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Las piernas de Aglaya se enmarañaban con las de Teuthras entre las sábanas de seda. Los embates masculinos eran lentos, profundos, abrasadores, arrancándole gemidos a la joven, que se sentía arder cada vez más. Él le sostenía las manos por encima de la cabeza, apresadas por una de las suyas, sin permitirle tocarlo, porque quería ser él quien le obsequiara con sus caricias, con su contacto… Teuthras dominaba el placer de ambos, sinuoso, de forma tortuosa, pues ella parecía estar a punto de alcanzarlo cuando, de pronto, él ralentizaba sus movimientos, con pasión contenida, y dilataba el ansiado momento de su liberación.

―Teuthras… ―se quejó ella, al sentir que el éxtasis se le volvía a escapar de entre los dedos, y el pastor rio por lo bajo.

―Disfruta, mi ninfa ―se jactó él―, lo importante no es dónde llegar, sino el cómo ―le susurró al oído, en tono ardiente―. No voy a conformarme con el placer que pueda desprender tu sexo, quiero que brote de todo tu cuerpo, de tus manos, de tus labios, tu voz… quiero que ansíes que toda mi piel te toque, que necesites mi aliento, que te sientas perecer si no te acaricio una vez más. Llénate de mí…

―Sí… Teuthras… ―jadeó ella―. Sí… Tócame, bésame… hazme enloquecer.

Él obedeció. Sus manos comenzaron a vagar por su cuerpo y tomó su boca. El beso era pausado, candente, y su lengua suave se enredaba con la suya, tentadora, seduciéndola, abrumándola con su toque sensual a la vez que tierno. Y mientras tanto, su duro miembro recorría su interior con lentitud ardiente, incitaba cada poro de su piel, avivando la excitación con el roce de su carne.

Aglaya sentía un cúmulo de placer en su bajo vientre, que bullía vivaz de un modo cada vez más intenso. Sabía que tarde o temprano se quebraría la prisión que lo retenía, que Teuthras se encargaría de lanzarla al más extraordinario éxtasis, y aguardó, disfrutando de su estremecedor beso y del tibio contacto de su cuerpo. Sus manos comenzaron a recorrerlo, sus nalgas, su espalda, su cabello claro, y se contagió del calor de su piel hasta sentir que penetraba en ella.

El orgasmo se anunció como un leve aleteo en su sexo, lento, como seguían siendo los envites masculinos, pero continuos y cada vez más profundos… Y, de súbito, aquel aleteo se tornó en vendaval… Aglaya clavó las uñas en la espalda de Teuthras, quien no necesitó más señal que esa, y lo escuchó gemir en su boca mientras seguía dominando sus movimientos, contenidos, y que, no obstante, acrecentaban el placer de forma desbordante. Estallaron, ambos… Aglaya gritó, pero él volvió a tomar su boca. Esta vez la devoraba, con frenesí, el mismo que subyugó su cuerpo y le obligó a acelerar sus embates, convulsos, erráticos. El orgasmo fluyó por ellos, se esparcía por sus venas, robándoles el aliento y la cordura, y arrebatándoles latidos a sus corazones, que a punto estaban de explotar, rebosantes de amor y dicha.

Poco a poco, el éxtasis fue diluyéndose, como suaves olas, y ellos se refugiaron en su abrazo, alargando aquel momento todo lo posible. Teuthras salió despacio de su interior y se tumbó de espaldas, colocando el cuerpo laxo y satisfecho de Aglaya sobre su pecho.

Sin embargo, ella alzó una mano, despacio, buscando su rostro y el joven, al comprender, sonrió contra su palma.

―Soy dichoso, mujer ―le aseguró―. Sacias mi cuerpo y mi corazón.

―Bueno, no está de más que quiera comprobarlo, ¿no? ―preguntó con coquetería acariciando su barba, y él rio.

―En absoluto ―aseveró―. Y prefiero que lo hagas cien veces antes de que se instale en ti la semilla de la duda. No me ves, pero puedes escucharme, sentirme…

―Pues ahora presiento cierto resquemor en tu tono ―advirtió ella, y él resopló―. No me mientas, Teuthras, no me ocultes nada ―le pidió con temor―. Nunca.

