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La noticia del regreso no solo de Afrodita, sino también de Hefesto, corrió como la pólvora a lo largo y ancho de la acrópolis.

Todo estaba dispuesto para el comienzo de las Afrodisias en cuanto atardeciera, por lo que la pareja dio órdenes de no ser molestados hasta entonces. Tras su separación, precisaban de un tiempo a solas para terminar de solucionar sus desencuentros y, sobre todo, se esmeraron en la reconciliación, pues sus risas, al igual que sus gemidos de placer, resonaban por los corredores del edificio.

Para todos era motivo de alegría, por descontado, si bien Aglaya había aguardado el regreso de su señora para referirle lo ocurrido con Eufrósine, pues confiaba en que tomase cartas en el asunto. Sin embargo, conforme se consumían las horas hasta el inicio de la celebración, también lo hacía su entusiasmo y sus ánimos de revancha. Sí, quería que la que una vez fue su amiga, y que no había dudado en utilizarla para vengarse de Teuthras, pagase por lo que había hecho, por el dolor infligido, ese que amenazaba con destrozarla. No obstante, a pesar de que sus deseos de desquitarse eran grandes, no escondían el hecho de que, de conseguirlo, su sufrimiento no disminuiría ni un ápice; aunque Eufrósine fuera desterrada, arrojada a lo más profundo del Inframundo, Teuthras jamás la perdonaría, no volvería a amarla, y eso era lo único que ciertamente necesitaba, lo único que le devolvería luz a su alma y sus deseos de vivir. Y sin él, el resto dejaba de tener significado para ella.

Con desgana, terminó de arreglar su recogido y revisó su aspecto en el espejo. Por primera vez en su vida, cumplir con su cometido se había convertido en una tortura, en un castigo. Tras los ritos que iniciarían la celebración y el banquete, comenzarían las peticiones y las ofrendas, y no tardarían en reclamar sus servicios. Que Afrodita la perdonase pero prefería morir a que otro hombre que no fuera Teuthras la tocase, aunque él no fuera a hacerlo nunca más.

Con un suspiro lastimero maldijo su suerte y su falta de espíritu para cambiarla, como si fuera una desahuciada, una condenada a muerte sin derecho ninguno a misericordia.

Sin embargo, realizaría su labor con resignación, al fin y al cabo, ese era su destino, y tal vez no debería haberse desviado del camino, pues no hizo otra cosa que crearse falsas ilusiones. Era una sacerdotisa de Afrodita; los sueños no estaban hechos para ella.

Se disponía a salir de su recámara cuando se topó con Talia, y le llamó la atención su semblante contrariado.

―¿Qué te sucede? ―le preguntó, dejándola entrar en su habitación.

―Vengo de hablar con Afrodita ―le contó, y Aglaya la miró sorprendida y un tanto disconforme también―. Me he unido a las siervas que iban a ayudarla a vestirse ―le explicó―. Quería ser yo quien le refiriera lo ocurrido, creo que soy testigo imparcial de todo lo sucedido.

Aglaya no pudo menos que asentir.

―La ha hecho llamar, pero no dan con ella ―continuó, relatándole por fin el motivo de su malestar.

―¿Qué? ―inquirió la sacerdotisa.

―Nadie la ha visto en todo el día ―le confirmó―. Aunque confío en que aparezca ahora que van a dar comienzo las Afrodisias. Nuestra Diosa está disgustada… con las dos ―le advirtió.

A pesar de que esa afirmación sorprendió a Aglaya, fue solo inicialmente, pues era consciente de que su comportamiento era reprobable.

―¿Estás preparada? ―preguntó Talia, y su amiga supo que no se refería a su aspecto. Prefirió no contestar, solo asintió con la cabeza, tras lo que ambas mujeres abandonaron la estancia.

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A ambos lados del corredor central de la sala hipóstila del templo, aguardaban las siervas de Afrodita y sus sacerdotisas. Con la caída del sol, la diosa hizo su aparición, acompañada de su esposo, Hefesto, quien sostenía su mano con aire ceremonial. La deidad lucía más hermosa que nunca con aquel peplo confeccionado por las mujeres del templo, aunque lo que más llamaba la atención de toda su indumentaria era sus joyas, de un rojo muy poco común y que atraía todas las miradas. Sin embargo, solo ella conocía su origen, y no podía evitar tocar alguna que otra vez su gargantilla mientras sonreía, orgullosa al tiempo que agradecida por aquella prueba de amor.

