que tintinean cuando caminas suenan a oro, y el rumor de tu chitón me recuerda a la seda, no a la lana… No eres una mujer cualquiera, Aglaya.
Divina Afrodita… No podía confesarle quién era, ni siquiera debería haberle dicho su nombre verdadero, primero, porque formaba parte del trato y, segundo, porque, cuando todo aquello acabase, ella volvería al templo, y él, a su pequeña casa con sus ovejas, para no volver a encontrarse nunca más.
―¿Quién eres, Aglaya? ―insistió, endureciendo su tono―. ¿Por qué has regresado hoy?
―Quería… quería comprobar que estabas bien ―se excusó, y a pesar de que esperaba esa pregunta, no pudo evitar que le temblase la voz.
―No tenías por qué inquietarte ―objetó él, comenzando a mostrarse molesto―. No soy más que un desconocido que te salvó la vida en esta laguna. Ayer me devolviste el favor ―apuntó mordaz―. ¿Por qué has vuelto? ¿Qué buscas?
―Yo…
De pronto, la tomó del brazo y la acercó a él, demasiado, pues sus alientos se rozaban, agitados, aunque por distintos motivos. Aglaya, por temor; Teuthras, por irritación.
―Aquí no hay nada para ti ―le advirtió con palabras tensas―. Mi conversación no es interesante ni mi compañía apreciable ―apuntó con sarcasmo―. Por Hades… ¡Solo soy un pastor maloliente!, sin más posesiones que las que ves, y estoy muy lejos de una mujer de posición acomodada como tú.
―Teuthras, yo…
―¿Tú, qué? ―inquirió con rudeza, sin liberar su brazo―. Márchate, Aglaya, y no vuelvas.
La forma brusca en la que la soltó le arrancó una exhalación a la sacerdotisa.
―¡Márchate! ―le gritó, tan fuerte que no solo la asustó a ella, sino a algunas ovejas que pastaban cerca.
Aglaya se levantó, impulsada por aquel bramido que recorrió su cuerpo en forma de escalofrío letal, de los que vienen acompañados por un crujido. No entendía ni la hostilidad de Teuthras ni su propia reacción, pues inesperadas lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas cuando comenzó a caminar hacia atrás, primero un paso y luego otro, alejándose de él. Lo observó, había girado el rostro hacia la laguna, en actitud impávida mas con el rictus tenso, y ella siguió mirándolo hasta que ya no pudo, al velársele la vista por completo, momento en el que se enjugó los ojos de un manotazo y echó a correr por el sendero en dirección al templo, del que nunca debió salir.
Al entrar en la fortaleza, se detuvo en una fuente para lavarse la cara. No quería que nadie se diera cuenta de que había llorado, y menos Eufrósine, ya no porque se declarase vencedora, que definitivamente lo era, sino porque no tenía justificación para ese llanto. Saber que había perdido la apuesta, que el corazón de Teuthras había resultado un desafío imposible de superar, habría despertado su ira a causa de su vanidad vapuleada, pero no comprendía esa tristeza que la dominaba. Nunca se había sentido así.
Antes de llegar a la residencia de las sacerdotisas, esperó un instante y tomó aire, tratando de recomponerse. Sin embargo, aún no cruzaba el umbral cuando Eufrósine le salió al paso.
―¿Dónde te habías metido? ―le reprochó, cogiéndola del brazo y haciéndola entrar―. Afrodita ha vuelto ―le dijo, sin permitirle hablar, cosa que Aglaya agradeció.
No obstante, seguía sin entender el porqué de su actitud.
―Su señor Hefesto no estaba en el Olimpo ―le aclaró entonces.
―¿Cómo? ―inquirió, comprendiendo que la conducía a los aposentos de la diosa, pero su compañera no le contestó pues ya accedían a la recámara.
A Aglaya le sorprendió su aspecto. Las sirvientas, acompañadas de Talia, la tercera Cárite, estaban despojándola de su peplo que se presentaba sucio y ajado, mientras que ella lucía demacrada y ojerosa. La deidad se giró hacia las recién llegadas, reparando ambas en cuánto le costaba mantener la compostura.
