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A la mañana siguiente, tras las oraciones matutinas, Aglaya volvió a su recámara y se acicaló a conciencia para su cita con el pastor, y que él desconocía. Eligió uno de sus mejores chitones, de tejido níveo y vaporoso que, con un mínimo esfuerzo, permitía adivinar las curvas de su cuerpo y que definió aún más al colocarse el cinturón. Ató la túnica en un único hombro con una fíbula dorada, dejando que el escote oblicuo resaltarse la redondez de sus pechos. Se recogió el cabello hacia atrás, pero dejando que sus largos y claros rizos cayeran en cascada sobre su nuca, y lo adornó con una diadema también dorada, del mismo tono que sus sandalias. Para terminar, se puso unas gotas de esencia de azahar en el cuello, bajo la oreja, en el punto donde el pulso es más notorio, confiando en que el calor de su sangre potenciara el aroma.

Se levantó del tocador y se miró en el espejo; estaba lista.

Tratando de que nadie se percatara de su ausencia, salió del recinto amurallado para dirigirse, a través del bosque, al riachuelo que nacía en el monte Klenia y que bordeaba la ciudad de Corinto. Al pie del mismo, en el claro, la corriente se ensanchaba hasta formar lo que parecía una laguna, y según lo que le había referido Eufrósine, Teuthras, que así se llamaba el pastor, se sentaba un rato a descansar mientras sus ovejas bebían.

Aglaya intentó sonsacarle a su amiga cómo es que sabía de las costumbres de aquel hombre, pero esta se negó en rotundo a responderle, alegando que tal información podría darle pistas que la ayudasen a ganar la apuesta.

Un hormigueo de anticipación la recorría por entero conforme caminaba, preguntándose qué se encontraría. Joven y gallardo, le había vuelto a asegurar Eufrósine, y como no lo fuera, por los dioses que los dos meses de guardia se convertirían en un año.

De pronto, mientras bordeaba el riachuelo, escuchó sonidos en la lejanía, balidos de oveja, y supo que había llegado a su destino. Se detuvo y decidió rodear el claro, escondiéndose entre los árboles. Quería ver a Teuthras, saber cómo era antes de que percibiese su presencia. Avanzó un poco más. El arroyo ya se había transformado en la laguna y las ovejas pastaban a sus anchas en la orilla. En ese mismo lugar, cerca de la ribera, un grupo de rocas se alzaban en un ligero promontorio. Y allí estaba él.

Una exhalación escapó de la garganta de Aglaya, y se ocultó tras un árbol, temerosa de ser descubierta. Con la espalda pegada al tronco y una mano en el pecho, trató de acompasar el ritmo de su respiración que se había agitado de súbito. Desde luego, Eufrósine había sido parca e injusta en su descripción, pues gallardo no era un epíteto que se ajustase a lo hermoso de aquel hombre que bien podría habitar en el Olimpo.

Sentado en una piedra disfrutaba, cuchillo en mano, del fútil placer de saborear una naranja. Su cabello era de un extraño dorado ceniciento, alborotado en suaves ondas, y lucía barba, lo que remarcaba sus facciones varoniles. Tenía la mirada perdida en la laguna, así que solo podía disfrutar de su perfil; nariz recta, pómulos angulosos, labios carnosos y apetecibles y un fuerte mentón que le otorgaba un mayor encanto viril. Su túnica corta y sin mangas dejaba a la vista unas torneadas piernas cubiertas con una suave capa de vello claro, y sus fuertes y fibrosos brazos estaban plagados de redondeados músculos que se contraían y estiraban mientras se comía esa naranja. Quién fuera fruta… Lo vio introducir el último trozo en la boca y empezar a lamerse los dedos, lo que provocó que Aglaya gimiese cuando un brote de deseo se revolvió en su vientre. Definitivamente, no iba a ser en absoluto un sacrificio el seducirle, y no solo se haría con la satisfacción de librarse de dos meses de guardias, sino que disfrutaría de ese cuerpo que se había convertido en un premio de lo más apetecible.

Había llegado hasta allí sin un plan establecido, máxime al no saber lo que iba a encontrarse, pero, en ese momento, no tuvo dudas. Se alejó unos cuantos pasos, buscando un árbol que estuviese más cerca de la ribera, y se deshizo de su chitón y las sandalias, convencida de que valía la pena el tiempo malgastado en lucir hermosa. A fin de cuentas, ¿había algo más atrayente para un hombre que el cuerpo desnudo de una mujer?