Una vez la pareja alcanzó la entrada, habiéndose colocado detrás las mujeres a modo de séquito, aguardaron a que se ocultara el Astro Sol, tras lo que salieron al exterior, viendo desde lo alto de la escalinata todos los fieles venidos de Corinto a mostrarle sus respetos a la diosa y a acompañarla en aquella festividad en su honor.

Los vítores por parte de los ciudadanos no se hicieron esperar, y la diosa agradeció el gesto asintiendo con una sonrisa que destilaba cierta vanidad; al fin y al cabo gozaba de sentirse amada. De pronto, desde lo profundo del gentío, se liberó una paloma que alzó el vuelo, lo que daba inicio a la celebración; en aquella festividad no estaban permitidos los sacrificios de sangre. Entonces, Afrodita se soltó un instante de su marido para levantar ambas manos; era momento de invitar a todos los presentes a seguirla al interior del templo. Se hizo el silencio de modo instantáneo.

―Bienvenidos seáis todos a mi casa ―les dijo, con voz cálida y su consabido toque seductor―. Bebed, comed y disfrutad de todo cuanto gustéis. De aquí al alba, espero que se satisfagan vuestros deseos, o la mayoría de ellos ―añadió con aire travieso.

Todos los que allí acudían sabían que esa noche era el momento propicio para hacer sus peticiones a la diosa, aunque ella exigía una retribución a cambio, y que concediera lo solicitado dependía de lo que se estuviera dispuesto a ofrecer por ella. La naturaleza de la petición era lo que menos le preocupaba. Era una diosa y, por tanto, podía permitirse tales caprichos.

Tras pronunciar aquellas palabras, volvió a ofrecerle la mano a su esposo para que la guiase al interior del templo, consciente de que todos los seguirían.

Al fondo, donde se erigía una estatua de Afrodita de dimensiones descomunales, se situaban dos tronos, para ella y Hefesto. El resto de la sala estaba invadida por divanes para ser ocupados por los fieles y pequeñas mesas donde las siervas iban depositando bandejas y jarras con comida y bebida.

Una vez que las deidades ocuparon sus lugares, se iniciaron las ofrendas. La tradición dictaba que los que acudían al templo por primera vez depositaran a los pies de la diosa vasijas con sal, bien muy preciado y que simbolizaba el nexo de Afrodita con el mar, de donde surgió la deidad. A lo largo de la velada, podían realizarse otro tipo de ofrendas a la diosa, como incienso, flores, frutas, algún animal, aunque algunos reservaban sus dádivas para acompañar la petición que le harían, aun sabiendo que probablemente no sería suficiente.

El banquete daba comienzo tras una libación, a base de vino mezclado con agua. Aglaya era la encargada de servir a la diosa y su esposo, y se acercó a ellos, confiando en que el ambiente jocoso y la dicha al haber recuperado a su marido le inspirasen benevolencia para con ella, de hecho, se hacían continuas confidencias entre sonrisas. Al colocarse frente a ambos, hizo una reverencia respetuosa y se dispuso a llenar sus copas.

―Aglaya, Aglaya… ―canturreó la diosa con una sonrisa, mas con una advertencia en su sonsonete―. Talia ya me ha puesto al tanto de lo sucedido.

―Perdonadme, mi Diosa ―se apresuró a decir la Cárite, dejando la jarra en la mesa para ponerse de rodillas a sus pies―. Siento haberos decepcionado de nuevo.

―No, no lo sientes ―negó Afrodita en cambio con cierta dureza, incluso le hizo una seña un tanto seca para que se pusiera en pie y que obedeció―. Dudo que te arrepientas de haberte prestado al juego de Eufrósine porque te ha permitido conocer al hombre que te ha mostrado el verdadero amor ―le dijo, en un tono un tanto enigmático y que confundió a la joven―, motivo por el que no detuve esa pantomima en cuanto fui consciente de ella. Nada sucede en este templo sin que yo esté al tanto ―añadió con mirada reprobatoria―. Al igual que sabía de las intenciones de Eufrósine, al fin y al cabo, fue su despecho hacia Teuthras lo que la instó a pedirme que le arrebatara la vista.

Aglaya bajó la mirada, tratando de ocultar la repentina rabia que le produjeron sus palabras. Era su diosa, había prometido consagrar su vida a ella y respetarla. Sin embargo, no podría evitar sentir una creciente ira hacia Eufrósine y hacia su señora por haber destruido de un modo tan injusto e impío el alma de Teuthras.

