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Cuando horas más tarde retiraron el saco, el joven había perdido la noción del tiempo, estaba mareado y furioso.
—Buenas tardes, muchacho.
El joven parpadeó, intentando enfocar los contornos a su alrededor. Se encontraba en un restaurante en penumbra, repleto de mesas recubiertas de hule a cuadros blancos y rojos. La mesa a la que le habían sentado era la única ocupada de todo el local. Su anfitrión era un hombre bajo, grueso y de nariz aplastada y venosa.
—Buenas tardes, Don Salvatore.
—Tienes muchos arrestos haciendo una llamada como esa, y pidiendo conocerme. No sé nada de ti.
El joven sonrió.
—Puede llamarme señor White.
El mafioso se retorció incómodo en la silla.
—No es ese el apellido que nos han dado. Nos han dado el apellido de un niño rico de Nueva York.
—Y ese era el mío hasta esta mañana, como puede comprobar por mi pasaporte —dijo llevándose la mano al bolsillo.
Los guardaespaldas dieron un paso hacia el joven, pero Don Salvatore les hizo retroceder con un gesto.
—El chico es inofensivo. Y por si acaso has visto “El Padrino”, que sepas que aquí nuestras cisternas están integradas en la pared.
El joven parpadeó, sin comprender el chiste. Se limitó a entregarle el pasaporte al mafioso, que lo miró por encima y se lo devolvió. El joven agarró el documento y lo aproximó a la llama de la vela.
—A partir de ahora, sólo seré el señor White —dijo, arrojando la bola ardiente sobre el plato. El fuego arrancó destellos de los ojos granujientos de Don Salvatore.
—Me gusta tu estilo. Señor White. Bien, ¿qué puedes hacer por mi?
—He oído que tiene una cuenta pendiente con un escritor.
El rostro del mafioso se puso rojo al instante.
—Ese bocazas chivato, escribió un libro sobre nosotros y ganó millones. Pero le va a salir muy caro. Antes o después le vamos a encontrar y va a comprender que nadie juega con la Camorra.
—Sí, pero aún no le han atrapado, ¿verdad?
—El cabrón es escurridizo, y tiene el apoyo de los medios de comunicación y de la policía de medio mundo. Pero le pillaremos, vaya que sí. Y le daremos una dosis de justicia napolitana.
—¿Y qué pasaría si yo pudiese acelerar las cosas?
Don Salvatore soltó una carcajada que apestaba a ajo y a humo de tabaco.
—¿Tú? Pero si sólo eres un crío. Un universitario pijo que no ha disparado un arma en su vida.
El señor White se echó hacia atrás en la silla, hizo un tejadillo con las manos y sonrió.
—Soy más de lo que aparento.
Don Salvatore se le quedó mirando durante un largo rato.
—Está bien, chico, no se pierde nada por probar. Tú tráeme la cabeza del chivato en una bolsa, y yo te pagaré medio millón de euros.
White meneó la cabeza.
—Será un millón. Pagadero en una cuenta numerada en las Caimán. Y la tendrá antes de Navidad, para que pueda colgarla del árbol.
Don Salvatore le tendió la mano.
—Trato hecho. No doy un farfalle por que lo consigas, pero si lo logras tendrás tu millón. Y ahora lárgate antes de que cambie de idea y le diga a los chicos que te abran un tercer ojo.