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Cuando el escritor despertó, creyó que estaba ciego y le entró el pánico. Poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando a la escasa luz. No podía mover bien la cabeza ni las manos, estaba atrapado por una especie de cepo.
—Mira al frente.
Allí estaba el falso agente del ASIS, con una bolsa de hielo en la cara, intentando reducir la inflamación de los golpes que habían intercambiado en el coche.
—Me has dado bastante guerra, Roberto. No esperaba tanta resistencia. Supongo que algún modismo me delató, ¿no?
—No se sigue vivo tanto tiempo como yo con tanta gente persiguiéndote sin aprender un par de trucos.
—¿Quieres compartirlos?
—¿Para qué, para que los emplees con algún otro pringado como yo? No, gracias. Espero que la próxima vez la cagues del todo y te metan un tiro.
—Desde luego los tienes bien grandes, escritor. De todas formas, aunque no me hayas puesto las cosas fáciles, yo sí que te las voy a poner a ti.
White acercó un espejo de cuerpo entero frente a él, de forma que el escritor pudiese ver dónde se encontraba. Estaba en uno de esos trasteros de alquiler con persiana metálica, seguramente en mitad de ninguna parte. Gritar no serviría de nada. Y no le faltaban razones para ello. En el espejo veía reflejada la estructura a la que White le había atado.
Era una guillotina, con una hoja enorme sostenida tan sólo por una fina cuerda atada a un resorte.
—Como deducirás, hago esto para ayudarte.
—¿Ayudarme? ¿Cómo pretendes ayudarme con esto, maldito psicópata?
—Liberándote del dolor. Como verás, junto a tu mano derecha hay un pequeño botón.
El escritor lo palpó.
—¿Para qué sirve?
—Para activar la guillotina. Una muerte rápida y elegante, digna de reyes.
—Esa es tu forma de ayudarme. Ah, gracias, pero paso.
—Efectivamente, amigo. Aquí tienes la motivación extra.
De encima de una repisa tomó una grabadora y le dio al botón de reproducir. Del altavoz brotó una voz ronca, en perfecto italiano:
“Tiene que ser esta noche. Hoy va a estar solo así que tráemelo. Lo colgaremos por los pies. Primero le arrancaremos las uñas y las pelotas. Luego le dejaremos un rato para que descanse, y pasaremos a los dedos. Uno a uno, falange a falange. Es el bien más preciado de todo escritor, ¿capisci? Usa una cizalla, nada de mariconadas afiladas. Una buena cizalla, que se escuchen crujir los huesos.
Luego le daremos otro descanso, no queremos que se acabe el juguete antes de tiempo, ¿capisci? Y luego entraré yo y usaré el soplete. Porque es un cerdo, y a cerdo debe oler. Iré despacio, pero dejaré algo para el final. Sus ojos. Al fin y al cabo, es el segundo bien más preciado de todo escritor. Reventarán como un par de uvas. Plop, plop.
Una risa maníaca cerraba la grabación. A White le había costado unos pocos pavos conseguirla, pagados a un actor napolitano de los que hacían bromas por teléfono. A la luz del día podría haber sonado incluso divertida. En la oscuridad de aquel garaje, con una cuchilla afilada de 40 centímetros pendiendo sobre su cuello, sonaba de una forma completamente distinta para el escritor.
—Tú escoges, Roberto. Puedes esperar a conocer a los hombres que han realizado esta grabación. Están viniendo hacia aquí. Desde luego ellos tienen muchísimas ganas de pasar la velada contigo. O puedes apretar el botón, y dejarás de sentir instantáneamente. Te prometo que será completamente indoloro.
El escritor guardó silencio durante un rato. Tenía los ojos cerrados. Sin sus gafas parecía muchísimo más joven, casi un adolescente. Se echó a llorar.
—Va fan culo, stronzo di merda. Va fan culo.
—Tú escoges, Roberto —repitió White—. Doloro o indoloro. Tienes cinco minutos antes de que lleguen.
El escritor se echó a llorar, maldiciendo en voz baja su mala suerte. Era un hombre que no creía en Dios ni en el más allá, sólo creía en el momento presente y en esta vida. Y tanto presente como vida se medían ahora en unidades muy cortas.
—Tic, tac, escritor. Te quedan veinte segundos.
El escritor rechinó los dientes. Puso el dedo pulgar sobre el botón que soltaría la guillotina. Los nudillos se le pusieron blancos, pero no lo presionó.
—No puedo. No puedo.
—Ah, qué demonios. No tengo todo el día —dijo el señor White, apretando los dedos del escritor sobre el botón. Hubo un silbido, un chasquido y un rebote, como el de un balón de fútbol cayendo al suelo.
—Gracias, escritor —dijo White, levantando la cabeza chorreante y mirándole a los ojos, que aún conservaban un hálito de vida y de entendimiento—. Me has hecho ganar mi primer millón.