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Teuthras sentía el cuerpo adolorido mientras, por enésima vez, se daba la vuelta en la cama. No había pegado ojo en toda la noche, y aunque el lecho nunca le pareció demasiado cómodo, su cuerpo estaba acostumbrado a cosas peores. No, eso no era causante ni de su insomnio ni de sentir todos sus músculos entumecidos.

Durante aquella larga vigilia, un aroma de mujer se coló en su mente, torturándolo, y de igual modo resonaba en sus oídos una voz femenina, cálida, de las que acariciaban con su timbre, lanzando escalofríos. Él aún los sentía… También recordaba la suavidad de su piel; había estrechado su cuerpo desnudo y apretado sus sinuosas curvas contra su torso. Seguro que era blanca, como la porcelana… a excepción de sus mejillas, que se habrían coloreado por el frío, y de sus labios, que lucirían sonrosados, como fruta madura y sabrosa… como sería la cima de sus senos, los pétalos de su intimidad…

La tensión en su entrepierna le hizo gemir al girarse de nuevo, sin poder escapar de aquel martirio. No conseguía dejar de pensar en su tacto, en su olor, en la melodía de su voz, y en su sabor, en el dulzor de esa boca que lo había poseído sin remedio cuando la salvó en la laguna. La humedad de su lengua se deslizó por sus labios con suavidad ardiente, y la miel de su saliva debía ser comparable únicamente a la ambrosía de los dioses.

Solo fueron unos momentos, hasta que pudo romper el hechizo y recuperar la lucidez, pero su cuerpo, muerto tras apagarse la luz de sus ojos, volvió a la vida al instante, siendo su virilidad la que acusó aquel despertar de forma dolorosa. Aún lo hacía, por Zeus todopoderoso…

Ciertamente, tenía serias dudas de que fuera una mujer; que se tratase una capciosa náyade explicaría la enajenación que provocaba en él con su mera presencia, y justificaría que la hubiera vuelto a besar, allí, en esa misma cama. Porque, entre las brumas de la fiebre, recordaba con claridad la frescura de su boca sobre la suya apaciguando durante un instante la calentura que le arrebató toda la energía, dejándolo inconsciente.

Jamás lo admitiría en voz alta, pero lo invadió la desazón cuando, al despertar, no la halló, aunque le sorprendió que hubiera tenido el detalle de dejarle algo de comida preparada en la mesa y que se encargara, además, de encerrar a los animales. Un bochornoso alivio lo asaltó, la mañana anterior, al descubrir que Aglaya había acudido a su casa. Ya sabía que era ella antes de preguntar; percibía su aroma a azahar desde la distancia, al igual que la tibieza de su aliento sobre su brazo, cuando caminaba a su lado y lo observaba. ¿Por qué lo haría? Tal vez le maravillaba su desenvoltura a pesar de ser ciego, y la curiosidad malsana era lo único que la hizo volver… pues él se había encargado de que no lo hiciera nunca más.

Llevaba tanto tiempo solo… La soledad de aquel monte era su refugio de falsas miradas piadosas, de murmullos infestados de lástima, de brotes de caridad que solo lo humillaban, que lo hacían sentirse mucho más miserable de lo que ya lo hacía. No necesitaba nada de nadie, pero bajó la guardia ante la agradable sensación que suponía el tener compañía, el poder conversar con alguien que no fueran los pocos mercaderes con los que trataba y con los que apenas intercambiaba alguna palabra. Pero su lengua lo traicionó con aquella muchacha y habló de más, refiriéndole una parte de su historia que ni le interesaba ni le servía de nada, ni a ella ni a él, únicamente para crear un vínculo de confianza y complicidad entre ambos que no deseaba. No, no quería desear nada, no podía querer nada…

Cuando los dioses le arrebataron la vista, se llevaron consigo sus sueños, sus esperanzas, la posibilidad de ser un hombre completo, de tener una familia, de amar y ser amado. Su ceguera le había quitado hasta eso, pues no había mujer en el mundo que aceptara a un despojo como él. Y no eran los lamentos de un despechado, resentido con la vida, sino lo que había sufrido en sus propias carnes. Al narrarle su historia a Aglaya, su cercanía, la de una mujer, le recordó la otra parte de él que quería olvidar, y por eso la echó de su lado con tanta dureza y ahínco. Suponía una tentación difícil de vencer: volver a sentir, y llevaba seis años huyendo de ella.