―El baño está listo ―anunció una sierva que salía de una de las dependencias.
―Dejadnos solas ―les pidió Afrodita, que ya estaba desnuda, haciéndoles un gesto a las dos jóvenes para que la asistieran junto con Talia.
Ellas se acercaron para tomarla de las manos, una a cada lado, y la condujeron a la tina, cuya agua cálida humeaba. La ayudaron a entrar y, una vez se acomodó, Aglaya cogió un poco de néctar y roció el agua, para aumentar su poder relajante y regenerador.
Sin apenas darse cuenta, llevó su mano al pequeño colgante de plata en forma de ánfora que pendía de su cuello y que contenía algunas gotas de ese preciado líquido, pensando en sus poderes curativos sobre los mortales. Se preguntó si funcionaría con Teuthras, si le devolvería la luz a sus ojos, pues existía un caso en el que no surtía efecto alguno: si la afección era el resultado de un castigo divino, siendo otro dios el único que podría revertir dicha condena, sanando al mortal. Con cierto pesar recordó que él estaba seguro de que así era, aunque desechó la idea al instante al comprender que jamás lo volvería a ver, que no debería pensar en él, aumentando incomprensiblemente su desazón.
―¿Qué os ha sucedido, mi Diosa? ―preguntó Eufrósine, devolviéndola a la realidad.
―No he podido encontrar a Hefesto ―les confesó con total aflicción―. Al llegar al Olimpo, supe por Baco que había pasado la noche con él en su palacete, ebrio y…
Afrodita se tapó la cara con las manos, llorando, y sus sacerdotisas la miraron con cautela, pues era bien conocida la fama del dios Baco debido a sus excesos, y no solo con el vino.
―Baco me aseguró que no, pero, como haya retozado con alguna de sus sacerdotisas, ¡le hago desaparecer las gónadas! ―exclamó en un acceso de furia que se disolvió al instante, ahogando un sollozo. Flexionó las rodillas, abrazándoselas con los brazos y apoyando la frente en ellas.
―Vuestro señor siempre se ha mantenido fiel a vos ―le dijo Talia, tratando de animarla.
―Y yo, también ―se defendió con pasión, alzando la mirada―. Al contrario de lo que todo el mundo cree, desde que unimos nuestras vidas en sagrado vínculo, jamás hemos compartido amor carnal con nadie más. Sí, he estado con muchos hombres a lo largo de mi existencia, mortales y divinos, pero eso se acabó cuando Hefesto me desposó.
―¿Por qué? ―se atrevió a preguntar Aglaya, y la diosa la miró con una mezcla de ternura y dolor.
―Me preguntas eso porque no sabes lo que es el amor, mi niña ―le respondió con un deje de pesar―. Lo veneras como sacerdotisa, sí, pero no lo has sentido en tu piel, en tu cuerpo, fiero, desgarrador e indómito, ese amor con mayúsculas que te roba la voluntad para quedar subyugada por completo a los dictados de tu corazón ―recitó, colocando durante un instante una mano en el pecho de la joven ―. Cada brizna de tu ser se viste de un halo de total entrega, mas de absoluta posesión; quieres darlo todo, y recibirlo también. Se entremezclan lo idílico y lo carnal en una pasión arrebatadora que no deseas compartir con nadie más, solo con él, y necesitas que sienta lo mismo; tú debes ser la única, siempre ―musitó en lo que parecía un lamento.
―Pero vuestro señor os ama, mi Diosa ―quiso asegurarle Talia.
―Eso espero ―murmuró ella, elevando la vista al cielo―. Porque no hay nada más doloroso que el amor malogrado, que un corazón que siente y da en vano, que no recibe calor a cambio. Se acaba enfriando hasta agrietarse como una frágil lámina de hielo, y de igual modo termina por romperse ―les narró como un cantar que llegaba a oídos de Aglaya para abrumarla, porque aquellas palabras penetraban en su pecho y se clavaban como aguijones―. El amor desinteresado no existe, y si lo hace, es de necios ―sentenció Afrodita con una mezcla de rabia e impotencia―. Yo quiero a mi esposo conmigo, porque lo amo, y él debe corresponderme también, no puede ser de otra forma.