Entonces, se dirigió a la laguna y comenzó a caminar adentrándose en busca del lugar idóneo para nadar y, sobre todo, para exhibirse delante de él. Sin embargo, con mucho disimulo, lanzaba miradas sesgadas hacia el pastor, que se mostraba impasible en su trono de piedra. El agua comenzaba a cubrir ya sus pechos y su plan continuaba siendo infructuoso, pues aquel hombre no se inmutaba.

Aglaya decidió ir más allá y empezó a nadar hacia el lugar donde parecía focalizado su campo de visión, en la parte más profunda, acabando frente a él, sin aparente resultado. La actitud de Teuthras estaba haciendo estragos en la Cárite, pues suponía que no todos los días se paseaba una mujer desnuda ante sus ojos, y esperaba que, al menos, se tomara la molestia de mirarla. O tal vez, sí estaba acostumbrado a tener a su merced a cuanta hembra se le antojase; ese pensamiento la hizo gruñir con rabia.

A punto estaba de renunciar cuando, de repente, los músculos de una de sus piernas se le tensaron de forma tal que no le permitía moverse. Dejó escapar un grito que reflejó el intenso dolor que le producía y comenzó a agitar con nerviosismo los brazos porque sentía que la inmovilidad de su pierna la hundía al fondo de la laguna sin remedio.

―¡Auxilio! ―empezó a vociferar, esperando que aquel hombre, que definitivamente debía ser un eunuco, se apiadase de ella y la ayudara―. ¡Por favor!

Antes de sumergirse por completo, Aglaya pudo ver que el joven, por fin, reaccionaba y se ponía en pie, y ella se esforzó en luchar contra el dolor y el agua, moviendo los brazos para salir a flote.

―¡Sigue gritando! ―lo escuchó exclamar entonces.

¿Qué? No eran esas las palabras que esperaba, pero obedeció, chillando una última vez antes de volver a hundirse. Se ahogaba… Divina Afrodita, ¡estaba a punto de morir!

No obstante, notó que la agarraban de un brazo y tiraban de ella hacia la superficie. El pastor iba a salvarla después de todo.

―¡Mohl, ladra! ―le oyó gritar, llegando a ella el fuerte sonido de unos ladridos en la lejanía.

Aglaya no comprendía nada, aunque tampoco tenía la mente para pensar porque su cuerpo debilitado y agotado la dejaba sin energías. Solo comenzó a tomar conciencia de lo que sucedía cuando sintió que la tomaba entre sus brazos y la sacaba del agua. Se vio estrechada contra un duro torso, de esos que son ideales para refugiarse de la aflicción y en el que apoyar la mejilla tumbada en un lecho.

―Por los dioses… ¿estás desnuda? ―le reprochó aquel hombre, y la pregunta la sorprendió tanto que no fue capaz de contestar.

Teuthras la depositó en el suelo, cerca del promontorio, tras lo que alzó el brazo para alcanzar su clámide. Un instante después, ella notó el reconfortante calor de aquella capa rodearle el cuerpo.

―Dime, mujer, ¿te encuentras bien? ―se interesó, palpándole intranquilo los brazos, las piernas, el rostro, mientras su vista se perdía en algún punto de la laguna.

Su falta de respuesta hizo que Teuthras le tomase la barbilla con una mano y le pinzase la nariz con la otra. Entonces, Aglaya sintió la boca masculina sobre la suya, sus labios carnosos caldeando su piel al insuflarle aire, llenándola de su aliento dulce y especiado al mismo tiempo, que se introducía en ella como un elixir que devolvía a la vida hasta el último rincón de su cuerpo, arrebatándole un latido a su corazón.

Ni fue premeditado ni supo por qué lo hizo, pero Aglaya alzó las manos y las hundió en las hebras de su cabello, impidiendo que aquella boca se separara de la suya, y empezó a acariciarla con sus labios y su lengua como si el sabor que destilaba fuera vital ambrosía para ella.

Sin embargo, Teuthras tomó sus manos y la separó de él, dirigiéndole por primera vez la mirada.

―Por Zeus, ¿qué…?

Y ahí fue entonces cuando Aglaya reparó en esos hermosos ojos, de un penetrante azul celeste, profundo y frío, aunque sin brillo, completamente inertes…

La sacerdotisa no se lo podía creer. Pasó una mano ante aquel rostro masculino, esperando una reacción, pero no la hubo, no podía haberla, porque Teuthras era ciego…

―¿Quién eres? ―le exigió él con voz dura, sosteniéndole las manos con fuerza―. ¿Eres una náyade, una insidiosa ninfa escapada de las aguas que viene a tentarme con su cuerpo para arrebatarme la vida y jugar con mi alma?