Su ninfa ya no regresaría… Estaba seguro de que no lo haría. Percibió el olor salado de sus lágrimas, hasta las escuchó en su respiración entrecortada… Su brusquedad la había asustado y seguro que la disuadía de buscarlo otra vez. Y aunque estaba convencido de que era lo que quería, lo que debía ser, ¿por qué sentía como si alguien metiera la mano en su cuerpo y le retorciera las entrañas?

De pronto, entre el barullo de sus pensamientos, escuchó un ladrido, a lo lejos. Le resultó extraño, pues Mohl tenía la costumbre de acudir a su recámara al amanecer para despertarlo y comenzar con su rutina diaria. Sonó un segundo ladrido, aunque este en forma de quejido lastimero, pero no provenía de Mohl, era…

―¿Dalha? ―Teuthras llamó a su perra, de la que solo recibió un aullido.

Preocupado, se puso en pie, tomando su cayado que había apoyado en la pared, cerca de la cama.

―Mohl, ¿qué pasa, chico? ―insistió, y enseguida escuchó las pezuñas del can rascar el suelo al correr hacia su habitación.

El perro se detuvo frente a él, gimiendo, y su dueño se inclinó, buscándolo con la mano.

―¿Es Dalha?

Le respondió con un ladrido agudo e inquieto. Entonces, Teuthras cogió un cordel que colgaba de su túnica y lo ató al collar del animal, sujetando él el otro extremo.

―Guíame ―le pidió.

Con paso lento, aunque tenso, su fiel amigo lo condujo hasta lo que Teuthras supo que era la cocina. Dalha lloriqueaba, y el joven se arrodilló cerca de ella. Alargó la mano y percibió que estaba tumbada y que respiraba con dificultad. Entonces, le palpó el vientre y la perra aulló de dolor.

―¿Llegó la hora?

Sí… Dalha estaba teniendo contracciones; Teuthras notó en su palma una especie de onda que le recorría el abdomen. Pero que la perra estuviese así, sin fuerzas, gimoteando y casi sin respiración, eran claras muestras de que iba a ser un parto difícil.

―Maldición…

El pastor se levantó y fue a lavarse las manos, tras lo que volvió con la perra mientras escuchaba a Mohl gemir, nervioso.

―Pequeña, no te preocupes, voy a tocarte muy despacio ―murmuró, mostrándole las palmas. Entonces, en movimientos lentos, deslizó una mano por su costado hasta llegar a su vulva―. Tranquila ―insistió, tratando de apaciguarla, tras lo que introdujo un dedo, procurando palpar su interior.

En ese momento, comprendió lo que sucedía. Había un cachorro atascado en el canal del parto, y por más que ella empujaba, la cría no podía salir. Necesitaba ayuda… y maldita fuera su ceguera porque así no podría brindársela. Era cierto que se desenvolvía bien en su día a día, pero porque había llevado esa misma rutina durante años, hasta familiarizarse con cada mueble de su casa, con cada piedra del camino hasta la laguna. Sin embargo, Dalha precisaba de alguien que pudiera asistirla y que ayudase a sus cachorritos a nacer.

Mohl aulló quedamente a su lado, como si comprendiese la preocupación de su amo. Entonces, se tumbó junto a Dalha, apoyando su hocico en su nuca, gimoteando.

―No te inquietes, chico ―le dijo―. Tu compañera saldrá de esta. Espérame aquí.

No se lo pensó dos veces. Se puso de pie y volvió a lavarse las manos. Luego, se dirigió a su recámara todo lo rápido que le permitía su ceguera y cogió su clámide, tras lo que se la llevó a la nariz, inspirando hondo. Sí, tenía que servir; aún había rastros de azahar en el tejido. Con el manto en la mano, regresó a la cocina y se arrodilló cerca de los animales.