―Tranquila, mi preciosa ninfa ―quiso calmarla―, es solo que… me estoy planteando hablar con Afrodita, pedirle que…

―No ―atajó ella, alzando el rostro. La muchacha no podía verlo, pero él sí podía comprobar la seriedad de sus facciones―. El tiempo de las peticiones culminó con el fin de las Afrodisias ―le recordó―. Y, por otro lado, ¿a cambio de qué? ¿Qué sería justo pago para devolverme la visión?

―Pero, Aglaya…

―Seamos sensatos ―lo cortó, sin ceder ni un ápice―. Si uno de los dos debe ser invidente, es preferible que lo sea yo, ¿no te parece?

―¿Crees que siendo ciego no podría darte estabilidad, seguridad, protección? ―inquirió un tanto molesto.

―Sí, podrías ―replicó, categórica―, pero ahora serás capaz de hacerlo mucho mejor. Además…

―¿Qué? ―le cuestionó con recelo.

―Temo que la condición sea separarnos ―le confesó―. Los dioses son… imprevisibles.

―Caprichosos ―dijo él lo que Aglaya pensaba en realidad.

―Sí, y prefiero no tentar la suerte. Por favor, Teuthras ―le rogó―. Puedo resignarme a no volver a contemplar tu rostro nunca más, ya lo acepto, pero durante tres días he vivido un infierno al creer que te había perdido para siempre y sé que no lo soportaría de nuevo.

―Yo, tampoco, Aglaya ―susurró él―. Está bien. Será como tú quieras. ―Le tomó la barbilla y depositó un dulce beso en sus labios―. Deberíamos asearnos antes de presentarnos ante ella ―le propuso―. El ocaso se acerca.

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Aglaya le pidió a una sierva que preparara un baño para ambos. Teuthras, con total mimo y dedicación, la ayudó a asearse y vestirse, y ella se dejó consentir. Cuando estaban listos, el pastor se colocó el manto que su amada había confeccionado para él, mostrándolo con orgullo. Luego tomó la mano de Aglaya y, tras haber pedido audiencia por mediación de Talia, Afrodita junto con Hefesto aguardaban por la pareja en la sala hipóstila.

Las sacerdotisas compañeras de la joven hacían las veces de séquito divino, y colocada al otro lado de la diosa se encontraba Talia, como Cárite que era. Una vez frente a ellos, Teuthras tiró suavemente de la mano de Aglaya y los dos se arrodillaron como muestra de respeto.

―Veo que te has provisto del mejor guía que podrías tener, Aglaya ―dijo de pronto Afrodita, con tono pícaro―. Imagino que eres Teuthras, el pastor.

―Así es, divina Afrodita ―asintió él, bajando la mirada.

―No me complace que la situación haya llegado a tales extremos ―le reprochó la diosa.

―A mí, tampoco ―alegó este, con sinceridad y sin amedrentarse―. El amor que Aglaya siente por mí le ha hecho pagar un precio muy alto, y lo menos que podía yo hacer era tragarme mi orgullo y mi recelo y demostrarle el infinito amor que le profeso.

―Eso quiere decir…

―Que aceptamos nuestro destino, sea cual sea, con tal de estar juntos ―respondió Aglaya.

―Es por eso que nos presentamos ante Vuestra Divinidad ―continuó Teuthras―. Quisiéramos pediros que bendigáis nuestra unión.

―Con lo que, no solo no me acompañas al Olimpo sino que te pierdo como Cárite ―dijo en cierto tono de reproche y que preocupó a la joven sacerdotisa.

―Mi perla ―intervino Hefesto―, sabes que es el final más feliz posible, ¿verdad?

―¿Feliz, para quién? ―replicó ella, haciendo un mohín infantil―. Porque yo me quedo sin la sacerdotisa predilecta de los fieles ―añadió, soltando un suspiro lastimero―. Así que más te vale tratarla como a una reina, o mejor, una diosa, si no quieres provocar mi ira, pastor ―le advirtió a Teuthras, tratando de parecer severa, aunque un leve temblor en las comisuras la delataba.

―Mi destino es hacer feliz a esta mujer, divina Afrodita ―afirmó él, apretando ligeramente la mano de Aglaya para que no se preocupara―. Y gustoso cumpliré con él.

―Siendo así, poneos en pie ―les pidió la deidad, dejando a un lado esa fingida acritud―. Contáis con mi bendición.

―Muchas gracias, mi Diosa ―le dijo Aglaya, visiblemente emocionada, mientras se agarraba de la túnica de Teuthras.