Un nudo de pesar entremezclado con una rabia extraña se instaló en el pecho de la muchacha. No le contestó, no encontraba la voz a causa del impacto que suponía aquella revelación. Se deshizo de su agarre sacudiendo las manos y, cubriéndose con el manto, se puso en pie y echó a correr.

Solo se detuvo al llegar al árbol donde había quedado olvidada su ropa. Comprobó que el hombre no la seguía; de hecho, permanecía arrodillado en el suelo con la mirada clavada hacia el lugar por el que ella había huido, pero, aun así, se limitó a coger las prendas y a continuar corriendo a través del bosque.

Poco antes de llegar al sendero que conducía a la acrópolis, cuando sus pulmones empezaron a dolerle por el esfuerzo, se detuvo y se vistió con premura, tratando de ordenar su cabello de la forma más prolija posible. Luego, dobló la clámide y recorrió lo que le quedaba del trayecto con la prenda pegada a su regazo.

Una vez atravesó las murallas, se dirigió a la residencia de las sacerdotisas, directa a los aposentos de Eufrósine. La encontró sentada en el lecho, practicando con la lira.

―¡Hija de una Gorgona! ―le chilló, deteniéndose frente a ella.

―¿Qué te ha sucedido? ―le preguntó su compañera al verla aparecer de esa guisa.

―¿Joven y gallardo? ―inquirió con furia, y su amiga soltó una risa llena de gozo y diversión.

―Veo que ya has conocido a Teuthras ―dijo, señalando la capa que Aglaya todavía apretaba contra su pecho y que arrojó de malos modos en la cama.

―¡Maldita seas! ―la acusó―. Me has mentido.

―¿Yo? ―exclamó ofendida, dejando a un lado el pequeño instrumento―. ¿Acaso no es apuesto? De acuerdo, puede que sea algo mayor que tú, aunque no lo suficiente para llamarlo viejo.

―¡Es ciego! ―le recordó, como si hiciera falta―. ¿Ese no era un detalle digno de mención? ―le reprochó con dureza.

―¿Qué interés habría tenido la apuesta de habértelo dicho? ―replicó, mostrándose molesta―. Es más, estoy completamente segura de que, de haberlo sabido, no habrías aceptado, Aglaya.

―Eso… eso no es verdad ―le rebatió, tratando de sonar convincente, aunque sin lograrlo.

―Mentira ―farfulló la morena, poniéndose en pie para encararla―. Tu intención era valerte de tu cuerpo para atraerlo, tal y como habría hecho yo, como la propia Afrodita nos animó a hacer ayer ―le recordó―. Pero me dijiste que eras capaz de conquistar a un hombre, «conquistarlo» ―puntualizó, pronunciando cada sílaba―, y eso no se limita solo a su cuerpo, sino también a su corazón.

―¡Ya lo sé! ―se defendió, pese a dar muestras de haber sido cogida en falta. Porque entendía muy bien los términos de aquel reto, pero cierto era que planeaba utilizar su voluptuosidad para capturar su atención y atarlo a ella de una manera que luego le resultase sencillo ganarse su amor.

―En ese caso, la apuesta sigue en pie ―anunció Eufrósine, con tono travieso. No quería renunciar a la diversión―. No obstante, si ves que es demasiado para ti, tengo guardia esta tarde.

―¡No! ―negó con brío, recuperando la capa de Teuthras de un tirón―. Ese pastor será mío ―le aseguró con los ojos brillando con chispas de furia―. Y no solo su cuerpo. Haré que su corazón sangre por mí.

―Magnífico ―exclamó su amiga, sentándose en el lecho. Cogió su lira y comenzó a tocar una alegre pieza―. Te quedan pocos días… ―canturreó, y Aglaya le lanzó una mirada asesina antes de retirarse.

La sacerdotisa se dirigió a sus aposentos con la intención de asearse, pidiéndole a un par de siervas que le preparasen un baño. La calidez del fluido hizo desaparecer el frío que se había instalado en su piel a causa del agua de la laguna, aunque, para su desasosiego, aumentó el ardor que seguía patente en su boca, en su piel, y que aún no se había deshecho del sabor de los labios de Teuthras.

En un impulso arrebatado, se hundió por completo en la tina y, al salir, se pasó las manos por la cara, restregándose, como si así pudiera desprenderse de esa inquietud.

―Céntrate, Aglaya ―se amonestó. Tenía muy pocos días para seducir a Teuthras y el arma principal de la que pensaba valerse era completamente inservible: su cuerpo, su belleza…

Bendita Afrodita, ¿cómo atraería a un hombre que no podía verla?