―Olfatea, Mohl, todavía conserva la esencia de Aglaya ―le pidió, poniéndole la prenda cerca del hocico, y el perro empezó a olisquearla con frenesí―. Vamos, yo sé que puedes encontrarla ―lo acicateó, y el animal alzó el morro―. Ve, trae a la ninfa contigo. Ayudará a Dalha. Yo cuidaré de ella mientras tanto.

Mohl lanzó un ladrido de aceptación y salió a la carrera. Teuthras, por su parte, buscó en la casa paños limpios e hizo una especie de cama con algunos de ellos, tras lo que tomó a la perra con cuidado y la depositó encima para que estuviera más cómoda y caliente.

―Sí, ya sé que te duele ―murmuró, acariciándola, al escucharla gemir―. No te preocupes, pronto pasará todo ―añadió, encomendándose a los dioses para que afinasen el olfato de Mohl y que pudiese encontrar a la mujer… Solo faltaba que ella accediese y fuera en su ayuda.

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Aglaya estaba agotada. Talia le había pedido, suplicado más bien, que la sustituyese en su guardia; iba a encontrarse con un hombre. Lo sabía no porque se lo hubiera dicho, sino porque ahora que se encaminaba hacia sus aposentos, pasó cerca de los de su compañera, y podía escuchar sus gemidos de placer, acompasados con otros, guturales y masculinos, ardientes…

No le molestaba, en absoluto; ofrecer su cuerpo como parte de los ritos dedicados a Afrodita era cometido de las sacerdotisas, sobre todo de las Cárites, las favoritas de la diosa y los fieles que acudían al templo. Sin embargo, dudaba que ese encuentro fuera una ofrenda a su señora. Primero, porque la expresión en el rostro de Talia cuando le rogó que la sustituyera le hablaba de algo clandestino y, segundo, porque realmente la joven estaba disfrutando, pensó Aglaya, con sonrisa pícara. Porque, ¿para qué engañarse? Los hombres que acudían en busca de sus servicios no siempre eran del agrado de las sacerdotisas. Yacer con ellos era su deber, sí, y la mayoría de veces lo cumplían con resignación.

Sin saber por qué, la imagen de Teuthras se coló en su mente, recorriéndola un escalofrío mientras se adentraba en sus aposentos. Con un hombre así, no dudaba que alcanzaría el máximo placer. Era hermoso, fuerte, varonil, y sospechaba que vigoroso al tomar a una mujer, y a ella no le habría importado comprobarlo. Sentir sus brazos rodeándola, el calor de su piel bronceada, su cuerpo desnudo sobre el suyo, poseyéndola, sometiéndola a sus deseos.

Una oleada cálida le retorció el vientre, haciéndola gemir al imaginar la dureza de su miembro, penetrándola como heraldo del más glorioso éxtasis… Divina Afrodita… Lo mejor sería quitarse esa túnica deslucida tras una noche de guardia y darse un baño, porque el cansancio y escuchar el disfrute de su compañera la había afectado.

Sin embargo, apenas había dado un par de pasos al interior de su recámara cuando oyó un sonido extraño a sus espaldas, al menos no era muy usual en el templo: las pezuñas de un animal, correteando. No sin cautela, se asomó al pasillo que acababa de abandonar, viendo que corría hacia ella un perro negro como la noche. La presencia inusitada del can le impidió reconocerlo, hasta que, con asombro, vino a darse cuenta de que lo había visto antes.

―¿Mohl? ―inquirió, sorprendida.

Cuando el perro llegó hasta ella, se sostuvo en sus patas traseras para ponerse en pie y apoyar las delanteras sobre el cuerpo de la joven, haciendo que perdiera el equilibrio a causa de su ímpetu; ambos cayeron al suelo. Entonces, el animal comenzó a lamer su rostro como muestra de su alegría.

