LA BRUJA

Cuando recibí el aviso de mi tío para que fuese a verle, yo no pude imaginar cuál sería el motivo, pero no tardé en saberlo y resultaré difícil de creer para cuantos le conocían; acaso por primera vez en su vida había sentido miedo y precisó compañía. Efectivamente, se espantó de algo que le había ocurrido al cruzar por delante de un espejo: se miró y se vio sin manos. Veía toda su figura completa pero al final de los brazos no aparecía nada, no estaban las manos con sus elegantes guantes de terciopelo.

Cuando acudí a su llamada me sorprendió oírle decir que me llamaba para que le acompañase, a él que tenía lacayos y que no necesitaba de nadie porque era un hombre decidido y audaz, que había demostrado su valor repetidas veces, en especial cuando participó en la trata de negros.

Yo acepté aquella petición y días después me enteré también de que, en otro espejo, se había visto y no tenía boca; en el bruñido vidrio azogado no aparecían los labios que él movía con insistencia y que no veía en su cara. Debió comprender que un peligro sutil, acaso ya inevitable, le cercaba y por esta causa quiso confiar en mí y de forma escueta me contó lo sucedido. En una fiesta, vio a una gitana, del grupo de músicos que habían hecho ir para distracción de los invitados, y se enamoró de ella perdidamente.

Fue al campamento de la tribu y debió de darles una fortuna para quedarse allí dos días y dos noches, pero al cabo de ese tiempo tuvo que marcharse: la gitana, al parecer, se cansó de él y los hombres quizá le echarían y amenazarían para que no volviese más. Su orgullo y sus costumbres de gran señor sufrieron por ello una afrenta tan dura como el verse privado del capricho de poseer a aquella mujer; más tarde me enteré que ella se burló de él y que le despreció. El caso es que ya no pudo regresar adonde estaba la tribu con sus carromatos, sus hogueras y las canciones endiabladas que ella cantaba.

Aquella humillación y el enamoramiento, explican la rara decisión que tomó mi tío. Buscó la ayuda de la magia, de un encantamiento que atrajera y sometiera a la gitana a su voluntad; para conseguirlo acudió a la que nunca debió acudir, a la bruja que vivía en las ciénagas.

Era éste un lugar de espesa vegetación a la derecha del sendero que llevaba a la costa, lugar que nadie frecuentaba y se procuraba evitar porque todos sabían que ella estaba allí y se temía su misterioso poder. Se le atribuían encantamientos y hasta muertes por lo que fue denunciada, y en dos ocasiones las autoridades le habían hecho azotar en público y hasta pasó cierto tiempo en un presidio, pero regresaba a su choza donde vivía sola desde que era una muchacha. La visitaban únicamente mujeres desesperadas por no tener hijos o las que querían atraer a un hombre indiferente o vengarse de un seductor, pero nadie hablaba de ella aunque de todos era bien conocido su nombre: Alesia.

Una noche mi tío fue a visitarla e hicieron un pacto; hasta entonces nunca un hombre había buscado su ayuda. Ella le pidió algo que hubiera estado junto al cuerpo de la gitana y mi tío, no sé cómo pudo lograrlo, le llevó un trocito de los flecos del pañuelo rojo que aquélla usaba.

La bruja le pidió igualmente un poco de su propio pelo y mi tío, con la navaja que siempre tenía con él, se cortó un mechón y se lo dio. Acaso éste fue un gran error suyo: días después ocurrió el verse en un espejo sin manos, y luego sin boca, y más tarde, hasta sin ojos.

Entonces, me mandó llamar y me dijo que quería que le acompañase y por esta razón fui testigo de su triste final.

Al llegar la noche, salíamos juntos y trotábamos hasta la choza de aquella mujer. La primera vez, me dejó encargado de los caballos pero tras esperar un rato en la oscuridad y el frío, me aproximé a la puerta y, por la rendija, miré al interior.

Allí, alumbrada por una tea ardiendo, estaba Alesia sentada, rodeada de grandes manojos de plantas secas; era aún joven, el pelo muy rubio y desordenado le caía sobre los hombros y parecía vestir un sayal de monje. Me di cuenta que a pesar de la suciedad y unas manchas que tenía en el rostro, éste era bello, con grandes ojos claros. Mi tío, de pie, callaba y ella le miraba con fijeza.