―¿Y Su Divinidad no pudo daros razón de él? ―demandó Aglaya, refiriéndose a Baco.
―Solo sabe que le pidió prestado a Zeus su caballo alado, Pegaso ―respondió, negando con la cabeza y volviendo a sollozar―. No podemos orbitar más allá de los Confines de la Tierra, así que, al caer la noche, tomé el carro solar de Helios, sin permiso, con la intención de buscarlo… Llegué hasta las puertas del Inframundo…
Las tres sacerdotisas alzaron una exclamación, alarmadas.
―Vuestro señor no tenía motivo para visitar al indeseable Hades ―apuntó Eufrósine.
―El muy bellaco ha tenido a bien reírse de mi sinsabor hasta que, finalmente, ha admitido que Hefesto no había pasado por allí ―les narró, abatida―. Me he visto obligada a cejar en mi búsqueda y volver para que Helios pudiera desempeñar su sempiterna tarea, colocando al Astro Sol en su lugar y que naciese un nuevo día, pero Zeus me ha amonestado por haber estado a punto de ocasionar una hecatombe. «Y todo por amor», me ha dicho en tono desdeñoso ―añadió con una mueca despreciativa, impostando la voz para imitarlo―, cuando el amor es lo más importante… Zafio… todopoderoso, pero zafio.
De pronto, la diosa exhaló un suspiro y se echó hacia atrás, apoyando la espalda en la tina y cerrando los ojos, como si se sintiera por fin relajada. Las Cárites supieron que el néctar estaba surgiendo efecto.
Afrodita ya no habló más del asunto, y Aglaya seguía un tanto perturbada por sus palabras. Esa noche, durante su guardia al fuego sagrado, no hizo más que pensar en ello, en la profunda tristeza que destilaban las palabras de la diosa, en sus lágrimas, en el sufrimiento que se leía en su rostro… era la personificación de la propia desdicha…
En su vigilia, se preguntó si eso era el verdadero amor, porque Afrodita tenía razón, lo veneraba como sacerdotisa, su vida estaba consagrada a su culto, pero no lo conocía, y viendo la pesadumbre en la que deambulaba su señora, no estaba segura de querer encontrárselo de frente.
Entonces, sin poder evitarlo, por los ojos de su mente se paseó la imagen de Teuthras, su rostro, su mirada fría e inerte… No entendía por qué se había sincerado con ella, por qué le había narrado su historia, pero le servía para comprender cuánto sufrió a lo largo de esos años, cuánto sufría aún. ¿Y ella se creía con derecho de sumar a eso más dolor? Porque los términos de la apuesta eran claros: tenía que conquistarlo, no solo su cuerpo, también su corazón. Teuthras debía enamorarse de ella… ¿a cambio de qué? Tras cautivarlo, Aglaya desaparecería de su vida, para no volver a encontrarse jamás, y era imposible no recordar la desesperación en la que estaba sumida Afrodita al no poder hallar a Hefesto, al creer que había perdido a su esposo. ¿Quería eso para él? No, no lo merecía. Ni siquiera su vanidad femenina valía tan alto precio.
Mientras la anaranjada llama sagrada crepitaba frente a sus ojos, decidió que ahí terminaba ese juego, y pensó con ironía que su fulgor la acompañaría con más frecuencia en los próximos dos meses. También debería lidiar con la mofa de su compañera, pero tenía la sospecha de que sería mucho peor soportar los remordimientos que le causaría haber destrozado a un hombre como Teuthras.
A pesar de la calidez del ambiente, sintió un escalofrío que la recorrió de pies a cabeza. La sacerdotisa se pasó las manos por los brazos. Ya era definitivo: nunca más volvería a verlo.