Él, sin embargo, acunó las mejillas de la muchacha y la besó en los labios, un beso largo y suave, que provocó aplausos entre las sacerdotisas y alguna que otra risita.

―Mi Diosa… ¡Mi Diosa!

De repente, se escuchó una voz masculina en una entrada anexa a la sala hipóstila, haciendo que todos, a excepción de una confusa Aglaya, dirigieran la vista hacia allí. Un guardia, y que Teuthras recordó era el que lo había guiado al interior del templo horas antes, arrastraba consigo a una sucia e insumisa Eufrósine, quien luchaba por liberarse. Un par de pasos por detrás de la pareja, el hombre se detuvo y la sacudió para que dejara de retorcerse.

―La hemos encontrado deambulando a escondidas por los corredores ―informó el guardia.

―Tenía que verlo con mis propios ojos…

La sacerdotisa bufaba, fijada su vista, que exudaba odio, en Teuthras y Aglaya; odio que se transformó en cólera al reparar en la mirada inerte de su compañera, y confirmando así lo que había venido a comprobar.

―Tú… ¡Malnacida! ―le gritó, sobresaltándola, por lo que buscó refugio en Teuthras―. Has sido capaz de quedarte ciega para inspirar su lástima y que vuelva a ti. No eres más que una vulgar ramera ―escupió las palabras, llenas de inquina.

―No la escuches ―le susurraba el joven al oído.

―¡Y tú deberías haber sido mío! ¡Mío! ―bramó Eufrósine, fuera de sí, mientras forcejeaba―. Y da igual lo que esa furcia invente.

―¡Cállate de una vez! ―le ordenó Afrodita, poniéndose en pie―. Eres una deshonra para este templo. Aquí se venera el amor, y por tus venas no corre ni una mísera gota de ese sentimiento.

Eufrósine resoplaba, con el rostro enrojecido a causa de la furia, y a pesar de encontrarse en una situación poco aventajada para ella, hizo el intento de replicar.

―No te atrevas. ―La señaló Afrodita en un gesto amenazante―. Pagarás tu osadía y el daño infligido con el destierro. Servirás a Hades, en el Inframundo ―sentenció la diosa.

―Jamás… ¡Nunca! ―comenzó a gritar la sacerdotisa, y removiéndose con todas sus fuerzas, consiguió zafarse del agarre del guardia. Y no solo eso, sino que aprovechando la turbación del muchacho, se hizo con su espada y se la clavó en un costado.

―¡Athan! ¡No! ―chilló Talia, llevándose las manos a la boca, espantada al ver que este caía al suelo, malherido.

Hizo ademán de ir a ayudarlo, pero la diosa le bloqueó el paso con el brazo, por su seguridad, pues Eufrósine, completamente enajenada, sostenía el arma con ambas manos, frente a ella, y se acercaba a Teuthras y Aglaya con inequívoca intención.

―¿Qué sucede? ―preguntaba Aglaya al escuchar los gritos de espanto de las sacerdotisas.

El pastor no contestó, pero la colocó tras él, protegiéndola con su cuerpo. La risotada de Eufrósine no se hizo esperar.

―¿Ahora vas a ser tú quien se sacrifique por ella? ―se mofó, aunque su ironía se transformó con rapidez en pesar―. Por mí no estabas dispuesto a hacerlo ―le reprochó entonces con voz llorosa―. Te rogué que permanecieras a mi lado y te negaste. ¿Por qué? ¿Por qué no fui suficiente para ti? Si supieras cuánto te odié, Teuthras… ―masculló, apretando los dientes con renovada ira―. Por eso me convertí en sacerdotisa, para castigarte pues, a cambio, le pedí a Afrodita que te arrebatase la vista ―arrojó sobre él esa confesión que impactó en el joven con violencia.

―¡Maldita seas! ―bramó, haciendo ademán de alcanzarla, aunque se contuvo al tener muy presente aquella espada con la que le apuntaba.

―No me bastó, nada lo hará jamás… ―continuó la Cárite―. Mi rencor hacia ti es un veneno más poderoso que cualquier venganza ―sentenció, levantando el arma de modo letal.

Sin embargo, de pronto, un trueno retumbó entre aquellas columnas, y un rayo cayó, atraído por la punta de la espada en alto. Mientras una nube de humo rojo envolvía a una paralizada Eufrósine, a su lado se materializó una figura femenina, una mujer de elegancia y distinción notables, y facciones hermosas y severas: Hera.