A la noche siguiente oí que Alesia le pedía otra prenda de la gitana para poder hacer el sortilegio, y días después pude ver cómo mi tío le entregaba algo. Aquella vez, la bruja habló más y me admiró que sonriera y con un movimiento rápido se echase para atrás una capucha que entonces llevaba, y sobre la cabellera, sucia y espesa, vi que se había puesto una diadema de flores de lino.

A través de la rendija de la puerta, seguí sus movimientos; tendió una mano a mi tío, con la palma para arriba, y él, sin darse prisa, colocó la suya encima y así estuvieron unos instantes. Y entonces ella se rió. Aquel gesto, me inclino a creer, confirmó el pacto: él sabía bien que ponía un pie en el umbral del infierno porque aumentaron sus silencios y cabalgaba junto a mí encorvado y casi me atrevería a decir que envejecido.

Cada vez que íbamos allí, yo prestaba más atención y escuchaba, en parte porque presentía un peligro y también por la curiosidad que despertaba en mí la figura extraña de Alesia, repulsiva y, al mismo tiempo, seductora.

Por entonces, mi tío me contó que se había mirado en un espejo y no vio la cabeza: en el sitio donde debía estar, sólo había un vacío. Yo pensé que el deseado sortilegio, sin duda, se había vuelto contra él.

Por fin, una noche ocurrió lo inesperado. Al entrar, mi tío dejó casi abierta la puerta y yo le seguí. En el centro de la choza ardía un fuego y, sobre él, un recipiente desprendía vapores que se unían al humo que casi ocultaba a la bruja. Alesia estaba allí, sentada como siempre, y echaba en aquel líquido, un líquido negro y brillante, igual a la pez fundida, purpúreas florecillas de abrojo. Recitaba algo en voz baja, como un rezo, y luego exclamó ¡Mira ahí!, y mi tío se inclinó sobre el recipiente y oí cómo daba un resoplido por lo que, sin duda, veía en los reflejos de aquel brebaje repugnante, lo que le hizo llevarse las manos a la cabeza, retroceder y quedar apoyado en la pared de la cabaña.

Entonces ella se echó a reír, con carcajadas vibrantes, como las de un demente, y de pronto, tal como estaba sentada, se desprendió de su oscuro sayal y quedó desnuda de medio cuerpo y abrió los brazos y su risa hiriente le venció para atrás la cabeza.

Para mí fue como si plomo derretido me abrasara y me hiciera flaquear las piernas. Contemplé aquel cuerpo extrañamente blanco y atractivo, pero que me espantaba. Igual debía de ocurrir a mi tío; le vi temblar todo él y también se le doblaron las piernas y cayó de rodillas, fijo en Alesia, quizá ya embrujado. Ella se puso de pie: era alta y parecía sólida; otra vez le tendió una mano mientras seguía riendo y ambos permanecieron así unos minutos en los que yo no sabía qué decisión tomar.

Al fin, él se Irguió y pudo salir tambaleándose fuera de la cabaña y ella gritó algo y su risa cambió en una especie de gorgojeo que hizo con la garganta. También yo salí y ella nos siguió: apareció en la puerta con la tea encendida que levantaba en alto.

Súbitamente vi que a mi tío le desaparecía la cabeza y los brazos se esfumaban y aquel tronco alucinante, cuyo recuerdo aún me espanta, dio unos pasos, giró torpemente, se metió entre la maleza y desapareció en la oscuridad.

Un movimiento de Alesia hizo que la tea le rozase los desordenados mechones de pelo y una llama azul subió junto a su cara, y de pronto tuvo toda la cabellera, con las hojitas y flores que la adornaban, convertida en una hoguera.

Yo me quedé quieto, como atado a un poste, mirando la figura de aquella mujer, maravillosa en su desnudez, aún con la tea alzada y el pelo llameante. Pero enseguida, aumentando su grito gutural, se precipitó por donde había ido mi tío y en unos Instantes dejé de oírla y de ver el resplandor de su cabeza ardiendo.

No pude correr tras ellos, ni acaso salvar a mi tío. Esperé, mas los pantanos no suelen devolver a quien los pisa de noche y menos aún si son arrastrados por un encantamiento fatal y poderoso, como es el deseo.