LA VENGANZA

El escritor recibía la visita de su amiga precisamente cuando comenzaba una novela de amor en la que se proponía describir, con todos los recursos de su talento, unas pasiones exaltadas.

Se limitaba a saludarla y seguía inclinado sobre la mesa cubierta de hojas escritas.

Ella se sentaba enfrente de él y no se atrevía a Interrumpirle pero le miraba con gran afecto, comprendiendo su total dedicación a aquel trabajo.

El escritor se olvidaba de la presencia de ella y ponía los ojos en el techo, pensando una frase o una situación nueva. Incluso llegaba a pronunciar en voz alta exclamaciones del amor más arrebatado o promesas de fidelidad eterna, pero no las dirigía a la joven que tenía ante él. A veces, se ponía de pie e iba a la ventana, como si allí pudiera oír las palabras que buscaba. Ella entonces se le acercaba y le ponía la mano sobre el brazo y también miraba fuera, con un mohín de tristeza.

Habitualmente la visitante llegaba con una gran pamela rodeada de una gasa azul o, sobre los hombros, una echarpe de vivos colores, y ya sentada, la extendía o recogía, pero el escritor nunca le hizo comentarios sobre tales adornos. Una tarde de verano apareció con un escote profundo en el que palpitaban las morbideces del pecho, pero él, que había olvidado la relación que les unió hacia tiempo, no pasó siquiera la vista por la tentación que le ofrecía la audacia del vestido.

Pero un día la joven se llevó un pañuelo a los ojos, lo mordió y le dijo a su antiguo amante que estaba gravemente enferma. Él le habló de un médico que conocía y luego bajó la vista a la pluma que trazaba una escritura nerviosa y rápida.

Aquél fue el último día que ella le visitó. Pasaron semanas y él seguía entregado a la novela y no echó en falta a la joven pero he aquí que, al encontrar a un amigo en la calle, éste le contó que ella había muerto.

Tuvo una sacudida en el corazón y se sintió apenado pero le obsesionaba tanto terminar su obra y a ello estaba tan consagrado que aquella noticia tardó poco en desvanecerse.

Al fin, el texto quedó escrito y corregido minuciosamente y el escritor guardó el grueso manuscrito en un cajón de su mesa y esperó varios días para releerlo y poder juzgarlo.

Una mañana lo puso ante sí en el escritorio y abrió por la primera página, Enseguida le extrañaron grandes espacios blancos: en las líneas, palabras y palabras habían desaparecido y la lectura era imposible, Muy alarmado pasó las hojas una tras otra, y en todas, los espacios en blanco cortaban la continuidad y el sentido del texto. Donde puso frases de acendrados sentimientos, de fervor y entrega incondicional, de éxtasis amoroso, no había nada. Las palabras se habían esfumado como borradas por una mano que no aceptase el lenguaje de los enamorados.

Al terminar de repasar el manuscrito, el escritor permaneció largo rato anonadado y planteándose una pregunta que no tenía respuesta. Nadie podía haber tocado aquellas hojas y haber eliminado con tal habilidad docenas y docenas de frases cuyo rastro ni se percibía en el papel. Por tanto, el escritor supuso métodos no corrientes, intervenciones malintencionadas…

Se levantó de la mesa, se acercó a la ventana y estando así reflexionando, le vino al pensamiento su olvidada amante y la recordó sentada frente a él con sus ojos bordeados de anchas ojeras violeta. Recordó sus relaciones durante años, las peripecias de un enamoramiento prolongado y luego una lenta crisis de afecto, y de pronto, pensó en ella enferma, según se lo confesó, a lo cual él apenas había atendido, sin enterarse del mal que sufría.

Le inundó una ráfaga de piedad y de descontento por no haber escuchado lo que le decía ella y se condolió de que hubiese muerto sin haber estado a su lado.

Se pasó la mano por la cara y, al girar, la vio en el centro de la habitación. No era ella porque su vestido, su cara eran diáfanos, transparentaban los estantes con libros que tenía detrás pero como un destello de luz en la penumbra, como el reflejo de un cristal al darle el sol, así la figura tan conocida, y tan olvidada, estaba ante él igual que las tardes del pasado verano.

Y en su sorpresa estremecida, observó un gesto severo, desacostumbrado en ella, y que no llevaba su amplia pamela sino que tenía unas florecillas enredadas en el dorado pelo.

Volvió a mirar por la ventana, convencido de que aquello era una alucinación emanada de su propio dolor por recordar a la muerta, pero al salir de la habitación y entrar de nuevo, se encontró con que persistía la diáfana transparencia cuyos detalles, si se detenía en ellos, tomaban más intensidad y así pudo ver bien los sombríos ojos, los labios pálidos, las manos de piel aterciopelada ahora quietas sobre la falda.

Transcurrió aquel día con un desagradable desasosiego, mezclado con Inesperados recuerdos referentes a sus amores, y una sensación naciente de rencor hacia sí mismo por no haberle dado a ella más afecto que a sus escritos. Salió a la calle y anduvo mucho tiempo y cuando regresó, la vio como anteriormente, traslúcida, bella, serena, confiadamente sentada en la butaca que siempre, en vida, ocupó cuando le visitaba por las tardes.

Así pasaron dos días y el escritor entendió que debía aceptar aquella presencia Irreal —no podía ser sino fruto de sus nervios desequilibrados—, y además, tenía que, sobreponiéndose a lo que fuese, reescribir y entregar al editor su novela.

Comenzó a cubrir los espacios blancos; se esforzaba en recordar las frases que desaparecieron y reconstruía el sentimiento con que las creó. De vez en cuando no podía evitar alzar los ojos y mirar la sutil transparencia de la mujer, inmóvil, con su elegante vestido, el que tenía el provocativo escote al cual él no había prestado atención.

Lentamente fue avanzando en su trabajo y pasaban días y transcurrían horas en las que la inquietante aparición le obligaba a suspender la escritura para contemplarla, a la vez que murmuraba las frases que componía en la mente y que él destinaba a los personajes de su obra. Pero según pasaba el tiempo, las palabras vehementes eran dedicadas a la intangible amante que presidia y suscitaba sus pensamientos; era a ella a quien hablaba de amor renovado.

Cuando llego a la ultima pagina y cerro el manuscrito se dio cuenta de que ella ya no estaba ante él, que había desaparecido, y que no veía su rostro tranquilo y serio ni las misteriosas florecillas prendidas en sus cabellos rubios.