―Sus insolencias se escuchan desde el Olimpo ―farfulló la recién llegada, molesta.

―Madre… ―murmuró Hefesto.

―Apresúrate ―le indicó Afrodita a Talia, quien no perdía de vista al guardia caído a pesar de lo que ocurría―. Con una gota bastará ―le dijo, señalando la pequeña ánfora plateada que pendía de su cuello.

Mientras la Cárite iba en auxilio del joven y le suministraba una gota de néctar que sanaría su herida mortal, la nube roja que rodeaba a Eufrósine comenzó a dispersarse, y una exclamación se alzó en la sala al ver lo que aquella bruma ocultaba.

―La ha convertido en piedra ―le susurró Teuthras a Aglaya.

De repente, a causa de las voces entraron un par de guardias a la sala, quienes no ocultaron su desconcierto al encontrarse de frente con aquella situación. Observaron a ambas diosas, a la espera de órdenes, y Afrodita les instó con un gesto que aguardasen. Luego, dirigió su vista a Teuthras con una disculpa en la mirada que jamás expresaría a viva voz. Un dios nunca pediría perdón a un mortal…

―Eres demasiado benevolente ―le advirtió Hera, al no escapársele aquel detalle―. Y tú, ¿dónde demonios has estado? ―se dirigió ahora a su hijo, con tono de reproche―. Has tenido a tu mujer y a toda la familia en un sinvivir.

Hefesto hizo una mueca de disgusto, pero no contestó. Se limitó a pasarle el brazo por los hombros a su esposa para que su madre comprendiera que todo se había solucionado entre los dos.

―Así que vosotros sois Teuthras y Aglaya… ―murmuró la deidad, girándose hacia ellos.

La primera reacción del pastor fue apretar a Aglaya contra él, en gesto protector, provocando una sonrisa petulante en Hera.

―Vuestro romance ha sido el suceso más interesante este último tiempo ―les dijo con un deje de diversión y también de suficiencia―. La candorosa de Atenea se echó a llorar cuando te sacrificaste por él ―les narró con notable indiferencia―. Y os traigo un mensaje de su parte. Hubiera querido dároslo ella en persona, se toma muy en serio sus menesteres y las injusticias la sacan de quicio, pero esta ingrata ha precipitado las cosas ―añadió con una mueca desdeñosa, y señalando la que era una estatua en piedra gris de Eufrósine, con la espada alzada y rictus tenso por la inquina―. Que la arrojen al Tártaro ―les ordenó a los guardias―. ¿O quieres que adorne tu templo? ―le preguntó con tono malicioso a Afrodita, quien negó con la cabeza, tras lo que les hizo una seña a los hombres para que obedecieran.

Entonces, Hera se acercó a Aglaya y, bajo la mirada atónita de todos los presentes y el terror de Teuthras, quien se temía lo peor, la diosa le tocó la frente a la joven sacerdotisa, que cayó de rodillas violentamente, como si de pronto sus piernas no hubieran sido capaces de sostenerla. Un quejido escapó de su garganta mientras se ocultaba el rostro con las manos, apretándose los párpados, y Teuthras se arrodilló a su lado, impotente, sin comprender lo que ocurría.

―Aglaya, mi amor, ¿qué te sucede? ―preguntaba, angustiado.

―Tranquilo ―le dijo Hera, mirándose las uñas de una mano con despreocupación―, enseguida volverá a ser la misma de antes… sus ojos, más bien ―agregó, tras hacer una pausa dramática.

En ese instante, Aglaya irguió la postura y separó las manos de su cara mientras parpadeaba repetidamente, fijando la vista en ellas.

―Puedo ver… ―murmuró, sin atreverse a afirmarlo a viva voz por si era una ensoñación o algo momentáneo.

―¿Qué? ―exclamó Teuthras, que tomó su rostro entre ambas manos y la miró a los ojos, estudiándolos con detenimiento. Una amplia sonrisa se dibujó en sus labios al comprobar que el tono blanquecino de minutos antes se había transformado en un brillante verde esmeralda.

―Te veo ―repitió la sacerdotisa, y Teuthras la abrazó, mirando a la diosa con profundo agradecimiento.

―Las ofrendas, a Atenea. ―Sacudió la mano con fingido desinterés―. Yo solo os auguro un matrimonio feliz y… fértil ―añadió con tono pícaro―. En fin… ¿venís a cenar? ―le preguntó a Hefesto, ignorando la felicidad que acababa de otorgar a aquella pareja de mortales.

