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Frenó el todoterreno antes de la última curva en el mapa, y dejó allí el vehículo. La cabaña estaba al final de un camino de tierra, una construcción simple hecha de bambú y con una valla baja alrededor. El lugar olía a savia, salitre y humedad.

En el porche había un hombre, sentado en las pequeñas escaleras. Era joven, y tenía el pelo largo y recogido en una coleta. Iba vestido tan sólo con un pantalón corto y una camiseta sin mangas. Le miraba con curiosidad y daba pequeños tragos a una calabaza hueca que llevaba en la mano, seguramente rellena de sake.

—Creí que llegaría ayer —dijo.

—¿Sabía que vendría?

—La persona que puso esas indicaciones en su mapa me pidió permiso antes de hacerlo.

—¿A usted? No lo comprendo.

—¿Qué ha venido a hacer aquí, gaijin?

White no se ofendió ante el ofensivo término para “extranjero”.

—He venido buscando al Campesino.

—Yo soy el Campesino.

—Imposible. Usted es aún más joven que yo.

El hombre se puso en pie e hizo crujir los nudillos. Era más alto de lo que parecía sentado. Sus brazos eran largos y fibrosos.

—Sifu fue el primer Campesino, hasta que murió de viejo. Luego lo fue mi padre, y ahora lo soy yo.

—¿Su padre también murió de viejo?

El Campesino negó con la cabeza, muy serio.

—A mi padre lo maté yo.

—¿Por algún motivo en especial?

—¿Acaso importa? —dijo el otro, entrecerrando los ojos.

White se encogió de hombros.

—La verdad es que no.

—¿Por qué quiere aprender mi arte, gaijin?

—¿Acaso importa?

El Campesino se rio.

—¿Ya le han dicho las condiciones?

—El dinero ha sido ingresado en su cuenta. Yo permaneceré aquí un año.

—No puedo convertirle en un auténtico guerrero en ese tiempo.

—Me bastará con que me enseñe lo suficiente.

El Campesino asintió.

—Quítese la camisa y coja un par de cañas de aquel montón. Veremos si hay un auténtico asesino dentro de usted.

Creo que se sorprenderá mucho, pensó White.