―Admito que confiaba en que el amor surgiría entre vosotros, era mi deseo ―continuó Afrodita, y sus palabras sorprendieron sobremanera a la sacerdotisa, quien la miró con profunda confusión―, y cuando te vi confeccionar aquella clámide para él, creí que así era. De hecho, lo fue, ¿verdad?

―Sí, mi Diosa ―le confesó Aglaya―. Durante un efímero momento, Teuthras me amó, y jamás pensé que los mortales pudiéramos experimentar algo tan glorioso y tan frágil al mismo tiempo.

―El amor verdadero no es frágil, muchacha, puede soportar los embates del tiempo, de la eternidad ―intervino Hefesto por primera vez, mirando un instante a su esposa, quien sonrió al recibir el mensaje oculto en sus palabras.

―Cierto es ―lo secundó su mujer―. No obstante, los cimientos de ese amor no pueden ser la mentira. Eso fue lo que condenó el vuestro.

―Tenéis razón, divina Afrodita ―murmuró afligida la sacerdotisa―. Lo comprendí tarde, al igual que ese sentimiento desconocido para mí y que me ataba a él sin remedio, a pesar de mi propósito de alejarme. Siempre había algo que me llevaba hasta él, ya fuera la casualidad o el azar…

―El destino ―recitó la diosa, haciendo una pausa dramática―. No es fruto del azar que Eufrósine te arrojara, precisamente a ti, a los brazos de Teuthras. Tal vez seas la única mujer de aquí a los Confines de la Tierra capaz de liberarlo de su oscuridad.

De repente, Aglaya ahogó una exhalación ante la revelación que suponían para ella esas palabras. Su amor por Teuthras estaba condenado, pues él jamás perdonaría su traición, su engaño. A pesar de que ella lo amaría siempre, de que podría tratar de demostrárselo una y mil veces, él renegaría de todo lo que la joven pudiera entregarle… Sin embargo, su más ferviente deseo era dárselo todo, y ahora más que nunca tenía frente a ella la posibilidad de hacerlo, a pesar de las consecuencias que acarrearía. No le importaba, por Teuthras daría eso y mucho más.

De pronto, la Cárite se volvió a arrodillar y se inclinó hasta que con los labios tocó los pies de la deidad, una señal inequívoca y que alarmó a ambos dioses.

―Niña…

―Mi venerada Afrodita, deseo haceros una petición. Y ojalá mi ofrenda sea justo pago para que me sea concedida ―recitó con solemnidad las palabras que formaban parte del rito.

Afrodita hundió los dedos en el sitial, a la espera…

―Deseo que le devolváis la vista a Teuthras.

La diosa miró a su marido un momento, cuya expresión se tornó tan sombría como lo era la suya.

―Os lo ruego ―insistió la joven, temiendo que de entrada ya se le fuera negado.

―No es el momento de suplicar ―dijo Afrodita con resignación―. Propón tu justo pago, es decir, no puede ser ni escaso ni excesivo ―puso énfasis en esa última parte.

Aglaya se tomó unos segundos para reflexionar, intentando dar con la ofrenda adecuada.

―Ofrezco la mía ―sentenció entonces, categórica y sin un ápice de inseguridad―. Mi vista por la de Teuthras.

Afrodita suspiró con pesar.

―¿No os parece suficiente, mi Diosa? ―demandó Aglaya, visiblemente afligida.

―En realidad, no habría nada más justo, pero… ¿eres consciente de lo que significa? ―le cuestionó su señora.

―¿Crees que vale la pena un sacrificio así? ―le preguntó entonces Hefesto―. Desprenderse de algo tan valioso como tu vista no lo hará volver a ti ―le advirtió el dios―. Tal vez ni siquiera sepa que tú has devuelto la luz a sus ojos.

―No busco una retribución por su parte ―alegó ella con pasión―. Yo quería estar a su lado para hacerle feliz con mi amor, y eso es lo único que pretendo con mi ofrenda ―le aseguró―. Teuthras podrá rehacer su vida, buscar un nuevo rumbo, encontrar la dicha, aunque… aunque sea sin mí ―dijo con voz temblorosa, al reprimir unos repentinos deseos de llorar―. Quiero tener el consuelo de devolverle lo que le fue arrebatado de forma tan injusta. Ya que Eufrósine ha malogrado mi amor por él, necesito que recupere la vida que también le robó.