―No, madre. Tengo otros planes ―respondió el dios por su parte, y Hera los recorrió de arriba abajo con mirada maliciosa.

Sin decir nada más, desapareció, de forma repentina, tal y como había llegado, dejando a todos los presentes sumidos en la confusión.

Talia seguía arrodillada al lado de Athan, quien parecía estar recuperándose gracias al néctar. La agarraba con fuerza de la mano y la había acercado a él, fundiéndose sus miradas, hablándose sin necesidad de pronunciar palabra y ajenos a lo que ocurría alrededor. Porque el júbilo ocupaba aquella sala. Teuthras se había puesto en pie y rodeaba con sus fuertes brazos el cuerpo de Aglaya, elevándola sobre sus puntillas que apenas tocaban el suelo mientras se veía en los ojos de la muchacha que brillaban con lágrimas de dicha.

―Me temo que has perdido a tus tres Cárites en un solo día ―le comentó Hefesto a su esposa con tono jocoso.

―Buscaré nuevas candidatas entre mis sacerdotisas ―decidió ella, sin darle mayor importancia―. Por cierto… ¿así que tienes planes para esta noche? ―le preguntó con voz melosa, y él asintió, esbozándose una sonrisa traviesa en sus labios―. ¿Yo formo parte de ellos? ―ronroneó Afrodita, acariciándole la parte de su torso que no cubría la túnica.

―Siempre, mi perla ―le susurró, rozándole los labios con la punta de los dedos. Luego, le pasó un brazo por la cintura y, muy despacio, sin apartar los ojos el uno del otro, se encaminaron hacia la salida―. Quiero llevarte a un sitio.

―¿Dónde? ―le cuestionó con coquetería.

―A la fragua ―murmuró en su oído.

Ambos se echaron a reír mientras sus figuras abrazadas comenzaban a difuminarse… Antes de llegar a la puerta habían desaparecido, justo cuando se ocultó el último rayo de sol.

Con la marcha de los dioses, las sacerdotisas fueron abandonando la sala para volver a sus quehaceres. Athan pudo incorporarse al fin, con ayuda de Talia, quien le servía de apoyo.

―Será mejor que te recuestes ―le decía al guardia, perdiéndose en sus ojos.

―Solo si tú me acompañas ―le propuso él, prometiéndole con la mirada mucho más de lo que decían sus palabras.

Cuando pasaron cerca de Teuthras y Aglaya, ambas jóvenes compartieron un gesto de complicidad, al igual que una despedida que las dos sabían sería por poco tiempo.

―Creo que deberíamos irnos ―murmuró de pronto Teuthras―. Lo último que le dije a Mohl fue que iba a abandonarlos, y con mi tardanza, es posible que me esté buscando por todo Corinto.

―Pobrecito ―se apiadó ella del animal―. Pero ya no te vas, ¿verdad? ―le preguntó con una sonrisa embaucadora que a él le hizo reír.

No obstante, instantes después su semblante se tornó serio. Rodeando su talle con una mano para pegarla a él, con la otra empezó a juguetear con un mechón que se le había escapado del moño, utilizando aquellos segundos para buscar las palabras adecuadas.

―Mi único motivo para volver al campo de batalla era huir de ti ―le confesó―, pero no soy más que un pastor ―añadió, preocupado. Ella, en cambio, le sonrió confiada mientras le acariciaba la mejilla.

―Es cierto que no conozco más vida que esta. Me abandonaron al nacer en las puertas de este templo ―le narró aunque sin darle importancia―. Pero, a pesar de la comodidad en la que haya vivido entre estas paredes, los momentos que he compartido contigo han sido los más felices, incluso rodeados de ovejas ―bromeó―. ¿Te he contado que hago un queso excelente? ―añadió, provocando la risa masculina.

―Entonces, ¿vamos a casa? ―murmuró Teuthras con una sonrisa que desprendía esperanza e ilusión.

Aglaya le rodeó el cuello con los brazos y se puso de puntillas para darle un sentido beso que él correspondió con toda el alma.

―Vamos a casa ―asintió ella.

Y juntos, abrazados, cruzaron las puertas de aquel templo, para dirigir sus pasos hacia el rumbo que el destino había trazado para ellos, y en el que no había más que un futuro lleno de felicidad y amor.