―¿Qué haces aquí? ―preguntó. Sabía que no podía contestarle, pero había dado claras muestras de su inteligencia y estaba segura de que se haría entender―. ¿Le ha pasado algo a Teuthras? ―inquirió alarmada cuando Mohl comenzó a lanzar gemidos lastimeros.

El can se apartó y con la boca le cogió la túnica, empezando a estirar, como una señal inequívoca de que quería que lo siguiera. Semejante insistencia la preocupó, pues la apremiaba con sus gruñidos, y convencida de que el pastor había tenido algún percance, no dudó más.

Se levantó y le hizo una caricia en la cabeza al animal, un gesto para que fuera con ella. Con pasos presurosos, volvió al corredor y se dirigió a una de las salidas secundarias del edificio, para llamar lo menos posible la atención. De vez en cuando se giraba para comprobar que Mohl iba detrás, aunque al salir del templo, fue él quien tomó la delantera. Aglaya prácticamente corría para seguir su ritmo.

Cuando divisaron la casa, la muchacha apenas podía respirar; estaba exhausta. Entonces, el perro se adentró en la pequeña construcción, y ella entró, llamando al pastor.

―¿Teuthras? ―pronunció con temor―. ¡Teuthras! ―insistió alzando más la voz.

―En la cocina ―escuchó en ese instante, y la sacerdotisa se dirigió a la estancia a la carrera, encontrándolo arrodillado en el suelo junto a la perra.

―¿Qué te ha sucedido? ¿Estás bien? ―le preguntó, cogiéndole el rostro para comprobar su estado tras colocarse a su lado.

Sin embargo, Teuthras la agarró de las muñecas y le hizo soltarlo, de forma un tanto desdeñosa.

―Es Dalha ―dijo, y ella lanzó una exclamación llena de malestar.

―¿La perra? ―inquirió indignada, y un poco decepcionada también.

―Necesita que la ayuden a parir ―le confirmó él.

―¿Y piensas que voy a hacerlo yo? ―espetó―. ¿Para esto me has hecho venir? ―dijo en voz alta lo que pensaba, sin poder contenerse.

―¿Preferirías que fuera yo quien estuviera mal? ―le demandó furioso, y Aglaya bajó el rostro avergonzada, aunque por fortuna él no la veía―. ¡Morirá si no la ayudamos! ―gritó, haciéndola sobresaltarse―. Por los dioses… ¿Crees que de haber podido hacerlo yo, habría mandado a Mohl a buscarte?

Le dolió escucharlo, la dureza de sus palabras, y saber que no desearía su presencia si no fuera por lo que le ocurría a Dalha.

De pronto, la perra gimoteó, y Mohl lanzó un ladrido, empezando a deambular en círculos, cerca de su compañera. Luego, se detuvo y se tumbó a su lado, contemplando a Aglaya con semblante lastimero. La inicial indignación de la sacerdotisa se diluyó al ver el sufrimiento en la mirada de Dalha, transformándose esta en culpabilidad.

―Lárgate, ninfa. ¡Lárgate! ―le gritó Teuthras, con sus ojos inertes clavándose en los suyos. Durante un segundo, la muchacha tuvo la sensación de que sí la veía, hasta el alma―. Maldita sea ―farfulló el pastor, girándose hacia la perra, y poniendo ambas manos en su abdomen, palpando con torpeza.

Entonces, Aglaya le agarró uno de sus fuertes bíceps, deteniéndolo.

―¿Aún estás aquí? ―preguntó por lo bajo, con voz dura―. Vete.

―Dime lo que tengo que hacer ―le pidió, tratando de no provocarlo. Él, en cambio, no le contestó―. Eres el hombre más terco de aquí a los Confines de la Tierra. Sabes que no puedes hacer esto solo.

Teuthras lanzó un improperio, pasándose las manos por el pelo con ansiedad.

―Lávate las manos ―le indicó, señalando una jarra―. Y trae también más paños de lino secos.

La joven obedeció y luego volvió a arrodillarse al lado de la perra, cerca de sus patas traseras.