Hefesto miró a su esposa con un gesto de disculpa. Al menos lo había intentado. Sabía que Aglaya era su sacerdotisa predilecta y que no desearía tal sufrimiento para ella.

―Nada ni nadie podrá disuadirme ―insistió la muchacha, al comprender las intenciones del dios. Afrodita suspiró.

―Tú no debes pagar sus faltas ―le indicó―. He mandado a varios guardias en su busca y, cuando den con ella, le haré pagar en consecuencia.

―Su castigo no nos sirve a ninguno de los dos ―objetó Aglaya, negándose a reconsiderarlo―. Y, en cualquier caso, yo también tengo parte de culpa.

―Recapacita, mi niña…

―Está decidido ―reafirmó ella―. Desearía con fervor que él volviera a amarme, pero una imposición divina no sería suficiente para mí. No obstante, saber que le he obsequiado vida a sus ojos dará algo de sosiego a mi alma.

―Entonces…

―Ofrezco mi vista para que a Teuthras le sea devuelta la suya ―repitió, con postura erguida y sin dejar lugar a duda.

―Sea… ―pronunció con lentitud la diosa, y un trueno resonó en el interior del templo, como si una tormenta se hubiera desatado allí mismo.

Y al menos así lo fue para Aglaya.

El ensordecedor estruendo unido al grito de la sacerdotisa al sentir que un extenuante dolor punzante le atravesaba el cráneo rompió la algarabía cercana, y los rostros de los asistentes más próximos se giraron a mirarla, en silencio y espantados por semejante escena.

Aglaya cayó de rodillas, llevándose las manos a los ojos, apretando sobre los párpados cerrados como si así pudiera mitigar el dolor… jamás había experimentado tan horrible sensación en su vida, ni cuando Afrodita la había fustigado en aquella misma sala. La joven empezó a sollozar a causa del sufrimiento, y tarde se dio cuenta de que era un error, pues las lágrimas escocían cual sal arrojada en una herida abierta. Apoyó la frente en el suelo con los puños apretados, ahogando un profundo quejido. Durante un instante creyó que sucumbiría al dolor y perdería el sentido a pesar de que se decía una y otra vez que esa había sido su elección y que debía acarrear con todas las consecuencias… debía ser fuerte… pero entonces, consiguió abrir los ojos y únicamente la negrura lo cubría todo.

Aglaya se vio invadida por el miedo, estaba aterrorizada, y aunque el dolor incisivo comenzaba a suavizarse, poco a poco, ella se encontraba perdida por completo, se sentía desprotegida. Estiró las manos, mas no halló sostén alguno, y necesitaba llegar a la seguridad de su recámara, precisaba alguien que la auxiliase.

―¡Talia! ―empezó a gritar―. ¡Talia! ―siguió llamando a su compañera, rogando por que la escuchara y acudiera a socorrerla.

―¿Qué ocurre? ―inquirió la Cárite, que en realidad estaba cerca de ellos, sirviendo a algunos invitados. Había soltado la bandeja que portaba en la mesita frente a los divanes y acudió a la carrera.

―Ayúdame, te lo suplico ―le pidió Aglaya, quien había conseguido ponerse en pie y sacudía las manos con los brazos estirados frente a ella, tanteando para no tropezarse y caer.

―¿Qué ha sucedido? ―exclamó, al verla en tal estado. Le tomó una mano para que se calmara aunque miró a Afrodita, con una demanda muda en su expresión.

―Ha sido su deseo y ha ofrecido un justo pago ―le aclaró la diosa―. No he podido negarme.

Talia agradeció la explicación a pesar de que la deidad no tenía por qué darle ninguna. Entonces, volvió la vista a su compañera.

―Por favor… por favor… ―murmuraba como ida, y a la sacerdotisa le impactó ver aquella mirada, que una vez fue verde como los campos fecundados, ahora perdida, de pupilas blanquecinas e inertes.

Gruesas lágrimas bañaban el rostro crispado de su amiga, estaba aterrada, temblaba como una hoja, y la mano que aún le sostenía estaba helada. La tomó por los hombros y la pegó contra su cuerpo.

―Talia… ―murmuró de pronto, como si hubiera despertado de su trance, y su respiración comenzó a agitarse.

―Tranquila. No voy a separarme de ti ―le dijo, conduciéndola a paso lento a través de los divanes que salpicaban la sala para llevarla a sus aposentos.

