EL TALISMÁN

Llegó la madrugada y como debía terminar el último encuentro de los amantes, ella le regaló un anillo para que lo llevase como recuerdo de sus citas apasionadas. Anillo que ella había lucido en su mano muchos años y que era un talismán muy antiguo, traído de Persia; quien lo poseyera, si se encontraba en peligro de muerte, debía besarlo y de la muerte le salvaría. Pero ese poder mágico tres veces tan sólo se daría y ninguna más, perdiendo después su efecto maravilloso.

El oficial de húsares se lo colocó en el dedo meñique y con él comenzó una larga vida militar en la que su consuelo, en momentos de calamidades, era recordar la pasión que les había unido. Contemplaba y hacía girar el anillo y le parecía que era un fragmento de ella, de su cuerpo fascinante.

Al cabo de unos años supo que su amante había muerto en el extranjero y tal noticia creó en su ánimo una sensación desesperada de necesitar verla de nuevo y repetir el viejo amor.

Pasó el tiempo, fue destinado a los regimientos que combatían a los montañeses rebeldes y por dos veces —una, tiroteado a poca distancia, y cercado otra—, besó el talismán y la situación cambió a su favor inesperadamente. Y ante la evidencia de la protección que dispensaba el anillo, él sentía aumentar la gratitud hacia su amante.

La tercera vez que llevó el anillo a los labios fue en un duelo a sable contra un enfurecido contrincante que le había desarmado y se disponía a atravesarlo con su acero. Retrocedió ágilmente y besó el talismán: detrás de unos árboles se oyó un grito llamando a su rival, y la voz, tan aguda y angustiosa era, que éste dio media vuelta y corrió hacia allí y desapareció.

Respiró profundamente para serenarse, recogió su sable y despacio regresó al cuartel: nunca más volvió a encontrar a aquel hombre y olvidó sus agravios y el peligro corrido.

Una noche, estando en el acuartelamiento, entró en el despacho del comandante sin pedir permiso y encontró a éste y a su ayudante que tenían sobre la mesa la caja de la división, e inclinados sobre ella contaban monedas de oro. No tuvo duda de que estaban robando porque el general era quien guardaba la llave y aquel día estaba ausente. Los dos hombres se irguieron, le miraron demudados, y él comprendió que al verse descubiertos tenían que matarle; nunca le dejarían salir vivo de la habitación pues si les delataba, serían pasados por las armas. Claramente previo, en un segundo, lo que iba a suceder y que ya era inútil intentar defenderse: el comandante había sacado del cajón de la mesa una brillante pistola, y le apuntaba, y el ayudante se disponía a abalanzarse sobre él.

Carente de poder el talismán, su pensamiento, como una exhalación, voló a la mujer que se lo diera: recordó su belleza, sus risas, sus gestos de amor, la delicadeza de su piel, los detalles encantadores de sus caricias, y esa añoranza le Invadió y le estremeció. Como el último lazo con la vida, el húsar evocó a aquel ser amado y la Intensidad de las horas que pasaron juntos revivió y en un instante se sintió arrebatado por el recuerdo de la pasión fervorosa.

El candelabro que estaba sobre la mesa cayó al suelo y, al apagarse las velas, todo se fundió en la oscuridad. Brilló el fogonazo de un disparo y el oficial notó que tenía a su espalda la puerta. La abrió con un rápido giro del brazo y salió al corredor, y en el momento en que salía, y por su cabeza pasaba la idea de haberse salvado de la muerte, le oprimió los labios el beso de una boca invisible.

A pasos rápidos se alejó hacia el puesto de guardia mientras acariciaba el anillo en su dedo meñique.