―Tranquila, pequeña ―le murmuró él al animal, y Aglaya sintió un ramalazo de algo parecido a los celos al pensar que jamás había utilizado ese tono tan dulce con ella. Y es que tampoco tenía por qué hacerlo, pensó, volviendo su atención a Dalha―. Mete un dedo con cuidado ―le pidió.

―¿Qué? ―gimió, apurada.

―Tienes que alcanzar el cachorro ―la instruyó con un deje de impaciencia―. Está atorado y no puede salir por sí mismo. Dalha no te morderá.

Un tanto titubeante, la sacerdotisa obedeció, no sin aprensión. Metió el dedo hasta el final y se sobresaltó.

―¡Noto algo! ―anunció―. Parece… parece la parte trasera.

―Engancha el dedo por debajo de sus patas, pero espera hasta la siguiente contracción ―le indicó―. Yo te aviso. Lo vas a hacer bien ―añadió, siendo la primera vez que le dedicaba una palabra amable, que no suave, pues el tono de voz era tenso.

Al cabo de unos segundos, la perra se removió, y Teuthras le hizo una seña.

―Tira despacio ―le pidió―. Ayúdalo a nacer.

―Está… ¡Está saliendo! ―exclamó, nerviosa y emocionada.

―Despacio, ninfa ―insistió para que controlara su entusiasmo―. ¿Ya está fuera?

―Sí, sí ―respondió estirando las manos hacia él, aunque obviamente el pastor no reaccionó al no verla.

―Pónselo a Dalha cerca de la boca, tiene que romper esa piel en la que está envuelto.

La mujer obedeció con manos temblorosas y cierto recelo. Vio que la perra procedía tal y como Teuthras había predicho e hizo una mueca de repugnancia cuando el animal cortó con sus dientes el cordón umbilical. Luego, empezó a lamer a su cría vigorosamente, aunque gemía.

―No respira ―anunció el joven―. No está respirando.

―¿Cómo?

―Cógelo y sostenlo con la cabeza hacia abajo ―le pidió con premura―. Ábrele la boca y límpiasela por si la tiene taponada. Tienes que frotarle el cuerpecito para hacerlo respirar.

Aglaya siguió todas sus indicaciones y, envolviéndolo en un paño, comenzó a frotarlo con ahínco, intentando que reaccionara, una y otra vez, y la impotencia invadió a la sacerdotisa al ver que no se movía.

―No lo oigo ―dijo él, preocupado.

―No funciona ―lamentó ella―. No… ¿Qué estoy haciendo mal?

No esperó a que el pastor contestara. Lo colocó sobre su regazo mientras continuaba con la maniobra, tratando de reanimarlo, incluso le abrió la boquita por si había quedado algún residuo dentro. Nada. Así que, por instinto, le insufló un poco de aire, tratando de hacerlo respirar. Después, siguió pasando la palma por su abdomen, exclamando con gran alivio cuando, finalmente, lo vio moverse.

―¡Sí! Está vivo ―dijo sin poder ocultar la emoción.

Teuthras alargó la mano para alcanzar al cachorro, como si necesitara comprobarlo por sí mismo, y una sonrisa se dibujó en su rostro.

―Dáselo a Dalha otra vez ―le pidió, obedeciendo al instante, y la perra comenzó a lamerlo de nuevo.

―Y ahora, ¿qué? ―le preguntó la Cárite.

―Hay que esperar a que termine de parir ―le respondió.

―¿Me voy o prefieres que me quede? ―le cuestionó y, durante unos segundos, tuvo la certeza al ver su expresión de que le iba a pedir que se marchara.

―Quédate ―le dijo finalmente.

Aglaya agradeció que Teuthras no pudiera verla. Se sentía tan estúpida… No entendía por qué, pero ese hombre no la quería cerca, su presencia lo incomodaba por algún motivo, y ella se vio invadida por una aflicción extraña al saber que inspiraba en él tal repulsa. Si tan solo ella fuera capaz de sentir lo mismo…