Los que habían presenciado la escena, cuchicheaban entre sí, aunque, una vez desaparecieron las jóvenes, el suceso se perdió en su memoria, volviendo la atención al jolgorio.

―Por todos los dioses… ¿en qué estabas pensando? ―le reprochó su amiga mientras la ayudaba a sentarse en su lecho.

―Quiero que Teuthras sea feliz ―respondió con toda la firmeza que pudo reunir, y que no fue mucha dada la situación.

―¿Y qué me dices de ti? ―le amonestó ella.

―Yo iba a ser desdichada de igual modo ―aseveró sin amedrentarse un ápice―. Si no tengo a Teuthras, ya nada me importa, y al menos así sé que podrá rehacer su vida y le resultará más sencillo olvidar el daño que Eufrósine y yo le hemos hecho.

―Tú no tienes que pagar por los pecados de esa fulana ―espetó, poniéndose en pie en un acceso de rabia.

Se dirigió a una mesita donde había una jarra con agua y le sirvió un poco, al tiempo que humedecía un paño para limpiarle el rostro. Volvió al lecho y se sentó, alargándole el agua, sin que su amiga reaccionara. Maldijo para sus adentros mientras le cogía una mano y le colocaba la greda en la palma.

―Gracias ―le dijo con sinceridad, y cuando terminó de beber, su amiga comenzó a limpiar su rostro de lágrimas―. No pretendo ser un estorbo para nadie ―anunció de pronto, con cierto resquemor hacia ella misma―. Teuthras se manejaba muy bien solo, y sé que con tesón y paciencia conseguiré valerme por mí misma.

―Yo te ayudaré hasta que eso ocurra, ¿de acuerdo? ―le propuso Talia, maravillada por su actitud―. Pero no te preocupes por eso ahora. Y te supliré en tus tareas mientras…

―No necesito mis ojos para fornicar con los hombres que me reclamen ―aseveró con forzada frialdad―. Y, bueno, finalmente voy a librarme de las guardias al fuego sagrado ―remató con dolorosa ironía.

―Fíjate hasta dónde han llegado los embustes de Eufrósine ―murmuró molesta―. Y sigue sin aparecer, la muy…

―No todo es culpa suya ―tuvo que admitir Aglaya―. Mi sacrificio ha sido mi elección.

―Pero ¿por qué, Aglaya? ―preguntó, queriendo comprender―. Cuando Teuthras se entere…

―Espero que no lo haga nunca ―atajó con firmeza―. Nadie me relaciona con él. Y si lo hace, no me importa. Entre Teuthras y yo todo terminó incluso antes de haber empezado ―añadió, reflejándose en su rostro blanquecino cuánto le dolía.

―¿Y si, contra todo pronóstico, viene en tu busca? ―tanteó la sacerdotisa, y Aglaya se envaró sentada en el lecho, negando con la cabeza.

―¿Por lástima o por agradecimiento? ―inquirió con sarcasmo―. En el peor de los casos, creerá que lo he hecho para obligarlo a amarme, como si eso fuera posible ―sonrió con tristeza―. No, Talia. Sé bien que el amor ya no lo une a mí. Sus palabras, la forma en que las dijo la última vez que lo vi, son una clara muestra de ello, y no soportaría su piedad. No quiero que me vea así. No quiero que me encuentre. ¿Me has entendido?

Su amiga resopló, aunque asintió.

―¿Talia? ―insistió la otra joven.

―Sí, sí ―repitió la respuesta en voz alta. Iba a tener que acostumbrarse.

―Prométemelo ―quiso asegurarse.

―Te lo prometo ―dijo con resignación―. ¿Precisas algo? Debería volver al templo.

―No te preocupes, estaré bien ―le aseguró―. Voy a intentar dormir un poco.

―Sí, deberías descansar ―le dijo, dándole un cálido apretón en la mano―. Vendré luego a ver cómo estás.

―Gracias ―respondió, tras lo que notó que el colchón se elevaba y escuchó los pasos de Talia alejándose.

Luego, tanteó con la mano el lugar donde estaba la almohada antes de tumbarse. Iba a tener que familiarizarse con ese tipo de cosas, tal y como hacía Teuthras.

Teuthras…

Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas al pensar en él. Al menos ya no escocían tanto…

Rogó a todos los dioses para que su sacrificio valiese la pena, para que no fuera en vano y él consiguiera ser inmensamente feliz. Esa era la única forma de hacer más llevadera la vida de sombras y tinieblas que aguardaba por ella.